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Title: Una historia de dos ciudades

Author: Charles Dickens

Translator: Gregorio Lafuerza

Release Date: April 22, 2020 [EBook #61887]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK UNA HISTORIA DE DOS CIUDADES ***




Produced by Carlos Col�n, Penn State University and the
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Nota del Transcriptor:

Se ha respetado la ortograf�a y la acentuaci�n del original.

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

P�ginas en blanco han sido eliminadas.

La portada fue dise�ada por el transcriptor y se considera dominio p�blico.


BIBLIOTECA DE GRANDES NOVELAS

CARLOS DICKENS

UNA HISTORIA DE DOS CIUDADES

TRADUCCI�N DE
GREGORIO LAFUERZA

BARCELONA
RAM�N SOPENA. Editor
PROVENZA, 93 A 97


Derechos reservados.

Ram�n Sopena, impresor y editor, Provenza, 93 a 97.—Barcelona


PROLOGO

Conceb� las l�neas generales de esta historia cuando represent� con mis hijos y amigos el drama de Collin El Abismo Helado. Apoder�se entonces de m� el deseo firme de encarnar el drama en mi persona, y procur� asimilarme, con solicitud e inter�s especiales, el estado de �nimo necesario para hacer su presentaci�n a un espectador dotado del esp�ritu de observaci�n.

A medida que me fu� familiarizando con la idea, fueron dibuj�ndose y resaltando las l�neas generales hasta llegar gradualmente a adquirir la forma que en la actualidad tienen. Hasta tal extremo se ha posesionado de m� el argumento durante su ejecuci�n, ha dado tanta vida a todo lo que en estas p�ginas se ha hecho y sufrido, que puedo decir, sin incurrir en exageraciones, que todo lo he hecho y sufrido yo mismo.

Cuantas referencias haga, por ligeras que sean, a la condici�n del pueblo franc�s antes o durante la Revoluci�n, ser�n exactas de toda exactitud, fundadas en los testimonios de personas dignas de fe absoluta. Ha sido una de mis aspiraciones a�adir algo a los medios de inteligencia populares y pintorescos de aquella �poca terrible, bien que firmemente convencido de que no hay quien pueda a�adir nada a la portentosa filosof�a que encierra la obra admirable de Carlyle.


[7]

UNA HISTORIA DE DOS CIUDADES

LIBRO PRIMERO
VUELTA A LA VIDA

I.
EL PER�ODO

Erase el mejor de los tiempos y el m�s detestable de los tiempos; la �poca de la sabidur�a y la �poca de la bober�a, el per�odo de la fe y el per�odo de la incredulidad, la era de la Luz y la era de las Tinieblas, la primavera de la vida y el invierno de la desesperaci�n. Todo lo pose�amos y nada pose�amos, camin�bamos en derechura al cielo y rod�bamos precipitados al abismo: en una palabra, era tan parecido aquel per�odo al actual, que nuestras autoridades de mayor renombre est�n contestes en afirmar que, entre uno y otro, tanto en lo que al bien se refiere como en lo que toca al mal, s�lo en grado superlativo es aceptable la comparaci�n.

Un rey de bien desarrolladas mand�bulas y una reina de cara aplastada se sentaban sobre el trono de Inglaterra, y un rey de grandes quijadas y una reina de rostro hermoso ocupaban el de Francia. Los se�ores de los grandes almacenes de pan y de pescado de entrambos pa�ses ve�an claro como el cristal que el bien p�blico estaba asegurado para siempre.

Era el a�o de Nuestro Se�or de mil setecientos setenta y cinco. En un per�odo tan favorecido, no pod�an faltar a Inglaterra las revelaciones espirituales. Recientemente hab�a celebrado su vig�simoquinto natalicio la se�ora Southcott, cuya aparici�n sublime en el mundo anunciara con la antelaci�n debida un guardia de corps, profeta privado, pronosticando que se hac�an preparativos para tragarse a Londres y a Westminster. Hasta hab�a sido definitivamente enterrado el fantasma de la Callejuela del Gallo, despu�s de andar rondando por el mundo doce a�os, y de revelar a los mortales sus mensajes en[8] la misma forma que los esp�ritus del a�o anterior, acusando una pobreza sobrenatural de originalidad, revelaron los suyos. Los mensajes �nicos de orden terrenal que recibieron la Corona y el Pueblo ingleses, les llegaron de un congreso de s�bditos brit�nicos residentes en Am�rica, mensajes que, por extra�o que parezca, han resultado de much�sima mayor transcendencia para la raza humana que cuantos recibi� �sta por la mediaci�n de cualquiera de los pollitos de la Callejuela del Gallo.

Menos favorecida Francia en lo referente a asuntos de orden espiritual que su hermana la del escudo y del tridente, rodaba con suavidad encantadora pendiente abajo, fabricando papel moneda y gast�ndolo que era un contento. Bajo la direcci�n de sus cristian�simos pastores, permit�ase entretenerse, adem�s, con distracciones tan humanitarias como sentenciar a alg�n que otro joven a que le cortaran las manos, le arrancaran con pinzas la lengua y le quemaran vivo, por el nefando delito de no haber ca�do de rodillas sobre el fango del camino, en un d�a lluvioso, para rendir el debido acatamiento a una procesi�n de frailes que pas� al alcance de su vista, bien que a distancia de cincuenta o sesenta varas. Es muy probable que, cuando aquel criminal fu� llevado al suplicio, el le�ador Destino hubiera marcado ya en los bosques de Francia y de Normand�a los a�osos �rboles que la sierra deb�a convertir en tablas que servir�an para construir aquella plataforma movible, provista de su cesto y su cuchilla, que tanta y tan terrible celebridad ha conquistado en la historia. Es asimismo muy posible que, en los r�sticos cobertizos anejos a las casuchas de los labradores de las cercan�as de Par�s, se hallasen en el mismo d�a, resguardados de las inclemencias del tiempo, las primitivas carretas, llenas de salpicaduras de fango lamidas por los cerdos y sirviendo de percha a las aves de corral, que el labriego Muerte hab�a seleccionado para que fueran las carrozas de la Revoluci�n. Verdad es que, si bien el Le�ador y el Labriego trabajaban incesantemente, su labor era silenciosa y no hab�a o�do humano que percibiera sus pasos sordos, tanto m�s, cuanto que abrigar alg�n recelo de que aquellos estuvieran despiertos era tanto como confesarse a la faz del mundo ateo y traidor.

En Inglaterra, apenas si quedaba un �tomo de orden y de protecci�n bastantes para justificar la jactancia nacional. La misma capital era todas las noches teatro de robos a mano armada y de cr�menes los m�s osados y escandalosos. P�blica y oficialmente se avisaba a las familias que no salieran de la ciudad sin llevar antes sus mobiliarios a los almacenes de los tapiceros, �nicos sitios que les ofrec�an alguna garant�a.[9] El que a favor de las sombras de la noche era bandolero, parec�a honrado mercader de la ciudad a la luz del sol, y si alguna vez era reconocido por el comerciante aut�ntico a quien se presentaba bajo el car�cter de �capit�n�, dispar�bale con la mayor frescura un tiro que le enviaba a otro mundo mejor y pon�a pies en polvorosa. La diligencia-correo fu� asaltada por siete bandoleros, de los cuales mat� a tres la guardia, la cual a su vez fu� muerta por los cuatro restantes �a consecuencia de haberse quedado sin municiones�: a continuaci�n, la diligencia fu� robada concienzuda y tranquilamente. El alt�simo y poderos�simo alcalde mayor de Londres fu� secuestrado y obligado a vivir durante alg�n tiempo en Turnham Green por un esforzado bandido, quien tuvo el honor de desbalijar a criatura tan ilustre en las barbas de su numerosa escolta y no menos numerosa servidumbre. En las c�rceles de Londres re��an los prisioneros fieras batallas con sus carceleros, a los cuales obsequiaba la majestad de la ley con sendos arcabuzazos. En los propios salones de la corte, manos habilidosas libraban a los m�s altos se�ores de las cruces de brillantes que adornaban sus cuellos. Penetraron los mosqueteros en San Gil en busca de contrabando, y el populacho hizo fuego contra los mosqueteros, y los mosqueteros hicieron fuego sobre el populacho, sin que a nadie se le ocurriera pensar que semejante suceso no fuera incidente de los m�s comunes y triviales de la vida. A todo esto, el verdugo, siempre en funciones, siempre atareado, no bastaba a acudir a los distintos puntos en que era necesario, hoy dejando pendientes de sus cuerdas grandes racimos de criminales y ma�ana ahorcando a un ladr�n vulgar, que penetr� el jueves en la casa del vecino, y emprendi� el viaje a la eternidad el s�bado siguiente; para quemar hoy en Newgate docenas de personas, y ma�ana centenares de folletos en la puerta de Westminster Hall; para enviar hoy a la eternidad a un desalmado feroz, y hacer ma�ana lo propio con un m�sero raterillo que rob� seis peniques al hijo de un agricultor.

Todas estas cosas, y mil otras por el estilo que podr�a referir, eran el pan nuestro de cada d�a en el bendito a�o de mil setecientos setenta y cinco sin que fueran obst�culo para que, mientras el Le�ador y la Labriega prosegu�an su silenciosa labor, los dos mortales de las desarrolladas quijadas y las dos de cara aplastada y hermosa, respectivamente, llevaran a punta de lanza sus divinos derechos. As� conduc�a el a�o de mil setecientos setenta y cinco a Sus Grandezas y a los millones de criaturas insignificantes, entre ellas las que han de figurar en la cr�nica presente, a sus destinos respectivos, por los caminos que ante sus pasos estaban abiertos.

[10]

II.
LA DILIGENCIA

El que recorr�a el primero de los personajes que han de jugar papel de mucha importancia en la historia presente, la noche de un viernes de noviembre, era el de Dover. Segu�a el viajero a la diligencia, mientras �sta avanzaba pesadamente por el repecho de la colina Shooter. Sub�a caminando entre el barro pegado a la caja desvencijada del carruaje, y a su lado iban los dem�s compa�eros de viaje, no ciertamente movidos del deseo de hacer ejercicio, poco agradable dadas las circunstancias, sino porque rampa, arneses, fango, diligencia y caballos eran tan pesados, que �stos �ltimos hab�an declarado ya tres veces sus deseos de no seguir adelante, am�n de otra que intentaron dar media vuelta, con el prop�sito sedicioso de volverse a Blackheath. Las riendas y la fusta, el postill�n y el guarda, puestos de acuerdo, hubieron de dar lectura al art�culo del Reglamento de Campa�a que asegura que nunca, ni en ning�n caso, tendr�n raz�n los animales brutos, gracias a lo cual capitul� el tiro y se resign� a cumplir con su deber.

Bajas las cabezas y tr�mulas las colas procuraban abrirse paso por entre los mares de espeso barro que cubr�an el camino, tropezando aqu�, dando all� un tumbo espantoso, cayendo no pocas veces y tambale�ndose siempre. Cuantas veces el mayoral les conced�a alg�n descanso, el caballo delantero sacud�a violentamente la cabeza y cuantos objetos la adornaban con aire doctoral y enf�tico, cual si su intenci�n fuera negar que la diligencia pudiera llegar a lo alto de la loma; y cuantas veces aquel hac�a restallar el l�tigo, el viajero de quien vengo hablando levantaba asustado la cabeza, como hombre a quien arrancan bruscamente de sus meditaciones.

Mares de vapor acuoso en forma de espesa niebla cubr�an todas las hondonadas y se deslizaban pegados a la tierra semejantes a esp�ritus malignos que buscan descanso y no lo encuentran. La niebla era pegajosa y muy fr�a, y avanzaba formando graciosos rizos y masas onduladas que se persegu�an y alcanzaban como se persiguen y alcanzan las olas cuando el mar est� movido. Era lo suficientemente densa para encerrar en un c�rculo estrech�simo la claridad que derramaban los faroles del carruaje, hasta impedir que se vieran los chorros de vapor que los caballos lanzaban por las narices y que iban a aumentar el caudal de los que llenaban la atm�sfera.

Dos viajeros, adem�s del que he mencionado, sub�an trabajosamente la rampa siguiendo a la diligencia. Los tres llevaban su[11]bidos hasta las orejas los cuellos de sus abrigos y los tres usaban botas muy altas. Ninguno de ellos hubiera podido decir si sus compa�eros de viaje eran guapos o feos, j�venes o viejos; tan cuidadosamente recataban sus semblantes, y no estar� de m�s a�adir que, si imposible era a los ojos del cuerpo divisar la se�a corporal m�s insignificante, aun lo era m�s a los ojos del esp�ritu conjeturar las del alma, es decir, las intenciones que cada uno de ellos pudiera abrigar. En aquellos felices tiempos, los viajeros eran altamente reservados y evitaban con gran cautela hacer confianza en personas desconocidas, pues cualquier compa�ero de diligencia o de camino pod�a resultar un bandolero o un c�mplice de bandoleros, se�ores que abundaban que era una bendici�n, pues todas las tabernas y posadas contaban con cosecha no escasa de soldados a sueldo del �capit�n�, cuyas huestes nutr�an todos sin excepci�n, comenzando por el posadero y terminando por el �ltimo mozo de cuadra. En esto precisamente iba pensando el guarda de la diligencia-correo de Dover la noche de aquel viernes del mes de noviembre de mil setecientos setenta y cinco, mientras aqu�lla sub�a trabajosamente la rampa de Shooter, sentado en la banqueta posterior del carromato que le estaba reservada, dando furiosas patadas sobre las tablas para evitar que sus pies quedaran transformados en bloques de hielo y puesta la mano sobre un arcabuz cargado, que coronaba un mont�n de seis u ocho pistolas de arz�n, tambi�n cargadas, a las cuales serv�a de base otro mont�n de machetes y pu�ales perfectamente afilados.

En el viaje al que la presente historia se refiere, ocurr�a en la diligencia de Dover lo que invariablemente suced�a en todos los viajes: el guarda sospechaba de los viajeros, los viajeros sospechaban entre s� y del guarda, unos a otros se miraban con recelo, y en cuanto al postill�n, s�lo de los caballos estaba seguro: es decir, que con plena conciencia hubiera jurado por el Antiguo y el Nuevo Testamento, que el ganado no serv�a para la faena a que estaba destinado.

—�Ap! �Ap!—grit� el postill�n.—�Arriba, perezosos! �Un tironcito m�s, y os encontr�is en lo alto de esa maldita colina! �Oye, Pepe!

—�Qu� hay?—contest� el guarda.

—�Qu� hora crees que ser�?

—Por lo menos, las once y diez.

—�Ira de Dios!—grit� el postill�n.—�Las once y diez y no estamos en la cresta de Shooter! �Ap... ap...! �Ah, ladr�n!

El caballo delantero, cuyos lomos recogieron el terrible latigazo con que el postill�n acompa�� sus �ltimas palabras, avanz� con decisi�n por la rampa, arrastrando a sus tres compa�eros. La diligencia continu� dando tumbos, escoltada por los tres viajeros que[12] ten�an buen cuidado de no separarse de ella, haciendo alto cuando la diligencia lo hac�a y avanzando al paso de la misma, siempre atentos a no adelantarse ni a quedar rezagados, sabedores de que, si tal hubieran hecho, habr�an corrido riesgo inminente de recibir un arcabuzazo como bandoleros.

Domin� al fin la pendiente el pesado carromato: los fatigados caballos hicieron nuevo alto para tomar aliento y el guarda salt� al camino para echar los frenos a las ruedas y abrir la portezuela a fin de que montasen los viajeros.

—�Pepe!—murmur� el postill�n, bajando la cabeza y la voz.

—�Qu� hay, Tom�s?—contest� el guarda.

—Me parece que se nos acerca un caballo al trote, Pepe.

—A m� me parece que viene a galope, Tom�s—replic� el guarda, soltando la portezuela y encaram�ndose de un salto a su sitio.—�Caballeros, favor al Rey y a la Justicia!

Lanzado el llamamiento, empu�� su arcabuz y permaneci� a la defensiva.

Hall�base el viajero a quien se refiere esta historia sobre el estribo, dispuesto a entrar en la diligencia, y los dos restantes continuaban en la carretera dispuestos a seguirle. El primero continu� en el estribo, y como consecuencia, sus dos compa�eros de viaje hubieron de permanecer en la carretera. Los tres paseaban sus miradas desde el postill�n al guarda y desde el guarda al postill�n, y escuchaban. El postill�n hab�a vuelto atr�s la cabeza, el guarda hizo lo propio, y hasta el caballo delantero aguz� las orejas y mir� atr�s, para no ser nota discordante.

El silencio consiguiente a la cesaci�n del rodar del veh�culo, a�adido al silencio de la noche, hizo que en la cima de la colina reinara un silencio solemne. El jadear de los caballos comunicaba al coche un movimiento tr�mulo que le daba apariencias de monstruo dominado por intensa agitaci�n. Lat�an con fuerza tal los corazones de los viajeros, que probablemente no hubiera sido imposible oir sus latidos, pero si esto no, al menos la quietud solemne de la escena evidenciaba que sus personajes conten�an el aliento, o no le ten�an para respirar, y que sus pulsaciones eran r�pidas por efecto de la expectaci�n.

Retumbaban en el silencio de la noche los cascos del caballo que sub�a la rampa a galope furioso.

—�Eh! �Alto quien sea!—rugi� el guarda con voz de trueno.—�Alto, o hago fuego!

Ces� el desenfrenado galopar y rasg� los aires una voz de hombre que pregunt�:

—�Es esa la diligencia de Dover?

—�Eso lo veremos m�s tarde!—replic� el guarda.—�Qui�n es usted?

[13]

—�Es la diligencia de Dover?—insisti� la voz.

—�Para qu� quiere usted saberlo?

—Porque si lo es, he de hablar con uno de sus pasajeros.

—�Qu� pasajero?

—El se�or Mauricio Lorry.

Inmediatamente manifest� el viajero de quien venimos hablando que Mauricio Lorry era �l. El guarda, el postill�n y sus dos compa�eros de viaje le dirigieron miradas de desconfianza.

—�Cuidado con moverse!—intim� el guarda.—Tenga usted presente que si cometo un error, lo que me ocurre algunas veces, no habr� en el mundo quien sea capaz de repararlo. Caballero llamado Lorry, �conteste con verdad a mis preguntas!

—�Qu� pasa?—pregunt� el interpelado, con voz ligeramente temblorosa.—�Qui�n es el que me busca? �Jerem�as, tal vez?

—Si ese individuo es Jerem�as, maldito lo que me gusta la voz de Jerem�as—gru�� el guarda entre dientes.—No me agradan las voces tan broncas.

—El mismo, se�or Lorry—respondi� el del caballo.

—�Qu� pasa?

—Despacho de all� para usted: T. y Compa��a.

—Conozco al mensajero, guarda—dijo Lorry, saltando desde el estribo al camino, ayudado, y no con suavidad, por sus dos compa�eros de viaje, que tiraron de la esclavina de su abrigo, montaron inmediatamente, cerraron la portezuela y subieron el cristal.—Puede acercarse: respondo de �l.

—�Y de ti qui�n responde?—se pregunt� el guarda por lo bajo.—�A ver!—continu� con voz tonante.—�Escuche el del caballo!

—�Concluye pronto!—replic� Jerem�as, con voz m�s ronca que antes.

—�Avance usted al paso...! �Me entiende? Y si en la montura lleva pistoleras, procure tener las manos muy lejos de ellas. Tenga presente que me pinto solo para cometer errores, y que, cuando los cometo, siempre toman la forma de plomo. Venga usted para que nos veamos las caras.

No tard� en dibujarse entre la niebla la forma de un caballo con su jinete, que a paso lento se acerc� al pasajero que esperaba junto al estribo. Detuvo el jinete su cabalgadura, mir� al guarda y alarg� al pasajero un papel doblado. Jadeaba el jinete al respirar, y tanto �l como su caballo estaban cubiertos de barro, desde los cascos del �ltimo hasta el sombrero del primero.

—�Guarda!—llam� el pasajero con tono confidencial.

—�Qu� se ofrece?—respondi� con sequedad el tremebundo guarda, puesta la diestra sobre la caja del arcabuz, la izquierda sobre el ca��n y los ojos sobre el jinete.

—Puede usted estar completamente tranquilo—repuso Lorry.—Pertenezco al Banco Tellson,[14] entidad de Londres que seguramente conoce usted. Asuntos de importancia me llevan a Par�s. Tome usted una corona para echar un trago... �Puedo leer esto?

—Si lo lee, despache usted cuanto antes, caballero.

Lorry desdobl� el papel, y ley�, primero para s� y a continuaci�n en voz alta:

�Espere en Dover la visita de la se�orita.�

—Ya ve usted que el mensaje no es largo, guarda—a�adi� Lorry.—Conteste usted a quien le env�a, Jerem�as, la palabra siguiente: �Resucitado�.

Jerem�as di� un salto sobre la montura.

—�Vaya una contestaci�n endiabladamente extra�a!—exclam�, sacando el registro m�s bronco de voz.

—Repita usted esa palabra, y los que le env�an sabr�n que ha cumplido la misi�n que le confiaron. Puede usted emprender el regreso... Buenas noches.

Diciendo estas palabras, el pasajero abri� la portezuela y entr� en el carruaje, sin que por galanter�a le diera la mano ninguno de sus compa�eros de viaje, los cuales hab�an escondido, mientras ten�a lugar el incidente mencionado, sus bolsillos y relojes en sus botas y fing�an dormir profundamente, sin duda con objeto de evitar ocasiones que dieran lugar a ocupaci�n m�s activa que el sue�o.

