Las increíbles andanzas de la pintora de María Antonieta - XL Semanal
 Las increíbles andanzas de la pintora de María Antonieta

Élisabeth Louise Vigée Le Brun

Las increíbles andanzas de la pintora de María Antonieta

Pese a ser mujer y plebeya, posaron para ella reyes, príncipes y aristócratas. Sus retratos de María Antonieta hicieron famosa a la que, para muchos, es la más brillante retratista de la Francia del XVIII. Su apasionante vida recorriendo asombrosos palacios y sus memorias de ello son un atisbo excepcional a la historia de Europa.

Viernes, 05 de Enero 2024

Tiempo de lectura: 7 min

Era la mujer de Francia con mejores andares. Alta, bien hecha, de brazos soberbios, manos pequeñas, nariz fina, mirada espiritual; los labios, sin embargo, un poco exagerados. De aspecto dulce y benevolente, sobresalía por su majestad. Lo más llamativo de María Antonieta, la reina de Francia, según su retratista, la pintora Élisabeth Louise Vigée Le Brun, era el esplendor de su tez, su piel transparente. «Me faltaban los colores para pintar esa frescura», dice en sus memorias. «Es difícil dar una idea a quien no la vio de tanta gracia y nobleza juntas», añade.

Asegura esta pintora que no encontró en su vida un rostro más encantador. Un halago inmenso porque esta artista conoció muchos rostros: posaron para ella reyes, príncipes, aristócratas… «Las más antiguas y famosas casas de las capitales europeas», cuenta el historiador francés Marc Fumaroli, que le dedica el libro Mundus muliebris. Elisabeth Louise Vigée Le Brun, pintora del Antiguo Régimen femenino (Acantilado).

alternative text
Pintora de damas. Élizabeth sentía fascinación por la monarquía, como por la reina Catalina, pero no por toda la nobleza. A madame Murat, la hermana de Napoleón, la critica en sus memorias por sus desplantes.

«Mozart femenino de la pintura del retrato», así llama Fumaroli a esta artista de vida intensa que protagonizó el asombroso logro de convertirse en la retratista de María Antonieta, algo insólito por varios motivos: era plebeya, no era académica... y era mujer.

María Antonieta la eligió porque se sentía cómoda con ella. Las sesiones eran agradables, ambas coincidían en la idea de irradiar una imagen de sencillez. Y, además, Élisabeth Louise Vigée (madame Le Brun tras su matrimonio) pintaba muy bien y daba un toque especial a sus retratos. A la reina, por ejemplo, la pintó con un sencillo vestido de muselina que escandalizó en Versalles y le pidió también que no usara talco. A veces cambiaba la indumentaria de sus modelos añadiendo pañuelos a modo de echarpes o sugería nuevos peinados y contribuía así a cambios en la moda de la época.

Inmortalizó a la reina María Antonieta en varios retratos que intentaban dulcificarla y alejarla de la imagen frívola que de ella tenían los franceses. Pero no logró mejorar su fama

A María Antonieta la dulcificó. Mostró una imagen de la reina como madre responsable, de mujer de Estado; intentó –dice Marc Fumaroli– «cambiar en favor de la reina una opinión pública irreconciliable con ella». No lo consiguió. «Por más que multiplicó las maternidades y se disfrazó de granjera o de pastora, María Antonieta se convirtió en el talón de Aquiles de Luis XVI», concluye Fumaroli.

Su retratista no pudo cambiar la imagen frívola, despilfarradora e irresponsable de la reina de Francia y, además, unió su destino al de ella: la pintora recibió su parte en los panfletos de odio dirigidos contra la soberana. Pero también el haber sido su retratista le permitió acceder a la Académie Royale y le abrió las puertas de los salones de la realeza y la aristocracia en sus años de exilio.

Cuando la reina fue destronada –y luego guillotinada–, su pintora de cámara tuvo que huir

La pintora escapó por los pelos de la Francia revolucionaria y durante doce años deambuló por Europa, de palacio en palacio, pintando a hombres, pero sobre todo a mujeres ilustres (como lady Hamilton), a reinas (las de Nápoles y Cerdeña), siendo invitada de Catalina la Grande, o retratando al príncipe de Gales y a las hermanas de Napoleón Bonaparte.

Increíbles son las andanzas de esta francesa autora de un «repertorio antropométrico imprevisto de degollados de los dos sexos», dice Marc Fumaroli. En efecto, la mayoría de sus modelos durante las décadas de 1770 y 1780 perdió la cabeza, como María Antonieta.

Un padrastro y un marido detestables

La intuición, la suerte, la ambición y su talento para la pintura salvaron a Élisabeth Louise Vigée: ella sí alcanzó la vejez, falleció a los 87 años. Había nacido en París en 1755; era hija de un pintor, también retratista, que se percató del talento de su hija y lo alentó. Desde muy pequeña mostró una habilidad excepcional. Después, cuando su padre murió y su madre se casó con un joyero avaro y detestable, empezó a hacer retratos. «Mi padre no nos dejó un duro, pero yo hacía un buen dinero con mis retratos», cuenta en sus memorias.

