Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine

Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine

El cine como en(fe)rmedad Por Pablo Sánchez Blasco

La última película de Martin Scorsese, La invención de Hugo (Hugo, 2011), comienza con un plano-secuencia que recorre la ciudad de París hasta culminar en el gran reloj de la estación, dentro del cual se esconde nuestro protagonista, el niño Hugo Cabret. Pero no es esa la motivación primordial del plano, sino la de revelarnos la metáfora que va a regir los movimientos del relato y sus personajes, piezas utilitarias dentro de un engranaje exacto, dispuesto a partir de su punto central: un secreto que motiva su intriga narrativa: las páginas de un libro, guardado en una biblioteca, donde se narra el nacimiento del séptimo arte. En efecto, se trata del propio artificio del cine la causa de su inercia, mecánica o existencial. La vida del film queda así justificada como una entidad autónoma que no necesita justificarse en absoluto. Incluso Scorsese, en una imagen de bellísima irreverencia, hace que las luces del proyector nazcan de un índice sagrado que concede la vida y el movimiento a las ilustraciones inmovilizadas en el libro.

La autoconsciencia de la película no puede ser más visible, ni más orgullosa de sí misma.Y, sin embargo, pocos sospecharían la carga emotiva –y autobiográfica– de esta secuencia sin haber visto Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano. En ella, el cineasta relata en primera persona el valor que tuvo en su infancia un libro llamado Pictorial history of the movies. Todas las semanas acudía para reservarlo a la Biblioteca de Nueva York y, en ocasiones, era capaz de arrancar alguna página que “necesitaba” poseer: No había visto la mayoría de películas que aparecían (…) Fantaseaba y soñaba con ellas. Era una necesidad vital. El niño Scorsese inventaba el movimiento de aquellas instantáneas igual que Hugo Cabret visualiza las suyas en el film. Supone en ambos casos el descubrimiento de la pasión por el séptimo arte. Es más, la idea visual con la bóveda religiosa permite un paralelismo entre el ejercicio del cine y el de la fe, de igual manera tratado por Scorsese al final del documental:

Cuando era joven quería ser sacerdote. Sin embargo, pronto comprendí que mi vocación real era el cine (…) Ambos son lugares para que la gente se reúna y comparta una experiencia. Es como si las películas respondieran a una necesidad espiritual de las personas: la necesidad de compartir una memoria común.

Es por ello que La invención de Hugo no se avergüenza de ensalzar el artificio. Al contrario, la película manifiesta su profunda fe espiritual en ese artificio como salvación. La sala de cine sirve de templo a la comunidad de la vida moderna. El cine, en consecuencia, es una religión.

Pero el cine es también una enfermedad, como dijo el director Frank Capra.

Cuando el cine infecta tu sangre, controla to cuerpo, se apodera de tu mente y, al igual que la heroína, su único antídoto es más cine”.

Salvo por un detalle: el antídoto tampoco da resultado. La filmografía de un cineasta siempre es una lucha entre el antídoto y la enfermedad, el cine y la vida, que deben estar compensados para crear las grandes películas. Cuando el cine se expande hasta contaminar la totalidad, ese equilibrio se quiebra y el director entra en su fase manierista –salvo excepciones–, en su fase terminal. Así le ha ocurrido a un creyente como Martin Scorsese durante los últimos años. Tras varias resurrecciones, su creatividad ha perdido el estímulo vital de sus obras maestras. Él ya reside dentro del cine, de las películas, de las imágenes de él o de los otros. Su vida y su obra son una sola unidad inseparable. Desde que Nicolas Cage lograra encontrar su descanso al final de Al límite (Bringing out the dead, 1999), la mirada de Scorsese se ha tornado hacia el pasado, como un historiador convencido de su tarea, ya sea de la historia de América –Gangs of New York (2002), El aviador (The aviator, 2004), Boardwalk Empire (2010- )–, de la música –Nostalgia del hogar (Feel like going home, 2003), No direction home (2005), Shine a light (2008), Living in the material world (2011)– o de aquello que mejor conoce: el cine. Si el artificio de Shutter Island (2010) desnudaba los traumas ocultos tras el cine negro clásico, en La invención de Hugo propone una trama de intriga que conmemora los inicios del cine como extensión de la magia. Dentro de las aventuras del protagonista cabe un documental didáctico sobre el período mudo o una antología restaurada de George Melies: ambos revividos por la tecnología de las tres dimensiones.

