El Lenguaje Poético de Miguel Hernández: Símbolos, Figuras Retóricas y Temas

El Lenguaje Poético de Miguel Hernández: Símbolos y Figuras Retóricas Más Destacadas

Nacido en 1910 en el seno de una familia humilde, el oriolano Miguel Hernández Gilabert está considerado como uno de los poetas más significativos del siglo XX. Aunque cronológicamente pertenece a la Generación del 36, varios factores lo relacionan estrechamente con la del 27. El más importante es la fusión de tradición e innovación en su obra, fruto de la temprana lectura de los clásicos españoles y de la influencia de las vanguardias.

Fases del Lenguaje Poético de Hernández

Su universo poético se va forjando a medida que evoluciona su concepción del mundo, creando así una obra propia y personal que lo convierte en un artista complejo y original que no solo se somete a la influencia de la imaginería de los clásicos del Siglo de Oro o de los grandes poetas contemporáneos, modelos líricos de Hernández desde bien temprano.

Grosso modo, su lenguaje poético atraviesa por las siguientes fases:

  • Gongorismo: Presente en Perito en Lunas (1932), donde el autor ostenta una gran destreza verbal e imaginativa e incorpora una amplia gama de recursos característicos del creador del Polifemo: hermetismo, complejidad metafórica, léxico culto, bruscos hipérbatos que quiebran la sintaxis lógica…

  • Neorromanticismo: De El rayo que no cesa (1936), poemario de temática amorosa que nos remite al Cancionero de Petrarca y en el que emplea la metáfora surrealista. Se trata de un volumen especialmente rico en recursos retóricos: aliteraciones, hipérboles, epanadiplosis, rimas internas…

  • Lenguaje directo y claro: De Viento del pueblo (1937), formado por una serie de poemas comprometidos que pretenden defender la libertad e increpar a los tiranos.

  • Neopopularismo: De Cancionero y romancero de ausencias, integrado por composiciones de verso corto y de rima asonante que beben de la sencillez de la lírica popular y que concentran, por consiguiente, recursos que favorecen la musicalidad (anáforas, paralelismos, estribillos, estructuras circulares…) o la expresividad (símiles, personificaciones…).

Símbolos en la Poesía de Hernández

Con respecto a los símbolos que le sirven a Hernández como vehículo expresivo, se aprecia que varían en intensidad y significado según la etapa evolutiva y la trayectoria poética del vate de Orihuela. La crítica establece dos fuentes esenciales en la simbología hernandiana, y ambas proceden de la naturaleza. La primera nos conecta con lo telúrico, es decir, con los elementos terrenales (toro, tierra…); la segunda, en cambio, se vincula con lo cósmico (luna, rayo, lluvia, viento…).

  • Luna: Motivo central en la obra de Miguel Hernández, adquiere dos significados claramente diferenciados: por una parte, sugiere el paso del tiempo o el ciclo de la vida; por otra, es signo de fatalidad y de muerte, en contraposición al sol, emblema de luz y vida.

  • Rayo: A partir de su segunda etapa, aparecen elementos punzantes como el rayo, el cuchillo, la navaja o la espada, asociados al dolor, a la frustración amorosa o al deseo no satisfecho. Con todo, en los poemas pertenecientes a la etapa bélica, el rayo se transmuta en símbolo de la fuerza y el coraje de los soldados.

  • Lluvia y viento: Son también dos de las metáforas constantes en Hernández. Elemento vital para la vida, la lluvia se relaciona con la pena que provoca el amor; y el viento, que se alza como símbolo predominante en uno de los poemarios del oriolano, se vincula, esencialmente, con la fuerza del pueblo y la voz del poeta, quien anima a los oprimidos a luchar por su libertad.

  • Tierra y toro: Por último, la tierra y el toro son otras referencias características del autor. Metonimia de la naturaleza, la tierra es la madre, la cuna y sepultura del hombre. El toro, símbolo hernandiano por excelencia, ha sido representación de la muerte en Perito en lunas, de la virilidad o el impulso erótico en El rayo que no cesa y del valor del combatiente en Viento del pueblo.

Temas Poéticos de Miguel Hernández

La Vida y la Muerte

Nacido en 1910 en el seno de una familia humilde, el oriolano Miguel Hernández Gilabert está considerado como uno de los poetas más significativos del siglo XX. Aunque cronológicamente pertenece a la Generación del 36, varios factores lo relacionan estrechamente con la del 27. El más importante es la fusión de tradición e innovación en su obra, fruto de la temprana lectura de los clásicos españoles y de la influencia de las vanguardias.

