Munoz Molina Antonio - El Invierno en Lisboa.pdf
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Antonio Muñoz Molina

EL INVIERNO EN LISBOA

EL INVIERNO EN LISBOA

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Cubierta: foto de Concha Arias Primera edición: mayo 1987 Segunda edición: julio 1987 Tercera edición: octubre 1987

Cuarta edición: junio 1988 Quinta edición: junio 1988 © Antonio Muñoz Molina, 1987 Derechos exclusivos de edición en castellano

reservados para todo el mundo: © 1987 y 1988: Editorial Seix Barral, S. A.

Córcega, 270 - 08008 Barcelona ISBN: 84-322-4593-3 Depósito legal: B. 25.113 - 1988

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Para Andrés Soria Olmedo y Guadalupe Ruiz

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«Existe un momento en las separaciones en el que la persona amada ya no está con nosotros.» FLAUBERT: La educación sentimental

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CAPÍTULOPRIMERO

Habían pasado casi dos años desde la última vez que vi a Santiago Biralbo, pero cuando volví a encontrarme con él, a medianoche, en la barra del Metropolitano, hubo en nuestro mutuo saludo la misma falta de énfasis que si hubiéramos estado bebiendo juntos la noche anterior, no en Madrid, sino en San Sebastián, en el bar de Floro Bloom, donde él había estado tocando durante una larga temporada.

Ahora tocaba en el Metropolitano, junto a un bajista negro y un batería francés muy nervioso y muy joven que parecía nórdico y al que llamaban Buby. El grupo se llamaba

Giacomo Dolphin Trio: entonces yo ignoraba que Biralbo se había cambiado de

nombre, y que Giacomo Dolphin no era un seudónimo sonoro para su oficio de pianista, sino el nombre que ahora había en su pasaporte. Antes de verlo, yo casi lo reconocí por su modo de tocar el piano. Lo hacía como si pusiera en la música la menor cantidad posible de esfuerzo, como si lo que estaba tocando no tuviera mucho que ver con él. Yo estaba sentado en la barra, de espaldas a los músicos, y cuando oí que el piano insinuaba muy lejanamente las notas de una canción cuyo título no supe recordar, tuve un brusco presentimiento de algo, tal vez esa abstracta sensación de pasado que algunas veces he percibido en la música, y cuando me volví aún no sabía que lo que estaba reconociendo era una noche perdida en el Lady Bird, en San Sebastián, a donde hace tanto que no vuelvo. El piano casi dejó de oírse, retirándose tras el sonido del bajo y de la batería, y entonces, al recorrer sin propósito las caras de los bebedores y los músicos, tan vagas entre el humo, vi el perfil de Biralbo, que tocaba con los ojos entornados y un cigarrillo en los labios.

Lo reconocí en seguida, pero no puedo decir que no hubiera cambiado. Tal vez lo había hecho, sólo que en una dirección del todo previsible. Llevaba una camisa oscura y una corbata negra, y el tiempo había añadido a su rostro una sumaria dignidad vertical. Más tarde me di cuenta de que yo siempre había notado en él esa cualidad inmutable de quienes viven, aunque no lo sepan, con arreglo a un destino que probablemente les fue fijado en la adolescencia. Después de los treinta años, cuando todo el mundo claudica hacia una decadencia más innoble que la vejez, ellos se afianzan en una extraña juventud a la vez enconada y serena, en una especie de tranquilo y receloso coraje. La mirada fue el cambio más indudable que noté aquella noche en Biralbo, pero aquella firme mirada de indiferencia o ironía era la de un adolescente fortalecido por el conocimiento. Aprendí que por eso era tan difícil sostenerla.

Durante algo más de media hora bebí cerveza oscura y helada y lo estuve observando. Tocaba sin inclinarse sobre el teclado, más bien alzando la cabeza, para que el humo del cigarrillo no le diera en los ojos. Tocaba mirando al público y haciendo rápidas contraseñas a los otros músicos, y sus manos se movían a una velocidad que parecía excluir la premeditación o la técnica, como si obedecieran únicamente a un azar que un segundo más tarde, en el aire donde sonaban las notas, se organizase por sí mismo en una melodía, igual que el humo de un cigarrillo adquiere formas de volutas azules.

En cualquier caso, era como si nada de eso concerniera al pensamiento o a la atención de Biralbo. Observé que miraba mucho a una camarera uniformada y rubia que servía las mesas y que en algún momento intercambió con ella una sonrisa. Le hizo una señal: poco después, la camarera dejó un whisky sobre la tapa del piano. También su

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forma de tocar había cambiado con el tiempo. No entiendo mucho de música, y casi nunca me interesé demasiado por ella, pero oyendo a Biralbo en el Lady Bird yo había notado con algún alivio que la música puede no ser indescifrable y contener historias. Esa noche, mientras lo escuchaba en el Metropolitano, yo advertía de una manera muy vaga que Biralbo tocaba mejor que dos años atrás, pero a los pocos minutos de estar mirándolo dejé de oír el piano para interesarme en los cambios que habían sucedido en sus gestos menores: en que tocaba erguido, por ejemplo, y no volcándose sobre el teclado como en otro tiempo, en que algunas veces tocaba sólo con la mano izquierda para tomar con la otra su copa o dejar el cigarrillo en el cenicero. Vi también su sonrisa, no la misma que cruzaba de vez en cuando con la camarera rubia. Le sonreía al contrabajista o a sí mismo con una brusca felicidad que ignoraba el mundo, como puede sonreír un ciego, seguro de que nadie va a averiguar o a compartir la causa de su regocijo. Mirando al contrabajista pensé que esa manera de sonreír es más frecuente en los negros, y que está llena de desafío y orgullo. El abuso de la soledad y de la cerveza helada me conducía a iluminaciones arbitrarias: pensé también que el baterista nórdico, tan ensimismado y a su aire, pertenecía a otro linaje, y que entre Biralbo y el contrabajista había una especie de complicidad racial.

Cuando terminaron de tocar no se detuvieron a agradecer los aplausos. El baterista se quedó inmóvil y un poco extraviado, como quien entra en un lugar con demasiada luz, pero Biralbo y el contrabajista abandonaron rápidamente la tarima conversando en inglés, riendo entre ellos con evidente alivio, igual que si al sonar una sirena dejasen un trabajo prolongado y liviano. Saludando fugazmente a algunos conocidos, Biralbo vino hacia mí, aunque en ningún momento había dado señales de verme mientras tocaba. Tal vez desde antes de que yo lo viera él había sabido que yo estaba en el bar, y supongo que me había examinado tan largamente como yo a él, fijándose en mis gestos, calculando con exactitud más adivinadora que la mía lo que el tiempo había hecho conmigo. Recordé que en San Sebastián —muchas veces yo lo había visto andando solo por las calles— Biralbo se movía siempre de una manera elusiva, como huyendo de alguien. Algo de eso se traslucía entonces en su forma de tocar el piano. Ahora, mientras lo veía venir hacia mí entre los bebedores del Metropolitano, pensé que se había vuelto más lento o más sagaz, como si ocupara un lugar duradero en el espacio. Nos saludamos sin efusión: así había sucedido siempre. La nuestra había sido una amistad discontinua y nocturna, fundada más en la similitud de preferencias alcohólicas —la cerveza, el vino blanco, la ginebra inglesa, el bourbon— que en cualquier clase de impudor confidencial, en el que nunca o casi nunca incurrimos. Bebedores solventes, ambos desconfiábamos de las exageraciones del entusiasmo y la amistad que traen consigo la bebida y la noche: sólo una vez, casi de madrugada, bajo el influjo de cuatro imprudentes dry martinis, Biralbo me había hablado de su amor por una muchacha a quien yo conocía muy superficialmente —Lucrecia— y de un viaje con ella del que acababa de volver. Ambos bebimos demasiado aquella noche. Al día siguiente, cuando me levanté, comprobé que no tenía resaca, sino que todavía estaba borracho, y que había olvidado todo lo que Biralbo me contó. Me acordaba únicamente de la ciudad donde debiera haber terminado aquel viaje tan rápidamente iniciado y concluido: Lisboa.

Al principio no hicimos demasiadas preguntas ni explicamos gran cosa sobre nuestras vidas en Madrid. La camarera rubia se acercó a nosotros. Su uniforme blanco y negro olía levemente a almidón, y su pelo a champú. Siempre agradezco en las mujeres esos olores planos. Biralbo bromeó con ella y le acarició la mano mientras le pedía un whisky, yo insistí en la cerveza. Al cabo de un rato hablamos de San Sebastián, y el pasado, impertinente como un huésped, se instaló entre nosotros.

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—¿Te acuerdas de Floro Bloom? —dijo Biralbo—. Tuvo que cerrar el Lady Bird. Volvió a su pueblo, recobró una novia que había tenido a los quince años, heredó la tierra de su padre. Hace poco recibí una carta suya. Ahora tiene un hijo y es agricultor. Los sábados por la noche se emborracha en la taberna de un cuñado suyo.

