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Foto: AKG / ALBUM

Curiosidades de la Historia: Episodio 79

Diógenes, el filósofo que vivió como un perro

Llegado a Atenas como un desterrado, Diógenes se adhirió a la secta filosófica de los cínicos y se rebeló contra todos los valores de una sociedad que consideraba corrupta.

Foto: AKG / ALBUM

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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST

El filósofo Diógenes fue durante su vida una figura extravagante y amante de los gestos escandalosos, un representante único de la «contracultura» de la antigua Grecia, que con total desvergüenza arremetía contra todos, desde reyes a simples esclavos. Vivió en Atenas y en Corinto e hizo alguna visita a Esparta, aunque en realidad era un hombre sin hogar, como muchos griegos de esa época.

La sumisión a los reyes macedonios y los continuos reveses políticos habían hecho del destierro una suerte común para muchos que, como Diógenes, la sufrieron a lo largo de su existencia. Cabría considerarlo como el primer apátrida que se autoproclamó con orgullo «ciudadano del mundo» y usó su chusco humor para atentar contra el buen tono y contra esa sociedad «farisaica» que había hecho ricos a unos pocos a costa de la desgracia y la ruina de la gran mayoría.

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Diógenes nació en Sínope, una ciudad en la costa turca del mar Negro, y tuvo en su juventud una existencia feliz, ya que era hijo de un banquero. Pero fue desterrado de Sínope por una acusación de falsificar moneda. Diógenes declararía que lo hizo sólo para cumplir un mandato del oráculo de Delfos que le ordenaba «invalidar la moneda en curso» y que sólo más tarde comprendió el verdadero sentido de las palabras del dios: rechazar la falsa moneda de la sabiduría convencional, demostrando la superioridad de la naturaleza sobre la costumbre. Esta idea se convertiría en la piedra angular de su actividad filosófica, y lo hizo mostrarse audaz y estar preparado ante cualquier embate del caprichoso azar.

Rechazar la falsa moneda de la sabiduría convencional, demostrando la superioridad de la naturaleza sobre la costumbre

El ejemplo de un ratón

Diógenes recaló en Atenas, donde trató de seguir las enseñanzas del filósofo Antístenes, un discípulo de Sócrates que había fundado la escuela de los cínicos, así llamada por su insistencia en denunciar los vicios de la ciudad, «ladrando » contra ellos desde una tribuna (kynikós significa «canino» en griego). Tanto empeño puso en seguir a Antístenes que cuando éste lo apartaba de su lado a bastonazos Diógenes le gritaba: «¡Golpea!, que no encontrarás palo lo bastante duro como para apartarme».

Los cínicos se caracterizaban por la total renuncia a los bienes materiales y los placeres sensuales, y Diógenes llevó esta actitud a su extremo, como relatan las múltiples anécdotas que recogió Diógenes Laercio en sus Vidas de filósofos ilustres. Por ejemplo, en una ocasión en que Atenas se encontraba de fiesta y por doquier se veían coloridos espectáculos, desfiles magníficos, suntuosas ceremonias en templos y mansiones, Diógenes permanecía acurrucado en una esquina como para echarse a dormir, algo dolido por verse marginado y fuera de la diversión.

Pero entonces apareció un pequeño ratón y vio cómo se comía con fruición las pocas migas que se habían caído del pan que había sido su cena. «¿De qué te quejas? –se dijo a sí mismo–, mira que este ratón se contenta simplemente con los restos de tu propia comida, mientras que tú, al contrario, te lamentas por no poder emborracharte con ésos allá abajo». Entonces volvió su mirada sobre la ciudad y, aunque no tenía casa, se reconfortó al pensar que la avenida por donde pasaban las procesiones la habían decorado los atenienses para que él viviera allí.

Así, como un pobre que no buscaba ni bienes ni fortuna, se aposentó en el ágora, centro de la vida política de la ciudad, para observar el bullicio urbano y las fútiles ocupaciones con las que los ciudadanos llenaban su existencia. La gente le gritaba: «¡Perro!», a lo que él replicaba: «¡Perros sois todos vosotros que me rondáis cuando como!».

