La aventura | Cine Divergente

La aventura

Por José Francisco Montero

No parece haber muchas dudas de que La aventura (L`avventura, 1960) es una película ineludible en el relato de la historia del cine. Es decir, más allá de sus muchos valores intrínsecos, uno de los más trascendentales es el de sugerir algunas de las rutas transitadas por el cine de las últimas décadas.
Una facultad narrativa que, sin embargo, convive con el hecho de que, como todo el mundo sabe, La aventura está realizada bajo el signo de la evaporación. Invadida la película de Antonioni por la ausencia, por un fantasma, no serán pocas las películas posteriores recorridas por la presencia fantasmal de esta obra. Pero fue ella misma la que estuvo, tanto durante su accidentado rodaje como en su estrepitoso primer pase público en el Festival de Cannes, continuamente al borde de la evaporación, al borde de la ausencia o el olvido, de manera similar a cómo su trama está muy marcada por la noción de fracaso: el de la relación entre Anna y Sandro, el de la búsqueda de Anna, el de Sandro como arquitecto, el de la relación entre este y Claudia… el que parecen sentir todos los personajes, en realidad.

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Evaporación y fracaso que también la impregnan en términos metacinematográficos: si en las primeras escenas desarrolladas en Roma, y luego en la isla de Lisca Bianca, parece estar desarrollándose un más o menos típico melodrama burgués, aderezado con los indicios tanto de la mala relación existente entre Anna y su padre como del desamor que ha invadido a Anna en la que mantiene con Sandro, y, asimismo, con un coro de personajes que exhiben en sus interacciones la abulia o el cinismo, a partir de la desaparición de Anna nos encontramos también ante la búsqueda de una historia que sustituya a la que de forma tan misteriosa se ha esfumado. Nace así la promesa de una historia detectivesca que finalmente no lleva a nada; una nueva historia de amor, marcada por la que previamente han mantenido Sandro y Anna y que no ha podido resolverse por la desaparición de esta última, que tampoco parece ir a ningún sitio —algo parecido a lo que sucederá en El eclipse (L`eclisse, 1962): si el filme se inicia con la disolución de una historia, y luego prosigue con la expectativa de una nueva, esta nos va a conducir al reconocimiento de su imposibilidad, a un desconcierto tal, abandonada la narración hasta por sus protagonistas, que solo puede llevar a su propia extinción—; el relato de un viaje que solo conduce o al vacío más absoluto —la estancia de la pareja en el pueblo abandonado—, a un agujero negro como el que ha abierto Anna con su desaparición, a un profundo extrañamiento —las escenas en Noto, la primera aparición de Gloria Perkins…— o a la repetición y la apatía —la fiesta en el hotel de Taormina—.

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Pero si la historia se abre —o, más precisamente, una segunda historia después de la que parecía estar naciendo— con un misterio, se cierra con otro, en uno de los finales más hermosos —justo por eso, por el estremecimiento de lo que, se mire como se mire, al cabo permanece indescifrable— que uno recuerda. Claudia sorprende a Sandro con la prostituta Gloria Perkins; Claudia huye de la escena, Sandro la persigue y, una vez con ella, se sienta en un banco y comienza a llorar; Claudia, después de algunas dudas, situada detrás de él, le acaricia la cabeza. Siempre he sentido que se trata menos de piedad que del acto supremo de comunicación que puede darse entre dos seres humanos, aquel que solo puede provenir del reconocimiento en el otro de tu propia soledad, del indescriptible pero compartido temblor de la existencia.
Un final que vuelve a certificar que en la obra de Antonioni conviven con extraordinaria feracidad el anhelo de simetría, de racionalidad y proporcionalidad de raigambre casi renacentista, y la deriva a la fractura y a lo inarmónico; el hecho de tratarse de obras perfectamente cerradas y, a su vez, sumamente abiertas; una planificación milimétrica y una paralela tendencia a la dispersión narrativa.