Un viaje personal con Martin Scorsese

La invención de Hugo

El último cine de Scorsese, en espera de su nueva El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), trata predominantemente sobre sí mismo. Y es que, en el fondo, es la postura más sincera que puede tomar el realizador italoamericano. La mirada fascinada que extrae de Hugo Cabret ante la imagen en movimiento es aquella que comenta en Un viaje personal con Martin Scorsese… cuando él mismo la descubrió con Duelo al sol (Duel in the sun, 1946). En los ocultos resquicios de su interior, exprimiendo las últimas gotas de apasionamiento, Scorsese halla esa mirada como origen y centro de todo, de sí mismo como ser humano. Es su manera de encontrar su auténtica esencia a través de los años: viendo películas,  siempre aquel niño que arrancaba páginas de un libro sobre cine, curiosamente próximo al Antoine Doinel que robaba postales cinematográficas en Los 400 golpes (Les 400 coups, 1959) de François Truffaut. Si la sociedad reclama una memoria común de imágenes que compartir, Scorsese comparte con nosotros su memoria personal como testimonio de su enorme fe. Hasta el momento, en tres obras admirables: Un viaje personal con Martin Scorsese… (1995), Mi viaje a Italia (Il mio viaggio in Italia, 1999) y la reciente Carta a Elia (2010).

Su punto de vista es idéntico en todas ellas: el propio Scorsese toma asiento ante nosotros y se dirige a la cámara en primera persona; nos habla de sus recuerdos, de aquellas imágenes que se han grabado en su mente y que le han alimentado a lo largo de su vida. Son imágenes de películas en su mayoría pero, en ocasiones, también imágenes autobiográficas, como las tardes ante el televisor de su familia o su descubrimiento del neorrealismo con Paisà (Roberto Rossellini, 1946). El cine se entreteje alrededor de la vida y socava los límites de su memoria, aunque siempre es el plano la unidad de medida para el cineasta. Si bien reconoce, por ejemplo, las imperfecciones de Duelo al sol, juzga que se redimen ante la fascinación que transmiten sus imágenes, monumentos turbadores, cuadros de un museo imaginario que nos invita a recorrer con él. Su idea de retrospectiva nada tiene que ver con las de Godard y sus Histoire(s) du cinema (1988) o las lecturas filosóficas de Slavoj Zizek. Para Scorsese, el cine compone una realidad estable, un mundo sólido en el que uno puede refugiarse, o simplemente vivir. Las salas de su museo no se solapan ni se corrompen con el tiempo, permanecen inalterables para volver a ellas y reencontrarse con su valor originario. Hay cierta idea de justicia poética en ello, ya que deja que las películas hablen por sí solas, analiza a fondo sus recovecos mientras las comenta o las elogia con su voz en off: una herramienta intermediaria de esas imágenes con el público al que van dirigidas.