Supo destacar la ternura en retratos como el de su hija Julie. En el Museo del Prado se pueden admirar sus cuadros de la reina de Nápoles y de María Cristina Teresa de Borbón./
[ALTERNATIVE TEXT]
[ALTERNATIVE TEXT]
[ALTERNATIVE TEXT]

Madre e hija se mudaron con el joyero a la rue Saint Honoré y así Élisabeth conoció a su vecina la duquesa de Chartres, que le pide un retrato. A través del boca a boca se le abren las puertas de los salones importantes. «Desde los 15 años frecuentaba la mejor sociedad y conocía a todos los artistas célebres, de modo que recibía invitaciones de todas partes», cuenta ella.

Para huir de su odioso padrastro, que se quedaba con el dinero que ella ganaba, aceptó casarse con Jean Baptiste Pierre Le Brun, pintor, dueño de una importante colección de pintura y marchante de arte de Jacques-Louis David, entre otros.

Élisabeth 'salió de Málaga para meterse en Malagón': Le Brun era ludópata y también se quedaba con el dinero que ella ganaba. Pero le proporcionó contactos. Comienza entonces su agitada vida social. Eran célebres las veladas que organizaba Élisabeth en su casa, con actuaciones, disfraces y visitas de pintores, duques, artistas o compositores como Gluck. Sus contactos la llevan a Versalles y a la reina.

En 1779 pinta a María Antonieta por primera vez. La representó muchas veces. Muy especial fue el cuadro que le dedicó con una rosa en la mano. «Con sus retratos hizo campaña a favor de la feminidad coronada y de un imperio femenino», dice el historiador francés Marc Fumaroli, porque la misoginia de la época era arrolladora.

A las pintoras se las presuponía libertinas. A Élisabeth le atribuyeron muchos amantes; entre ellos, el conde de Calonne, controlador general de finanzas de Luis XVI. Pero ella fue hábil en sus brujuleos sociales y supo salir adelante en situaciones muy difíciles.

En Rusia la abrumó el lujo. Se servían en las cenas copas de cristal llenas de diamantes. Y algunas damas hacían dormir a sus siervas bajo sus camas

De París escapó por los pelos en 1789. Tenía su carruaje preparado y el pasaporte listo cuando asaltaron su casa. Robaron y destrozaron con furia, pero uno de los asaltantes se apiadó de ella, la previno y le dijo que no huyera en su carruaje. Así que la noche del 5 de octubre la pintora escapa –junto con su hija y una doncella– en una diligencia pública. Disimulando su terror, comparte asiento con un ladrón que presume de sus fechorías «y un jacobino inflamado de odio», cuenta ella en sus memorias.

Su periplo europeo pasó por Roma, Nápoles, Viena, San Petersburgo y Londres. En todas esas capitales consiguió clientela selecta y un asiento en cenas y reuniones de postín. En sus memorias desgrana interesantes apreciaciones sobre la belleza, los modales y el temperamento de la flor y nata europea. En Rusia queda impactada por el lujo abrumador, el esplendor de las mansiones, los mayúsculos dispendios y opulencias. Relata, por ejemplo, que en una cena ofrecida por el príncipe Potemkin «en el postre se pusieron sobre la mesa copas de cristal llenas de diamantes, que se sirvieron a las damas a cucharadas». Sus observaciones sobre Rusia son interesantes: le chocó también que algunas damas hacían dormir a una sierva bajo sus camas.

Catalina, la reina del mundo

Rusia la deja boquiabierta. Le impacta cómo se protegen del frío: dice que pasó menos frío allí que en Francia, a pesar de que los termómetros se precipitaban hasta los 20 grados bajo cero; le gusta su influencia oriental y le entusiasma Catalina la Grande. La primera vez que la ve, en una cena de gala, le llama la atención su «mirada de águila». Aunque Catalina era bajita, «todo era tan símbolo de majestad que parecía la reina del mundo», dice.

Nada que ver con madame Murat, hermana de Napoleón, a la que retrató años después, ya de vuelta en París. Le parece una maleducada que le daba plantones de días y, cuando reaparecía, se negaba a posar con igual indumentaria y peinado. Y encima pagaba poco: solo 1800 francos, se queja la pintora. Con indirectas se atrevió a protestar: «He pintado a princesas reales que nunca me han hecho esperar», dejó caer durante una sesión.

La mayoría de sus modelos durante las décadas de 1770 y 1780 perdió la cabeza, como María Antonieta

Tenía su carácter Élisabeth Louise Vigée. Se adivina en sus memorias, en las que destila un punto de altivez. Quizá era necesario ser así para lograr la enorme proeza de ganarse la vida pintando en un tiempo en el que «las mujeres estaban relegadas a los géneros de segundo orden, las flores, la naturaleza muerta, el retrato, tardíamente el paisaje», explica Marc Fumaroli.

Elisabeth Louise Vigée se impuso en prestigio «a su única rival a escala europea, la retratista Angelica Kauffmann, y, a escala parisiense, a la retratista Adélaïde Labille-Guiard, protegida de David», cuenta Marc Fumaroli. En su opinión, Elisabeth Louise Vigée fue «una retratista magistral capaz de conjugar el parecido fiel con la idealización impalpable».