EL EXTRAÑO CASO DE BENJAM IN BUTTON
Francis Scott Fitzgerald
Fue difícil vender El ext raño caso de Benjamin But t on (aparecido en la revist a Collier el 21 de
mayo de 1922). Fit zgerald le escribiría más t arde a su agent e Harold Ober: « Ya seque las
revist as sólo quieren mis relat os sobre chicas a la moda; los problemas que has t enido para
vender Benjamin But t on y Un diamant e t an grande como el Rit z lo demuestran».
Benjamin But t on fue su segundo relat o (le había precedido The Cut -Glass Bow L en 1920) de
cort e fant ást ico o superreal, un est ilo en el que escribió algunos de sus cuent os más brillant es y
que quizá le at raía por su t ensión ent re romant icismo y realismo, por el desafío que la fant asía
plant ea: convert ir lo imposible en verosímil. Fit zgerald explicó la génesis de Benjamín But t on
cuando lo incluyó en sus Cuent os de la era del jazz:
«M e inspiró el cuent o un coment ario de M ark Tw ain: era una lást ima que el mejor t ramo de
nuest ra vida est uviera al principio y el peor al final. He int ent ado demost rar su t esis, haciendo
un experiment o con un hombre insert o en un ambient e absolut ament e normal. Semanas
después de t erminar el relat o, descubrí un argument o casi idént ico en los cuadernos de Samuel
But ler.»
I.
Hast a 1860 lo correct o era nacer en t u propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses
de la medicina han est ablecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emit idos
en la at mósfera asépt ica de un hospit al, preferiblement e en un hospit al elegant e. Así que el
señor y la señora But t on se adelant aron cincuent a años a la moda cuando decidieron, un día
de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospit al. Nunca sabremos si est e
anacronismo t uvo alguna influencia en la asombrosa hist oria que est oy a punt o de referirles.
Les cont aré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.
Los But t on gozaban de una posición envidiable, t ant o social como económica, en el Balt imore
de ant es de la guerra. Est aban emparent ados con Est a o Aquella Familia, lo que, como t odo
sureño sabía, les daba el derecho a formar part e de la inmensa arist ocracia que habit aba la
Confederación. Era su primera experiencia en lo que at añe a la ant igua y encant adora
cost umbre de t ener hijos: nat uralment e, el señor But t on est aba nervioso. Confiaba en que
fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connect icut , inst it ución en la
que el propio señor But t on había sido conocido durant e cuat ro años con el apodo, más bien
obvio, de Cuello Duro.
La mañana de sept iembre consagrada al ext raordinario acont ecimient o se levant ó muy
nervioso a las seis, se vist ió, se anudó una impecable corbat a y corrió por las calles de
Balt imore hast a el hospit al, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había t raído en su
seno una nueva vida.
A unos cien met ros de la Clínica M aryland para Damas y Caballeros vio al doct or Keene, el
médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal rest regándose las manos como si se
las lavara —como t odos los médicos est án obligados a hacer, de acuerdo con los principios
ét icos, nunca escritos, de la profesión.
El señor Roger But t on, president e de Roger But t on & Company, Ferret eros M ayorist as, echó a
correr hacia el doct or Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero
del Sur, hijo de aquella época pint oresca.
—Doct or Keene —llamó—. ¡Eh, doct or Keene!
El doct or lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mient ras una expresión ext raña se iba
dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor But t on se acercaba.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunt ó el señor But t on, respirando con dificult ad después de su
carrera—. ¿Cómo ha ido t odo? ¿Cómo est á mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué...?
—Serénese —dijo el doct or Keene ásperament e. Parecía algo irrit ado.
—¿Ha nacido el niño? —pregunt ó suplicant e el señor But t on.
El doct or Keene frunció el ent recejo.
—Diant re, sí, supongo... en ciert o modo —y volvió a lanzarle una ext raña mirada al señor
But t on.
—¿M i mujer est á bien?
—Sí.
—¿Es niño o niña?
—¡Y dale! —grit ó el doct or Keene en el colmo de su irrit ación—. Le ruego que lo vea ust ed
mismo. ¡Es indignant e! —la últ ima palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doct or Keene
murmuró—: ¿Ust ed cree que un caso como ést e mejorará mi reput ación profesional? Ot ro
caso así sería mi ruina... la ruina de cualquiera.
—¿Qué pasa? —pregunt ó el señor But t on, at errado—. ¿Trillizos?
—¡No, nada de t rillizos! —respondió el doct or, cort ant e—. Puede ir a verlo ust ed mismo. Y
buscarse ot ro médico. Yo lo t raje a ust ed al mundo, joven, y he sido el médico de su familia
durant e cuarent a años, pero he t erminado con ust ed. ¡No quiero verle ni a ust ed ni a nadie de
su familia nunca más! ¡Adiós!
Se volvió bruscament e y, sin añadir palabra, subió a su faet ón, que lo esperaba en la calzada, y
se alejó muy serio.
El señor But t on se quedó en la acera, est upefact o y t emblando de pies a cabeza. ¿Qué
horrible desgracia había ocurrido? De repent e había perdido el más mínimo deseo de ent rar
en la Clínica M aryland para Damas y Caballeros. Pero, un inst ant e después, haciendo un
t errible esfuezo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la puert a principal.
Había una enfermera sent ada t ras una mesa en la penumbra opaca del vest íbulo. Venciendo
su vergüenza, el señor But t on se le acercó.
—Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos días. Soy... Soy el señor But ton.
Una expresión de horror se adueñó del rost ro de la chica, que se puso en pie de un salt o y
pareció a punt o de salir volando del vest íbulo: se dominaba gracias a un esfuerzo ímprobo y
evident e.
—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor But t on.
La enfermera lanzó un débil grit o.
—¡Por supuest o! —grit ó hist éricament e—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!
Le señaló la dirección con el dedo, y el señor But t on, bañado en sudor frío, dio media vuelt a,
vacilant e, y empezó a subir las escaleras. En el vest íbulo de arriba se dirigió a ot ra enfermera
que se le acercó con una palangana en la mano.
—Soy el señor But t on —consiguió art icular—. Quiero ver a mi...
¡Clanc! La palangana se est relló cont ra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc!
Empezó un met ódico descenso, como si part icipara en el t error general que había desat ado
aquel caballero.
—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor But t on casi grit aba. Est aba a punt o de sufrir un at aque.
¡Clanc! La palangana había llegado a la plant a baja. La enfermera recuperó el cont rol de sí
misma y lanzó al señor But t on una mirada de aut ént ico desprecio.
—De acuerdo, señor But ton —concedió con voz sumisa—. M uy bien. ¡Pero si ust ed supiera
cómo est ábamos t odos est a mañana! ¡Es algo sencillamente indignant e! Est a clínica no
conservará ni sombra de su reput ación después de...
—¡Rápido! —grit ó el señor But t on, con voz ronca—. ¡No puedo soport ar más est a sit uación!
—Venga ent onces por aquí, señor But t on. Se arrast ró penosament e t ras ella. Al final de un
largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho,
sería conocida en el fut uro como la «sala de los lloros». Ent raron. Alineadas a lo largo de las
pareces había media docena de cunas con ruedas, esmalt adas de blanco, cada una con una
et iquet a pegada en la cabecera.
