Así son los actuales seguidores de Zaratustra

Así son los actuales seguidores de Zaratustra

Luchan por mantener viva la fe de una antigua religión, el zoroastrismo, fundada por el profeta en Asia Central.

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Una madrugada del pasado mes de diciembre en la pequeña población costera de Udvada, en la India, Aaria Boomla se levantó de la dura cama de la pensión en que se alojaba.

Zoroastras
Matthieu Paley

En Uzbekistán, unas erosionadas ciudadelas albergan los restos de un templo del fuego construido por zoroastras, que veneran este elemento como algo sagrado.

No se parecía en nada a la mullida cama de su casa de Pune, a siete horas de distancia. Se vistió y se cepilló cuidadosamente los dientes –le faltaban dos incisivos– mientras ensayaba mentalmente los versículos de las escrituras que llevaba meses memorizando. A sus siete años, esta primogénita de dos hermanos estaba a punto de profesar, como el resto de su familia, una de las religiones más antiguas del mundo.

Comenzaba una jornada de calor y bruma cuando Aaria recorría con los suyos el camino de tierra que conducía al Iranshah Atash Bahram, un gran templo de piedra blanca y madera oculto tras unos altos muros. La puerta de entrada, flanqueada por dos enormes esculturas de toros alados con cabeza humana, estaba vigilada por un asistente que se aseguraba de que solo accediesen al recinto –uno de los santuarios más sagrados de toda la India– aquellos visitantes dotados de suficiente pureza ritual.

Ceremonia de bendición
Matthieu Paley

Farzin Yezishne, un mobed, o sacerdote zoroastra, celebra una ceremonia de bendición en una casa de Karachi, en Pakistán. Lleva velo para proteger la pureza del fuego.

Según la tradición, los antepasados zoroastras de Aaria habían llegado a la costa de Gujarat 1.300 años antes en busca del amparo contra la persecución religiosa de los musulmanes árabes invasores. Allí, a orillas del mar de Arabia, reavivaron los principios y ritos de su fe, entre ellos un fuego procedente de 16 hogueras diferentes prendidas con chispas distintas, desde la procedente de la fragua de un herrero hasta la generada por la caída de un rayo. Desde entonces ha ardido ininterrumpidamente, bajo la concienzuda vigilancia de los mobeds, o sacerdotes, de velo blanco. Hoy arde para una comunidad de fieles cada vez más exigua.

En el interior del recinto, Aaria se bañó en agua sagrada, bebió tres sorbos de orina de toro purificada, se vistió con un conjunto nuevo de prendas blancas y se reunió por fin con los mobeds. Se congregaron en torno al fuego, que ardía en una urna de plata. Entonaron plegarias en un idioma que dejó de hablarse de forma cotidiana hace 3.500 años.«Fravaraane mazdayasno Zarathushtrish Vee-daevo Ahura-tkaesho», recitó Aaria: «Me confieso adoradora del Creador Ahura Mazda, seguidora de la religión revelada por el profeta Zaratustra».

Para evitar que los cadáveres en descomposición profanen la tierra, el agua o el fuego, los zoroastras de Karachi (en el vídeo) y de la India colocan a sus difuntos al aire libre en torres circulares llamadas dakhmas, donde los restos se descomponen de forma natural. Matthieu Paley.

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Aaria y su familia forman parte del reducido y menguante número de creyentes ortodoxos que resisten en el rincón del mundo donde surgió y se extendió el zoroastrismo. Quedan menos de 100.000 fieles en los confines del antiguo Imperio persa y sus inmediaciones, en Irán, la India y Pakistán. Pero en el último siglo su fe ha viajado grandes distancias –hasta lugares como Los Ángeles, Ciudad de México y Estocolmo– e inspirado nuevas comunidades progresistas en las que cualquiera que siga los principios del antiguo profeta Zaratustra puede considerarse zoroastra.

Para la mayoría de las personas, la palabra zoroastrismo despierta evocaciones ancestrales y quizás un tanto exóticas. Pero los principios básicos son fundamentos que conoce toda la humanidad: el bien contra el mal, la resurrección y la vida después de la muerte. En su núcleo residen estas tres palabras: humata, hukhta, hvarshta, «buenos pensamientos, buenas palabras, buenas acciones».

