Identidad y misión de los laicos en la Iglesia (I parte)
martes, mayo 21, 2024
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Identidad y misión de los laicos en la Iglesia (I parte)

Desde los inicios del cristianismo hasta la preparación del Concilio Vaticano II

En esta primera parte de nuestra reflexión sobre la misión de los laicos, haremos un breve recorrido histórico para conocer cómo se fue desarrollando su apostolado, desde los inicios del movimiento cristiano hasta la preparación del Concilio Vaticano II, cuyas implicaciones trataremos en la segunda parte.   En el Decreto Apostolicam Actuositatem (n. 2), sobre el apostolado de los laicos, se afirma que «en la Iglesia hay variedad de ministerios, pero unidad de misión», por eso los laicos están llamados a ejercer su apostolado como sinceros colaboradores de sus pastores. En este sentido, el Papa Francisco insiste en darles el lugar que se merecen como bautizados en la misión de la Iglesia, por eso, en una carta dirigida al presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, Marc Ouellet (19/03/2016), recordaba lo siguiente: «Mirar al Pueblo de Dios, es recordar que todos ingresamos a la Iglesia como laicos. El primer sacramento, el que sella para siempre nuestra identidad y del que tendríamos que estar siempre orgullosos, es el del bautismo».

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Al recorrer la historia nos damos cuenta de que, por mucho tiempo, los laicos fueron excluidos de toda responsabilidad misionera en la Iglesia; pero hoy en nuestro tiempo somos testigos de su despertar, porque – como indica el Papa Francisco en la carta que hemos citado –, «nuestra primera y fundamental consagración hunde sus raíces en nuestro bautismo. A nadie han bautizado cura, ni obispo. Nos han bautizados laicos y es el signo indeleble que nunca nadie podrá eliminar. Nos hace bien recordar que la Iglesia no es una élite de los sacerdotes, de los consagrados, de los obispos, sino que todos formamos el Santo Pueblo fiel de Dios».

1. Los orígenes de la presencia laical en la Iglesia

Etimológicamente la palabra «laico» procede del griego precristiano λαϊκός (transliterado como laikós), que indica a un grupo de personas que tienen en común una condición específica que les distingue de los demás, es decir, pertenecen al pueblo, pero no tienen en él ninguna autoridad o título. Este vocablo también deriva de la raíz λαός (laós), que significa «pueblo», que en la época apostólica se usaba para indicar que la Iglesia es el Pueblo de Dios.

Los laicos eran la comunidad constituida por la fe en Cristo, en contraposición a los gentiles y judíos. No estaban fuera de la jerarquía, sino que formaban con ella una unidad, expresada particularmente en la vida sacramental. El laico es aquél que pertenece al pueblo elegido, a la Iglesia de Cristo, pero que en el seno de la comunidad no ejerce funciones sagradas. El sentido de miembro de la Iglesia se mantiene, pero apunta al fiel cristiano que no ha recibido la ordenación sacerdotal.

Después del siglo III consta la existencia de una división tripartita: laico, religioso y clérigo; pero en esta estructura jerárquica, los laicos no figuran sino en relación de contraste con los ministros ordenados. En nuestros días, esta expresión tiene muchos significados, lo mismo que las palabras equivalentes: «seglar» y sus derivados; así como también los adjetivos: laical y laicismo, secular y secularismo.

Desde la época de Constantino se propagó la diferenciación entre los clérigos, que gozaban de ciertos privilegios, y los laicos, considerados como el grupo de los ignorantes. Así nació la siguiente clasificación: los cristianos de primera, que estaban en grado de perfección (clérigos); y los cristianos de segunda, que no aspiraban a la perfección por estar dedicados a las cosas del mundo (laicos).

En ese tiempo se pensaba que los laicos debían de estar en el mundo, viviendo en un ambiente lleno de tentaciones y de pecado, mientras que los clérigos debían dedicarse solo a las acciones espirituales, en contacto con Dios, alcanzando los grados de perfección. De esta clasificación se retomaban tres elementos para una definición del laico: 1) es un miembro del Pueblo de Dios; 2) distinto de la jerarquía en el seno de la comunidad; 3) que se ocupan en los afanes del mundo en modo cristiano.

2. La llamada al seguimiento de Jesús

La distinción: clérigo-laico, no se encuentra en el vocabulario del Nuevo Testamento, pero sí en el de la Tradición cristiana. Al ubicarnos en el tiempo de Jesús y en la comunidad que convocó, «Él nombró a unos apóstoles, a otros profetas, evangelistas, pastores y maestros» (cf. Ef 4,11). Todos ellos formaban parte de un solo pueblo, llamados a ejercer el trabajo apostólico; pero al adentrarnos más en el Nuevo Testamento, en el Sermón de la Montaña encontramos a Jesús dirigiéndose a todos, invitándolos a imitar la perfección del Padre (cf. Mt 5,48), dejando claro que para todos los pecadores existe una única vocación a la santidad y están invitados a hacerse hijos del Padre y hermanos entre sí.

