La nariz (1836), Nikolái Gógol (1809-1852)


Nikolái Gógol
(Sorochintsy, Ucrania, 1809 - Moscú, 1852)


La nariz (1836)
(“Нос”)
Originalmente publicado en la revista Современник
[El Contemporáneo], Vol. III (septiembre de 1836), págs. 54-90;
Повести (1835-1842 гг.)
(San Petersburgo, 1842)



I

      El día 25 de marzo se registró en Petersburgo un suceso extraordinario. El barbero Iván Yákovlevich, que vive en la Avenida Voznesenskiy (su apellido no figura ni siquiera en el rótulo del establecimiento, donde se ve a un señor con el carrillo enjabonado y un letrero que dice: “También se hacen sangrías”), el barbero Iván Yákovlevich, pues, se despertó bastante temprano y husmeó el olor a pan caliente. Incorporándose ligeramente en el lecho vio cómo su esposa, una señora digna de todo respeto y muy aficionada al café, sacaba del horno panecillos recién cocidos.
       —Hoy, Praskovia Osipovna, no quiero café —dijo Iván Yákovlevich—, me apetece más un panecillo caliente, con cebolla.
       En realidad, Iván Pákovlevich quería lo uno y lo otro, pero sabía que era imposible obtener ambas cosas a la vez: Praskovia Osipovna no toleraba los caprichos.
       “Que el muy tonto se coma el pan, mejor para mí —pensó para sus adentros la esposa—: tendré doble ración de café”. Y dejó sobre la mesa sólo un panecillo.
       Muy atento a la etiqueta, Iván Yákovlevich se puso la levita sobre la camisa de dormir, se sentó a la mesa, arrimó la sal, limpió dos cebollas, empuñó el cuchillo, adoptó un aire solemne y comenzó a cortar el pan. Partido el pan en dos mitades, observó la miga y vio con asombro un objeto blancuzco. Iván Yákovlevich lo hurgó cuidadosamente con el cuchillo y lo palpó con el dedo: “Está duro —se dijo—, ¿qué puede ser?”
       Hundió el dedo en la miga y extrajo… ¡una nariz!
       Iván Yákovlevich se quedó pasmado; se restregó los ojos y palpó el objeto: ¡efectivamente, era una nariz! Incluso le pareció conocida. El horror se reflejó en la cara de Iván Yákovlevich. Pero ese horror no fue nada comparado con el furor de su esposa.
       —¿A quién le has cortado esa nariz, bestia? —gritó indignada—. ¡Granuja, borracho! Yo misma te denunciaré a la policía. ¡So bandido! Ya había oído decir a tres personas que, cuando afeitas, les das cada tirón de nariz que poco falta para que se las arranques.
       Pero Iván Yákovlevich estaba más muerto que vivo. Vio que la nariz no era otra que la del asesor colegiado Kovaliov, al que afeitaba miércoles y domingos.
       —¡Espera, Praskovia Osipovna! La envolveré en un trapo y la esconderé en un rincón: que esté ahí un tiempo, y después me la llevaré.
       —¡De eso, nada! ¿Permitir que ande por mi casa una nariz cortada…? ¡Escuerzo! ¡No sabes otra cosa que dar correa a la navaja y pronto no podrás ni hacer tu trabajo, bandido! ¿Que vaya yo a responder por ti ante la policía…? Tarugo. Fuera con eso. ¡Fuera! ¡Llévatelo adonde quieras, que aquí no lo quiero ver ni en pintura!
       Iván Yákovlevich estaba completamente desmoralizado. Por muchas vueltas que le daba al asunto, no sabía qué pensar. “El diablo sabe cómo pudo ocurrir —se dijo, por fin, según se rascaba tras la oreja—. No sabría decir si ayer llegué a casa borracho o sobrio. Pero todo parece indicar que se trata de un suceso totalmente increíble, pues el pan está cocido y la nariz no. ¡No lo entiendo…!”
       Iván Yákovlevich se quedó meditabundo. Sólo de pensar que los policías pudieran hallar la nariz y acusarle, perdía el sentido. Veía ya los cuellos rojos con hermosos bordados en plata, las espadas… y tembló de pies a cabeza. Por último, echando mano de la ropa interior y de las botas, se puso todo aquel fastidio y, mientras Praskovia Osipovna le sentaba las costuras, envolvió la nariz en un trapo y salió a la calle.
       Se proponía deshacerse de ella arrojándola al cubo de la basura o metiéndola debajo de un portón o dejándola caer, como por casualidad, y perderse por un callejón. Pero cada vez tenía la mala suerte de tropezar con algún conocido que se ponía inmediatamente a interrogarle: “¿Adónde caminas?”, o: “¿A quién vas a afeitar tan temprano?”, de forma que Iván Yákovlevich no encontraba el momento propicio. Una vez, cuando por fin la había dejado caer, un municipal le hizo señas de lejos con la alabarda y le interpeló: “¡Oye, tú, que se te ha caído algo!” El barbero no tuvo más remedio que recoger la nariz y guardársela en el bolsillo. Su desesperación crecía, sobre todo porque, a medida que se abrían almacenes y tiendas, la calle se volvía más concurrida.
       Decidió dirigirse al Puente Isákievskiy, por ver si podía arrojar la nariz al Neva.
       Pero me siento un tanto culpable de no haber dicho nada de Iván Yákovlevich, hombre respetable por muchos conceptos.
       Iván Yákovlevich, como todo trabajador ruso que se precie, era un borracho empedernido. Se pasaba el día afeitando barbas ajenas, pero llevaba la suya sin hacer. Su levita (Iván Yákovlevich jamás usó chaqueta) era morcilla, es decir negra, pero llevaba unos lamparones de un amarillo que tiraba a gris; el cuello ya tenía lustre, y, en el lugar de los tres botones le colgaban los hilos. Iván Yákovlevich era muy fresco; el asesor colegiado Kovaliov, mientras le afeitaba, solía decirle: “Iván Yákovlevich, las manos te huelen siempre a rayos”. A lo cual el barbero respondía con otra pregunta: “¿Por qué habrían de olerme?” “No lo sé, amigo, pero el caso es que te huelen”, insistía el asesor colegiado. Iván Yákovlevich aspiraba una pizca de rapé y se vengaba dándole jabón en el carrillo, debajo de la nariz, tras la oreja y en el cuello; en fin, donde le venía en gana.
       Este digno ciudadano se hallaba ya en el Puente Isákievskiy. Miró a uno y otro lado; luego se reclinó sobre la barandilla, como quien ve los peces pasar y, a hurtadillas, tiró el trapo con la nariz. Se sintió muy aliviado: incluso sonrió. En lugar de irse a afeitar las barbas de los funcionarios, entró en un establecimiento que ofrecía “Comidas y té” para tomarse un vaso de ponche; pero en eso vio, al otro extremo, del puente, a un policía de aspecto noble, generosas patillas, tricornio y espada. Se quedó de una pieza. El policía le hizo en ese momento una seña con el dedo y voceó:
       —¡Acércate, amiguito!