—Bueno —resopló el señor But ton—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél —dijo la enfermera.
Los ojos del señor But t on siguieron la dirección que señalaba el dedo de la enfermera, y est o
es lo que vieron: envuelt o en una voluminosa mant a blanca, casi saliéndose de la cuna, había
sent ado un anciano que aparent aba unos set ent a años. Sus escasos cabellos eran casi blancos,
y del ment ón le caía una larga barba color humo que ondeaba absurdament e de acá para allá,
abanicada por la brisa que ent raba por la vent ana. El anciano miró al señor But t on con ojos
desvaídos y marchitos, en los que acechaba una int errogación que no hallaba respuest a.
—¿Est oy loco? —t ronó el señor But t on, t ransformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica
quiere gast arme una broma de mal gust o?
—A nosot ros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severament e—. Y no sé si
ust ed est á loco o no, pero lo que es absolut ament e seguro es que ése es su hijo.
El sudor frío se duplicó en la frent e del señor But t on. Cerró los ojos, y volvió a abrirlos, y m iró.
No era un error: veía a un hombre de set ent a años, un recién nacido de set ent a años, un
recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba.
El anciano miró plácidament e al caballero y a la enfermera durant e un inst ant e, y de repent e
habló con voz cascada y vieja:
—¿Eres mi padre? —pregunt ó.
El señor But t on y la enfermera se llevaron un t errible sust o.
—Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosament e—, me gust aría que me sacaras
de est e sit io, o, al menos, que hicieras que me t rajeran una mecedora cómoda.
—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres t ú? —est alló el señor But ton
exasperado.
—No t e puedo decir exact ament e quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo hace
unas cuant as horas que he nacido. Pero mi apellido es But t on, no hay duda.
—¡M ient es! ¡Eres un impost or!
El anciano se volvió cansinament e hacia la enfermera.
—Bonit o modo de recibir a un hijo recién nacido —se lament ó con voz débil—. Dígale que se
equivoca, ¿quiere?
—Se equivoca, señor But t on —dijo severament e la enfermera—. Est e es su hijo. Debería
asumir la sit uación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se lo
lleve a casa cuanto ant es: hoy, por ejemplo.
—¿A casa? —repit ió el señor But t on con voz incrédula.
—Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡M enudo sit io! Vamos, el sit io ideal para
albergar a un joven de gust os t ranquilos. Con t odos est os chillidos y llant os, no he podido
pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda not a de prot est a— ¡y me
han t raído una bot ella de leche!
El señor But t on se dejó caer en un sillón junt o a su hijo y escondió la cara ent re las manos.
—¡Dios mío! —murmuró, at errorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?
—Tiene que llevárselo a casa —insist ió la enfermera—. ¡Inmediat ament e!
Una imagen grot esca se mat erializó con t remenda nit idez ant e los ojos del hombre
at orment ado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrot adas calles de la ciudad con
aquella espant osa aparición renqueando a su lado.
—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.
La gent e se pararía a pregunt arle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que present ar a ese... a ese
sept uagenario: «Ést e es mi hijo, ha nacido est a mañana t emprano». Y el anciano se acurrucaría
bajo la mant a y seguirían su camino penosamente, pasando por delant e de las t iendas
at est adas y el mercado de esclavos (durant e un oscuro inst ant e, el señor But t on deseó
fervient ement e que su hijo fuera negro), por delant e de las lujosas casas de los barrios
residenciales y el asilo de ancianos...
—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.
—M ire —anunció de repent e el anciano—, si cree ust ed que m e voy a ir casa con est a m ant a,
se equivoca de medio a medio.
—Los niños pequeños siempre llevan mant as.
Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
—¡M ire! —dijo con voz t emblorosa—. M ire lo que me han
preparado.
—Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadament e.
—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puest o dent ro de dos minut os.
Est a mant a pica. M e podrían haber dado por los menos una sábana.
—¡Déjat ela! ¡Déjat ela! —se apresuró a decir el señor But t on. Se volvió hacia la enfermera—.
¿Qué hago?
—Vaya al cent ro y cómprele a su hijo algo de ropa.
La voz del anciano siguió al señor But t on hast a el vest íbulo:
—Y un bast ón, papá. Quiero un bast ón.
El señor But t on salió dando un t errible port azo.
II.
—Buenos días —dijo el señor But t on, nervioso, al dependient e de la mercería Chesapeake—.
Quisiera comprar ropa para mi hijo.
—¿Qué edad t iene su hijo, señor?
—Seis horas —respondió el señor But t on, sin pensárselo dos
veces.
—La sección de bebés est á en la part e de at rás. —Bueno, no creo... No est oy seguro de lo que
busco. Es... es un niño ext raordinariament e grande. Excepcionalmente... excepcionalment e
grande.
—Allí puede encont rar t allas grandes para bebés. —¿Dónde est á la sección de chicos? —
pregunt ó el señor But t on, cambiando desesperadament e de t ema. Tenía la impresión de que
el dependient e se había olido ya su vergonzoso secreto. —Aquí mismo.
—Bueno... —el señor But t on dudó. Le repugnaba la idea de vest ir a su hijo con ropa de
hombre. Si, por ejemplo, pudiera encont rar un t raje de chico grande, muy grande, podría
cort ar aquella larga y horrible barba y t eñir las canas: así conseguiría disimular los peores
det alles, y conservar algo de su dignidad, por no mencionar su posición social en Balt imore.
Pero la búsqueda afanosa por la sección de chicos fue inút il: no encont ró ropa adecuada para
el But t on que acababa de nacer. Roger But t on le echaba la culpa a la t ienda, claro est á... En
semejant es casos lo apropiado es echarle la culpa a la t ienda.
—¿Qué edad me ha dicho que t iene su hijo? —pregunt ó el dependiente con curiosidad.
—Tiene... dieciséis años.
—Ah, perdone. Había ent endido seis horas. Encont rará la sección de jóvenes en el siguient e
pasillo.
El señor But t on se alejó con aire t rist e. De repent e se paró, radiant e, y señaló con el dedo
hacia un maniquí del escaparat e.
—¡Aquél! —exclamó—. M e llevo ese t raje, el que lleva el maniquí.
El dependient e lo miró asombrado.
—Pero, hombre —prot est ó—, ése no es un t raje para chicos. Podría ponérselo un chico, sí,
pero es un disfraz. ¡También se lo podría
poner ust ed!
—Envuélvamelo —insist ió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.
El sorprendido dependient e obedeció.
De vuelt a en la clínica, el señor But t on ent ró en la sala de los recién nacidos y casi le lanzó el
paquet e a su hijo.
—Aquí t ienes la ropa —le espetó.
El anciano desenvolvió el paquet e y examinó su contenido con mirada burlona.
—M e parece un poco ridículo —se quejó—. No quiero que me conviert an en un mono de...
—¡Tú sí que me has convert ido en un mono! —est alló el señor But t on, feroz—. Es mejor que
no pienses en lo ridículo que pareces. Pont e la ropa... o... o t e pegaré.
