Casa de muñecas de Henrik Ibsen

Casa de muñecas de Henrik Ibsen

   Hay ocasiones en las que el arte utiliza parámetros diacrónicos para hacer valoraciones que antes bien debieran ser sincrónicas.  Lo que quiero decir es que, a veces, se enjuicia una obra no en sí misma sino por lo que genera, por lo que viene después, por su condición de pionera. Y ahí es precisamente donde radica, en gran medida, el éxito de Casa de muñecas, la pieza teatral más conocida mundialmente del dramaturgo noruego Henrik Ibsen. Más allá de la valoración de la obra en sí, lo primero que se tiene en cuenta cuando se habla de Casa de muñecas es la etiqueta de pionera del feminismo literario. Y flaco favor se hace a la obra de Ibsen si eso es lo único que se tiene en consideración, situándola al mismo nivel que el del panfleto ideológico. ¿Existe, por tanto, algún valor intrínseco distinto al ideológico en Casa de muñecas?

   El dinero es quizá el gran eje actancial de la obra: es el elemento que produce el conflicto y al mismo tiempo es causa del tan traído y llevado desenlace final. A través del dinero se introduce por primera vez en la obra la oposición que condiciona toda la trama: machismo frente a feminismo. En principio no se puede hablar de feminismo, porque la actitud de Nora es completamente sumisa para con su marido. El dinero permite establecer un reparto de roles inicial que será reflejo de la sociedad del momento. El hombre es el encargado de introducir el dinero en el núcleo familiar mientras la mujer es la parte derrochadora que hay que mantener. Ante el gasto desorbitado por parte de Nora, Helmer, su marido, no duda en afirmar: «Eres una verdadera mujer».

   Efectivamente Nora tiene esos gastos tan elevados por ser mujer, pero no porque se dé caprichos sino porque ha pedido un préstamo a espaldas de su marido para poder salvarle la vida gracias a un viaje terapéutico. Y debe mantener en secreto su situación porque en la sociedad de la época no está bien visto que una mujer tenga iniciativa propia, ni aunque sea para salvarle la vida a su marido. Pero ese secreto peligra cuando Krogstad, el turbio prestamista, la amenaza con sacarlo todo a la luz si no intercede a sus chantajes.  Un maniqueísmo que hoy en día suena a telenovela, con una heroína ―sumisa en principio― y un malvado que se considera «moralmente arruinado». Finalmente hay un intercambio de papeles: Krogstad tiene una especie de epifanía debido a su amor por la señora Linde y Nora demuestra que no es la criatura dócil que parecía en un principio.

   En esa transformación juega un papel muy importante Helmer, su marido. Su actitud al descubrir el secreto de Nora demuestra una cobardía y una ruindad que es lo que hace a Nora dar el paso final hacia su autodeterminación. La primera reacción de Helmer es de decepción, cargada de durísimos reproches hacia su esposa: «¡Durante ocho años… ella, que era mi alegría, mi orgullo… una hipócrita… una impostora… peor aún, una criminal! […] Has destruido toda mi felicidad. Has arruinado todo mi porvenir…». Sin embargo, cuando Helmer descubre que el secreto se mantendrá de puertas para dentro cambia radicalmente su discurso en un tono que comienza con una disculpa y, ahora más que nunca, desprende superioridad: «ya no ve en ella sólo su mujer, sino también su hija. Eso es lo que vas a ser para mí desde hoy, criatura inexperta».

