En la ‘cola’ de los hambrientos, de Magda Donato - fronterad
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AcordeónEn la ‘cola’ de los hambrientos, de Magda Donato

En la ‘cola’ de los hambrientos, de Magda Donato

Vivimos tiempos de comedores sociales. Siempre estuvieron ahí, también cuando muchos creían que el país era tan rico que no había pobres, o que si alguien sufría hambre y marginación era por flojo y por tanto se lo tenía merecido. Sí, siempre estuvieron ahí, detrás de los nuevos chalés en construcción o del flamante Ministerio, al fondo de un callejón donde un pequeño letrero, o sin letrero siquiera, avisaba en clave de que en ese comedor se daba de comer gratis a los descolgados de la sociedad. Esos refugios existían también con el boom, pero intentaban hacerse invisibles para no molestar a vecinos y viandantes, que pasaban de largo, ignorando o sin darse cuenta la mayoría de las veces de que esos hombres y mujeres que esperaban taciturnos en la acera un día tras otro no tenían qué comer ni dónde dormir en la octava potencia económica del mundo. España. Siempre estuvieron ahí esos despachos caritativos para llenar el estómago con una comida caliente, pero ahora ya no pueden pasar inadvertidos: están llenos a rebosar. Muchos de los que llevan la bandeja con la cabeza gacha fueron hasta ayer como los que aún siguen a flote. Tenían trabajo y dinero y se mantenían a sí mismos y a los suyos. Ahora son náufragos de la tormenta interminable.

 

Este naufragio cotidiano de los que han visto irse a pique la barquita de su empleo y su hogar no es nuevo. Invierno de 1934: cinco años después del crac del 29 en Estados Unidos que ha sacudido el mundo, el paro en España hace estragos y ante los comedores de Asistencia Social en Madrid organizados por el ayuntamiento republicano se forman colas día y noche. Lo comprueba una mujer de 36 años que durante algunas semanas espera turno durante hora y media en esa cola con su tarjeta de beneficiaria y, mientras aguarda y come, departe con unos y otros y apunta todo mentalmente. Esta costurera en paro es en realidad una periodista de incógnito. Quiere vivir desde dentro el ambiente que retrata. Con el método del espejo, imitando y confundiéndose con las personas que describe, evita el muro de cristal que se alza ante el informador cuando su presencia reconocible como tal condiciona la actuación de los protagonistas de su relato.

 

La reportera Magda Donato, seudónimo de la también actriz y escritora Carmen Eva Nelken (Madrid, 1898-México, 1966), está allí preparando para el periódico Ahora uno de esos largos reportajes de infiltrada que la llevarán también en los años previos a la Guerra Civil a retratar por dentro una cárcel de mujeres (tras la denuncia amañada de una amiga), un albergue de mendigas o un manicomio femenino. Es el género de reportaje de denuncia clandestino, emboscado o disfrazado, escrito en primera persona, que practicara el joven Jack London durante siete semanas de 1902 para describir a los miserables del East End londinense, considerado entonces el peor gueto del mundo, en su libro La gente del abismo (The People of the Abyss). O, antes que él, otra arrojada reportera como Donato, Nellie Bly (seudónimo de Elizabeth Jane Cochran), autora de crónicas de inmersión total como esa de 1887 que la llevó a pasar diez días en un manicomio para luego denunciar los abusos que vio y padeció en él. El género que, después de ellos, relanzó el alemán Günter Walraff y su clásico libro Cabeza de turco, metamorfoseado durante meses en inmigrante extranjero para descubrir en el rol simultáneo de testigo y víctima la explotación laboral en la industria germana (pero no sólo en ella) de los años 70 y 80. Las técnicas de cámara oculta han abierto después nuevos campos al periodismo encubierto en televisión.

 

Con su mirada como única cámara, Magda Donato se sumerge en los comedores sociales caracterizándose como una proletaria indigente más, pero luego, ya revestida de su identidad de periodista, acude de nuevo para hablar con el director de Asistencia Social, Francisco Criado, y contrastar sus vivencias con las explicaciones y estadísticas oficiales sobre el asunto. Así, la reportera recoge todas las perspectivas. Contextualiza las dramáticas escenas de las que ha sido testigo, sin limitarse al efectismo fácil del tremendismo. A la hora de construir el reportaje con esos materiales lo hace en sentido cronológico inverso a su trabajo de campo. Comienza explicando la historia de los comedores de Asistencia Social y desgrana las cifras de sus usuarios y sus profesiones, con una precisión que no se encuentra, por cierto, en muchos reportajes de hoy en día, ya sea por la falta de tiempo y de perseverancia del informador, o porque muchas instituciones son menos transparentes que entonces.