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Las complejísimas relaciones entre el campo y el fuera de campo que el cine de Antonioni moviliza son la más brillante manifestación de estas tendencias aparentemente contrapuestas. Ya ha quedado apuntado que —en la que es una de las apuestas más audaces e influyentes del cine de la modernidad— a los pocos minutos de iniciado el relato, Anna ha quedado en fuera de campo. Un fuera de campo que, tanto por su parte como por el resto de personajes, se anhela y se teme simultáneamente. Las criaturas de Antonioni parecen sentir la necesidad de mirar hacia fuera, de ver más allá de su realidad más inmediata, pero simultáneamente suelen estar doblemente encuadradas, doblemente enclaustradas: por el marco del plano y, dentro de él, en virtud de la matemática planificación de Antonioni, por el marco de ventanas o por otros objetos. Así que es lógico que las salidas de campo de sus personajes sean siempre el gesto de una liberación.

La sensación de extrañamiento se manifiesta desde el principio en La aventura, en las escenas desarrolladas en Roma o un poco después en el barco y en la isla, acaso como anticipo de la que se precipita tras la desaparición de Anna. En buena medida, la obra de Antonioni está construida a partir de la simbiosis entre los espacios y sus extraviados habitantes —las referencias en La aventura, por ejemplo, a Caspar David Friedrich son abundantes—. Si André S. Labarthe habló de neorrealismo interior a propósito del cine de Antonioni, acaso con igual legitimidad podemos describirlo también como muestra de una permanente introspección exterior; hablar de una realidad que ya es antes que otra cosa una realidad proyectada, paisaje en que vislumbrar, apenas poco más que intuir, el interior inaccesible de sus personajes.

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En La aventura Claudia necesita ver claro, como ella misma confiesa, pero ya no puede. La obra de Antonioni en el fondo no cuenta otra cosa que la angustiosa búsqueda de un sentido tras una realidad horriblemente opaca, cuando no engañosa, que solo revela al observador. Para acabar descubriendo, con escalofrío, pero sin amargura, que tras la realidad no había nada, o lo que es lo mismo, que no hay nada más que la realidad; que entre sus múltiples pliegues lo abarca todo —no otro es el tema principal de Blow-Up (Deseo de una mañana de verano) (Blow-Up, 1966)—. Cuando Jean-Luc Godard, en una famosa entrevista publicada en Cahiers du cinéma, le pregunta al director italiano si, a propósito de El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964), el drama ha pasado de ser psicológico a plástico, con absoluta coherencia Antonioni le responde que para él son la misma cosa.

Acaso por eso comparece con tanta frecuencia en la literatura sobre su obra el más que fatigado tema de la incomunicación; acaso por eso la profunda soledad frecuente en sus personajes: al fin y al cabo, para ahuyentar a ambas se requiere la existencia de un otro. En las películas de Antonioni, sus personajes solo pueden hablar, en última instancia, consigo mismos, esto es, con personajes ya de por sí abocados al silencio o a la banalidad. Pero no se trata solo de la incomunicación de los personajes sino de la incomunicabilidad de la obra de arte contemporánea. La realidad es la que se ha vuelto antes que nada inaccesible, incomunicable. Un fantasma. No es azaroso que, por esta época, en realizadores como Alain Resnais, Federico Fellini o Michelangelo Antonioni, el realismo se transforme casi imperceptiblemente en cine fantástico; los personajes en fantasmas. A pesar de sus disímiles planteamientos, parecida atmósfera de irrealidad impregna las películas realizadas por estos realizadores. Como si los personajes poblaran un relato que no es el suyo, extraviados en uno que no entienden ni en el que son entendidos: esa es quizás la principal incomunicación que describe la obra de Antonioni.

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Así que Claudia, por mucho que quiera —como el fotógrafo de Blow-Up—, no puede ver claro. Pero, simultáneamente, Claudia lamenta que todo se esté volviendo tan fácil. Por ejemplo, deshacerse de un dolor. En la modernidad, el afán de transparencia ha sido sustituido por una silenciosa opacidad. Cuerpos vaciados de emociones, casi autómatas, personas filmadas como objetos. Decíamos al principio que La aventura se proyecta como pocas películas en el cine posterior, pero a su vez ¿quizás el filme de Antonioni no deja de ser heredero de una película como La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasión of the Body Snatcher, Don Siegel, 1956)?

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