   La relación entre Helmer y Nora no era una relación entre iguales. Bien es cierto que los apelativos con los que Helmer se refería a Nora -«el estornino es encantador, pero gasta tanto»- son afectivos, pero no hacen sino demostrar que la consideración que le tiene a su mujer es la misma que sentiría hacia una mascota. Nora soporta sumisamente este trato, porque al fin y al cabo se produce desde el cariño. Pero cuando Helmer declara que la tratará como a una hija, después de hacer tantos y tan duros reproches, Nora no puede evitar el impulso de rebeldía. Su libertad siempre ha estado coartada por un personaje masculino; primero fue su padre y tras el matrimonio Helmer ocupa su lugar, haciendo prácticamente las mismas funciones que las de un padre. Nora, agradecida primero con su padre y después con su marido, se ha visto en la necesidad de agradecer todas las atenciones con la sumisión de un animalito domesticado. Su vida se ha reducido, primero a tener contento a su padre y después a contentar a su marido y a criar a sus hijos. Quizá sienta que su aventura con Krogstad sea la última oportunidad que tenía para hacer algo provechoso con su vida, acaso lo hiciera más por sí misma que por su propio marido. Es tal vez la posición que toma Helmer ante el asunto lo que le hace darse cuenta de que lo hacía para crecer como persona.

   Y es precisamente en ese estado en el que Nora le dirá a Helmer ―y también referido a su padre― las palabras que se sacan de la obra y se usan como adalid pionero del feminismo: «Nunca me quisisteis. Os resultaba divertido encapricharos por mí, nada más […] Vivía de hacer piruetas para divertirte, Torvaldo. Como tú querías. Tú y papá habéis cometido un gran error conmigo: sois culpables de que no haya llegado a ser nada […] He sido una muñeca grande en esta casa, como fui muñeca pequeña en casa de papá. Y a su vez los niños han sido mis muñecos». Nora demuestra ser consciente de que la historia se repite de forma cíclica, sabe que forma parte de esa historia y que debe romper de una vez por todas con la inercia que tiende a aniquilar la libertad de la mujer. Es por eso que confiesa a Helmer que ya no le ama y le comunica su intención de marcharse. La reacción de su marido, que ya ha demostrado ser un hombre lleno de cobardía, es la súplica y el «chantaje emocional», lo que resalta aún más el «feminismo» de Nora.

   Pero lo cierto es que ese feminismo que parece tener Nora de repente resulta un tanto incoherente dentro de la acción dramática. La serenidad y el empaque que Nora demuestra tener en los últimos momentos de la pieza no parece que pudiera ser producto de un arranque o de la improvisación. El cambio que Ibsen plantea es demasiado radical como para que pueda ser completamente creíble. Es cierto que Nora había expresado anteriormente su malestar con respecto al plano de inferioridad en el que los hombres la habían situado, como también es cierta la valentía que demostró haciendo tratos con Krogstad. Sin embargo, gran parte de la obra se desarrolla en torno al conflicto de Nora por mantener el secreto a salvo. Es sólo en el momento final en que demuestra tener una fuerza interior que sorprende y aturde al espectador.

   Es un rasgo característico del género dramático que la acción termine por resolverse en los últimos minutos, pero en este caso Ibsen lo ha hecho de forma tan brusca que no resulta natural. Y a pesar de la incoherencia dramática del personaje, la obra ha triunfado en todo el mundo y Nora ha quedado ya, para la posteridad, como prototipo de mujer feminista que se rebela contra la esclavitud impuesta por los hombres. En una carta escrita por Ibsen el mismo año en que escribió Casa de muñecas el dramaturgo noruego diría lo siguiente: «Existen dos formas de leyes espirituales, dos formas de conciencia, una en el hombre y otra -distinta- en la mujer. El hombre y la mujer no se comprenden entre sí, pero en la vida práctica la mujer es juzgada según la ley masculina, como si no fuese lo que es, sino un hombre. Una mujer no puede ser ella misma en la actual sociedad, que es exclusivamente una sociedad masculina, con leyes escritas por los hombres, y magistrados que juzgan la conducta femenina desde un punto de vista masculino». Ibsen, al escribir Casa de muñecas, era muy consciente de la sociedad en la que le había tocado vivir y de que sólo se puede cambiar el mundo actuando, o en su caso, escribiendo.

   Este es un libro con carácter

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