El principio del fin

La crisis del Imperio Romano en el siglo III

En el siglo III d.C. el Imperio Romano atravesó una grave crisis que llegó incluso a fragmentarlo en tres partes. El emperador Diocleciano la resolvió temporalmente con la implantación de un sistema nuevo, la tetrarquía, pero esta fue la semilla de la desintegración definitiva del imperio.

Tetrarcas

Tetrarcas

Foto: Nino Barbieri (CC)

Durante el siglo III d.C. el Imperio Romano se vio inmerso en una de las peores crisis de su historia. Casi treinta emperadores se sucedieron en el lapso de cincuenta años, proclamados y depuestos por el ejército, a veces de forma simultánea en diferentes lugares. La inflación se disparó, el comercio se paralizó y las provincias quedaron aisladas entre sí. Los impuestos no llegaban y las ciudades estaban desabastecidas de productos de primera necesidad. Roma perdió su autoridad en las provincias más lejanas, que durante unos años se independizaron de la metrópolis. Y para colmo de males, en las fronteras los pueblos bárbaros aprovechaban esta debilidad para llevar a cabo sus incursiones.

La llamada crisis del siglo III fue un preludio de las dos que vendrían en los siglos sucesivos, causando primero la partición del imperio en dos mitades y finalmente la desintegración de la parte occidental. Diocleciano, al ser proclamado emperador en el año 284, llevó a cabo una atrevida reforma que dividía el gobierno entre varias personas, ante la imposibilidad de gestionar un imperio tan amplio desde Roma.

Morir de éxito

La crisis del siglo III fue, en cierto modo, una consecuencia de los propios éxitos romanos. Ya desde la época final de la República, Roma había entrado en un modelo de crecimiento basado en la conquista de nuevas provincias, la explotación de sus recursos y la actividad económica que generaba el proceso de romanización. Pero esta rápida expansión se detuvo durante el reinado de Adriano, al mismo tiempo que las necesidades económicas para mantener el aparato del Estado crecían. A esto había que sumar el hecho de que los emperadores, para lograr y mantener el apoyo del estamento militar, recurrían a cuantiosos “donativos” a las tropas regulares y a la guardia pretoriana.

A medida que el déficit público crecía, varios emperadores recurrieron a la devaluación de la moneda, es decir, reducir el porcentaje de metal precioso -oro o plata- que contenían, de modo que con la misma cantidad de recursos podían producir mayor cantidad de monedas. A causa de esto, a finales del siglo II empezó una espiral inflacionista que arruinó a un gran número de ciudadanos y los redujo a la servitud.

Antoninianos del siglo III d.C.

Antoninianos del siglo III d.C.

Esta moneda de uso común, incialmente de plata, fue mezclándose progresivamente con cobre hasta acuñarse solo en este material

Foto: Maximus Rex (CC)

A esto se sumó finalmente la creciente inseguridad de las carreteras, puesto que el Estado carecía de recursos suficientes para costear las patrullas. Esto significaba en primer lugar que los impuestos no llegaban a Roma, pero había otra consecuencia igualmente grave: lo que mantenía unido el imperio, además de la presencia militar, era el comercio. Cuando viajar se hizo demasiado peligroso, las provincias y las ciudades empezaron a cerrarse más en sí mismas, recurriendo a una economía de autarquía debido a la dificultad de importar productos.

Anarquía y restauración

Esta desconexión de las provincias respecto a Roma daba alas a muchos militares y políticos ambiciosos para comprar el apoyo del ejército y hacerse proclamar emperadores, aun cuando ya hubiera uno en activo. El Imperio Romano carecía de un procedimiento de sucesión establecido puesto que el emperador en teoría era un princeps, un “primero entre iguales”, no un monarca: a lo largo de dos siglos los emperadores habían sido elegidos primero por parentesco, más tarde por adopción y finalmente se había vuelto al criterio de parentesco. La crisis política se desató en el año 235 cuando el emperador Alejandro Severo fue asesinado sin un heredero natural o adoptado.