 

Nos cuenta datos reveladores, como que en 1933 se sirvieron en los comedores municipales de Madrid un millón y medio de raciones, o que de los 3.340 beneficiarios varones de larga duración registrados entre mayo y diciembre de 1933 (sin contar los que recibían la tarjeta de duración breve, para uno, tres o siete días, que se daban sin investigación previa), encabezaron la lista los albañiles en paro, 673, seguidos de los peones, 669. También había, entre otras profesiones, camareros (87), mecánicos (64), empleados de oficina (59), dependientes de comercio (48), impresores (43)…, y un periodista (hoy estarían en la cabeza de la lista), ocho actores, tres fotógrafos, ocho músicos… Las mujeres que acudieron con regularidad a los comedores en ese periodo fueron 803; entre ellas había 300 “sin profesión determinada” y 408 asistentas, más 21 costureras, 18 vendedoras, y mecanógrafas, cajeras, comadronas… Es “desgarrador”, constata Magda Donato, que los asistentes a los comedores son casi en su totalidad “personas acostumbradas a trabajar y que se ven privadas, siquiera sea momentáneamente, de la satisfacción de ganarse la vida, que, al fin y al cabo, es mucho más necesaria para cualquier persona honrada que todos los lujos del mundo para cualquier ocioso”. La satisfacción de ganarse la vida. Ahí está la clave.

 

Tras describir un sistema de justicia social que le parece que funciona razonablemente bien, se disfraza y se zambulle entre los hambrientos de la cola para ponerle rostro. Aborda al prójimo con humanidad y simpatía, pero sin embellecerlo e idealizarlo como gente buena sin aristas: al contrario, a los hombres y mujeres que trata los describe con toda su complejidad, su dignidad y sus mezquindades. Porque, explica la reportera camuflada, en la cola del comedor social unos y otros se esfuerzan, incluso en su caída, en construirse un estatus, cuya defensa les obliga, en la cruda competencia entre proletarios sin trabajo, a erigirse por encima de alguien que esté peor que ellos.

 

A poco que obviemos los elementos de época de los años 30, las situaciones que describe Magda Donato parecen extraídas de la recesión de hoy mismo, en 2012. Nos habla de una miseria más que física, moral y psicológica; de las escalas entre los pobres, de los grados de humillaciones y humillados; de la resistencia del vencido por preservar su dignidad. Es tremendo. Hay fragmentos que hasta suenan como un eco anticipado de los temores e incertidumbres de nuestro presente económico, como aquel en que una mujer de la cola dice que el trabajo va a volver pronto porque las naciones extranjeras van a darnos crédito, pero a cambio de que el gobierno republicano les venda España, o ese otro, reflejo del divorcio con los políticos, en que un obrero parado dice que “esos diputaos, los del Congreso, que no piensan más que en colocarse ellos, tienen la culpa de que uno se vea como se ve, reducido a implorar esta limosna”.

 

Pasan ante nosotros una muchacha desahuciada de su hogar esta misma mañana, mendigos a los que se llevan en camión a un comedor aparte antes de recluirlos en la cárcel para vagabundos de Yeserías (sí, entonces la indigencia profesional era encarcelada), como si fueran perros callejeros conducidos a una perrera; una pareja de viejitos desvalidos que sólo se tienen el uno al otro; madres con niños de pecho junto a jóvenes con aire intelectual y bien vestidos, o un taxidermista viudo sin trabajo y con seis hijos, que a la pregunta de la periodista de incógnito “Y… ¿cómo se defiende usted?”, responde vencido: “No lo sé…, ni yo mismo comprendo cómo me vengo defendiendo desde hace un par de años”. Remacha entonces Magda Donato, para que sólo la oigamos nosotros: “Es que no se defiende; ya va a la deriva…”. Gente que jamás ha tenido que pedir, asiste incrédula a su propia supervivencia de la caridad pública.

 

El último día, el fotógrafo de Ahora llega al comedor para hacer las fotos del reportaje aparentando que se trata de una cobertura genérica sobre su funcionamiento y, como por casualidad, busca y fotografía a la periodista de incógnito que almuerza allí como si fuera una pobre más del sitio, sentada junto a una “sombrererita” a la que el sueldo no le llega para vivir. Es la prueba final que necesita Magda Donato para probar e ilustrar su testimonio.

 

En la ‘cola’ de los hambrientos se publicó en Ahora el 4 de marzo de 1934, en las páginas 13-15 y 17-18. Su final, de sentimiento de culpa colectivo, impresiona. Pero mejor dejamos que el lector de hoy lo descubra en este fragmento que presentamos a continuación.

