El retrato más famoso de Iván el Terrible muestra a una persona adulta, no demasiado mayor pero de rostro envejecido y piel ajada. Luce una barba larga y afilada y su mirada –cuyas ojeras acentúan un rostro demacrado– es una mezcla de frialdad e insensibilidad y de paranoia que roza la demencia.
La pintura representa el epítome de la crueldad. El problema es que fue realizada 300 años después de la muerte de Iván IV y no está basada en una descripción física del personaje, sino en la visión del primer zar de Rusia como un déspota cruel y sanguinario, un paranoico que no dudó en asesinar a cuantos se opusieron a sus pretensiones. La biografía de Iván el Terrible que el arte se ha encargado de perpetuar es una sucesión de episodios sanguinarios y decisiones arbitrarias que no siempre reflejan con fidelidad la realidad histórica.