Podríamos decir que toda su producción es una constatación de la terrible definición del filósofo alemán Heidegger: “el hombre es un ser para la muerte”. En efecto, en la poesía de Miguel Hernández se da perfectamente un discurrir dramático que comienza con la vida más elemental y balbuceante, una vida casi festiva, inconsciente y de ficción, que poco a poco, conforme se va configurando el sufrimiento y se va desarrollando la funesta historia personal del poeta, acaba por deslizarse por la pendiente de la tragedia.

La Naturaleza

Desde siempre ha estado muy ligado a la naturaleza, como poeta y como persona. Su labor como cabrero, asignada por un padre de talante severo, le llevará a aprender a cuidar el rebaño, a limpiar el establo, a recolectar fruta, a repartir leche… No es de extrañar su arraigo al terruño y la presencia constante de la naturaleza en su imaginario poético.

En sus versos de adolescencia plasma la belleza de la realidad circundante. Todo este material inicial le llevará a la publicación de su primer poemario, Perito en lunas (1932), en el que mantiene esa tendencia de reflejar una naturaleza embellecida a través del empleo de inagotables recursos literarios.

Pero a partir de El rayo que no cesa (1936), la naturaleza se convierte en parte sustancial del imaginario poético hernandiano; ya no se trata tan solo de una fuente de inspiración, sino que se integra en la temática creando símbolos y sistemas de asociaciones. Así, las flores, vergeles y vegas remiten al amor; el huerto, a la fecundidad; y el oasis, a la amada. Lo mismo sucede con los fenómenos atmosféricos, ligados a la fuerza de los sentimientos. Surge de este modo el campo asociativo del viento, que encarna las ansias de libertad, o de la tormenta, representación del dolor.

El Amor

La poesía hernandiana se nutre, además, de símbolos del animalario. Desde El rayo que no cesa hay un paralelismo simbólico entre el poeta y el toro de lidia, destacando en ambos su destino trágico de dolor y de muerte, su virilidad, su corazón desmesurado, la fiereza y la pena. En contraposición al toro, el buey representará después, en»Vientos del pueblo me lleva», la mansedumbre, la sumisión y la cobardía. En esta poesía de guerra, el ruiseñor, símbolo de la primavera en el huerto hernandiano de la producción poética anterior, se convertirá en el trasunto del poeta-cantor del pueblo.

Por otra parte, la poesía del oriolano se modula en torno a otros tres grandes motivos, tres grandes asuntos que todo lo invaden y que constituyen tres grandes temas de la poesía de siempre: el amor, la vida y la muerte.

El rayo que no cesa, su principal poemario amoroso, nos remite al Cancionero de Petrarca, de ahí que este sentimiento universal se perciba como fatal tortura. Los ejes dominantes de este volumen son, pues, la queja dolorida, el desdén de la amada y el amor como muerte.

El agitado ambiente de la República y el estallido de la guerra civil en julio de 1936 arrastran a Hernández a una poesía de testimonio y denuncia que se materializará en el volumen Viento del pueblo (1937), en el que el tema del amor se funde con una poética de combate y se supedita al enfoque político-social.

A medida que avanza el conflicto bélico, la posibilidad de la victoria se aleja y el espectáculo cruento del enfrentamiento fratricida se intensifica. El tono vigoroso, entusiasta, combativo y vital de Viento del pueblo se atempera en El hombre acecha (1939), un texto donde el poeta pasa

de cantar a susurrar amargamente; o dicho de otra manera, de exaltar a los héroes a lamentarse por las víctimas.

Las últimas vivencias del poeta —el fallecimiento de su hijo, la derrota, la caída de la República, su encarcelamiento, su soledad— se plasman en su último poemario: Cancionero y romancero de ausencias. Iniciado en 1938 a raíz de la muerte de su primer hijo, esta obra póstuma se fue nutriendo con poemas escritos desde la cárcel que los editores recogieron posteriormente. El oriolano alcanza así la madurez poética con unas composiciones que beben de la sencillez de la lírica popular y abordan los temas más obsesionantes de su mundo lírico: el amor, la vida y la muerte, sus «tres heridas».
Se puede concluir que en la obra de Miguel Hernández se origina una clara simbiosis entre tradición y vanguardia, y que el predominio de una u otra influencia viene determinado por la propia evolución del artista y por las necesidades expresivas de cada etapa. El trayecto del poeta oriolano es, en consecuencia, una acertada recopilación de todas las tendencias poéticas del momento, lo cual enriquece sobremanera la obra de una de las figuras más representativas de las letras castellanas del siglo pasado.

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