Del mismo modo que eligió a algunos para que estuvieran con él (cf. Mc 3,14), también llamó a otros en circunstancias diferentes. Encontramos, por ejemplo, la vocación de Zaqueo (cf. Lc 19,1-10), quien después del encuentro con Jesús no cambia de oficio, sino que sigue ejerciendo su trabajo con una lógica renovada; también está la vocación del maestro de la ley (cf. Lc 10,2527), llamado a comportarse como el buen samaritano; pero de modo muy especial encontramos la vocación de la Virgen María (cf. Lc 1,26-38), que se convierte en modelo de fe para la comunidad, porque en íntima unión con Cristo, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios.

En el inicio de la comunidad cristiana no existió distinción entre clérigos y laicos. Todos los creyentes estaban llamados a vivir la vida de Cristo, a ser testigos y servidores del Evangelio. Las funciones que realizaron los primeros cristianos, hombres y mujeres, aparecen en Hechos de los Apóstoles y en las cartas paulinas, donde se narra su compromiso con la comunidad a través diversos servicios: los encontramos dando hospedaje y prestando asistencia a los apóstoles y misioneros itinerantes; ofreciendo sus casas para las reuniones de la comunidad (cf. Hch 12,12; Col 4,10-15). El apóstol Pablo menciona en sus cartas a sus colaboradores que le acompañaron en la fundación de iglesias locales y que ayudaban a los apóstoles (cf. Flp 4,3; Hch 1,21-26).

Los primeros llamados a formar parte del proyecto salvífico de Cristo eran hombres y mujeres comunes, que vivían el Evangelio y habían tomado en serio el envío y las instrucciones de Jesús (cf. Mc 6,7-13). El Evangelista Lucas narra que, tras el envío de los apóstoles, Jesús también «designó a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y lugares a donde pensaba ir» (Lc 10,1). Este grupo de discípulos eran, probablemente, todos los que él había reunido hasta ese momento, o al menos los que le seguían con cierta continuidad. En el inicio se trató de una misión limitada a los pueblos vecinos, a los compatriotas que eran judíos; pero después de la Pascua esa misión se extendió: «Vayan por todo el mundo proclamando la Buena Noticia a toda la humanidad» (Mc 16,15).

3. Proceso de jerarquización y origen del grupo de los laicos

En la etapa inicial de la Iglesia encontramos a muchos cristianos activos en la tarea apostólica, enfrentando la persecución hasta testificar con su sangre. En ese ambiente de hostilidad, la difusión del cristianismo se dio, en gran parte, a través de laicos viajeros y comerciantes y que se movían de una región a otra.   La Iglesia primitiva conoció todos los servicios y ministerios necesarios para el desarrollo de una comunidad viva y misionera. En esos servicios participaban también las mujeres como sinceras colaboradoras, a las que el apóstol Pablo encomendó tareas misionales: «Les recomiendo a nuestra hermana Febe, diaconisa de la Iglesia de Cencreas, para que la reciban en atención al Señor, como merece una persona consagrada, ayudándola en todo lo que necesite de ustedes. Ella ha protegido a muchos, empezando por mi» (Rm 16,1-2). También se refiere a Prisca y su esposo Áquila a quienes llama: «Mis colaboradores en la obra de Cristo Jesús» (Rm 16,3-4).

Los primeros cristianos testimoniaban su fe a través de una estructuración interna, respetuosa de la variedad de ministerios y carismas que existían en el seno de la Iglesia. Se presentaban ante el mundo como un cuerpo unitario y comunitario que vivía la integridad del Evangelio. Pero más tarde, con la libertad religiosa otorgada por Constantino (313) y el surgir del monacato, se originó una diferenciación entre los bautizados: clérigos, religiosos y laicos.

La jerarquización que se estaba imponiendo provocó que entre los laicos surgiera el grupo selecto de los mónacos, quienes preferían vivir aislados de las preocupaciones seculares. Mas adelante, cuando el cristianismo se convirtió en la religión del Estado, la Iglesia fue tomando esa misma forma y estructura, alterando la relación entre la jerarquía y el pueblo laico que fue pasando a segundo término. Los fieles laicos se fueron debilitando y perdiendo la esperanza escatológica, por eso empezaron una relación más directa con el poder temporal, a la vez que iban perdiendo el fervor religioso. A raíz de esa situación de frialdad espiritual, se producirá el crecimiento del monacato como realización de los ideales del Evangelio, provocándose así la primera separación entre los laicos: los comprometidos con el mundo y los que buscarán la salvación en la vida monacal.