A partir de entonces se sucedieron más de treinta años en los que las legiones estacionadas en los diversos territorios proclamaban emperador a su propio comandante, sin ninguna legitimidad reconocida más allá de las provincias bajo su control: algunos de estos ni siquiera llegaron a pisar Roma, otros “reinaron” durante pocos días; hubo momentos en los que existían varios supuestos emperadores repartidos en diversos puntos del imperio y llegó a haber hasta seis en un solo año. Durante un tiempo, las provincias occidentales -Hispania, Galia y Britania- y las orientales -Egipto, Palestina, Siria y Arabia Pétrea- se independizaron completamente de Roma: las primeras formaron el Imperio Galo entre los años 260 y 274, las segundas el Imperio de Palmira entre el 270 y el 273.

La situación empezó a estabilizarse con el ascenso de una serie de emperadores militares procedentes de la provincia de Iliria. Lucio Domicio Aureliano, un veterano militar que contaba con numerosos apoyos gracias a su éxito conteniendo a las tribus bárbaras en las fronteras del imperio, fue proclamado emperador en el año 270 y consiguió en sus pocos años de reinado -murió en el 275- reunificar los territorios escindidos, que contaban con las provincias más ricas. Gracias a eso pudo revaluar la moneda y reactivar el comercio, volviendo a una relativa normalidad económica.

La división del poder

A pesar de los logros de Aureliano, había problemas de fondo que no habían sido resueltos por él ni por sus sucesores inmediatos. Además de la situación económica, que no había regresado a la antigua prosperidad, la corrupción seguía carcomiendo la administración y el ejército, y no se había encontrado un modo eficaz de gestionar un imperio que se había vuelto enorme y muy complejo.

En el año 284 subió al poder otro alto militar, Diocles, que ha pasado a la historia con el nombre de Diocleciano. Este tomó una de las decisiones más atrevidas y trascendentes en la historia del Imperio Romano: dividir el poder entre dos líderes como en la época republicana, cuando los máximos dirigentes del Estado eran dos cónsules. En esta ocasión, sin embargo, se dividiría de forma desigual entre dos gobernantes, uno de mayor rango (conocido como augusto) y uno de menor rango (conocido como césar). Este último era el sucesor designado, una especie de emperador en formación, que se convertía en augusto cuando este moría o abdicaba, y nombraba entonces a su propio césar.

Este sistema, conocido como diarquía, tenía por objetivo acabar con los conflictos por la sucesión que habían llevado a la crisis del siglo III y, a la vez, garantizar que el futuro emperador contaría con experiencia, prestigio y legitimidad, disminuyendo -o al menos eso esperaban- el riesgo de rebeliones. Sin embargo, la complejidad de gestionar el imperio llevó a Diocleciano a reformar una vez más el sistema en el 293 de una forma mucho más arriesgada: a partir de entonces habría dos augustos, cada uno con su respectivo césar, de modo que la diarquía pasaba a ser una tetrarquía. La reforma no se limitó a dividir el poder, sino que hizo lo propio con el territorio: las provincias fueron agrupadas en doce diócesis, divididas a su vez en cuatro jurisdicciones; dos de ellas fueron asignadas a los augustos y otras dos a los césares.

Mapa del Imperio Romano al inicio de la tetrarquía

Mapa del Imperio Romano al inicio de la tetrarquía

Foto: Romanwindwhistler (CC)

El propósito de esta reforma era el de gestionar de forma más eficiente el gobierno y la defensa de las fronteras, haciendo que cada gobernante tuviera que preocuparse de un territorio más reducido. No obstante, este sistema colegiado duró apenas treinta años: la tentación de apoderarse de los territorios de sus colegas era demasiado grande y a la muerte de Diocleciano empezaron de nuevo las guerras civiles. Finalmente uno de estos gobernantes, que pasaría a la historia como Constantino el Grande, derrotó progresivamente a los demás y reunió de nuevo el poder imperial bajo una única autoridad en el 326.

A lo largo de esta larga crisis, que oficialmente se había cerrado con el ascenso de Diocleciano, se había puesto de manifiesto que el Imperio Romano ya era imposible de gobernar como un todo, pero que su división solía terminar en guerra. Los problemas de fondo permanecían sin resolver y siguieron arrastrándose hasta el final del siglo IV, cuando el imperio se dividió definitivamente en dos mitades que, para no romper con la tradición, pasaron el resto de su historia enfrentadas.

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