Le cost ó pronunciar la últ ima palabra, aunque consideraba
que era lo que debía decir.
—De acuerdo, padre —era una grot esca simulación de respet o filial—. Tú has vivido más, t ú
sabes más. Como t ú digas.
Como ant es, el sonido de la palabra «padre» est remeció violent ament e al señor But t on. —Y
dat e prisa.
—M e est oy dando prisa, padre.
Cuando su hijo acabó de vest irse, el señor But t on lo miró desolado. El t raje se componía de
calcecines de lunares, leot ardos rosa y una blusa con cint ut ón y un am plio cuello blanco. Sobre
el cuello ondeaba la larga barba blanca, que casi llegaba a la cint ura. No producía buen efect o.
—¡Espera!
El señor But t on empuñó unas t ijeras de quirófano y con t res rápidos t ijeret azos cercenó gran
part e de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunt o dist aba mucho de la perfección. La
greña enmarañada que aún quedaba, los ojos acuosos, los dient es de viejo, producían un raro
cont rast e con aquel t raje t an alegre. El señor But t on, sin embargo, era obst inado. Alargó una
mano.
—¡Vamos! —dijo con severidad.
Su hijo le cogió de la mano confiadament e.
—¿Cómo me vas a llamar, papi? —preguntó con voz t emblorosa cuando salían de la sala de
los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hast a que pienses un nombre mejor?
El señor But t on gruñó.
—No sé —respondió agriament e—. Creo que t e llamaremos M at usalén.
III.
Incluso después de que al nuevo miembro de la familia But t on le cort aran el pelo y se lo
t iñeran de un negro desvaído y art ificial, y lo afeit aran hast a el punt o de que le resplandeciera
la cara, y lo equiparan con ropa de muchachit o hecha a la medida por un sast re est upefact o,
era imposible que el señor But t on olvidara que su hijo era un t rist e remedo de primogénit o.
Aunque encorvado por la edad, Benjamín But t on —pues est e nombre le pusieron, en vez del
más apropiado, aunque demasiado pret encioso, de M at usalén— medía un met ro y set ent a y
cinco cent ímet ros. La ropa no disimulaba la est at ura, ni la depilación y el t int e de las cejas
ocult aban el hecho de que los ojos que había debajo est aban apagados, húmedos y cansados.
Y, en cuant o vio al recién nacido, la niñera que los But t on habían cont rat ado abandonó la casa,
sensiblement e indignada.
Pero el señor But t on persist ió en su propósit o inamovible. Bejamin era un niño, y como un
niño había que t rat arlo. Al principio sent enció que, si a Benjamín no le gust aba la leche
t emplada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo t omara
pan y mant equilla, e incluso, t ras un pact o, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y,
dándoselo a Benjamín, insist ió, en t érminos que no admit ían réplica, en que debía jugar con él;
el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y t odo el día pudieron oír cómo lo
agit aba de vez en cuando obedient ement e.
Pero no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrut aba de ot ras diversiones más
reconfort ant es cuando est aba solo. Por ejemplo, un día el señor But t on descubrió que la
semana ant erior había fumado muchos más puros de los que acost umbraba, fenómeno que se
aclaró días después cuando, al ent rar inesperadament e en el cuart o del niño, lo encont ró
inmerso en una vaga humareda azulada, mient ras Benjamín, con expresión culpable, t rat aba
de esconder los rest os de un habano. Aquello exigía, como es nat ural, una buena paliza, pero
el señor But t on no se sint ió con fuerzas para administ rarla. Se limit ó a advert irle a su hijo que
el humo frenaba el crecimient o.
El señor But t on, a pesar de t odo, persist ió en su act it ud. Llevó a casa soldadit os de plomo,
llevó t renes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de t rapo y, para darle veracidad a la
ilusión que est aba creando —al menos para sí mismo—, preguntó con vehemencia al
dependient e de la juguet ería si el pat o rosa dest eñiría si el niño se lo met ía en la boca. Pero, a
pesar de los esfuerzos pat ernos, a Benjamín nada de aquello le int eresaba. Se escabullía por
las escaleras de servicio y volvía a su habit ación con un volumen de la Enciclopedia Brit ánica,
ant e el que podía pasar absort o una t arde ent era, mient ras las vacas de t rapo y el arca de Noé
yacían abandonadas en el suelo. Cont ra una t ozudez semejant e, los esfuerzos del señor But t on
sirvieron de poco.
Fue enorme la sensación que, en un primer moment o, causó en Balt imore. Lo que aquella
desgracia podría haberles cost ado a los But t on y a sus parient es no podemos calcularlo,
porque el est allido de la Guerra Civil dirigió la at ención de los ciudadanos hacia ot ros asunt os.
Hubo quienes, irreprochablement e cort eses, se devanaron los sesos para felicit ar a los padres;
y al fin se les ocurrió la ingeniosa est rat agema de decir que el niño se parecía a su abuelo, lo
que, dadas las condiciones de normal decadencia comunes a t odos los hombres de set ent a
años, result aba innegable. A Roger But t on y su esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamín
se sint ió t erriblement e ofendido.
Benjamín, en cuant o salió de la clínica, se t omó la vida como venía. Invit aron a algunos niños
para que jugaran con él, y pasó una t arde agot adora int ent ando encont rarles algún int erés al
t rompo y las canicas. Incluso se las arregló para romper, casi sin querer, una vent ana de la
cocina con un t irachinas, hazaña que complació secret ament e a su padre. Desde ent onces
Benjamín se las ingeniaba para romper algo t odos los días, pero hacía cosas así porque era lo
que esperaban de él, y porque era servicial por nat uraleza.
Cuando la host ilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamín y aquel caballero encont raron
un enorme placer en su mut ua compañía. Tan alejados en edad y experiencia, podían pasarse
horas y horas sent ados, discut iendo como viejos compinches, con monot onía incansable, los
lent os acont ecimient os de la jornada. Benjamín se sent ía más a sus anchas con su abuelo que
con sus padres, que parecían t enerle una especie de t emor invencible y reverencial, y, a pesar
de la aut oridad dict atorial que ejercían, a menudo le trat aban de ust ed.
Benjamín est aba t an asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y ment al que
aparent aba al nacer. Leyó revist as de medicina, pero, por lo que pudo ver, no se conocía
ningún caso semejant e al suyo. Ant e la insist encia de su padre, hizo sinceros esfuerzos por
jugar con ot ros niños, y a menudo part icipó en los juegos más pacíficos: el fút bol lo
t rast ornaba demasiado, y t emía que, en caso de fract ura, sus huesos de viejo se negaran a
soldarse.
Cuando cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el art e de pegar
papel verde sobre papel naranja, de hacer mant elit os de colores y const ruir infinit as cenefas.
Tenía propensión a adormilarse, e incluso a dormirse, en mit ad de esas t areas, cost umbre que
irrit aba y asust aba a su joven profesora. Para su alivio, la profesora se quejó a sus padres y
ést os lo sacaron del colegio. Los But t on dijeron a sus amigos que el niño era demasiado
pequeño.
