Pablo Neruda


La Revelacion de Macchu Picchu y Silencio y Palabra en la Poesía de Neruda

por F�lix Schwartzmann

Antiguo Profesor de Filosof�a de la Universidad de Chile; Director de la Revista de Filosof�a de la U. de Chile entre los a�os 1956-1969; autor de abundante literatura filos�fica, premiada y traducida a diversos idiomas, el japon�s entre otros.

LA REVELACI�N DE MACCHU PICCHU [*]

La fantas�a po�tica de Neruda se despliega incansablemente en la b�squeda de un profundo v�nculo espiritual, persiguiendo sin cesar la continuidad viviente que enlaza hombre y naturaleza. Guiado por tal designio, desciende a los estratos originarios de lo existente. Ausculta el latido de corazones milenarios con invariable tensi�n, ajena por entero a esa fe de Whitman, la cual le llevaba a percibirse a s� mismo como un cosmos.

En este sentido, su creaci�n po�tica m�s honda es el poema Alturas de Macchu Picchu. Dij�rase escrito con los elementos del lugar, es decir, con aquella alucinante complementariedad a trav�s de la cual aparecen la "planta torrencial del Urubamba" y los indiferentes, c�smicos picachos. Porque el poeta interioriz�, extrajo el oculto tono expresivo que yace en esa simultaneidad. Al caminar por entre las ruinas, el paisaje le hace experimentar a uno esa doble faz: lo fugaz del tiempo en el inquieto r�o y lo eterno, lleno de extra�os y milenarios requerimientos provenientes de lo vivo y lo muerto. En Macchu Picchu, en medio de ese horizonte de primordial ambig�edad, el poeta se detiene "a buscar la eterna veta insondable", antes vanamente buscada:

En ti como dos l�neas paralelas
la cuna del rel�mpago y el hombre
se mec�an en un viento de espinas

Comienza entonces el gran canto dado como persecuci�n po�tica de la unidad, un verdadero "rascar la entra�a hasta tocar el hombre" que hizo posible la gigantesca creaci�n de piedra. Pero antes de la definitiva pregunta que aproxima a la unificaci�n interior de hombre y naturaleza, Neruda inicia un contrapunto en que se orquestan formas antag�nicas, que parecen excluirse, por su mera presencia, por su ser mismo. Como si previamente le fuera necesario templar su instrumento literario creando una elemental armon�a de contrarios:

Aguila sideral, vi�a de bruma.
Basti�n perdido, cimitarra ciega.
Cintur�n estrellado, pan solemne.
Escala torrencial, p�rpado inmenso.
T�nica triangular, polen de piedra.
L�mpara de granito, pan de piedra.
Serpiente mineral, rosa de piedra.
Nave enterrada, manantial de piedra.
Caballo de la luna, luz de piedra.

Luego brota la pregunta por el hombre, que es como invocar la unidad original del granito y la vida:

Piedra en la piedra, el hombre, d�nde estuvo?
Aireen el aire, el hombre, d�nde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre, d�nde estuvo?

Y contin�a la ascensi�n -o el descenso- de piedra, ahora para alumbrar el mensaje que anida en �l mismo:

A trav�s del confuso esplendor,
a trav�s de la noche de piedra, d�jame
hundir la mano
y deja que en m� palpite como un ave
mil a�os prisionera
el viejo coraz�n del olvidado!
D�jame olvidar hoy esta dicha que es
m�s ancha que el mar
porque el hombre es m�s ancho que el
mar y que sus islas,
y hay que caer en �l como en un pozo,
para salir del fondo
con un ramo de agua secreta y de
verdades sumergidas.

Finalmente, el pasado parece despertar, revivir en �l. Lo proclama sin vacilaciones. Es la gran invocaci�n:

Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta.

A trav�s de la tierra juntad todos
los silenciosos labios derramados
y desde el fondo habladme toda esta larga noche
como si yo estuviera con vosotros anclado.

Y aqu�, perm�tame el lector comunicarle de qu� manera retorno a lo que creo ver como el sentido del poema mismo, luego de reflexionar acerca de la impresi�n que causa la visi�n directa de Macchu Picchu. En lo que sigue, queda esa elaboraci�n personal brevemente enunciada.

El estremecimiento interno que se experimenta ante las ruinas -dejando a un lado la racional inquietud por el c�mo del proceso de su generaci�n-d�bese a sortilegio dado en un oscilar de las im�genes entre lo humano y lo puramente natural. La misma como impotencia para incorporarse vivamente al paisaje, se encuentra subordinada a dicha oscilaci�n. As�, la contemplaci�n de lo infinito en el humano esfuerzo, linda con el muerto silencio de la piedra. Y a su vez, lo infinito presentido en lo natural despierta de pronto, dial�cticamente, la presencia interior de lo humano. Se eleva entonces una interrogaci�n vehemente, adherida a lo �ntimo como un presagio: �naturaleza o historia? Es tal vez �sa la obsesiva pregunta nerudiana por el hombre que hizo posible la ciudad de piedra.