       Iván Yákovlevich, que conocía bien sus deberes, se quitó la gorra ya de lejos y, cuando estuvo ante el policía, dijo con viveza:
       —¡A sus órdenes, excelencia!
       —¡No, amiguito, no, déjate de excelencias y dime qué hacías parado en el puente!
       —Se lo juro, excelencia, fui a afeitar a un señor y me paré a mirar si bajaba mucha agua.
       —Mientes, mientes. A mí no me vengas con ésas. Respóndeme.
       —Estoy dispuesto a afeitar a su excelencia dos veces y hasta tres a la semana, sin rechistar —contestó Iván Yákovlevich.
       —No, amigo, eso son bobadas. Tres barberos se disputan ya el honor de afeitarme. Vamos a ver, ¿qué hacías ahí?
       Iván Yákovlevich se puso pálido… Pero desde este momento el suceso queda envuelto en brumas, y de lo ocurrido después no se sabe absolutamente nada.


II

      El asesor colegiado Kovaliov se despertó bastante temprano y emitió un “¡brrr…!”, cosa que hacía siempre nada más despertarse, sin que él mismo supiera el motivo. Kovaliov se desperezó y mandó que le dieran el pequeño espejo que estaba sobre la mesa. Quería verse un grano que le había salido la víspera en la nariz; pero sumamente asombrado vio que en lugar de la nariz tenía una superficie completamente lisa. Sobresaltado pidió agua y se frotó los ojos con la toalla: en efecto, no había nariz. Palpó con la mano, para cerciorarse de que no dormía. El asesor colegiado Kovaliov saltó de la cama y se estremeció: ¡no tenía nariz!… Mandó de inmediato que le trajeran la ropa y salió corriendo, directamente a ver al jefe de la policía.
       Entretanto, habrá que decir algo sobre Kovaliov, para que el lector se imagine a aquel asesor colegiado. Un asesor colegiado que obtuvo ese título mediante un diploma académico de ninguna manera es comparable al asesor colegiado que se lo ganó en la guerra del Cáucaso. Son dos categorías completamente distintas. Los asesores colegiados titulados… Pero Rusia es un país tan asombroso, que cuando te refieres a un asesor colegiado, todos los asesores colegiados, de Riga a la Kamchtka, se darán sin falta por aludidos. Lo mismo ocurre con todos los grados y rangos. Kovaliov era un asesor colegiado de los del Cáucaso. Hacía sólo dos años que ostentaba ese título y por eso no podía olvidarlo un solo instante: y, para atribuirse más nobleza y autoridad, nunca se presentaba como asesor colegiado, sino como “mayor”. “Óyeme, paloma —solía decir al encontrar en la calle a una de esas mujeres que venden camisolines—: pásate por mi casa; vivo en la Sadovaya; con que preguntes por el mayor Kovaliov, es suficiente: cualquiera te enseñará la casa”. Si la vendedora era bonita, le daba, además, una orden confidencial y agregaba: “Tú, amiguita, pregunta por el piso del mayor Kovaliov”. Por eso, en adelante, a ése asesor colegiado nosotros le denominaremos mayor.
       El mayor Kovaliov tenía por costumbre pasear todos los días por la Avenida Nevskiy. Siempre llevaba el cuello de la camisa extraordinariamente limpio y almidonado. Gastaba patillas de las que aún hoy usan agrimensores y arquitectos provinciales y municipales, siempre que sean rusos, también los que cumplen una serie de misiones policiales y, en general, todos los varones que tienen mofletes rosados y juegan bien al whist. Esas patillas cruzan en línea recta el carrillo, para terminar justo al pie de la nariz. El mayor Kovaliov llevaba muchos dijes de cornalina, unos con escudos y otros que llevaban grabado: miércoles, jueves, lunes, etcétera. El mayor Kovaliov había llegado a San Petersburgo con el propósito de hallar un empleo acorde con su título: si tuviera suerte, el de vicegobernador, y si no, pues de ejecutor en algún negociado de campanillas. El mayor Kovaliov tampoco rechazaría el matrimonio; siempre que la novia tuviera doscientos mil rublos de dote.
       Ahora el lector podrá imaginarse los ánimos de este mayor cuando, en lugar de una nariz proporcionada y nada fea, se encontró un trozo de piel liso, uniforme y absurdo.
       Para mayor desdicha, en la calle no aparecía un solo coche, lo que le obligó a caminar envuelto en su capa, tapada la cara con un pañuelo, como si sangrara por la nariz “A lo mejor son imaginaciones mías: una nariz no puede desaparecer así, a lo tonto”. Entró adrede en una pastelería, para mirarse en el espejo. Por suerte, en la pastelería no había nadie: los pinches fregaban la sala y colocaban las sillas; algunos, con ojos somnolientos, llevaban bandejas de pasteles recién hechos; sobre las mesas y las sillas había periódicos de la víspera con manchas de café. “Gracias a Dios, no hay nadie —exclamó—. Ahora podré verme bien”. Se acercó tímido al espejo y miró: “¡Horrible! —dijo y escupió—. Si por lo menos hubiera algo en lugar de la nariz, pero es que… ¡no hay nada!”
       Mordiéndose los labios, de despecho, salió de la pastelería y, contra su costumbre, decidió no mirar ni sonreír a nadie. De pronto, frente a la puerta de una casa, se quedó como clavado: ante sus ojos se produjo una escena inenarrable: Ante el zaguán se detuvo una carroza, abrióse la portezuela y bajó, encogido, un señor uniformado que echó a correr escaleras arriba. ¡Cuál no sería el horror y la estupefacción de Kovaliov al reconocer en el uniformado a su propia nariz! Una visión tan extraordinaria le desconcertó por completo: no se sentía con fuerzas ni para tenerse en pie; no obstante, y conteniendo el temblor, decidió que esperaría como fuera el regreso del pasajero a la carroza. A los dos minutos, la nariz salió. Llevaba un uniforme, bordado en oro, y cuello alto; vestía pantalón de gamuza y la espada se le balanceaba al costado. Por el sombrero, con plumas, se podía deducir que su rango era de consejero estatal. Todo indicaba que estaba realizando una visita. Miró a ambos lados, gritó al cochero: “¡Rápido!”, subió y se alejó.
       Al pobre Kovaliov poco le faltó para perder el juicio. No sabía cómo interpretar un suceso tan extraño. ¡Cómo era posible que una nariz, que ayer estaba aún en su cara, que no podía andar, ahora llevara uniforme! Se lanzó a la carrera tras el carruaje, que, por suerte, tras un breve recorrido, se detuvo ante la Catedral de Kazán.
       Kovaliov se fue presuroso hacia la puerta, se abrió paso entre una hilera de pordioseras que tanto le hacían reír antes, con sus caras tapadas y dos agujeros para los ojos, y entró. En la iglesia los pocos fieles se agrupaban cerca de la entrada. Kovaliov se hallaba tan abatido, que, sin fuerzas para persignarse, buscó a aquel señor por todos los rincones. Por fin le vio, un tanto apartado. La nariz llevaba hundida la cara en el alto cuello tieso y rezaba con extraordinario fervor.
