White bird in a blizzard | Crítica | Película

White Bird in a Blizzard

Absence makes the heart get stronger Por Fernando Solla

Mother, you had me
But I never had you
I wanted you
But you didn’t want me
So I got to tell you
Goodbye, Goodbye…Mother, John Lennon, 1970

El D’A 2015 ha incluido en la sección Direccions de la presente edición el último trabajo de Gregg Araki, que tras Kaboom (2010) nos sitúa de nuevo a medio camino entre la obsesión sexual adolescente y una trama de misterio que, aunque aparentemente no tienen mucha relación entre sí, adquirirán una cohesión algo grotesca pero fascinante y visualmente muy atractiva a lo largo del largometraje. No es casualidad que Araki haya situado la historia entre 1988 y 1991, en un ejercicio algo nostálgico que mira de frente a su cine de la década de los noventa del siglo pasado, cuando el realizador destacó por su visión algo nihilista de la rebelión juvenil y la libertad sexual con títulos como Vivir hasta el fin (The Living End, 1992), Totally Fucked Up (1994) o Maldita generación (The Doom Generation, 1995).

La base de partida de White Bird in a Blizzard es la novela homónima de Laura Kasischke en la que Kat, una joven de diecisiete años de edad, debe acostumbrarse a un nuevo modo de vida desde que su madre desaparece sin preaviso de la noche a la mañana. El realizador y guionista parece evocar al Todd Haynes de Lejos del cielo (Far from heaven, 2002) en los momentos en los que la protagonista reconstruye en su narración los recuerdos de infancia compartidos con la madre desaparecida, así como lo que supone fue una época pasada feliz entre sus progenitores. Sin caer en anacronismo alguno, este recurso sirve para remarcar el abismo que separa a las dos mujeres.

White bird in a blizzard

La banda sonora adquiere especial importancia no tanto para desarrollar la trama como para insistir en esta localización temporal. El sonido de Tears for Fears o New Order, entre otros, acompañará esta extraña combinación de melodrama inspirado en la década de los cincuenta y su protagonista sexualmente paradigmática de la Generación X. Contrariamente a lo que pueda parecer en un primer momento, el realizador construye esta historia a medio camino entre el sueño evocador y la pesadilla adolescente, no como excusa para perpetuar su estilo, sino para contraponer con resultados sorprendentes la anarquía de la trama respecto a la formalidad de la puesta en escena para, finalmente, convertir un argumento algo previsible en subtrama de otra principal, que será mostrar ese momento en que caemos en la cuenta que hacerse mayor consiste, entre otras cosas, en descubrir lo común que resulta nuestra vida vista desde fuera, a pesar de la fogosidad con la que nos hemos ido descubriendo, paso a paso, en ella. Lo que es nuevo para nosotros no lo es en el mundo de los adultos y quizá, sólo quizá, si nuestra madre no hubiese desaparecido, el camino hubiese sido algo más fácil.
Será gracias a esta lectura entre líneas con la que el realizador estructura su largometraje, que White Bird in a Blizzard adquirirá connotaciones poéticas, en una batalla constante entre sordidez y belleza.Esa búsqueda intermitente de la madre a través de los sueños servirá, a la vez, para mostrar la inquietud que padece la protagonista de convertirse en su copia con el paso del tiempo.

El trabajo de Araki como guionista presenta la historia en dos capítulos (otoño-invierno de 1988 y primavera de 1991), subdivididos a la vez en dos partes delimitadas por cuatro fundidos a negro, que coincidirán por los cuatro estratos por los que pasará la protagonista. No habrá una progresión lineal sino que en cada uno de ellos asimilaremos nuestro punto de vista al de Kat, que será a la vez narradora omnisciente y protagonista en los tres primeros y parte del cuarto, para convertirse en narradora en tercera persona en el tramo final (que los incluye a todos). Normalmente, cuando un personaje explica su vida, lo hace para recuperarla y encontrar las claves para entender su presente y modificarlo de cara al futuro. En este caso, este cambio de narrador nos transmite una sensación algo desasosegante, ya que Kat no sólo no se reconocerá a sí misma en su historia, sino que de alguna manera que todavía no entiende verá como su madre no era el monstruo que le parecía años atrás, sino una víctima de las circunstancias. Y lo más inquietante, la lucha será desandar los pasos que la pueden llegar a convertir en una copia.

Un detalle imprescindible para entender la voluntad de Araki lo vemos en su trabajo paralelo como guionista y como director de actores. Aunque la interpretación de Shailene Woodley como protagonista es destacable, ya que sobre ella recae el peso principal y su presencia es omnipresente a lo largo de todo el largometraje, hay que remarcar la labor de Eva Green como madre envidiosa de la juventud de su hija, así como el de los tres actores que dan vida a los hombres de la vida de Kat: Christopher Meloni (su padre), Shiloh Fernadez (Phil, su primer novio y amante) y Thomas Jane (el detective que investigará la desaparición de la madre y segundo amante de la joven). Los cuatro actúan como marionetas o títeres, anquilosados en unos personajes prototípicos en ocasiones muy sobreactuados, sometidos a la necesidad de contar la historia de la manera que hemos ido desgranando en este texto.

Aunque este detalle pueda desconcertar a los espectadores durante el visionado del filme, hay que tener paciencia, ya que todo cobrará sentido en su tramo final, cuando nos demos cuenta que todo y todos están sujetos al punto de vista de la protagonista y que, quizá, no son como nos los ha querido mostrar desde el principio.

Finalmente, White Bird in a Blizzard conforma un interesante díptico temático con otro de los títulos que se han podido ver en el D’A 2015 como es The Smell of Us de Larry Clark, autor con el que el realizador comparte esa enfebrecida búsqueda de retratar la intimidad de la juventud. En este caso, Gregg Araki consigue su cometido llegando incluso a emocionarnos en esa constante duda sobre la presencia de la figura paterna y materna. La protagonista nunca pronunciara sus nombres, sino que se dirigirá a ellos con una interrogación, amplificando el impacto del largometraje y consiguiendo conquistar a sectores del público quizá no del todo afines a la filmografía anterior del realizador.

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