M�s, no es s�lo eso. Ocurre que se ha erigido ante nosotros el problema de la comprensi�n y expresi�n humanas, en una zona muy singular, llena de l�mites, pero tambi�n de abiertos horizontes.

Esto es, que una categor�a del ser llevada intuitivamente hasta lo concebible como su extremo expresivo opera el despertar, el renacer de su contraria vemos la aut�ntica huella de la mano, pero tan definitivamente quieta, que nos parece naturaleza; contemplamos otra vez la naturaleza, a la piedra en una intuici�n fisiogn�mica, y nos parece historia.

Por eso, �nicamente la adecuada representaci�n del hombre del que surgiera esa obra tit�nica, promete detener aqu� la inquietante confusi�n. Es decir, el descubrimiento del v�nculo originario con el hombre estabiliza el contemplativo oscilar interior entre la perspectiva de la historia y la naturaleza. La desnuda visi�n de una u otra suele arrojar al poeta y al individuo a una irremediable soledad. La pura historia, mudable siempre, acongoja con la nostalgia de lo eterno. Por el contrario, en lo inmutable puro, la vida no germina. Todo parece augurar que debemos afrontar la definitiva p�rdida de la continuidad de lo real. De ah� la sostenida voluntad de encontrar la jerarqu�a creadora que va de la naturaleza al hombre. Jerarqu�a que Whitman actualiza en s� mismo desde los or�genes de las edades, en tanto que Neruda la sorprende en el "alto arrecife de la aurora humana" donde existe

la m�s alta vasija que contuvo el silencio:
una vida de piedra despu�s de tantas vidas.

Permanente b�squeda de unidad de sentido, de continuidad expresiva. Con todo, no se consigue plenamente la anhelada transici�n -en el poema, en uno mismo- entre la obra de arte y la naturaleza, entre la historia y el c�smico paisaje. De ah� mana la desaz�n que provoca el contemplarlo, la desolaci�n motivada al hundir in�tilmente la mirada en lo eterno. Por ende, se llega a desenvolver la impresi�n subjetiva de que el indio escultur� los picachos cordilleranos -queriendo, tal parece, expresarse a trav�s de ellos mismos. Eligiendo, seleccionando org�nicamente estilo y lugar, a fin de crear la transici�n entre obra y naturaleza, que nosotros -con fr�o estremecimiento- somos impotentes para restaurar al contemplar las ruinas que hoy se conservan (como tal vez lo consiguieron hombres pertenecientes a culturas orientales).

�Viejo af�n y viejo anhelo humanos!

Pero a�n queda un recurso al poeta -al individuo- para conseguir restaurar la continuidad de lo existente. Es el toque m�gico del tiempo, percibido como expectaci�n de posibilidades, como futuro. Consciente de que ya nada surgir� del "tiempo subterr�neo" y de que el indio, remoto creador de Macchu Picchu, s�lo podr� hablar a trav�s de sus palabras, exclama:

Sube a nacer conmigo, hermano.

Se comprende, por otra parte, que caminando por las estrechas calles del Cuzco, donde el estilo colonial est� implantado sobre la solemne piedra inca, nos invada la sensaci�n de algo que crece vegetativamente, para precipitarse por �ltimo a la nada, al vac�o. Es decir, se tiene la experiencia subjetiva de una inmensa tradici�n que no florece y sin futuro. De unos tiempos pasados que se deslizan inexorablemente hacia la puramente natural, org�nico, vegetal, mineral, siguiendo como el obscuro curso sin riberas del agua que corre subterr�nea. En tal sentido, �qu� preocupaci�n tan actual despierta el aleteo de ese pasado! Aviva el temor a la petrificaci�n cultural, al tiempo petrificado como decadencia o como forma de vida estereotipada en letal hormiguero humano.

En medio de estas meditaciones en torno a Neruda, naturalmente debe pensarse en Inca Garcilaso de la Vega y recordar de c�mo �l, a su vez, trat� de salvar del olvido su propia tradici�n ampar�ndose en ideas occidentales, ya que sus antepasados "porque no tuvieron letras no dexaron memoria de sus grandes haza�as y agudas sentencias, y ass� perescieron ellas y ellos juntamente con su rep�blica". Recordar, por ejemplo, su manera de considerar el Cuzco como otra Roma del Imperio Inca. El cotejo se extiende a las varias esferas de la cultura. La comparaci�n con griegos y romanos corre a lo largo de toda su obra. Con giro de lenguaje que dir�amos cartesiano, aunque haciendo presente a cada paso ser indio nacido entre indios, declara querer escribir el discurso de la historia de su patria "clara y distintamente".