Ceremonia de iniciación o navjote
Matthieu Paley

Estos mobeds parsis de la ciudad india de Mumbai (Bombay) charlan después de la ceremonia de iniciación, o navjote, de Shayaan Gazdar, de siete años. Los parsis (zoroastras indios de ascendencia persa) más ortodoxos limitan la participación en los rituales religiosos a los hijos de padres zoroastras. 

Según la tradición, Zaratustra –Zoroastro en griego– fue un sacerdote de una antigua religión politeísta que, desilusionado de su fe, un día en que estaba tomando un baño en un río recibió una revelación de Ahura Mazda, el Ser Supremo. No está claro dónde y cuándo pudo vivir Zaratustra. Muchos estudiosos se basan en datos de las escrituras zoroástricas, el Avesta, para situarlo en Asia Central, posiblemente en lo que hoy conocemos como Afganistán o Tayikistán, en algún momento entre los años 1700 y 1000 a.C. Se dice que al principio solo tenía un seguidor, su propio primo. Pero hacia el siglo VI a.C., el zoroastrismo se había vinculado al Imperio persa aqueménida, una de las superpotencias más antiguas y grandes del mundo, y los postulados de Zaratustra acabarían llegando a los ricos centros de la Ruta de la Seda a su paso por la China occidental y a diminutos santuarios de las montañas balcánicas.

La fe zoroástrica en un ser supremo y en el bien contra el mal ejerció una profunda influencia en las religiones abrahámicas, es decir, el judaísmo, el cristianismo y el islam. Ciro el Grande, fundador del Imperio persa aqueménida, liberó a los judíos de su cautiverio en Babilonia en el año 539 a.C. y los devolvió a Jerusalén, donde reconstruyeron su templo. Su exposición al zoroastrismo en Babilonia y Persia, creen muchos expertos, ayudó a consolidar elementos básicos de la fe mosaica, como la vida después de la muerte y el juicio final. Los antiguos griegos tomaron nota de la sapiencia de los sabios zoroastras, origen de la figura de los Reyes Magos del Nuevo Testamento. Y los eruditos señalan la similitud entre las prácticas zoroástricas y musulmanas de rezar cinco veces al día, así como la ablución ritual que acompaña a estas oraciones.

Ahura Mazda, el dios zoroástrico, no es una deidad negociadora ni sancionadora. En el zoroastrismo no existe el concepto de pecado original que exige arrepentimiento. El dios zoroástrico es más bien como la fuerza de gravedad, indiferente a nuestro bienestar cotidiano. La misión de un zoroastra consiste en luchar por el asha (la verdad, la rectitud y el orden) y contra el druj (la suciedad, la mentira y el caos). Después de la muerte, cada alma –o urvan– se reúne con su espíritu guardián –o fravashi– y vive en un mundo de música o en un mundo de purgatorio. Luego llega la batalla final, en la que el bien triunfa sobre el mal y todo el mundo resucita para vivir en un mundo perfecto donde no existen las guerras, el hambre ni los deseos terrenales.

En cierto sentido, las enseñanzas de Zaratustra sentaron «el alfa y el omega» de las religiones abrahámicas, dice Jamsheed Choksy, profesor de estudios centroeuroasiáticos de la Universidad de Indiana en Bloomington. «El alfa es el discurso del bien contra el mal, la creencia de que los humanos tenemos nuestro papel, que no nos limitamos a pasar sin más por el mundo. Y el omega es la recompensa final: todo se arreglará, el mal será derrotado».

Para quienes no profesamos el zoroastrismo, el acceso a los fieles es limitado. Las estrictas leyes de pureza prohíben a sus forasteros entrar en el complejo religioso de Iranshah, así como en los otros templos del fuego más pequeños de Udvada. La mañana de la iniciación de Aaria, Zarine Bharda se acercó a otro templo del fuego en un ciclomotor blanco, con una hija de más o menos la misma edad que Aaria en el sidecar. Bharda, vestida de blanco de la cabeza a los pies, declinó mi sudoroso apretón de manos con una sonrisa de disculpa. «Si le doy la mano, tendría que lavarme otra vez la cabeza antes de entrar en el templo», me dijo, señalando el pañuelo blanco que llevaba alrededor del pelo.

