Foucault y la psicolog�a: la ventana indiscreta

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Foucault y la psicolog�a: la ventana indiscreta

Foucault and psychology: the undiscrete window

Roberto FOLLARI
Universidad de Cuyo, Argentina

Foucault y la psicolog�a: la ventana indiscreta

Utop�a y Praxis Latinoamericana, vol. 26, n�m. 92, pp. 45-53, 2021

Universidad del Zulia

Recepci�n: 28 Agosto 2020

Aprobaci�n: 20 Noviembre 2020

Resumen: Foucault golpe� fuertemente a la Psiquiatr�a con su Historia de la locura. Mostr� los minuciosos ejercicios de violencia que en el Hospital General de Par�s se daban en nombre de la ciencia y la normalidad. Del rechazo a tal normalidad, se dio su rechazo al psicoan�lisis, entendido como normalizador. Desde su estetizaci�n de la locura, asumida como el discurso revelador de la Anti-raz�n moderna, pas� a la consideraci�n del dispositivo psicoanal�tico como an�logo al de la confesi�n cristiana, y a la creencia de que el peso dado culturalmente al sexo no deven�a de pulsiones, sino que era puro efecto discursivo.

Palabras clave: Locura, Psiquiatr�a, Psicoan�lisis, Sexualidad.

Abstract: Foucault hit Psychiatry hard with his History of Madness. He showed the meticulous exercises of violence that took place in the General Hospital of Paris in the name of science and normality. From the rejection to such normality, he gave his rejection to psychoanalysis, understood as normalizing. From his aestheticization of madness, assumed as the revealing discourse of modern Anti-reason, he passed to the consideration of the psychoanalytic

device as analogous to that of the Christian confession, and to the belief that the cultural weight given to sex did not come from drives, it was purely discursive effect.

Keywords: Madness, Psychiatry, Psychoanalysis.

INTRODUCCI�N

No funcion� como psic�logo, ni como un estudioso sistem�tico del campo de la Psicolog�a*1. Sin embargo, Foucault dedic� muchas p�ginas a las cuestiones de esta disciplina, como un vecino que mira desde fuera, y muestra los rasgos d�biles de esta ciencia, ciertamente problem�tica. Tambi�n en su propia saga discursiva al respecto –interrumpida, fragmentaria, dis�mbola- el autor franc�s mostrar� su propensi�n a un “pensamiento negativo” (al que nunca llamar�a as�, por su rechazo hacia Hegel), a no forjar sino los pasos de un des/armamiento del pensamiento hegem�nico, mostrado como recurso de poder, como construcci�n de dispositivos para operar en el dominio disciplinario sobre los cuerpos.

Es ese Foucault cuyo pensamiento ha provocado deslumbramientos que han llevado a repetirlo hasta el cansancio: el que visibiliz� micropoderes por tanto tiempo escondidos tras los “grandes relatos” del pensamiento occidental, y con ello contribuy� tambi�n al ocultamiento relativo de la macropol�tica. Aquel que no supo de un campo discursivo �nico: que estuvo aupado a la vez en la filosof�a, la historia de las ideas, la historia a secas. Que tuvo intervenciones pol�ticas y relativas a instituciones como las c�rceles, que se meti� en pol�micas coyunturales y no s�lo en los grandes temas de �poca, que desafi� las clasificaciones epist�micas al proponer una arqueolog�a de los saberes, que desnudaba la construcci�n misma de tales clasificaciones hist�rico-contingentes (Foucault:1969).

Es el Foucault enormemente original, pero que se cuid� de mostrar sus fuentes de una manera casi tramposa: s�lo en el lecho de su enfermedad final confes� sus deudas con Heidegger (evidentes para los conocedores, pues su insistencia en el acontecimiento refer�a al evento heideggeriano, a su noci�n del ser/siendo) (Heidegger:1951). Y no sabemos que haya confesado las evidentes huellas que tuvo de los desarrollos de la Escuela de Frankfurt a la que denostaba, a la vez que a la teor�a de la burocratizaci�n de Max Weber que los frankfurtianos criticaran.