La nostalgia del pasado, de su pasado ancestral, su dolor de indio, su humildad lindante casi con el automenosprecio, quedan como mitigados merced a su visi�n plat�nica, arquet�pica del Imperio Inca. No por azar tradujo a Le�n Hebreo, por lo que sorprende c�mo uno de los primero mestizos fue tan inmediatamente universal en su perspectiva hist�rica (y no creo que ello haya acontecido s�lo a favor del caudal cultural que circulaba por el idioma en que escrib�a). En su af�n de encontrar paralelismos afirma descubrir huellas de la religiosidad occidental en las ideas que los Incas y amautas tuvieron de Pachac�mac como creador del universo. En consecuencia, declara que �l como indio cristiano cat�lico dir�a que Dios en la lengua de sus antepasados equivale a Pachac�mac. En todo momento, al escribir su historia est� presente este deseo de conservar la memoria de los hechos y dichos de su patria en virtud de ese enlace con la tradici�n de su nueva tierra. Por eso, lo extra�o, lo parad�jico se palpa al sentir agudizados en el Cuzco antagonismos de la conciencia hist�rica del presente, particularmente al recordar c�mo el Inca Garcilaso intent� rescatar ese mismo pasado recurriendo a representaciones espirituales de estirpe plat�nica.

Ahora, hemos alcanzado la significaci�n �ltima de Alturas de Macchu Picchu. Tales son los nuevos horizontes que abre Neruda, ya que todo aut�ntico poeta descubre en alg�n sentido otros �mbitos y desconocidos aspectos de las cosas. Columbra nuevas im�genes, distintas perspectivas del mundo. En el caso presente ello se manifiesta en la b�squeda de la continuidad interior entre hombre, v�nculo interpersonal, naturaleza e historia, a la que es impulsado por esa misma impotencia y necesidad de relaci�n a un mismo tiempo. Tal vez en el hecho de la proyecci�n de dichas experiencias al plano de lo primigenio, como de la cosmogon�a del alma y en la referencia a lo obscuro, finca la seducci�n que opera Neruda en el americano. Ah� reside su popularidad, a pesar de ser tan escasamente popular su poes�a, a menudo dif�cil y sibilina.

Ahora bien, este mismo hombre nerudiano que pugna por encontrar su natural jerarqu�a en medio de las formas elementales de la existencia; que vive el mundo de lo er�tico y el mundo del esp�ritu ca�ticamente anudados el uno al otro; ese hombre que percibe el paisaje unido a la dolorosa necesidad de sentirse vivamente incorporado a �l, nos aparece tambi�n como luchando -y con cierto despliegue de soberbia- contra el pensamiento de alguna limitaci�n que constri�a el optimismo casi dionis�aco de su comportamiento. Hecho revelado por la especie de repulsa y menosprecio que manifiesta el americano por la idea del autodominio. Porque en su visi�n del destino natural de las cosas humanas, participa s�lo muy obscuramente la representaci�n del autodominio, o bien se orienta a trav�s de cauces singulares. La d�bil afirmaci�n de autonom�a se corresponde con la realidad de su aislamiento, pues ambas actitudes se influyen y configuran rec�procamente.

SILENCIO Y PALABRA EN LA POES�A DE NERUDA ([†] )

En ciertas formas de experiencia po�tica, la relaci�n expresiva originaria palabra-mundo, se evidencia como un motivo de creaci�n. Tal es el caso en el sentimiento de la naturaleza que se despierta al conjuro del advenimiento del nombre y de las revelaciones de la palabra. En este sentido, Pablo Neruda, en el Canto general y todo a lo largo de su obra, exalta el despertar simult�neo de las formas del paisaje natural unido a las palabras que se van destacando como horizontes que se pueblan de existencia. Por eso (tambi�n), en su poes�a se erige el silencio como categor�a expresiva y modo de ser de la naturaleza. Lo revela en el doble sentido de constituir algo metaf�sicamente valioso, al tiempo que instancia expresiva suprema. Dir�ase que el poeta persigue a trav�s de la categor�a del silencio la participaci�n en el ser y la vida de las cosas; que intenta superar ambig�edades comunicativas, procurando alcanzar un nivel en que lo expresivo se confunde con el silencio de las cosas, donde la expresividad se disipa en silencio, porque ya somos uno con las cosas. De manera que Neruda poetiza dos momentos, aparentemente antag�nicos, pero complementarios en las profundidades de la expresi�n: la experiencia de la naturaleza que se despliega y ahonda con el advenimiento del nombre, y la mirada casi m�stica que se detiene en la visi�n de las cosas como silencio, la naturalizaci�n del silencio, que es signo de m�xima aproximaci�n al ser de la naturaleza.