Sin que en ello intervenga su lejanía en el tiempo, hay recuerdos fáciles y recuerdos difíciles, y a mí el del Lady Bird casi se me escapaba. Comparado con las luces blancas, con los espejos, con los veladores de mármol y las paredes lisas del Metropolitano, que imitaba, supongo, el comedor de un hotel de provincias, el Lady Bird, aquel sótano de arcos de ladrillo y rosada penumbra, me pareció en el recuerdo un exagerado anacronismo, un lugar donde era improbable que yo hubiese estado alguna vez. Estaba cerca del mar, y al salir de él se borraba la música y uno oía el estrépito de las olas contra el Peine de los Vientos. Entonces me acordé: vino a mí la sensación de la espuma brillando en la oscuridad y de la brisa salada y supe que aquella noche de penitencia y dry martinis había terminado en el Lady Bird y había sido la última vez que yo estuve con Santiago Biralbo.

—Pero un músico sabe que el pasado no existe —dijo de pronto, como si refutara un pensamiento no enunciado por mí—. Esos que pintan o escriben no hacen más que acumular pasado sobre sus hombros, palabras o cuadros. Un músico está siempre en el vacío. Su música deja de existir justo en el instante en que ha terminado de tocarla. Es el puro presente.

—Pero quedan los discos. —Yo no estaba muy seguro de entenderlo, y menos aún de lo que yo mismo decía, pero la cerveza me animaba a disentir. Él me miró con curiosidad y dijo, sonriendo:

—He grabado algunos con Billy Swann. Los discos no son nada. Si son algo, cuando no están muertos, y casi todos lo están, es presente salvado. Ocurre igual con las fotografías. Con el tiempo no hay ninguna que no sea la de un desconocido. Por eso no me gusta guardarlas.

Meses más tarde supe que sí guardaba algunas, pero entendí que ese hallazgo no desmentía su reprobación del pasado. La confirmaba más bien, de una manera oblicua y acaso vengativa, como confirman el infortunio o el dolor la voluntad de estar vivo, como confirma el silencio, habría dicho él, la verdad de la música.

Algo parecido le oí decir una vez en San Sebastián, pero ahora ya no era tan proclive a esas afirmaciones enfáticas. Entonces, cuando tocaba en el Lady Bird, su trato con la música se parecía al de un enamorado que se entrega a una pasión superior a él: a una mujer que a veces lo solicita y a veces lo desdeña sin que él pueda explicarse nunca por qué le es ofrecida o negada la felicidad. Con alguna frecuencia había notado yo entonces en Biralbo, en su mirada o en sus gestos, en su manera de andar, una involuntaria propensión a lo patético, más intensa porque ahora, en el Metropolitano, se me revelaba ausente, excluida de su música, ya invisible en sus actos. Ahora miraba siempre a los ojos, y había perdido el hábito de vigilar de soslayo las puertas que se abrían. Supongo que enrojecí cuando la camarera rubia se dio cuenta de que yo la estaba mirando. Pensé: Biralbo se acuesta con ella, y me acordé de Lucrecia, de una vez que la vi sola en el paseo Marítimo y me preguntó por él. Lloviznaba, Lucrecia tenía el pelo recogido y mojado y me pidió un cigarrillo. Su aspecto era el de alguien que muy a su pesar abdica temporalmente de un orgullo excesivo. Cruzamos unas palabras, me dijo adiós y tiró el cigarrillo.

—Me he librado del chantaje de la felicidad —dijo Biralbo tras un breve silencio, mirando a la camarera, que nos daba la espalda. Desde que empezamos a beber en la barra del Metropolitano yo había estado esperando que nombrara a Lucrecia. Supe que ahora, sin decir su nombre, estaba hablándome de ella. Continuó—: De la felicidad y de

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la perfección. Son supersticiones católicas. Le vienen a uno del catecismo y de las canciones de la radio.

Dije que no lo entendía: lo vi mirarme y sonreír en el largo espejo del otro lado de la barra, entre las filas de relucientes botellas que atenuaba el humo, la somnolencia del alcohol.

—Sí me entiendes. Seguro que te has despertado una mañana y te has dado cuenta de que ya no necesitabas la felicidad ni el amor para estar razonablemente vivo. Es un alivio, es tan fácil como alargar la mano y desconectar la radio.

—Supongo que uno se resigna —me alarmé, ya no seguí bebiendo. Temía que si continuaba iba a empezar a hablarle de mi vida a Biralbo.

—Uno no se resigna —dijo, en voz tan baja que casi no se notaba en ella la ira—. Ésa es otra superstición católica. Uno aprende y desdeña.

Eso era lo que le había ocurrido, lo que lo había cambiado hasta afilar sus pupilas con el brillo del coraje y del conocimiento, de una frialdad semejante a la de esos lugares vacíos donde se advierte poderosamente una presencia oculta. En aquellos dos años él había aprendido algo, tal vez una sola cosa verdadera y temible que contenía enteras su vida y su música, había aprendido al mismo tiempo a desdeñar y a elegir y a tocar el piano con la soltura y la ironía de un negro. Por eso yo ya no lo conocía: nadie, ni Lucrecia, lo habría reconocido, no era necesario que se hubiera cambiado el nombre y viviera en un hotel.

Serían las dos de la madrugada cuando salimos a la calle, silenciosos y ateridos, oscilando con una cierta indignidad de bebedores tardíos. Mientras lo acompañaba a su hotel —estaba en la Gran Vía, no muy lejos del Metropolitano— fue explicándome que al fin había logrado vivir únicamente de la música. Se ganaba la vida de una manera irregular y un poco errante, tocando casi siempre en los clubs de Madrid, y algunas veces en los de Barcelona, viajando de tarde en tarde a Copenhague o a Berlín, no con tanta frecuencia como cuando vivía Billy Swann. «Pero uno no puede ser sublime sin interrupción y vivir sólo de su música», dijo Biralbo, usando una cita que procedía de los viejos tiempos: también tocaba algunas veces en sesiones de estudio, en discos imperdonables en los que por fortuna no constaba su nombre. «Pagan bien», me dijo, «y cuando uno sale de allí se olvida de lo que ha tocado». Si yo oía un piano en una de esas canciones de la radio era probable que fuese él quien lo tocaba: al decir eso sonrió como si se disculpara ante sí mismo. Pero no era cierto, pensé, él ya nunca iba a disculparse de nada, ante nadie. En la Gran Vía, junto al resplandor helado de los ventanales de la Telefónica, se apartó un poco de mí para comprar tabaco en un puesto callejero. Cuando lo vi volver, alto y oscilante, las manos hundidas en los bolsillos de su gran abrigo abierto y con las solapas levantadas, entendí que había en él esa intensa sugestión de carácter que tienen siempre los portadores de una historia, como los portadores de un revólver. Pero no estoy haciendo una vana comparación literaria: él tenía una historia y guardaba un revólver.

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CAPÍTULO II

Uno de aquellos días compré un disco de Billy Swann en el que tocaba Biralbo. He dicho que soy más bien impermeable a la música. Pero en aquellas canciones había algo que me importaba mucho y que yo casi llegaba a apresar cada vez que las oía, y se me escapaba siempre. He leído un libro —lo encontré en el hotel de Biralbo, entre sus papeles y sus fotografías— donde se dice que Billy Swann fue uno de los mayores trompetistas de este siglo. En aquel disco parecía que fuera el único, que nunca hubiera tocado nadie más una trompeta en el mundo, que estaba solo con su voz y su música en medio de un desierto o de una ciudad abandonada. De vez en cuando, en un par de canciones, se escuchaba su voz, y era la voz de un aparecido o de un muerto. Tras él sonaba muy sigilosamente el piano de Biralbo, G. Dolphin en las explicaciones de la funda. Dos de las canciones eran suyas, nombres de lugares que me parecieron al mismo tiempo nombres de mujeres: Burma, Lisboa. Con esa lucidez que da el alcohol bebido a solas me pregunté cómo sería amar a una mujer que se llamara Burma, cómo brillarían su pelo y sus ojos en la oscuridad. Interrumpí la música, cogí el impermeable y el paraguas y fui a buscar a Biralbo.

La recepción de su hotel era como el vestíbulo de uno de esos cines antiguos que parecen templos desertados. Pregunté por Biralbo y me dijeron que nadie con ese nombre estaba registrado allí. Lo describí, dije el número de su habitación, trescientos siete, aseguré que la ocupaba desde hacía alrededor de un mes. El recepcionista, que lucía un tenue cerco de grasa en torno al cuello del uniforme con galones, me hizo un gesto de recelo o de complicidad y dijo: «Pero usted me habla del señor Dolphin.» Casi culpablemente asentí, llamaron a su habitación y no estaba. Un botones que muy pronto cumpliría cuarenta años me dijo que lo había visto en el salón social. Añadió con reverencia que el señor Dolphin siempre se hacía servir allí el café y los licores.