Rechin� de nuevo el coche y gimi� m�s lastimeramente que nunca al emprender el descenso de la colina. El guarda coloc� su arcabuz sobre el mont�n de pistolas, bien que asegur�ndose antes de que las que, en calidad de suplementaria, pend�an del cinto, estaban en su lugar, sac� de debajo del asiento una cajita que conten�a algunas herramientas de cerrajero, dos velas, eslab�n, pedernal y yesca. Hombre previsor, llevaba cuanto era necesario para encender, con facilidad y seguridad relativas (si estaba de suerte) los faroles del coche en unos cinco minutos, si aqu�llos se apagaban o eran apagados, como ocurr�a en los viajes m�s de una vez.

—Tom�s—llam� el guarda con voz baja.

—�Qu� quieres, Pepe?

—�O�ste la lectura del papel?

—La o�.

—�Y la contestaci�n?

—Tambi�n.

—�Y qu� sacas en limpio, Tom�s?

—Absolutamente nada, Pepe.

—�Mira qu� casualidad!—exclam� el guarda.—Otro tanto me sucede a m�.

Jerem�as, luego que qued� a solas con la niebla que le envolv�a, ech� pie a tierra, no ya s�lo para dar alg�n descanso a su rendido corcel, sino tambi�n para limpiar los salpicones de barro que llenaban su cara y para bajar las alas de su sombrero, que conten�an as� como medio gal�n de agua. Luego permaneci� en medio de[15] la carretera, y cuando dej� de oir el ruido del rodar de la diligencia, di� media vuelta y emprendi� el regreso a pie diciendo a la yegua que montaba:

—Despu�s del galope que te has dado desde el Temple, amiga m�a, no me f�o mucho de tus manos hasta tanto que lleguemos a camino plano... ��Resucitado...!� �Contestaci�n que podr� entender el infierno, pero no Jerem�as...! �Lo que s� te aseguro, Jerem�as, es que si resucitar se pusiera en moda, te ver�as en el mayor de los aprietos en que te has visto en tu endiablada vida!

III.
LAS SOMBRAS DE LA NOCHE

Digno de detenidas reflexiones es el fen�meno de que todos los seres humanos llevan en su constituci�n la necesidad de ser secretos impenetrables entre s�. Cuantas veces entro durante la noche en una gran ciudad, maquinalmente y sin darme cuenta comienzo a pensar que todas y cada una de las casas que forman el ingente y apretado racimo que se alza ante mis ojos encierran su secreto peculiar, que todas y cada una de las habitaciones de las casas encierran su secreto peculiar, y que todos y cada uno de los corazones que palpitan en los cientos de miles de pechos que las habitan, es un secreto profundo para el coraz�n encerrado en el pecho m�s inmediato. El fen�meno tiene algo de pavoroso, algo de com�n con la muerte. El coraz�n de la persona que me es querida me parece libro cuyas hojas estoy volviendo y a cuyo final no podr� llegar jam�s: me parece ingente masa l�quida en cuyas profundidades insondables he entrevisto, a la luz que moment�neamente las ha penetrado, tesoros ocultos y mil secretos que han excitado mis ansias por saber; pero una voluntad inmutable ha decretado que no pueda leer m�s que la p�gina primera del libro, que la masa l�quida se cuaje y trueque en masa eternamente helada, mientras la luz jugueteaba sobre su superficie y yo la contemplaba desde la orilla, ignorante de lo que en su fondo encerraba. Ha muerto mi amigo, ha muerto mi vecino, han muerto mis amores, y con ellos murieron los anhelos de mi alma, porque su muerte trajo consigo la consolidaci�n inexorable, la perpetuaci�n del secreto que encerraban aquellas individualidades, como la muerte sellar� para siempre el m�o, sepult�ndolo conmigo en la tumba. �Duerme, acaso, en ninguno de los cementerios de las ciudades que visito, muerto cuya personalidad �ntima sea para m� m�s inexcrutable que las de los vivos que afanosos y sol�citos recorren sus calles, m�s de lo que la m�a lo es para todos ellos?

Por lo que a este particular se[16] refiere, la herencia natural, herencia imposible de enajenar, del jinete mensajero, era la misma del rey, la misma del primer ministro de Estado, la misma del comerciante m�s opulento de Londres. Otro tanto suced�a con los tres viajeros encerrados en los angostos l�mites de una diligencia vieja y destartalada. Cada uno de ellos era un misterio impenetrable para su compa�ero, tan impenetrable como si en coche propio hubiera viajado, solos y con una naci�n de por medio entre coche y coche.

Mont� el mensajero a caballo y emprendi� el regreso a trote corto, deteni�ndose en todas las tabernas y mesones del camino para refrescar la garganta, pero sin trabar conversaci�n con nadie y procurando llevar siempre el sombrero hundido hasta los ojos. Con �stos se armonizaba perfectamente la precauci�n, pues eran negros y muy juntos uno a otro; tan juntos, que no parec�a sino que tem�an que alguien los saltase uno a uno si los encontraba separados. Eran de expresi�n siniestra, a la que tal vez contribuyera la circunstancia de que brillaran entre un sombrero, que m�s que sombrero parec�a escupidera triangular, y una especie de tabardo que arrancaba de los ojos y terminaba en las rodillas con su portador. Cuando �ste se deten�a para beber, separaba con la mano izquierda el tabardo lo indispensable para verter en la boca el l�quido con la mano derecha, y no bien hab�a terminado de beber, lo sub�a otra vez.

—�No, Jerem�as, no!—murmuraba el mensajero, machacando siempre el mismo tema.—Jerem�as no puede estar conforme con eso... Eres un hombre honrado, Jerem�as, un comerciante que no puede aprobar esa clase de negocios... �Resucitado!.... �Que me aspen si el se�or Lorry no estaba borracho cuando me di� semejante recado!

Tan perplejo le tra�a la palabreja, que con frecuencia se quitaba el sombrero para rascarse despiadadamente la cabeza; y ya que de la cabeza hablo, dir� que, excepci�n hecha de la coronilla, completamente calva, desaparec�a bajo una masa de pelo �spero que por la espalda descend�a hasta los hombros y por delante crec�a hasta el arranque de su ancha y roma nariz. Semejaba la cabeza obra de un herrero, caballete de muro erizado de espesas p�as, que los aficionados al juego de a la una la mula hubieran mirado con terror respetuoso, consider�ndolo seguramente el salto m�s peligroso que el hombre pudiera dar en el mundo.

Tienen las sombras de la noche caprichos verdaderamente extra�os. Al mensajero, mientras regresaba con el misterioso recado que deb�a entregar al vigilante nocturno del Banco Tellson, para que aquel lo transmitiera a su vez a sus superiores jer�rquicos,[17] eran muertos resucitados, fantasmas salidos de las tumbas, al paso que para la yegua que montaba, eran caballos corriendo sin descanso. Para los tres inexcrutables viajeros que ocupaban el interior de la diligencia, mientras �sta saltaba y daba tumbos sobre los baches del camino, las sombras de la noche tomaban las formas de los pensamientos que sus respectivas imaginaciones elaboraban.

Puede decirse que el Banco Tellson se hab�a trasladado a la diligencia. Para el empleado del mismo, asido con una mano a una correa, gracias a la cual pod�a evitar una colisi�n con su vecino cada vez que el veh�culo saltaba, y cuenta que saltaba con desesperante frecuencia, las angostas ventanillas del coche, el farol del mismo, que por aqu�llas filtraba d�biles resplandores, y el bulto negruzco del viajero que ten�a ante sus ojos medio cerrados, eran el Banco, en el cual estaba haciendo infinidad de operaciones a cual m�s afortunadas. El ruido que hac�an los arneses antoj�basele tintineo de moneda con la que pagaba letras, valores y cheques con rapidez vertiginosa. No tard� en trasladarse con la imaginaci�n a las c�maras subterr�neas, cuyos secretos conoc�a tan bien, y armado de sus grandes llaves abr�a la enorme caja, que encontraba tan intacta, tan repleta, tan s�lida como la dejara la vez �ltima que tuvo ocasi�n de verla.

Pero dominando a la imagen del Banco, que le acompa�aba siempre, y a la de la diligencia, que no le dejaba, sent�a otra idea fija, tenaz y persistente, que le embarg� durante toda la noche. Su viaje ten�a por objeto sacar a alguien de la tumba.

Ahora bien; lo que las sombras de la noche no determinaban, era cu�l de entre el n�mero infinito de caras que pasaban en procesi�n interminable ante sus ojos era la de la persona enterrada. Eran, empero, todas ellas caras de un hombre de cuarenta y cinco a�os pr�ximamente, y difer�an sobre todo en las pasiones que cada una de ellas reflejaban y en las palideces l�vidas que las caracterizaban. Ante los medio cerrados ojos del viajero desfilaron unas tras otras caras que eran espejo de orgullo, de menosprecio, de desaf�o, de obstinaci�n, de sumisi�n, de dolor, caras de mejillas hundidas, color cadav�rico, flacas y demacradas, pero las l�neas generales de todas ellas eran las mismas, de la misma manera que todas aparec�an encuadradas en una cabellera prematuramente blanca. Docenas, cientos de veces pregunt� al espectro el so�oliento viajero:

—�Cu�ndo te enterraron?

—Hace casi diez y ocho a�os—contestaba invariablemente el espectros.

—�Hab�as perdido toda esperanza de volver a ver la luz del d�a?

[18] —Ha mucho tiempo.

—�Sabes que vas a resucitar?

—Eso me dicen.

—�Supongo que te interesar� vivir?

—No puedo decirlo.

—�Querr�s que te la presente? �Vendr�s conmigo a verla?

Las contestaciones que los distintos espectros daban a esta pregunta �ltima difer�an mucho y hasta se contradec�an entre s�.

—�Espera!—exclamaban unos con voz entrecortada.—�Morir�a si la viera tan de repente!

—�Ll�vame en seguida!—contestaban otros, derramando mares de l�grimas.—�Me muero por verla!

—�No la conozco!—respond�an otros espectros, mirando asombrados a quien les preguntaba.—�No s� de qu� me hablas! No comprendo.

El viajero interrump�a estos discursos imaginarios para cavar, cavar sin tregua ni descanso, ora con la azada, ora con la pala, tan pronto con una llave inmensa como con sus propias u�as, en sus ansias por desenterrar al que sepultaran prematuramente. Rendido al fin, falto de fuerzas ca�a de bruces sobre la tierra removida, y al contacto de �sta con su frente, despertaba sobresaltado y bajaba el cristal de la ventanilla para que los zarpazos de la niebla y de la lluvia le hicieran pasar de lo so�ado a lo real.

No consegu�a, empero, su objeto. Flanqueando el camino, huyendo ante el incierto resplandor de los faroles del coche, ve�a las mismas im�genes vivificadas por su excitada fantas�a. Ante sus ojos se alzaba el Banco Tellson, sus manos pagaban letras y cheques, recorr�a las c�maras subterr�neas, visitaba la caja, y de pronto le sal�an al paso los fantasmas de rostro l�vido y cabellera blanca, y se repet�a el interrogatorio anterior:

—�Cu�ndo te enterraron?

—Hace casi diez y ocho a�os.

—�Supongo que te interesar� vivir?

—No puedo decirlo.

Y vuelta a cavar, y a cavar, y a cavar, hasta que uno de sus compa�eros de viaje le indic�, con modales un tanto bruscos, que subiera el cristal de la ventanilla.

Quiso entonces fijar sus pensamientos en sus dos compa�eros de viaje; mas no tard� en olvidarlos para volver a ensimismarse en los del Banco y de la tumba.

—�Cu�ndo te enterraron?

—Hace casi diez y ocho a�os.

—�Hab�as perdido las esperanzas de que te desenterrasen?

—Hace much�simo tiempo.

Sonaban a�n en sus o�dos estas palabras, tan claras y distintas como jam�s las oyera en su vida cuando se percat� de pronto de que las sombras de la noche hab�an hu�do avergonzadas ante los esplendores del nuevo d�a.

Baj� la ventanilla y contempl� el brillante disco del sol. Clavado[19] en el surco de un campo inmediato al camino vi� un arado. M�s all� se divisaba un soto lleno de �rboles, en cuyas ramas quedaban muchas hojas a las cuales el astro rey daba tonos rojos y dorados. La tierra estaba h�meda, el cielo despejado y el sol se alzaba solemne, pl�cido, rutilante, hermoso.

—�Diez y ocho a�os!—exclam� el viajero, puestos sus ojos en el sol.—�Dios m�o... Dios m�o! �Enterrado en vida durante diez y ocho a�os!

IV.
LA PREPARACI�N

Cuando lleg� la diligencia a Dover, a su tiempo y sin tropiezo, el mayordomo en jefe del Hotel del Rey Jorge se apresur� a abrir la portezuela, como ten�a por costumbre. Supo dar a su acto cierto aire solemne y ceremonioso, y a fe que lo merec�a, pues digno era en verdad de todos los parabienes y enhorabuenas el venturoso viajero que, en pleno invierno, acomet�a y acababa felizmente una haza�a tan erizada de peligros como un viaje en diligencia desde Londres hasta Dover.

No pudo felicitar el fino y cumplido mayordomo m�s que a un solo viajero, sencillamente porque uno solo ven�a en el carruaje: los restantes hab�anse quedado en sus destinos respectivos. El interior de la diligencia, sucio, lleno de paja y mal oliente, m�s que otra cosa parec�a obscura perrera, y el se�or Lorry que lo ocupaba, cuando sali�, sacudi�ndose las pajas y las inmundicias que cubr�an su indumentaria, envuelto en un abrigo viejo y sucio, cubierto con un sombrero apabullado y calzando botas altas cubiertas de fango, m�s que hombre parec�a perro de raza gigante.

—�Saldr� ma�ana barco para Calais, mayordomo?—pregunt�.

—Saldr�, se�or, si contin�a el buen tiempo y sopla viento favorable. �Desea cama el se�or?

—No pienso acostarme hasta la noche; pero necesito habitaci�n y un barbero.

—�Y el almuerzo a continuaci�n, se�or? Muy bien... Por aqu�, se�or. �La Concordia para este caballero...! �El equipaje de este caballero a la Concordia...! �Agua caliente a la Concordia!... �Qu� suba inmediatamente un barbero a la Concordia!... En la Concordia encontrar� usted, se�or, una lumbre agradable.

La habitaci�n conocida por el nombre de la Concordia, que invariablemente se destinaba a uno de los viajeros llegados por la diligencia, ofrec�a un inter�s especial. Nadie advirti� jam�s la diferencia m�s insignificante entre los diferentes personajes que en ella entraron, pues nunca ojo humano distingui� otra cosa que un levit�n de viaje, puesto sobre unos zapatos ordinariamente sucios, y coronado por un sombrero casi[20] siempre viejo y apabullado; pero si en la Concordia entr� siempre el mismo individuo al parecer, salieron de ella en el transcurso de los a�os hombres de todas las edades, tipos, figuras y cataduras. No es, por tanto, de admirar, que la casualidad llevase al trayecto comprendido entre la Concordia y el comedor, a dos mayordomos, tres camareros y varias criadas, am�n de la propia due�a del establecimiento, los cuales estaban entregados a diversas faenas dom�sticas, cuando de la habitaci�n mencionada sali� un caballero de unos sesenta a�os, vistiendo traje de color obscuro, casi nuevo y muy bien conservado, y luciendo unos pu�os cuadrados muy grandes, aunque no m�s grandes ni m�s cuadrados que las carteras que adornaban sus bolsillos.

El caballero del traje obscuro se dirigi� al comedor, y fu� el �nico que aquella ma�ana se sent� a la mesa. Hab�an colocado �sta junto a la chimenea, y al amor de la lumbre se sent� nuestro viajero, puesta una mano sobre cada rodilla, esperando que le sirvieran el almuerzo, en actitud tan r�gida y compuesta, que no parec�a sino que para que le hicieran un retrato hab�a tomado asiento.

Parec�a hombre met�dico y ordenado. All� en las profundidades del bolsillo de su chaleco dejaba oir su voz potente y sonora un reloj de tama�o extraordinariamente grande, cuya gravedad y longevidad incontestables semejaban protesta ruidosa y elocuente contra la ligereza y futilidad del fuego que en la chimenea ard�a. Buenas pantorrillas ten�a el caballero, y es posible que de ellas estuviera envanecido, a juzgar por las medias que las encerraban, del tono mismo que su traje, de punto muy fino y perfectamente ajustadas. Sus zapatos, que adornaban hermosas hebillas, si bien eran de clase corriente, revelaban la mano de un zapatero h�bil y ducho en su oficio.

Perfectamente ajustada a su cabeza llevaba una peluca peque�a, muy fina y ligeramente rizada, cuya peluca, de suponer es que fuera de cabello, aunque a decir verdad, m�s parec�a hecha de filamentos de seda o de cristal. En cuanto a su camisa, si en finura no pod�a competir con las medias, en cambio en blancura rivalizaba con la de las crestas de las olas que mansas ven�an a besar la arena de la playa inmediata, o con la de las velas que mar adentro brillaban a los rayos del sol. Prestaban animaci�n a aquella cara de expresi�n tranquila, mejor dicho, a aquella cara inexpresiva, pues la mano persistente de la costumbre hab�a borrado de ella la expresi�n, dos ojos de mirar penetrante, aunque un poquito blandos, que en a�os pasados debieron dar no poco trabajo a su due�o, antes que consiguiera domarlos y darles aquella expresi�n de reserva impenetrable y de[21] compostura que era la caracter�stica de todos los empleados del Banco Tellson. En la cara, de color sano, aunque surcada de numerosas arrugas, no hab�an dejado huellas las ansiedades e inquietudes, quiz� porque los viejos solterones empleados en el Banco Tellson jam�s se ocuparon m�s que en asuntos de otras personas, y esos asuntos se parecen a los guantes usados, que entran y salen sin esfuerzo.

El se�or Lorry concluy� por dormirse. Despert� cuando le sirvieron el almuerzo y dijo al camarero que le serv�a:

—Deseo que preparen habitaci�n para una se�orita, que probablemente llegar� hoy, no s� a qu� hora. Es posible que pregunte por el se�or Mauricio Lorry, aunque pudiera tambi�n ocurrir que lo haga por el se�or del Banco Tellson: en uno y otro caso, p�seme aviso.

—Est� muy bien, se�or. �El Banco Tellson de Londres, se�or?

—S�.

—Con frecuencia nos ha cabido el honor de servir a los caballeros de ese Banco, se�or, en los repetidos viajes que hacen entre Londres y Par�s, y viceversa. �Ah! �El Banco Tellson y Compa��a viaja mucho, se�or!

—Cierto. Nuestra casa es tan francesa como inglesa.

—Pero si no me equivoco, usted no suele viajar mucho, se�or.

—Muy poco desde hace algunos a�os. Habr�n pasado ya... quince desde que no he ido a Francia.

—No estaba yo aqu� en aquella fecha, se�or... Ni yo ni ninguno de los que hoy estamos. El Hotel del Rey Jorge ten�a otros due�os, se�or.

—Tal creo.

—En cambio apostar�a sin temor a perder, que una casa como el Banco Tellson y Compa��a viene prosperando y floreciendo, no dir� ya desde quince a�os atr�s, sino de cincuenta.

—Puede usted apostar y decir ciento cincuenta, sin temor a perder y con conciencia de que se aproxima mucho a la verdad.

—�Ciento cincuenta a�os!

Abriendo desmesuradamente los ojos y haciendo de su boca una O perfecta, el camarero adopt� la postura cl�sica, pas� la servilleta desde el brazo derecho al izquierdo y qued� callado, mirando c�mo com�a y beb�a el viajero, conforme vienen haciendo desde tiempo inmemorial los camareros de todos los siglos y pa�ses.

Terminado el almuerzo, el se�or Lorry sali� a dar un pase�to por la playa. No se divisaba desde ella la peque�a e irregular ciudad de Dover, excepci�n hecha de sus tejados que, metidos entre picachos de canteras calizas, semejaban gigantesca ostra marina. Era la playa un desierto erizado de pe�ascales y plagado de escollos, donde la mar hac�a lo que se la antojaba, y lo que se la antojaba invariablemente era destruir. Casi[22] de continuo rug�a contra la ciudad, bramaba contra los farallones, embest�a contra los pe�ascos que pretend�an oponerse a su paso y los derribaba con estruendo. Respir�base en las casas un olor tan fuerte a pescado, que no parec�a sino que los habitantes de las aguas sal�an de �stas para curar en las casas sus enfermedades, de la misma manera que las personas enfermas suelen buscar la salud en los ba�os de mar. Algunos, muy pocos, se dedicaban a la pesca en aquellas aguas, y si durante el d�a la playa estaba siempre desierta, en cambio por la noche se ve�an personas que clavaban sus miradas inquietas en la inmensidad del mar. Comerciantes insignificantes a los que nunca se ve�a hacer un negocio, realizaban de pronto fortunas inmensas que no ten�an explicaci�n racional, y era muy de notar que nadie, por aquellos lugares, pod�a sufrir la presencia de una luz, de la que hu�an como del demonio.

A medida que declinaba la tarde, y el aire, tan di�fano y transparente durante el d�a, que hubo momentos en que se divisaban perfectamente las costas de Francia, se saturaba de vapores y nieblas, se entenebrec�an tambi�n los pensamientos del se�or Lorry. Cuando, llegada la noche, se sent� al amor de la lumbre del comedor para esperar que le sirvieran la comida, como esperara aquella ma�ana que le sirvieran el almuerzo, su imaginaci�n cavaba, cavaba sin descanso.