 

Con sus “reportajes vividos”, como ella los llamaba, sentó cátedra de periodismo comprometido. Una lección que perdura gracias a que la editorial sevillana Renacimiento de Abelardo Linares tuvo la feliz idea de rescatar del olvido de la hemeroteca los espléndidos trabajos de esta pionera, reuniéndolos en 2009 en forma de libro (el número 24 de la colección Los Cuatro Vientos), con cuidada edición e introducción de la profesora Margherita Bernard. El lector encontrará en Reportajes una mina fresca de realidad sobre las crisis del capitalismo, sus derrotados y sus resistentes. De ayer como hoy. De hoy como ayer.

 

 

 

Eduardo del Campo es periodista en el diario El Mundo, con base en Sevilla. Su último libro publicado es Capital Sur (Paréntesis, 2011). Su último reportaje en FronteraD fue Los últimos de Misrata. En su sección Maestros del periodismo han aparecido:

Luis de Oteyza entrevista a Abdelkrim,

Ramón J. Sender en Casas Viejas (1933)

Sofía Casanova en la Revolución Rusa de 1917

Manuel Chaves Nogales

¡Qué persona, Carmen de Burgos, Colombine!

Blanco White, tinta liberal

José Martí

La lección de Antonio Machado

 

 

 

En la ‘cola’ de los hambrientos

 

Magda Donato

 

[…]

 

El empleado compasivo

 

Por esa calle, todo seguido –me ha indicado una castañera, a quien le he preguntado por «Los comedores del Ayuntamiento».

     Y, «todo seguido», bajo por la calle del Rosario, a la izquierda de San Francisco el Grande. Al llegar a un portalón grande, con un letrero que dice «Asistencia Social» (más tarde sabré que en esta ala del enorme edificio están los dormitorios y las oficinas), me dirijo a un empleado gordo, con levitón de uniforme y gorra galoneada, que fuma apoyado en la puerta.

    «Es más abajo –me dice–; mire… allí…» Me lleva hacia el centro de la calzada y me designa la cola ya formada que, desde la acera, el muro que sobresale, estrechando la calle en su segunda mitad, me impedía ver.

El empleado me ha cogido un brazo suavemente; me habla con extremada dulzura; todo en él respira una infinita compasión hacia la pobreza mía, pobreza de mi fealdad (labios blanqueados y nariz enrojecida, cabello desgreñado y alguna que otra arruga discretamente sombreada; pobreza de mi falda, un tanto deshilachada; de mis viejos zapatones, de mi abrigo raído, de mis medias negras zurcidas.

Debe de pensar: «¡Qué cesas se vea por aquí, Señor!»

Su compasión visible me enternece; y me alejo conmovida, segura de que ha debido de encogerse de hombros, amargamente, y murmurar: «¡Miseria!»

 

Amenidades en la «cola»

 

Es algo difícil llegar a tiempo para el primer turno, para el de las doce hay que estar ya en la «cola» desde poco más de las diez.

Cuando se llega siquiera a las once, suele suceder lo que a mí me ha dido dos veces; y es que después de una hora de plantón, cuando ya la «cola» se pone en marcha y se está cerca de la entrada, le cierran a uno el paso, y hay que esperar al segundo turno.

Casi, casi, la manera de esperar menos es llegar a última hora, o sea después de la una, cuando ya, ante la puerta, que se cierra a la una y media, sólo queda el grupo, relativamente reducido, de los rezagados, de los que se tienen que contentar con el tercer turno.

Este tercer turno es el que tiene menos aficionados; es opinión general que se come peor, que todo está frío, que los días de pescado no suelen quedar dar sardinas o pescadillas; que los días de cocido los trozos de tocino y de carne son más chicos, etc., etc…

Pero yo creo que el rehuir así el último turno es una cuestión de amor propio; se puede ser pobre y no quererse contentar con las sobras de los demás, ¿no es verdad?

En todo caso, el término medio de tiempo de «cola» viene a ser de una hora u hora y media. Precede a la segunda espera, la del patio, que no suele pasar de unos tres cuartos de hora.

La espera de la «cola» es, materialmente, la más molesta; porque hay que aguantar a pie firme el frío que, en esta calle, es intensísimo; pero se ameniza, generalmente demasiado, con las disputas acerca de los respectivos puestos y con los cambios de impresiones sobre las tarjetas.

—A ver su tarjeta. ¡Ay!, hija, ¡qué suerte, es de un mes. La mía es de siete días nada más.

—¡Y yo, que no la he podido sacar más que de tres!

—La de usted es rosa; yo la tengo verde…

—¡Pero son iguales!

—A lo mejor, no; a ver. ¡Ya decía yo! En la mía pone algo escrito por detrás y en la suya, no.

—¿Y qué es lo que pone?

—¡Cualquiera sabe!. ..

—¡Anda! Usted ayer no ha venido, que tiene el día de ayer sin picar; pues, hijo, no le vale para otro día, porque hoy se los pican los dos, y pierde una comida.