Varios Foucault, sin dudas. Una especie de pre-Foucault, aquel que todav�a en clave fenomenol�gica escribi� sobre enfermedad mental y personalidad, a�n desde el influjo de Sartre, a quien luego su obra buscar� enterrar (como parte de quienes hab�an puesto al yo en el inicio de la comprensi�n del sujeto y de la historia)(Caruso:1969). Luego aparece el autor de la tesis de doctorado, el de la Historia de la locura en la �poca cl�sica, publicado luego en idioma castellano en dos tomos (1961). Aqu� asoma un tanto el que veremos luego en Vigilar y castigar (1975), o en Microf�sica del poder (1978): el Foucault m�s difundido, el de la relaci�n saber/poder y el desarrollo detallado de todos los intersticios del sometimiento de los sujetos a las t�cnicas de imposici�n por v�a de las regulaciones institucionales y los saberes profesionales y cient�ficos que operan como justificaci�n de esos poderes en ejercicio y operaci�n permanentes. Entre la tesis y esta etapa de producci�n que fue la que m�s lo hizo c�lebre, el autor franc�s que viviera alg�n tiempo en Africa public� sus trabajos m�s “epistemol�gicos”, dedicados a mostrar que las cosas existen siempre al interior de los discursos, y que la distinci�n tajante entre ambos niveles de existencia se hace imposible. Fueron entonces El orden del discurso (2005), La arqueolog�a del saber (1969), Las palabras y las cosas (1966). Este �ltimo fue sin duda el m�s ambicioso, al establecer una periodizaci�n de los modos de entendimiento sucesivos en Occidente desde los inicios de la modernidad, y exhibir que los modos del decir eran a la vez los del percibir, de manera que la mirada quedaba determinada desde el discurso, seg�n una apreciaci�n que pudo ser muy compatible con la de Wittgenstein.

Luego vendr�a el per�odo sobre saber/poder, que la cr�tica de la c�rcel en Vigilar y castigar establecer�a de modo acabado, pero que ya hab�a tenido antecedentes en la tesis de doctorado, e incluso en el libro levemente posterior El nacimiento de la cl�nica (1963). Todav�a a este per�odo podemos adscribir el primer tomo de su inconclusa Historia de la sexualidad, denominado La voluntad de saber (1976). La clave discurso/conocimiento/poder microf�sico desaparece en los posteriores libros de esa Historia sobre lo sexual,

pas�ndose al an�lisis de la constituci�n del yo y la conciencia moral en el cristianismo primitivo, un giro insospechable desde lo que hab�a sido su obra previa.

Tambi�n lo fue todo el trabajo sobre la gubernamentalidad y la biopol�tica, en buena medida difundido s�lo luego de su muerte por SIDA en el a�o 1984, as� como el estudio sobre las tecnolog�as de gobierno, desarrollado largamente en torno del neoliberalismo como una forma de constituci�n de la subjetividad.

No quiso que lo denominaran estructuralista, a pesar de su cuasi/fobia al lenguaje sobre el yo fundante, la conciencia o los valores humanistas, reputados por �l como responsables de algunos de los peores desastres de la historia occidental. En nombre de los mejores valores, las m�s brutales objetivaciones, seg�n �l entend�a. Y tambi�n se opuso –con mucha coherencia- a que lo denominaran “posmoderno”, en tanto su postura se asumi� como un debate interno a las condiciones de la modernidad, y tambi�n porque el “post” no significa nada preciso en s� mismo, de modo que se trata de un r�tulo c�modo pero un tanto vac�o. Lo cual, por cierto, no impide que algunos entendamos que lo post-moderno existe y es digno de atenci�n (p.ej. el libro de mi autor�a Modernidad y posmodernidad: una �ptica desde Am�rica Latina) (Follari:1990): pero est� claro que la postura relajada de los autores posmodernistas (Lyotard, Vattimo, Baudrillard) poco tiene que ver con la anal�tica foucaultiana de los micropoderes, as� como con su insistencia en el valor de las resistencias.