No perjudica la salud de un buen cavador una botella de a�ejo clarete, aunque acaso sea r�mora a su actividad, si es cierto, como dicen, que el clarete, sobre todo si es bueno y a�ejo, inocula en quien lo bebe tendencia marcada a la suspensi�n de toda clase de trabajos corporales. El se�or Lorry hab�a suspendido hac�a largo rato todas sus operaciones y acababa de verter en el vaso el �ltimo l�quido que quedaba en la botella, revelando su rostro toda la satisfacci�n que pueda revelar un caballero entrado en a�os que acaba de ver el fondo de una botella, cuando hiri� sus o�dos el r�pido rodar de un carruaje que penetraba en la angosta callejuela y se deten�a dentro del patio del hotel.

—�La se�orita!—exclam� Lorry, dejando sobre la mesa el vaso que iba a llevar a sus labios.

Momentos despu�s entraba en el comedor el camarero y anunciaba que la se�orita Manette, reci�n llegada de Londres, deseaba ver al caballero del Banco Tellson.

—�Tan pronto?

—La se�orita Manette ha tomado un refrigerio en el camino, y lo �nico que ahora desea con verdadero anhelo es ver sin p�rdida de momento al caballero del Banco Tellson, siempre que �ste tenga agrado en visitarla.

No qued� otro recurso al caballero del Banco Tellson que vaciar[23] el vaso haciendo un gesto de est�lida desesperaci�n, ajustar su sedosa peluca a sus orejas y seguir al camarero, que le gui� a la habitaci�n de la se�orita Manette. Era una estancia de grandes proporciones, muy obscura, tapizada de negro, como una capilla ardiente, y amueblada con objetos de tonos obscuros, entre los cuales pod�an contarse una porci�n de mesas, todas pesadas y todas negras. Sobre la del centro, untada, como todas las otras, mil veces con aceite, hab�a dos candelabros, negros tambi�n, cuya luz no bastaba a disipar las tinieblas que reinaban como due�as y se�oras en la estancia.

Tan densa era la obscuridad, que el se�or Lorry, mientras avanzaba caminando sobre una alfombra, bastante deteriorada por cierto, supuso que la se�orita se encontrar�a en alguna habitaci�n contigua, y en esa creencia persisti� hasta que, despu�s de dejar a sus espaldas los dos candelabros, tropez� con una persona que de pie le estaba esperando, entre la mesa y la chimenea. Era una joven de unos diez y siete a�os de edad, vestida de amazona, cuyas manos sosten�an a�n por la cinta el sombrero de paja que llev� durante el viaje. Al fijar sus ojos en aquella carita diminuta, perfectamente ovalada y de l�neas graciosas, encuadrada en una masa abundante de cabellos de oro, dos ojos azules salieron al encuentro de los suyos, mir�ndoles con mirada penetrante y expresi�n que no era de perplejidad, ni de asombro, ni de admiraci�n, ni de alarma, aunque probablemente participaba de las cuatro. En la imaginaci�n del se�or Lorry, al apreciar las facciones que delante ten�a, surgi� la figura de una ni�a que muchos a�os antes hab�a llevado en sus brazos en un viaje de traves�a por aquel mismo canal con tiempo fr�o y mar extraordinariamente gruesa. Disip�se la imagen casi con tanta rapidez como se borr� la mancha producida por el aliento en la no muy limpia cornucopia colocada a espaldas de la joven, y encerrada en un marco que ofrec�a una procesi�n de cupidos negros sin cabeza muchos y todos cojos o mancos, los cuales ofrec�an canastillas negras llenas de frutas del Mar Muerto a unos �dolos negros del g�nero femenino, y se inclin� profunda y solemnemente ante la se�orita Manette.

—S�rvase tomar asiento, caballero—dijo una voz clara y musical, con acento extranjero, aunque apenas perceptible.

—Beso a usted la mano, se�orita—contest� el se�or Lorry, haciendo otra reverencia, a la usanza antigua, antes de tomar asiento.

—Ayer recib� una carta del Banco, caballero, en la que me dec�an que se hab�a sabido... o descubierto...

—La palabra es lo de menos, se�orita: una y otra expresan la idea.

[24]

—... Algo acerca de los escasos bienes que dej� mi pobre padre, a quien he tenido la desventura de no conocer...

Lorry se revolvi� en la silla, y dirigi� miradas angustiosas a la f�nebre procesi�n de cupidos negros, cual si esperara encontrar en las absurdas canastillas que llevaban, la luz que le negaba su inteligencia.

—... Y que, en consecuencia, era de todo punto necesario que hiciera un viaje a Par�s, donde habr�a de ponerme en contacto con un caballero del Banco, enviado a la capital de Francia para ese objeto.

—Ese caballero soy yo, se�orita.

—Lo supon�a, caballero.

La ni�a hizo una reverencia llena de gracia (en aquellos tiempos hac�an reverencias las se�oritas). El caballero se inclin� profundamente.

—Contest� al Banco que si las personas que llevan su benevolencia para conmigo hasta el punto de aconsejarme, consideraban que era necesario el viaje, ir�a desde luego a Francia, pero que, en atenci�n a que soy hu�rfana y no tengo amigos que puedan acompa�arme, estimar�a como favor especial que me permitieran colocarme, durante el viaje, bajo la protecci�n del digno caballero con quien hab�a de ponerme en contacto en Par�s. El caballero hab�a salido ya de Londres, pero creo que le enviaron un mensajero rog�ndole que me esperase aqu�.

—Me consider� feliz al recibir el encargo, y me lo considerar� mucho m�s cumpli�ndolo, se�orita—contest� el se�or Lorry.

—Much�simas gracias, caballero; crea usted que se las doy de coraz�n. Me anunci� el Banco que el caballero me explicar�a los detalles del asunto, y que fuera preparada a recibir noticias de �ndole sorprendente. He hecho todo lo posible para prepararme, y puede estar seguro de que siento verdaderos anhelos por saber de qu� se trata.

—Lo encuentro muy natural—respondi� Lorry.—S�... perfectamente natural... Yo...

Hizo una pausa, ajust� nuevamente su peluqu�n a las orejas, y repuso al fin:

—Lo cierto es que resulta tan dif�cil principiar...

Y no principi�. En su indecisi�n sus miradas se encontraron con las de su interlocutora. En la frente de �sta se dibujaron algunas arrugas, su rostro vari� de expresi�n, y su mano se alz� hasta la altura de los ojos, cual si deseara apoderarse de alguna sombra que ante ellos acababa de cruzar.

—�Nos habremos visto alguna vez, caballero?—pregunt�.

—�Lo cree usted as�?—interrog� Lorry, extendiendo los brazos y sonriendo.

La l�nea delicada y fina que se hab�a dibujado entre las cejas de la ni�a se hizo m�s profunda y[25] en�rgica al sentarse �sta en la silla junto a la cual hab�a permanecido en pie hasta entonces. Lorry la contemplaba silencioso, y cuando al cabo del rato la joven alz� de nuevo sus ojos, apresur�se aqu�l a preguntar:

—Supongo que en su patria de adopci�n desear� usted que le trate y hable como a se�orita inglesa; �no es verdad, se�orita Manette?

—Como usted guste, caballero.

—Soy hombre de negocios, se�orita Manette, y he recibido el encargo de tratar y llevar a feliz t�rmino un negocio. Cuando escuche usted de mis labios todos los detalles con aqu�l relacionados, no vea usted en m� m�s que una m�quina habladora, pues en rigor, m�quina habladora soy. Con su permiso, se�orita Manette, referir� a usted la historia de uno de nuestros clientes.

—�Historia!

Parece que Lorry debi� tomar una palabra por otra, pues no bien repiti� su interlocutora la palabra historia, repuso con apresuramiento:

—S�, se�orita: de uno de nuestros clientes. Los que nos dedicamos a los negocios bancarios solemos llamar clientes a todos nuestros conocimientos. El cliente a que me refiero era un caballero franc�s, hombre de mucho talento y grandes dotes intelectuales... un m�dico.

—No ser�a de Beauvais, �eh?

—Precisamente de Beauvais. Lo mismo que el se�or Manette, su padre de usted, el caballero en cuesti�n era de Beauvais: lo mismo que el se�or Manette, su padre de usted, era una notabilidad en Par�s, donde tuve el honor de conocerle. Nuestras relaciones fueron lisa y exclusivamente de negocios, pero confidenciales. Me hallaba yo a la saz�n en nuestra casa francesa, y hace de esto... �friolera! �veinte a�os!

—En aquel tiempo... Perdone usted mi curiosidad, caballero, pero desear�a saber...

—Hablo de veinte a�os atr�s, se�orita. Cas� con una dama inglesa... y yo era uno de sus fideicomisarios. El Banco Tellson manejaba todos sus negocios, como los de casi todos los caballeros y familias francesas. De la misma manera que fu� fideicomisario de aquel caballero, lo soy o lo he sido de docenas de clientes de la casa. Son puras relaciones comerciales, se�orita, libres de amistad, libres de inter�s, libres de afecto, relaciones en las cuales nada hay que se parezca a sentimiento. En el curso de mi vida, he pasado de unas a otras sin que ninguna dejara rastros ni casi recuerdos en m�, exactamente lo mismo que despacho con los innumerables clientes que diariamente se acercan al Banco con objetos tan variados. En una palabra, se�orita: yo no tengo sentimientos, yo no tengo afecto a nadie, yo soy una m�quina, yo soy un...

—Pero es que me est� usted[26] refiriendo la historia de mi padre, caballero, y principio a sospechar que, cuando muri� mi madre, que solamente dos a�os sobrevivi� a mi padre, dej�ndome hu�rfana y sola en el mundo, fu� usted el que me llev� a Inglaterra. Casi me atrever�a a asegurar que fu� usted.

El se�or Lorry tom� la diminuta mano que llena de confianza buscaba las suyas, y la llev� con cierto aire de ceremonia a sus labios.

—Yo fu�, en efecto, se�orita Manette—contest� Lorry.—El hecho de que desde entonces nunca m�s haya vuelto a ver a usted, la convencer� de la exactitud de mis palabras, la convencer� de la verdad con que asegur� ha poco que no tengo sentimientos, y que cuantas relaciones mantengo o he mantenido con mis semejantes han sido exclusivamente de negocios. �No! �Nada de sentimentalismo! Usted ha sido desde entonces la pupila del Banco Tellson, y yo he tenido sobrado quehacer tambi�n desde entonces trabajando en los asuntos del Banco Tellson. �Sentimientos! �Me falta tiempo y voluntad para permitirme el lujo de tenerlos! He pasado mi vida entera moviendo y dando vueltas a masas inmensas de dinero.

Hecha esta descripci�n singular de sus rutinas diarias, el se�or Lorry alis� con entrambas manos su sedosa peluca, operaci�n innecesaria, pues era imposible alisarla m�s de lo que estaba, y volvi� a tomar su actitud anterior.

—Hasta ahora, se�orita, lo que acabo de narrar es, conforme ha adivinado usted, la historia de su padre. Las diferencias vienen ahora. Si su padre no hubiese muerto cuando muri�... �No se asuste usted! �Si est� temblando como la hoja en el �rbol!

Era cierto. La joven temblaba convulsivamente y, sin articular palabra, alarg� entrambas manos en actitud suplicante.

—�Por favor, se�orita...!—exclam� Lorry con extremada dulzura.—Dom�nese usted... Calme esa agitaci�n... �Qu� tienen que ver aqu� los sentimientos?... Estamos hablando de negocios... Ya ve usted: dec�a...

La mirada que la ni�a dirigi� al narrador le descompuso tan por completo, que vacil�, tartamude�, hubo de hacer una pausa bastante prolongada, y al fin repuso:

—Dec�a que si el se�or Manette no hubiese muerto, que si en vez de morir hubiera desaparecido inesperada y silenciosamente, evapor�ndose, por decirlo as�, que si no hubiera sido empresa imposible adivinar el pavoroso lugar donde habr�a sido sepultado, aunque s� llegar hasta �l, si hubiera tenido la desgracia de acarrearse la animadversi�n de alg�n compatriota suyo, investido de un poder que los hombres m�s valientes de mi tiempo no se atrev�an a mencionar sin temblar, el poder de llenar �rdenes o decretos firma[27]dos en blanco, en virtud de las cuales f�cil era condenar a prisi�n y olvido temporal o perpetuo a cualquier mortal, si la esposa de ese caballero hubiera implorado compasi�n del rey, de la reina, de la corte, del clero y de la nobleza, solicitando noticias de su marido ausente, sin conseguir ablandar ning�n coraz�n, entonces la historia del doctor de Beauvais que estoy refiriendo ser�a en efecto la de su padre de usted.

—�Por Dios santo, caballero, d�game m�s!

—A eso voy: �pero cuenta usted con valor bastante para escuchar lo que yo diga?

—Todo lo puedo soportar menos la incertidumbre en que me dejan sus palabras.

—Habla usted con calma... y seguramente est� ya sosegada: �magn�fico!—continu� Lorry, con expresi�n que desment�a sus �ltimas palabras.—Estamos hablando de negocios... nada m�s que de negocios. No vea usted en lo que digo m�s que un negocio... que puede hacerse... que, seg�n todas las probabilidades, saldr� bien. Sigamos: si la buena se�ora del doctor, dama de valor excepcional y de gran presencia de esp�ritu apur� dolores, sufrimientos tan acerbos, a consecuencia de lo que acabo de manifestar, antes que viniera al mundo su hijo...

—�El hijo era hija, caballero!...

—�Bueno...! �Qu� m�s da? El sexo no altera el negocio... Digo, se�orita, que si la pobre dama sufri� dolores tan acerbos antes que naciera su hija, que a fin de impedir que llegase hasta �sta la triste herencia de sus agon�as, la amamant� y educ� en la creencia de que su padre hab�a muerto... �No se arrodille usted, por Dios vivo...! �En nombre del Cielo!... �Por qu� cae de rodillas a mis pies?

—�Para suplicarle que me diga la verdad...! �Por piedad, se�or, nada me oculte!...

—Todo se lo dir�... �Pero c�lmese usted, por lo que m�s quiera! Estamos tratando un... un... negocio, se�orita, y sus extremos me confunden... y no es posible... no puedo tratar negocios con acierto si confunden y obscurecen mis ideas. Veamos de despejar la cabeza. Si usted puede decirme ahora mismo... por ejemplo, cu�ntos peniques suman nueve monedas de a nueve peniques una, o cu�ntos chelines son veinte guineas, tranquilizar� mucho mi esp�ritu, pues ser� prueba palpable de la calma y serenidad del suyo.

Sin contestar directamente a este llamamiento, la ni�a se dej� alzar del suelo y volvi� a sentarse con tal compostura, que comunic� a su interlocutor el valor que principiaba a faltarle.

—�Muy bien! �As�...! �Mucho valor! �Negocio y nada m�s que negocio! Se le presenta un negocio, negocio positivo, de rendimientos. Su madre, se�orita Manette, adopt� con usted la norma de conducta que antes he insinuado. Cuando muri�... creo que de pesa[28]dumbre... sin haber cesado ni por un instante de buscar a su marido, y sin llegar a averiguar nada, dej� a usted, ni�a de dos a�os, en camino de crecer hermosa, feliz, sin penas, libre de la nube negra que hubiera amargado su existencia, si al morir la hubiese revelado la historia de su padre, sin poder a�adir si �ste hab�a muerto en la c�rcel o si continuaba enterrado en el calabozo, sufriendo las torturas del sepultado en vida.

Pronunci� las �ltimas palabras posando una mirada de compasi�n infinita sobre los cabellos de oro que ten�a delante, cual si a s� mismo se dijera que, gracias a la compasiva reserva de la madre, no abundaban en aquellos las hebras de plata.

—Sabe usted perfectamente que sus padres no disfrutaron de una gran fortuna, y que, la que pose�an, pas� a su madre y a usted. Por lo que a dinero y bienes materiales se refiere, no se han hecho descubrimientos nuevos; pero...

Sinti� el narrador que manos delicadas oprim�an con fuerza sus mu�ecas, y dej� de hablar. La expresi�n del rostro de la ni�a era de pena y de horror.

—Pero ha sido encontrado... �l. Vive, s�... muy cambiado... lo considero probable; destrozado, hecho una ruina, reducido a sombra de lo que fu�... es posible; pero vive, y debemos abrigar esperanzas de que mejorar�. Su padre ha sido llevado a la casa de un antiguo criado suyo, que reside en Par�s, y a su encuentro vamos nosotros: yo, para identificarle, si puedo; usted, para abrazarle, para devolverle la vida, el cari�o, la calma y el descanso.

La ni�a se estremeci� de pies a cabeza. Tr�mula, conmovida, con voz extra�a, cual de la quien habla en sue�os, dijo:

—�Voy a ver su fantasma!... �Su fantasma!... �No a �l!

Lorry desprendi� con suavidad las manos que atenaceaban su brazo.

—�Calma, calma, se�orita!—dijo.—Ya pas� todo. Conoce usted todo lo bueno y todo lo malo. Vamos al encuentro del desventurado caballero, injustamente castigado, y despu�s de un viaje feliz por mar, seguido de otro no menos venturoso por tierra, tendr� muy en breve el dulce placer de abrazarle.

—�He vivido tranquila, he vivido feliz, y nunca me ha perseguido su fantasma!—exclam� la ni�a con el mismo tono de voz que antes.

—R�stame otra observaci�n—repuso Lorry, recalcando la palabra, con objeto, sin duda, de asegurarse la atenci�n de su oyente. Cuando le encontraron, llevaba otro nombre. El suyo, o lo olvidaron hace mucho tiempo, o alguien ha tenido inter�s en ocultarlo. Ser�a peor que in�til intentar averiguar si ha ocurrido lo uno o lo otro: ser�a peor que in�til tratar de inquirir si se olvidaron de su persona, o si deliberadamente y[29] con intenci�n le han retenido durante tantos a�os prisionero: ser�a peor que in�til practicar pesquisas de ninguna clase, y lo ser�a, porque adem�s de in�til, nos expondr�amos a correr grandes peligros. Preferible mil veces es no hablar siquiera del asunto, y sacar a su padre de Francia. Yo mismo, no obstante encontrarme a cubierto de peligros de esa clase por ser ciudadano ingl�s, y hasta el Banco Tellson, con toda la importancia que en Francia tiene, no nos atrevemos a mencionar siquiera el asunto. No llevo sobre mi persona una l�nea, una palabra escrita que a �l se refiera con claridad. En una palabra: se trata de un secreto. Todas las credenciales que para resolverlo me acreditan, todas las instrucciones que como agente he recibido, se reducen a una palabra sola: �Resucitado�... �Pero qu� es eso!... �Si no ha o�do una palabra de las que vengo diciendo! �Se�orita Manette!

La ni�a continuaba en la silla, perfectamente quieta, perfectamente tranquila, perfectamente silenciosa, perfectamente erguida, perfectamente insensible, abiertos los ojos y clavados en la cara de Lorry, pero con esa expresi�n singular que tienen los ojos esculpidos bajo la frente de una estatua. Sus dedos continuaban asiendo su brazo con tal fuerza, que no se atrevi� a desasirlos temiendo lastimarla, por cuyo motivo grit� pidiendo socorro, pero sin moverse.

A los gritos acudi� una mujer de aspecto brav�o, roja de cabeza a pies, pues rojo era el color de su cara, rojo su cabello, rojo su vestido, rojo el monumental gorro, semejante al que sol�an llevar los granaderos o a un descomunal queso de Stilton. Pisando los talones a la mujer, que penetr� corriendo en la estancia, llegaron todas las criadas de la posada. Pocos miramientos emple� la primera para solucionar el conflicto de desasir el brazo de Lorry de los dedos que, agarrotados, lo sujetaban, pues de la primera manotada asestada contra el pecho del caballero del Banco Tellson, envi� a �ste precipitado contra la pared m�s inmediata.

—�Esa mujer es hombre!—murmur� para sus adentros Lorry, al chocar contra la pared.

—�Qu� busc�is aqu�, bobaliconas!—rugi� la mujer roja, dirigi�ndose a las criadas.—�Por qu� no vais a fregar, en vez de estar ah�, mir�ndome como idiotas? �Soy alguna mona por ventura? �A trabajar! �Pronto sabr�is qui�n soy yo, si no me tra�is volando sales, agua fr�a, vinagre y todo lo que haga falta!

La dispersi�n fu� general e inmediata. Volaron las criadas en busca de los restaurativos pedidos, mientras la matrona roja colocaba a la paciente sobre un sof� con gran pericia y suavidad llam�ndola �preciosa�, �hijita m�a�, �paloma�, etc., etc.

—�Y usted, pedazo de bruto—[30]grit� a continuaci�n, revolvi�ndose furiosa contra el se�or Lorry,—no pudo contarla su famosa historia sin darla un susto de muerte? �Vea c�mo la ha puesto! �P�lida como un difunto, fr�a como el hielo! �No le da verg�enza decir que es banquero?

Hasta tal extremo desconcert� al se�or Lorry una pregunta de contestaci�n tan dif�cil, que no supo hacer otra cosa que mirar desde lejos con expresi�n de simpat�a y humildad extraordinarias, mientras la tremebunda mujer, despu�s de ahuyentar de nuevo a los criados que hab�an vuelto a entrar con agua, vinagre y sales, bajo la penalidad misteriosa de �hacerles saber algo que no ten�a por qu� mencionar� si continuaban all� mir�ndola embobados, puso manos a la obra y consigui�, al cabo de mucho rato, que la ni�a comenzara a dar se�ales de vida.