Ingeniera perteneciente a una familia zoroastra canadiense, hoy Bharda es coach de bienestar femenino. Al estar casada con un mobed del templo de Iranshah, debe observar las obligaciones de pureza más estrictas. Durante la menstruación, por ejemplo, deja su casa y se instala en otro apartamento de la ciudad, donde usa una ropa y una vajilla diferentes. «Es más práctico», me dijo.

Cada vez se acercaban al templo más fieles vestidos de blanco, y la hija de Bharda tiraba impacientemente de la manga de su madre. Era hora de entrar.

Formación de los mobeds
Matthieu Paley

Ramiyar Karanjia, director de un seminario de Mumbai, guía a los futuros mobeds mientras memorizan unas 350 páginas de los gathas, crónicas del profeta Zaratustra. En las comunidades parsis, solo los hijos de mobeds pueden acceder al sacerdocio, aunque fuera de la India las mujeres están asumiendo funciones sacerdotales.

Los zoroastras de la India, conocidos como parsis, afirman ser los verdaderos custodios de su religión. En la República Islámica de Irán, antiguo centro del Imperio persa, los zoroastras han sido perseguidos y obligados a llevar a cabo muchas de sus prácticas en la clandestinidad. El zoroastrismo tuvo millones de seguidores en su apogeo; hoy quedarán en Irán entre 15.000 y 25.000 fieles. Los parsis suman unos 50.000 en la India, concentrados sobre todo en torno a Mumbai (Bombay) y el estado de Gujarat, a los que se añade otro millar escaso en el vecino Pakistán. Los más ortodoxos consideran que solo es parsi auténtico quien nace de padres zoroastras, y desaprueban el matrimonio con alguien de otra religión. Estas restricciones, unidas a una tasa de natalidad a la baja, han llevado a un rápido declive de la población parsi.

En el boscoso enclave de Dadar, un barrio del centro de Mumbai, Ramiyar Karanjia dirige un seminario parsi donde los hijos de los mobeds reciben una rigurosa formación en literatura religiosa y rituales, además de matemáticas y geografía. Karanjia, un hombre enjuto y de tono comedido, estudió hace 50 años en el mismo internado, donde memorizó las escrituras y se sometió a las arduas ceremonias de purificación exigidas a los futuros mobeds. Entre otras, pasar 25 días aislado en el interior de un templo del fuego donde los chicos prepúberes tienen prohibido tocar nada ni a nadie, así como probar bocado entre la salida y la puesta del sol.

La escritura central del zoroastrismo, el Avesta, contiene 17 gathas, las palabras comunicadas por Ahura Mazda a su profeta, Zaratustra. Los pasajes más antiguos de estos textos sagrados están escritos en avéstico antiguo, una de las más antiguas lenguas indoeuropeas que se cree se hablaba en Asia Central durante la Edad del Bronce, hace unos 3.500 años. También está el Vendidad, en esencia un compendio de leyes eclesiásticas y sociales que se considera uno de los 21 libros del corpus zoroástrico original. Es el único que sobrevivió intacto al saqueo del Imperio persa ordenado por Alejandro Magno –«Alejandro el Maldito», como se lo conoce por estos lares– en el año 330 a.C. Según me dijo Karanjia, habrá llegado a nuestros días algo así como un 10 por ciento de las escrituras zoroástricas en avéstico.

Bosque de Doongerwadi
Matthieu Paley

Bosque de Doongerwadi, en Mumbai, establecido por los zoroastras hacia 1670 para despedir a sus difuntos.

Las comunidades zoroastras se dejan guiar por sus mobeds. En la tradición parsi, solo pueden acceder al sacerdocio los hijos de los sacerdotes. Pueden ganar 50.000 rupias al año como mucho, me cuenta Karanjia –el equivalente a 550 euros, una suma exigua incluso en las zonas más pobres de la India–, y no disponen de seguro médico ni de plan de pensiones. Por eso la mayoría de los mobeds ejercen a tiempo parcial mientras se dedican a otras profesiones.

No hace mucho tiempo en el seminario de Dadar estudiaban unos 25 internos. «Ahora solo tenemos 14», se lamenta Karanjia. Solo hay otro seminario parsi, pero hace casi una década que no recibe matrículas.

