¿Cómo un Dios de amor pudo crear el infierno? - Evangelico Digital

¿Cómo un Dios de amor pudo crear el infierno?

La contradicción de un Dios amoroso, misericorde y justo con la existencia, por Él establecida del infierno como castigo y tormento eterno.

22 DE ENERO DE 2023 · 08:00

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¿Qué hay del infierno? (1)

Uno de los aspectos más agudos y cuestionados de lo que se conoce como la teodicea cristiana es decir del ejercicio racional para justificar la existencia de un Dios bueno y todopoderoso a pesar de la existencia del mal y del dolor en el mundo en formas tan indignantes, aberrantes y ofensivas como aquellas de las que la humanidad ha sido constante testigo y protagonista a lo largo de su historia, es la noción bíblica, y más exactamente, la noción neotestamentaria del infierno.

Las discusiones al respecto van desde las que se dan al interior de la iglesia alrededor de este asunto, hasta las que se le formulan desde afuera de ella en contra del carácter presuntamente irrazonable e injusto de esta doctrina, que terminan al final utilizándose en contra del carácter mismo de Dios, en la medida en que un Dios que crea un lugar como éste y “arroja” a tal vez un mayoritario porcentaje de personas de la especie humana a pasar en él la eternidad, en medio de tormentos sin fin, debe ser un Dios cruel, vengativo, e injusto en el cual no vale la pena confiar, muy diferente al Dios de amor y misericordia predicado por la iglesia con base en el carácter revelado de Jesucristo a través de la misma Biblia que nos revela la existencia del infierno, lo cual conduce, en el mejor de los casos, a la contradicción de cómo un Dios con estos atributos que de Él se predican, puede compaginarlos con la existencia por Él también determinada y establecida del infierno como lugar de castigo y tormento eterno.

Dado que el tema tiene varias aristas y, por consiguiente, también varios frentes o formas en que se le puede abordar, debemos delimitar en estos artículos a los aspectos en los que nos vamos a enfocar.

Dejaremos por lo pronto de lado las discusiones al interior de la iglesia acerca de si el infierno es un lugar literal o un estado del alma o de la mente, sin perjuicio de que en cualquiera de los dos enfoques, ambos coinciden en que, ya sea que se trate de un lugar o de un estado mental o del alma, el sufrimiento en formas cualitativamente mayores a las experimentadas en este tiempo formará parte central e ineludible de él como quiera que se le entienda y defina.

En su lugar, procuraremos echar un vistazo esclarecedor, antes que nada, a la acusación de injusticia que se le atribuye a esta doctrina cristiana que gira alrededor de la cuestión de que, como lo formuló en su momento el escéptico Edward Boyd: “Si el mal fortuito en nuestro mundo es difícil de aceptar, el mal fortuito en la eternidad es totalmente imposible. ¿Cómo se puede ir al infierno por el accidente de dónde se nació?”, aludiendo con esto último al presunto hecho de que nuestras creencias religiosas serían algo que no podríamos escoger, pues éstas estarían condicionadas por completo por el lugar y la cultura en la que nacimos, condenando entonces al infierno a todos los que no nacieron en alguno de los países en los que la tradición cristiana es dominante, algo que es muy discutible, pero que tampoco vamos a considerar aquí.

Lo que sí se puede decir en relación con la injusticia que, por cuenta del infierno, muchos le asignan a Dios es que, definitivamente, nadie va al infierno “por accidente”, como lo dice el erudito cristiano Gregory Boyd al responderle de forma puntual a su padre escéptico cuando le planteaba sus resistencias intelectuales a esta doctrina de la manera anteriormente citada.

Esto es lo mismo que decir que nadie va al infierno de manera injusta o inmerecida, y que el hecho de que haya aspectos de la justicia divina que escapan a nuestro cabal entendimiento ꟷdada nuestra condición finita y limitada en conocimiento y capacidad de comprensión en relación con un Dios infinito y omnisciente, y cuyos caminos y pensamientos deben ser por fuerza más altos que los nuestrosꟷ, no significa que el infierno sea una manifestación de injusticia y crueldad por parte de Dios, por lo que en cierto punto de nuestro discurso tendremos que suspender nuestro juicio y confiar en que, incluso en el peor de los casos, Dios es justo y sabe lo que hace, aunque nosotros no podamos entenderlo del todo, apoyados para confiar de este modo en el carácter que casi toda la humanidad en pleno le reconoce a Cristo como alguien pletórico de misericordia, amor y compasión hacia la humanidad, sin perjuicio de su igualmente absoluta justicia.