—Parece que se encuentra mejor—observ� el se�or Lorry.

—Pero no ser� por lo que usted ha hecho—replic� con aspereza la matrona.—�Hija m�a!

—�Tendr�a usted inconveniente—pregunt� Lorry con gran humildad, pasados algunos momentos—en acompa�arla hasta Francia?

—�No sabe usted decir m�s que sandeces! Si la Providencia hubiese dispuesto que alguna vez cruzase yo el charco, �cree usted que me habr�a hecho nacer en una isla?

Como tambi�n resultaba dif�cil en extremo la contestaci�n a semejante pregunta, el se�or Mauricio Lorry crey� conveniente retirarse para meditar.

V.
LA TABERNA

Hab�a ca�do en la calle, haci�ndose pedazos, una barrica de vino. El accidente ocurri� al sacar la barrica de un carro. Aqu�lla cay� al suelo, comenz� a rodar, saltaron los aros, y fu� a abrirse como un cascar�n de monstruosa nuez frente a la puerta de una taberna.

Cuantas personas hab�a por los alrededores suspendieron sus tareas o pusieron fin a su ociosidad para correr al lugar del siniestro y beberse el vino. Las piedras �speras, desiguales y puntiagudas que formaban el adoquinado de la calle, puestas de prop�sito, seg�n todas las apariencias, para hacer tantos cojos como afortunados mortales tuvieran la dicha de pasar sobre ellas, hab�an hecho la distribuci�n del rojo l�quido, formando variedad de estanques de diferentes dimensiones, todos los cuales estaban rodeados por grupos mayores o menores, seg�n fuera mayor o menor su extensi�n. Muchos hombres, tendidos de bruces, recog�an el vino en el hueco de sus manos, y beb�an, o hac�an que bebieran las mujeres que afanosas se inclinaban sobre sus[31] hombros, antes que el l�quido escapara entre sus dedos. Otros, hombres y mujeres, lo recog�an con peque�as vasijas de barro cocido o bien empapaban los pa�uelos de cabeza de las mujeres, que luego exprim�an en sus bocas o en las de los ni�os: �stos opon�an diques de barro al curso del vino, aqu�llos, obedeciendo los consejos que a gritos les daban desde las ventanas los curiosos, saltaban de ac� para all� a fin de desviar el curso de nuevos regueros, y no faltaban quienes apoder�ndose de los fragmentos medio podridos de la barrica, los chupaban y lam�an con indecible ansiedad. Puede asegurarse que las turbas recogieron, no ya s�lo hasta la �ltima gota de vino, sino tambi�n hasta la �ltima mol�cula de tierra que con aquel estuvo en contacto. La calle qued� como si por ella acabasen de pasar todas las brigadas de basureros de la ciudad, si en la ciudad se hubiera conocido la brillante instituci�n de basureros.

Mientras dur� la diversi�n del vino, no ces� en la calle la algarab�a de alegres carcajadas y gritos de j�bilo, lanzados por docenas de gargantas de hombres, de mujeres y de ni�os. La distracci�n resultaba un poquito ordinaria y un mucho movida. Cuantos en ella tomaban parte mostraban tendencia especial a las afinidades y confianzas, de las que resultaban brindis de gusto discutible, apretones de manos, abrazos y caprichosas danzas, en los que tomaban parte especial los que hab�an bebido m�s, o los de car�cter m�s jovial y divertido. Cuando falt� el vino, y las piedras y tierra que hab�a regado quedaron secas y limpias, cesaron las demostraciones de alegr�a con tanta brusquedad como hab�an comenzado. El individuo que hab�a dejado su sierra apoyada contra el le�o que estaba aserrando, la empu�� y puso de nuevo en movimiento; la mujer que dej� su puchero cociendo frente a la puerta de su casa, volvi� a atenderlo; descendieron otra vez a las profundidades de las obscuras cuevas los hombres de brazos desnudos, pelo sucio y rostros cadav�ricos que hab�an salido a la luz del d�a minutos antes, y las tinieblas envolvieron con su manto una escena que, en realidad, hac�a da�o contemplar a la luz del sol.

El vino que conten�a la barrica destrozada era tinto, y manch� la estrecha calle del suburbio de San Antonio en la cual se hab�a derramado. Manch� asimismo muchas manos y muchas caras y muchos pies desnudos y muchos zuecos. Las manos del hombre que aserraba el le�o dejaron huellas rojizas en las tablas, y la frente de la mujer que amamantaba a su tierno hijo qued� tambi�n manchada al chocar con la frente de la vieja bruja con la cual se abraz� y bail� en momentos de ef�mera alegr�a. Los que ansiosos se apoderaron de los restos de la barrica y los chuparon y lamieron, salie[32]ron de la diversi�n con c�rculos rojizos en sus bocas que les daban aspecto de tigres feroces, y hubo uno, m�s aficionado sin duda a las bromas que los dem�s, que con el dedo untado en la masa formada por el lodo y el vino, garrapate� en la pared la palabra sangre.

�D�a llegar�a en que la sangre fuera vertida a torrentes, y en que muchos de los que en la diversi�n rese�ada tomaron parte ir�an tintos en sangre de cabeza a pies!

Luego que la calle de San Antonio volvi� a su ser y condici�n habituales, de los que moment�neamente la sacara un incidente fortuito, qued� triste, obscura y t�trica, gimiendo bajo el cetro del fr�o, de la suciedad, de las enfermedades, de la ignorancia y del hambre, nobles de gran poder todos ellos, pero particularmente el mencionado en �ltimo lugar. En todos los rincones se ve�an agazapados ejemplares de desdichados que hab�an sido prensados y triturados una y cien veces entre las pesadas piedras del molino, tiritando de fr�o y cay�ndose de hambre. El molino que los hab�a triturado no era aquel molino fabuloso que tiene la propiedad de convertir a los viejos en j�venes llenos de vida, sino el que hace de los j�venes viejos. Caras de ancianos ten�an los muchachos, y voces graves y profundas los ni�os. Sus espaldas se doblaban bajo el peso, no de los a�os, pero s� bajo el del hambre, que era la due�a y se�ora de aquellos barrios. Hambre era la palabra que se repet�a en todas las casas, hambre el fat�dico fantasma montado sobre los m�seros harapos que pend�an de las p�rtigas o cuerdas tendidas frente a las inmundas casuchas, hambre repet�an todos los fragmentos de serr�n que ca�an bajo los dientes de la sierra del carpintero, hambre el espantoso monstruo que, no encontrando en las calles inmundicias con que alimentarse, se encaramaba a lo alto de las chimeneas, que tampoco ofrec�an humo a su voracidad; hambre era la inscripci�n que se le�a en las anaqueler�as de todos los panaderos, hambre la palabra estampada en todos los panes, caros, de mala calidad y faltos de peso.

Los distritos donde hab�a sentado sus reales no pod�an ser m�s a prop�sito para el objeto. Una calle estrecha y tortuosa, muladar inmundo y hediondo, de la que arrancaban otras callejas m�s estrechas y tortuosas, habitadas por piltrafas humanas y oliendo a piltrafas humanas, en las cuales s�lo se ve�an personas y cosas que daban n�useas. En la torva expresi�n de sus habitantes vislumbr�banse anhelos feroces de volver las cosas del rev�s. No faltaban en sus caras demacradas ojos que desped�an llamas, ni labios crispados, ni frentes contra�das horriblemente. Hasta las muestras de las tiendas eran ilustraciones v�vidas de la necesidad. En las carnicer�as y tociner�as pintaban reses escu�[33]lidas, y en las panader�as panes fementidos, microsc�picos. La �nica industria que parec�a atravesar una �poca de prosperidad floreciente era la de las herramientas y armas. Los cuchillos y hachas de los carniceros eran brillantes, estaban perfectamente afiladas, los martillos de los herreros pesaban muchas libras, y las armer�as estaban atestadas de instrumentos de muerte. Las calles, llenas de baches, dep�sitos de fango y de agua corrompida, carec�an de aceras. Los faroles, que a intervalos muy largos pend�an de unas cuerdas, derramaban sobre ellas una luz enfermiza que no bastaba a disipar las tinieblas como no disipan las tinieblas del mar la luz de los faroles colocados en lo alto de las vergas. A decir verdad, Par�s era un mar, y tanto el barco como los que lo tripulaban corr�an grave peligro de naufragar.

Hab�a de llegar el d�a en que los fam�licos habitantes de aquellas regiones, a fuerza de contemplar los m�seros faroles, llegar�an a concebir el proyecto de introducir mejoras en el sistema y colgar�an de aquellas cuerdas hombres que iluminasen las negruras de su situaci�n. No era, empero, llegado el tiempo, y aunque todas las brisas que soplaban sobre Francia eran precursoras de recios vendarales, no se daban por enterados los pajarillos de sedoso plumaje.

La taberna frente a la cual se desarroll� la escena que acaban de presenciar los lectores de esta historia ofrec�a mejor aspecto que la mayor parte de las tabernas de aquellos barrios, y su due�o, vestido con chaleco amarillo y calzones verdes, estuvo contemplando con tranquila indiferencia la lucha de los que corr�an a la conquista del vino derramado.

—Poco me importa—exclam�, encogi�ndose de hombros.—Lo han dejado caer los empleados del almacenista; ellos me traer�n otra barrica.

Acert� entonces el tabernero a ver al individuo que escrib�a en la pared la palabra sangre, y le pregunt�:

—Oye, Gaspar; �qu� est�s haciendo ah�?

Contest� �l interpelado con uno de esos gestos significativos que tanto privan entre las gentes de su ralea, y cuya significaci�n tantas veces pasa inadvertida, como ocurri� en el caso presente.

—�Est�s haciendo m�ritos para ingresar en un manicomio?—repuso el tabernero, atravesando la calle y extendiendo sobre la palabra escrita en la pared un pu�ado de barro que recogi� del suelo.—�No encuentras otro sitio, dime, donde escribir palabras como �sa?

Mientras formulaba la segunda pregunta, el tabernero coloc� su mano menos sucia (quiz� por casualidad, quiz� intencionadamente) sobre la regi�n del coraz�n de su interlocutor. Este golpe� su pecho con la suya, di� un prodigioso salto y qued� inm�vil, en[34] actitud de danza fant�stica puesto el brazo izquierdo sobre la cadera y el derecho en alto, y sosteniendo entre el pulgar y el �ndice de la diestra un zapato sucio que previamente se hab�a sacado de uno de sus pies.

El tabernero volvi� a cruzar la calle y entr� en su establecimiento. Era un hombre de unos treinta a�os, de aire marcial y cuello de toro. Deb�a ser de un temperamento de fuego, pues aunque el d�a era uno de los m�s fr�os que disfrutaron los parisienses en aquel invierno crudo, iba en mangas de camisa y llevaba �stas arremengadas hasta muy cerca de los hombros. En cuanto a prendas de cabeza, no usaba otra que la natural: una masa de pelo negro, �spero y ensortijado. Era de tez morena y buenos ojos, de mirar implacable. Evidentemente era hombre de gran resoluci�n y prop�sitos inquebrantables, uno de esos hombres con los cuales ser�a peligroso tropezarse en un sendero estrecho bordeado por dos abismos, pues es seguro que por nada ni por nadie volver�a sobre sus pasos.

La se�ora Defarge, esposa del tabernero en cuesti�n, estaba sentada detr�s del mostrador cuando aqu�l entr� en el establecimiento. Era mujer de constituci�n robusta, aproximadamente de la edad misma que su marido, de ojos vigilantes, aunque muy contadas veces parec�a mirar a ning�n objeto determinado, grandes manos cubiertas de sortijas, cara de l�neas en�rgicas, expresi�n reservada y aire de perfecta compostura. Una de las caracter�sticas de la se�ora Defarge consist�a en no sufrir nunca equivocaciones que redundasen en perjuicio de sus intereses en ninguna de las operaciones del establecimiento. Extremadamente sensible al fr�o, iba envuelta en pieles y abrigaba su cabeza con un chal de colores chillones que la cubr�a por completo, bien que dejando a la vista los grandes pendientes que adornaban sus orejas. Ten�a frente a s� su calceta, pero la hab�a dejado sobre el mostrador para consagrar algunos minutos a la limpieza de su dentadura, lo que estaba haciendo con un mondadientes. Absorta en su ocupaci�n, con el codo derecho apoyado sobre la mano izquierda, nada dijo la se�ora Defarge cuando su marido entr� en el establecimiento, pero dej� oir una tosecita apenas perceptible. La tosecita, combinada con un ligero enarcamiento de sus cejas, negras como el ala del cuervo y perfectamente arqueadas, di� a entender a su marido la conveniencia de dar un vistazo a los clientes, entre los cuales acaso encontrase alguno nuevo que hab�a llegado a la taberna mientras se encontraba en la calle.

Pase� el tabernero sus miradas por la sala, no tardando en fijarlas las sobre un caballero, ya entrado en a�os, y en una se�orita, sentados en uno de los �ngulos. Hab�a[35] otros parroquianos tambi�n: dos que jugaban a las cartas en una mesa, otros dos que se entreten�an en otra, puestas sus facultades en las fichas de domin�, y otros tres que, de pie junto al mostrador, procuraban alargar todo lo posible el vino que se hab�an hecho servir. El tabernero, al pasar detr�s del mostrador, pudo advertir que el caballero entrado en a�os dec�a con los ojos a su joven compa�era:

—Ese es nuestro hombre.

Fingi� el tabernero no reparar en la presencia de los dos personajes desconocidos, y entabl� conversaci�n con el triunvirato que estaba bebiendo junto al mostrador.

—�Qu� tal, Santiago—pregunt� uno de los tres al buen Defarge,—se han tragado todo el vino que sali� de la barrica?

—Hasta la �ltima gota, Santiago—contest� Defarge.

No bien hicieron los interlocutores el intercambio de sus nombres de pila, la se�ora Defarge tosi� otro poquito y arque� de nuevo las cejas.

—Pocas veces—observ� el segundo de los parroquianos del mostrador—tienen esos bestias miserables ocasi�n de conocer a qu� sabe el vino, ni nada que no sea el pan negro y la muerte: �no es verdad, Santiago?

—Verdad es, Santiago—respondi� el tabernero.

Al segundo intercambio de los nombres de pila sucedi� otra tosecita acompa�ada del enarcamiento de cejas de la se�ora Defarge.

—�Ah!—exclam� el tercero de los bebedores, apurando el �ltimo sorbo y dejando el vaso sobre el mostrador.—�Hiel tienen siempre en sus bocas esos borregos, y viven vida de perros! �digo bien, Santiago?

—Dices bien, Santiago—fu� la contestaci�n del tabernero.

Hecho el tercer intercambio de nombres de pila, la se�ora Defarge dej� el mondadientes e hizo un movimiento insignificante.

—�Es verdad...! �Entretenlos!—murmur� muy por lo bajo su marido.—Se�ores... tengo el gusto de presentarles a mi mujer.

Los tres parroquianos se descubrieron y saludaron con sendas inclinaciones de cabeza a la tabernera, la cual, a su vez, recibi� sus homenajes doblando ligeramente la suya y mir�ndolos sucesivamente. A continuaci�n, tendi� como por casualidad sus miradas en derredor, recogi� la calceta con gran calma, y comenz� a trabajar.

—Se�ores—repuso el tabernero, que hab�a observado con mirada escrutadora a su mujer,—la c�mara que ustedes manifestaron deseos de ver cuando yo sal� a la calle, est� en el quinto piso. Arranca la escalera del patio de la izquierda, junto a la ventana del... Pero ahora recuerdo que uno de ustedes ha estado ya en ella, y puede guiar a los dem�s. �Adi�s, se�ores!

Pagaron los bebedores el con[36]sumo hecho, y se retiraron. Los ojos del tabernero parec�an estudiar a su mujer y la calceta que estaba haciendo, cuando el caballero de edad avanzada se levant� manifestando deseos de hablar algunas palabras con Defarge.

—Con mucho gusto, caballero—respondi� �ste, saliendo con el anciano hasta la puerta del establecimiento.

Breve fu� la conferencia, pero de efectos tan r�pidos como decisivos. No se hab�an cruzado cuatro palabras, cuando Defarge hizo un movimiento de sorpresa, y antes que transcurriera un minuto, hac�a una se�a al anciano y sal�a presuroso a la calle. El caballero llam� con un movimiento de cabeza a la se�orita, y ambos salieron en pos del tabernero, dejando a la se�ora Defarge embebida en la tarea de hacer calceta.

El se�or Mauricio Lorry y la Se�orita Manette, que ellos eran los visitantes de la taberna, seg�n habr�n adivinado, a no dudar, los lectores, encontraron al tabernero junto a la puerta que momentos antes hab�a indicado el �ltimo a los tres parroquianos con los cuales le hemos visto cambiar algunas palabras. En la sombr�a entrada que daba acceso a la escalera, no menos sombr�a, el tabernero hinc� una rodilla en tierra y llev� a sus labios la mano de la hija de su antiguo se�or. Fu� un homenaje, un testimonio de sumisi�n, bien que ejecutado con adem�n que nada ten�a de dulce. Unos segundos hab�an bastado para transformar radicalmente a Defarge; ya no reflejaba buen humor su rostro, ya no era su cara espejo de franqueza: antes al contrario, en su expresi�n de reserva, en su actitud airada, en la c�lera que chispeaba en sus ojos, f�cil era leer al hombre peligroso.

—Est� muy alto... la escalera es pesada... creo que har� usted bien subiendo con m�s calma—dijo el tabernero con dura entonaci�n al se�or Lorry, en el momento de empezar a subir la escalera.

—�Est� solo?—pregunt� Lorry.

—�Solo! �V�lgame Dios! �Qui�n quiere usted que le acompa�e?

—�Siempre solo?

—Siempre.

—�Porque as� lo desea �l?

—Porque as� lo exigen las circunstancias. Tal como estaba cuando le vi el d�a que vinieron a preguntarme si quer�a tenerle en mi casa y ser discreto corriendo el peligro consiguiente... tal como estaba entonces, est� ahora.

—�Muy cambiado?

—�Cambiado!...

El tabernero descarg� un pu�etazo contra la pared y lanz� una maldici�n horrenda. No hubiera producido la mitad de los efectos que produjo aquella explosi�n de furia cualquier respuesta clara y precisa. La melancol�a del se�or Lorry iba en aumento a medida que avanzaba en el ascenso de la empinada escalera.

[37]

Penoso, muy penoso, ser�a hoy subir la escalera de una casa de las m�s viejas sita en uno de los barrios m�s poblados de Par�s; pero en el tiempo a que esta historia se refiere, resultaba punto menos que imposible para los que no tuvieran atrofiados los sentidos a fuerza de costumbre. Todos los vecinos de aquellas inmensas colmenas dejaban las basuras e inmundicias en los rellanos de la escalera general, donde quedaban hacinados sin que nadie cuidara de retirarlos, engendrando as� una masa de descomposici�n bastante para envenenar el aire, si ya no estuviera saturado de las impurezas intangibles que son resultado natural de la miseria y de las privaciones. Combinadas las dos fuentes de corrupci�n, respir�base all� una atm�sfera insoportable. El se�or Lorry, cediendo a las molestias que le produc�a subir por aquel pozo obscuro, sucio y envenenado, no menos que a la agitaci�n que observaba en su joven compa�era, agitaci�n que se multiplicaba por momentos, hizo alto dos veces para descansar. Cada uno de aquellos descansos pareci� llevarse las �ltimas reservas de aire no corrompido, rellenando el espacio que aqu�llas dejaban libre con mef�ticas emanaciones que brotaban de todas partes.

Llegaron al fin a lo alto de la escalera, donde se detuvieron por tercera vez. Todav�a habr�an de subir un tramo, m�s empinado que los anteriores, y de dimensiones sumamente reducidas, antes de llegar al sotabanco. El tabernero, que caminaba delante y procuraba mantenerse constantemente a distancia respetable de la se�orita, cual si temiera que �sta le dirigiera alguna pregunta, llegado frente a la puerta del sotabanco meti� la diestra en el bolsillo, y sac� una llave.

—�Ah!—exclam� Lorry, sin poder disimular su sorpresa.—�Est� cerrada la puerta con llave?

—S�—contest� con sequedad Defarge.

—�Considera usted necesario tener en una reclusi�n tan extremada a ese infortunado caballero?

—Considero necesario tener la puerta cerrada con llave—murmur� el interpelado bajando mucho la voz y frunciendo horriblemente las cejas.

—�Por qu�?

—�Por qu�! �Porque ha tantos a�os que vive cerrado con llave, que se asustar�a, se horrorizar�a, se lanzar�a de cabeza contra las paredes, morir�a... yo no s� los extremos que har�a... si se le dejase con la puerta abierta!

—�Ser� posible!

—�Posible? �Ser�a infalible, s�!—replic� con entonaci�n amarga Defarge.—�A fe que no podemos quejarnos de los atractivos que nos ofrece un mundo en que son posibles estas y otras atrocidades, de la hermosura de un cielo que contempla impasible los horrores que usted est� viendo...! �El de[38]monio nos gobierna!... �Viva el infierno! �Entremos, se�or, entremos!

Tan en voz baja hab�a sido sostenido el di�logo que queda copiado, que ni una palabra lleg� a o�dos de la ni�a. Era, empero, tan intensa la emoci�n que la dominaba, su rostro reflejaba tal expresi�n de espanto y tan viva ansiedad, que el se�or Lorry crey� necesario dirigirle algunas palabras encaminadas a levantar su deprimido �nimo.