—¿Qué pican?

—¿Cómo que qué pican? ¡Los piojos, miá ésta!

 

***

 

Esa ancianita ligeramente cheposa, que lleva una chaqueta negra que parece un viejo matiné y un manto de luto color ala de mosca y mitones de lana marrón, quisiera hacerse más menuda de lo que es, desaparecer entre todos y…

—¡No empuje, caray! –le grita el que está delante.

—¿Yo?… si es que…

—Es que… es que… ¡Es que parece que tiene usted miedo a que le quiten la comida! ¡Si nadie se la quita, señora! ¡Si habrá para rodos!

Aterrada por el escándalo armado en torno a su diminuta persona, la anciana balbucea tímidamente:

—Perdóneme… iba a apoyarme en la pared…

 

***

 

[…]

 

La camioneta maldita

 

En un lado del patio se efectúa el reparto de raciones a los que llevan la comida a su casa, y el desfile de hombres y mujeres que llevan quien una cesta, quien un saco, quien unos cacharros, quien un cabás de hule o de mimbre, resulta interminable para nosotros, porque dura más que nuestra espera en el patio.

En el centro está la camioneta.

«La camioneta» es esta camioneta pintada de verde y con el escudo del Ayuntamiento, que en la calle podrá confundirse con otras muchas camionetas municipales, pero que aquí es algo excepcional y terrible; es «la camioneta de Yeserías».

Los enterados aseguran que «trae aquí a los mendigos que recogen por las calles para que coman aquí y luego se los lleva ‘allí’». Pero como todos los que estamos reunidos en el patio hemos entrado después de hacer cola en la calle, y por lo tanto, no hemos venido en camioneta, queda admitido que los pasajeros del vehículo dramático comen, sin duda, aparte, en algún vergonzoso rincón que nadie conoce y desde donde no pueden contagiamos a los demás la peste abominable de su mendicidad.

Porque en todo el patio, de grupo en grupo, la opinión es unánime en cuanto a aversión, horror, desprecio hacia el mendigo profesional, el presunto huésped de «Yeserías», el pasajero forzoso de «la camioneta».

Tres hombres, evidentemente obreros, hablan de esta cuestión palpitante.

—Yo no iba ahí…

—Si le llevaran, a ver qué hacía…

—¿Lo que hacía? Cortarle la cara a un perrero; es la manera segura de que le lleven a uno a la Dirección. Antes con ladrones que con mendigos y mangantes.

—Pues a mí una vez me llevaron…

—Le cogerían mangando…

—¡Iba yo a mangar! ¡Con que fue el año pasado que tenía trabajo y sacaba doce pesetas para mi «solana»!

—Entonces ¿por qué le llevaron?

—Pues, nada, por cantar…; que venía de noche un poco alegre…

—Pues uno se quedó dormido en un banco, y le quisieron llevar, y le cortó la cara a un perrero, y le llevaron a la Dirección, y dijo por qué lo había hecho, y fue a la calle, y en paz.

—Pues ya es suerte eso, porque lo que es por agredir a un perrero no lo sueltan a uno así como así.

—Pues aunque no le suelten…, mejor que ir a «Yeserías» con los mangantes…

—¡Toma! ¡Como que yo, antes de tender la mano, robaba!

—Y yo …

Pero un tercero interviene:

—Eso es según se mire, que conozco yo a más de uno y a más de dos que antes trabajaban y desde aquello del pañuelito se han acostumbrado a pedir ¡y que les hablen a ellos de trabajo ahora! Dicen que así sacan sus dos o tres duros…

Hay un silencio lleno de meditación.

En verdad que todo es cuestión de categorías y de cantidades; esto de «sus dos o tres duros», es para pensarlo.

Es reprobable timar y estafar y, sin embargo, cuando se llega a las alturas de un Stavisky también es «según se mire», ¿no es verdad?

 

Comentarios a modo de aperitivo

 

Aunque se charla un poco de todo, el tema favorito de todas las conversaciones es el de la comida.

Una mujer suspira con el tono de añoranza con que se habla de los tiempos que se fueron:

—Todo viene a menos; el año pasado sí que estaba bien esto. Daban tres platos: cocido, filete y postre y todo.

Un hombre se encoje de hombros:

—¡Que sí, que sí! ¡Y el coche a la puerta!

—¡Que es verdad! ¡Una naranja o una manzana!

—Pues yo –dice otra– no he alcanzado esos tiempos; desde que vengo, es como ahora.

Surgen algunas voces como de coro griego:

—¡Y que no vaya a peor!

 

***

 

Los miércoles y sábados (los dos días de la semana sin cocido), la gran cuestión está en saber la clase de pescado que «toca». Hoy circula una noticia lanzada por algún enterado:

—Son pescadillas.