       “¿Cómo acercarme? —pensó Kovaliov—. El traje, el sombrero, todo revela en él a un consejero estatal. ¿Cómo diablos me las arreglo ahora?”
       Se puso a su lado y carraspeó varias veces; pero la nariz no abandonó su actitud fervorosa ni sus inclinaciones de cabeza.
       —Distinguido señor… —dijo Kovaliov conforme trataba de darse ánimos—: distinguido señor…
       —¿Qué se le ofrece? —respondió la nariz según se volvía hacia él.
       —Es sumamente chocante, caballero… Creo…, usted debiera saber cuál es su sitio. No obstante le veo ¿dónde?, en la iglesia. Estará usted de acuerdo que…
       —Perdóneme, pero no le entiendo. Haga el favor de explicarse.
       “¿Cómo se lo explico?”, pensó Kovaliov. Y, cobrando ánimos, comenzó:
       —Claro que…, por cierto, soy mayor. Convendrá usted conmigo en que andar sin nariz es indecoroso. Que una vendedora de naranjas peladas del Puente Voskresenskiy esté sin nariz, pase; pero una persona que tiene perspectivas de obtener…, además soy recibido por familias de lo más encumbradas, como la señora Chejtariova, viuda de un consejero estatal, y otras… Ya me dirá usted… No sé caballero —aquí el mayor Kovaliov se encogió de hombros—. Perdóneme…, pero si lo juzgamos conforme a las reglas del deber y del honor… usted mismo comprenderá…
       —Decididamente, no entiendo nada —respondió la nariz—. Explíquese mejor.
       —Muy. señor mío… —dijo Kovaliov con elevado sentido de la dignidad—, no Sé cómo interpretar sus palabras… Creo que aquí las cosas están clarísimas. ¿O es que usted se propone…? ¡Usted es mi nariz!
       La nariz observó al mayor y frunció el ceño.
       —Señor, usted se equivoca. Yo soy yo. Además, entre nosotros está descartada cualquier relación estrecha. A juzgar por los botones de su uniforme, usted, probablemente trabaja en el Senado, o, por lo menos, en Justicia, mientras que yo ejerzo, la docencia. —Dicho esto, la nariz se dio la vuelta y siguió rezando.
       Kovaliov quedó completamente desconcertado, sin saber qué hacer ni qué pensar. En ese momento se oyó el grato susurro de un vestido de mujer: se acercó una señora de edad, toda encajes, y con ella una señorita muy fina, con un vestido blanco, que se ajustaba a la perfección a su esbelto talle, tocada con un sombrero, de un tono pajizo, ingrávido como un merengue. Detrás de ellos se paró y abrió una tabaquera un larguirucho lacayo de grandes patillas y una docena de cuellos superpuestos.
       Kovaliov se aproximó más, asomó la pechera de batista del camisolín, enderezó los dijes que pendían de una cadenita de oro, y, mientras sonreía en todas las direcciones, puso el ojo en una señorita, que, grácil como flor primaveral, se inclinaba ligeramente para, después, llevarse a la frente una nívea manita de dedos casi transparentes. La sonrisa de Kovaliov se amplió aún más, cuando, bajo el sombrero, vio su barbilla, redonda, de un blanco resplandeciente, y parte de una mejilla sombreada, del color de una rosa temprana. Pero, de repente, dio un salto atrás, como si se hubiera quemado. Recordó que, en el lugar de la nariz no tenía absolutamente nada, y unas lágrimas brotaron de sus ojos. Se revolvió, dispuesto a espetarle al señor uniformado que, aunque se hiciera pasar por consejero estatal, era un sinvergüenza y un canalla y que no era más que su propia nariz… Pero la nariz ya no estaba: probablemente se había ido a hacer más visitas.
       Kovaliov quedó desesperado. Volvió a la calle y, deteniéndose por un instante bajo una columnata, observó atentamente a su alrededor, por ver si descubría la nariz. Recordaba perfectamente que llevaba sombrero de plumas y un uniforme con adamares de oro; pero no tenía presente si el corte del abrigo ni el color de su carruaje ni el de los caballos ni siquiera si llevaba lacayo ni cómo era su librea. Los carruajes pasaban de un lado para otro en tal número y a tanta velocidad, que se hacía difícil distinguirlos; pero, aunque lo hubiera descubierto, no habría podido detenerlo…
       Era un día hermoso, de sol. La Avenida Nevskiy estaba abarrotada de gente; un multicolor tropel de damas inundaba toda la acera, desde el Puente Politseiski al de Anichkov. De allí vio venir a su encuentro a un consejero áulico, al que Kovaliov daba tratamiento de teniente coronel, sobre todo en presencia de ajenos. Allí estaba, también, Yaryguin, jefe de oficina en el Senado, buen amigo, que siempre perdía al whist, cuando jugaba sin triunfo. Asimismo pasaba por allí un mayor, otro de los que ganaran el título en el Cáucaso, que ahora le hacía señas con la mano, para que se acercase…
       “¡Ya está bien!”, se dijo Kovaliov.
       —Eh, cochero, llévame derecho a la policía.
       Ya instalado en el coche, Kovaliov no cesaba de gritar al cochero “¡Apura!”
       —¿Está el jefe? —gritó nada más entrar en el vestíbulo.
       —No, señor —respondió el portero—. Acaba de salir.
       —¡Qué mala pata!
       —Sí —reconoció el portero—, no hace mucho, pero salió. Un minuto antes y lo habría encontrado en casa.
       Sin quitarse el pañuelo de la cara, Kovaliov volvió al coche y gritó desesperadamente:
       —¡En marcha!
       —¿Adónde? —preguntó el cochero.
       —¡Todo seguido!
       —¿Cómo, seguido? Estamos en una encrucijada: hay que torcer a la derecha o a la izquierda.
       Esa observación turbó a Kovaliov y le devolvió a sus meditaciones. En su situación, lo procedente era recurrir, antes que nada, a la Dirección de Seguridad, no porque tuviera que ver directamente con la policía, sino porque sus actuaciones serían mucho más rápidas que en otros sitios. Lo que no habría tenido sentido era apelar al departamento a que dijo pertenecer la nariz, porque las réplicas de la propia nariz habían demostrado bien a las claras que para aquel sujeto no había nada sagrado, y que ahora volvería a mentir, como lo hizo cuando afirmó no haber visto nunca a Kovaliov.
       Así pues, Kovaliov se disponía a ir a la Dirección de Seguridad, cuando se le ocurrió pensar que aquel bribón, aquel granuja que la primera vez le había tratado con tanto descaro, muy bien podía aprovechar la ocasión para escapar de la ciudad, lo que haría inútiles todas las pesquisas, o, Dios no lo quisiera las demoraría un mes quizá.
       De pronto le vino a la cabeza una idea genial. Por fin parecía que el cielo le era propicio. Decidió acudir a la redacción de un periódico y poner el oportuno anuncio, con una descripción detallada de todas las características del sujeto, de modo que quien lo viera lo llevase inmediatamente a su presencia o, cuando menos, diese noticia de su paradero. Decidido esto, ordenó al cochero dirigirse a las oficinas del diario, y en el trayecto no cesó de sacudirle puñetazos por la espalda, mientras exclamaba: “¡Rápido, canalla! ¡Más de prisa, inútil!” “¡Ay, señor!”, decía el cochero en tanto meneaba la cabeza y daba riendas a su caballería, lanuda como un perro faldero.