Encontré a Biralbo recostado en un sofá de cuero dudoso y notorios costurones, mirando un programa de televisión. Ante él humeaban un cigarrillo y una taza de café. Llevaba puesto el abrigo: parecía que estuviera esperando la llegada de un tren. Los ventanales de aquel lugar desierto daban a un patio interior, y las cortinas levemente sucias exageraban la penumbra. El atardecer de diciembre se apresuraba en ellas, era como si la noche se atribuyera allí, en la oquedad sombría, reconquistas parciales. Nada de eso parecía concernir a Biralbo, que me recibió con la sonrisa de hospitalidad que otros usan únicamente en el comedor de su casa. Había en las paredes torpes cuadros de caza, y al fondo, bajo uno de esos murales abstractos que uno tiende a tomar por ofensas personales, distinguí un piano vertical. Supe luego que como huésped fiel Biralbo había obtenido el modesto privilegio de ensayar en él por las mañanas. Cundía entre el servicio la estimulante sospecha de que el señor Dolphin era un músico célebre.

Me dijo que le gustaba vivir en los hoteles de categoría intermedia. Amaba, con perverso e inalterable amor de hombre solo, la moqueta beige de los corredores, las puertas cerradas, la sucesiva exageración de los números de las habitaciones, los ascensores casi nunca compartidos con nadie en los que sin embargo hallaba señales de huéspedes tan desconocidos y solos como él, quemaduras de cigarrillos en el suelo, arañazos o iniciales en el aluminio de la puerta automática, ese olor del aire fatigado por la respiración de gente invisible. Solía regresar del trabajo y de las copas nocturnas cuando ya estaba muy próximo el amanecer, incluso en pleno día, si la noche, como a

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veces sucede, se prolongaba irrazonablemente más allá de sí misma: me dijo que le gustaba sobre todo esa hora extraña de la mañana en que le parecía ser el único habitante de los corredores y del hotel entero, el rumor de las aspiradoras tras las puertas entornadas, la soledad, siempre, la sensación como de propietario despojado que lo enaltecía cuando a las nueve de la mañana caminaba hacia su habitación volteando la pesada llave, palpando su lastre en el bolsillo como una culata de revólver. En un hotel, me dijo, nadie lo engaña a uno, ni siquiera uno mismo tiene coartada alguna para engañarse acerca de su vida.

—Pero Lucrecia no aprobaría que yo viviera en un hotel como éste —me dijo, no sé si aquella tarde; acaso fue la primera vez que pronunció ante mí el nombre de Lucrecia —. Ella creía en los lugares. Creía en las casas antiguas con aparadores y cuadros y en los cafés con espejos. Supongo que la entusiasmaría el Metropolitano. ¿Te acuerdas del Viena, en San Sebastián? Era la clase de sitio donde a ella le gustaba citarse con sus amigos. Creía que hay lugares poéticos de antemano y otros que no lo son.

Habló de Lucrecia con ironía y distancia, de esa manera que algunas veces uno elige para hablar de sí mismo, para labrarse un pasado. Le pregunté por ella: dijo que no sabía dónde estaba, y llamó al camarero para pedirle otro café. El camarero vino y se marchó con el sigilo de esos seres que sobrellevan con melancolía el don de la invisibilidad. En el televisor sucedía en blanco y negro un concurso de algo. Biralbo lo miraba de vez en cuando como quien empieza a familiarizarse con las ventajas de una tolerancia infinita. No estaba más gordo: era más grande o más alto y el abrigo y la inmovilidad lo agrandaban.

Lo visité muchas tardes en aquel salón, y mi memoria tiende a resumirlas en una sola, demorada y opaca. No sé si fue la primera cuando me dijo que subiera con él a su habitación. Quería darme algo, y que yo lo guardara.

Cuando entramos encendió la luz, aunque todavía no era de noche, y yo descorrí las cortinas del balcón. Abajo, al otro lado de la calle, en la esquina de la Telefónica, empezaban a congregarse hombres de piel oscura y anoraks abrochados hasta el cuello y mujeres solas y pintadas que paseaban despacio o se detenían como esperando a alguien que ya debiera haber llegado, gentes lívidas que nunca avanzaban y nunca dejaban de moverse. Biralbo examinó un momento la calle y cerró las cortinas. En la habitación había una luz insuficiente y hosca. Del armario donde oscilaban perchas vacías sacó una maleta grande y la puso encima de la cama. Tras las cortinas se oían rumorosamente los automóviles y la lluvia, que empezó a redoblar con violencia muy cerca de nosotros, sobre la marquesina donde aún no estaba encendido el rótulo del hotel. Yo olía el invierno y la humedad de la noche anunciada y me acordé sin nostalgia de San Sebastián, pero la nostalgia no es el peor chantaje de la lejanía. En una noche así, ya muy tarde, casi de madrugada, Biralbo y yo, exaltados o absueltos por la ginebra, habíamos caminado sin dignidad y sin paraguas bajo una lluvia tranquila y como tocada de misericordia, con olor de algas y de sal, asidua como una caricia, como las conocidas calles de la ciudad que pisábamos. Él se detuvo alzando la cara hacia la lluvia, bajo las ramas horizontales y desnudas de los tamarindos, y me dijo: «Yo debiera ser negro, tocar el piano como Thelonius Monk, haber nacido en Memphis, Tennessee, estar besando ahora mismo a Lucrecia, estar muerto.»

Ahora lo veía inclinado sobre la cama, buscando algo entre las ropas dobladas y ordenadas de la maleta, y de pronto pensé —veía su cara absorta en el espejo del armario— que verdaderamente era otro hombre y que yo no estaba seguro de que fuera mejor. Eso duró sólo un instante. En seguida se volvió hacia mí mostrándome un paquete de cartas atado con una goma elástica. Eran sobres alargados, con los filos azules y rojos del correo aéreo, con sellos muy pequeños y exóticos y una inclinada

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escritura femenina que había trazado con una tinta violeta el nombre de Santiago Biralbo y su dirección en San Sebastián. En el ángulo superior izquierdo, una sola inicial: L. Calculé que habría veinte o veinticinco cartas. Luego me dijo Biralbo que aquella correspondencia había durado dos años y que se detuvo tan abruptamente como si Lucrecia hubiera muerto o nunca hubiera existido.

Pero era él quien había tenido en aquel tiempo la sensación de no existir. Era como si se fuese gastando, me dijo, como si lo gastara el roce del aire, el trato con la gente, la ausencia. Había entendido entonces la lentitud del tiempo en los lugares cerrados donde no entra nadie, la tenacidad del óxido que tarda siglos en desfigurar un cuadro o volver polvo una estatua de piedra. Pero estas cosas me las dijo uno o dos meses después de mi primera visita. También estábamos en su habitación, y él tenía el revólver al alcance de la mano y se levantaba cada pocos minutos para mirar la calle tras las cortinas en las que relumbraba la luz azul del rótulo encendido sobre la marquesina. Había llamado al Metropolitano para decir que estaba enfermo. Sentado en la cama, junto a la lámpara de la mesa de noche, había cargado y amartillado el revólver con gestos secos y fluidos, fumando mientras lo hacía, hablándome no del hombre inmóvil a quien esperaba ver al otro lado de la calle sino de la duración del tiempo cuando nada sucede, cuando uno gasta su vida en la espera de una carta, de una llamada de teléfono.

—Llévate esto —me dijo la primera noche, sin mirar el paquete mientras me lo tendía, mirándome a los ojos—. Guarda las cartas en algún sitio seguro, aunque es probable que yo no te las pida.

Se asomó a la calle, alto y tranquilo entre los faldones de su abrigo oscuro, apartando ligeramente las cortinas. El anochecer y el brillo húmedo de la lluvia sobre el pavimento y las carrocerías de los automóviles sumían a la ciudad en una luz de desamparo. Guardé las cartas en el bolsillo y dije que debía marcharme. Con aire de fatiga Biralbo se apartó del balcón y fue a sentarse en la cama, palpándose el abrigo, buscando algo en la mesa de noche, sus cigarrillos, que no encontró. Recuerdo que fumaba siempre cortos cigarrillos americanos sin filtro. Le ofrecí uno de los míos. Le cortó el filtro, punzándolo entre los pulgares y los índices, y se tendió en la cama. La habitación no era muy grande, y yo me encontraba incómodo, parado junto a la puerta, sin decidirme a repetir que me iba. Probablemente él no me había oído la primera vez. Ahora fumaba con los ojos entornados. Los abrió para señalarme con un gesto la única silla de la habitación. Me acordé de aquella canción suya, Lisboa: cuando la oía yo lo imaginaba a él exactamente así, tendido en la habitación de un hotel, fumando muy despacio en la penumbra translúcida. Le pregunté si por fin había estado en Lisboa. Se echó a reír, dobló la almohada bajo su cabeza.

—Desde luego —dijo—. En el momento adecuado. Uno llega a los sitios cuando ya no le importan.

—¿Viste a Lucrecia allí?

—¿Cómo lo sabes? —Se incorporó del todo, aplastó el cigarrillo en el cenicero. Yo me encogí de hombros, más asombrado que él de mi adivinación.