LA PSIQUIATR�A COMO CADENA DE HORRORES

Alguien podr�a calificar de “unilateral” la larga enumeraci�n que Foucault realiza en Historia de la locura en la �poca cl�sica de los castigos y las violencias que se ejerc�an en el Hospital General de Par�s antes de la llegada de la Revoluci�n Francesa, pero nadie podr� dudar de su minuciosidad, del cuidado acucioso en la referencia a las regulaciones de cu�ntos golpes, cu�ntos chorros de agua helada, cu�ntos d�as de encierro en condiciones extremas, deb�an propinarse a los internos, a los fines de “reeducarlos”, de “calmarlos”, de someter sus reacciones a una idea de adaptaci�n a partir de la cual (acorde con el saber m�dico/psiqui�trico en ciernes) todo ejercicio de sometimiento estaba autorizado.

El libro detalla resoluciones, ordenanzas, regulaciones d�a por d�a, mes a mes, a�o a a�o, y muestra que no hubo ninguna progresi�n lineal hacia la desaparici�n de la violencia, la cual era fruto de un saber ilustrado que la justificaba y motivaba. Comienza aqu� Foucault su demolici�n del edificio c�modo de la raz�n occidental autopercibida como intr�nsecamente liberadora, como necesariamente emancipadora, como relato del despliegue hist�rico de la libertad creciente.

No habr� historia progresiva, ni desarrollo gradual. La noci�n de un decurso temporal que va de menor

a mayor, del sometimiento a la libertad, es rotundamente desmentida por la forma en que Foucault establece su relato, donde busca que brille lo moment�neo, el detalle, la minucia, todo aquello que el alisamiento de una raz�n abstracta y totalizante deja fuera.

El texto es implacable en la muestra de la violencia que ser�a la cara oculta necesaria de la Raz�n. As� como Sartre hab�a enfatizado en su c�lebre Pr�logo a Fanon del libro Los condenados de la tierra (Fanon:1965) que la Ilustraci�n francesa era la justificaci�n de la masacre colonial ejercida por ese pa�s en la guerra de Argelia –ejemplo de represi�n planificada que prohij� en parte los siniestros campos de exterminio de la dictadura argentina iniciada en 1976-, Foucault no sali� del territorio europeo para exhibir esa misma barbarie ejercida en nombre de la ciencia, el progreso y la raz�n. Es que argumentando el enfrentamiento a la locura, durante el Medioevo tard�o se hab�a propuesto la “stultifera navis”: la luego famosa nave de los locos. As�, los “cuerdos” y “normales” se permit�an desasirse de la inc�moda compa��a de los definidos como insanos mentales. En nombre de la necesidad de imponer un mundo donde tales insan�as no molestaran la tranquilidad de los dem�s, se pon�a algunas porciones de alimentos en una nave, se ubicaban algunas mantas como para que pudiesen los locos abrigarse y/o descansar, y finalmente se sub�a a los indeseados y se desamarraba anclas, para que la nave se llevara definitivamente a esos coterr�neos extra�os a ese ancho mar donde –por v�a de la muerte, obviamente- dejasen de fastidiar.

Foucault empezaba a diseccionar en relaci�n al posterior hospital la l�gica del encierro, que m�s tarde en su obra aplicar� detalladamente al caso de la c�rcel, e inclusive al dispositivo de la sexualidad moderna, especialmente en referencia a las prescripciones de la Iglesia cat�lica. Deslindar territorialmente a los diferentes entendidos como indeseables habr� sido la tarea a realizar, auxiliada desde los dispositivos discursivos de saber que ven�an –no como justificaci�n exterior sino en un entramado pr�ctico concreto- a mostrar a tal encierro y las violencias que lo acompa�aban, como absolutamente racionales y necesarios.

El esc�ndalo entre los psiquiatras result� enorme. Las reacciones airadas se multiplicaron cuando el libro

del entonces joven autor franc�s alcanz� difusi�n, en los comienzos de los a�os sesentas del siglo XX. Se hab�a dado un hachazo muy fuerte a los procedimientos de violencia –tales como el electroshock, por aquel tiempo en boga-, y se hab�a puesto a las instituciones hospitalarias psiqui�tricas, as� como a las clasificaciones sobre lo normal y lo patol�gico propias de los tratados de Psiquiatr�a, en una situaci�n de cuestionamiento generalizado ante la poblaci�n.