       El coche se detuvo por fin y Kovaliov entró corriendo en una pequeña antesala donde un funcionario canoso y con antiparras, que vestía una levita vieja, contaba la calderilla recaudada sentado a una mesa y con la pluma entre los dientes.
       —¿Quién recibe aquí los anuncios? —gritó Kovaliov—. Ah, buenos días.
       —Muy buenos, señor —dijo el funcionario canoso, que, alzando los ojos un instante, volvió a posarlos en el dinero repartido en montones.
       —Quiero anunciar…
       —Por favor, le ruego que espere un instante —dijo el funcionario, mientras apuntaba con una mano una cifra en el papel y con los dedos de la otra pasaba dos bolas en el ábaco. Un lacayo con galones, prueba de que servía en una casa aristocrática, permanecía ante la mesa con una nota en la mano. Juzgando oportuno poner de manifiesto su don de gentes dijo:
       —Le aseguro, señor, que la perra no vale ochenta kopeks, y que yo no daría ni ocho, pero la condesa está tan encariñada con ella, que gratifica a quien la encuentre con cien rublos. Las cosas como son; usted y yo sabemos que cada uno tiene sus gustos: si eres cazador, un suponer, te haces con un buen galgo, con un maltés, aunque te cueste quinientos, o incluso mil; pero que sea un perro de verdad.
       El viejo funcionario escuchaba aquello con expresión interesada, pero sin dejar de calcular el número de palabras del anuncio. Alrededor se apiñaba un montón de viejas, de dependientes y de porteros, cada uno con su nota. En una ofrecían los servicios de un cochero de buena conducta; en otra, un coche con poco uso, traído en 1814 de París; alguien cedía una criada sierva, de 19 años, que sabía planchar, lavar la ropa y otros menesteres domésticos; también una calesa a toda prueba, sólo faltaba una ballesta; un brioso potro atabanado de diecisiete años; semillas de nabo y de rábano recién importadas de Londres; una casa de campo con todos los servicios: dos cuadras para caballos y un terreno muy apto para plantar un bosque de abedul o un pinar; allí mismo se anunciaba a los señores interesados en la venta de suelas viejas, cuya subasta se celebraba todos los días, de ocho a tres de la tarde.
       La habitación donde se congregaba todo aquel gentío era pequeña y el aire estaba muy cargado; pero el asesor colegiado Kovaliov no percibió el olor, porque se tapaba con el pañuelo y porque su nariz sólo Dios sabía dónde andaba.
       —Señor, permítame una pregunta… Es muy urgente —dijo impacientándose.
       —Un momento, un momento. Son dos con cuarenta. Un momentito. Es uno con sesenta y cuatro —decía el canoso funcionario mientras lanzaba las facturas a la cara de las viejas y de los porteros—. ¿Qué desea usted? —dirigióse por fin a Kovaliov.
       —Le ruego… —dijo aquél—, es un caso de estafa o de timo, aún no lo sé. Únicamente le ruego insertar que quien me traiga a ese canalla será generosamente gratificado.
       —Permítame su nombre.
       —No. El nombre ¿para qué? No puedo decírselo. Tengo muchos conocidos, ¿sabe?: Chejtariova, señora viuda de un consejero de Estado, Pelangueya Grigórevna Podtóchina, viuda de un oficial… Dios no quiera que se enteren. Usted puede poner, simplemente: un asesor colegiado o, mejor aún: un caballero con graduación de mayor.
       —¿El evadido era siervo suyo?
       —Ah, si fuera un siervo, la cosa no habría sido tan grave. Se me escapó… la nariz…
       —Es un nombre bastante raro, ¿eh? ¿Con cuánto dinero se fugó ese señor Lanariz?
       —Nariz, querrá usted decir… es que usted todavía no lo ha comprendido. Es mi nariz, mi propia nariz, que ha desaparecido sin que sepa yo cómo ¡Que el diablo me quiso gastar una broma!
       —Pero ¿cómo ha desaparecido? No logro entenderlo.
       —Tampoco le puedo decir cómo ocurrió: lo que importa es que ahora anda por la ciudad dándoselas de consejero de Estado. Por eso le ruego anunciar que quien la detenga me la traiga lo más rápidamente posible. Ya me dirá usted qué me hago yo sin una parte del cuerpo tan principal. Que no se trata del dedo meñique del pie, oiga, que lo tapa el zapato y, si no lo tienes, tampoco se entera nadie. Todos los jueves visito a Chejtariova, la viuda consejera de Estado. Pelagueya Grigórevna Podtóchina, que es viuda de oficial y tiene una hija muy bonita, también se encuentra entre mis buenos amigos, y, dígame, ¿qué hago yo ahora…? Así no puedo visitarlas.
       El oficinista quedó pensativo, cosa que revelaban sus prietos labios.
       —No, no puedo anunciar eso en los periódicos —dijo tras un largo silencio.
       —¿Cómo? ¿Por qué?
       —Bueno, el diario podría perder prestigio. Si todo el mundo comienza a anunciar que se le ha escapado la nariz… Con los despropósitos y rumores falsos que nos atribuyen ya hay bastante.
       —¿Dónde ve usted el despropósito? Creo que aquí no hay nada especial.
       —Eso es lo que usted piensa. La semana pasada ocurrió un caso igual. Vino un funcionario, así, igual que usted ahora, trajo un texto —la cuenta fue de dos con setenta y tres—, y el anuncio sólo decía que se le habla escapado un perro raposero negro. ¿Tiene esto algo de malo? Pues, bien, resultó ser un libelo. Resultó que el perro raposero era tesorero de no sé qué oficina.
       —Oiga, yo no le traigo un anuncio sobre un perro raposero, sino sobre mi propia nariz, que es casi lo mismo que sobre mi persona.
       —No, no puedo publicar un anuncio como ése.
       —¡Pero si es que se me ha perdido la nariz, de verdad!
       —Si se le ha perdido, eso es cosa del médico. Dicen que los hay capaces de pegar cualquier nariz. Aunque, por lo que veo, usted debe de ser un hombre alegre y amigo de bromas.
       —Se lo juro por todos los santos. Bien, si la cosa ha llegado a tal punto se lo mostraré.
       —No se moleste —siguió el empleado mientras inhalaba cierta cantidad de rapé—. Aunque, si no le importa —agregó con un movimiento de curiosidad—, me gustaría verlo.
       El asesor colegiado retiró de la cara el pañuelo.
       —¡Efectivamente, es un caso rarísimo! —exclamó el funcionario—. Además, está completamente liso, como una torta recién hecha. ¡Increíblemente liso!