La escasez de seminaristas es un reflejo de la baja tasa de fecundidad de las comunidades parsis. Tanto las autoridades religiosas como los investigadores señalan que los parsis tienden a casarse, si lo hacen, más tarde y a tener menos hijos que antes. Se calcula que por cada persona que nace en la comunidad, fallecen cuatro. Jiyo Parsi, un programa lanzado en 2013 y patrocinado en parte por el Gobierno indio, fomentaba que los parsis tuviesen familias más numerosas con incentivos financieros, asesoramiento, tratamientos de fertilidad y campañas publicitarias sin pelos en la lengua. «Sea responsable. Esta noche no use preservativo», instaba un póster. Algunos se toman con humor fatalista el futuro de su comunidad. «¿Sabe la película Cuatro bodas y un funeral? –me preguntó un periodista parsi–. Pues para nosotros la versión sería Cuatro funerales y una boda».

Rohinton Nariman, mobed que ejerció de juez en el Tribunal Supremo indio, reconoce que el rechazo a los matrimonios interconfesionales es una condena de muerte para los parsis. «Ahora mismo América del Norte es el único lugar donde se acepta tanto a los cónyuges como a los hijos –afirma–. Y estoy seguro de que allí el zoroastrismo prosperará».

Mercado de tejidos Mangaldas de Mumbai
Matthieu Paley

Mercado de tejidos Mangaldas de Mumbai; los parsis fundaron la industria textil en el oeste de la India.

El almacén de trofeos de Behnam Abadian se encuentra en un anodino polígono industrial de Glendale, una ciudad de California. En su interior, las estanterías están repletas de deslumbrantes objetos de bronce, cristal y zinc destinados a ejecutivos corporativos, atletas profesionales y cienciólogos. Abadian es un ingeniero civil que abandonó Irán el mismo día que Iraq lo invadió en 1980 y acabó casándose con «una musulmana en una iglesia católica de Nueva York», en sus propias palabras. Hoy está en el patronato del Centro Zoroástrico de California y distribuye libros de tenor progresista sobre la confesión a sus correligionarios de América del Norte. Aparte de los libros, Abadian está especialmente orgulloso de su última obra: una estatua de bronce de tres metros de altura de Ciro el Grande.

Me reuní con él y con su amigo Arman Ariane para almorzar en un popular restaurante persa cercano al almacén de trofeos. Camareros con bandejas cargadas de pan ácimo y carnes a la parrilla maniobraban entre las mesas repletas de familias ataviadas con sus mejores galas. Era el fin de semana del Nouruz, el Año Nuevo zoroástrico, que comienza en marzo con el equinoccio de primavera. 

Aunque es imposible calibrar hasta qué punto Ciro el Grande siguió los postulados de Zaratustra, el zoroastrismo moderno se jacta de que el rey persa restauró los templos de muchas religiones bajo la tutela de una de las primeras superpotencias del mundo, creando lo que en esencia fue el primer imperio multirreligioso de la historia. «Y aquello condujo a la primera declaración de los derechos humanos», apunta Ariane, diseñador de moda y propietario de Xerxes for Gents, una tienda de ropa en la vecina población de Claremont. Oriundo de Irán, Ariane estudiaba en un internado austríaco cuando el ayatolá Jomeini se hizo con el poder a principios de 1979. Al verse desamparado, trabajó como camionero durante un año; más tarde volvió a empezar desde cero en Los Ángeles repartiendo pizzas.

Río Bartang, en Tayikistán
Matthieu Paley

Un pastor descansa junto al río Bartang, en Tayikistán. Los zoroastras creen que el profeta Zaratustra recibió su revelación del Ser Supremo Ahura Mazda en esta región montañosa, en algún momento entre los años 1700 y 1000 a.C.

Las primeras comunidades zoroástricas de América del Norte surgieron en los años cincuenta a raíz de la independencia y partición de la India y Pakistán, pero su crecimiento exponencial llegó en las décadas de 1970 y 1980, nutridas tanto por los iraníes que huían de la revolución de 1979 y la posterior guerra con Iraq como por la migración económica de zoroastras procedentes del sur de Asia. Hoy existe una comunidad estable, en contraste con el declive que conllevarían las restricciones etnorreligiosas, señala Choksy, el profesor de estudios centroeuroasiáticos. Las familias son más jóvenes y los matrimonios mixtos, más comunes. «El panorama es en gran medida el de una comunidad más joven que ve un futuro», añade Choksy.