Foucault cuestionaba toda la clasificaci�n cl�nica, a partir de exponer en la lupa a la dupla

salud/enfermedad como equ�voca y maniquea. Esa polaridad ubica de un lado a los que tienen todos los derechos, del otro a quienes no tienen ninguno: de un lado la raz�n y la ciencia, del otro el delirio y la p�rdida de la identidad. En nombre de ello, todo poder y toda violencia parecen justificarse. La d�ada que supone toda la luz de un lado y toda la opacidad del otro, la operaci�n de la raz�n ilustrada por la cual �sta se arroga el monopolio de la legitimidad, es la base de violencias extremas realizadas en su nombre con la buena conciencia de ser “aplicaci�n de la ciencia”. Castigos en nombre de la raz�n, golpes en nombre de la ciencia, barbarie en nombre del saber.

Toda similitud con lo que la figura de Sarmiento represent� en la Argentina, es m�s que azarosa

coincidencia. Los latinoamericanos bien sabemos de c�mo se arras� a nuestras poblaciones ind�genas –y parte de las criollas, como el caso del gaucho- en nombre de la civilizaci�n y del progreso. Culturas de alta complejidad como la incaica, la maya y la azteca, fueron literalmente aplastadas por v�a militar y sometidas por v�a eclesi�stica, de modo que su esplendor arquitect�nico y art�stico, tanto como la riqueza m�ltiple de su cultura y sus creencias, fueron arrancados de cuajo en nombre del progreso. Progreso que no s�lo aniquil� cuerpos f�sicos y liquid� extraordinarios desarrollos culturales, sino que sirvi� para el saqueo de riquezas, como lo fueran los minerales llevados de manera masiva hacia territorio de la Corona espa�ola o la portuguesa, seg�n el caso.

Foucault empezaba a develar esa cara oscura de la Ilustraci�n –que, por cierto, los frankfurtianos hab�an

ya exhibido y explicado a su propia manera-(Marcuse:1965), mientras llamaba a una disecci�n molecular de los mecanismos del poder. No era lo habitual trabajar sobre un espacio tan espec�fico como el de la Psiquiatr�a, pues las izquierdas nos hab�an acostumbrado a hablar del poder en t�rminos siempre macropol�ticos, estructurales. Nuestro autor se�alar�a que, precisamente, la decisi�n de hablar de lo estructural serv�a a ocultar y disfrazar los poderes disciplinarios desarrollados al interior de las instituciones, en nombre de saberes como era el caso del psiqui�trico en esta obra, mientras luego se advertir�a que tambi�n en el campo m�dico o el criminol�gico.

Resultaba curioso que la cr�tica a la Psiquiatr�a no incluyera nociones de psicoan�lisis. En muchos espacios –y la Argentina fue claro ejemplo de ello durante los a�os cincuenta hasta los setenta del siglo XX- buena parte de las dificultades del psicoan�lisis para lograr implantaci�n se dieron por la impronta cerrada de la Psiquiatr�a de la �poca. Se trataba de una lucha por la legitimidad profesional, y por tanto, de una disputa por el prestigio, los cargos y las remuneraciones. Era mucho lo que estaba en juego, y en estos casos la profesi�n que est� previamente consolidada busca impedir que la nueva pueda hacer pie. Es an�logo a lo que hab�a ocurrido alrededor del a�o 1900 y posteriores, con la aparici�n de la Arquitectura profesional enfrente de la Ingenier�a previamente impuesta. Los ingenieros disputaban el saber sobre la construcci�n de viviendas y ambientes a los nuevos profesionales, tild�ndolos de ignorantes de las cuestiones estructurales, y de simples estetas que se preocupaban s�lo de cuestiones secundarias. Es una lucha por la legitimidad que precisamente el mismo Foucault estudi� luego con El nacimiento de la cl�nica, donde pudo mostrar que

los m�dicos no universitarios previos a la Revoluci�n Francesa y a la consiguiente imposici�n de un saber profesional espec�fico, resistieron incluso epist�micamente la “invasi�n” de los nuevos profesionales m�dicos, que comenzaban a disputarles el manejo de lo que luego Bourdieu tipific� como “el campo” de ejercicio por v�a de saber legitimado.