No es casual que este mismo Jesucristo fue quien más habló del infierno en la Biblia y nos advirtió de la manera más solemne contra él, afirmando la realidad de su existencia sin lugar a equívocos.

Continuando con los señalamientos de injusticia que se le dirigen a la doctrina del infierno, es de nuevo Edward Boyd quien hace eco de ellos al decir: “¿cuál es el fin de torturar a alguien eternamente? ¿Dónde está la razón de tal cosa? Obviamente no es para que el torturado aprenda una lección. No es un castigo ‘correctivo’. La persona en el infierno no tiene esperanza de mejorar jamás su carácter ni su situación. De modo que esta es una simple venganza, retribución pura, ira no adulterada, sin otro motivo que el deleite divino de infligir dolor horrendo a una persona”. 

En conexión con ello, otra forma engañosa en que algunos sofistas lo plantean para desvirtuar esta doctrina, es afirmar que es injusto establecer un castigo eterno para crímenes, faltas o pecados temporales, finitos y limitados a un momento particular del tiempo, lo cual no deja de ser un sofisma y nada más, pues incluso la justicia humana de nuestros tribunales en esta vida con sus particulares condiciones de existencia que, por lo menos en su intención y sobre el papel, pretende que el castigo sea correctivo; establece penas tales como la cadena perpetua y la misma e irreversible pena capital, sin que nadie pueda señalar estas penas de injustas, sino a lo sumo, en gracia de discusión, de eventualmente excesivas y nada más.

Porque en realidad, lo que determina la justicia de un castigo no es el tiempo empleado en planear o cometer la ofensa en cuestión, sino la gravedad de ella, independiente del tiempo invertido en cometerla.

Un asesinato cometido en un instante muy breve de tiempo priva al mundo de forma irreversible de la vida de la víctima con todas las implicaciones que esto trae aparejadas, por lo que la cadena perpetua o la misma pena capital para el victimario no se ve como algo injusto o desproporcionado ni mucho menos.

Además, en el caso del infierno, hay algo que eleva toda ofensa a niveles que exceden de lejos los de la justicia humana, como lo es el hecho de que cuando pecamos de una y mil maneras estamos mancillando el honor del Dios Creador que creó un universo tan vasto y tan abrumadoramente maravilloso como éste para nuestro deleite y beneficio.

Un universo en el que no sólo se dan las muy complejas, precisas e insuperablemente afinadas y sincronizadas condiciones físicas necesarias para que nuestras vidas sean posibles, sino que fue más lejos aún y decidió otorgarnos gratuitamente a cada uno de nosotros por nombre propio el precioso don de la vida y que, como tal, espera de nosotros de manera más que razonable y sensata, un reconocimiento y una obediencia agradecida a Él acorde tanto con Su insuperable bondad, dignidad y majestad, como con la magnitud de los arreglos llevados a cabo por Él para hacer posibles nuestras vidas en este mundo.

Y todo esto sin mencionar lo hecho por Cristo Dios encarnado como hombre, a nuestro favor en la cruz, con todas sus maravillosas implicaciones para quienes lo acogen por la fe, lo cual eleva todo lo dicho a un nivel superlativo. Visto desde esta óptica el castigo eterno para quienes no le brindan este reconocimiento, esta gratitud y esta obediencia, no debe verse como algo injustamente desproporcionado. No por nada el teólogo R. C. Sproul llamó al pecado (cualquier pecado) una “traición cósmica”.

Valga decir que nadie protesta por el hecho de que la bienaventuranza, la felicidad, la beatitud y el gozo indescriptible alcanzado por los creyentes en el mundo venidero a la luz de la llamada “visión beatífica” ꟷque no es otra cosa que poder ver a Dios cara a cara, entendido éste como el “sumum bonum”, el sumo bien o la finalidad última de la vida humanaꟷ, sea crecientemente eterno (o “de gloria en gloria”, como lo afirma la Biblia), sino únicamente por su contrapartida en el infierno, afirmada en la Biblia. Porque si esto último es injusto, lo primero también debería serlo. Pero nadie se detiene en esta consideración, sino que, sospechosamente, se concentran únicamente en señalar la presunta injusticia y crueldad sin sentido del infierno.