       —¿Qué, va a seguir discutiendo? Ya ve usted que no puede rechazar el anuncio. Le estaré sumamente agradecido y me alegro mucho de que este suceso me haya brindado la oportunidad de conocerle…
       —Hombre, publicarlo nada cuesta —dijo el funcionario—, pero no le veo ninguna ventaja. Si quiere, cédalo a alguien que tenga pluma, para que lo escriba como un fenómeno natural raro, y publique un articulito en la “Abeja del Norte” (volvió a aspirar rapé), como ejemplo para la juventud (se limpió la nariz), simplemente, para curiosidad del público en general.
       El asesor colegiado estaba deshecho. Pese a ello, y habiéndose posado su mirada en el pie de una cartelera de espectáculos que anunciaba el nombre de una actriz muy agraciada, se dispuso a sonreír y se llevó la mano al bolsillo, para sacar un billete grande (ya que un oficial, en opinión de Kovaliov, debía de sentarse en el patio de butacas), pero la idea de la nariz lo echó todo a perder.
       El propio funcionario parecía conmovido ante la embarazosa situación de Kovaliov. Para mitigar un tanto su congoja, consideró oportuno expresarle su conmiseración en pocas palabras:
       —Francamente, siento mucho la anécdota que le ha ocurrido. ¿Desea un poco de rapé? Quita el dolor de cabeza y las penas; incluso es bueno para las almorranas.
       Mientras hablaba, el funcionario tendió a Kovaliov la tabaquera, la destapó y, con ágil movimiento, dio vuelta a la tapa, que tenía el retrato de una señorita con sombrero.
       El inocente ofrecimiento sacó a Kovaliov de sus casillas.
       —No entiendo cómo se puede bromear con estas cosas —dijo con enojo—. ¿Acaso no ve que me falta lo que se necesita para inhalar? ¡Váyase al diablo con su rapé! Ya no lo soporto: ni el de pésima calidad, como el suyo, ni el de las mejores marcas.
       Dicho eso, abandonó la oficina muy disgustado y se dirigió a la comisaría del barrio.
       El comisario, a quien el azúcar gustaba con delirio, tenía todo el vestíbulo de su casa, que hacía las veces de comedor, abarrotado de sacos de azúcar que en prueba de amistad le regalaban los mercaderes. Kovaliov entró precisamente en el instante en que la cocinera le estaba quitando las botas; la espada y los demás atributos de su cargo colgaban pacíficamente por los rincones, y el temible tricornio se había convertido en juguete de su hijo, de tres años, mientras él, tras una jornada combativa, reñida, disponíase a saborear las mieles de la paz.
       Kovaliov aparecía en el instante en que el comisario, desperezándose y suspirando, anunciaba: “¡Qué dos horas de siesta me esperan!”. De eso se inferirá que la aparición del asesor colegiado no podía ser más inoportuna. Tengo para mí que incluso si en ese momento le hubieran traído unas libras de té o una pieza de paño, el donante tampoco habría sido bien recibido. El comisario era un gran protector de las artes y las manufacturas; pero sobre todo prefería los billetes de curso legal. “Esto sí que es una cosa grande —solía decir—; no hay nada que pueda comparársele: no pide de comer, ocupa poco espacio, cabe en el bolsillo y, si se cae, no se rompe”.
       El comisario recibió a Kovaliov sin entusiasmo y le dijo que la hora de la siesta no era la más oportuna para las pesquisas; que la naturaleza había dispuesto sabiamente que, después de comer, había que dormir (de lo que el asesor colegiado podía deducir que el comisario conocía los preceptos de los sabios de la antigüedad); que a una persona decente no le habrían arrancado la nariz; y que por la vida andan muchos que, aun teniendo título de mayor, carecen de una muda decente y frecuentan los lugares más abominables.
       ¡Había puesto el dedo en la llaga! Queremos precisar que Kovaliov era un hombre muy puntilloso. Capaz de perdonar lo que dijeran de su persona, no soportaba, sin embargo, ninguna afrenta a su graduación o a su título. Incluso consideraba que en las obras teatrales se podía permitir todo lo referente a los oficiales subalternos, pero de ninguna manera las críticas dirigidas contra los de graduación. La recepción dispensada por el comisario le dejó tan patidifuso, que sacudió la cabeza y abriéndose de brazos dijo con dignidad:
       —Francamente, después de expresiones tan ultrajantes como las que usted acaba de pronunciar, no tengo nada que añadir…
       Y marchó a casa deshecho. Anochecía. Tras el fracaso en las gestiones, su apartamento le pareció triste, por no decir aborrecible. Al entrar vio, en el mugriento diván de cuero, a su criado Iván, el cual, tumbado de espaldas, escupía hacia el techo y con tal fortuna, que siempre acertaba en el mismo sitio. La dejadez del criado sacó de quicio a Kovaliov, que le sacudió un gorrazo en la frente y murmuró:
       —Tú, cochino, siempre con tus estupideces.
       Iván se incorporó de un salto y se apresuró a quitarle la capa.
       Ya en su alcoba el mayor, cansado y deprimido, se dejó caer en una butaca y, finalmente, después de suspirar varias veces, dijo:
       —¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué tanta desgracia? Habría preferido perder un brazo o una pierna; carecer de orejas, aunque malo, es más llevadero; pero un hombre sin nariz es un adefesio: ni es pájaro ni es ciudadano; como para agarrarlo y tirarlo por la ventana. Si la nariz me la hubieran cortado en la guerra, o en un desafío, o por un error propio, aún; pero perderla así, no se sabe cómo ni por qué… Pero, no, no, es imposible —agregó tras pensarlo un poco—. Una nariz no puede perderse, es imposible. Seguro que estoy soñando o delirando; a lo mejor me equivoqué y, en lugar de agua, me bebí la vodka con que me froto la cara después de afeitarme. El imbécil de Iván no lo retiraría, y yo le pegué un buen trago.
       Para convencerse de que no estaba borracho, el mayor se propinó un pellizco tan fuerte, que gritó del dolor. El dolor acabó convenciéndole de que estaba en sus cabales y despierto. Se aproximó lentamente al espejo y primero cerró los ojos, pensando que, tal vez, al abrirlos hallaría la nariz en su sitio. Pero, retrocediendo al instante, exclamó: “¡Menuda facha!”
       Efectivamente, la cosa no tenía explicación. Si hubiera perdido un botón, una cuchara de plata, un reloj, o algo por el estilo, pase; pero perder aquello, y, además, estando en casa… Tras sopesar estas circunstancias, el mayor Kovaliov atribuyó todo lo sucedido —y tal vez andaba muy cerca de la verdad— a la Podtóchina, la viuda del oficial empeñada en que él se casara con su hija. Él le hacía la corte, pero eludía el compromiso definitivo. Cuando la capitana le dijo sin rodeos que quería verle casado con su hija, él levó anclas y desapareció alegando que todavía era joven, que aún le quedaban cinco años para cumplir exactamente los cuarenta y dos. Por eso la capitana; seguro que para vengarse, decidió echarle el mal de ojo y contrató a alguna bruja. Porque era impensable que le hubieran cortado la nariz en su habitación: no había entrado nadie; el barbero Iván Yákovlevich le había afeitado el miércoles, y ese día, y, todo el jueves, tuvo la nariz en su sitio, lo recordaba muy bien; además habría sentido dolor y la herida no habría podido cicatrizar tan pronto ni dejar la cara lisa como un buñuelo.