La Federación de Asociaciones Zoroastras de América del Norte (FEZANA) se fundó en 1987 para dar cabida a veintitantos colectivos de Canadá y Estados Unidos. Ariane participa en varias organizaciones de California y otros lugares, y ayuda a gestionar un grupo de Facebook para conversos. Es una de las muchas comunidades zoroástricas que prosperan en internet, como Bozorg Bazgasht («Organización para el Gran Retorno»), con sede en Noruega, que inicia a zoroastras de todo el mundo.

Ceremonia de iniciación al zoroastrismo
Matthieu Paley

Aaria Boomla, de siete años, sale del templo Iranshah Atash Bahram, uno de los lugares más sagrados de la India, tras haber sido iniciada formalmente en el zoroastrismo. El fuego sagrado de este santuario lleva 1.300 años encendido.

Los más jóvenes tienden a unirse por WhatsApp e Instagram, observa Arzan Sam Wadia, arquitecto afincado en Nueva York, presidente de FEZANA y director de Return to Roots («Retorno a las Raíces»), una iniciativa que pone en contacto a jóvenes zoroastras de la diáspora con sus comunidades ancestrales de la India.

Hoy viven en América del Norte más de 25.000 seguidores del zoroastrismo. Es difícil concretar a cuánto asciende ese «más de» y con qué rapidez está aumentando la cifra. Los zoroastras iraníes no siempre desean formar parte de ese censo, advierte Wadia: «Son más de decir: “Toma, te pago la cuota, pero no apuntes ni mi teléfono ni mi correo electrónico”. Siguen atenazados por una especie de miedo al Gran Hermano».

Al mismo tiempo ocurre que zoroastras indios recién llegados a América del Norte –y sus descendientes de segunda y tercera generación– prefieren no integrarse en sus comunidades locales, recelosos de la influencia de la ortodoxia parsi. «Estos te dicen: “Es que estoy casado con una hindú, estoy casada con un estadounidense y, claro, así no me van a aceptar” –me explica Wadia–. Yo les contesto: “¿Quién te ha dicho eso? Aquí cabe todo el mundo. Hasta los no zoroastras pueden acceder a nuestro lugar del fuego y rendir culto. No nos regimos por las normas y las reglas que tienen en la India”».

Ariane se autodefine como zoroastra por elección, tras haberse criado en un hogar laico de padres musulmanes. Encuentra consuelo en el énfasis que su confesión pone en el libre albedrío y la responsabilidad personal.

«Vamos en el asiento del conductor y tenemos que manejar el volante. Podemos crear un mundo mejor, no hay que esperar a que aparezca un salvador –dice–. Muchas religiones aguardan la llegada de un redentor que resuelva todos los problemas. Y olvidan que somos nosotros quienes tenemos que dar el paso. Se nos dio cerebro y conocimiento. Es nuestra responsabilidad utilizarlos para hacer el bien».

Para los fieles progresistas como Ariane, el zoroastrismo está abierto a todos, libre de las restricciones y los rituales impuestos por la doctrina posterior. La fe se cimienta en los gathas, himnos que plasman las conversaciones entre el profeta Zaratustra y el Ser Supremo, Ahura Mazda. Los gathas no incluyen mandamiento alguno. La oración zoroástrica es sobre todo una serie de meditaciones sobre lo que uno ha de hacer. 

 

Malabar Hill es uno de los barrios más caros de la creciente megalópolis de Mumbai, cuyos más de 20 millones de habitantes compiten por residir en torres de apartamentos cada vez más altas. Pero las 22 hectáreas del bosque de Doongerwadi, donde los parsis despiden a sus difuntos desde hace siglos, continúa siendo un oasis de calma en medio del caos. «Son los pulmones de Mumbai», me dice Rashneh Pardiwala, señalando con la mano hacia los altos banianos y mangos que nos rodean. Pardiwala, parsi, es la fundadora del Centro de Investigación y Educación Medioambiental de la India. Se crio cerca de estos bosques como zoroastra practicante.