Sea como fuere, podemos responder con mediana solvencia a quienes, a semejanza del honestamente escéptico Edward Boyd cuestionan de este modo la doctrina del infierno, acudiendo y comentando en buena medida las respuestas que le dio su propio hijo, el erudito teólogo cristiano Gregory Boyd, en la correspondencia cruzada entre ellos sobre todos estos temas recogida finalmente en el libro Cartas de un escéptico que culminaron en la conversión de su padre.

Vale la pena resaltar, en principio, con este teólogo que: “creo que difícilmente alguien piense en el infierno como un lugar de fuego y azufre literalmente. La Biblia usa una gran cantidad de metáforas para describir este lugar, metáforas que podrían contradecirse unas a otras si uno las toma literalmente. Por ejemplo, al infierno se le describe como un lugar de total oscuridad pero también de fuego. Se le describe como un «abismo» pero también como un «lago ardiendo con azufre». Se le describe como un lugar de castigo, pero también de destrucción total. A veces a sus habitantes se les describe como «echados fuera» de una cena (en el cielo); a veces «lanzados» a un abismo; a veces azotados por un sirviente. A veces parecen rebeldes («crujiendo los dientes»), a veces angustiados (Lucas 16). Las metáforas, como puede ver, varían grandemente, y ninguna de ellas debería tomarse como estampas de lo que el infierno es… el propósito de estas metáforas es comunicarnos que el infierno es un lugar muy malo… es lo opuesto a lo que Dios quiere para la humanidad”.

Lo opuesto a lo que Dios quiere para la humanidad, puntualización necesaria porque, aparte de los señalamientos contra la doctrina del infierno que venimos considerando, adicionalmente, muchas de éstas y otras de las críticas que se le hacen a esta doctrina parten de la presunción de que Dios arroja a las personas al infierno e incluso que se deleita en hacerlo, como un sádico que inflige sufrimiento a sus víctimas, algo totalmente opuesto a la realidad. Como lo reitera Gregory Boyd: “ellos mismos, no Dios, se pusieron en el infierno… Si alguien, entonces, va al infierno, es contra la voluntad de Dios”. 

Es decir que quienes terminan en el infierno, terminan allí a Su pesar. La gente no es arrojada al infierno cuando muere en contra de sus voluntades, la gente se va deslizando en el infierno gradualmente mientras viven con todas y cada una de las decisiones voluntarias y conscientes que van tomando a lo largo de sus existencias terrenales, algo que puede suceder de manera inadvertida, pero que sigue siendo su elección en la medida en que con todas estas decisiones van consolidando cada vez más su carácter indiferente a Dios y cada vez más distante de Él, circunstancia que, de no suceder algo que modifique de manera drástica el rumbo de sus vidas en algún momento (como la conversión), para cuando mueren y sin perjuicio de las excepciones ꟷcomo la del criminal crucificado al lado de Cristo que se arrepintió a último momentoꟷ; ya han adquirido para entonces un carácter irreversiblemente consolidado y sin posibilidad, voluntad, ni tiempo de modificación, pues esta vida es el periodo de prueba establecido por Dios para que elijamos y decidamos en dónde queremos pasar la eternidad y obremos en consecuencia.

El apologista C. S. Lewis lo sintetizó diciendo: “Dirás que son pecadillos… Pero… El camino más seguro hacia el Infierno es el gradual: la suave ladera, blanda bajo el pie, sin giros bruscos, sin mojones, sin señalizaciones”.

Es, entonces, en esta vida que la gente se va deslizando por voluntad propia en el infierno, y lo que es peor aún, acostumbrándose a él. De hecho, la Biblia nos informa que el infierno no fue creado para los seres humanos, sino para los ángeles rebeldes que siguieron a Satanás en su rebelión contra Dios. Pero cuando los seres humanos ceden al engaño de su egocéntrica autonomía y su soberbia autosuficiencia ciega a la revelación divina, terminan desasiéndose y renegando de Dios de manera gradual y creciente para irse deslizando en vida y por voluntad propia en el infierno.