Pero nada del psicoan�lisis aparece centralmente en las referencias foucaultianas. Curiosamente, en

alg�n texto inicial sobre Freud, Marx y Nietzsche (1970), el autor franc�s hab�a se�alado en t�rminos muy generales la deuda con cada uno de ellos, y los hab�a celebrado en nombre de que fueron “autores de la sospecha”. Algunos han rese�ado que se trat� de “fil�sofos” de la sospecha, pero est� claro –y Laurent- Assoun lo estudi� en detalle- que Freud no s�lo no era fil�sofo, sino que se cuid� de deslindar claramente su obra de lo que hace la Filosof�a (Laurent:2001). Lo cierto es que all� se pudo apreciar una admiraci�n hacia estos pensadores en cuanto hab�an ido m�s all� de las apariencias, y hab�an desafiado de ese modo a poderes consolidados e ideas preestablecidas. Sin embargo, la referencia era bastante general, no hab�a detalle de las obras ni citas muy variadas de estos decisivos autores.

De tal modo empezaba a dibujarse la relaci�n de Foucault con los “grandes relatos”, siempre problem�tica y contradictoria. De Freud y Marx, casi no hay citas: en contraste, en toda su obra Foucault se entretiene en transcripciones de autores menores y desconocidos, que seg�n �l proveer�an los discursos m�s extendidos de diversas �pocas y �reas de saber. Y por cierto que la relaci�n con Marx pasar�a de consideraciones laudatorias como que “es imposible pensar sin �l”, a otras donde se lo hac�a responsable por las pol�ticas autoritarias del Partido Comunista Franc�s, o por los tormentos del Gulag en la Uni�n Sovi�tica.

Es sospechable que, al margen de las evidentes diferencias conceptuales de Foucault con Marx o con Freud, estaba tambi�n en juego la cuesti�n impl�cita del lugar que Foucault se otorgaba a s� mismo en el p�dium de los grandes pensadores de Occidente. Se peleaba con ellos, porque disputaba con ellos: pod�a reconocerles m�ritos e influencia, pero de ning�n modo pod�a dejarse opacar por sus figuras. Foucault compet�a con Marx y con Freud: y vistos los resultados en el tiempo, hay que admitir que lo hizo con buenos resultados personales.

Es destacable advertir cu�l era el criterio normativo desde el cual el autor franc�s atacaba a la Psiquiatr�a de su �poca. Este no es expuesto de una manera expl�cita, pero sin dudas aparece desplegado en las �ltimas p�ginas de la monumental Historia de la locura. All� se construye una especie de final oper�stico, teatral, como en un orquestal movimiento intenso y en enorme crescendo. Foucault camina por el sendero abism�tico de una reivindicaci�n de la locura, propone que en ella hay algo as� como el trance donde se expresa la verdad. La locura ser�a la sabidur�a sobre –y desde- lo otro, la apertura a todo aquello que el convencional mundo de la llamada cordura impide aprehender. Est� en la locura la superaci�n, el rebasamiento de esa cotidianeidad abroquelada de los adaptados a lo existente: la locura es una rebeld�a en acto, es la asunci�n de m�sticos y delirantes, una capacidad de videntes para captar lo oculto por la rutina cotidiana de los “normales”.

La poes�a de los autores malditos sirve a Foucault como odre donde verter estos contenidos extremos,

esta reivindicaci�n de la experiencia/l�mite. En la locura se aloja la sabidur�a, la inversi�n de la Ilustraci�n es este espacio donde se asiste a romper con las expectativas del orden, de la llamada normalidad, de la adaptaci�n a lo establecido. Nerval, Lautremont y otros poetas de los extremos desfilan desde la agitada pluma foucaultiana, pint�ndonos el paisaje de una apertura a lo Otro, a lo sublime y lo horrible, a lo impensable, a lo que la chata “normalidad” obtura.