Las circunstancias históricas serán factibles para que los clérigos y los monjes adquieran el predominio del poder y la cultura, mientras que los laicos debían estar sujetos a las disposiciones y normas prescritas por ellos. Entonces, a partir del siglo III el uso del término «laico» se generalizó, pero será hasta el siglo IV cuando se empezó a hablar propiamente de clérigos y laicos como organismos separados entre sí, y en el siglo V se consolidó la aparición del monaquismo, dando lugar a la distinción tripartita: clérigos, monjes y laicos. En esta nueva perspectiva, el término «laico» mantuvo el sentido que tenía desde la primera distinción bipartita (clérigos, laicos), pero esta vez supondría un doble contraste frente a los clérigos y los religiosos, pues el laico será entendido como el que se ocupa de las tareas seculares y no eclesiásticas. Con el tiempo esta distinción adquirió aspectos jurídico-teológicos y sentidos diferentes, pues en la teología posterior el término designó a quien no pertenece ni al clero ni al estado de vida religioso.

Con la llegada del monacato fue necesario establecer la diferencia entre las funciones de cada grupo con una distinción bien precisa: mientras el clérigo se distingue del laico por el sacramento del Orden, lo que distingue al religioso del laico es el estilo de vida. En esta nueva categorización, los clérigos y los monjes serán quienes se dedicarán a lo sagrado, desentendiéndose de las cosas del mundo; mientras que los laicos estarán directamente dedicados a la obra del mundo. Al respecto se decía: el laico no es un hombre profano, sino el cristiano que vive en el mundo profano.

4. Decadencia del apostolado laical

Durante la Edad Media existió un denominador común respecto al laicado: su progresiva marginación en los asuntos eclesiales. Muchos calificaban a los laicos de ignorantes por estar excluidos del ámbito de lo sagrado. Debido a esa situación irán surgiendo movimientos con la intención de contestar a la jerarquía de la Iglesia con el Evangelio leído en lengua vulgar. Entre estos movimientos se encontraba el de San Francisco de Asís (1209), que con su obra y familia religiosa pretendía recuperar los carismas laicales en la Iglesia, pues hasta ese momento no existía aún una espiritualidad laical, por eso muchos fieles consideraban necesario distanciarse del mundo y acercarse lo más posible a la vida monacal para conseguir la santidad, creyendo encontrarla solo ahí y no en los afanes temporales.

A partir del Decreto de Graciano (1140), al dar forma jurídica al principio de estructura jerárquica de la Iglesia, ahondará más la división entre laicos y clero. Diferencia que terminará por convertirse en verdadera subordinación del laico a los estamentos clericales. El derecho del laico aparecerá como una concesión generosa del clero, pero no participarán en el ministerio de la Palabra que sigue reservado al clero. Una actitud de desconfianza hacia los laicos y cierto temor de posibles incursiones de estos en el campo eclesiástico es patente en las disposiciones jurídicas del Decreto.

Con la reforma gregoriana (1073) se ratificó la autoridad suprema del papado en el gobierno de la Iglesia, reafirmando su autoridad universal y fundamentando la teología del primado romano. Gregorio VII consideró necesario y urgente un sistema de gobierno eclesiástico (centralidad eclesiástica), que le permitiera a él, como cabeza máxima de la Iglesia, actuar en todos los países de manera directa y eficaz. Se creó una distinción clara entre Iglesia y Estado, generando dos grupos: el primero dedicado a las cosas espirituales y el segundo a las cosas temporales.

Desde finales del siglo XIV, la sociedad medieval se desintegró y apareció la conciencia individual, el espíritu de nación y la autonomía de lo secular frente a la tutela de la Iglesia. Mucha gente empezó a pensar que en la Iglesia no se daban las condiciones para alcanzar la salvación, por eso preferirán la propia experiencia subjetiva o las pequeñas comunidades o grupos de vida cristiana en lugar de la Iglesia. Martín Lutero (1517), desde su propia vivencia de la salvación, recogió muchos de estos elementos y trató de eliminar las distancias entre clérigos y laicos dentro de la Iglesia, recurriendo a la negación de la jerarquía eclesiástica y el sacerdocio oficial. Ante esta posición, la Iglesia respondió reafirmando más el ministerio sacerdotal y la distinción entre jerarquía y pueblo.

