Sobre Las ensoñaciones de un paseante solitario, de Rousseau

Sobre Las ensoñaciones de un paseante solitario, de Rousseau

Retrato del filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau
Retrato del filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau

Rousseau se ha convertido con los años en un solitario, o en mucho más que eso: en un misántropo irredimible que se regodea en su enfrentamiento con la humanidad

Sobre Las ensoñaciones de un paseante solitario, de Rousseau

Una de las cosas que me pregunto siempre, cuando me atrae irresistiblemente un libro, y tengo que volver periódicamente a  él, es dónde reside esa fuerza. Descubrí Las ensoñaciones del paseante solitario, de Jean-Jacques Rousseau, a mediados de los años 80. Recientemente he vuelto a ese viejo ejemplar de Alianza Editorial, con las letras ya semiborradas. En su momento, supongo que encontré ese aroma de los albores de un romanticismo al que uno, de vez en cuando, le apetece regresar, aunque sea de visita. Tal vez me sedujo ese discurso, si no sabio, inteligente, esa prosa trufada de misantropía, lo que se avenía bien con un joven íntimamente descontento con el cariz que le presentaba el mundo. Y me gustaba ese tono intimista, poético, aunque, por otra parte, intuyera que el hombre que lo emitía no era, precisamente, un dechado de ecuanimidad. Lo admitía como personaje y lo refutaba como hombre.

En esta obra de sus últimos años, Rousseau se contradice o miente continuamente. Como en sus Confesiones, que leí hace algunos años, se percibe, en cada frase, una voluntad de elaborar la fortaleza de unas necesarias coartadas. El filósofo ginebrino dice que escribe para sí, pero lo cierto es que sus textos, si bien no tienen un destinatario inminente, sí que buscan el refrendo de una sociedad dispuesta a mirar por encima de sus mezquindades. Sus escritos últimos son un puro argumentario a su favor. Pero, si no para sí mismo, sí que escribe siempre mirando los recovecos de su propio ser. Y, porque observa tanto a su propia persona, piensa  que se conoce plenamente, ignorando que ese famoso mandato de “conócete a ti mismo” - aunque nadie lo reconozca - es de muy difícil cumplimiento.

Rousseau se ha convertido con los años en un solitario, o en mucho más que eso: en un misántropo irredimible que se regodea en su enfrentamiento con la humanidad, en sus fugas, en los goces autónomos que consigue de la convivencia exclusiva consigo mismo. “Amo mi intimidad. Por mucho que se haga, de la sociedad uno sale casi siempre descontento de sí y de los otros. ¡Vuelvo tan contento de mis paseos solitarios! No he faltado a nadie, nadie me ha faltado”. Aquí el filósofo reconoce que también puede herir a los demás, que sus espontáneas ocurrencias pueden convertirse en veneno en los oídos de quienes las oyen. Convivir es difícil. Los seres dan prioridad a la defensa de sus egos. Se recurre a la mentira, a los mezquinos maquillajes, cuando no a las traiciones. Es una visión pesimista de las relaciones humanas que tal vez Rousseau fortaleció con las lecturas de un moralista, predecesor suyo, La Rochefoucauld, creador de máximas sagaces pero absolutamente desesperanzadoras con respecto a la creencia en el hombre.

Rousseau argumenta su defensa de una difamación, de un oprobio, que tiene tal vez su base real pero seguro que está ampliada por su tendencia paranoica. Se enemistó con muchos de sus contemporáneos. Una vez, Voltaire, mal informado de que había muerto, se despachó a gusto: “Jean Jacques ha hecho muy bien en morir”. ¡Lo que le faltaba al victimista filósofo, saber en vida cómo se iban a deslenguar sus contemporáneos en el momento de su muerte! Por eso le urge elaborar libros que le dejen en buen lugar ante los seres humanos venideros.