—Si quedan –insinúa alguien–; porque lo que es a estas horas…

Y como siempre que se hace referencia a los turnos, no puede faltar quien corrobore:

—Como que para comer bien, el turno de las doce.

 

* * *

 

Un joven bien vestido y con un aire sumamente intelectual –gabán azul oscuro raído, pero todavía decoroso, el clásico jersey de punto multicolor y las no menos clásicas gafas de concha– habla animadamente con otro de gabardina y corbata de chalina.

Intrigada por el aspecto ateneístico del grupo, me acerco para enterarme de si su conversación gira en torno a la literatura, el arte, la política o la filosofía.

Pero en estos momentos una preocupación domina. El de las gafas dice al de la chalina:

—Yo no le niego que el sábado estuvieran buenas; sin embargo, ¿qué quiere usted que le diga? Ahí tiene usted las del miércoles último; estaban secas.

 

* * *

 

[…]

 

La competencia de la caridad 

 

Este restaurante se caracteriza porque a él se acude con la única y exclusiva finalidad de comer, y no como sucede en otros restaurantes, con objeto de aprovechar la hora de la comida para alguna cita amistosa o comercial, mucho menos todavía para disfrutar el lujo y la diversión de comer fuera de casa, que son una diversión y un lujo apreciables solamente para los que tienen en su casa la mesa puesta.

Ya que aquí no se viene más que a comer, es natural que las conversaciones giren casi exclusivamente en torno a esta importantísima función orgánica, y es también natural que se cambien, con sumo interés, preciosas indicaciones respecto a otros restaurantes similares que puedan ser, si no más baratos, en todo caso mejores o de más fácil acceso que éste.

—Ahora han abierto uno en la calle de…

—Yo, el primer día que vine aquí no traía tarjeta y me dejaron pasar.

—Aquí, si uno tiene hambre, no se marcha sin comer.

—Pero, en el de… hay unos tíos a la puerta que ¡bueno!… A una niña el otro día la rechazaron porque no llevaba bono y se tuvo que ir con la tripa vacía.

—Dicen que por Vallecas hay uno que dan garbanzos, patatas y tocino, todo en crudo.

Sí; pero hay que ser socio de…

—No, señor, que lo mismo le dan la tarjeta si es monárquico, que comunista, que cualquier cosa.

—Pues yo he ido a… y me han dicho que me dirigiera a mi distrito.

—Y en su distrito, ¿qué?

—Pues eso, que hay que ser socio.

—Dicen que los religiosos van a poner uno mejor que ninguno.

—Pues yo he oído que los republicanos van a poner uno como éste en cada distrito…

Decididamente se nos disputan.

Recuerdo una novelita francesa de Fernando Vanderem, que se llama La víctima; esta víctima es el hijo de unos esposos desavenidos que se divorcian, y el fallo del Tribunal confía la criatura al padre durante la mitad del año y a la madre durante la otra mitad.

Entre el padre y la madre se establece una competencia de mimos y regalos para congraciarse al niño, que en su vida ha sido tan dichoso como desde que ha caído sobre el hogar esa gran desgracia del divorcio, de la cual, en opinión de la gente, él es «la víctima».

Después de todo, el necesitado, el que está al margen de todas las políticas y hasta de todas las creencias, ese ha sido siempre la verdadera víctima de las luchas, los intereses y las convicciones de unos y de otros. Y no estaría de más que tantas rivalidades se fundieran en una competencia de caridad, más o menos interesada quizá, pero de la cual, al fin, él sacase algún provecho.

 

Hablando de política internacional

 

Inmediatamente después de la cuestión «comida», en importancia y frecuencia, y muy unida, ¡ay!, a ella, está la cuestión «trabajo».

Una mujer gorda, de toquilla negra, me cuenta cosas de sumo interés:

—Todo eso del trabajo –asegura– se va a arreglar muy pronto; se van a hacer calles y casas y puentes por todas partes; esto lo ha convenido el Gobierno con las naciones porque le van a dar para ello mucho dinero, algo así como mil millones no sé si de pesetas o de duros.

—Se lo van a dar, ¿a quién?

—¡Pues al Gobierno!

—Pero ¿quién le va a dar todo ese dinero?

—Toma. ¡Las naciones!

—¡Ah!, me alegro, me alegro mucho.

Pero ella no se alegra tanto como yo, porque le atormenta una preocupación patriótica que me confía en voz baja, porque se trata de un gran secreto del cual se considera depositaria desde que lo leyó, según dice, «en el periódico».

—¿Usted no sabe por qué le van a dar al Gobierno ese dinero?

—Yo, no.

—Pues yo sí; es que van a vender a España.

—¿A quién?