Debemos tener en cuenta que el laicado, antes de Lutero, ya había empezado a reformar la Iglesia desde abajo, a partir de su encuentro con Jesús, presente en la Eucaristía y en los pobres; así fueron preparando la reforma interna que Trento tratará de aplicar en sus decretos conciliares. Pero los laicos seguían siendo considerados como incapaces de asumir responsabilidades serias dentro de la Iglesia, pues se creía que los clérigos eran los únicos hombres instruidos; la ciencia y la inteligencia era un privilegio de las abadías, de las escuelas catedralicias y de las universidades como instituciones eclesiásticas. Por tanto, la referencia al laico será, sobre todo, en relación con las tareas temporales.

Al ser delimitados a los trabajos temporales, los laicos se fueron desvalorizando por varias razones: por una parte, la idea de imposibilidad de la santidad en el mundo (se reservaba a los clérigos y monjes); por otra parte, se les consideraba como los que tenían solo una receptividad en los sacramentos y no la responsabilidad activa en la misión de la Iglesia. Pero ¿qué se puede decir de los monjes? Ellos remediaban todo huyendo de la contaminación del mundo para llevar una vida ascética en búsqueda de la santidad.

5. El despertar del laicado

El mundo moderno se caracterizó por su alejamiento de Cristo y de la Iglesia, por lo que los laicos enfrentaban el riesgo de verse atrapados en dos ambientes distintos: el eclesiástico y el social o civil. Con la secularización moderna, los soberanos buscarán asegurar la unidad confesional en sus territorios, asociándola a sus propios intereses espirituales y temporales, sin preocuparse de la religión de los súbditos. Todo se reducirá al valor temporal. La ideología liberal y el Iluminismo favorecieron la comprensión del hombre, del mundo y de la sociedad sin horizontes trascendentes, confiando solo en la razón. De este ambiente vendrá el cambio del sentido de la palabra «laico» y de su declinación adjetival, pues comenzó a significar a los que tenían un pensamiento independiente de la enseñanza eclesial.

Por otra parte, los protestantes se jactaban diciendo que ellos habían roto definitivamente las barreras de una piedad puramente monacal para procurar al hombre del pueblo el ideal religioso, logrando derribar, según ellos, la separación funesta introducida por los católicos entre la santidad reservada a los eclesiásticos y la del pueblo laico.

El gran despertar del laicado sucedió después de la crisis provocada por el fin de los Estados Pontificios (1870-1929). La Iglesia comprendió que sus hijos cristianos laicos debían ayudar a la construcción de un mundo nuevo. Así nació la Acción Católica, como fuerza capaz de aglutinar generaciones enteras de jóvenes y adultos para llevarlos a la santidad con la transformación del mundo, tan agitado por guerras y dictaduras.

En el siglo XIX, John Henry Newman fue entre los pioneros de un pensamiento sobre los laicos que floreció en el Concilio Vaticano II. Los Movimientos Sociales y el Movimiento Litúrgico influyeron también en los primeros decenios del siglo XX cuando emergió un laicado decidido a formar parte activa de la misión de la Iglesia, en un momento en el que se daba una disminución de sacerdotes. Es por eso que su participación creciente en actividades reservadas a los clérigos planteó preguntas difíciles, sobre la manera de llamarlos y sobre su reconocimiento eclesial.

Era urgente adherirse al impulso de todos los creyentes, ansiosos de romper la imagen de un cristianismo muerto o moribundo, de aliviar los sufrimientos y dar un nuevo sentido a su existencia. Había llegado la hora de ponerse en marcha, había llegado la hora de los laicos. El interés por ellos creció incesantemente después de la segunda guerra mundial debido a varias razones: por la propagación de la Acción Católica; por la incapacidad física del clero para realizar todas las tareas; había crecido la conciencia del sacerdocio común de los fieles; la participación activa en la celebraciones litúrgicas; pero lo que más ayudó fue la conciencia eclesial, acuñada por la encíclica Mystici Corporis Christi de Pio XII, que venía a sustituir la eclesiología jerárquico-eclesial, hasta entonces vigente, por una consideración de la Iglesia como totalidad.

Se fue propagando el pensamiento de que todos los cristianos podían llegar a la vida mística y contribuir a las acciones santificantes de la Iglesia, porque la santidad no es una cosa extraordinaria. El pensamiento teológico sobre los laicos de aquellos años se orientó en dos líneas: una más dirigida a la acción de la sociedad y otra más atenta a la participación litúrgica. Tanto una como la otra buscaban fundar teológicamente la acción o participación de los laicos.