—�Valor, mi querida se�orita!—dijo.—�Valor! Estamos persiguiendo un negocio, cuya fase dolorosa pasar� en un momento. En cuanto franqueemos esta puerta, habremos vencido lo peor. Dentro de breves segundos podr� el desdichado comenzar a saborear todo el bien, todo el consuelo, toda la dicha que usted va a proporcionarle. Nuestro buen amigo Defarge nos ayudar�... �Al negocio, al negocio!

Al doblar un recodo muy pronunciado encontraron a tres hombres, que estaban mirando por el ojo de la llave y por las rendijas de la puerta que nuestros visitantes iban a abrir. Los hombres en cuesti�n resultaron ser los mismos que momentos antes beb�an de pie junto al mostrador.

—La sorpresa que su visita me produjo ha hecho que los olvidara—dijo Defarge a guisa de explicaci�n.—Tengan la bondad de dejarnos, amigos.

Los tres hombres desaparecieron silenciosamente.

—�Ha hecho usted del se�or Manette objeto de exhibici�n?—pregunt� Lorry en voz muy baja y con expresi�n col�rica.

—Lo exhibo, conforme acaba usted de ver, a muy reducido c�rculo de personas escogidas.

—�Y cree usted que eso est� bien?

—S�, se�or: creo que est� bien.

—�Y esos escogidos, qui�nes son? �C�mo los escoge usted?

—Escojo a los que son hombres verdaderos... y se llaman como yo: Santiago; hombres que conviene que lo vean... Pero usted es ingl�s, y es in�til que le d� explicaciones que no ha de entender. Tenga la bondad de esperar un momento.

Por medio de un gesto recomend� a sus acompa�antes que permanecieran inm�viles, y peg� la cara a una grieta que presentaba la pared. Momentos despu�s alz� la cabeza, di� sobre la puerta dos o tres golpes, sin m�s objeto, a no dudar, que el de hacer ruido, pas� la llave por ella una porci�n de veces, con id�ntica intenci�n, la puso al fin en la cerradura, y abri� haciendo todo el ruido posible.

Lenta y silenciosamente se abri� la puerta de fuera a dentro, empujada por la mano del tabernero. Este adelant� la cabeza y dijo algo. Una voz sumamente d�bil contest�. El tabernero volvi� la cara e indic� a sus acompa�antes que le siguieran. Lorry ro[39]de� con su brazo la cintura de la ni�a, pr�xima a caer desfallecida.

—�Ne... gocio... hija m�a... nego... o... cio!—exclam� Lorry, vueltos hacia la ni�a los ojos, de los cuales brotaba algo que no suele ser producto de los negocios.—�Entre usted... entre!

—�Tengo miedo!—respondi� la joven.

—�Miedo a qu�?

—�A �l... a mi padre!

Vi�ndose en situaci�n cr�tica, a consecuencia del estado de esp�ritu de la joven, por una parte, y por otra de las se�as que su gu�a hac�a para que entrasen, Lorry levant� entre sus brazos a la primera y franque� la puerta.

Defarge quit� la llave, cerr� la puerta por dentro, con llave, por supuesto, y, terminadas esas operaciones lenta y met�dicamente, y sobre todo, haciendo todo el ruido que pudo, ech� a andar con paso mesurado en direcci�n a la ventana. Junto a �sta se detuvo y di� media vuelta.

El sotabanco, constru�do para ser dep�sito de le�a, apenas si recib�a la visita de una luz muy escasa, pues la ventana, sumamente estrecha, y casi cerrada para evitar el fr�o, dificultaba tanto el paso a la luz, que era imposible ver absolutamente nada. Y sin embargo alguien trabajaba en aquella l�brega estancia, pues junto a la ventana a la que daba frente, y vueltas las espaldas a la puerta, hab�a un hombre de cabellos blancos como la nieve, sentado en una banqueta muy baja y entregado con ardor a la tarea de coser zapatos.

VI.
EL ZAPATERO

—Buenos d�as—dijo el tabernero, fijando sus ojos en la cabeza blanca del zapatero.

—Buenos d�as.

—Siempre tan trabajador, �eh?

Al cabo de un rato de angustioso silencio, el zapatero alz� la cabeza y contest�:

—S�... estoy trabajando.

La languidez de aquella voz hac�a da�o al o�do. No era esa languidez que sigue al decaimiento de fuerzas, a la debilidad f�sica, no, aunque es indudable que alguna parte ten�an en ella la alimentaci�n insuficiente, las penalidades y malos tratos recibidos durante el terrible cautiverio: su caracter�stica especial y t�pica la recib�a del hecho de tratarse de una languidez producida por la soledad y falta de uso de la voz. Era algo as� como el eco de un sonido que naci� largos a�os antes y a considerable distancia: una voz que hab�a perdido la vida, el timbre de voz humana, una voz que produc�a en los sentidos la impresi�n misma que producir�a la vista de un color hermos�simo y delicado trocado por la mano de los siglos en mancha d�bil de colorido indefinible, una[40] voz que reflejaba con elocuencia tan v�vida la desesperaci�n de un ser humano perdido y abandonado, que cualquier viajero a quien el hambre y las fatigas rindieran en las soledades del �rido desierto que estuviera recorriendo, reconocer�a en su timbre la voz de su hogar, la voz de las personas queridas que dejaba en el mundo, antes de doblar la cabeza para rendir el postrer aliento.

Al cabo de algunos minutos que el anciano pas� trabajando silencioso, ajeno a cuanto le rodeaba, volvi� a levantar los ojos. En ellos no se advert�a ni un �tomo de inter�s, ni un �tomo de curiosidad: reflejaban sencillamente esa percepci�n mec�nica, esa conciencia inconsciente de que el espacio donde antes se ha visto un objeto o una persona contin�a ocupado.

—Quisiera dejar penetrar un poquito m�s de luz—dijo Defarge, cuyos ojos no se hab�an separado un instante de la persona del zapatero.—�Podr� usted sufrirla?

Suspendi� su obra el interrogado; pase� sus miradas por el suelo, a derecha e izquierda, como quien busca algo, y luego las alz� hacia el que acababa de interrogarle, preguntando al fin:

—�Qu� dec�a usted?

—Preguntaba si podr� tolerar un poquito m�s de luz.

—Tendr� que tolerarla, si usted la deja entrar.

Defarge abri� un poco m�s la ventana. Los rayos de luz que penetraron en el sotabanco iluminaron perfectamente al zapatero, que ten�a sobre el muslo un zapato sin terminar. Diseminados por el suelo, o colocados sobre la banqueta, se ve�an varios �tiles del oficio. Era aqu�l un hombre de barbas recortadas de cualquier manera, pero no de longitud desmesurada. En su cara macilenta y demacrada brillaban extraordinariamente dos ojos que hubieran parecido grandes y rasgados, aun cuando de suyo no lo fueran. La amarillenta camisa que llevaba abierta por el pecho dejaba ver una carne fl�cida y blanca como el papel. Su piel, la vieja blusa de lona que cubr�a la parte superior de su cuerpo, las medias, que llenas de arrugas serv�an de envoltorio a unas pantorrillas sin carne, y en una palabra, todas las prendas de vestir, hab�an adquirido, a fuerza de verse privadas del contacto del aire y de la luz, un tono de pergamino que hac�a sumamente dif�cil poder precisar la materia empleada en su manufactura.

Hab�a puesto a guisa de pantalla una mano entre sus ojos y la luz, y todos los huesos de aqu�lla se transparentaban. Jam�s miraba a la persona que le dirig�a la palabra sin antes bajar los ojos al suelo y pasearlos en todas direcciones, cual si hubiera perdido el h�bito de asociar el espacio con el sonido; nunca hablaba sin divagar, nunca se acordaba de lo que acababan de preguntarle,[41] ni de lo mismo que estaba �l diciendo.

—�Piensa terminar hoy ese par de zapatos?—pregunt� Defarge, haciendo una se�a a Lorry para que se acercase.

—�Qu� dice usted?

—�Piensa terminar hoy esos zapatos?

—No puedo decir si lo pienso o no. Creo que s�; pero no lo s�.

La pregunta le record� la tarea, y a ella se consagr� de nuevo.

Aproxim�se silencioso el se�or Lorry, dejando a la ni�a junto a la puerta. Uno o dos minutos har�a que se encontraba junto a Defarge, cuando el zapatero alz� la cabeza. No manifest� la menor sorpresa al ver a dos personas en vez de una.

—Tiene usted una visita—observ� Defarge.

—�Qu� dice usted?

—Que ha venido este se�or a visitar a usted.

El zapatero alz� de nuevo los ojos, pero no dej� de trabajar.

—Este caballero—repuso Defarge—entiende mucho en zapatos. Ens��ele usted el que est� haciendo para que aprecie su trabajo. T�melo usted, se�or.

Lorry tom� en su mano el zapato.

—Diga usted a este se�or qu� clase de zapato es, y el nombre del operario que lo hace.

Medi� una pausa m�s larga que las de ordinario antes que respondiera el zapatero.

—He olvidado la pregunta—dijo al fin.—�Qu� dec�a usted?

—Dije que tuviera usted la bondad de decir a este se�or qu� clase de zapato es �ste.

—Es un zapato de se�ora... zapato de paseo, propio para se�orita. Es de moda, aunque la verdad es que nunca he visto la moda.

—�Y el nombre del zapatero?—pregunt� Defarge.

El desventurado puso los nudillos de la mano derecha en la palma de la izquierda, invirti� el orden, colocando los nudillos de �sta en la palma de la primera, a continuaci�n se pas� las dos por la barba y despu�s por la frente. La obra de arrancarle de la abstracci�n en que quedaba sumido siempre a ra�z de haber hablado no ced�a en importancia y dificultad a la de volver a la vida a una persona desmayada o la de infiltrar un poco de vida artificial en un cuerpo casi muerto del que se espera obtener alguna revelaci�n.

—�Pregunt� usted mi nombre?

—En efecto, eso pregunt�.

—Ciento Cinco, Torre del Norte.

—�Nada m�s?

—Ciento Cinco, Torre del Norte.

Exhalando algo que no fu� ni suspiro ni gemido, volvi� a la tarea, que no suspendi� hasta que el se�or Lorry, mir�ndole con fijeza, le pregunt�:

—Su profesi�n de usted no ha sido la de zapatero, �verdad?

[42]

El interrogado volvi� sus hundidos ojos hacia Defarge, cual si esperara que �ste contestara por �l la pregunta, pero como no le llegara por aquella parte el auxilio, los llev� hacia el que le interrogaba, no sin clavarlos antes en el suelo:

—�Que no ha sido mi profesi�n la de zapatero? No: no lo ha sido. Aprend�... aprend� el oficio... all�. Me lo ense�� yo mismo. Ped� que me dejaran...

Perdi�, al llegar a este punto, el hilo de lo que estaba diciendo. Vag� errante su mirada de una parte a otra hasta que volvi� a encontrar a la persona con quien hablaba, y continu�, con el tono del que, en el momento de despertar, reanuda una conversaci�n que el sue�o interrumpi�:

—Ped� que me dejaran aprender por m� mismo, y aprend� a fuerza de tiempo y de dificultades. Desde entonces no he hecho otra cosa m�s que zapatos.

En el instante que alargaba la mano para tomar de las de Lorry el zapato, pregunt�le este �ltimo:

—Se�or Manette, �no me recuerda usted?

El zapato cay� al suelo y el zapatero qued� inm�vil, clavados sus ojos en la cara de quien le preguntaba.

—Se�or Manette—repiti� Lorry, poniendo una mano sobre el hombro de Defarge.—�No se acuerda usted de este hombre? �M�rele bien! �M�reme tambi�n a m�! �No se alzan en su cerebro las figuras del que fu� su banquero, la memoria de sus antiguos negocios, la imagen de su criado antiguo?

Mientras el infeliz reci�n salido de la tumba, donde por espacio de tantos a�os le tuvieran enterrado en vida, clavaba sus miradas ora en el se�or Lorry, ora en Defarge, su frente revel� que all� en las profundidades de su cerebro algunos destellos de inteligencia re��an ruda batalla con la noche profunda que, reinando como se�ora �nica, paralizaba toda su actividad. La cerraz�n se acentu� poco dispuesta a perder su imperio; los destellos se debilitaron y concluyeron por apagarse; pero hab�an brillado, y lo que una vez brilla, lo que una vez despierta, no est� extinguido del todo, puede brillar otra vez. As� ocurri� en efecto. Cuando momentos despu�s repararon sus miradas en la cara juvenil de la ni�a que, arrastr�ndose a lo largo de la pared se hab�a acercado, y de pie y con las manos extendidas le contemplaba, primero con mezcla de compasi�n infinita y de terror, y m�s tarde con anhelos viv�simos de estrechar contra su pecho aquella cabeza de espectro y ansias fervientes de inocular en su alma el calor de la vida, la luz del amor y de la esperanza, la inteligencia brot� de nuevo, pero m�s potente que la vez primera, ante el conjuro misterioso de la chispa que, partiendo del alma de la joven, fu� a prender en la del anciano.

[43]

Las sombras, resistiendo obstinadas, quedaron al fin due�as del campo. El viejo mir� a las personas que ten�a delante con menos atenci�n que antes, y sus ojos buscaron el suelo con el aire de sombr�a abstracci�n que les era peculiar. Al cabo de algunos segundos, exhalaba un suspiro, recog�a el zapato y reanudaba su tarea.

—�Le ha reconocido usted, caballero?—susurr� Defarge al o�do de Lorry.

—Por imposible lo reput� al principio, pero aunque s�lo por breves instantes, he conseguido reconocer el rostro que tan conocido me fu� en otro tiempo... �Chist... silencio! �Alej�monos un poco m�s!

La ni�a se hab�a separado de la pared, y se acercaba silenciosa a la banqueta en que el anciano estaba sentado. Fu� una escena sencillamente imponente. Nadie pronunci� palabra. Ni el rumor m�s liviano vino a turbar aquel silencio augusto. La ni�a, semejante a un esp�ritu, qued� en pie junto al zapatero, y �ste trabajaba con ardor.

Ocurri� que al cabo del rato necesit� el anciano cambiar el instrumento con que estaba trabajando por la cuchilla de zapatero. La recogi�, y cuando iba a emplearla, se detuvo. Sus ojos acababan de ver una falda. Perezosamente fueron alz�ndose hasta encontrar la cara de la ni�a, y all� se detuvieron.

R�fagas de terror cruzaron por la frente del desdichado; movi�ronse sus labios cual si quisieran pronunciar palabras que su garganta se neg� a articular, su respiraci�n se hizo fatigosa y jadeante, y al fin se le oy� murmurar:

—�Qu� es esto?

La ni�a, por cuyas mejillas corr�an raudales de l�grimas, llev� a sus labios las manos que ten�a juntas en actitud suplicante, las bes�, y seguidamente cruz� sus brazos sobre el pecho cual si entre ellos tuviera la cabeza querida del anciano.

—�Eres la hija del calabocero?—pregunt� �ste.

—No—suspir� ella.

—�Qui�n eres, pues?

Comprendiendo la imposibilidad en que se encontraba de articular palabra, la joven tom� asiento en la banqueta junto al anciano. Quiso �ste alejarse, pero sinti� sobre su brazo la dulce presi�n de la mano de su compa�era, y, dejando sobre la banqueta la cuchilla, qued� contemplando a aqu�lla.

Ca�an sobre los hombros de la ni�a sus cabellos de oro peinados en largos tirabuzones. El anciano adelant� poco a poco y con timidez evidente una mano hasta llegar a tocarlos, sus miradas se iluminaron, pero se apag� la luz que moment�neamente hab�a brillado en su inteligencia y, exhalando un suspiro, dobl� la frente y quiso reanudar su labor.

Muy poco tiempo dur� su abs[44]tracci�n. Despu�s de dirigir dos o tres miradas al zapato, cual si quisiera asegurarse de que continuaba sobre su rodilla, lo dej� resueltamente sobre la banqueta, llev� sus manos al cuello y desat� una cuerda sucia y ennegrecida que lo rodeaba, de la cual pend�a una bolsita de pa�o. Colocando la bolsita sobre la rodilla, abri�la con cuidado y sac� de ella dos rizos de cabello, que examin� con detenimiento.

—�Es el mismo!—murmur�.—�C�mo es posible? �Cu�ndo sucedi�? �C�mo sucedi�?

Su frente se ilumin� m�s que nunca. Vuelto hacia la ni�a, tom� entre sus manos la cabeza, la coloc� de manera que la luz de la ventana la diera de lleno en la cara, y al cabo de un buen espacio de muda contemplaci�n, dijo:

—Aquella noche, la noche en que me llamaron fuera, ella hab�a reclinado su cabeza sobre mi hombro... Ella tem�a que yo saliese... yo no sent�a el menor recelo... y cuando me encerraron en la Torre del Norte, me encontraron esto escondido en la manga... ��Me permitir�is que lo conserve?—les pregunt�.—No han de facilitar la fuga de mi cuerpo... aunque gracias a ellos saldr� con frecuencia mi esp�ritu por entre las rejas�. Esas fueron las palabras que les dije... Las recuerdo como si acabara de pronunciarlas.

Largo rato se movieron sus labios antes que consiguiera articular las palabras que quedan transcriptas, pero cuando pudo hablar, lo hizo con acuerdo perfecto, bien que muy lentamente.

—No lo entiendo...—a�adi�.—�Eras t�?

Los dos testigos mudos de la escena avanzaron alarmados al observar la brusquedad con que el anciano se volvi� hacia la ni�a; pero �sta, perfectamente tranquila, les dijo, en voz muy baja:

—Suplico a ustedes, mis buenos se�ores, que no se acerquen, que no hablen, que no se muevan.

—�Chist!—exclam� el anciano.—�Qui�n habla?

Volvi� a guardar los rizos en la bolsita y quiso atar nuevamente la cuerda a su cuello, pero sin dejar de mirar a la joven y moviendo con expresi�n de dolor sombr�o su cabeza.

—�No, no, no!—repuso.—�No es posible!... �Eres demasiado joven, demasiado ni�a! �Ya ves los efectos de permanecer sepultado en una prisi�n!... Estas no son las manos que ella conoci�, ni �sta la cara que ella vi�, ni �sta la voz que tan dulce sonaba en sus o�dos... �No, no! Ella... y �l... Hace muchos a�os... muchas eternidades... antes de los lentos siglos de la Torre del Norte... �Dime! �C�mo te llamas, �ngel hermoso?

La hija cay� de rodillas a los pies del infeliz padre, unidas las manos delante del pecho.

—�Oh, se�or!—exclam�.—�En otra ocasi�n sabr� usted c�mo me llamo, qui�n fu� mi madre y qui�n[45] fu� mi desventurado padre, cuya dolorosa historia jam�s lleg� a mis o�dos! No puedo decirlo en este momento ni en este sitio. �Lo �nico que ahora, aqu� mismo, puedo decirle, es que me abrace y bendiga! �S�...! �B�seme... b�seme!

Confundi�ronse los cabellos de nieve con los cabellos de oro.

—Si mi voz... ignoro si ser� as�, pero lo espero... si mi voz despierta en usted ecos de otra voz que en a�os mejores son� en sus o�dos como m�sica deliciosa... �llore por ella... llore por ella! Si mi cabello le recuerda una cabeza querida que descansaba feliz y dichosa sobre su pecho cuando usted era joven y libre, �llore por ella, llore por ella! Si al verse en el seno del hogar que nos espera, surgen en su memoria recuerdos de otro hogar, desierto y arruinado ha muchos a�os, otro hogar que ca�a hecho pedazos mientras su coraz�n languidec�a y mor�a entre los negros muros de un calabozo, �llore por �l... llore por �l!

La joven, mientras dec�a estas palabras, ten�a entre sus brazos la blanca cabeza del anciano y la mec�a como si fuera un ni�o.

—�Llore tambi�n, querido... querido se�or, si cuando le diga que sus agon�as han terminado para siempre, que he venido para llevarle conmigo a Inglaterra, donde podr� disfrutar de paz y acaso de ventura, soy causa de que se acuerde de una vida que pudo ser tan �til a sus semejantes, y que, sin embargo, se ha malogrado! �Llore, derrame l�grimas amargas sobre nuestra patria, sobre Francia, que tan cruel ha sido para usted! Y si cuando le revele mi nombre, si cuando le diga el de mi padre, que vive todav�a, y el de mi madre, que ha muerto, sabe que habr� de caer de rodillas a los pies de mi adorado padre, y que tendr� necesidad de implorar su perd�n por no haber pasado despierta y trabajando para favorecerle todos los d�as de mi vida, y llorando todas mis noches, porque el amor de mi desventurada madre quiso apartar de mis labios la copa amarga del dolor, ocult�ndome la horrible historia, �llore... llore por ella... llore tambi�n por m�! �Mis buenos se�ores!... �Demos gracias a Dios! �Siento correr por mi rostro las l�grimas sagradas de.... este se�or, y siento repercutir en mi coraz�n los sollozos de su pecho! �Oh!... �Gracias... gracias, Dios m�o!

El anciano hab�a ca�do en los brazos de la ni�a, sobre cuyo pecho ten�a reclinada la cabeza. Tan conmovedora era la escena, y tan terrible a la par, por ser consecuencia de horrendas injusticias y de tremendos sufrimientos, que los dos testigos hubieron de cubrirse las caras con las manos.