Y es que origen, naturaleza, historia, palabra y silencio s�lo se comprenden reflej�ndose e ilumin�ndose rec�procamente. Por eso, al comenzar el Canto General, vislumbrando en lo originario, va a transformar la; cosas en palabras, a fin de penetrar en su esp�ritu; va a descubrir el Nuevo Mundo desentra�ando los signos que evocan sus fuerzas elementales. Con profunda coherencia po�tica y metaf�sica, el mundo sin nombres es revelado por Neruda en su primordialidad, en la estremecedora armon�a existencial primera. Hace surgir las cosas de aquende el lenguaje, que tal es su ficci�n creadora y, por lo mismo, ellas se perfilan a trav�s de misteriosas articulaciones. Entonces, los hombres "eran rumor, �spera aparici�n, viento brav�o". Es el momento en que se unen la tierra y el hombre, que es hecho "de piedras y de atm�sfera". "Todo era vuelo" en esa tierra, donde el trueno era "sin nombre todav�a". Pero el hombre, que "tierra fue", "barro tr�mulo, forma de la arcilla", conserva "en la empu�adura de su arma de cristal humedecido" las iniciales de la tierra, de la tierra sin nombres y sin n�meros, "sin nombre, sin Am�rica". Ocurre en ella como si la palabra comenzara a revelar el mundo, descubri�ndolo merced a ese lenguaje todav�a "mezclado con lluvia y follaje". De ah� que lo innominado y el nombre conserven la semejanza de lo reci�n creado, mitad silencio, mitad elementos puros expandi�ndose y por eso las palabras encarnan en ellos, son primordial materialidad, c�smica agitaci�n. Con hondo sentido del Verbo originario, Neruda ve amalgamarse palabra y silencio. "Cayeron las palabras y el silencio, dice en el Canto General (que tambi�n aparecen reflej�ndose, en �ngulos expresivos imprevisibles, todo a lo largo de su obra). "Dadme el silencio, el agua y la esperanza", exclama en Alturas de Macchu Picchu. Y es que el silencio se erige como "una silenciosa madre de arcilla". En �l establece el albatros el orden de las soledades. Porque "todo es silencio de agua y viento". Innumerables son, pues sus variedades. Hay silencios estupefactos y hay la geograf�a del silencio. Existe en la muerte, donde es "el m�s puro silencio sepultado". Cabe encontrar "silencios tenebrosos" y enfrentar "multitudes espesas de silencio". Puede brotar sangre que cae "de silencio en silencio" que, al dar en tierra, tambi�n "desciende al silencio". Y, por otra parte, hay una primera edad del h�roe que es "s�lo silencio". Asimismo, existen personajes y lugares en que todo est� "dispuesto en orden y silencio, como la permanencia de las piedras. Imagen que muestra c�mo se unen en la naturaleza viviente, palabra, nombre, n�mero y silencio; aparecen en la g�nesis del paisaje, en lo originario, fusionados lo vegetal, animal y humano, unidos por el silencio del tiempo que transcurre. Tal es la genealog�a que vincula esencialmente palabra y mundo en la po�tica de Neruda.

Esta metaf�sica del silencio -que lo es por igual de la expresi�n-, constituye el soplo creador que anima a los modos de existir y de comunicar en Residencia en la tierra. Porque el silencio representa una forma de ser al tiempo que una categor�a expresiva que permite, al poeta, convertir en transparentes a las cosas y a las palabras. De ah� tambi�n deriva el significado religioso de la extinci�n de todo murmullo.

El silencio primero del mundo, que envuelve toda la obra de Neruda, es el punto por donde podemos comprender su sentimiento de la naturaleza, inseparable de la valoraci�n del lenguaje y de la expresividad. Profunda, hasta lindar con sentimientos m�sticos, es su intuici�n de la naturaleza como lo primordial que eternamente se origina. Recu�rdese, por ejemplo, El gran oc�ano, donde dice del mar: toda tu fuerza "vuelve a ser origen" y a llenar "tu propio ser con tu substancia", que colma "la curvatura del silencio". Dir�, tambi�n, de la mujer, en Tentativa del hombre infinito: "Yo te puse extendida delante del silencio. Se comprende que esta visi�n cosmog�nica de las cosas, derive de un impulso expresivo que alcanza a los or�genes de la palabra y que, por lo mismo, limita con el silencio del mundo anterior al lenguaje. Pues ya para los m�sticos el silencio representa lo m�s esencial de la naturaleza.

en: Floridor P�rez y otros, Neruda 10 a�os despu�s. Ediciones Pluma y Pincel

Santiago de Chile, 1983.


[*] De "El sentimiento de lo humano en Am�rica", t. II, 1953, Santiago de Chile.
[†] De "Teor�a de la expresi�n", Seix Barral, Barcelona, 1967.

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