Haciendo una segunda lectura, no cuesta advertir en este finalle intenso de Foucault, una definida

estetizaci�n de la locura. Se piensa a esta no desde la cl�nica o el ejercicio profesional del trato con los sujetos “psiquiatrizados”, sino desde la distancia anal�tica de los textos y los documentos. No es dif�cil, entonces, con-fundir psicosis con sabidur�a, locura con genialidad, delirio con posici�n m�stica.

Y el problema no es menor, ciertamente. La locura no es una forma de sobre/racionalidad, ni la apertura al v�rtigo de vivencias diferentes: es un padecimiento extremo, adicional a los que cualquier experiencia humana conlleva. Los llamados “locos” –nombre deudor de una clasificaci�n que no aceptar�a el autor- no

son visionarios de sapiencias ocultas, ni actores de experiencias supremas e inici�ticas. Por el contrario, son sujetos de sufrimiento, de dolor, de angustia, de imposibilidad.

Este equ�voco no es menor, y ti�e el final del libro de Foucault de una ambig�edad que no est� tan presente en el resto de esa obra inicial. La cr�tica de la raz�n dominadora aparece claramente delineada, y mostrada en su ejercicio cotidiano. Tal raz�n ilustrada es diseccionada, y en ello el libro es una denuncia dif�cilmente refutable. El final, en cambio, es fuertemente literario y sin dudas equ�voco: tomar a la psicosis como acceso a “saberes/otros” es enga�arse sobre cu�nto conlleva de dolor y sufrimiento, y sobre cu�nto podr�an ganar esos sujetos si llegaran a salir de esa situaci�n. Situaci�n que no es la de chamanes, visionarios o poetas, sino la de quienes padecen mecanismos ps�quicos que se les imponen, y los llenan de dolor y de impotencia.

DE LA ARS EROTICA A LA SCIENTIA SEXUALIS

A pesar de aquel vago elogio inicial hacia Freud, Foucault -es de reiterar- nunca se llev� bien con el psicoan�lisis. El autor celebratorio de la dispersi�n y portador de una especie de anarquismo nunca muy conceptualizado, se sent�a inc�modo con una teor�a que entend�a ligada a pr�cticas de normalizaci�n. Esto es algo que en parte fue dicho por el autor franc�s, en parte es deducible de su rechazo hacia cualquier criterio adaptacionista. Su condici�n de diferente (homosexual, en un tiempo en que ello era aun mayoritariamente silenciado) contribuy� sin duda a ese horror hacia aquello considerado lo “normal”, a lo cual supo diseccionar conceptualmente como arbitrario y discriminador.

Es cierto que �l no habl� p�blicamente de su homosexualidad. Pero como bien dijo una vez al respecto

el cantante mexicano Juan Gabriel –hoy tambi�n fallecido- “lo que se ve, no se pregunta”. De tal manera, la orientaci�n sexual de Foucault no era expl�cita pero s� conocida. Sin dudas que ella se relaciona con su rechazo del psicoan�lisis, entendido como “m�quina normalizadora”, como exigencia de adaptaci�n, como modo de suponer a la heterosexualidad como modelo de salud mental.

Muchos interpretamos que el psicoan�lisis est� lejos de esa concepci�n prescriptiva. Alguna vez dijo Lacan que las formas de normalidad son “la neurosis, la perversi�n y la psicosis”. Y sin dudas que el psicoan�lisis mucho colabor� a superar la noci�n de divisi�n entre lo normal y lo patol�gico a nivel ps�quico. Pero la interpretaci�n de Foucault puso a la teor�a psicoanal�tica en el lugar de lo adaptativo, y hasta incluso en el de una cierta negaci�n intelectualizante del goce sexual.

Los an�lisis foucaultianos del inicio de la subjetividad moral en tiempos de la Antig�edad griega y cristiana, muestran una concepci�n del sujeto en la que no hay idea de pulsi�n: los discursos operan sobre el sujeto constituy�ndolo desde una especie de tabula rasa. Y ya ven�a siendo as� en el primer tomo de esa Historia de la sexualidad. As�, en La voluntad de saber la hip�tesis central es que no hubo gran silenciamiento sobre el sexo en la sociedad victoriana, al igual que en todas aquellas condiciones hist�ricas cobijadas por el cristianismo como religi�n y �tica dominante. Por el contrario: al rev�s de lo habitualmente pensado, Foucault se solaza en decirnos que se trat� de hablar y hablar de sexo, de confesar pecados reales e imaginarios, de ser meticuloso acorde a reglas y catecismos, ir al confesionario a expresar con detalle los pensamientos, los deseos, las im�genes er�ticas, las masturbaciones, las turbaciones a partir de lo visual o de lo t�ctil.