Cuando cumplió doce años los padres ya se habían habit uado a su hijo. La fuerza de la
cost umbre es t an poderosa que ya no se daban cuent a de que era diferent e a t odos los niños,
salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas
después de su duodécimo cumpleaños, mient ras se miraba al espejo, Benjamin hizo, o creyó
hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la vist a, o le había cambiado el pelo, del
blanco a un gris acero, bajo el t int e, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada
la red de arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del buen
color que da el invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus
condiciones físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.
—¿Será que...? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se at revió a pensar.
Fue a hablar con su padre.
—Ya soy mayor —anunció con det erminación—. Quiero ponerme pant alones largos.
Su padre dudó.
—Bueno —dijo por fin—, no sé. Cat orce años es la edad adecuada para ponerse pant alones
largos, y t ú sólo t ienes doce.
—Pero t ienes que admit ir —prot est ó Benjamin— que est oy muy grande para la edad que
t engo.
Su padre lo miró, fingiendo ent regarse a laboriosos cálculos.
—Ah, no est oy muy seguro de eso —dijo—. Yo era t an grande como t ú a los doce años.
No era verdad: aquella afirmación formaba part e del pact o secret o que Roger But t on había
hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo.
Llegaron por fin a un acuerdo. Benjamin cont inuaría t iñéndose el pelo, pondría más empeño
en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría bast ón por la calle. A cambio
de t ales concesiones, recibió permiso para su primer t raje de pant alones largos.
IV.
No me ext enderé demasiado sobre la vida de Benjamin But t on ent re los doce y los veint e
años. Bast e recordar que fueron años de normal decrecimient o. Cuando Benjamin cumplió los
dieciocho est aba t an derecho como un hombre de cincuent a; t enía más pelo, gris oscuro; su
paso era firme, su voz había perdido el t emblor cascado: ahora era más baja, la voz de un
saludable barít ono. Así que su padre lo mandó a Connect icut para que hiciera el examen de
ingreso en la Universidad de Yale. Benjamin superó el examen y se convirt ió en alumno de
primer curso.
Tres días después de mat ricularse recibió una not ificación del señor Hart , secret ario de la
Universidad, que lo cit aba en su despacho para est ablecer el plan de est udios. Benjamin se
miró al espejo: necesit aba volver a t int arse el pelo. Pero, después de buscar angust iosament e
en el cajón de la cómoda, descubrió que no est aba la bot ella de t int e marrón. Se acordó
ent onces: se le había t erminado el día ant erior y la había t irado.
Est aba en apuros. Tenía que present arse en el despacho del secret ario dent ro de cinco
minut os. No había solución: t enía que ir tal y como estaba. Y fue.
—Buenos días —dijo el secret ario educadament e—. Habrá venido para int eresarse por su hijo.
—Bueno, la verdad es que soy But t on —empezó a decir Benjamin, pero el señor Hart lo
int errumpió.
—Encant ando de conocerle, señor Butt on. Est oy esperando a su hijo de un moment o a ot ro.
—¡Soy yo! —explot ó Benjamin—. Soy alumno de primer curso.
—¿Cómo?
—Soy alumno de primero.
—Bromea ust ed, claro.
—En absolut o.
El secret ario frunció el ent recejo y echó una ojeada a una ficha que t enía delant e.
—Bueno, según mis dat os, el señor Benjamin But t on tiene dieciocho años.
—Esa edad t engo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un poco.
El secret ario lo miró con un gest o de fast idio.
—No esperará que me lo crea, ¿no?
Benjamín sonrió con un gest o de fast idio.
—Tengo dieciocho años —repit ió.
El secret ario señaló con det erminación la puert a.
—Fuera —dijo—. Vayase de la universidad y de la ciudad. Es ust ed un lunát ico peligroso.
—Tengo dieciocho años.
El señor Hart abrió la puert a.
—¡Qué ocurrencia! —grit ó—. Un hombre de su edad int ent ando mat ricularse en primero.
Tiene dieciocho años, ¿no? M uy bien le doy dieciocho minut os para que abandone la ciudad.
Benjamin But t on salió con dignidad del despacho, y media docena de est udiant es que
esperaban en el vest íbulo lo siguieron int rigados con la mirada. Cuando hubo recorrido unos
met ros, se volvió y, enfrent ándose al enfurecido secret ario, que aún permanecía en la puert a,
repit ió con voz firme:
—Tengo dieciocho años.
Ent re un coro de risas disimuladas, procedent e del grupo de est udiant es, Benjamin salió.
Pero no quería el dest ino que escapara con t ant a facilidad. En su melancólico paseo hacia la
est ación de ferrocarril se dio cuent a de que lo seguía un grupo, luego un t ropel y por fin una
muchedumbre de est udiant es. Se había corrido la voz de que un lunát ico había aprobado el
examen de ingreso en Yale y pret endía hacerse pasar por un joven de dieciocho años. Una
excit ación febril se apoderó de la universidad. Hombres sin sombrero se precipitaban fuera de
las aulas, el equipo de fút bol abandonó el ent renamient o y se unió a la mult it ud, las esposas
de los profesores, con la cofia t orcida y el polisón mal puest o, corrían y grit aban t ras la
comit iva, de la que procedía una serie incesant e de coment arios dirigidos a los delicados
sent imient os de Benjamin But t on.
—¡Debe ser el Judío Errant e!
—¡A su edad debería ir al inst it ut o!
—¡M irad al niño prodigio!
—¡Creería que est o era un asilo de ancianos!
—¡Que se vaya a Harvard!
Benjamin aceleró el paso y pront o echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a Harvard, y se
arrepent irían de aquellas burlas irreflexivas!
A salvo en el t ren de Balt imore, sacó la cabeza por la vent anilla.
—¡Os arrepent iréis! —grit ó.
—Ja, ja! —rieron los est udiant es—. Ja, ja, ja!
Fue el mayor error que la Universidad de Yale haya comet ido en su hist oria.
V.
En 1880 Benjamin But t on t enía veint e años, y celebró su cumpleaños comenzando a t rabajar
en la empresa de su padre, Roger But t on & Company, Ferret eros M ayorist as. Aquel año
t ambién empezó a alt ernar en sociedad: es decir, su padre se empeñó en llevarlo a algunos
bailes elegant es. Roger But t on t enía ent onces cincuent a años, y él y su hijo se ent endían cada
vez mejor. De hecho, desde que Benjamin había dejado de t int arse el pelo, t odavía canoso,
parecían más o menos de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.
Una noche de agost o salieron en el faet ón vest idos de et iquet a, camino de un baile en la casa
de campo de los Shevlin, just o a la salida de Balt imore. Era una noche magnífica. La luna llena
bañaba la carret era con un apagado color plat ino, y, en el aire inmóvil, la cosecha de flores
t ardías exhalaba aromas que eran como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de
t rigo relucient e, brillaban como si fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ant e la
belleza del cielo, casi imposible.
—El negocio de la mercería t iene un gran fut uro —est aba diciendo Roger But ton. No era un
hombre espirit ual: su sent ido de la est ét ica era rudiment ario—. Los viejos ya t enemos poco
que aprender —observó profundament e—. Sois vosot ros, los jóvenes con energía y vit alidad,
los que t enéis un gran fut uro por delant e.