Las escrituras de su religión describen las precauciones que deben tomarse para no profanar el agua, la tierra y el fuego. Durante milenios los zoroastras respetaron este mandato dejando los cadáveres de sus muertos en cimas de montañas y en dakhmas, o torres del silencio, donde las aves carroñeras se encargan de devorar su carne. Los parsis empezaron a construir sus torres del silencio hace tres siglos en Doongerwadi, en lo que por entonces eran las afueras de Mumbai. Hoy las cinco torres circulares están eclipsadas por enormes bloques de apartamentos. Un muro de piedra rodea el recinto, al que se accede por una única vía que termina en lo alto de una colina salpicada de algunos edificios bajos.

Los no zoroastras que asisten a entierros en Doongerwadi solo pueden entrar en dos pabellones al aire libre reservados a invitados y no pueden acercarse a las torres. Los propios parsis tienen prohibido explorar el bosque y perturbar la pureza del suelo saliendo de los senderos que llevan a las torres. Pero Pardiwala convenció a la junta comunitaria que gestiona el bosque para que la autorizase a estudiar una parcela de dos hectáreas. Desde entonces ha recuperado partes del bosque con más de 12.000 plántulas de cincuenta y pico especies de árboles autóctonos.

En la silenciosa y verde extensión de Doongerwadi, rodeada por la inmensidad de la moderna Mumbai, se respira el recordatorio constante de la incesante marcha del progreso y sus consecuencias no deseadas, capaces de alterar hasta la más antigua de las religiones. Los buitres nativos a los que los zoroastras siempre han recurrido para deshacerse de sus muertos hace tiempo que desaparecieron del bosque, envenenados sin querer por un fármaco usado en los años noventa para tratar el ganado indio. Hoy se utilizan concentradores solares para acelerar la descomposición… y mitigar las quejas de los vecinos.

Pardiwala y yo nos sentamos en los pesados bancos de madera del centenario pabellón de invitados de Doongerwadi, recién renovado por su familia. Su madre, comenta en voz baja, murió justo antes de que estuviera acabado y no llegó a verlo. «Mire qué vidrieras», me dice, señalando hacia una colorida cristalera que en las alturas representa a varios mobeds rezando ante un fuego sagrado y un perro, al que los zoroastras consideran un fiel amigo espiritual que ayuda a guiar el alma humana a la otra vida.

Centro Zoroástrico de California
Balazs Gardi

Rezando ante la llama de su fe, Setareh Mandegarian y su hijo Kiyan Khadem encienden una vela en el Centro Zoroástrico de California, en Westminster, para celebrar el Nouruz, el Año Nuevo de los zoroastras. 

Desde hace más de tres milenios, los seguidores de Zaratustra memorizan y recitan el Ashem Vohu, una de las oraciones más importantes de su fe. Puede traducirse así:

La rectitud es el mejor bien y es la felicidad.

La felicidad es para quien es recto por amor de la mejor rectitud.

En el caótico primer cuarto del siglo XXI, conforme los viejos órdenes se desmoronan y la verdad –el asha– resulta cada vez más difícil de distinguir entre tantas mentiras –el druj–, esta oración ofrece consuelo, tanto por la sencillez de su mensaje como por el reto que plantea. Es un desafío que desde hace milenios aspiran a conquistar los zoroastras, desde los líderes espirituales de un imperio y los custodios de unas hogueras centenarias hasta las generaciones modernas que intentan encaminar el universo hacia un orden más perfecto.

Entre los imponentes árboles de Doongerwadi vuelan cuervos enormes que llenan el ambiente de insistentes graznidos. De repente, de un edificio cercano salen dos mobeds con sus velos blancos y un perro con correa, seguidos del cadáver de un parsi recién fallecido, envuelto en un sudario blanco y transportado en andas metálicas. «Levántese», me susurra Pardiwala. El cortejo fúnebre pasa ante nosotras y sube colina arriba hacia una torre del silencio. Unos cuantos perros que holgazanean a la sombra se levantan y trotan en pos del cortejo fúnebre. Y todos desaparecen en el bosque, adentrándose en la luz dorada de la tarde.

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Este artículo pertenece al número de Mayo de 2024 de la revista National Geographic.