Sesión doble: Manos peligrosas (1953) / Sábado trágico (1955)

El ‹noir› de serie B regresa a la sesión doble con dos nombres de lo más reivindicables, el primero el de un Samuel Fuller que entre sus diversas producciones vio como el cine negro tomaba un papel representativo, en especial con una de sus incursiones, Manos peligrosas, protagonizada por Richard Widmark a inicios de los 50; mientras, un nombre normalmente asociado a otros géneros como el de Richard Fleischer, fue también uno de los grandes estiletes del género, y dirigía sólo dos años después que Fuller su Sábado trágico.

 

Manos peligrosas (Samuel Fuller)

Parece que fue Peter Bodganovich quien afirmó que «Nadie filma como Sam Fuller». Es incuestionable que cuando contemplamos el intenso cine del director norteamericano, la impresión de crudeza, de violencia, de radicalidad, de inconformismo, y de modernidad analítica —no exenta de ciertas contradicciones—, sobre su electrizante y poderoso estilo visual, impacta especialmente en aquellas audiencias encandiladas con las nuevas olas en general, y con el Nuevo cine norteamericano en particular. Fuller se parece más —y desde luego inspira— a Cimino o a Scorsese, que a sus compañeros de generación. Como en el caso de Nicholas Ray, pero carente de esa suerte de idealismo romántico que impregna cada fotograma del creador de En un lugar solitario, Fuller es también otro “eslabón perdido”, otra magnífica vía de conexión directa con las revoluciones integrales que se avecinaban.

Por supuesto, aquí el distintivo de la más gloriosa serie B es otra característica idiosincrática de la excelente impronta creativa del director. Nunca abandonó una marginalidad material, que en sus films se erige como el perfecto envoltorio formal para sus temáticas y su tono inquisitivo y sagaz, que además está muy pegado a determinadas cuestiones socio-políticas muy candentes en su contemporaneidad. En esta ocasión, vamos a adentrarnos en una de sus varias propuestas en el ámbito del ‹noir›, escrita por Fuller sobre una historia del guionista y dramaturgo Dwight Taylor, que como en otras tantas ocasiones —aquí siempre es preceptivo rememorar esa secuencia prodigiosa y ultraviolenta de Una luz en el hampa— acredita un arranque memorable. En el interior de un vagón del metro de Nueva York, atestado, hiperrealista, plagado de sonoridad diegética, una hermosa mujer, Candy (Jean Peters), es observada con atención por dos hombres que parecen al menos policías —más tarde sabremos que son de un cuerpo especial, dígase Federal Bureau of Investigation—. Sorpresivamente, un tercer actor azaroso, inesperado, un carterista (Richard Widmark), de identidad aún desconocida, procede con la mayor sutileza a la sustracción del monedero del bolso de la primera, en una filmación dinámica, vigorosa, que juega con precisión y expresividad con los primeros planos, las miradas y las gestualidades, además que introducir convincentemente esos planos detalle de la mano rápida y habilidosa, que nos llevan inevitablemente a rememorar la obra maestra de Robert Bresson, unos cuantos años antes del advenimiento de Pickpocket.

Una vez fijadas extraordinariamente las premisas de partida, sabremos que ese monedero contenía información relevante para la seguridad nacional, desconocida para su porteadora, que iba a ser entregada al jefe de un antiguo amante, integrados ambos en una red clandestina de terribles comunistas —aquí es donde Fuller adolece de cierto tratamiento demasiado tosco y partidista— para volar al mismo corazón de la inteligencia soviética. Y resulta que un ratero de la calle, que acaba de salir de la cárcel, ha dado al traste con el plan de los enemigos de la patria, y también de los agentes de John Edgar Hoover. Se llama Skip McCoy, y su nombre emergerá de la colaboración con la policía de distrito, que recurrirá a su vez a una de sus más eficientes confidentes. Moe (la extraordinaria actriz Thelma Ritter), se adueña de otra secuencia impagable, en su perspicaz interrogatorio al agente-testigo sobre las técnicas utilizadas en el hurto con el objetivo de identificar al susodicho, y resulta conmovedora en sus motivaciones —al final, pese a su trágico final, no acabará en una fosa común, y paradójicamente, gracias a McCoy—.