Las luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del cam ino. Ahora les llegaba un
rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los violines o el susurro del t rigo
plat eado bajo la luna.
Se det uvieron t ras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ant e la puert a. Bajó
una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin apareció ot ra dama, una joven
bella como el pecado. Benjamin se sobresalt ó: fue como si una t ransformación química
disolviera y recompusiera cada part ícula de su cuerpo. Se apoderó de él ciert a rigidez, la
sangre le afluyó a las mejillas y a la frent e, y sint ió en los oídos el palpit ar const ant e de la
sangre. Era el primer amor.
La chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color miel bajo las
chisporrot eant es lámparas del pórt ico. Llevaba echada sobre los hombros una mant illa
española del amarillo más pálido, con bordados en negro; sus pies eran relucient es capullos
que asomaban bajo el t raje con polisón.
Roger But t on se acercó confidencialment e a su hijo.
—Ésa —dijo— es la joven Hildegarde M oncrief, la hija del general M oncrief.
Benjamin asint ió con frialdad.
—Una criat ura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuant o el criado negro se hubo
llevado el carruaje, añadió—: Podrías present ármela, papá.
Se acercaron a un grupo en el que la señorit a M oncrief era el cent ro. Educada según las viejas
t radiciones, se inclinó ant e Benjamin. Sí, le concedería un baile. Benjam ín le dio las gracias y se
alejó Se alejó t ambaleándose.
La espera hast a que llegara su t urno se hizo int erminablement e larga. Benjamin se quedó
cerca de la pared, callado, inescrut able, mirando con ojos asesinos a los arist ocrát icos jóvenes
de Balt imore que mariposeaban alrededor de Hildegarde M oncrief con caras de apasionada
admiración. ¡Qué det est ables le parecían a Benjamin; qué int olerablement e sonrosados!
Aquellas barbas morenas y rizadas le provocaban una sensación parecida a la indigest ión.
Pero cuando llegó su t urno, y se deslizaba con ella por la movediza pist a de baile al compás del
últ imo vals de París, la angust ia y los celos se derrit ieron como un mant o de nieve. Ciego de
placer, hechizado, sint ió que la vida acababa de empezar.
—Ust ed y su hermano llegaron cuando llegábamos nosot ros, ¿verdad? —preguntó
Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalt e azul.
Benjamin dudó. Si Hildegarde lo t omaba por el hermano de su padre, ¿debía aclarar la
confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una descort esía
cont radecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella exquisit a oport unidad con la
grot esca hist oria de su nacimient o. M ás t arde, quizá. Así que asint ió, sonrió, escuchó, fue feliz.
—M e gust an los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son t an t ont os... M e
cuent an cuánt o champán bebieron en la universidad, y cuánt o dinero perdieron jugando a las
cart as. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.
Benjamin sint ió que est aba a punt o de declararse. Dominó la tent ación con esfuerzo.
—Ust ed est á en la edad románt ica —cont inuó Hildegarde—. Cincuent a años. A los veint icinco
los hombres son demasiado m undanos; a los t reint a est án at osigados por el exceso de t rabajo.
Los cuarent a son la edad de las hist orias largas: para cont arlas se necesit a un puro ent ero; los
sesent a... Ah, los sesent a est án demasiado cerca de los set ent a, pero los cincuent a son la edad
de la madurez. M e encant an los cincuent a.
Los cincuent a le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó apasionadament e t ener
cincuent a años.
—Siempre lo he dicho —cont inuó Hildegarde—: prefiero casarme con un hombre de
cincuent a años y que me cuide, a casarme con uno de t reint a y cuidar de él.
Para Benjamin el rest o de la velada est uvo bañado por una neblina color miel. Hildegarde le
concedió dos bailes más, y descubrieron que est aban maravillosament e de acuerdo en t odos
los t emas de act ualidad. Darían un paseo en calesa el domingo, y hablarían más
det enidament e.
Volviendo a casa en el faet ón, just o ant es de romper el alba, cuando empezaban a zumbar las
primeras abejas y la luna consumida brillaba débilment e en la niebla fría, Benjamin se dio
cuent a vagament e de que su padre est aba hablando de ferret ería al por mayor.
—¿Qué asunt o propones que t rat emos, además de los clavos y los m art illos? —decía el señor
But t on.
—Los besos —respondió Benjamin, dist raído.
—¿Los pesos? —exclamó Roger But ton—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y básculas!
Benjamin lo miró at urdido, y el cielo, hacia el est e, revent ó de luz, y una oropéndola bost ezó
ent re los árboles que pasaban veloces...
VI.
Cuando, seis meses después, se supo la not icia del enlace ent re la señorit a Hildegarde
M oncrief y el señor Benjamín But t on (y digo «se supo la not icia» porque el general M oncrief
declaró que prefería arrojarse sobre su espada ant es que anunciarlo), la conmoción de la alt a
sociedad de Balt imore alcanzó niveles febriles. La casi olvidada hist oria del nacimient o de
Benjamín fue recordada y propalada escandalosament e a los cuat ro vient os de los modos m ás
picarescos e increíbles. Se dijo que, en realidad, Benjamin era el padre de Roger But t on, que
era un hermano que había pasado cuarent a años en la cárcel, que era el mismísimo John
Wilkes Boot h disfrazado... y que dos cuernecillos despunt aban en su cabeza.
Los suplement os dominicales de los periódicos de Nueva York explot aron el caso con
fascinant es ilust raciones que most raban la cabeza de Benjamin But t on acoplada al cuerpo de
un pez o de una serpient e, o remat ando una est at ua de bronce. Llegó a ser conocido en el
mundo periodíst ico como El M ist erioso Hombre de M aryland. Pero la verdadera hist oria, como
suele ser normal, apenas t uvo difusión.
Como quiera que fuera, t odos coincidieron con el general M oncrief: era un crimen que una
chica encant adora, que podía haberse casado con el mejor galán de Balt imore, se arrojara en
brazos de un hombre que t enía por lo menos cincuent a años. Fue inút il que el señor Roger
But t on publicara el cert ificado de nacimiento de su hijo en grandes caract eres en el Blaze de
Balt imore. Nadie lo creyó. Bast aba t ener ojos en la cara y mirar a Benjamin.
Por lo que se refiere a las dos personas a quienes más concernía el asunt o, no hubo vacilación
alguna. Circulaban t ant as hist orias falsas acerca de su promet ido, que Hildegarde se negó
t erminant emente a creer la verdadera. Fue inút il que el general M oncrief le señalara el alto
índice de mort alidad ent re los hombres de cincuent a años, o, al menos, ent re los hombres que
aparent aban cincuent a años; e inút il que le hablara de la inest abilidad del negocio de la
ferret ería al por mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez... y se casó.
VII.
En una cosa, al menos, los amigos de Hildegarde M oncrief se equivocaron. El negocio de
ferret ería al por mayor prosperó de manera asombrosa. En los quince años que t ranscurrieron
ent re la boda de Benjamin But t on, en 1880, y la jubilación de su padre, en 1895, la fort una
familiar se había duplicado, gracias en gran medida al miembro más joven de la firma.