—He oído esa canción, Lisboa. Me hizo acordarme de aquel viaje que empezasteis juntos.

—Aquel viaje —repitió—. Fue entonces cuando la compuse.

—Pero tú me dijiste que no habíais llegado a Lisboa.

—Desde luego que no. Por eso hice esa canción. ¿Tú nunca sueñas que te pierdes por una ciudad donde no has estado nunca?

Quise preguntarle si Lucrecia había continuado sola el viaje, pero no me atreví, era indudable que él no deseaba seguir hablando de aquello. Miró el reloj y fingió

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sorprenderse de lo tarde que era, dijo que sus músicos estarían esperándolo en el Metropolitano.

No me invitó a ir con él. En la calle nos despedimos apresuradamente y él se dio la vuelta subiéndose las solapas del abrigo y a los pocos pasos ya parecía estar muy lejos. Al llegar a mi casa me serví una copa y puse el disco de Billy Swann. Cuando uno bebe solo se comporta como el ayuda de cámara de un fantasma. En silencio se dicta órdenes y las obedece con la vaga precisión de un criado sonámbulo: el vaso, los cubitos de hielo, la dosis justa de ginebra o de whisky, el prudente posavasos sobre la mesa de cristal, no sea que luego venga alguien y descubra la reprobable huella circular no borrada por la bayeta húmeda. Me tendí en el sofá, apoyando la ancha copa en el vientre, y escuché por cuarta o quinta vez aquella música. El fajo prieto de las cartas estaba sobre la mesa, entre el cenicero y la botella de ginebra. La primera canción,

Burma, estaba llena de oscuridad y de una tensión muy semejante al miedo y sostenida

hasta el límite. Burma, Burma, Burma, repetía como un augurio o un salmo la voz lóbrega de Billy Swann, y luego el sonido lento y agudo de su trompeta se prolongaba hasta quebrarse en crudas notas que desataban al mismo tiempo el terror y el desorden. Constantemente la música me acuciaba hacia la revelación de un recuerdo, calles abandonadas en la noche, un resplandor de focos al otro lado de las esquinas, sobre fachadas con columnas y terraplenes de derribos, hombres que huían y que se perseguían alargados por sus sombras, con revólveres y sombreros calados y grandes abrigos como el de Biralbo.

Pero ese recuerdo que agravaron la soledad y la música no pertenece a mi vida, estoy seguro, sino a una película que tal vez vi en la infancia y cuyo título nunca llegaré a saber. Vino de nuevo a mí porque en aquella música había persecución y había terror, y todas las cosas que yo vislumbraba en ella o en mí mismo estaban contenidas en esa sola palabra, Burma, y en la lentitud de augurio con que la pronunciaba Billy Swann: Burma o Birmania, no el país que uno mira en los mapas o en los diccionarios sino una dura sonoridad o un conjuro de algo: yo repetía sus dos sílabas y encontraba en ellas, bajo los golpes de tambor que las acentuaban en la música, otras palabras anteriores de un idioma rudamente confiado a las inscripciones en piedra y a las tablas de arcilla: palabras demasiado oscuras que no pudieran ser descifradas sin profanación.

La música había cesado. Cuando me levanté para poner de nuevo el disco advertí sin sorpresa que tenía un poco de vértigo y que estaba borracho. Sobre la mesa, junto a la botella de ginebra, el paquete de cartas tenía ese aire de paciencia inmóvil de los objetos olvidados. Deshice el nudo que lo ataba y cuando me arrepentí las cartas ya se me desordenaban en las manos. Sin abrirlas las estuve mirando, examiné las fechas de los matasellos, el nombre de la ciudad, Berlín, desde donde fueron enviadas, las variaciones en el color de la tinta y en la escritura de los sobres. Una de ellas, la última, no había sido enviada por correo. Tenía apresuradamente escrita la dirección de Biralbo y los sellos pegados, pero intactos. Era una carta mucho más delgada que cualquiera de las otras. Hacia la mitad de la siguiente ginebra eludí el escrúpulo de no mirar su interior. No había nada. La última carta de Lucrecia era un sobre vacío.

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CAPÍTULO III

No siempre nos encontrábamos en el Metropolitano o en su hotel. De hecho, cuando me entregó las cartas, pasó algún tiempo antes de que volviéramos a vernos. Era como si ambos nos diéramos cuenta de que aquel gesto suyo nos había hecho incurrir en un exceso de confianza mutua que sólo atenuaríamos dejando de vernos durante algunas semanas. Yo escuchaba el disco de Billy Swann y miraba a veces, uno por uno, los largos sobres rasgados por una impaciencia en la que sin duda Biralbo ya no se reconocía, y casi nunca tuve la tentación de leer las cartas, incluso hubo días en que las olvidé entre el desconcierto de los libros y de los diarios atrasados. Pero me bastaba con mirar la cuidadosa caligrafía y la desleída tinta violeta o azul de los sobres para acordarme de Lucrecia, tal vez no la mujer a quien Biralbo amó y esperó durante tres años, sino la otra, la que yo había visto algunas veces en San Sebastián, en el bar de Floro Bloom, en el paseo Marítimo o en el de los Tamarindos, con su aire de calculado extravío, con su atenta sonrisa que lo ignoraba a uno al tiempo que lo envolvía sin motivo en una certidumbre cálida de predilección, como si uno no le importara nada o fuera exactamente la persona que ella deseaba ver en aquel justo instante. Pensé que había una incierta semejanza entre Lucrecia y la ciudad donde Biralbo y yo la habíamos conocido, la misma serenidad extravagante e inútil, la misma voluntad de parecer al mismo tiempo hospitalarias y extranjeras, esa tramposa ternura de la sonrisa de Lucrecia, del rosa de los atardeceres en las espumas lentas de la bahía, en los racimos de los tamarindos.

La vi por primera vez en el bar de Floro Bloom, acaso la misma noche en que tocaron juntos Billy Swann y Biralbo. Yo entonces terminaba regularmente las noches en el Lady Bird, sostenido por la vaga convicción de que allí iban las improbables mujeres que accederían a acostarse conmigo cuando al apagarse las luces de los últimos bares llegase con el amanecer la premura del deseo. Pero aquella noche mi propósito era un poco más preciso. Estaba citado con Bruce Malcolm, a quien en ciertos lugares llamaban el Americano. Era corresponsal de un par de revistas de arte extranjeras, y se dedicaba, me dijeron, a la exportación ilegal de pinturas y de objetos antiguos. En aquella época yo andaba más bien justo de fondos. Tenía en casa unos pocos cuadros muy sombríos, de asunto religioso, y un amigo que había pasado antes por parecidas urgencias me dijo que aquel americano, Malcolm, podría comprármelos a buen precio y pagar en dólares. Lo llamé, vino a casa, examinó los cuadros con una lupa, limpió las zonas más oscuras con un algodón empapado en algo que olía a alcohol. Hablaba un español con inflexiones sudamericanas, y tenía una voz persuasiva y aguda. Hizo concienzudas fotos de los cuadros, situándolos frente a una ventana abierta, y al cabo de unos días me llamó para decirme que estaba dispuesto a pagar mil quinientos dólares por ellos, setecientos a la entrega, el resto cuando sus socios o jefes, que estaban en Berlín, los hubieran recibido.

Me citó para pagarme en el Lady Bird. En una mesa apartada me dio setecientos dólares en billetes usados después de contarlos con una lentitud como de cajero Victoriano. Los otros ochocientos no llegué a verlos nunca. Probablemente me habría engañado aunque hubiera cumplido su promesa, pero hace años que eso dejó de importarme. Importa más que aquella noche no llegó solo al Lady Bird. Venía con él una muchacha alta y muy delgada, que se inclinaba ligeramente al andar y mostraba

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cuando sonreía unos dientes muy blancos y un poco separados. Tenía el pelo liso, cortado justo a la altura de los hombros, los pómulos anchos y más bien infantiles, la nariz definida por una línea irregular. No sé si la estoy recordando como la vi aquella noche o si lo que veo mientras la describo es una de las fotos que hallé entre los papeles de Biralbo. Estaban de pie, parados ante mí, de espaldas al escenario donde aún no habían aparecido los músicos, y Malcolm, el Americano, la tomó del brazo con un resuelto ademán de propiedad y de orgullo y me dijo: «Quiero presentarte a mi mujer. Lucrecia.»