Es cierto que se hablaba de sexo, pero s�lo en condiciones de culpa y de b�squeda de expiaci�n.

Tambi�n lo es que el sexo orillaba muchos discursos rec�nditos, escondidos, semisecretos de la pandilla, los amigos, el caf�, a veces de la familia. El sexo se hablaba en la medida en que no se hac�a. Y por ello, es cierto que ten�a fuerte presencia discursiva, si bien a menudo furtiva y clandestina.

Pero la hip�tesis foucaultiana iba m�s all�: compar� a la confesi�n cristiana con el dispositivo psicoanal�tico. En ambos casos un sujeto habla y el otro s�lo escucha, hay una asimetr�a entre los dos, hay que ir a exponer la propia subjetividad. El psicoanalista es el sacerdote moderno, con �l hay que instalarse para buscar nuevos modos de expiaci�n de lo socialmente no tolerado.

Claro que estos parecidos estructurales no tienen en cuenta las diferencias nada menores entre analistas y sacerdotes. Con los primeros no se trata de contar para con ello expiar, sino de entender cu�l es el propio deseo. El analista no tiene que o�r pecados ni decidir por el recto modo de comportamiento, ni siquiera sugerir opciones: debe escuchar y –en su caso- interpretar. Nadie “sale limpio” de la sesi�n de psicoan�lisis, el trabajo del inconsciente no permite la idea de rupturas bruscas ni de perdones generalizados.

En todo caso, la audaz operaci�n de Foucault le permite una especie de rechazo elegante hacia un discurso que compet�a con el suyo respecto de la configuraci�n de la subjetividad, y que a su vez propend�a a alg�n tipo de re-captura de la experiencia por el concepto, en contra de cierta noci�n de disrupci�n acontecimiental presente en el escritor franc�s

Insistimos en que la sexualidad aparece en Foucault como una producci�n hecha desde el discurso. Nos

habr�an hecho hablar de sexo, nos inventaron la centralidad de esa cuesti�n: incluso en ello el psicoan�lisis no ser�a sino la cara invertida de la represi�n impuesta por la moral pacata. Para Foucault, el sexo es un invento del discurrir sobre el sexo.

La Antropolog�a no parece apta para compartir esa idea: toda la cuesti�n que se juega en la universalidad de la prohibici�n sexual –en sus diversas combinatorias seg�n estudi� Levi-Strauss-(1995), deja claro que en relaci�n con la reproducci�n (ligada a la sexualidad a�n en sociedades que no hubieran advertido tal ligaz�n) se juega la identidad de los sujetos, seg�n los �rdenes patri o matrilineales de los linajes asumidos. Ello justifica la noci�n de Freud (obviamente anterior a los descubrimientos levistraussianos) seg�n la cual “el sexo no es peligroso porque est� prohibido, sino est� prohibido porque es peligroso”. Es decir: en el sexo se juega la cuesti�n de qui�nes somos, cuesti�n absolutamente crucial seg�n no pocas figuras mitol�gicas. Por ello, es dif�cil aceptar la idea de que hablar�amos de �l solamente en virtud de una imposici�n de poder que nos hace discurrir al respecto, para a la vez que haya quienes se arroguen la palabra leg�tima sobre nuestra presunta culpabilidad. La hip�tesis foucaultiana es original y sorprendente, pero no parece compatible con lo que surge de la historia de la humanidad ni con lo que provee la experiencia cl�nica.

Lo cierto es que, cabe insistir, no hallamos la pulsi�n en Foucault. Eso no aparece. El sujeto constituido

desde lo discursivo no viene a combinarse con propensiones previas. Y el nudo de la sexualidad como tem�tica un tanto obsesiva de las sociedades del siglo XX, no es entendido m�s que como uno de los dispositivos que la astucia del poder nos ha puesto para disciplinarnos, incluso en el momento en que creemos liberarnos.