No hay que decir que Balt imore acabó acogiendo a la pareja en su seno. Incluso el anciano
general M oncrief llegó a reconciliarse con su yerno cuando Benjamin le dio el dinero necesario
para sacar a la luz su Hist oria de la Guerra Civil en t reint a volúmenes, que había sido rechazada
por nueve dest acados edit ores.
Quince años provocaron muchos cambios en el propio Benjamin. Le parecía que la sangre le
corría con nuevo vigor por las venas. Empezó a gust arle levant arse por la mañana, caminar con
paso enérgico por la calle concurrida y soleada, t rabajar incansablement e en sus envíos de
mart illos y sus cargament os de clavos. Fue en 1890 cuando logró su mayor éxit o en los
negocios: lanzó la famosa idea de que t odos los clavos usados para clavar cajas dest inadas al
t ransport e de clavos son propiedad del t ransport ist a , propuest a que, con rango de proyect o de
ley, fue aprobada por el president e del Tribunal Supremo, el señor Fossile, y ahorró a Roger
But t on & Company, Ferret eros M ayorist as, más de seiscient os clavos anuales.
Y Benjamin descubrió que lo at raía cada vez más el lado alegre de la vida. Típico de su
crecient e ent usiasmo por el placer fue el hecho de que se convirt iera en el primer hombre de
la ciudad de Balt imore que poseyó y condujo un aut omóvil. Cuando se lo encont raban por la
calle, sus coet áneos lo miraban con envidia, t al era su imagen de salud y vit alidad.
—Parece que est á más joven cada día —observaban. Y, si el viejo Roger But t on, ahora de
sesent a y cinco años, no había sabido darle a su hijo una bienvenida adecuada, acabó
reparando su falt a colmándolo de at enciones que rozaban la adulación.
Llegamos a un asunt o desagradable sobre el que pasaremos lo más rápidamente posible. Sólo
una cosa preocupaba a Benjamin But t on: su mujer había dejado de at raerle.
En aquel t iempo Hildegarde era una mujer de t reint a y cinco años, con un hijo, Roscoe, de
cat orce. En los primeros días de su mat rimonio Benjamín había sent ido adoración por ella.
Pero, con los años su cabellera color miel se volvió cast aña, vulgar, y el esmalt e azul de sus
ojos adquirió el aspect o de la loza barat a. Además, y por encima de t odo, Hildegarde había ido
moderando sus cost umbres, demasiado plácida, demasiado sat isfecha, demasiado anémica en
sus manifest aciones de ent usiasmo: sus gust os eran demasiado sobrios. Cuando eran novios
ella era la que arrast raba a Benjamín a bailes y cenas; pero ahora era al cont rario. Hildegarde
lo acompañaba siempre en sociedad, pero sin ent usiasmo, consumida ya por esa sempit erna
inercia que viene a vivir un día con nosot ros y se queda a nuest ro lado hast a el final.
La insat isfacción de Benjamín se hizo cada vez más profunda. Cuando est alló la Guerra
Hispano-Nort eamericana en 1898, su casa le ofrecía t an pocos at ract ivos que decidió alist arse
en el ejércit o. Gracias a su influencia en el campo de los negocios, obt uvo el grado de capit án,
y demost ró t ant a eficacia que fue ascendido a mayor y por fin a t enient e coronel, just o a
t iempo para part icipar en la famoso carga cont ra la colina de San Juan. Fue herido levement e y
mereció una medalla.
Benjamin est aba t an apegado a las act ividades y las emociones del ejércit o, que lament ó t ener
que licenciarse, pero los negocios exigían su at ención, así que renunció a los galones y volvió a
su ciudad. Una banda de música lo recibió en la estación y lo escolt ó hast a su casa.
VIII.
Hildegarde, ondeando una gran bandera de seda, lo recibió en el porche, y en el moment o
preciso de besarla Benjamin sint ió que el corazón le daba un vuelco: aquellos t res años habían
t enido un precio. HÜdelgarde era ahora una mujer de cuarent a años, y una t enue sombra gris
se insinuaba ya en su pelo. El descubrimient o lo ent rist eció.
Cuando llegó a su habit ación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara con
ansiedad, comparándola con una fot o en la que aparecía en uniforme, una fot o de ant es de la
guerra.
—¡Dios sant o! —dijo en voz alt a. El proceso cont inuaba. No había la más mínima duda: ahora
aparent aba t ener t reint a años. En vez de alegrarse, se preocupó: est aba rejuveneciendo. Hasta
ent onces había creído que, cuando alcanzara una edad corporal equivalente a su edad en
años, cesaría el fenómeno grot esco que había caract erizado su nacimient o. Se est remeció. Su
dest ino le pareció horrible, increíble.
Volvió a la plant a principal. Hildegarde lo est aba esperando: parecía enfadada, y Benjamin se
pregunt ó si habría descubiert o al fin que pasaba algo malo. E, int ent ado aliviar la t ensión,
abordó el asunt o durant e la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.
—Bueno —observó en t ono desenfadado—, t odos dicen que parezco más joven que nunca.
Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.
—¿Y t e parece algo de lo que presumir?
—No est oy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.
Ella volvió a sollozar.
—Vaya idea —dijo, y agregó un inst ant e después—: Creía que t endrías el suficient e amor
propio como para acabar con est o.
—¿Y cómo? —pregunt ó Benjamin.
—No voy a discut ir cont igo —replicó su mujer—. Pero hay una m anera apropiada de hacer las
cosas y una manera equivocada. Si t ú has decidido ser dist int o a t odos, me figuro que no
puedo impedírt elo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por t u part e.
—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!
—Sí que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Est ás convencido de que t ienes que ser
dist int o. Has sido siempre así y lo seguiras siendo. Pero piensa, sólo un moment o, qué pasaría
si t odos compart ieran t u manera de ver las cosas... ¿Cómo sería el mundo?
Se t rababa de una discusión est éril, sin solución, así que Benjamín no cont est ó, y desde aquel
inst ant e un abismo comenzó a abrirse ent re ellos. Y Benjamín se pregunt aba qué fascinación
podía haber ejercido Hildegarde sobre él en ot ro t iempo.
Y, para ahondar la brecha, Benjamín se dio cuent a de que, a medida que el nuevo siglo
avanzaba, se fort alecía su sed de diversiones. No había fiest a en Balt imore en la que no se le
viera bailar con las casadas más hermosas y charlar con las debut ant es más solicit adas,
disfrut ando de los encant os de su compañía, mient ras su mujer, como una viuda de mal
agüero, se sent aba ent re las madres y las t ías vigilant es, para observarlo con alt iva
desaprobación, o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.
—¡M ira! —coment aba la gent e—. ¡Qué lást ima! Un joven de esa edad casado con una mujer
de cuarent a y cinco años. Debe de t ener por lo menos veint e años menos que su mujer.
Habían olvidado —porque la gent e olvida inevit ablement e— que ya en 1880 sus papas y
mamas t ambién habían hecho coment arios sobre aquel mat rimonio mal emparejado.