       Se puso a discurrir Kovaliov la mejor manera de castigar a la viuda. ¿Llevarla a los tribunales, o ir a su casa y decírselo todo a la cara? Sus reflexiones fueron interrumpidas por una luz que se colaba por todas las rendijas de la puerta, prueba de que Iván había encendido la vela en el vestíbulo. Al poco apareció el propio Iván, que, sosteniendo entre sí la bujía, llenó de luz la habitación. El primer impulso de Kovaliov fue taparse con el pañuelo el lugar que la víspera todavía ocupaba la nariz, para que el tonto del criado no se pasmara al ver cosa tan rara en la cara del señor.
       Apenas se hubo metido Iván en su cuchitril, en el vestíbulo sonó una voz desconocida que preguntaba:
       —¿Vive aquí el asesor colegiado Kovaliov?
       —Entre. El mayor Kovaliov soy yo —dijo éste conforme se levantaba y corría a la puerta.
       Entró un apuesto oficial de policía, con unas patillas que, sin ser demasiado rubias, tampoco eran negras, y mejillas bastante rellenas; el mismo que al comienzo del relato estaba ante el Puente Isákievskiy.
       —¿Ha perdido usted la nariz?
       —Efectivamente.
       —Ha sido localizada.
       —¿Qué me dice? —gritó el mayor Kovaliov.
       Mudo de contento, Se quedó mirando fijamente al comisario, en cuyas mejillas y gruesos labios danzaba la vacilante luz de la vela.
       —Cuénteme, ¿cómo ha sido?
       —Fue todo muy raro: la detuvieron cuando se disponía a partir. Tomaba la diligencia, para dirigirse a Riga. Había sacado el pasaporte con tiempo, a nombre de un funcionario. Lo raro es que al principio la tomé por un caballero. Pero esa vez, por suerte, yo llevaba gafas y en seguida descubrí que era una nariz. Soy miope ¿sabe?, y, si se pone usted ante, mí, veo que tiene cara, pero no sé si tiene nariz ni barba, ni distingo nada. Mi suegra, es decir la madre de mi señora, tampoco ve nada.
       Kovaliov exultaba.
       —¿Dónde está? ¿Dónde? ¡Ahora mismo voy!
       —No se preocupe. Suponiendo que le haría falta, la traje conmigo. Lo raro es que el implicado principal es un granuja, un barbero de la calle Voznesénskaya, que está en el calabozo. Yo sospechaba hacía tiempo que era un borracho y un ladrón; sin ir más lejos, hace un par de días robó una docena de botones en una tienda. Su nariz ha quedado tal cual era.
       Con estas palabras el comisario introdujo la mano en el bolsillo y sacó la nariz, envuelta en un papel.
       —¡Sí, es ella! —exclamó Kovaliov—, ¡seguro! Quédese y tomamos una taza de té.
       —Lo tomaría encantado, pero no puedo: de aquí me voy al reformatorio… Es que la vida está por las nubes… Conmigo viven mi suegra, es decir la madre de mi señora, y los niños; el mayor apunta cualidades muy buenas, es un chico listísimo; pero no llega el dinero para la educación.
       Kovaliov comprendió la indirecta, tomó de la mesa un billete rojo y se lo puso en la mano al comisario, que, con una reverencia, desapareció por la puerta. Un instante después, de la calle llegaba su voz según aleccionaba a un estúpido campesino que había atravesado su carromato en mitad de la calle.
       Despedido el comisario, el asesor colegiado permaneció indeciso unos minutos, pasados los cuales recobró la capacidad de ver y sentir: hasta tal punto le había trastornado la alegría inesperada. Cuidadoso, con las manos haciendo cuenco, cogió la nariz recobrada y volvió a contemplarla detenidamente.
       —¡Es ella!, —exclamó— Con el mismo grano que me salió ayer en el lado izquierdo.
       Faltó poco para que el mayor estallara en risas de júbilo.
       Pero nada dura mucho en este mundo, y la alegría que sigue al primer minuto ya no es tan viva, y luego decae aún más, hasta confundirse poco a poco con el estado habitual del alma, igual que los círculos que en el agua produce la caída de una piedra desaparecen finalmente en la superficie reposada. Kovaliov se puso a reflexionar y llegó a la conclusión de que la cosa no acababa ahí: había recuperado la nariz, pero aún faltaba pegarla, ponerla en su sitio.
       “¿Y si no agarra?”
       Esta pregunta dirigida a sí mismo hizo empalidecer al mayor.
       Presa de un pavor indescriptible, fue hacia la mesa y cogió un espejo. Temeroso de colocar torcida la nariz, le temblaban las manos. Con esmero y recelo fijo la nariz en su sitio. ¡Qué horror! ¡No se sostenía! Se la llevó a la boca, la calentó ligeramente con el aliento y volvió a ponérsela en el lugar liso, entre los dos carrillos. Nada: la nariz no quería sujetarse.
       —Anda, anda, sujétate, tonta —repetía.
       Pero la nariz parecía rígida y caía sobre la mesa con un ruido extraño, como de corcho.
       La cara del mayor se torció en una mueca. “¡Será posible que no agarre!”, decía asustado. Pero todos los intentos de colocarla en su sitio resultaban fallidos.
       Mandó a Iván que llamara al médico que vivía en la misma casa en el mejor apartamento. Ese médico, que era un señor de excelente aspecto, dueño de unas hermosas patillas como la pez y de una esposa lozana y saludable, se desayunaba con manzanas y mantenía la boca en un extraordinario estado de limpieza enjuagándola todas las mañanas, durante tres cuartos de hora, y puliendo la dentadura con cinco clases de cepillos diferentes.
       El doctor apareció enseguida. Preguntó cuándo se había producido la desgracia, levantó la cabeza de Kovaliov, sujetándolo por la barbilla, y, con el pulgar, descargó un fuerte capón sobre el lugar que había ocupado la nariz. El mayor reaccionó echando bruscamente hacia atrás la cabeza, con tan mala fortuna, que se golpeó la nuca contra la pared. El médico dijo que la cosa no tenía mayor importancia, le aconsejó que se apartara un poco de la pared, le mandó ladear la cabeza hacia la derecha, palpó el lugar que correspondía a la nariz y dijo: “¡Hum!” Después le mandó torcer la cabeza hacia la izquierda, dijo “¡Hum!”, y, para finalizar, le soltó otro capirotazo, que hizo respingar a Kovaliov como el caballo al que miran los dientes. Realizada esa prueba, el médico movió la cabeza y dijo:
       —Quia, imposible. Más vale que se quede usted así; podría ser peor. Hombre, ponerla, se podría poner, y yo podría hacerlo ahora mismo; pero le aseguro que sería peor.