Aunque la selección nunca es inocente, ni mucho menos. Un viaje personal con Martin Scorsese…  retrata el cine americano previo a sus inicios como director. Son las películas que pudo ver en las salas mientras Mi viaje a Italia añade las películas que veía en su televisor, junto a su familia, como un viaje de hora y media al país al que todos, emigrantes italoamericanos, habían dejado atrás. Su contenido autobiográfico –personal y profesional– es más evidente aún con el epígono de Carta a Elia, al mismo tiempo reflexión sobre los emigrantes europeos, sobre sus años de adolescencia o sobre el cine de su maestro más célebre. Componen entre los tres un árbol familiar cinematográfico, y su voz se llena de emoción cuando distingue Los inútiles (I vitelloni, 1953) como la fuente de Malas calles (Mean streets, 1973), cuando describe el inicio de Senso (1954) que él usaría luego en La edad de la inocencia (The age of innocence, 1993), o cuando elogia un plano-secuencia de Tay Garnett que recuerda su escena del club en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990). Scorsese ejerce a la vez de crítico, profesor, biógrafo y teórico, aportando ideas originales sobre la historia del cine. Así, distingue el cine de gángsteres como industrial frente al más artístico cine negro. Reclama este, junto al western y al musical, como los géneros autóctonos de América. Devuelve la vida a cineastas olvidados –Garnett, Boetticher, Stahl– o nos declara a todos como hijos de Griffith y Stanley Kubrick.

Un viaje personal con Martin Scorsese 2

Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine

Mi viaje a Italia es el documental más didáctico de los tres, el menos interesante. En él se manifiesta la filiación de Scorsese con sus orígenes pero también su irrevocable nacionalidad estadounidense. Italia, incluído su cine, es para él una patria lejana que “agranda su mundo”, que le explica su vida y la de sus parientes, la vida del barrio descrita en los minutos del prólogo. Su postura ante esas películas es, sin embargo, contemplarlas como desconocidas para el gran público. Aunque siempre interesa  su opinión, su viaje a Italia evita salirse de las carreteras oficiales, cineasta por cineasta y en orden cronológico de sus filmografías. El neorrealismo es para él la cumbre de la historia del cine, alaba su reacción combatiente contra la realidad y, sobre todo, certifica que el cine puede cambiar el mundo, concediendo una dignidad a los vencidos donde solo se veía hambre, fascismo y destrucción. A partir de esa certeza, Scorsese queda fascinado por el tema del sacrificio en Rossellini, la maestría de los actores en de Sica, la supremacía del estilo de Visconti o cae rendido, para terminar, ante Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) de Fellini como un punto de inflexión en su vida: “la expresión más pura del amor por el cine”.

Las películas a Scorsese le hablan como espectador hipnotizado y, sobre todo, como cineasta. Su obsesión por las imágenes encuentra siempre correlación con el interés en el proceso creativo. El cine de Georges Melies va unido a la manera primitiva en que fue rodado. La historia del cine americano a la perspectiva de sus directores más originales. El enfoque es inherente al personaje. A los diez minutos de Un viaje personal con Martin Scorsese… su voz se plantea: ¿Cómo ser artista en Hollywood? ¿Quiénes eran estos cineastas y cómo realizaban sus ideas? Y para responder a ello, el documental dispone una primera parte que sitúa en su contexto histórico y artístico el sistema de estudios de Hollywood. Es un repaso apasionante que examina su evolución en el tiempo hasta la etapa moderna. Es, así mismo, una introducción para el segundo acto, el cual divide esa anarquía de producción en tres criterios asumibles por sus directores: ilusionistas, contrabandistas o iconoclastas. Un director podía ser en aquella época maestro de la gramática visual, como Murnau, cuya película Amanecer (Sunrise, 1927) es analizada casi por completo, o como Howard Hawks y Vincente Minnelli, autores recurrentes durante todo el metraje. Pero también cabía la opción de ser iconoclasta, enfrentándose directamente con el sistema igual que Von Sternberg o John Cassavetes. Aunque a Scorsese parecen interesarle más los contrabandistas, genios humildes como Tourneur, como Ophuls, Ray o Fuller, capaces de introducir sus temas personales en la taxonomía de géneros clásicos. Surgen así declaraciones emocionadas al prologar La mujer pantera (Cat people, 1942) y Shock Corridor (1963) o al presentar autores olvidados como Ida Lupino, Andre de Toth y Edgar G. Ulmer.