Cuando se restableci� en el sotabanco el imperio de la tranquilidad, y el pecho del anciano, que por espacio de largo rato pareci� pr�ximo a saltar hecho[46] pedazos, recobr� la serenidad que sigue siempre a las tormentas m�s deshechas... que es lo que ocurre con la humanidad, cuyas tormentas, que llamamos vida, se amansan al fin, para dar lugar al reposo y al silencio; cuando el anciano qued� tranquilo, se aproximaron los dos testigos para alzar del suelo al padre y a la hija. El primero hab�a ido languideciendo, hasta quedar en tierra, falto de fuerzas. La hija cay� con �l, y en tierra permaneci�, apoyada la cabeza sobre su hombro y tendidos sus cabellos de oro sobre sus ojos.

—Si fuera posible—dijo la ni�a, alargando una mano a Lorry—disponerlo todo para salir de Par�s inmediatamente, en forma que desde esta misma casa...

—Hay que tener presente una cosa importante—contest� Lorry interrumpiendo a la joven.—�Est� en disposici�n de emprender el viaje?

—Creo que ha de serle m�s beneficioso el viaje, con todas sus molestias, que permanecer en Par�s, donde tanto ha sufrido.

—Nada m�s cierto—terci� Defarge, que se hab�a arrodillado para ver y oir mejor.—Aun prescindiendo de la consideraci�n que acaba de insinuar la se�orita, mil razones aconsejan que salga cuanto antes de Francia. �Quieren que alquile una silla de postas con sus caballos?

—El negocio es �se—observ� Lorry, a quien bastaba muy poca cosa para volver a su tema favorito—y cuando hay que terminar un negocio, cuanto m�s pronto se ultime, mejor.

—En ese caso—dijo la se�orita Manette,—tengan la bondad de dejarnos aqu�. Han podido apreciar lo tranquilo que ha quedado, lo que les habr� convencido de que pueden dejarme a solas con �l sin el menor temor. Con que me hagan el favor de cerrar con llave la puerta al marcharse, a fin de ponernos a cubierto de interrupciones, me atrevo a garantizarles que cuando regresen, le encontrar�n tan tranquilo como le dejan. Yo cuidar� de �l mientras ustedes hacen los preparativos. Lo esencial es llev�rnoslo cuanto antes.

No era muy del agrado de Lorry y de Defarge la soluci�n, pues los dos hubiesen preferido no dejar a la ni�a a solas con el anciano, pero como no s�lo era preciso preparar la silla de posta, sino tambi�n proveerse de pasaportes, y el tiempo apremiaba, porque el d�a corr�a a su ocaso, fuerza fu� que se distribuyeran entre los dos las diligencias que necesariamente hab�a que hacer, despu�s de lo cual echaron a andar cada uno por su lado.

Las sombras de la noche encontraron a la ni�a tendida sobre el duro suelo, velando al padre. Ni ella ni el anciano variaron de postura hasta que entraron en el sotabanco Lorry y Defarge, quienes hab�an ultimado los preparativos de viaje y tra�an, adem�s de[47] mantas y abrigos de camino, pan, carne fiambre, vino y caf� caliente. Defarge, portador de las provisiones, las dej� sobre la banqueta de zapatero (en el sotabanco no hab�a m�s muebles que la banqueta y un jerg�n), y con la cooperaci�n de Lorry levant� al cautivo.

Nadie hubiera sido capaz de leer en la aton�a inexpresiva de su cara los misterios entre los cuales vagaba sin rumbo probablemente la inteligencia del anciano, ni la penetraci�n humana, por sutil y perspicaz que se la suponga, hubiese conseguido saber si aqu�l conservaba recuerdo de lo sucedido, si se acordaba de lo que le hab�an dicho, si se daba cuenta de que estaba libre. Intentaron sondearle a fuerza de preguntas; pero las respuestas fueron tan tardas y confusas, que temiendo extraviarle m�s, decidieron dejarle en paz por entonces. La expresi�n del anciano era de insensatez, de ferocidad, casi. Con frecuencia oprim�a su cabeza entre sus manos, cosa que no se le hab�a visto hacer antes; sin embargo, su rostro se dulcificaba en cuanto sonaba en sus o�dos la voz de su hija, e invariablemente volv�a hacia �sta la cabeza cuantas veces le hablaba.

Con esa sumisi�n peculiar de los que est�n acostumbrados desde larga fecha a obedecer al l�tigo, comi� y bebi� lo que le dieron, y se puso el abrigo de viaje que le fu� entregado. Sin resistencia, m�s a�n, con agrado evidente dej� que su hija enlazase con el suyo su brazo... y no contento con eso, tom� y retuvo entre las suyas, la mano de aqu�lla.

Comenzaron a bajar. Iba delante Defarge, dando luz, y cerraba la marcha Lorry. No hab�an bajado muchas escaleras cuando hizo alto el anciano y mir� con atenci�n hacia arriba primero, y luego en derredor.

—�Recuerda el lugar, padre m�o? �Se acuerda de cuando subi� esta escalera?—pregunt� la ni�a.

—�Qu� dices?

Antes que fuera repetida la pregunta, contest� el anciano, como si aquella le hubiese sido formulada de nuevo.

—�Que si me acuerdo? No; no me acuerdo. �Hace tanto tiempo!

Claramente se vi� que no conservaba el menor recuerdo de haber sido trasladado desde la prisi�n al sotabanco. Los que le acompa�aban oy�ronle murmurar �Ciento Cinco, Torre del Norte�, siendo indudable que cuando mir� en derredor, crey� ver los espesos muros que por espacio de tantos a�os hab�an sido su tumba. Camin� con paso alterado mientras cruzaron el patio, como si esperase encontrar el puente levadizo; y al convencerse de que �ste no exist�a, y ver el coche que esperaba en la calle, solt� la mano de su hija y oprimi� de nuevo su cabeza.

No hab�a turbas frente a la puerta, no se ve�a una cabeza en las ventanas ni alma viviente en[48] la calle. El silencio y la soledad reinaban como se�ores �nicos. A nadie vieron m�s que a una persona, a la se�ora Defarge... que estaba haciendo calceta y nada vi�.

Hab�ase acomodado ya el prisionero en el interior del coche, su hija le hab�a seguido, y en el instante en que colocaba Lorry el pie en el estribo, le detuvo la voz del anciano que pidi� sus herramientas de zapatero y sus zapatos no terminados. La se�ora Defarge dijo inmediatamente que ella subir�a a buscarlos, y en efecto, un segundo despu�s, cruzaba el patio, haciendo calceta. No tard� en reaparecer y en entregar los objetos pedidos, hecho lo cual volvi� a su asiento y se entreg� a la tarea de hacer calceta... sin ver nada.

Defarge mont� en el pescante, di� la orden de �A la Barrera�, el postill�n hizo restallar el l�tigo, y la silla de postas parti� volando.

Cruzando bajo centenares de faroles suspendidos, que brillaban con luz m�s viva en las calles mejores y con luz m�s opaca y triste en las de menos importancia, frente a tiendas profusamente iluminadas, a grupos de personas alegres y animadas, a caf�s y teatros, llegaron a una de las puertas de la ciudad, donde les detuvieron los soldados que estaban de guardia.

—�Los pasaportes, viajeros!

—Aqu� est�n, se�or oficial—contest� Defarge desde el pescante, pero saltando inmediatamente a tierra y llevando a un lado al oficial.—Estos son los pasaportes del se�or de la cabeza blanca, que va dentro, los cuales me fueron confiados, juntamente con su persona, en...

Aqu� baj� tanto la voz Defarge, que solamente el oficial pudo oir lo que le dijo.

Una porci�n de faroles rodearon al coche. Uno de ellos penetr� por la portezuela, unido a un brazo que vest�a uniforme militar, los ojos del propietario de aquel brazo escudri�aron el interior, y sobre todo al anciano de la cabeza blanca, y sus labios dijeron.

—Est� bien. Adelante.

Bajo la inmensa b�veda de las luminarias eternas, algunas de ellas tan distanciadas de este mundo microsc�pico que, si hemos de dar cr�dito a lo que los sabios nos aseguran, es dudoso que sus fulgores hayan tenido tiempo de llegar hasta nosotros, reinaba una noche l�brega, tempestuosa y fr�a. Las tinieblas se empe�aron en no conceder un momento de sosiego al se�or Mauricio Lorry, quien, sentado frente al hombre enterrado en vida, no ces� de escuchar insistente, terrible, obstinada, la antigua pregunta, formulada, a no dudar, por aqu�llas.

—�Supongo que te interesar� vivir?

La respuesta era tambi�n la de siempre.

—No puedo decirlo.


[49]

LIBRO SEGUNDO
EL HILO DE ORO

I.
CINCO A�OS DESPU�S

Ya en el a�o de mil setecientos ochenta, el domicilio social del Banco Tellson pod�a vanagloriarse de su respetable ancianidad. Era un edificio muy peque�o, muy obscuro, muy sucio y muy inc�modo. Los socios de la Casa se enorgullec�an de su peque�ez, se enorgullec�an de su obscuridad, se enorgullec�an de su suciedad y se enorgullec�an de sus incomodidades: m�s todav�a, su mayor timbre de gloria era que aqu�lla poseyera estas cualidades en grado eminente, y abrigaban la convicci�n �ntima de que si fuera menos peque�a, menos obscura, menos sucia y menos inc�moda, ser�a much�simo menos respetable. Y cuenta que no se trataba de una creencia pasiva; nada de eso: era un arma que esgrim�an contra otras casas similares establecidas en edificios lujosos. La casa Tellson, dec�an, no necesita salones, no necesita luz, no necesita comodidades ni lujos. Que los tengan Noakes y Compa��a, o Snooks Hermanos, est� bien; pero la casa Tellson... �Horror!

Cualquiera de los socios hubiera sido capaz de desheredar al hijo m�s mimado que hubiese osado insinuar siquiera la conveniencia de reedificar el domicilio social. En este particular, la casa se parec�a mucho a la naci�n, que con frecuencia deshereda a aquellos hijos que llevan su inconcebible atrevimiento hasta el escandaloso extremo de proponer mejoras y adelantos en leyes o costumbres que todo el mundo reconoce y confiesa que son malas, pero que precisamente por esto mismo son m�s respetables.

Quedamos, pues, en que la casa Tellson era algo as� como una glorificaci�n de las molestias e inconveniencias. Aquellos de mis lectores que hubieran tenido necesidad o gusto de visitar la casa Tellson, despu�s de abrir una puerta, que les habr�a dado la bienvenida con chirridos �speros y estridentes, y de bajar dos esca[50]lones, se hubiesen encontrado en un miserable tugurio, donde dos empleados, viejos como el tiempo, sentados tras dos desvencijados mostradores, les habr�an arrebatado el cheque o cheques de las manos, para examinar las firmas a la luz de la ventana m�s sucia que quepa imaginarse, ventanas que apenas si dejaban filtrar la luz, pues aparte de que sus cristales no se vieron jam�s limpios de la capa de barro que desde la calle les fu� arrojada el mismo d�a que los colocaron, estaban defendidas por gruesos barrotes de hierro enmohecido y gozaban de la sombra protectora del Tribunal del Temple. Si los negocios hubieran obligado a cualquiera a recorrer �la casa�, este cualquiera habr�a sido conducido a una especie de Celda de los Condenados, situada a espaldas del edificio, donde hubiese permanecido haciendo reflexiones filos�ficas sobre la futilidad de la vida hasta que se le presentase la casa, con las manos en los bolsillos. Ingresaba o sal�a el dinero de cajones de madera ro�da por las carcomas. Los billetes de Banco ol�an a moho, cual si se encontrasen en pleno per�odo de descomposici�n. Amontonada la plata en dep�sitos que, a no dudar, estaban en comunicaci�n con las letrinas, dos o tres d�as bastaban para robarle su brillo peculiar. Quien fuera a depositar en el Banco t�tulos o valores de cualquier clase, pod�a abrigar la seguridad de que, cerrados aqu�llos en cuartos que en su tiempo fueron cocinas o caballerizas, hab�an de oler muy en breve a guisotes trasnochados o a esti�rcol, y si un fatal pensamiento le induc�a a llevar documentos o papeles de familia, �stos eran guardados en una c�mara del piso alto, en cuyo centro hab�a una mesa comedor, aunque jam�s se sirvi� en ella una comida, donde las cartas escritas por su primer amor, o por sus tiernos hijitos, quedaban condenadas, en pleno a�o de mil setecientos ochenta, a sufrir el horror de ser blanco de las miradas de las cabezas que a diario expon�a en el Tribunal del Temple una brutalidad insensata y una ferocidad digna de Abisinia o de los aschantis.

Verdad es que en aquellos tiempos felices era la pena de muerte panacea universal, receta muy en boga en todos los oficios y profesiones, y no iba a ser una excepci�n, ni mucho menos, el Banco Tellson. Si la Naturaleza todo lo remedia con la muerte, �por qu� no ha de hacer otro tanto la ley? Nada, pues, m�s natural y l�gico que imponer pena de muerte al falsificador, pena de muerte al portador de un billete falso, pena de muerte al que abr�a indebidamente una carta, pena de muerte al que robaba cuarenta chelines y seis peniques. El que custodiaba un caballo a las puertas del Banco Tellson, y desaparec�a con el animal, era condenado a muerte, a muerte condenaban a quien acu[51]�aba un chel�n falso, y con la cabeza pagaban las tres cuartas partes de los mortales que rozaban los linderos del crimen. Cierto que la sanci�n penal, con ser un poquito severa, lejos de prevenir, lejos de aminorar las transgresiones, las multiplicaba, pero conclu�a, por lo menos, de una vez y para siempre con las molestias y engorros anejos a cada paso particular. Tantas vidas hab�a segado el Banco Tellson, y como �l, todos los establecimientos similares contempor�neos suyos, que si las cabezas de los muertos hubieran sido apiladas frente a su fachada, es casi seguro que hubiesen cerrado por completo el paso a la escasa luz que por sus sucias ventanas penetraba en su interior.

Encaramados sobre bancos inveros�miles y arcones de formas raras, los empleados viejos del Banco trabajaban con extrema gravedad y compostura de esfinge. Cuando era admitido alg�n joven, encerr�banlo no se sabe d�nde y no volv�a a parecer hasta que era viejo. Evidentemente lo guardaban, como se guarda el queso, en alguna c�mara obscura, hasta que hab�a adquirido el olor peculiar de la Casa.

Fuera del edificio, cuya puerta jam�s se le permiti� franquear, sin ser llamado, hab�a un viejo, investido de las funciones de portero y de mensajero, que era algo as� como la muestra viva de la casa. Jam�s se separ� de la puerta, durante las horas de oficina, como no le enviaran a alg�n recado, y aun entonces, en la puerta le representaba un hijo suyo, pillete de unos doce a�os, que era su vivo retrato. No faltaban maliciosos que aseguraban que la casa se limitaba a tolerar al viejo en cuesti�n, a quien daban el remoquete de Lapa, aunque muchos a�os antes, en la iglesia parroquial de Houndsditch, donde cansado de permanecer encerrado y en tinieblas, quiso asomar sus ojos a la luz del mundo, recibi� el nombre de Jerem�as.

Fu� escenario del incidente que voy a narrar la residencia particular del alto empleado Lapa, hora las siete y media de una ma�ana ventosa del mes de marzo, y Anno Domini, mil setecientos ochenta. Digo Anno Domini en vez de a�o de Nuestro Se�or, para acomodarme a la manera de hablar del sapient�simo Lapa, quien, creyendo que la era cristiana tuvo su origen en la invenci�n del juego de domin�, hecha por una se�ora llamada Ana, siempre que hablaba de fechas, lo hac�a anteponiendo a la del a�o las palabras Ana Domin�.

No estaban decoradas y amuebladas con lujo excesivo las habitaciones particulares del buen Lapa, ni pasaban de dos, contando como una un ropero, pero s� limpias y aseadas. Pese a lo intempestivo de la hora, y lo desapacible de la ventosa ma�ana de marzo, la habitaci�n en que aqu�l[52] roncaba como un justo hab�a sido barrida y baldeada, y sobre la mesa, su poquito coja, cubierta con un mantel, blanco como la nieve, brillaban las copas, platos, y dem�s utensilios necesarios para el almuerzo.

Roncaba el se�or Lapa bajo las colchas de la cama como roncar pudiera cualquier Arlequ�n en su casa. El sue�o era profundo; pero al fin comenzaron a agitarse las colchas, Lapa se revolvi� con aire inquieto, y al cabo del rato aparecieron sobre las s�banas unas p�as que por milagro no las rasgaron, y que eran el abrigo con que la Naturaleza dot� a su cabeza. A la par que asomaban los pelos, exclam� su propietario con voz exasperada.

—�Que me empalen si no ha vuelto a las andadas!

Una mujer, prototipo de laboriosidad y de orden, se alz� de un rinc�n, donde se hallaba de rodillas, con apresuramiento m�s que suficiente para demostrar que a ella iban dirigidas las airadas palabras del durmiente.

—Conque vuelta a lo de siempre, �eh?—repuso Lapa, alargando un brazo en busca de una bota.

La bota sali� volando por los aires juntamente con esta segunda salutaci�n. Era una bota sucia, llena de barro; y ya que de las botas hablo, dir�, como circunstancia que no deja de ser extra�a, que al paso que el se�or Lapa volv�a muchas veces a su casa, despu�s de terminado su servicio en el Banco, con las botas limpias, rara era la ma�ana que, al despertar, no estaban aqu�llas llenas de lodo.

—�Qu� estabas haciendo ah�, beata de los demonios?—grit� el melifluo Lapa, despu�s de errar el tiro.

—Rezaba.

—�Rezaba!... �Bonita ocupaci�n! �Y qu� es lo que te propones, pas�ndote el tiempo de rodillas rezando contra m�?

—No rezo contra ti, sino por ti.

—No es verdad; y aunque lo fuera, no te tolero que te tomes esas libertades. �A fe que te ha tocado en suerte una madre modelo, hijo m�o!... �Fig�rate! �Una madre que reza contra la prosperidad de tu padre! �Una madre tan religiosa, tan celosa del cumplimiento de su deber, que se pasa el tiempo pidiendo al Cielo y al infierno que arranque de la boca de su hijo �nico la tostada con manteca que constituye su alimento! �Qu� te parece!

Muy mal debi� parecerle al digno reto�o del se�or Lapa lo que �ste insinuaba en la �ltima parte de su discurso, pues a gritos pidi� a la madre que no se le volviera a ocurrir mezclar con sus rezos nada que con su alimentaci�n personal tuviera relaci�n.

—�Y qu� es lo que supones t�, mujer ilusa, que valen tus rezos?—repuso el marido, con insistencia inconsciente.—Dime: �qu� valor concedes a tus oraciones?

[53] —Brotan del coraz�n, Jerem�as; este es su �nico m�rito.

—�Su �nico m�rito!—repiti� el se�or Lapa.—�Poco valen, entonces! De todas suertes, valgan lo que valieren, no quiero que vuelvas a rezar: vaya, �se acab�! �Crees que voy a tolerar que llames sobre mi cabeza la mala suerte? Si quieres caer de rodillas, hazlo en favor de tu marido y de tu hijo, y no contra ellos. La semana �ltima, si el infierno no me hubiese concedido una mujer desnaturalizada, y una madre desnaturalizada a este pobre ni�o, habr�a ganado montones de oro en vez de tener la sombra m�s negra que mortal alguno haya tenido desde que el mundo es mundo. V�stete, hijo m�o, v�stete; y mientras yo limpio mis botas, no pierdas de vista a tu madre, y av�same con un grito si adviertes se�ales de que va a caer de rodillas. Yo te aseguro que no lo aguanto—a�adi�, dirigi�ndose a su costilla.—Soy m�s bruto que un coche de alquiler, duermo como el l�udano, pocas veces s� si soy yo, o si soy el vecino de en frente; �pero cuando me tocan al bolsillo, me escamo; con el bolsillo no quiero bromas, s�belo de una vez y para siempre, y si tus rezos conspiran contra �l, mal lo vas a pasar, beata de los infiernos!

El se�or Lapa, lanzando de tanto en tanto frases de indignaci�n, emprendi� con vigor la obra de limpiar sus botas. Su hijo, entretanto, cuya cabeza guarnec�an p�as un poquito menos aceradas que las del padre, y cuyos ojillos estaban poco m�s o menos tan juntos como los del padre, acechaba insistente a la madre. Varios sustos di� a la pobre mujer gritando desde el fondo del armario ropero, donde se vest�a.

—�Padre!... �Que se arrodilla... que se arrodilla!

Ni con el almuerzo se dulcific� el humor de Lapa, antes bien pareci� que acrecentaba su animosidad contra su mujer.

—�Pero qu� est�s haciendo? �Otra vez, condenada?

Contest� la mujer que no hab�a hecho m�s que impetrar la bendici�n del Cielo.

—�Cuidado con traer bendiciones!—barbot�, mirando como si temiera ver desaparecer el pan de la mesa ante la eficacia de la oraci�n de su mujer.—�Quiero desterrar las bendiciones de mi casa...! �No quiero bendiciones en mi mesa!

Rojo de c�lera, con los ojos fuera de las �rbitas, el se�or Lapa devoraba, que no com�a, el almuerzo, rezongando y gru�endo como pudiera hacerlo cualquier cong�nere suyo de cuatro patas. A eso de las nueve de la ma�ana, alg�n tanto dome�ado su encrespado natural, sali� de su casa para entregarse a las ocupaciones del d�a.

Apenas si su oficio merec�a el nombre de tal, no obstante llamarse �l a s� mismo �honrado me[54]nestral�. Todas las ma�anas, colocaba un banco, hecho de un respaldo de silla rota, debajo de la ventana del Banco Tellson m�s inmediata al Tribunal del Temple. El banco, y algunos pu�ados de paja que tomaba del primer carro que pasaba por la calle cargado de ella, constitu�an todos sus enseres. El se�or Lapa y su banco eran tan conocidos en la calle Fleet como el Temple mismo... y con corta diferencia, de tan poco grato aspecto.