Por un lado, en esos últimos años de su vida, se pone a salvo, se repliega sobre sí mismo: “¿De qué se goza en una situación semejante? De nada exterior a uno mismo, de nada sino de sí mismo y de su propia existencia; mientras ese estado dura, uno se basta a sí mismo, como Dios”. Por otra parte, establece su imagen futura. Pero, para sobrevivir a esa situación es preciso mentalizarse adecuadamente: “No les odio, porque no sabría odiar, pero no puedo evitar el desprecio que merecen ni abstenerme de testimoniarlo…..Prefiero huirlos que odiarlos”. Busca una paz que la tiene difícil. A veces se considera muy desgraciado: “¿Qué me falta hoy para ser el más infortunado de los mortales? Nada de cuanto los hombres han podido poner de su parte para ello”. A menudo se siente solo: “Cuanto me es exterior me es extraño de ahora en adelante. No tengo ya en este mundo ni prójimo, ni semejantes ni hermanos”.

Pero, por mucho que uno se aísle, no es posible desconectarse de la hiriente existencia de unos congéneres que deberían ser factores de dicha: “No ocurre así en los tristes momentos que todavía paso en medio de los hombres, juguete de sus caricias traidoras, de sus cumplimientos ampulosos e irrisorios, de su melosa malignidad”. Pero hay felices momentos de olvido: “Me río de los increíbles tormentos que se dan en vano mis perseguidores sin cesar, mientras yo permanezco en paz, ocupado en flores, en estambres y en puerilidades, y ni siquiera pienso en ellos”.

Una de las acciones de su vida, por las que más fue criticado, fue el abandono de sus cinco hijos en el hospicio. Se defendía de ello con diferentes argumentos. El caso es que los hijos le hubieran molestado mucho. Era mejor dar consejos a los demás, establecer teorías de educación antes que acometer la propia experiencia.

Rousseau debió de ser un hipócrita, pero seguramente a la manera de muchos compatriotas y coetáneos suyos, según se desprende de las lecturas que nos ilustran sobre los hombres de aquella época. Hoy también lo somos todos – en mayor o en menor medida – pero de una forma menos ostentosa, sin el apoyo de unos férreos convencionalismos sociales o de la exclusividad de la religión o de una impuesta moral.  Pero, en el fondo, guardo hacia él cierta dudosa simpatía. Probablemente fue un hombre que se empeñó mucho en amar y no supo: “No concibo que aquel que no ama pueda ser feliz”.

Según el muy creíble Tzvetan Todorov, Rousseau es, en lengua francesa, el pensador más profundo de la Ilustración. Y eso es mucho decir. Le debemos algunas de sus teorías, que forman parte del germen de la democracia moderna. Fue un revolucionario del pensamiento. Como todo gran pensador, cometió errores a la vez que alcanzó alguna perdurable lucidez. Sus libros fueron considerados escandalosos, impíos. Sus afirmaciones, rompedoras, atrevidas, y no es extraño que chocasen con sus contemporáneos, incluso con sus compañeros de pensamiento más abierto, como Voltaire. Aunque el rechazo también provenía en esas ocasiones más de su inoportuna actitud humana que de sus ideas ya grabadas en la historia del mundo. 

En Rousseau, como en tanto hombre que ha producido un bien incuestionable a su heredera humanidad, reconocemos esa ambivalencia, ese desfase con su ser inserto en la vida. Todo creador se mueve en dos dimensiones diferentes. Quedémonos con la parte más lograda, aunque, en casos como este, también podamos atender su  creadora debilidad. Al fin y al cabo, aunque con tapujos, Rousseau se expuso a sí mismo como ejemplar humano: “Concibo una nueva clase de servicio que hacer a los hombres: ofrecerles la imagen fiel de uno de ellos para que aprendan a conocerse”.

Decía: “Siento todavía placer en vivir en medio de los hombres cuando mi rostro les es desconocido”. Yo creo que también le apetecía la idea de seguir viviendo en nosotros, en nuestros desconocidos rostros, y todo porque: “Un perro me es mucho más cercano que un hombre de mi generación”. Tal vez su aparición en la vida fue un viaje hacia atrás en el tiempo. @mundiario

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