Florence Foster Jenkins (Imagen: Library Congress)
Florence Foster Jenkins (Imagen: Library Congress)
Igor Bernaola Mateluna

Es curioso cómo solemos utilizar las mismas palabras para calificar lo bueno y lo malo: complejo, impactante, distinto, arriesgado, particular, singular, peculiar e incluso extravagante. Es que el mundo está lleno de ambigüedades.

Esto se debe a que el reconocimiento tiene dos caminos y dos formas de manifestarse. El primero es ser alguien sensacional, resaltante en todo aspecto, pero eso no suele estar al alcance de todos, ya que demanda requisitos difíciles de cumplir. El otro camino, es ser realmente malo en algo, no medianamente malo, sino completamente malo, ser considerado como alguien sin talento, carente de toda capacidad, un fracaso en todo el sentido de la palabra. Lo que podría parecer estar al alcance de todos, pero incluso esto también tiene un grado de dificultad. Pero si algo es complicado en esta vida, es encontrar a alguien que pueda recorrer ambos caminos en simultáneo, alguien que sea maravillosamente malo y horriblemente bueno a la vez, alguien a quien todos puedan reconocer como un desastre genial, una catástrofe magnifica. Si pensamos en personas así, necesariamente tenemos que hablar sobre Florence Foster Jenkins, la peor cantante que tuvo el mundo.

Lady Florence, fue una soprano aficionada de la alta sociedad estadounidense. Amante de la música clásica y de los grandes compositores. Desde niña desarrolló interés por la música. Esta pasión la enfocó en tocar el piano con gran habilidad. Una vez terminado sus estudios escolares quiso dedicarse a la música a tiempo completo, pero todo se vio frustrado cuando el padre le negó el permiso y el financiamiento. Es por esta razón que fugó de su hogar con el fin de conseguir sus sueños, lo que ocasionó que fuera desheredada. Es por esos años que conoce a su primer esposo Frank Thornton Jenkins, de quien no solo conservaría su apellido tras el divorcio, sino también la sífilis. Mal que la marcó para siempre. Esta enfermedad la obligó a usar peluca toda su vida, debido a que perdió todo el cabello por el tratamiento con mercurio y arsénico, además le generó una lesión en el brazo lo que le impidió seguir con su carrera de pianista. Se mudó a los suburbios de Filadelfia y se dedicó a dar clases de piano para poder mantenerse.

Florence Foster Jenkins (Foto: Library of Congress)
Florence Foster Jenkins (Foto: Library of Congress)

Fue gracias a la madre que todo empezó a mejorar, fue ella quien intercedió con el padre para ayudarla, al punto de que a la muerte de este, Florence quedó como heredera universal de la fortuna familiar. Con esta herencia revivió su pasión, se mudó a New York, se volvió mecenas de muchos artistas de la época y se hizo socia de más de una docena de clubes femeninos, incluso fue Presidenta de música en más de uno, como por ejemplo del Euterpe Club. Es precisamente ahí donde empieza a organizar, para la alta sociedad neoyorquina, veladas musicales.

El Verdi Club

El renombre de las actividades organizadas por Florence Foster Jenkins era tal, que decidió crear su propio club, es así como nace The Verdi Club. El éxito fue inmediato, llegó a tener más de 400 socios. Fue tal la fama que Enrico Caruso y Arturo Toscanini, ambos destacados músicos de la época, aceptaron volverse miembros honoríficos. Es en este club que ella empieza a presentarse ante el público realizando Tableau Vivant, estas son representaciones de un cuadro viviente o una escena famosa de alguna ópera. En estos shows, ella solo recitaba un guión, pero pronto su pasión por la música fue despertando sus deseos de hacer más. Al no poder tocar el piano, decide probar suerte con el canto.

Sus primeras presentaciones fueron tímidas pero impactantes, el talento que alguna vez tuvo para tocar el piano no se traducía en el canto. Tenía una gran dificultad con el tono, el ritmo, las notas, las frases sostenidas, una entonación inexacta con una voz plana y sin matices, además de una dicción deficiente. Todo esto resaltaba, por las área operísticas que ella decidía cantar, todas más allá de su capacidad técnica y rango vocal. Florence era exquisitamente mala, utilizaba su voz de manera intuitiva e instintiva, pero de una manera terriblemente distorsionada, todo acompañado de un vestuario más que extravagante, diseñado por ella. Se podría llegar a pensar que semejante interpretación alejaría al público de su club, pero nada más lejano a la realidad. Esa singularidad que se vivía en sus shows, representaba una velada perfecta para todos sus seguidores. Hacía cambio de vestuario con cada canción y en el éxtasis del show, cantaba su canción favorita, el vals español “Clavelitos”, vestida con traje flamenco, castañuelas y una canasta llena de flores. Durante la canción iba lanzando primero las flores, luego la canasta e incluso las castañuelas. En ese momento los espectadores pedían una repetición inmediata de toda la escena, lo que generaba que el pianista tuviera que recoger, del público, las flores, la canasta y las castañuelas para volver a ser lanzadas. Si era consciente o no, de lo mal que cantaba es un tema de debate hasta el día de hoy, porque daba mensajes confusos que hacían posibles ambas opciones. Lo que sí es indiscutible, es que el público trataba de disimular las risas a más no poder, incluso algunos golpeaban sus pies con los bastones para no carcajear y cuando ya era inevitable, explotaban en aplausos y ovaciones, dando gritos y alaridos.

Florence Foster Jenkins fue interpretada en 2016 por Meryl Streep. La película cuenta cómo la cantante practicó hasta el hartazgo para cumplir su sueño: cantar en el Carnegie Hall.  (Foto: IMDB)
Florence Foster Jenkins fue interpretada en 2016 por Meryl Streep. La película cuenta cómo la cantante practicó hasta el hartazgo para cumplir su sueño: cantar en el Carnegie Hall. (Foto: IMDB)

En el Carnegie Hall

Los boletos a sus presentaciones eran codiciados, pero ella los distribuía excluyendo cuidadosamente a los extraños, particularmente a los críticos de música; y a pesar de su esfuerzo de mantener sus presentaciones fuera de la exposición pública el éxito era hilarante, todos querían ser parte de la experiencia. A la edad de 76 años decidió hacer un concierto público, y no encontró mejor escenario que el mítico Carnegie Hall un 25 de octubre de 1944.

El día del concierto fue apoteósico, cantó todo su repertorio ante más de tres mil personas, afuera quedaron otros dos mil más. Asistieron sus seguidores regulares, además de grandes estrellas de la música y público que nunca tuvo la oportunidad de verla antes. La presentación fue todo un espectáculo, hilarante en todo el sentido de la palabra, donde los asistentes no podían controlar las risas, muchos fueron retirados de la sala por las carcajadas que no podían controlar. Ese día superó la vergüenza y el miedo al rechazo, todo por una pasión que dominaba su vida. No le importó mostrarse delante de otros, sin coraza, totalmente expuesta, junto a su pianista, sus trajes estrafalarios y una voz muy lejos de ser perfecta, llena de errores y defectos. Contra todo, aún así cantó. Lamentablemente esa fue su más grande y ultima presentación, ya que un mes después falleció por culpa de un infarto.

Definitivamente Florence Foster Jenkins, fue todo un personaje. Una persona que rompió esquemas. Vivió y busco ser feliz. Muchos dijeron que “no cantaba”, pero nadie puede negar que lo hizo. Es una mujer que merece el reconocimiento debido, por lograr lo que muy pocos han conseguido en el mundo: ser maravillosamente malo.

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