A partir de aquí, el ritmo expositivo del film se desarrolla sobre una caza al hombre por parte de las dos partes enfrentadas, que involucrará a todos los personajes presentados, y conformará un certero fresco humano e histórico-sociológico en torno a la criminalidad y la marginación, la Guerra Fría y la impenitente amenaza comunista, y la fiebre “mccarthista” de otra caza fatídica (“de brujas”), y culmina en un desenlace previsible, aunque no exento de profundidad dramática y análisis social incisivo. Y Fuller pondrá en juego su extensa batería de técnicas narrativas y expresivas, entre las que también hay que destacar su querencia a los planos cenitales de transición, sobre las calles, como en El estado de las cosas de Wim Wenders, también comentada por aquí, y donde la presencia del director norteamericano transmite toda la admiración del alemán, se me antoja como un hermoso homenaje adicional, para entregar una película más que notable, muy original, que ningún amante del género se debería perder.

Escrito por María Verchili Martí

 

Sábado trágico (Richard Fleischer)

Antes de ser conocido por sus incursiones en el cine de aventuras o la ‹sci-fi›, donde obras como 20.000 leguas de viaje submarinoViaje alucinanteCuando el destino nos alcance o incluso alguna incursión en el bélico como Tora! Tora! Tora!, Richard Fleischer destacó como uno de esos cineastas indispensables que encontraron en el ‹noir› de serie B una constante a la que recurrir pero, ante todo, de la que revestir un cine que, en cierto modo, huía del conformismo, y llegaría a dejar piezas como Testigo accidentalAtraco al furgón blindado.

Precisamente posando su mirada sobre una temática, la de robos y atracos, que dio no pocas piezas capitales del género, Fleischer realizaba a mediados de los 50 la que sería una de sus últimas obras emparentadas con el cine negro, pero eludiendo el clasicismo de una estructura que en el caso de Sábado trágico otorgaba distintas particularidades al film que nos ocupa más allá de recurrir a un atípico relato coral o de introducir un elemento poco común como una familia perteneciente a la comunidad ‹amish› —algo que años más tarde retomaría Peter Weir al situar su Único testigo en mitad de ese mismo colectivo—.

La planificación del atraco, uno de los elementos idiosincráticos del género, queda de este modo relegado a un segundo plano en pos de la introducción de una galería de personajes cuya relación con el suceso vertebrador de Sábado trágico será distinto en cada caso, captando así una esencia desde la que comprender la dimensión de la fatalidad tan comúnmente aplicada en el ‹noir›, pero en este caso concediendo el protagonismo a individuos ni siquiera cercanos a ese terreno criminal en el que se desarrollará la acción.

Fleischer actúa con inteligencia disponiendo distintas historias que verán su colofón tras la resolución del atraco, y construye de este modo una cinta elusiva para contra algunos de los propósitos habituales del cine negro, realizando una relectura que sin embargo no elude la construcción de una tensión implícita especialmente en su tercer acto, pero sin embargo toma desvíos de lo más sugerentes, quizá no tanto en alguno de los cierres que propone el cineasta a los distintos relatos, pero sí en esa estructura que, por insólita, termina resultando lo suficientemente evocadora como para encontrar los estímulos adecuados en torno a ese motor dramático del que va revistiendo la obra el autor de El estrangulador de Rillington Place.

No juega al engaño el cineasta en ese sentido, entremezclando los visos de un ‹noir› extraño, desacostumbrado, con los mimbres de un melodrama que toma conciencia en contadas secuencias —si bien va envolviendo su narración gradualmente—, y que alcanza su poderío en la meditada puesta en escena que Fleischer aplica a su obra, encontrando en cada pequeño detalle, ya sea desde un ‹travelling› o desde la propia disposición de los personajes en cada escenario, motivos suficientes como para poder engarzar una pieza que se siente distintiva y en todo momento sabe cómo lograr que su trabajada mixtura fluya con una armonía fuera de toda duda.

Pero ante todo, si algo destaca en Sábado trágico es su capacidad por sobreponerse a ese carácter coral, dotando de la hondura necesaria a cada uno de sus fragmentos sin que por ello se atisbe una falta de cohesión: es, de hecho, en el modo de sintetizar cada recoveco de la obra, narrando con sinuosidad cada instante y sabiendo poner de relieve cada puntualización, donde Fleischer consigue alzarse como algo más que una ‹rara avis› encontrando en el diálogo, en la determinación de cada paso dado y en la construcción de personajes cuya motivación no es, por suerte, el único vehículo, dando forma a uno de esos ejercicios que, sin ser ni mucho menos clave, bien merece la pena atisbar como una deformación desde la que comprender las derivas que tomaría años más tarde, ya en plena eclosión de nuevas formas que clausurarían lo que algún día conocimos como cine negro clásico.

Escrito por Rubén Collazos

 

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