Como jamás le daban limosna, Diógenes denunciaba que la gente ejercía la caridad con los pobres y tullidos, pero no con los filósofos, porque creían que se podía ser cojo o ciego, pero nunca dedicarse a pensar, sobre todo con una filosofía tan incómoda para la sociedad. «Veo en esta ciudad –solía afirmar– a muchos que se entrenan duramente como corredores, pero ninguno que haga el sincero esfuerzo de ser un hombre honesto; músicos que se afanan en templar a tono las cuerdas de su lira, cuando no saben acompasar sus pasiones al verdadero son del espíritu humano; y hasta oradores que se llenan la boca hablando de justicia, pero pocos que parezcan ponerla en práctica».

Diógenes prefería criticar el mundo desde la pobreza antes que vivir en una sociedad embrutecida por el dinero.

Así fue como Diógenes se acostumbró a usar en sus peregrinaciones por Grecia cualquier lugar para casi cualquier cosa, ya fuera comer, dormir o soltar sus diatribas. La tinaja de vino que le sirvió a veces de cubículo era toda una declaración de principios: el hombre había de volver a la naturaleza a través de una rigurosa contención para conquistar su propia libertad. Diógenes prefería criticar el mundo desde la pobreza antes que vivir en una sociedad embrutecida por el dinero.

El exhibicionista

Este modo de vida le valió el desprecio de los otros filósofos, aunque no parece que esto lo preocupara. En efecto, Diógenes siempre se negó a tomarse en serio los debates que causaban furor en su época; lo suyo era la práctica de unos pocos y sencillos principios éticos ante los cuales los grandes sistemas filosóficos resultaban inútiles. También a este respecto corrían anécdotas. Un día se pasó por la Academia y viendo que Platón defendía ante sus alumnos que el hombre era un animal bípedo sin plumas, tomó un gallo, lo peló y lo echó en medio de la escuela al grito de: «¡Ahí va un hombre de Platón!».

En verdad, Diógenes debía de parecer un loco a quienes lo veían en pleno verano revolcándose por la arena caliente y en invierno abrazado a las frías estatuas de mármol, cubiertas de nieve. Ventoseaba ruidosamente en lugares concurridos (incluso durante una de sus teatrales peroratas), orinaba descaradamente encima de alguien como un chucho cualquiera y hasta se masturbaba en público para escándalo de los transeúntes, a lo que siempre replicaba: «¡Ojalá fuera igualmente fácil quitarme el hambre con tan sólo frotarme la tripa!».

Pero en todas estas provocaciones había un serio trasfondo ético: limitar los deseos a las verdaderas necesidades que la naturaleza prescribe, pues es condición de los dioses el no desear nada (ni siquiera los sacrificios con que se les rinde culto), comportamiento a imitar por quienes querían parecerse a ellos.

Una vez la ciudad sufrió un asedio y todos empezaron a correr por las calles para prepararse. Diógenes empezó a hacer rodar su tinaja de un lado a otro para no desentonar en medio de ese jaleo que veía inútil: era absurda tanta actividad y empeño en un momento en que las libertades democráticas eran un mero recuerdo.

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Vivir y morir sin equipaje

Al llegar a la vejez, uno de sus amigos le aconsejó que relajara un poco los rigores a los que se sometía, pero Diógenes le contestó: «Esto es como si, en plena carrera y cuando estuviera a punto de alcanzar la meta, se me aconsejara que parase».

Murió, pues, en la misma pobreza en la que había vivido, como parece revelar este ruego al barquero del infierno, Caronte, que le sirvió de epitafio: «Acoge, aunque lleves tu barca espantable de muertos cargada, al perro Diógenes. No tengo equipaje, sino una alcuza, la alforja, mi mísera capa y el óbolo con el que pagan los muertos su paso. Cuanto en la vida tenía, todo ello lo llevo conmigo al Infierno; nada en el mundo he dejado».

Si hay espíritus que con su insolente orgullo desean ocultar las heridas de su roto corazón, Diógenes era todo lo contrario: su aparente insensatez era una máscara bajo la que se escondía un conocimiento certero de la naturaleza humana; y su polémico estilo de vida, una provocadora manera de denunciar los vicios de su época.