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La mujer que dirigió un imperio

Catalina la Grande reinó durante más de tres décadas, fue la zarina más poderosa y cultura de su tiempo, responsable de la modernización de Rusia.

Hija del príncipe Anhalt-Zerbst y de Juana de Holstein —Gottorp, la zarina Isabel, tía suya— la llamó a su lado con intención de casarla con el gran duque Pedro, presunto heredero. Catalina, cuya infancia estuvo marcada por una estricta educación basada en los pensadores franceses, gustó a la emperatriz, que había sustituido la influencia alemana por la de Francia. La corte rusa estaba en aquel entonces en manos de la poderosa emperatriz Isabel, deseosa de tejer alianzas con Prusia para hacer frente común contra Austria. Catalina nunca olvidó la deuda que tenía con ella e hizo lo posible por agradarle, a pesar de que esta no siempre la trató con benevolencia, llegando a arrebatarle a su hijo para ocuparse ella misma de su crianza.

Una vez en matrimonio, mientras Pedro, un alcohólico empedernido, se proclamaba alemán y se las ingeniaba para humillar a los rusos, Catalina se rusificaba sinceramente. Cuando la emperatriz Isabel murió en 1762, pronto se hizo evidente que aquel “niño en el cuerpo de un hombre”, como lo llamaba despectivamente su mujer, era incapaz de dirigir un imperio. Al cabo de diez años, cansada de su deficiente marido, trabó relaciones con Soltikov; existen dudas acerca de la legitimidad de quien habría de ser el futuro Pablo I. Pero Isabel acogió bien aquel nacimiento y, hasta su muerte, Catalina conservó su favor.

Proclamado zar en 1762, Pedro III multiplicó sus insensateces, hasta el punto de que sublevaron a la corte y al ejército. Muy comentadas a lo largo de la historia, han sido las aficiones y, en definitiva, la personalidad de Pedro III de Rusia: disfrutaba con los juegos violentos hacia animales u otros miembros de la corte, era un tirano con la guardia palaciega, dedicaba su tiempo a las fiestas continuas, y solo compartía con su esposa un juego de batalla con su colección de soldados de madera al que la obligaba a jugar durante horas. Cuando tomó a Yelizabeta Vorontsov por amante y dio a conocer su intención de desembarazarse de su esposa, esta se le adelantó, con la ayuda de Grigori Orlov. Conforme a la técnica de los pronunciamientos militares, la guardia la proclamó emperatriz y Pedro murió misteriosamente, posiblemente estrangulado por orden de uno de los amantes de Catalina.

El reinado de Catalina duró treinta y cuatro años y su personalidad excepcional marcó tanto el destino de Rusia como de Europa: reunía en sí misma el racionalismo de los filósofos franceses y la eficacia brutal de los administradores alemanes. En ese sentido, conducía con idéntica actividad voraz sus pasiones y los asuntos de gobierno. Se decía que trabajaba alrededor de quince horas por día y tenía por lema “nulla diez sine línea” (una locución latina que significa “ningún día sin una línea”). Mantenía correspondencia en tres idiomas —en pie de igualdad— con soberanos, dignatarios y enciclopedistas, entre ellos, Voltaire, cuya obra la había conquistado en su juventud, o Diderot, a quien supo retener siete meses a su lado y cuya biblioteca heredó, solo fueron algunos de esos célebres personajes.

Bajo su mando, Rusia se extendió en todos los frentes, ganando espacio en el Báltico a expensas de Polonia y logrando acceso al Mar Negro a costa del Imperio Otomano. Con todo ello, el imperio ruso se convirtió en la potencia hegemónica del este de Europa. Su colección de libros llegó a sumar 44.000 volúmenes, tal y como afirman los historiadores, pero además le encantaba escribir; de ahí que dejara reflejadas sus propias memorias. No son pocos los directores y productores que han querido llevar la historia de la emperatriz a la ficción y, por lo tanto, numerosas las actrices que se han metido en la piel de tan emblemático personaje: Marlene Dietrich lo hizo en 1934, Mae West en una obra de teatro de 1944, Catherine Zeta-Jones en 1995 y Helen Mirren en una exitosa serie de televisión de 2019.

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