Cuando el americano terminó de contar el dinero bebimos por algo que él llamó con felicidad sospechosa el éxito de nuestro negocio. Yo tenía la doble y molesta sensación de haber sido estafado y de estar actuando en una película para la que me hubieran dado insuficientes instrucciones, pero eso me ocurre con frecuencia cuando bebo entre extraños. Malcolm hablaba y bebía mucho, reprobaba mis cigarrillos, me ofrecía consejos para adquirir cuadros y dejar el tabaco, la clave era el equilibrio personal, me dijo, sonriendo mucho, apartándose el humo de la cara, escribiéndome en una servilleta la marca de ciertos caramelos medicinales que suplían la nicotina. La copa de Lucrecia permanecía intacta y vertical ante ella. Me pareció capaz de mantenerse invulnerable e idéntica a sí misma en cualquier lugar donde estuviera, pero corregí ese juicio cuando empezó a sonar el piano de Biralbo. Tocaban solos él y Billy Swann: la ausencia del contrabajo y de la batería daba a su música, a su soledad en el angosto escenario del Lady Bird, una cualidad despojada y abstracta, como la de un dibujo cubista resuelto sólo con el lápiz. En realidad, ahora me acuerdo —pero han pasado cinco años— no advertí que había comenzado la música hasta que Lucrecia nos dio la espalda para volverse hacia el fondo del local, donde los dos hombres tocaban entre la penumbra y los tornasoles del humo. Fue un solo gesto, un fulgor clandestino y tan breve como la luz de un relámpago, como esa mirada que uno sorprende en un espejo. Animado por el whisky, por el recuerdo de los setecientos dólares en mi bolsillo —en aquel tiempo cualquier cantidad considerable de dinero me parecía infinita, me imponía taxis arbitrarios y licores de lujo— yo intentaba emprender una conversación con Lucrecia ante la sonrisa ebria y benévola del americano, pero en el instante en que sonó la música ella se volvió como si Malcolm y yo no existiéramos, apretó los labios, unió sus largas manos entre las rodillas, se apartó el pelo de la cara. Dijo Malcolm: «A mi mujer le gusta mucho la música», y volcó la botella en mi copa sin hielo. Es probable que esto no sea del todo cierto, que cuando oímos a Biralbo Lucrecia no dejara de mirarme, pero sé que entonces sucedió en ella una mutación que yo noté al mismo tiempo que Malcolm. Algo estaba ocurriendo, no en el escenario donde Biralbo extendía sus manos ante el teclado y Billy Swann, todavía en silencio, alzaba su trompeta con lentitud de ceremonia, sino entre ellos, entre Lucrecia y Malcolm, en el espacio de la mesa donde ahora permanecían olvidadas las copas, en el silencio que yo intentaba ignorar como un conocido bruscamente importuno.

Había mucha gente en el Lady Bird y todos aplaudían, y un par de fotógrafos arrodillados asediaban con sus flashes a Billy Swann. Floro Bloom apoyaba en la barra su vasta envergadura de leñador escandinavo —era gordo, rubio, feliz, tenía los ojos muy pequeños y azules—, y nosotros, Lucrecia, Malcolm, yo mismo, nos interesábamos sin demasiado éxito en la música: sólo nosotros no aplaudíamos. Billy Swann se limpió la frente con un pañuelo y dijo algo en inglés, terminando con una carcajada obscena que renovó muy tímidamente los aplausos. Con la boca muy cerca del micrófono y la voz fatigada, Biralbo tradujo las palabras del otro y anunció la próxima canción. También yo lo miré entonces. Malcolm releía meditativamente el recibo que yo acababa de entregarle y desde la lejanía del humo me encontraron los ojos de Biralbo, pero no

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era a mí a quien buscaban. Estaban fijos en Lucrecia, como si en el Lady Bird no hubiera nadie más que ella, como si estuvieran solos entre una multitud unánime que espiara sus gestos, Mirándola dijo Biralbo en inglés y luego en español el título de la canción que iban a tocar. Mucho tiempo después, en Madrid, me estremeció reconocerla: estaba en aquel mismo disco de Billy Swann, y yo la escuché solo, inmóvil frente a un puñado de cartas que habían atravesado toda la anchura de Europa y la indiferencia del tiempo para llegar a mis manos de extraño. Todas las cosas que tú eres, dijo Biralbo, y entre esas palabras y las primeras notas de la canción hubo un corto silencio y nadie se atrevió a aplaudir. No sólo Malcolm, también yo advertí la sonrisa que iluminó las pupilas de Lucrecia sin llegar a sus labios.

He observado que los extranjeros no tienen el menor escrúpulo en cancelar sin previo aviso su amistad o su copiosa cortesía. Bajo la mirada de Biralbo —pero también, desde la barra, Floro Bloom nos estaba vigilando—, Malcolm dijo que él y Lucrecia debían marcharse, y me tendió la mano. Muy seria, sin levantarse aún, ella le contestó algo en inglés, unas palabras rápidas, muy educadas y frías. Lo vi coger su copa y depositarla otra vez en la mesa abarcándola entera con sus duros dedos sucios de pintura, como si considerara la posibilidad de romperla. No hizo nada: mientras Lucrecia le hablaba observé que Malcolm tenía la cabeza ligeramente aplastada, como un saurio. Ella no estaba irritada: no parecía que pudiera estarlo nunca. Miraba a Malcolm como si el sentido común bastara para desarmarlo, y el cuidado que ponía en pronunciar cada una de sus palabras acentuaba la suavidad de su voz casi ocultando la ironía. Cuando Malcolm volvió a hablar lo hizo en un español detestable. La ira le perjudicaba la pronunciación, lo devolvía a su naturaleza de extranjero en un país y en un idioma de confabulados hostiles. Dijo sin mirarme, sin mirar a nadie más que a Lucrecia: «Tú sabes por qué has querido que viniéramos aquí.» A ninguno de los dos le importaba mi presencia.

Decidí interesarme en el tabaco y en la música. Malcolm admitió una tregua. Sacando del bolsillo trasero de su pantalón un fajo de billetes se acercó a la barra, y estuvo un rato conversando con Floro Bloom, agitando el dinero con un poco de petulancia o de rabia en su mano derecha. Miraba de soslayo a Lucrecia, que no se había levantado, a Biralbo, ausente al otro lado del piano, muy lejos de nosotros. A veces levantaba los ojos: entonces Lucrecia se erguía imperceptiblemente, como si lo mirase por encima de un muro. Malcolm dejó el dinero dando un golpe seco en la madera de la barra y se alejó hacia la oscuridad del fondo. Entonces Lucrecia se puso de pie, descartó mi presencia, borrándome con una sonrisa, como se aparta el humo, y fue a decirle algo a Floro Bloom. La trompeta de Billy Swann cortaba el aire igual que una sostenida navaja. Lucrecia movía las manos ante la cara soñolienta de Floro, en un instante tuvo entre ellas un papel y un bolígrafo. Mientras escribía velozmente vigilaba el escenario y el corredor iluminado de rojo por donde había desaparecido Malcolm. Dobló el papel, alargó el cuerpo para esconderlo al otro lado de la barra, le devolvió a Floro el bolígrafo. Cuando Malcolm volvió, apenas un minuto más tarde, Lucrecia me estaba explicando el modo de llegar a su casa y me invitaba a comer con ellos cualquier día. Mentía con serenidad y vehemencia, casi con ternura.

Ninguno de los dos me dio la mano cuando se marcharon. Cayó tras ellos la cortina del Lady Bird y fue como si el aplauso que resonó entonces les hubiera sido dedicado. Nunca volví a verlos juntos. Nunca cobré los ochocientos dólares de mis cuadros ni volví a ver a Malcolm. En cierto modo, tampoco he visto más a aquella Lucrecia: la que vi después era otra, con el pelo mucho más largo, menos serena y más pálida, con la voluntad maltratada o perdida, con esa grave y recta expresión de quien ha visto la verdadera oscuridad y no ha permanecido limpio ni impune. Quince días después de

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aquel encuentro en el Lady Bird, ella y Malcolm se marcharon en un buque de carga que los llevó a Hamburgo. La dueña de su casa me dijo que habían dejado sin pagar tres meses de alquiler. Sólo Santiago Biralbo supo que se iban, pero no vio alejarse el barco de pescadores donde subieron clandestinamente a medianoche. Lucrecia le había dicho que el carguero los esperaba en alta mar, y no quiso que él se acercara al puerto para despedirla desde lejos. Dijo que le escribiría, le dio un papel con una dirección de Berlín. Biralbo lo guardó en un bolsillo y tal vez, mientras caminaba de prisa hacia el Lady Bird, porque se le había hecho muy tarde, recordó otro papel y otro mensaje que lo estaba esperando una noche de dos semanas atrás, cuando terminó de tocar con Billy Swann y fue a la barra para pedirle a Floro una copa de ginebra o de bourbon.

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CAPÍTULO IV

Los domingos yo me levantaba muy tarde y desayunaba cerveza, porque me avergonzaba un poco pedir café con leche a mediodía en un bar. En las mañanas de los domingos invernales hay en ciertos lugares de Madrid una apacible y fría luz que depura como en el vacío la transparencia del aire, una claridad que hace más agudas las aristas blancas de los edificios y en la que los pasos y las voces resuenan como en una ciudad desierta. Me gustaba levantarme tarde y leer el periódico en un bar limpio y vacío, bebiendo justo la cantidad de cerveza que me permitiera llegar a la comida en ese estado de halagüeña indolencia que le hace a uno mirar todas las cosas como si observara, dotado de un cuaderno de notas, el interior de un panal con las paredes de vidrio. Hacia las dos y media doblaba cuidadosamente el periódico y lo tiraba en una papelera, y eso me daba una sensación de ligereza que hacía muy plácido el camino hacia el restaurante, una casa de comidas aseada y antigua, con mostrador de zinc y frascos cúbicos de vino, donde los camareros ya me conocían, pero no hasta el punto de atribuirse una molesta confianza que me había hecho huir otras veces de lugares semejantes.