—¡Ay, hija, no entiende usted nada! –exclama indignada por mi ignorancia–; van a vender España a las naciones; mire usted que si se atreven a vendemos a todos…

No he podido saber más porque otra mujer me tira de un brazo, caritativamente me aconseja por lo bajo:

—Usted, que me parece bastante limpita, no se junte tanto con esa señora, que se le ven correr los piojos por la toquilla.

 

Dignidad 

 

Cualquier visitante de los «Comedores», cualquier periodista que acuda a realizar su información con un cuaderno de notas en la mano tendrá fácilmente una impresión mucho más dolorosa –y quizá más exacta– de la situación económica de los comensales, de la que puedo hacerme yo, en el plan de compañera de infortunio en que me he colocado.

Sin duda, uno de los más imperdonables estragos que realiza la miseria en el alma humana consiste en llevarla al hábito de la humillación voluntaria. Aun sin interés inmediato, el que necesita tiende a descubrir y aun a acentuar su necesidad. Pero esto es solamente ante los extraños, es decir ante los que pudiéramos llamar «los otros»; y de este rebajamiento se desquita magníficamente con los «suyos», ante quienes recobra, tendiendo incluso a la jactancia, toda su dignidad.

En calidad de humilde costurera viuda, sin trabajo, he tenido la ocasión de hablar tanto en la cola, como en el patio y en la mesa, seguramente con más de cien compañeros.

Pues bien, no pasan de tres o cuatro a lo sumo los que me han producido la impresión clara y franca de la miseria permanente y absoluta.

Aquí se viene «para ayudarse»; porque lo que se tiene o se gana «no alcanza», o por un apurillo momentáneo, o –esto es lo más frecuente– en espera de una colocación que no puede tardar y estará espléndidamente retribuida.

—¡A lo que uno se ve reducido!… –se dice con una sonrisa de superioridad, siempre ligeramente desdeñosa–. Menos mal que es cuestión de pocos días; el mes que viene entro en…

Un viejo mugriento, con pelos en las manos, en las orejas, en la nariz, en todas partes menos en la cabeza, nos confía a todo un grupo:

—Yo lo que menos envidio es la riqueza; ¡más que he tenido! Me casé con una señora que tenía más de diez millones… , ¡una de criados!… ¡y de coches!… ¡y un palacio! ¡Uuuuh! Pero luego, las cosas de la vida, que si le roban a uno, que si la mala administración… Yo soy hijo de un título, saben ustedes?

 

***

 

¿Y aquellos dos ancianos –viejo matrimonio tembloroso– que se ayudan uno a otro para subir la escalera del patio, para andar y hasta para comer? ¿Y aquella mujer que tirita bajo su abriguito de lana ya transparente, con cuello de piel completamente pelada? ¿Y aquel hombre flaco y pálido, cuyos dedos de los pies han atravesado ya los zapatos?

Pero ésos no hablan.

 

El obrero que hace de mamá

 

Llega con una nena en brazos, otra cogida de la mano y otra que corretea en su alrededor.

Una y otra vez, tantas como personas se le acercan, oye la misma pregunta: «¿Es usted viudo?»

No lo es; su mujer está en la Maternidad, esperando «lo que ha de venir», y que, sea dicho de paso, «viene mal». Y él hace de mamá, provisionalmente, pero lo hace muy bien.

Tiene esa vanidad, de madre o de ama de cría, de «lo que le hacen pasar» los chicos.

—¡Esta me ha dado una nochecita… !

Ha llorao, se ha meao y ha pedido leche. Así estoy yo hoy, que me caigo de sueño.

Pero su orgullo de madre se mezcla a una vanidad completamente paternal; cuando nota que en torno suyo el grupo es bastante numeroso, llama a la mayor: —Mira, Loli, se me está cayendo este botón; luego me lo coses.

No puede faltar quien pregunte con admiración:

—Pero, ¿sabe coser, tan pequeña?

—¡Que si sabe! Seis años tiene y es más dispuesta que su madre; anda, Loli, enseña lo que te has hecho en el delantal.

Y cual si presentara una labor preciosa exhibe fieramente el remiendo que la nena se ha puesto en su humilde delantalito,

La familia lleva una temporada, desde que los desahuciaron al faltar el trabajo, viviendo aquí mismo en la «Asistencia», donde les han habilitado algún hueco para que el padre pueda dormir rodeado de su pandillita; así que se considera «de la casa», tanto más cuanto que, chófer de oficio, aspira a una plaza del Ayuntamiento.