       —Vaya, muy bonito. Entonces ¿tengo que quedarme sin nariz? —dijo Kovaliov—. Peor que ahora no puede resultar. Esto no tiene nombre. ¿Puedo presentarme en alguna parte con esta cara? Tengo buenas amistades: hoy, sin ir más lejos, debo asistir a sendas veladas en dos casas. Tengo muchos conocidos: Chejtariova, señora viuda de un consejero de Estado; Podtóchina, señora viuda de un capitán… aunque, después de lo que me ha hecho, mis relaciones con ella serán a través de los tribunales. Por favor —pronunció Kovaliov con voz suplicante—, ¿no habría forma? Póngamela como sea; aunque no quede bien, pero que agarre; yo, en casos comprometidos, podría sujetarla un poco. Además, no soy bailarín, que pudiera darle una sacudida con algún movimiento brusco. Y en cuanto se refiere a la remuneración de sus servicios, no dude que, hasta donde alcancen mis posibilidades…
       —Créame —dijo el médico con una voz ni fuerte ni débil, pero sumamente sugestiva y magnética— que yo jamás curo por interés. Es algo reñido con mi manera de ser y con mi arte. Cierto, cobro por las visitas, mas únicamente para no ofender con mi negativa. Sí, yo podría colocarle la nariz, pero le doy mi palabra, e incluso se lo juro, si no tiene fe en mi palabra, que iba a ser mucho peor. Deje actuar a la propia naturaleza. Lávese frecuentemente con agua fría, y le aseguro que, sin nariz, se sentirá igual de sano que si la tuviera. En cuanto a la nariz propiamente dicha, le aconsejo ponerla en un bote con alcohol, y sería conveniente añadirle dos cucharadas soperas de ácido sulfúrico y vinagre caliente. Podría sacar por ella un buen dinero. ¡Yo mismo se la compro, siempre que el precio no sea exorbitante!
       —¡No, no, jamás la venderé! —gritó desesperado el mayor Kovaliov— ¡Prefiero que se eche a perder!
       —Excúseme —dijo el doctor conforme iniciaba la despedida—. Sólo trataba de serle útil… ¡Qué le vamos a hacer! Por lo menos, habrá visto mi buena voluntad.
       Dicho esto, el médico salió, muy digno, de la habitación. Kovaliov, insensible a todo, ni siquiera se había fijado en su cara, y sólo reparó en los puños de su camisa, blanca y limpia como la nieve, que asomaban de las mangas de su levita negra.
       Al día siguiente, decidió que, antes de presentar la denuncia, escribiría a la capitana instándola a devolverle de grado lo que le debía. La carta estaba redactada en estos términos:

     Distinguida Alexandra Grigórevna:
     No alcanzo a comprender su extraño comportamiento. Le aseguro que con tal actitud no conseguirá nada, ni me forzará a casarme con su hija. Créame que conozco la historia de la nariz en su totalidad, igual que sé que la principal culpable es usted y sólo usted. Su súbito desprendimiento, así como su disfraz y sus apariciones, primero bajo el aspecto de funcionado y, posteriormente, bajo su propio aspecto, no son sino resultado de los maleficios ejercidos por usted, o por los que, como usted, se dedican a tan innobles prácticas. Por mi parte me considero obligado a advertirle que, si la citada nariz no aparece hoyen su sitio, me veré obligado a recurrir a la protección de la ley.
     Con el mayor respeto, queda de usted seguro servidor

Platón KOVALIOV.

     Distinguido Platón Kuzmich:
     Su carta me ha dejado perpleja. De serle sincera, no lo esperaba de ninguna manera, y mucho menos sus injustos reproches. Pongo en su conocimiento que al funcionario que usted cita jamás le recibí en mi casa, ni disfrazado ni al natural. Es cierto que por mi casa ha pasado Filipp Ivánovich Potánchikov. Y, aunque también lo es que aspiraba la mano de mi hija, y pese a ser hombre de conducta intachable, culto y morigerado, yo nunca le di la menor esperanza. Usted también hace referencia a la nariz. Si con ello quiere dar entender que yo intenté dejarle a usted con un palmo de nariz, es decir darle una negativa formal, es algo que me sorprende, sobre todo en usted, pues debe constarle que mi actitud es muy otra, tanto, que si usted solicita la mano de mi hija de manera legal, estoy dispuesta a satisfacerle inmediatamente, por cuanto ello siempre constituyó el objeto de mi mayor deseo, en espera de lo cual siempre me hallará a su plena disposición.

Alexandra PODTÓCHINA.

      “No —se dijo Kovaliov después de haber leído la carta—. Ella no es la culpable. ¡No puede ser! Esa carta no pudo ser escrita por alguien que ha cometido un crimen”. El asesor colegiado era hombre avezado en esto, porque había realizado varias investigaciones en la región del Cáucaso. “¿Cómo pudo producirse esto? El propio diablo no sabría decirlo”, concluyó descorazonado.
       Mientras tanto, los rumores sobre el insólito acontecimiento se propagaron por toda la capital y, por supuesto, no faltaron las exageraciones consabidas. Eran días en que las mentes se hallaban predispuestas a lo extraordinario: de un tiempo a aquella parte, la ciudad entera no hablaba más que de los experimentos de magnetismo. Por otro lado, la historia de las sillas danzantes de la calle Koniúshennaya estaba aún demasiado reciente, por lo cual no es de extrañar que pronto cundiera la especie de que la nariz del asesor colegiado Kovaliov había sido vista paseando a las tres en punto por la Avenida Nevskiy. Todos los días se congregaban allí muchos curiosos. Alguien dijo que la nariz se hallaba en la tienda de Junker, y ante sus puertas se produjo tal aglomeración de público y tales apretones, que tuvo que intervenir la policía. Un hombre emprendedor, de noble apariencia, con patillas, que vendía pastas secas a la entrada de los teatros, hizo oportunamente unos bancos de madera, muy buenos y resistentes, que ofrecía, a quienes quisieran encaramarse, al precio de 80 kopeks por persona. Un benemérito coronel, que salido especialmente temprano de casa, para ver la nariz, se abrió paso entre la muchedumbre, con grandes dificultades, y quedó sumamente indignado al ver que en el escaparate de la tienda en lugar de la nariz se exhibía una vulgar chaqueta de punto y una estampa litografiada de una señorita subiéndose una media observada por un petimetre con chaleco desabrochado y perilla, que se ocultaba detrás de un árbol; la estampa llevaba más de diez años en el mismo sitio. El coronel se apartó y dijo, indignado, que no comprendía que se pudiera engañar a la gente con unos bulos tan estúpidos e inverosímiles.
       Más adelante se propaló la noticia de que la nariz del mayor Kovaliov no paseaba por la Nevskiy, sino en el jardín Tavrícheskiy, y que, al parecer, llevaba mucho tiempo haciéndolo; que incluso Josrev-Mirza, cuando vivía allí, se asombraba de tan extraño capricho de la naturaleza. Algunos estudiantes de la Academia de Cirugía acudieron al parque. Una ilustre y respetable dama solicitó por escrito al guardián del jardín que mostrara a sus hijos el raro fenómeno y que, a ser posible, acompañara la demostración con explicaciones edificantes y provechosas para los niños.