Uno de aquellos domingos, cuando yo esperaba la comida en una mesa del fondo, llegaron Biralbo y una mujer muy atractiva en quien tardé un poco en reconocer a la camarera rubia del Metropolitano. Tenían el aire demorado y risueño de quienes acaban de levantarse juntos. Se agregaron al grupo que esperaba turno cerca de la barra, y yo los estuve observando un rato antes de decidirme a llamarlos. Pensé que no me importaba que la melena rubia de la camarera fuese teñida. Se había peinado sin detenerse mucho ante el espejo, llevaba una falda corta y medias de color humo, y Biralbo, mientras conversaban sosteniendo cigarrillos y vasos de cerveza, le acariciaba livianamente la espalda o la cintura. Ella no había terminado de peinarse, pero se había pintado los labios de un rosa casi malva. Imaginé colillas manchadas de ese color en un cenicero, sobre una mesa de noche, pensé con melancolía y rencor que a mí nunca me había sido concedida una mujer como aquélla. Entonces me levanté para llamar a Biralbo.

La camarera rubia —se llamaba Mónica— comió muy aprisa y se marchó en seguida, dijo que tenía turno de tarde en el Metropolitano. Al decirme adiós me hizo prometerle que volveríamos a vernos y me besó muy cerca de los labios. Nos quedamos solos Biralbo y yo, mirándonos con desconfianza y pudor sobre el humo de los cafés y de los cigarrillos, sabiendo cada uno lo que el otro pensaba, descartando palabras que nos devolverían al único punto de partida, al recuerdo de tantas noches repetidas y absurdas que se resumían en una sola noche o en dos. Cuando estábamos solos, aunque no habláramos, era como si en nuestras dos vidas no hubiera existido más que el Lady Bird y las lejanas noches de San Sebastián, y la conciencia de esa similitud, de esa mutua obstinación en un tiempo desdeñado o perdido, nos condenaba a oblicuas conversaciones, a la cautela del silencio.

Quedaba muy poca gente en el comedor y ya habían bajado a medias la cortina metálica. Inopinadamente yo hablé de Malcolm, pero eso era una forma de nombrar a Lucrecia, un preludio que nos permitía no recordarla aún en voz alta. Con acotaciones de ironía le conté a Biralbo la historia de los cuadros y de los ochocientos dólares que

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nunca vi. Miró en torno suyo como para cerciorarse de que Mónica no estaba con nosotros y se echó a reír.

—De modo que también a ti te engañó el viejo Malcolm.

—No me engañó. Te juro que aquella noche yo supe que no iba a pagarme.

—Pero no te importaba. En el fondo te daba igual que no te pagara. A él no. Seguro que con tu dinero se pagó el viaje a Berlín. Querían marcharse y no podían. De pronto Malcolm llegó diciendo que había sobornado al capitán de aquel carguero para que los embarcara en la bodega. Tú pagaste ese viaje.

—¿Te lo dijo Lucrecia?

Biralbo volvió a reírse como si él mismo fuera el objeto de la burla y bebió un trago de café. No, Lucrecia no le había dicho nada, no se lo dijo hasta el final, hasta el último día. Nunca hablaban de las cosas reales, como si el silencio sobre lo que ocurría en sus vidas cuando no estaban juntos los defendiera mejor que las mentiras que ella urdía para ir a buscarlo o que las puertas cerradas de los hoteles a donde acudían para encontrarse durante media hora, porque a ella no siempre le daba tiempo a llegar al apartamento de Biralbo, y los minutos futuros se disolvían en nada tras el primer abrazo. Ella miraba su reloj, se vestía, disimulaba las señales rosadas que le habían quedado en el cuello con unos polvos faciales que Biralbo compró una vez por indicación suya en una tienda donde lo miraron con recelo. Sin resignarse a despedirla en el ascensor bajaba con Lucrecia a la calle y la veía decirle adiós desde la ventanilla trasera de un taxi.

Pensaba en Malcolm, que estaría solo, esperando, dispuesto a buscar en la ropa o en el pelo de ella el olor de otro cuerpo. Volvía a su casa o a la habitación del hotel y se tendía en la cama muerto de celos y de soledad. Deambulaba entre las cosas empeñado en la tarea imposible de acuciar al tiempo, de remediar el vacío de cada una de las horas y acaso de los días enteros que le faltaban para ver de nuevo a Lucrecia. Ante sus ojos sólo veía los relojes inmóviles y una cosa oscura y honda como un tumor, una sombra que ninguna luz ni ninguna tregua aliviaba, la vida que ella estaría viviendo en esos mismos instantes, la vida con Malcolm, en la casa de Malcolm, donde él, Biralbo, entró clandestinamente una vez para obtener imágenes no de la breve y cobarde ternura que logró allí de Lucrecia —tenían miedo de que Malcolm volviera, aunque estaba fuera de la ciudad, y cada ruido que oían era el de su llave en la cerradura—, sino de su otra vida, instalada desde entonces en la conciencia de Biralbo con la precisión como de instrumentos de clínica de las cosas reales. Una casa sólo imaginada, no visitada nunca, tal vez no habría alimentado tan eficazmente su dolor como el recuerdo exacto que ahora poseía de ella. La brocha y la cuchilla de afeitar de Malcolm en una repisa de cristal, bajo el espejo del cuarto de baño, la bata de Malcolm, de un tejido muy poroso y azul, colgada tras la puerta del dormitorio, sus zapatillas de fieltro bajo la cama, su fotografía en la mesa de noche, junto al despertador que él oiría cada mañana al mismo tiempo que Lucrecia... El olor de la colonia de Malcolm disperso por las habitaciones, indudable en sus toallas, la leve miseria de intimidad masculina que repelía a Biralbo como a un usurpador. El estudio de Malcolm, muy sucio, con botes llenos de pinceles y frascos de aguarrás, con reproducciones de cuadros clavadas en la pared hacía mucho tiempo. De pronto Biralbo, que había estado hablándome retrepado en su silla, sonriendo mientras dejaba la ceniza de su cigarrillo en la taza de café, se irguió y me miró muy fijo, porque acababa de encontrar en su memoria algo no recordado hasta entonces, como esos objetos que algunas veces hallamos donde no debieran estar y que hacen que miremos verdaderamente lo que ya no veíamos.

—Yo vi esos cuadros que tú le vendiste —me dijo; también ahora los veía su asombro, y tenía miedo de perder la precisión del recuerdo—. En uno de ellos había una

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especie de dama alegórica, una mujer con los ojos vendados que sostenía algo en la mano...

—Una copa. Una copa con una cruz. —...Tenía el pelo negro y largo, y la cara redonda, muy blanca, con colorete en los pómulos.

Hubiera querido preguntarle si sabía algo más sobre el destino de aquellos cuadros, pero a él ya no le importaba mucho lo que yo dijera. Estaba viendo algo con una claridad que su memoria le había negado hasta entonces, un yacimiento del tiempo en estado puro, pues la visión de un cuadro que nunca se había esforzado en recordar le devolvía tal vez unas horas intactas de su pasado con Lucrecia, y gradualmente, en décimas de segundo, como una luz que ha enfocado un solo rostro se extiende hasta alumbrar una habitación entera, sus ojos descubrían las cosas que aquella tarde vio alrededor del cuadro, la cercanía de Lucrecia, el peligro de que regresara Malcolm, la opresiva luz de finales de septiembre que había entonces en todas las habitaciones donde se encontraban sin saber que estaban apurando las vísperas de una ausencia de tres años.

—Malcolm nos espiaba —dijo Biralbo—. Me espiaba a mí. Alguna vez lo vi rondar el portal de mi casa, como un policía torpe, ya sabes, parado con un periódico en la esquina, tomando una copa en el bar de enfrente. Esos extranjeros creen mucho en las películas. Algunas noches iba solo al Lady Bird y se quedaba mirándome mientras yo tocaba, sentado al fondo de la barra, haciendo como que le interesaba mucho la música o la conversación de Floro Bloom. A mí me daba igual, incluso me reía un poco, pero una noche Floro me miró muy serio y me dijo, ten cuidado, ese tipo lleva una pistola.

—¿Te amenazó?

—Amenazó a Lucrecia, de una manera ambigua. A veces corría ciertos riesgos en los negocios. Supongo que no se habrían marchado tan aprisa si Malcolm no tuviera miedo de algo. Tenía tratos con gente peligrosa, y no era tan valiente como parecía. Poco después de comprarte los cuadros hizo un viaje a París. Fue entonces cuando yo estuve en su casa. Al volver le dijo a Lucrecia que había mucha gente que deseaba engañarlo, y sacó la pistola, la dejó encima de la mesa, mientras estaban cenando, luego hizo como que la limpiaba. Dijo que tenía preparado un cargador entero para quien quisiera engañarlo.