Pero la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la crecient e infelicidad hogareña
de Benjamín. Descubrió el golf, y obt uvo grandes éxit os. Se ent regó al baile: en 1906 era un
expert o en el bost on , y en 1908 era considerado un expert o del maxixe, mient ras que en 1909
su cast le w alk fue la envidia de t odos los jóvenes de la ciudad.
Su vida social, nat uralment e, se mezcló hast a ciert o punt o con sus negocios, pero ya llevaba
veint icinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferret ería al por mayor y pensó que iba siendo
hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe, que había t erminado sus est udios en
Harvard.
Y, de hecho, a menudo confundían a Benjamín con su hijo. Semejant e confusión agradaba a
Benjamín, que olvidó pront o el miedo insidioso que lo había invadido a su regreso de la Guerra
Hispano-Nort eamericana: su aspect o le producía ahora un placer ingenuo. Sólo t enía una
cont raindicación aquel delicioso ungüent o: det est aba aparecer en público con su mujer.
Hildegarde t enía casi cincuent a años, y, cuando la veía, se sent ía complet amente absurdo.
IX.
Un día de sept iembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe But t on se hicera
cargo de la Roger But ton & Company, Ferret eros M ayorist as— un hombre que aparent aba
unos veint e años se mat riculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en
Cambridge. No comet ió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuent a, ni
mencionó el hecho de que su hijo había obt enido su licenciat ura en la misma inst it ución diez
años ant es.
Fue adm it ido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevant e posición en su curso, en part e
porque parecía un poco mayor que los ot ros est udiant es de primero, cuya media de edad
rondaba los dieciocho años.
Pero su éxit o se debió fundament alment e al hecho de que en el part ido de fút bol cont ra Yale
jugó de forma t an brillant e, con t ant o brío y t ant a furia fría e implacable, que marcó siet e
t ouchdow ns y cat orce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres
de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscient es. Se convirt ió en el hombre más
célebre de la universidad.
Aunque parezca raro, en t ercer curso apenas si fue capaz de formar part e del equipo. Los
ent renadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era
t an alt o como ant es. Ya no marcaba t ouchdow ns. Lo mant enían en el equipo con la esperanza
de que su enorme reput ación sembrara el t error y la desorganización en el equipo de Yale.
En el últ imo curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelt o t an delgado y frágil
que un día unos est udiant es de segundo lo confundieron con un novat o, incident e que lo
humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno
de los últ imos cursos que quizá no t enía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba
la mundanería de algunos de sus compañeros. Los est udios le parecían más difíciles,
demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San M idas, famoso colegio
preuniversit ario, en el que m uchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió
que, cuando acabara la licenciat ura, se mat ricularía en el San M idas, donde, ent re chicos de su
complexión, est aría más prot egido y la vida sería más agradable.
Terminó los est udios en 1914 y volvió a su casa, a Balt imore, con el t ít ulo de Harvard en el
bolsillo. Hildegarde residía ahora en It alia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe.
Pero, aunque fue recibido como de cost umbre, era evident e que el afect o de su hijo se había
enfriado: incluso manifest aba ciert a t endencia a considerar un est orbo a Benjamin, cuando
vagaba por la casa presa de melancolías de adolescent e. Roscoe se había casado, ocupaba un
lugar prominent e en la vida social de Balt imore, y no deseaba que en t orno a su familia se
suscit ara el menor escándalo.
Benjamin ya no era persona grat a ent re las debut ant es y los universit arios más jóvenes, y se
sent ía abandonado, muy solo, con la única compañía de t res o cuat ro chicos de la vecindad, de
cat orce o quince años. Recordó el proyect o de ir al colegio de San M idas.
—Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuánt as veces t engo que decirt e que quiero ir al colegio?
—Bueno, pues ve, ent onces —abrevió Roscoe. El asunt o le desagradaba, y deseaba evit ar la
discusión.
—No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que mat ricularme y llevarme t ú.
—No t engo t iempo —declaró Roscoe con brusquedad. Ent recerró los ojos y miró preocupado
a su padre—. El caso es —añadió— que ya est á bien: podrías parart e ya, ¿no? Sería mejor... —
se int errumpió, y su cara se volvió roja mient ras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro
de cient o ochent a grados: empezar de nuevo, pero en dirección cont raria. Est o ya ha ido
demasiado lejos para ser una broma. Ya no t iene gracia. Tú... ¡Ya es hora de que t e port es
bien!
Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.
—Y ot ra cosa —cont inuó Roscoe—: cuando haya visit as en casa, quiero que m e llames t ío, no
Roscoe, sino t ío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi
nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme t ío siempre, así t e acost umbrarías.
Después de mirar severament e a su padre, Roscoe le dio la espalda.
X.
Cuando t erminó est a discusión, Benjamin, muy t rist e, subió a su dormit orio y se miró al
espejo. No se afeit aba desde hacía t res meses, pero apenas si se descubría en la cara una
pelusilla incolora, que no valía la pena t ocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de
Harvad, Roscoe se había at revido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba post iza
pegada a las mejillas: por un moment o pareció que iba a repet irse la farsa de sus primeros
años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado
cediendo a regañadient es.
Benjamin abrió un libro de cuent os para niños, Los boy scout s en la bahía de Bimini , y
comenzó a leer. Pero no podía quit arse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Est ados
Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alist arse, pero, ay, dieciséis años
eran la edad mínima, y Benjamin no parecía t enerlos. De cualquier modo, su verdadera edad,
cincuent a y cinco años, t ambién lo inhabilit aba para el ejércit o.
Llamaron a la puert a y el mayordomo apareció con una cart a con gran membret e oficial en
una esquina, dirigida al señor Benjamin But t on. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con
impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos m ilit ares de alt a graduación, act ualment e en
la reserva, que habían prest ado servicio durant e la guerra con España, est aban siendo
llamados al servicio con un rango superior. Con la cart a se adjunt aba su nombramient o como
general de brigada del ejércit o de Est ados Unidos y la orden de incorporarse inmediat ament e.
Benjamin se puso en pie de un salt o, casi t emblando de ent usiasmo. Aquello era lo que había
deseado. Cogió su gorra y diez minut os después ent raba en una gran sast rería de Charles
St reet y, con insegura voz de t iple, ordenaba que le t omaran medidas para el uniforme.
—¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependient e, con indiferencia.
Benjamin enrojeció.
—¡Oiga! ¡A ust ed no le import a lo que yo quiera! —replicó con rabia—. M e llamo But t on y
vivo en la M t . Vernon Place, así que ya sabe quién soy.
—Bueno —admit ió el dependient e, t it ubeando—, por lo menos sé quién es su padre.
Le t omaron las medidas, y una semana después est uvo list o el uniforme. Tuvo algunos
problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciant e insist ía en
que una bonit a insignia de la Asociación de Jóvenes Crist ianas quedaría igual de bien y sería
mucho mejor para jugar.
Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se t rasladó en t ren a Camp
M osby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infant ería. En un
sofocant e día de abril Benjamin llegó a las puert as del campament o, pagó el t axi que lo había
llevado hast a allí desde la est ación y se dirigió al cent inela de guardia.
—¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicament e.