En la mesa, no admite la más leve censura; él lo encuentra excelente y si alguien lamenta que los garbanzos estén hoy un poco duros, interviene conciliador: «Es mejor que si estuvieran deshechos». Y hasta se da su poquito de tono. «¿Ustedes no han visto cómo los cuecen? Yo, sí… ; los meten en una red… así salen muy bien. »

Bastaría con que el destino fuese por una vez, no ya piadoso, simplemente justo, para devolverle a este hombre modelo (modelo de esposos, modelo de obreros, modelo de padres, hasta modelo de protegidos) su mujer sana, su hogar, su jornal.

Pero al destino no suele gustar de que le confundan con un «Juanito» en acción.

 

Los quejosos, los escépticos, los agradecidos y los desdeñosos

 

—Yo –dice una mujer–, con el tiempo que ando detrás, aún no he podido coger una tarjeta de un mes. Claro. ¡Ya saben ellos a quién se la dan! Como una chica que tiene un querido que le paga un cuarto de ocho duros y tiene tarjeta para un mes. ¿Es que una mujer que tiene un cuarto de ocho duros para ella sola necesita venirnos a quitar la comida a los demás? Porque ella sea joven y sinvergüenza, una anciana como una no puede coger tarjeta más que de tres días, o a mucho tirar de una semana…

Otra exclama indignadísima, mientras que la protestante se aleja, siempre refunfuñando:

—¡Las hay desagradecidas, señor! Si se la dan de un mes a quien sea, señal de que le hará falta. Yo no soy así, ahí tienen ustedes. En habiendo de sobra, ¿qué más me da que coman los demás?

En un grupito, un obrero parado organiza su pequeño mitin a prudente media voz:

—Esos diputaos, los del Congreso, que no piensan más que en colocarse ellos, tienen la culpa de que uno se vea como se ve, reducido a implorar esta limosna… Si uno tuviera coraje para robar…; pero todos no servimos…, y aún hay que agradecer…

Un joven de gabardina, muy repeinado con fijador, y que, según nos ha asegurado, viene aquí «por esas temporadas malas que uno tiene», interviene pretencioso y agrio:

—Nada de agradecimientos… ¡Si esto lo paga el contribuyente! Lo pagamos entre todos… Ustedes …, yo mismo…

Sentadas en el estrecho reborde que forman los zócalos de los postes que sostienen la techumbre del cobertizo, dos mujeres hablan:

—A mí ayer me dieron cuatro sardinas…

—¡Como a todos, mira ésta!

—Sí; pero lo que es pimiento, ni olerlo, y de caldo, no me llegó ni una gota. Es que a unos les dan todo, y cuando le llega a uno, ya no le llega nada; ¡a ver si es de justicia eso de que porque unos tengan más caldo y más pimientos de lo que le corresponde, otros se tengan que comer las sardinas secas!

—Pero, ¿es ésta la injusticia de los «Comedores»? ¡Ay, señora mía, ésta es, expresada con admirable claridad, toda la injusticia social! «Unos tienen más caldo y pimientos de lo que les corresponde, y otros se comen las sardinas secas… ¡cuando las comen!»

Una señora de abrigo y velo, dulce y fina, que viene hoy por segunda vez y se halla en un apuro momentáneo porque este mes no ha recibido los habituales subsidios de su marido, que trabaja en Fernando Póo, dice:

—La verdad es que al cocido no se le puede poner un pero; está todo muy bueno…

Pero varias voces llenas de desdén olímpico hacen contrapeso a esta opinión benévola:

—Pues ¿y esa sopa?

—Ya, ya; por tomar algo caliente, que si no…

—¿Habéis visto qué judías nos dieron el miércoles?

—¡Quite usted!

Se advierte, sin embargo, que estas críticas son en el fondo cuestión de amor propio. Si uno se diera por contento con lo que come fuera de casa, parecería que estaba acostumbrado a cualquier cosa.

Son pequeños formulismos de la vida de sociedad: nosotros los periodistas, cuando asistimos a un banquete, también solemos explayar nuestra ironía desdeñosa:

«La langosta no sabe a nada», o «Si en mi casa me asaran los pollos así, menuda la armaría!».

Y cuando aquí la censura se muestra más enérgica es porque reviste caracteres de protesta socializante:

—¡Todo esto es por aguantar! Lo que debíamos hacer todos es no comer, a ver lo que pasaba.

¿No comer? Esta proposición de huelga (verdadera huelga del hambre), lanzada después de hora y media de espera y en el instante preciso de pasar al comedor, despierta escaso entusiasmo…

 

* * *

[…]

 

Una muchacha suspira:

—¡Ay!, unas sopas de ajo con lo ricas que son! ¡Y comérselas en casa!

Pero no tiene ni para confeccionar esas sopas de ajo que tanto le gustan; y aunque tuviera, tampoco se las podría comer en su casa, porque no tiene casa; la desahuciaron esta mañana.

 

* * *

 

Junto a mí, una da un vaso de leche, que le acaba de traer el camarero, a un niño que lleva en brazos.