       De todos estos sucesos sacaban partido, sobre todo, los mundanos y asiduos asistentes a los bailes de sociedad, que precisamente habían agotado todas las reservas de chistes con que hacían reír a las damas; una pequeña parte de la gente respetable y bien intencionada mostraba enorme disgusto. Un señor manifestaba indignado que no comprendía cómo en nuestro esclarecido siglo podían cundir bulos tan disparatados, y se asombraba de que el gobierno no toma cartas en el asunto. Al parecer, éste era uno de esos señores que quisieran involucrar al gobierno en todo, incluso en sus diarios altercados con su esposa.
       A continuación… pero aquí el suceso vuelve a quedar envuelto en la bruma, y de lo que pasó a continuación nada se sabe.


III

      Este mundo está lleno de despropósitos. A veces ocurren cosas difíciles de creer: esa misma nariz, que paseó disfrazada de consejero de Estado y levantó tanta polvareda en la ciudad, de pronto, y como si tal cosa, retornó a su lugar, es decir, entre los dos carrillos del mayor Kovaliov. El hecho acaeció el 7 de abril. Kovaliov se levantó, se miró casualmente al espejo y vio… ¡la nariz en su sitio! La palpó: ¡efectivamente, era ella! “¡Vaya!”, exclamó Kovaliov. Y se alegró tanto, que estuvo a punto de ponerse a bailar descalzo por toda la habitación, Pero Iván lo impidió con su aparición. Kovaliov le mandó que trajera inmediatamente la palangana, y, cuando se hubo lavado volvió a mirarse en el espejo: allí seguía la nariz. Mientras se restregaba con la toalla, volvió a mirarse: ¡la nariz continuaba en su sitio!
       —Mira aquí, Iván, tengo la sensación de que en la nariz me salió un grano —dijo en tanto pensaba: “Pobre de mí si Iván me suelta: “No, señor, no tiene ni grano ni nariz””.
       Pero Iván dijo:
       —No, señor, no tiene ningún grano, la nariz está completamente limpia.
       —¡Diablos, qué alegría! —se dijo el mayor y chasqueó los dedos.
       En ese instante apareció por la puerta el barbero Iván Yákovlevich, atemorizado como un gato recién castigado por hurtar tocino.
       —Antes, dime si traes las manos limpias —le gritó de lejos Kovaliov.
       —Sí, señor.
       —¡Mientes!
       —Le juro que están limpias, señor.
       —Bien, te creo; pero cuidadito, ¿eh?
       Kovaliov se sentó. Iván Yákovlevich le cubrió con el paño y, en un instante, brocha en mano, transformó su barba, y parte de la mejilla, en una crema como la que suelen poner en casa de los mercaderes en los días onomásticos. “¡Fíjate!”, dijo para sí Iván Yákovlevich conforme observaba la nariz; después, vuelta la cara hacia el otro lado, la miró de soslayo y añadió: “¡Y pensar que…!” Estuvo un buen rato contemplando la nariz. Finalmente y, con todo el esmero de que era capaz, levantó dos dedos, para apresarla por la punta. Era el sistema empleado por Iván Yákovlevich.
       —¡Ándate con cuidado! —le gritó Kovaliov.
       Iván Yákovlevich, descorazonado, se sintió más aturdido y avergonzado que nunca. Por fin, con sumo esmero, comenzó a raspar con la navaja debajo del mentón; y, aunque le era incómodo y difícil afeitar sin atenazar el órgano olfativo del cuerpo, apoyó como pudo sus ásperos dedos en el carrillo y en la mandíbula, hasta conseguir, por fin, superar, todos los obstáculos y realizar el afeitado.
       Cuando todo terminó, Kovaliov se vistió apresuradamente, paró un coche y se fue directamente a la pastelería. Desde la entrada gritó: “¡Camarero, una taza de chocolate!”, y se dirigió de inmediato hacia el espejo. ¡Tenía nariz! Se dio la vuelta y, alegre, entornando los ojos, miró a dos militares, uno de los cuales tenía una nariz no mayor que un botón de chaleco. Después se fue al negociado en que hacía gestiones para obtener una plaza de vicegobernador o, si fracasara, de administrador. Cuando cruzaba la antesala, echó un vistazo al espejo: tenía nariz. Acto seguido marchó a ver a otro asesor colegiado, o mayor, hombre muy bromista, al que Kovaliov solía decir en respuesta a sus observaciones mordaces: “¡Que ya te conozco, chungón!” Por el camino pensó: “Si él mayor no revienta de risa al verme, es prueba de que todo lo llevo en su sitio”. Pero el asesor colegiado, como si nada. “Diantres, ¡qué bien, pero qué bien!”, pensó para sí Kovaliov. Por el camino tropezó con la capitana Podtóchina y con su hija, las saludó con una inclinación y fue acogido con exclamaciones de júbilo, muestra de que a él no le faltaba nada. Se paró a hablar con ellas un buen rato, y a propósito sacó la tabaquera y, en presencia de ellas, se puso a atacar concienzudamente los dos orificios de la nariz; mientras, decía para sí: “Tomad nota, mujeres vanas, gallinejas. Pero yo con la hija no me caso. Así, par amour, ¡ni loco!”
       A partir de ese momento, el mayor Kovaliov se paseó, tan campante, por la Avenida Nevski, en el teatro y por todas partes. La nariz, igual de campante, permanecía sujeta a su cara, como si jamás se hubiera movido de su sitio. Después de aquello, al mayor Kovaliov siempre le veían de buen humor, sonriente, persiguiendo a todas las señoritas bonitas, sin excepción, e incluso^ en una ocasión, le vieron ante un tenderete, en el mercado Gostinny, comprando la cinta de una condecoración, no se sabe con qué fin, pues él no tenía condecoración alguna.
       Esa fue la historia que sucedió en la capital norteña de nuestro enorme imperio. Aunque ahora, pensándolo mejor, vemos que en ella hay muchas cosas difíciles de creer. Dejando a un lado la más que extraña y contranatural evasión de la nariz y su aparición en distintos lugares, bajo el aspecto de consejero de Estado, ¿cómo no cayó en la cuenta Kovaliov de que sobre la nariz no se podía anunciar en la prensa? No me refiero a que el anuncio le iba a salir muy caro: eso son menudencias, y yo no soy ningún roñoso, sino a que el asunto es indecoroso, torpe, feo. Por otra parte, ¿cómo pudo aparecer la nariz en el pan cocido, y cómo el propio Iván Yákovlevich…? No, eso es algo que no entiendo, que no me entra en la cabeza, vaya.
       Pero lo más raro, lo más incomprensible de todo, es que los autores puedan elegir semejantes temas. Francamente es algo que no me cabe, eso sí, que no me cabe en la cabeza. En primer lugar, así no se presta ningún servicio a la patria; y, en segundo lugar…; pero en segundo lugar tampoco se presta ningún servicio. Sencillamente, no sé qué pensar de eso…
       De todos modos, y pese a todo ello, no obstante, por supuesto, podemos admitir esto, aquello y lo de más allá, e incluso… Pero ¿hay algún lugar donde no se den incongruencias? En esto, y en todo, si te pones a pensar en ello, francamente, algo hay. Dígase lo que se quiera, ocurren en el mundo cosas semejantes; no muy a menudo, pero ocurren.




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