—Bravatas —dije yo—. Bravatas de cornudo.

—Juraría que no hizo aquel viaje a París. Le había dicho a Lucrecia que iba a ver no sé qué cuadros en un museo, unos cuadros de Cézanne, me acuerdo de eso. Le mintió para espiarnos. Estoy seguro de que nos vio entrar en su casa y se quedó esperando muy cerca de allí. A lo mejor tuvo la tentación de subir y sorprendernos y no llegó a atreverse.

Cuando Biralbo me dijo aquello noté un escalofrío. Estábamos terminando de tomar el café y los camareros habían ordenado ya las mesas para la cena y nos miraban sin ocultar su impaciencia, eran las cinco de la tarde y en la radio alguien hablaba fervorosamente de un partido de fútbol, pero de pronto yo había visto, desde arriba, como se ve en las películas, una calle vulgar de San Sebastián en la que un hombre, parado en la acera, levantaba los ojos hacia una ventana, con las manos en los bolsillos, con una pistola, con un periódico bajo el brazo, pisando con energía el pavimento mojado para desentumecerse los pies. Luego me di cuenta de que era algo así lo que temía ver Biralbo cuando se asomaba a la ventana de su hotel en Madrid. Un hombre que espera y disimula, no demasiado, lo justo para que quien debe verlo sepa que está ahí y que no va a marcharse.

Nos levantamos, Biralbo pagó la cuenta, al rechazar mi dinero dijo que ya no era un músico pobre. Salimos a la calle y aunque todavía daba el sol en los pisos más altos de

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los edificios, en los ventanales y en esa torre semejante a un faro del hotel Victoria, había una opacidad de cobre al final de las calles y un frío nocturno en los zaguanes de las casas. Sentí la vieja angustia invernal de los domingos por la tarde y agradecí que Biralbo sugiriera en seguida un lugar preciso para la próxima copa, no el Metropolitano, uno de esos bares neutros y vacíos con la barra acolchada. En tardes así no hay compañía que mitigue el desconsuelo, ese brillo de focos en el asfalto, de anuncios luminosos en la alta negrura del anochecer, que todavía tiene en la lejanía límites rojizos, pero yo prefería que hubiera alguien conmigo y que esa presencia me excusara de la obligación de elegir el regreso, de volver a mi casa caminando solo por las vastas aceras de Madrid.

—Se marcharon tan aprisa como si los persiguiera alguien —dijo Biralbo al cabo de un par de bares y de ginebras inútiles; lo dijo como si su pensamiento se hubiera detenido cuando terminamos de comer y él no siguió hablándome de Lucrecia y de Malcolm—. Porque hasta entonces habían pensado instalarse de un modo definitivo en San Sebastián. Malcolm quería poner una galería de arte, incluso estuvo a punto de alquilar un local. Pero volvió de París o de dondequiera que estuviese aquellos dos días y le dijo a Lucrecia que tenían que irse a Berlín.

—Lo que quería era alejarla de ti —dije; el alcohol me daba una rápida lucidez para adivinar las vidas de los otros.

Biralbo sonreía mirando muy atentamente la altura de la ginebra en su copa. Antes de contestarme la hizo disminuir casi un centímetro.

—Hubo un tiempo en que me halagaba pensar eso, pero ya no estoy tan seguro. Yo creo que a Malcolm, en el fondo, no le importaba que Lucrecia se acostara de vez en cuando conmigo.

—Tú no sabes cómo te miraba aquella noche en el Lady Bird. Tenía los ojos azules y redondos, ¿te acuerdas?

—...No le importaba porque sabía que Lucrecia era suya o no era de nadie. Podía haberse quedado conmigo, pero se fue con él.

—Le tenía miedo. Yo lo vi aquella noche. Tú me has dicho que la amenazó con una pistola.

—Un nueve largo. Pero ella quería marcharse. Simplemente aprovechó la ocasión que le ofrecía Malcolm. Una barca de pescadores o de contrabandistas, un carguero con matrícula de Hamburgo, que a lo mejor tenía nombre de mujer, Berta o Lotte o algo así. Lucrecia había leído demasiados libros.

—Estaba enamorada de ti. También yo vi eso. Lo habría notado cualquiera que la mirase aquella noche, hasta Floro Bloom. Te dejó una nota, ¿no? Yo la vi escribirla.

Absurdamente me empeñaba en demostrarle a Biralbo que Lucrecia había estado enamorada de él. Con indiferencia, con lejana gratitud, él seguía bebiendo y me dejaba hablar. Expulsaba el humo sin quitarse el cigarrillo de los labios, tapándose la barbilla y la boca con la mano que lo sostenía, y yo ignoraba siempre lo que había tras el brillo atento de sus ojos. Acaso seguía viendo no el dolor ni las firmes palabras, sino las cosas banales que habían trenzado, sin que él se diera cuenta, su vida, aquella nota, por ejemplo, que contenía la hora y el lugar de una cita, y que él siguió guardando mucho tiempo después, cuando ya le parecía un residuo de la vida de otro, igual que las cartas que me confió y que yo no he leído ni leeré nunca. Hacía breves gestos de impaciencia, miraba el reloj, dijo que faltaba muy poco para que tuviera que irse al Metropolitano. Me acordé de las delgadas piernas, de la sonrisa y del perfume de la camarera rubia. Era únicamente yo quien se obstinaba en seguir preguntando. Veía la mirada de Malcolm en el Lady Bird y la asignaba al hombre que espera algo y camina despacio bajo una ventana, inmóvil a veces entre la leve lluvia de San Sebastián.

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Mientras, Biralbo estaba en la casa, era allí donde lo había citado Lucrecia, tal vez fue ella misma quien le sugirió a Malcolm dos días antes que su encuentro conmigo tuviera lugar en el Lady Bird... Si él la vigilaba siempre, ¿de qué otro modo habría podido Lucrecia dejarle aquella nota a Biralbo? Me di cuenta de que razonaba en el vacío: si Malcolm desconfiaba tanto, si percibía la más leve variación en la mirada de Lucrecia y estaba seguro de que en cuanto su vigilancia cesara ella iría a reunirse con Biralbo, ¿por qué no la llevó consigo cuando se fue a París?

El jueves a las siete en mi casa llama antes por teléfono no hables hasta que no oigas mi voz. Eso decía la nota, y la firma, como en las cartas, era una sola inicial: L La

había escrito tan rápido que olvidó las comas, me dijo Biralbo, pero su letra era tan impecable como la de un cuaderno de caligrafía. Una letra inclinada, minuciosa, casi solícita, como un gesto de buena educación, igual que la sonrisa que me dedicó Lucrecia cuando nos presentó Malcolm. Tal vez le sonrió así cuando fue con él a la estación y le dijo adiós desde el andén. Luego se dio la vuelta, subió a un taxi y llegó a su casa justo a tiempo de recibir a Biralbo. Con la misma sonrisa, pensé, y me arrepentí en seguida: era a Biralbo y no a mí a quien debía ocurrírsele ese pensamiento.

—¿Ella lo vio marcharse? —pregunté—. ¿Estás seguro de que esperó hasta que el tren se puso en marcha?

—Y cómo quieres que me acuerde. Supongo que sí, que él se asomó a la ventanilla para decirle adiós y todo eso. Pero pudo bajarse en la estación siguiente, en la frontera de Irún.

—¿Cuándo volvió?

—No lo sé. Debió tardar dos o tres días. Pero yo estuve casi dos semanas sin saber nada de Lucrecia. Le pedía a Floro Bloom que llamara a su casa y no contestaba nadie, ya no volvió a dejarme recados en el Lady Bird. Una noche yo me atreví a llamar y alguien, no sé si Malcolm o ella misma, cogió el teléfono y luego colgó sin decir nada. Yo daba vueltas por su calle y vigilaba su portal desde el café de enfrente, pero nunca los veía salir, y ni siquiera de noche podía saber si estaban en casa, porque tenían cerrados los postigos.

—También yo llamé a Malcolm para pedirle mis ochocientos dólares. —¿Y hablaste con él?

—Nunca, desde luego. ¿Se escondían? —Supongo que Malcolm preparaba la huida. —¿No te explicó nada Lucrecia?

—Sólo me dijo que se iban. No tuvo tiempo de decirme mucho más. Yo estaba en el Lady Bird, ya era de noche, pero Floro no había abierto aún. Yo ensayaba algo en el piano y él estaba ordenando las mesas, y entonces sonó el teléfono. Dejé de tocar, a cada timbrazo se me paraba el corazón. Estaba seguro de que esa vez sí era Lucrecia y temía que el teléfono no siguiera sonando. Floro tardó una eternidad en ir a cogerlo, ya sabes lo despacio que andaba. Cuando lo cogió yo estaba parado en medio del bar, ni me atrevía a acercarme. Floro dijo algo, me miró, moviendo mucho la cabeza, dijo que sí varias veces y colgó. Le pregunté quién había llamado. Quién iba a ser, me contestó, Lucrecia. Te espera dentro de quince minutos en los soportales de la Constitución.