Hablamos un poco y así como esas cosas que dicen las madres de: «Ya tiene dos dientes», o «Ya echa los pies», o «¡Me ha costado más trabajo destetarle!», me confía:

—Esta mañana le saqué de aquí, fíjese, de detrás de la camisa, toda una fila de piojos; menos mal que uno no es de criarlos, que si no…

 

Un vencido

 

En la misma mesa que yo come hoy un señor bajo de estatura, de pelo canoso, que lleva gafas de metal y tiene un aspecto distinguido, pensativo y triste.

Trae a dos niños de unos cinco a ocho años, francamente vulgares y miserables, sin nada ya en su rostro ni en su traje de ese «burguesismo» de otros tiempos que ha dejado una huella señaladísima en toda la persona del padre.

Hemos hablado un poco, muy poco; casi a la fuerza me ha dicho algunas palabras con voz queda y fatigada.

Es viudo… y tiene seis hijos: dos, recogidos en casa de unos parientes; uno, en un asilo; estos dos y uno empleado en una frutería.

—Ese al menos, le ganará algo…

—No; no gana nada…, pero come todos los días.

¿Trabajo? Apenas me atrevo a pronunciar la terrible palabra; él se encoge de hombros, dulcemente:

—Mi oficio se ha venido abajo estos últimos años –dice–; soy disecador naturalista.

Ya quisiera él cambiar de oficio, encontrar cualquier ocupación, hacer otra cosa. ¿Pero qué?

—Y… ¿cómo se defiende usted?

—No lo sé…, ni yo mismo comprendo cómo me vengo defendiendo desde hace un par de años.

Es que no se defiende; ya va a la deriva…

 

La sombrererita

 

Joven, morena, de facciones finas y ojos grandes, esbelta y pizpireta, sería toda una «modistilla de Arniches» sino llevara el pelo desgreñado, la cara sucia, la ropa llena de lamparones, zapatillas viejas en los pies y un nene entre los brazos.

En una mano sostiene un paquete envuelto en papel de seda, que sujeta por sus cuatro puntas como si llevase la custodia. Me ha dicho muy ufana: «Mire usted lo que llevo aquí».

Es un sombrero que va a entregar a una clienta; porque ella es nada menos que sombrerera y trabaja en un taller donde gana sus buenas tres pesetas diarias…, pero, ¡ay!, no a diario.

Ha venido hoy por primera vez con una tarjeta de tres días solamente; al principio está avergonzadísima; mira a todos lados y habla muy bajito.

Entablamos amistad en la espera del patio, y ¡qué casualidad!, ella hoy por primera vez y yo por última, pues se me acaba la tarjeta. De ello, precisamente (claro que esto no se lo sospecha la sombrererita, ni los demás tampoco), ha venido hoy un fotógrafo a retratamos.

¿Salir en los «papeles»? La sombrererita se azora mucho, se pone colorada y dice: «No…, no… ; yo no quiero que me saquen… Vaya a volver la cabeza para que no se me vea.»

Pero he aquí que –otra casualidad– el tal señor fotógrafo se ha ido a fijar precisamente en nosotras dos, y «nos saca» más que a nadie.

Nos saca en el patio, nos saca comiendo, nos saca en el instante en que entregamos nuestros cubiertos a la salida, nos vuelve a sacar en la calle.

La sombrerera ha perdido todos sus primeros pudores; está encantada de que la retraten tanto, impacientísima de verse en AHORA y muy emocionada del éxito que ella y yo acabamos de lograr.

Ya en la calle, me dice:

—Mire usted que ha sido suerte que con tantísima gente como había haya ido ese señor fotógrafo a fijarse en usted y en mí,

Intento halagar su amor maternal.

—Se conoce –digo– que le ha llamado la atención su nene; ¡como es tan mono!

Pero la sombrererita tiene veintidós años nada más, y en ella el orgullo de madre no ha anulado todavía la coquetería de la mujer. Protesta:

—No es eso… ; yo creo que ha sido porque, como nos han visto a las dos así, más apañaditas…

 

De postre

 

El primer día que comí en la «Asistencia», después de mudarme de ropa y de «descaracterizarme», quise borrar de mi estómago las huellas de la triste comida que acababa de hacer, como había borrado de mi figura las huellas de la miseria que acababa de aparentar.

Entré en una pastelería y me comí unos dulces.

Pero esto no lo he hecho más que un día; aquel postre me sabía demasiado a traición. Era en cierto modo como… como si lo robara.

Después de todo, esta misma sensación es quizá la que a todos nos debía perseguir…

 

 

(Publicado en el periódico Ahora, Madrid, el 4 de marzo de 1934, páginas 13-15 y 17-18)

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