El cent inela lo miró con mala cara.
—Dime —observó—, ¿adonde vas disfrazado de general, niño?
Benjamin, vet erano de la Guerra Hispano-Nort eamericana, se volvió hacia el soldado echando
chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.
—¡Cuádrese! —int entó decir con voz de t rueno; hizo una pausa para recobrar el alient o, e
inmediat ament e vio cómo el cent inela ent rechocaba los t alones y present aba armas. Benjamin
disimuló una sonrisa de sat isfacción, pero cuando miró a su alrededor la sonrisa se le heló en
los labios. No había sido él la causa de aquel gest o de obediencia, sino un imponent e coronel
de art illería que se acercaba a caballo.
—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.
El coronel se acercó, t iró de las riendas y lo miró fríament e desde lo alt o, con un ext raño
cent elleo en los ojos.
—¿Quién eres, niño? ¿Quién es t u padre? —preguntó afect uosament e.
—Ya le enseñaré yo quién soy —cont est ó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediat ament e del
caballo!
El coronel se rió a carcajadas.
—Quieres mi caballo, ¿eh, general?
—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea est o! —y t endió su nombramient o al coronel.
El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbit as.
—¿Dónde lo has conseguido? —pregunt ó, met iéndose el documento en su bolsillo.
—¡M e lo ha mandado el Gobierno, como ust ed descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada ext raña—. Vamos al puest o de mando, allí
hablaremos. Venga, vamos.
El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puest o de mando. Y Benjamin no t uvo más
remedio que seguirlo con t oda la dignidad de la que era capaz: promet iéndose, mient ras t ant o,
una dura venganza.
Pero la venganza no llegó a mat erializarse. Se mat erializó, Hos días después, su hijo Roscoe,
que llegó de Balt imore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escolt ó al lloroso
general, sans uniforme, de vuelt a a casa.
XI.
En 1920 nació el primer hijo de Roscoe But t on. Durant e las fiest as de rigor, a nadie se le
ocurrió mencionar que el chiquillo mugrient o que aparent aba unos diez años de edad y
juguet eaba por la casa con soldadit os de plomo y un circo en miniat ura era el mismísimo
abuelo del recién nacido.
A nadie molest aba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se adivinaba una
sombra de t rist eza, pero para Roscoe But ton su presencia era una fuent e de preocupaciones.
En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba que el asunt o report ara la menor
ut ilidad. Le parecía que su padre, negándose a parecer un anciano de sesent a años, no se
comport aba como un «hombre de pelo en pecho» —ést a era la expresión preferida de
Roscoe—, sino de un modo perverso y est rafalario. Pensar en aquel asunt o más de media hora
lo ponía al borde de la locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían
mant enerse jóvenes, pero llevar las cosas a t al ext remo... no report aba ninguna ut ilidad. Y en
est e punt o Roscoe int errumpía sus pensamient os.
Cinco años más t arde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficient e para jugar con el pequeño
Benjamín bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los dos al parvulario el
mismo día y Benjamín descubrió que jugar con t iras de papel de colores, y hacer mant elit os y
cenefas y curiosos y bonit os dibujos, era el juego más fascinant e del mundo. Una vez se port ó
mal y t uvo que quedarse en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas t ranscurrían felices
en aquella habit ación alegre, donde la luz del sol ent raba por las vent anas y la amable mano de
la señorit a Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado.
Un año después el hijo de Roscoe pasó a primer grado, pero Benjamín siguió en el parvulario.
Era muy feliz. Algunas veces, cuando ot ros niños hablaban de lo que harían cuando fueran
mayores, una sombra cruzaba su carit a como si de un modo vago, pueril, se diera cuent a de
que eran cosas que él nunca compart iría.
Los días pasaban con alegre monot onía. Volvió por t ercer año al parvulario, pero ya era
demasiado pequeño para ent ender para qué servían las brillant es y llamat ivas t iras de papel.
Lloraba porque los ot ros niños eran mayores y le daban miedo. La maest ra habló con él, pero,
aunque int ent ó comprender, no comprendió nada.
Lo sacaron del parvulario. Su niñera, Nana, con su uniforme almidonado, pasó a ser el cent ro
de su minúsculo mundo. Los días de sol iban de paseo al parque; Nana le señalaba con el dedo
un gran monst ruo gris y decía «elefant e», y Benjamín debía repet ir la palabra, y aquella noche,
mient ras lo desnudaran para acost arlo, la repet iría una y ot ra vez en voz alt a: «leíant e, lefant e,
leíant e». Algunas veces Nana le permit ía salt ar en la cama, y ent onces se lo pasaba muy bien,
porque, si t e sent abas exact ament e como debías, rebot abas, y si decías «ah» durant e mucho
t iempo mient ras dabas salt os, conseguías un efect o vocal int ermit ent e muy agradable.
Le gust aba mucho coger del perchero un gran bast ón y andar de acá para allá golpeando sillas
y mesas, y diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si había visit a, las señoras m ayores chasqueaban la
lengua a su paso, lo que le llamaba la at ención, y las jóvenes int ent aban besarlo, a lo que él se
somet ía con un ligero fast idio. Y, cuando el largo día acababa, a las cinco en punt o, Nana lo
llevaba arriba y le daba a cucharadas harina de avena y unas papillas est upendas.
No había malos recuerdos en su sueño infant il: no le quedaban recuerdos de sus magníficos
días universit arios ni de los años espléndidos en que rompía el corazón de t ant as chicas. Sólo
exist ían las blancas, seguras paredes de su cuna, y Nana y un hombre que venía a verlo de vez
en cuando, y una inmensa esfera anaranjada, que Nana le señalaba un segundo ant es del
crepúsculo y la hora de dormir, a la que Nana llamaba el sol. Cuando el sol desaparecía, los
ojos de Benjamin se cerraban, soñolient os... Y no había sueños, ningún sueño venía a
pert urbarlo.
El pasado: la salvaje carga al frent e de sus hombres cont ra la colina de San Juan; los primeros
años de su mat rimonio, cuando se quedaba t rabajando hast a muy t arde en los anocheceres
veraniegos de la ciudad presurosa, t rabajando por la joven Hildegarde, a la que quería; y,
ant es, aquellos días en que se sent aba a fumar con su abuelo hast a bien ent rada la noche en la
vieja y lóbrega casa de los But t on, en M onroe St reet ... Todo se había desvanecido como un
sueño inconsist ent e, pura imaginación, como si nunca hubiera exist ido.
No se acordaba de nada. No recordaba con claridad si la leche de su últ ima comida est aba
t emplada o fría; ni el paso de los días... Sólo exist ían su cuna y la presencia familiar de Nana. Y,
apart e de eso, no se acordaba de nada. Cuando t enía hambre lloraba, eso era t odo. Durant e
las t ardes y las noches respiraba, y lo envolvían suaves m urmullos y susurros que apenas oía, y
olores casi indist inguibles, y luz y oscuridad.
Luego fue t odo oscuridad, y su blanca cuna y los rost ros confusos que se movían por encima
de él, y el t ibio y dulce aroma de la leche, acabaron de desvanecerse.
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