Instalado en su sitio antes de las nueve, a tiempo para poder llevar la mano a su tricornio cada vez que entraba o sal�a del Banco Tellson alguna persona cuya respetabilidad lo mereciera, el se�or Lapa, acompa�ado por su hijo, entreten�ase en aquella ma�ana ventosa de marzo en injuriar mental y corporalmente a cuantos ni�os o personas mayores pasaban a su alcance, a falta de mejor ocupaci�n. Padre e hijo, entre los cuales mediaba un parecido maravilloso, m�s que seres humanos semejaban una pareja de monos. Jerem�as el mayor mascaba pajas, mientras los brillantes ojuelos de Jerem�as el menor acechaban inquietos el tr�fico matinal de la calle Fleet, cuando asom� la cabeza de uno de los ordenanzas del Banco en la puerta del establecimiento, y dijo con voz campanuda:

—�Que entre el portero!

—Ya tenemos un recado en puerta para comenzar el d�a, padre—observ� Jerem�as el menor.

El padre cedi� el banco al hijo, y �ste se sent�, recogiendo y llevando a su boca la paja que el primero estaba mascando.

II.
UNA VISITA

—�Conoce usted bien el Old Bailey?[1]—pregunt� uno de los empleados m�s ancianos del Banco a Jerem�as Lapa.

[1] Tribunal Central de lo Criminal de Londres:—(N. del T.).

—S�... se�or—contest� con cierto retint�n el interrogado.—Conozco el Bailey.

—Perfectamente. Tambi�n conoce usted al se�or Lorry, �no es verdad?

—Conozco al se�or Lorry mucho mejor que el Bailey, se�or... mucho m�s de lo que yo, menestral honrado a carta cabal, deseo conocer el Bailey.

—Muy bien. Va usted a llegarse a la puerta reservada para los testigos, donde ense�ar� al guardi�n de la misma esta nota para el se�or Lorry. Le dejar�n pasar sin dificultad.

—�Hasta la Sala de Justicia?

—Hasta la Sala de Justicia.

—�He de esperar en la Sala, se�or?

—Voy a decirle lo que ha de hacer. El guardi�n de la puerta entregar� esa nota al se�or Lorry, y usted, desde el sitio donde se[55] encuentre, procurar� atraer la atenci�n del se�or Lorry, por medio de cualquier gesto, a fin de que aqu�l sepa d�nde espera usted. Luego, todas sus obligaciones se reducen a una sola: a esperar hasta que el se�or Lorry le necesite.

—�Nada m�s?

—Nada m�s. El se�or Lorry desea tener a mano un mensajero, lo esencial es hacerle saber que el mensajero de que puede disponer en cualquier momento dado es usted.

Mientras el empleado del Banco plegaba el papel y estampaba el sobrescrito, el buen Lapa, que le contempl� sin despegar los labios hasta que vi� que buscaba el papel secante, pregunt�.

—�Fallan hoy alguna causa por falsificaci�n?

—Por traici�n.

—�Descuartizamiento seguro!—exclam� Lapa.—�Qu� barbaridad!

—Es la ley—replic� el anciano, volviendo con sorpresa los ojos hacia Lapa,—la ley, y nada m�s que la ley.

—Por respetable que la ley sea, me parece una barbaridad despedazar a un hombre. Bastante cruel es arrancarle la vida, pero hacerle cuartos, lo encuentro feroz.

—Procure hablar bien de la ley, amigo m�o—repuso el empleado.—Guarde para s� sus observaciones, selle los labios, y deje que la ley cuide de s� misma: es un consejo que le conviene no dar al olvido.

—�Ah se�or! �Es la vida dura que llevo la que mueve mi lengua!—exclam� Lapa.—A su consideraci�n dejo el juzgar si el que gana el mendrugo de pan que llevo a la boca como lo gano yo, puede tener sellados los labios.

—Todos ganamos el pan con el sudor de nuestro rostro, aunque algunos con menos fatigas que otros... Tome usted la carta... y en marcha.

Tom� el mensajero la carta, hizo una reverencia, y sali�.

Ahorcaban por entonces en Tyburn, y de consiguiente, la calle en que se alzaba Newgate no hab�a alcanzado a�n la sombr�a celebridad que luego pes� sobre ella. Era, sin embargo, una c�rcel espantosa, donde se practicaban toda clase de villan�as y atrocidades, un foco de las enfermedades m�s terribles, que no pocas veces penetraban en la Sala de Justicia con los prisioneros, se cebaban, dando pruebas de muy poco miramiento, en el mismo Justicia Mayor, y le obligaba a abandonar para siempre su elevado sitial. Con frecuencia ocurr�a que el juez del birrete negro pronunciaba su propia sentencia a la par que la del encausado, y hasta mor�a m�s pronto que �ste. Por lo dem�s, la Bailey era a manera de posada por cuyo espacioso zagu�n sal�an constantemente p�lidos viajeros, montados en carretas o en coches,[56] que se encaminaban al otro mundo previo un recorrido de dos o tres millas de calles p�blicas y de camino, infundiendo saludable temor en alguno que otro ciudadano, quiz� en ninguno: tanta es la fuerza de la costumbre. Tambi�n era famosa por la picota, instituci�n atinada y feliz que supon�a un castigo cuya extensi�n y alcance nadie era capaz de prever; �ralo asimismo por los postes en que se ataba a los condenados a la pena de azotes, sistema el m�s indicado para suavizar costumbres y dulcificar temperamentos, no menos que por la infinidad de tratos que en ella se celebraban, en los cuales entraba el oro por una parte y el derramamiento de sangre por la otra, resto de la indiscutible sabidur�a de nuestros antepasados, que conduc�a sistem�ticamente a la perpetraci�n de los cr�menes mercenarios m�s espantosos que puedan cometerse bajo la capa del cielo. Por lo dem�s, la Old Bailey era por aquel tiempo demostraci�n elocuente del precepto, �Todo lo que es, es justo�, aforismo que resultar�a tan necio como inocente si no llevara aparejada la consecuencia, altamente perjudicial, de que �Nada de lo que ha existido fu� injusto�.

Abri�ndose paso por entre aquella abigarrada muchedumbre, que llenaba el repugnante escenario donde hab�a de desarrollarse la acci�n, con la habilidad del que est� habituado a caminar entre gentes, el mensajero no tard� en llegar a la puerta que buscaba, donde entreg� la carta de que era portador, haci�ndola pasar por un ventanillo practicado en la misma, pues bueno ser� hacer constar que las personas que deseaban ver las funciones representadas en la Old Bailey, hab�an de pagar las localidades ni m�s ni menos que las que quer�an distraerse viendo el Manicomio, sin m�s diferencia que la de costar m�s caro entrar en aqu�lla que en este �ltimo. Como consecuencia, estaban perfectamente guardadas todas las puertas, excepci�n hecha, como es natural, de las que daban acceso a los criminales, pues �stos las encontraban siempre abiertas de par en par.

Con alg�n retraso, y no sin que el guardi�n mascullase algunas palabras de descontento, la puerta gir� sobre sus goznes para dar paso al mensajero.

—�Qu� hay?—pregunt� al primer hombre que encontr�.

—Nada todav�a.

—�Qu� habr� luego?

—Una vista por traici�n.

—Descuartizamiento seguro, �eh?

—�Ah! Primero, tendido sobre un ca�izo, le arrastrar�n hasta el sitio donde le espere la horca, all� le medio ahorcar�n, le bajar�n de la horca para arrancarle las entra�as, que quemar�n ante sus ojos, luego le cortar�n la cabeza, y por fin le har�n cuartos. Esa es la sentencia.

[57]

—Suponiendo que le declaren culpable, querr� usted decir.

—�Bah! �Le declarar�n culpable, pierda usted cuidado!

El se�or Lapa prest� entonces atenci�n al guardi�n de la puerta, a quien vi�, encamin�ndose en derechura hacia el se�or Lorry con la carta en la mano. Hall�base el se�or Lorry sentado junto a una mesa entre se�ores convenientemente empelucados, muy cerca del abogado defensor del reo, que usaba una peluca descomunal, y ten�a varios legajos de papeles debajo de los ojos, y casi frente a otro caballero, no menos empelucado que el defensor, el cual, cuando le vi� el se�or Lapa, as� como tambi�n despu�s, estaba con las manos en los bolsillos, puesta toda su atenci�n en el techo. A fuerza de accesos de tos consigui� el mensajero llamar la atenci�n del se�or Lorry, quien se puso inmediatamente en pie, hizo una se�a con la cabeza, y volvi� a sentarse.

—�Qu� papel representa �se en el proceso?—pregunt� a Lapa el individuo a quien antes hab�a preguntado �ste.

—Que me aspen si lo s�.

—Entonces... si la pregunta no es indiscreta, �qu� papel representa usted?

—Que me descuarticen si lo s� tampoco.

Puso fin al di�logo la entrada del juez en la Sala. A partir de aquel momento, toda la atenci�n, todo el inter�s del p�blico se concentraron en la barra. Los calaboceros, que hasta aquel instante hab�an estado a uno y otro lado de la barra, salieron para entrar momentos despu�s con el prisionero.

Todos los ojos, excepto los del caballero de la peluca, que ten�a los suyos clavados en el techo, se fijaron en los del prisionero, todos los alientos humanos de la sala partieron hacia �l, semejantes al mar, semejantes al fuego, semejantes al viento. Pegados a las columnas, sobresaliendo de los �ngulos, ve�anse rostros que reflejaban ansiedad, los espectadores de las filas �ltimas se pon�an en pie, otros se alzaban sobre las puntas de los pies, y muchos se encaramaban sobre los bancos en su af�n de verlo todo. No era de los que menos curiosidad demostraba Jerem�as Lapa, quien se ergu�a semejante a un pedazo animado del muro coronado de p�as de Newgate y disparaba contra el prisionero ondas de aliento saturado de vapores de cerveza—hab�a tomado un vaso durante el camino,—las que se mezclaban con las que part�an de otras bocas, saturadas de emanaciones de ginebra, de caf� y de te.

El objeto de tan viva curiosidad era un joven de unos veinticinco a�os, buen mozo, guapo, de mejillas redondas y ojos negros. Era caballero. Vest�a de negro, o de gris muy obscuro, y su pelo, que era largo y casta�o, ca�a sobre[58] su espalda, recogido por una cinta. De la misma manera que las emociones del alma humana se filtran a trav�s de la envoltura material, as� la engendrada por la situaci�n en que se ve�a colocado se manifestaba por medio de una palidez superpuesta a la tez morena y curtida del acusado, demostrando que su alma era m�s fuerte que el sol. Mostr�se, sin embargo, perfectamente due�o de s� mismo. Con calma maravillosa se inclin� ante el juez, y esper�:

�Sentimientos de elevada humanidad en el inter�s que en la Sala despertaba el reo? �Ni por pienso! Si la sentencia que amagaba su cabeza hubiera sido menos espantosa, si hubieran existido probabilidades de que en la ejecuci�n de aquella se prescindiera de algunos de sus feroces detalles, la fascinaci�n habr�a sufrido rudo golpe. Ante los ojos de los espectadores se alzaba el arrogante cuerpo que muy en breve ser�a condenado a b�rbaras mutilaciones, la criatura dotada de alma inmortal pr�xima a ser despedazada, hecha cuartos, y el inter�s que inspiraba, dijeran lo que dijeran los mismos que lo sent�an, era, en su ra�z, en su esencia, el inter�s del ogro.

�Silencio en la Sala!

—Carlos Darnay, que as� se llamaba el acusado, hab�a negado el d�a anterior la terrible acusaci�n fulminada contra �l. De ser cierta, Carlos Darnay era traidor y aleve a nuestro sereno, augusto, excelente, etc. etc. Rey y Se�or, por haber auxiliado en distintas ocasiones y por medios diversos a Luis, rey de Francia, en sus guerras contra nuestro sereno, augusto, excelente, etc., etc. Rey y Se�or. Hab�a hecho frecuentes viajes entre los dominios de nuestro sereno, augusto, excelente, etc., etc. Rey y Se�or y los de dicho rey de Francia, con objeto de revelar inicuamente, p�rfidamente, alevosamente (y muchos otros calificativos adverbiales) al repetido rey de Francia las fuerzas militares que nuestro sereno, augusto, excelente, etc. etc. Rey y Se�or ten�a preparadas para enviarlas al Canad� y a la Am�rica del Norte.

Tales eran, en substancia, los datos que con enorme satisfacci�n hab�a conseguido adquirir Jerem�as Lapa.

El acusado, a quien mentalmente hab�an ahorcado, decapitado y descuartizado todos los presentes a la vista, ni temblaba ante la situaci�n ni afectaba arrogancias teatrales. Vi� con calma perfecta que los jueces prestaban juramento y que el fiscal de la Corona se dispon�a a hablar. Con grave inter�s presenci� los preparativos, y con tal compostura escuch� los procedimientos, que no movi� ni una hoja de las hierbas arom�ticas rociadas con vinagre que alfombraban el pavimento, como medida higi�nica contra el contagio de la fiebre del presidio y con[59]tra la atm�sfera viciada que all� se respiraba.

Sobre la cabeza del reo hab�a un gran espejo que ten�a por objeto concentrar en su rostro la mayor suma posible de luz. Millares de desgraciados y de malvados hab�an visto reflejadas sus contra�das caras en su tersa superficie, minutos antes de que una capa de tierra las ocultara para siempre. No habr�a infierno comparable a aquella Sala abominable si la luna de un espejo pudiera devolver las im�genes que refleja, de la misma manera que el Oc�ano devuelve a sus muertos. Tal vez sinti� nuestro reo la ola de infamia y de deshonra que iba a envolverle, quiz� fuera la casualidad o un rayo m�s vivo de luz lo que le movi� a alzar los ojos: el hecho es que vi� el espejo, y que, al verlo, vivos carmines ti�eron su rostro y su cuerpo experiment� un estremecimiento violento cual si acabara de recibir en�rgica descarga el�ctrica.

Al separar sus miradas del espejo las llev� hacia la izquierda, donde tropezaron con dos personas sobre las cuales se detuvieron con tal fijeza, que no qued� en la Sala un espectador que hacia ellas no volviera los ojos.

Eran las personas en cuesti�n una se�orita joven, de veinte a�os de edad aproximadamente, y un caballero, a todas luces su padre. Llamaban poderosamente la atenci�n en este �ltimo la blancura de nieve de sus cabellos y cierta expresi�n indescriptible de vehemencia, no activa, sino reflexiva, �ntima. Cuando dominaba esta expresi�n, parec�a viejo, pero en los momentos en que desaparec�a, cuando hablaba con su hija, por ejemplo, era un hombre hermoso que apenas habr�a pasado de la primavera de la vida.

Aferraba su hija su brazo y se estrechaba contra su cuerpo impelida por el espanto que la escena la produc�a y la piedad que el reo la inspiraba, espanto y piedad tan elocuentemente retratados en su frente y en sus ojos, que los espectadores, inconmovibles ante la triste suerte del acusado, no pudieron ver sin profunda l�stima el estado de la joven. ��Qui�nes ser�n?� se preguntaban unos a otros al o�do.

No dej� de preguntar Jerem�as Lapa a su vecino, a cuyos perspicaces ojos no hab�a pasado inadvertida la expresi�n de la joven, qui�nes eran aquellas personas; y como todos hab�an hecho la misma pregunta, la respuesta, que circulaba ya de boca en boca, lleg� al fin a su o�do.

—Son testigos.

—�De cargo?

—Testigos en contra.

—�En contra de qui�n?

—Del reo.

El juez, cuyas miradas hab�an seguido la direcci�n que siguieron las de todos los espectadores, las desvi� para clavarlas insistentes en el desgraciado cuya vida ten�a en sus manos, en el momento que[60] el fiscal de la Corona se levantaba para torcer la soga, afilar el hacha y forjar el martillo y los clavos que deb�an preparar el cadalso.

III.
DECEPCI�N

El se�or fiscal de la Corona manifest� en su informe que el acusado, aunque joven en a�os, era tan viejo en actos alevosos y pr�cticas de p�rfida traici�n, que se impon�a la necesidad de acabar con su vida. �Sus tratos y correspondencia continua con el enemigo p�blico—dijo—no datan de ayer, ni de anteayer, ni del a�o pasado, ni de dos a�os atr�s. Desde fecha mucho m�s remota viene el reo haciendo viajes constantes entre Inglaterra y Francia, viajes misteriosos, cuyo objeto ni �l mismo ha sabido explicarnos satisfactoriamente. �Ah! Si el Cielo, en su alta sabidur�a, no hubiera condenado a eterno fracaso las maquinaciones de los traidores, los actos criminosos de ese hombre habr�an dado sus naturales frutos, pero la Providencia, que vela de una manera especial por la suerte de nuestra querida Inglaterra, inspir� a una persona, en cuyo pecho no tiene entrada el miedo y en cuya conciencia no cabe la malicia, el feliz pensamiento de penetrar los siniestros planes del reo, y cuando hubo conseguido su objeto, lleno de terror, se apresur� a descubrirlos al primer secretario de Estado y al augusto Consejo Privado de Su Majestad. Pronto tendr�is ocasi�n de conocer a ese patriota, cuya conducta ha sido sublime. Hab�a sido amigo �ntimo del traidor, pero no bien descubri� sus infamias, decidi� inmolar una amistad, que ya no pod�a conservar en su pecho, en el altar sacrosanto del patriotismo. Si Inglaterra erige alguna vez estatuas, como las erigieron Grecia y Roma en honor de los que en aras de la patria han sacrificado sus m�s vivas afecciones, no cabe dudar que tendr� la suya ese ciudadano eminente. La virtud, seg�n han afirmado infinidad de poetas, cuyos nombres no citar� porque todos mis oyentes los tienen en la punta de la lengua, es contagiosa en grado eminente, y sobre todo, la virtud sagrada del patriotismo, al amor a la patria. No es, pues, de admirar que el alto y sublime ejemplo del testigo inmaculado e impecable a que me refiero, cuyo nombre da honor a quien lo pronuncia, se contagiase a un criado del mismo reo, y engendrase en �l la santa resoluci�n de practicar registros en las gavetas de las mesas y en los bolsillos de su se�or, para apoderarse o tomar nota de sus documentos m�s secretos. No faltar�n detractores que claven sus dientes en la reputaci�n de este criado admirable, maldicientes que expongan en la picota p�blica pecadillos de su vida pasada, pero aun[61] as� he de protestar que su conducta presente le hace acreedor a todo mi respeto, he de decir que me merece m�s consideraciones que mis mismos hermanos, m�s consideraciones que mis mismos padres. Yo no dudo, no puedo dudar que lo propio har�n los que me escuchan. Las declaraciones de los dos testigos nombrados, juntamente con los documentos que a su tiempo ser�n exhibidos, demuestran claro como la luz del sol que el prisionero pose�a relaciones num�ricas de las fuerzas militares de Su Majestad, estados explicativos de la disposici�n y preparaci�n de las mismas, y no cabe dudar que esas relaciones, esos estados, los llevaba, como ha llevado tantos otros, a una potencia enemiga. Confieso que no ha sido posible demostrar que esas relaciones y esos estados sean de pu�o y letra del reo, pero eso no tiene importancia, nada significa, y en todo caso, ser� circunstancia agravante, puesto que pondr� de relieve la artera malicia del acusado. A cinco a�os se remontan las pruebas, demostrando palpablemente que el prisionero se dedicaba ya por entonces a llevar a cabo misiones infames y perniciosas, que ya vend�a a la patria semanas antes de haberse re�ido la primera batalla entre las fuerzas inglesas y las americanas. Todas estas razones influir�n necesariamente en el �nimo del Jurado, si es Jurado leal, como me consta que lo es, si es Jurado responsable, como por tal le tengo, para declarar culpable al prisionero, y librar al mundo de un traidor. �Ah, se�ores jurados! Mientras haya una cabeza sobre los hombros del prisionero, no es posible que vuestras cabezas reposen tranquilas sobre las almohadas de vuestros lechos, no es posible que las cabezas de vuestras tiernas esposas reposen tranquilas sobre las almohadas de sus lechos, no es posible que las cabecitas de vuestros queridos hijos reposen tranquilas sobre las almohadas de sus lechos. El fiscal de la Corona os pide por lo m�s sagrado, por lo que m�s caro os sea, por el juramento que hab�is prestado, por el Rey augusto y excelente que nos gobierna, por la patria, que es nuestra madre, que deis al prisionero por ahorcado, decapitado y descuartizado.�

Cuando el fiscal de la Corona ces� de hablar, llenaron la Sala sordos murmullos. No parec�a sino que el aire se hab�a llenado de enjambres de moscas azules que zumbaban en torno de la cabeza del reo, sabedoras del estado en que no tardar�an en encontrarle. Cuando se extinguieron los zumbidos, apareci� en la tribuna de los testigos el ciudadano impecable, el sublime patriota citado por el fiscal de la Corona.

El se�or procurador general, ateni�ndose estrictamente a las instrucciones de su jefe, examin� entonces al patriota. Llam�base Juan Barsad, y era caballero.[62] La historia de su alma pura e inmaculada result� ser la que el se�or fiscal de la Corona hab�a expuesto sucintamente en su acusaci�n. Luego que hubo contestado las preguntas que le fueron dirigidas, se hubiera retirado modestamente, de no haber manifestado deseos de hacerle algunas otras el caballero de la enorme peluca y abultados legajos de papeles, que estaba sentado a escasa distancia del se�or Lorry. El segundo empelucado continuaba mirando al techo.