En consecuencia, la sentencia final que condena al infierno a alguien de forma definitiva es simple expresión del respeto de Dios a la dignidad humana por la cual Él deja que elijamos lo que finalmente queremos ser, al habernos dotado de manera irrevocable con un libre albedrío, así lo utilicemos para nuestro propio perjuicio de maneras autodestructivas.

Así, pues, al final, Dios le concede para siempre a cada quien lo que cada cual eligió en vida, incluyendo, por supuesto, el infierno. Pero nunca sobrará repetir con Gregoy Boyd que: “El infierno es donde ellos decidieron estar, no donde Dios quiere que estén”. 

Estas consideraciones deben añadirse y matizar la visión simplista del infierno como un lugar de castigo eterno, aunque a la postre así termine siéndolo, pero es un castigo voluntariamente elegido y justamente merecido. Y si eventualmente se convierte en un castigo eterno, esto no sucede por razón del castigo en sí mismo, sino de la condición humana por la que fuimos creados por Dios para que nuestra existencia como individuos de naturaleza personal con su inherente libre albedrío, perdure para todos por la eternidad más allá de la muerte.

Así se refiere Gregory Boyd a lo ya dicho: “La sentencia de Dios fue dar a los pecadores lo que querían. Cuando el corazón de una persona está más allá de toda esperanza… Dios la deja. «Haz lo que quieras», le dice. Y al decir esto, la lanza al infierno para que se eternice en lo que ha creado”. 

En otras palabras, Dios suelta las amarras y los deja desbocarse en su extravío. Eso es lo que significa en el griego la expresión que se repite tres veces en el capítulo 1 de Romanos “Dios los entregó…” (Romanos 1:24, 26, 28). Es decir, que Dios les dio finalmente lo que ellos querían, o como lo dice también el profeta: “Nadie invoca tu nombre, ni se esfuerza por aferrarse a ti. Pues nos has dado la espalda y nos has entregado en poder de nuestras iniquidades” (Isaías 64:7).

Gregory Boyd continúa diciendo al respecto que: “Ese estado es lo que a los reprobados les gusta, aunque es horrendamente repulsivo desde la perspectiva de los que han sido tocados por el amor de Dios, los que tienen «hambre y sed de justicia»”. Enseguida utiliza un ejemplo para ilustrarlo: “El alcohólico que ama a su botella más que a su esposa, sus hijos y su hogar tiene lo que quiere cuando finalmente «lo dejan solo». Pero los que no padecemos tal enfermedad, ¿no vemos eso como el infierno? Indicativo de qué bajo ha caído este hombre es el hecho que piensa que es más feliz con su botella que sin ella o con cualquiera otra cosa. Así es que decide beber. Pero, verdaderamente, es un miserable. El borracho consigue lo que quiere, pero ese «privilegio» lo lleva al infierno. Está atormentado, pero es un tormento que él mismo ha escogido”.

Para decirlo de otro modo, quienes llegan al infierno, cierran la puerta desde adentro, es decir que ya no pueden salir de él porque, en realidad, ya no quieren hacerlo, así la puerta estuviera abierta, pues, al decir de Gregory Boyd: “La eternidad del infierno… es la eternidad de una voluntad irracionalmente vuelta hacia sí misma y bloqueando todo cuanto pudiera conducir a un estado saludable de la persona. Visto desde esta perspectiva… no veo que haya algo poco plausible sobre la idea de un infierno eterno”. 

Apoyando luego sus razones en la propia experiencia humana tal como se verifica en esta vida, dice: “La doctrina bíblica de que viene un estado del ser donde la gente se solidifica permanentemente en su carácter es… solo lo que un análisis de la naturaleza humana nos conducirá a esperar. Llegará el tiempo cuando no habrá más decisiones y alteraciones: ese punto es donde el cielo y el infierno llegan a ser eternos”.