También destaca al arduo trabajo realizado por San Josemaría Escrivá a través de la fundación del Opus Dei (1928), recordando que el Señor llama a todos a la santidad de vida, a través de amplios caminos de santificación y de apostolado en las ocupaciones ordinarias, en un contexto de legítimo pluralismo y autonomía en la ordenación del mundo hacia Dios.

La literatura teológica y pastoral comenzó a estudiar la especificidad del laicado en la Iglesia. Los dos grandes exponentes fueron: Yves Congar y Gérard Philips, cuyas obras presentaban un estudio comprensivo de la teología de la tria munera, aplicada a los laicos, así como a la constitución de la necesidad de una visión eclesiológica global, que debía ser respetuosa de la verdad de los diferentes estados de vida en la Iglesia. Congar propuso una yuxtaposición de las dos misiones del laico: en la Iglesia y en el mundo; Philips, por su parte, insistirá en que todos persiguen el mismo fin o la misma misión en la Iglesia, pero viven en ambientes diferentes.

El Papa Pio XII, a través de la Acción Católica, promovió dos Congresos Mundiales sobre el apostolado de los laicos, el primero en 1951 y el otro en 1957, en este último el Papa definió la misión del laico como una consecratio mundi, entendiéndose así la acción de ordenar las cosas según el designio de Dios, a través de la construcción y presencia de la Iglesia en el mundo. Además, se propuso dar al laico el lugar que merece en la Iglesia, ya que también él está constituido como miembro del Cuerpo Místico de Cristo y, por tanto, con una misión en la Iglesia y el mundo. En el Segundo, Pio XII pronunció un elocuente discurso, digno de recordar:

«Sería desconocer la verdadera naturaleza de la Iglesia y su carácter social, el distinguir en ella un elemento puramente activo, las autoridades eclesiásticas, y, por otra parte, un elemento puramente pasivo, los seglares. Todos los miembros de la Iglesia, como hemos dicho en la encíclica Mystici Corporis Christi, están llamados a colaborar en la edificación y perfeccionamiento del Cuerpo Místico de Cristo. Todos son personas libres y deben ser por lo tanto activos. Se abusa, a menudo, del término «emancipación de los seglares», cuando se utiliza con un sentido que deforma el verdadero carácter de las relaciones que existen entre la Iglesia que enseña y la Iglesia enseñada, entre sacerdotes y seglares. A propósito de estas últimas relaciones, observamos simplemente que las tareas de la Iglesia son hoy día demasiado vastas para permitir que se entregue a disputas mezquinas. Para mantener la esfera de acción de cada uno, basta que todos posean el suficiente espíritu de fe, desinterés, estima y confianza recíproca. El respeto de la dignidad del sacerdote fue siempre uno de los rasgos más típicos de la comunidad cristiana. Por el contrario, también el seglar tiene sus derechos, y el sacerdote debe reconocerlos por su parte».

El discurso se centró en el apostolado de los laicos y su relación con la jerarquía, entendiéndolo solo como colaboración y como una exigencia de las relaciones entre la Iglesia y el mundo, dejando claro que el apostolado laical es siempre de los laicos y no se hace jerárquico ni siquiera cuando se realiza por mandato de la jerarquía.

En conclusión, hasta aquí hemos presentado un panorama histórico general sobre los laicos en la Iglesia; pero nos falta la parte más importante: los aportes del Concilio Vaticano II y su posterior recepción hasta el pontificado del Papa Francisco. En este periodo se consolidó su apostolado, pues se ha tomado conciencia que ha llegado la hora de los laicos.

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BIBLIOGRAFÍA: ÁLVAREZ, J., Historia de la Iglesia. I. Edad antigua, Madrid 2001; AYESTARAN, J. C – PASTORE, C., Los laicos en la Iglesia y en el mundo, Caracas 1989; GALEANO, A., La Iglesia y su reforma según Yves Congar, Bogotá 1991; JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis, [25/03/1992]; LÓPEZ MARTÍNEZ, D. N., El laicado en la época del Concilio, San Sebastián 1966; MAGAZ FERNÁNDEZ, J. M., Historia de la Iglesia medieval, Madrid, 2008; MIGOYA, F., Los cristianos laicos. Iglesia en el mundo, México 1994; MORALES, T., Hora de los laicos, Madrid 1985; PELLITERO, R., La Teología del laicado en la obra de Yves Congar, Navarra 1996; PHILIPS, G., El laicado en la época del Concilio, Brugos 1966; PIO XII, «Discurso, en el II Congreso Mundial del Apostolado Seglar», [5/10/1957]; SÁNCHEZ, H. J., «El despertar de los laicos», Revista Iberoamericana de Teología, vol. VIII, n. 14, (2012), pp. 9-41.

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