Era una noche de las primeras de octubre, una de esas noches prematuras que lo sorprenden a uno al salir a la calle como el despertar en un tren que nos ha llevado a un país extranjero donde ya es invierno. Era temprano aún, Biralbo había llegado al Lady Bird cuando quedaba todavía en el aire una tibia luz amarilla, pero cuando salió ya era de noche y la lluvia arreciaba con la misma saña del mar contra los acantilados. Echó a correr mientras buscaba un taxi, porque el Lady Bird estaba lejos del centro, casi en el límite de la bahía, y cuando al fin uno se detuvo él estaba empapado y no acertó a decir

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el lugar a donde iba. Miraba en la oscuridad el reloj iluminado del salpicadero, pero como no sabía a qué hora salió del Lady Bird se hallaba extraviado en el tiempo y no creía que fuera a llegar nunca a la plaza de la Constitución. Y si llegaba, si el taxi encontraba el camino en el desorden de las calles y de los automóviles, al otro lado de la cortina de lluvia que volvía a cerrarse apenas la borraban las varillas del limpiaparabrisas, probablemente Lucrecia ya se habría marchado, cinco minutos o cinco horas antes, porque él ya no sabía calcular la dirección del tiempo.

No la vio cuando bajó del taxi. Las farolas de las esquinas no alcanzaban a alumbrar el interior sombrío y húmedo de los soportales. Oyó que el taxi se alejaba y se quedó inmóvil mientras el estupor desvanecía en nada su premura. Por un instante fue como si no recordara por qué había ido a aquella plaza tan oscura y desierta.

—Entonces la vi —dijo Biralbo—. Sin sorpresa ninguna, igual que si ahora cierro los ojos y los abro y te veo a ti. Estaba apoyada en la pared, junto a los escalones de la biblioteca; casi en la oscuridad, pero desde lejos se veía su camisa blanca. Era una camisa de verano, pero sobre ella llevaba un chaquetón azul oscuro. Por el modo en que me sonrió me di cuenta de que no íbamos a besarnos. Me dijo: «¿Has visto cómo llueve?» Yo le contesté que así llueve siempre en las películas cuando la gente va a despedirse.

—¿Así hablabais? —dije, pero Biralbo no parecía entender mi extrañeza—. ¿Después de dos semanas sin veros eso era todo lo que os teníais que decir?

—También ella tenía el pelo mojado, pero esa vez no le brillaban los ojos. Llevaba una bolsa grande de plástico, porque le había dicho a Malcolm que debía recoger un vestido, de modo que apenas le quedaban unos pocos minutos para estar conmigo. Me preguntó por qué sabía yo que aquel encuentro era el último. «Pues por las películas», le dije, «cuando llueve tanto es que alguien se va a ir para siempre».

Lucrecia miró su reloj —ése era el gesto de ella que más había temido Biralbo desde que se conocieron— y dijo que le quedaban diez minutos para tomar un café. Entraron en el único bar que estaba abierto en los soportales, un lugar sucio y con olor a pescado que a Biralbo le pareció una injuria más irreparable que la velocidad del tiempo o la extrañeza de Lucrecia. Hay ocasiones en las que uno tarda una fracción de segundo en aceptar la brusca ausencia de todo lo que le ha pertenecido: igual que la luz es más veloz que el sonido, la conciencia es más rápida que el dolor, y nos deslumbra como un relámpago que sucede en silencio. Por eso aquella noche Biralbo no sentía nada contemplando a Lucrecia ni comprendía del todo lo que significaban sus palabras ni la expresión de su rostro. El verdadero dolor llegó varias horas más tarde, y fue entonces cuando quiso recordar una por una las palabras que los dos habían dicho y no pudo lograrlo. Supo que la ausencia era esa neutra sensación de vacío.

—¿Pero no te dijo por qué se iban así? ¿Por qué en un carguero de contrabandistas y no en avión; o en tren?

Biralbo se encogió de hombros: no, no se le había ocurrido hacerle esas preguntas. Sabiendo lo que Lucrecia iba a contestar le pidió que se quedara, lo pidió sin súplica, una sola vez. «Malcolm me mataría», dijo Lucrecia, «ya sabes cómo es. Ayer volvió a enseñarme esa pistola alemana que tiene». Pero lo decía de un modo en el que nadie hubiera discernido el miedo, como si la posibilidad de que Malcolm la matara no fuera más temible que la de llegar tarde a una cita. Lucrecia era así, dijo Biralbo, con la serenidad de quien al fin ha entendido: de pronto se extinguía en ella toda señal de fervor y miraba como si no le importara perder todo lo que había tenido o deseado. Biralbo precisó: como si no le hubiera importado nunca.

No probó su café. Se levantaron al mismo tiempo los dos y permanecieron inmóviles, separados por la mesa, por el ruido del bar, alojados ya en el lugar futuro donde a cada

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uno lo confinaría la distancia. Lucrecia miró su reloj y sonrió antes de decir que iba a marcharse. Por un instante su sonrisa se pareció a la de quince días atrás, cuando se despidieron antes del amanecer junto a una puerta donde estaba escrito con letras doradas el nombre de Malcolm. Biralbo aún seguía en pie, pero Lucrecia ya había desaparecido en la zona de sombra de los soportales. En el reverso de una tarjeta de Malcolm había escrito a lápiz una dirección de Berlín.

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CAPÍTULO V

Esa canción, Lisboa. Yo la oía y estaba de nuevo en San Sebastián de esa manera en que uno vuelve a las ciudades en sueños. Una ciudad se olvida más rápido que un rostro: queda remordimiento o vacío donde antes estuvo la memoria, y, lo mismo que un rostro, la ciudad sólo permanece intacta allí donde la conciencia no ha podido gastarla. Uno la sueña, pero no siempre merece el recuerdo de lo que ha visto mientras dormía, y en cualquier caso lo pierde al cabo de unas horas, peor aún, en unos pocos minutos, al inclinarse sobre el agua fría del lavabo o probar el café. A esa dolencia del olvido imperfecto parecía inmune Santiago Biralbo. Decía que no se acordaba nunca de San Sebastián: que aspiraba a ser como esos héroes de las películas cuya biografía comienza al mismo tiempo que la acción y no tienen pasado, sino imperiosos atributos. Aquella noche de domingo en que me contó la partida de Lucrecia y de Malcolm —habíamos vuelto a beber en exceso y él llegó tarde y nada sobrio al Metropolitano— me dijo cuando nos despedíamos: «Imagínate que nos vimos por primera vez aquí. No viste a alguien a quien conocías, sólo a un hombre que tocaba el piano.» Señalando el cartel donde se anunciaba la actuación de su grupo añadió: «No lo olvides. Ahora soy Giacomo Dolphin.»

Pero era mentira esa afirmación suya de que la música está limpia de pasado, porque su canción, Lisboa, no era más que la pura sensación del tiempo, intocado y transparente, como guardado en un hermético frasco de cristal. Era Lisboa y también San Sebastián del mismo modo que un rostro contemplado en un sueño contiene sin extrañeza la identidad de dos hombres. Al principio se oía como el rumor de una aguja girando en el intervalo de silencio de un disco, y luego ese sonido era el de las escobillas que rozaban circularmente los platos metálicos de la batería y un latido semejante al de un corazón cercano. Sólo más tarde perfilaba la trompeta una cautelosa melodía. Billy Swann tocaba como si temiera despertar a alguien, y al cabo de un minuto comenzaba a sonar el piano de Biralbo, que señalaba dudosamente un camino y parecía perderlo en la oscuridad, que volvía luego, en la plenitud de la música, para revelar la forma entera de la melodía, como si después de que uno se extraviara en la niebla lo alzara hasta la cima de una colina desde donde pudiera verse una ciudad dilatada por la luz.

Nunca he estado en Lisboa, y hace años que no voy a San Sebastián. Tengo un recuerdo de ocres fachadas con balcones de piedra oscurecidas por la lluvia, de un paseo marítimo ceñido a una ladera boscosa, de una avenida que imita un bulevar de París y tiene una doble fila de tamarindos, desnudos en invierno, coronados en mayo por extraños racimos de flores de un rosa pálido muy semejante al de la espuma de las olas en los atardeceres de verano. Recuerdo las quintas abandonadas frente al mar, la isla y el faro en mitad de la bahía y las luces declinantes que la circundan de noche y se reflejan en el agua con un parpadeo como de estrellas submarinas. Lejos, al fondo, estaba el rótulo azul y rosa del Lady Bird, con su caligrafía de neón, los veleros anclados que tenían en la proa nombres de mujeres o de países, los barcos de pesca que despedían un intenso olor a madera empapada y a gasolina y a algas.

A uno de ellos subieron Malcolm y Lucrecia, temiendo acaso perder el equilibrio mientras llevaban sus maletas sobre el crujido y la oscilación de la pasarela. Maletas muy pesadas, llenas de cuadros viejos, de libros, de todas las cosas que uno no se

Referencias

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