En un Viaje personal a través del cine… Scorsese explora las distintas expresiones de creatividad recogidas en la historia del cine. Las obras hablan sobre sus hacedores, nos explican cómo tiene que trabajar un director y cómo surgen sus películas. No obstante, evita una pregunta que corona el retrato sincero de los grandes maestros. ¿Qué persona debe ser un director? ¿Cuál es el precio personal detrás de las películas? Y a eso intenta responder con valentía en Carta a Elia, donde Scorsese penetra ahora bajo la piel exterior, directo a la herida de su conciencia y la de su amigo y maestro Kazan. En apenas sesenta minutos –muy escasos frente a las 220 de los anteriores–, la película se convierte en una biografía del segundo transfigurado a través del cuerpo del primero, del alumno que decidió cambiar su vida tras ver La ley del silencio (On the waterfront, 1954), Al este del edén (East of Eden, 1955) o Río salvaje (Wild river, 1960). Kazan fue, durante una etapa de su vida, amigo personal de Scorsese, pero la comunicación entre ambos se va a establecer con sus imágenes, de nuevo unidad de medida para el valor de un ser humano. La caza de brujas se cita de forma tangencial porque no es objetivo el descubrir nuevos hechos, ya sean incriminatorios o eximidores del delito. Él traicionó a sus compañeros –quizás a sabiendas de que ya estaban acusados– y esa sombra marcaría su vida tanto como su rostro: con él llevaría perpetuada la “sonrisa anatolia”, la de la humillación, el silencio, la soledad y el rechazo del emigrante.

Inevitablemente, Carta a Elia se constituye en juicio de valor sobre su vida y obra. De eso trata el proyecto. Pero su juez y su fiscal son una misma persona, ya que el cineasta italoamericano declara a Kazan como padre simbólico de su filmografía. Su cine, curiosamente, está lleno de padres violentos, represivos y agobiantes. Y ambos tuvieron que independizarse de los suyos al transformar esa energía en forma de películas. Ahí reside la mejor defensa de Kazan. Sus obras maestras comienzan después de la delación ante el tribunal porque expresan una emoción verdadera y compleja, un reflejo de su interior turbulento. Importa mucho, en este caso, la diferencia entre vivir del cine o con el cine, y vivir en el cine, dentro de él, en su interior, como hace Scorsese cuando narra, con todo detalle, las obras de Kazan según se desarrollan en pantalla. El poder inspirador de esas imágenes es tal que afecta materialmente al espectador, cambia su vida más allá de lecturas y simbolismos de cualquier clase. La tesis es fascinante: el cine de Elia Kazan es tan real y verdadero como sus actos, de hecho más porque también es consecuencia de aquellos. “Quizás se aprenda más de la obra que del hombre” razona Scorsese ante su encuentro frustrado en la escuela de cine. Y hurgando así en la obra aparece América, América (1963), la historia de un emigrante que deja atrás familia, identidad, amor, amistad y responsabilidades por cumplir su sueño, alcanzar el nuevo continente: la libertad a cambio del sacrificio. ¿Qué persona debe ser un director? Alguien capaz de sacrificarlo todo por la película, un Fausto decidido a consumar su tarea. La conclusión de Scorsese sobre Kazan resulta así la de un verdadero creyente, un enfermo, un fundamentalista de las imágenes en movimiento que mira, en paralelo, su propio recorrido vital: “para un director solo importa la película”.

En los minutos finales de Carta a Elia –película obligatoria desde cualquier punto de vista–, un anciano Kazan explica a Scorsese que suele hablar con las fotos de sus familiares y estas, en ocasiones, le responden. Los tres documentales de Scorsese no son más que eso: un diálogo del director con esas imágenes que marcaron su vida, y que aún, cuando echa la vista atrás, le suministran las respuestas que necesita.

Un viaje personal con Martin Scorsese 3

Carta a Elia

Share this:
Share this page via Email Share this page via Stumble Upon Share this page via Digg this Share this page via Facebook Share this page via Twitter

Comenta este artículo

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>