C. S. Lewis elaboró una gráfica imagen de lo que es el infierno en una de las siete “Crónicas de Narnia”, justamente la séptima y final de ellas titulada La última Batalla en la que Aslan, el gran León que representa a Cristo, lleva a cabo lo que sería el popularmente llamado “Juicio final” en un establo  en el que, quienes pasan por su derecha y cruzan la puerta del establo, son quienes experimentan la maravillosa transformación final de Narnia que se ensancha y se ilumina y solidifica cada vez más de forma constante y creciente y llega a ser tan hermosa, colorida y luminosa que hace parecer a la antigua y también en su momento hermosa Narnia como una sombra o un remedo casi irreal de la nueva Narnia, mientras que quienes permanecen en el establo, se quedan allí refunfuñando, en creciente oscuridad, cada vez más solos y encerrados en sí mismos, a pesar de estar acompañados por otros como ellos, carcomidos por sus culpas, amarguras y mezquindades en el miserable establo que, mientras todo fuera de él se ensancha, éste a su vez se encoge cada vez más y se vuelve más pequeño, desvaneciéndose en las sombras hasta desaparecer.

También en su ensayo El gran divorcio, un sueño que plantea el divorcio final y la incompatibilidad y separación definitiva entre el bien y el mal o entre el cielo y el infierno, este mismo autor imagina una serie de encuentros, o más bien, de desencuentros entre los habitantes de un pueblo gris (metáfora del infierno), fantasmas casi sin existencia real, y los paradójicamente sólidos y espléndidos “espíritus luminosos” que habitan la meseta luminosa que se encuentra más allá y se expande por encima de él.

Los primeros tienen la oportunidad de entablar conversación con los últimos (recordemos que Lewis, siendo anglicano, creía en la posibilidad de la existencia de ese lugar intermedio que la tradición católica llama “Purgatorio”) gracias a una excursión de un día que lleva a un determinado número de habitantes del pueblo gris a la meseta luminosa, pero al final los habitantes del pueblo gris, a pesar de tener la oportunidad de permanecer si así lo desean en la meseta luminosa y subir cada vez más por ella en la medida en que su belleza, esplendor y solidez se incrementa, todos ellos deciden no obstante regresar al pueblo gris, pues su existencia fantasmal es ya incompatible con la crecientemente sólida realidad de la meseta luminosa y sus habitantes, una realidad que hiere su inconsistente y frágil ser y que requeriría de ellos un duro proceso de adaptación para el cual ninguno está ya dispuesto.

Así, pues, prefieren permanecer voluntariamente en su lastimosa, decadente y patética condición actual de pequeños y casi irreales fantasmas que se desvanecen, regresando por voluntad propia a su sombrío pueblo gris, que permanecer en un lugar tan espléndido, pero para al cual ya no se encuentran de ningún modo adaptados y están ya muy lejos de tener la voluntad que requeriría pagar el costo para lograr adaptarse a él.

Entre los muchos pasajes dignos de mención de este muy inquietante y, a su vez, estimulante ensayo de C. S. Lewis, vale la pena citar el siguiente“El infierno es un estado de la mente; no habéis dicho nunca una palabra más cierta. Y todo estado de la mente dejado a sí mismo, toda clausura de la criatura dentro de su propia mente es, a la larga, infierno. Pero el cielo no es un estado de la mente. El cielo es la realidad misma. Todo lo que es completamente real es celestial”. 

En cuanto a las decisiones y elecciones que llevan a alguien al infierno dice: “Milton tenía razón [se refiere al poeta puritano John Milton, en su obra cumbre El Paraíso Perdido]… La elección de las almas perdidas se puede expresar con estas palabras: «Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo». Hay algo que insisten en mantener incluso al precio del sufrimiento. Hay algo que prefieren a la alegría, es decir, a la realidad. Vos podéis ver algo parecido en el niño mimado, que prefiere no jugar ni cenar a decir que se arrepiente y a reconciliarse con sus amigos”.

Y una de sus más conclusivas afirmaciones es ésta: “En última instancia no hay más que dos clases de personas, las que dicen a Dios «hágase Tu voluntad» y aquellas a las que Dios dice, a la postre, «hágase tu voluntad». Todos estos están en el infierno, lo eligen. Sin esta elección individual no podría haber infierno. Ningún alma que desee en serio y lealmente la alegría se verá privada de encontrarla. Los que buscan, encuentran. A los que llamen a la puerta, se les abrirá”.

Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Creer y comprender - ¿Cómo un Dios de amor pudo crear el infierno?