No tuvo Foucault la tentaci�n que s� tuvo alguien que le fue de alg�n modo cercano, Jacques Derrida. A

ambos puede se�al�rselos como post-estructuralistas, y como recuperadores de Nietzsche, el acontecimiento, la minucia y la diferencia. Derrida concurri� al seminario de Lacan, estudi� un tanto de psicoan�lisis, y se despach� con una cr�tica �cida e interna de la teor�a lacaniana, en relaci�n a la interpretaci�n de La carta robada, de Poe. Escribi� varios libros sobre el tema: en el primero, llamado El concepto de verdad en Lacan (1977), acus� al psicoanalista franc�s de reservar para el psicoan�lisis (y, en �ltima instancia, para el mismo Lacan) la noci�n de Verdad -con may�sculas-, y por ello asumir un sustancialismo donde existir�a un sitial de la verdad �ltima, y un discurso no sometido a la contingencialidad radical en que todos los discursos operan, interpret�ndose mutuamente sin que exista punto de origen ni de clausura. Seg�n Derrida el psicoan�lisis pretender�a –al menos en la versi�n lacaniana- un punto de sutura, un lugar de parada de la multiplicidad interpretativa, un sitio que se quiere interpretador no interpretado (Follari:2002).

Es m�s lograda la intervenci�n derrideana que la de Foucault sobre el psicoan�lisis: no es en vano que

el segundo apenas le dedic� p�ginas sueltas a la cuesti�n, no libros enteros como el autor de De la gramatolog�a (1978). Tambi�n en ello podemos rastrear el rechazo casi de piel de Foucault hacia el psicoan�lisis, entendido por �l en como si estuviera en continuidad con la tradici�n de la Psiquiatr�a que ya hab�a buscado (y en buena medida logrado) demoler en su libro/tesis doctoral, y no en clave de la ruptura mutua que a menudo sacudi� el campo de las efectivas pr�cticas profesionales de lo psicol�gico.

Acusa as� al psicoan�lisis de ser parte de la operaci�n que pas� desde el ars erotica de la Antig�edad, a una p�lida scientia sexualis de los tiempos modernos. Del placer de los lechos, al tedio de los libros. De la pr�ctica del sexo a la ciencia sobre el sexo. Pero el psicoan�lisis no contraviene ninguna ars erotica, ni pretende reemplazarla. En todo caso, busca que la scientia sexualis ayude, en sus consecuencias t�cnicas, a que esa ars erotica sea posible. Porque si se trata de acusar a un discurso que busca ser cient�fico de reemplazar la vida por la teor�a, habr�a que acusar a Foucault del subterfugio de reemplazar la vida y el erotismo por un discurso que habla (y que lo hace acerca de que no se debiera reemplazar a la vida y el erotismo por el discurso).

CONCLUSI�N

En fin: el anarquista que reivindicaba la locura pudo as� equivocarse, como lo hizo cuando crey� que seguir al ayatolla Khomeni era una manera de combatir la racionalidad occidental. No es simplemente en la anti-raz�n que habita lo que supere la asfixiante c�rcel que �l bien supo pintar de las instituciones ilustradas, con su disciplinamiento concomitante. No basta apelar a Rimbaud o a Raymond Russell para as� demonizar a quienes busquen aminorar el sufrimiento de la psicosis o la neurosis (Foucault:1999). Una po�tica de los confines puede llamar a otras formas de vida, pero llevar tambi�n a dulcificar falsamente el sufrimiento ps�quico, a estetizar la angustia, a exorcizar la tarea cl�nica. El anarquista puede dinamitar la institucionalidad acad�mica o la cl�nica –tan diferentemente valoradas por Lacan-, pero la cl�nica y la academia tambi�n tienen armas para pensar el imaginario rupturista o ext�tico, y dinamitar el mismo a su propio modo. La competici�n discursiva no tiene inicio ni final, y no hay en ella cauce definitivo que cierre las opciones.

Notas

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