He aqu�, en resumen, el interrogatorio a que fu� sometido el gran patriota por el caballero de la peluca:

—�Ha sido usted esp�a alguna vez?

—Jam�s—contest� indignado el ciudadano.

—�De qu� vive usted?

—De mis rentas.

—�En qu� consisten esas rentas?

—No tengo por qu� dar explicaciones sobre este particular.

—�D�nde radican sus bienes?

—No lo recuerdo con precisi�n.

—�Ha heredado usted?

—S�.

—�De qui�n?

—De un pariente lejano.

—�Muy lejano?

—Bastante.

—�Ha sido procesado alguna vez?

—Nunca.

—�Ni ha estado en la c�rcel por deudas?

—No s� que tenga nada que ver eso con el asunto que se debate.

—�Ha estado en la c�rcel por deudas?

—�Otra vez?

—Conteste usted.

—S�.

—�Cu�ntas veces?

—Dos o tres.

—�No ser�n cinco o seis?

—Tal vez.

—�Su profesi�n?

—Caballero.

—�Le han dado de patadas alguna vez?

—Puede que s�.

—�Con frecuencia?

—No.

—�Le han echado a puntapi�s de alguna casa?

—No.

—�No le han hecho rodar a patadas escaleras abajo?

—Repito que no. En una ocasi�n recib� algunas patadas en lo alto de una escalera, y la baj� rodando, pero fu� porque quise, por mi voluntad, deliberadamente.

—En la ocasi�n a que se refiere, �no le echaron a puntapi�s por fullero, por hacer trampas en una partida de dados?

—Algo por el estilo dijo el borracho embustero que me di� las patadas, pero era falso.

—�Jura usted que era falso?

—Sin el menor reparo.

—�No ha buscado usted nunca en las trampas del juego los medios de vivir?

—Nunca.

[63]

—�Ni ha vivido del juego?

—He jugado como juegan todos los dem�s caballeros.

—�Le ha prestado dinero el prisionero?

—S�.

—�Y lo ha pagado?

—No.

—La amistad que con el prisionero le ha ligado, en realidad una amistad ligera, �no era de las que solemos llamar obligadas, es decir, una amistad cultivada en sillas de posta, posadas y barcos?

—No.

—�Ha visto las relaciones y listas en poder del prisionero?

—S�.

—�Puede decir algo m�s acerca de esas listas?

—No.

—�Espera que su declaraci�n le valga alg�n provecho o beneficio?

—No.

—�Ni siquiera un destino de esp�a a sueldo del gobierno?

—No.

—�Ni ning�n otro empleo?

—No.

—�Lo jura?

—Una y mil veces.

—�Obedece a otros motivos que a los de patriotismo?

—No.

Fu� llamado a declarar el virtuoso criado del prisionero, Rogerio Cly, quien prest� con gran decisi�n su juramento. Cuatro a�os antes hab�a entrado al servicio del prisionero, sencillamente y de buena fe. A bordo del barco que hac�a el servicio de Calais, pregunt� al prisionero si necesitaba un criado, y aquel le recibi�. Muy poco despu�s le pareci� sospechosa la conducta del prisionero, y resolvi� espiarle. En los diferentes viajes que hizo en su compa��a, en las ropas de su amo vi� varias veces listas y relaciones semejantes a las que obraban en poder de la justicia. El fu� el que sac� algunas de aquellas listas de una gaveta de la mesa de su amo. Vi� que �ste ense�aba otras listas id�nticas a un caballero franc�s en Calais y otras a otros caballeros tambi�n franceses, tanto en Calais como en Boulogne. Amante de su patria, su conciencia se sublev� contra tan negras traiciones y denunci� los hechos. Acerca de su honradez, asegur� que era tan intachable, que nadie se atrevi� jam�s a acusarle del robo de una tetera de plata, pues si bien no faltaron maldicientes que le achacaron en una ocasi�n el hurto de una mantequera, hechas las comprobaciones, result� que no era de plata, sino de metal plateado. Conoc�a al testigo que le precedi� en la declaraci�n desde siete u ocho a�os antes, pero nunca se trataron m�s que por coincidencia. No afirm� que se tratara de coincidencias extraordinariamente curiosas, sin duda porque es p�blico y notorio que las coincidencias lo son por regla general.

Oy�se por segunda vez el sordo[64] zumbido de las moscas azules, y el se�or fiscal de la Corona llam� al se�or Mauricio Lorry.

—�Es usted empleado del Banco Tellson, se�or Mauricio Lorry?

—S�, se�or.

—En la noche de un viernes del mes de noviembre del a�o mil setecientos setenta y cinco, �hizo usted un viaje desde Londres a Dover, por la diligencia-correo?

—S�, se�or.

—�Iban en la diligencia otros viajeros?

—S�, se�or: dos.

—�Dejaron la diligencia aquella noche, antes de llegar a Dover?

—S�, se�or.

—Vea usted al prisionero, se�or Lorry, y d�ganos si era uno de aquellos viajeros.

—No puedo decir que lo fuera.

—�Se parece a alguno de sus compa�eros de viaje?

—Iban los dos tan embozados, la noche era tan obscura, y los tres guardamos tanta reserva, que me es imposible contestar la pregunta.

—Examine con m�s detenimiento al prisionero, se�or Lorry. Repres�nteselo embozado, en la forma misma que iban sus compa�eros de viaje, y d�ganos si, dada su estatura y corpulencia, es imposible que fuera uno de los dos viajeros.

—No es imposible.

—�Usted no jurar�a que el reo no era ninguno de ellos?

—No.

—Luego confiesa usted que pod�a ser uno de ellos, �no es verdad?

—Admito la posibilidad, pero... pero recuerdo perfectamente que mis dos compa�eros de viaje ten�an... y yo tambi�n... un miedo horrible a los ladrones, y me parece que el reo no es de los que se asustan f�cilmente.

—�Y no ha visto usted nunca miedo... de pega, quiero decir, personas que fingen sentir un miedo que en realidad no sienten?

—No, se�or.

—Vuelva usted a reconocer al reo, se�or Lorry. �Recuerda haberle visto en alguna ocasi�n?

—S�.

—�Cu�ndo y d�nde?

—A mi regreso de Francia, pocos d�as despu�s del incidente de la diligencia, le encontr� en Calais a bordo del barco en que yo volv�a, e hicimos juntos el viaje.

—�A qu� hora embarc� el reo?

—Ya avanzada la noche. Era el �nico pasajero del barco, excepci�n hecha de nosotros, y lleg� a �ltima hora.

—�Qu� hora ser�a?

—Poco m�s de media noche.

—�Y dice usted que lleg� el �ltimo?

—Di� la casualidad que llegase el �ltimo, s�, se�or.

—Dejemos a un lado las �casualidades�. Fu� el �nico pasajero que lleg� a altas horas de la noche, �no es cierto?

—S�, se�or.

[65]

—�Viajaba usted solo, o acompa�ado, se�or Lorry?

—Con dos compa�eros: un caballero y una se�orita. Ambos est�n aqu�.

—En efecto: aqu� est�n. �Habl� usted con el prisionero?

—Muy poco. El tiempo estaba tormentoso, la traves�a era larga y pesada, y me la pas� de playa a playa tendido en el sof�.

—�Se�orita Manette!

P�sose en pie la se�orita hacia la cual se hab�an antes vuelto todas las miradas, y hacia la cual se volvieron de nuevo al ser llamada. Al propio tiempo que ella, se levant� su padre.

—Examine usted al prisionero, se�orita Manette.

Mil veces m�s penoso fu� para el acusado verse frente a aquella ni�a, joven y hermosa, que le contemplaba con compasi�n anhelante, que afrontar las miradas curiosas de las turbas que llenaban la sala. Sin pesta�ear, sin que se alterase un solo m�sculo de su rostro, aguant� la terrible acusaci�n del fiscal de la Corona; las declaraciones de los testigos de cargo no consiguieron demudar su semblante, pero al ver desde el borde de la tumba la mirada, no de curiosidad, sino de piedad, de la ni�a, todo su nervio, que era mucho, no bastaba a refrenar la agitaci�n de su pecho, y en los esfuerzos desesperados hechos para permanecer sereno, sus labios quedaron descoloridos, toda la sangre refluy� a su coraz�n.

—�Conoc�a usted al prisionero, se�orita Manette?

—S�, se�or.

—�D�nde le conoci� usted?

—A bordo del barco que antes han mencionado y en la misma ocasi�n.

—�Es usted la se�orita aludida por el se�or Lorry?

—�Por desgracia, se�or, soy yo!

Los acentos de compasi�n que la ni�a supo poner en su voz no dulcificaron la del juez, quien repuso con cierta severidad:

—Conteste la testigo las preguntas que se le hagan sin hacer observaciones ni comentarios... Se�orita Manette, �sostuvo usted alguna conversaci�n con el prisionero durante la traves�a del Canal?

—S�, se�or.

—Refi�rala.

En medio de un silencio imponente, comenz� la ni�a con voz d�bil:

—Cuando lleg� a bordo ese caballero...

—�Se refiere usted al prisionero?—interrog� el juez, frunciendo el entrecejo.

—S�, se�or.

—Pues cuando haya de nombrarle, ll�mele el prisionero.

—Cuando lleg� a bordo el prisionero, advirti� que mi padre estaba muy fatigado y en estado de salud sumamente delicado. Tal era la postraci�n de mi padre, que temiendo que le perjudicase la falta de aire, le prepar� una cama sobre el puente, junto a la[66] escalera de la c�mara, y yo me sent� a su lado con objeto de atenderle. Los pasajeros no �ramos m�s que cuatro. Fu� tan bueno el prisionero, que despu�s de rogarme que le dispensase el atrevimiento, me ense�� la manera de colocar a mi padre al abrigo del aire y del relente, cosa que yo no hab�a sabido hacer. Prodig� a mi padre atenciones y bondades que no puedo olvidar, y estoy segura que se las prodig� de coraz�n. He aqu� c�mo comenzamos a hablar.

—Perm�tame que la interrumpa. �Lleg� solo a bordo?

—No, se�or.

—�Cu�ntos le acompa�aban?

—Dos caballeros franceses.

—�Qu� conferenciaban con el prisionero?

—Hablaron con el prisionero hasta el �ltimo momento. Cuando el barco levaba, se despidieron de �l y saltaron a su bote.

—�Se cambiaron entre ellos algunos papeles semejantes a �stos?

—Cambiaron algunos papeles, pero ignoro c�mo o qu� eran.

—�Parecidos a �stos en tama�o y forma?

—Es posible, pero no puedo asegurarlo, aunque me encontraba yo muy cerca del sitio donde ellos hablaban. La noche estaba muy obscura y el prisionero y los caballeros franceses se colocaron en lo alto de la escalera de la c�mara, debajo del farol all� pendiente. Sosten�an, sin embargo, la conversaci�n con voz tan baja, que no o� una palabra. Vi, s�, que le�an papeles, y nada m�s.

—Rep�tanos usted la conversaci�n que sostuvo con el prisionero, se�orita Manette.

—El prisionero fu� conmigo muy franco... puso en m� gran confianza... fu� muy amable, muy bueno... trat� con tierna solicitud a mi padre... y no quisiera—termin� la joven, hecha un mar de l�grimas—no quisiera corresponder a sus favores con declaraciones que acaso le perjudiquen.

Los moscardones azules volvieron a zumbar.

—Se�orita Manette—replic� el fiscal,—si el prisionero no se convence de que usted presta la declaraci�n que es su deber prestar... que est� obligada a prestar... que no puede dispensarse de prestar, contra su voluntad y con sobrada repugnancia, habr� que confesar que est� ciego. Tenga la bondad de continuar.

—Me dijo que motivaban su viaje asuntos de �ndole altamente delicada y comprometida, asuntos que acaso originasen serios conflictos entre pueblos distintos, y que por esta raz�n, viajaba bajo nombre supuesto. Me dijo que esos asuntos le hab�an llevado a Francia pocos d�as antes, y que probablemente, durante un per�odo m�s o menos largo, le obligar�an a hacer frecuentes viajes entre Inglaterra y Francia.

[67]

—�Habl� de Am�rica, se�orita Manette? Tenga la bondad de especificar con detalles.

—Procur� explicarme las causas que dieron margen al conflicto, y me dijo que, en opini�n suya, la sinraz�n y la injusticia estaban de parte de Inglaterra. A�adi�, en tono humor�stico, que quiz� Jorge W�shington estaba llamado a alcanzar en la historia tan alto renombre como Jorge III. Pero en todo ello no hab�a ni sombra de malicia: lo dijo riendo y para pasar el tiempo.

El se�or fiscal de la Corona manifest� que consideraba necesario interrogar al padre de la se�orita, al doctor Manette.

—Mire usted al prisionero, doctor Manette: �recuerda haberle visto antes?

—Una sola vez. Har� tres a�os o tres y medio que me visit� en mi casa de Londres.

—�Puede usted decirnos si fu� su compa�ero de viaje durante la traves�a del Canal, o repetirnos la conversaci�n que tuvo con su hija?

—Ni lo uno ni lo otro, se�or.

—�Existen razones particulares y especiales que le imposibilitan hacer lo que se le pide?

—Existen—contest� el doctor con voz muy baja.

—�Son �stas la desventura de haber sufrido un cautiverio largu�simo en su pa�s natal, sin ser condenado, y hasta sin ser acusado?

Con tono que penetr� hasta el fondo de los corazones de todos los presentes, contest�:

—�Un cautiverio eterno!

—�Hab�a recobrado usted recientemente la libertad, cuando se hizo el viaje a que me refiero?

—Eso me dicen.

—�No lo recuerda usted?

—No recuerdo nada. Mi cerebro fu� una noche profunda durante alg�n tiempo... no puedo decir cu�nto... desde que en mi calabozo me dedicaba a hacer zapatos hasta que me encontr� en Londres en compa��a de mi querida hija. Me habitu� a su trato... ignoro c�mo... no conservo recuerdo del proceso... y al fin, el Dios misericordioso tuvo a bien devolverme las facultades.

El se�or fiscal de la Corona di� por terminado el interrogatorio, y el padre y la hija volvieron a sentarse.

Ocurri� en este punto un incidente singular. El objeto de las actuaciones, el fin que en el proceso se persegu�a, era demostrar que el acusado, en compa��a de otro traidor c�mplice suyo, cuya identidad era un misterio hasta entonces, viajeros, en la noche de un viernes del mes de noviembre de cinco a�os atr�s, en la diligencia-correo de Londres a Dover, hab�an desmontado durante la marcha, con objeto de despistar, en un sitio en el que no pensaban quedarse, desde donde retrocedieron doce o m�s millas hasta llegar a una plaza fuerte que ten�a arsenal, donde recogieron los da[68]tos que persegu�an. Un testigo declar� que en el d�a y hora indicados hab�a visto al prisionero en el comedor de un hotel de la plaza fuerte y arsenal mencionados, esperando a otra persona. El abogado defensor del procesado estaba sometiendo al testigo a un interrogatorio tan r�gido como habilidoso, sin m�s resultado que el de asegurar aqu�l que jam�s, ni antes ni despu�s de la ocasi�n indicada, hab�a visto al prisionero, cuando el caballero empelucado, que desde los comienzos de la vista ten�a los ojos clavados en el techo de la Sala, escribi� dos o tres palabras en un papelito, lo retorci�, y seguidamente lo tir� al defensor. Este, despu�s de leer el papelito, mir� con atenci�n y curiosidad extraordinarias al prisionero.

—�Dice usted que tiene seguridad absoluta de que era el prisionero?—pregunt� al testigo.

—Absolut�sima.

—�No ha visto nunca a nadie que se parezca al prisionero?

—A nadie que se le parezca tanto, que pueda dar lugar a una equivocaci�n.

—F�jese bien en aquel caballero,—repuso, indicando al que acababa de tirarle el papelito—y luego, f�jese bien en el prisionero. �Qu� me dice usted? �No es verdad que se parecen bastante?

No obstante la dejadez y desali�o del caballero del papelito, exist�a entre �l y el prisionero un parecido bastante notable para llenar de sorpresa no s�lo al testigo, sino tambi�n a cuantas personas se hallaban en la Sala. El presidente del tribunal suplic� al repetido caballero del papelito que se quitase la peluca, y la semejanza se hizo much�simo m�s notable. Pregunt� el presidente al se�or Stryver, que era el abogado defensor, si habr�an de encausar por el delito de traici�n al se�or Carton, nombre del caballero del papelito, a lo que el defensor respondi� que no, pero que deseaba preguntar al testigo si cre�a que lo que una vez ha sucedido no puede suceder otra, si hubiera osado hablar con tanta seguridad y aplomo si antes hubiese visto aquel ejemplo palpable de su temeridad, si la vista de una persona que tanto se parec�a al prisionero no habr�a sido golpe rudo asestado a su confianza, etc., etc. El resultado de este incidente fu� aniquilar al testigo, destruir el efecto de su declaraci�n, y quitar todo el valor a sus manifestaciones.

El buen Jerem�as Lapa, que segu�a el curso de la vista sin perder palabra ni gesto, hubo de escuchar c�mo el defensor volv�a la tortilla que el fiscal y los testigos hab�an servido al Jurado, diciendo que el excelso, el sublime patriota Barsad, era un esp�a mercenario, un vil traidor, un traficante en sangre que no conoc�a el decoro ni la verg�enza, el reptil de alma m�s negra que hab�a existido en el mundo desde que el[69] maldecido Judas, a quien se parec�a f�sica y moralmente, lo deshonr� con su presencia. Afirm� que el espejo de criado, el inocente Cly, era amigo y c�mplice de Barsad, y digno de serlo por cierto, que los ojos siempre abiertos de aquellos miserables falsificadores y perjuros resolvieron convertir en v�ctima de sus codicias al prisionero, aprovechando para sus nefandos fines la circunstancia de que aqu�l, franc�s de origen, hac�a frecuentes viajes entre Inglaterra y Francia por asuntos de familia que no pod�a explicar, y que no explicar�a el prisionero, aun cuando su silencio le costase la vida, porque se lo vedaban altas consideraciones. Demostr� que las manifestaciones hechas por la se�orita Manette, cuya angustia al hacerlas todos hab�an tenido ocasi�n de apreciar, no ten�an la menor importancia, ni eran otra cosa que inocentes galanter�as, muy naturales en un joven que tropieza en un viaje con una ni�a agraciada, excepci�n hecha de lo referente a Jorge W�shington, que a su juicio resultaba tan extravagante, que s�lo como chiste desatinado cab�a considerarlo. A�adi� que dar�a la Justicia pruebas palpables de debilidad si persist�a en la idea de perseguir una populacher�a est�ril aprovechando bajas antipat�as y temores nacionales que el se�or fiscal de la Corona hab�a explotado en su informe, el cual, en realidad de verdad, no ten�a m�s fundamento que las ruindades y vilezas de una declaraci�n cuya mala fe saltaba a la vista, declaraci�n prestada con �nimo deliberado de desfigurar los hechos, declaraci�n que tiende a que la Justicia, para verg�enza nuestra, a�ada un error lamentabil�simo a la interminable serie de los que ha cometido.

El presidente, cual si lo que acababa de manifestar el defensor no fuera expresi�n exacta de la verdad, interrumpi� con cara fosca al orador, para decir, con grave adem�n, que le era imposible continuar ocupando su elevado sitial si se le obligaba a tolerar alusiones tan desagradables.

Interrog� el defensor a los escasos testigos de descargo, y a continuaci�n, los oyentes hubieron de admirar los esfuerzos hechos por el se�or fiscal de la Corona para volver del rev�s el traje que el primero hab�a confeccionado para el Jurado. Lo m�s saliente de su discurso fu� asegurar una y mil veces que los heroicos Barsad y Cly eran mil veces m�s virtuosos de lo que al principio hab�a dicho, y el prisionero mil veces m�s criminal. El presidente, en su informe final, di� vueltas y m�s vueltas al traje confeccionado por el fiscal y procur� deshacer las costuras del presentado por el defensor, demostrando tendencias decididas a preparar con uno y otro la mortaja del prisionero.

Retir�se el Jurado a deliberar[70] y los grandes moscardones azules dejaron oir de nuevo sus desagradables zumbidos.

El movimiento, los murmullos generales, la expectaci�n que de todos los testigos de la vista se hab�a adue�ado, no fueron parte a que el se�or Carton, que continuaba sentado y mirando al techo, variase de actitud ni de sitio. Mientras, su amigo el se�or Stryver, recogiendo los papeles que ten�a delante, conversaba con las personas que ten�a m�s cerca y de tanto en tanto dirig�a miradas de ansiedad al Jurado, mientras todos los espectadores se mov�an m�s o menos, ora separ�ndose, ora reuni�ndose de nuevo, mientras el mismo presidente abandonaba su asiento para pasear por la plataforma, dando motivos para que los presentes sospecharan que el estado de su �nimo distaba mucho de ser sosegado, el se�or Carton permanec�a arrellanado en su asiento, con la peluca medio ladeada, las manos en los bolsillos, como indiferente a todo y a todos, clavados en el techo los ojos como los hab�a tenido todo el d�a.

Esto no obstante, el se�or Carton avizoraba m�s detalles de la escena que ante sus ojos se desarrollaba de lo que a primera vista parec�a. Prueba de ello es que, cuando la se�orita Manette, rendida bajo el peso de tantas emociones, cay� desfallecida en los brazos de su padre, fu� Carton el primero que lo advirti�, y el primero que acudi� al remedio, diciendo:

—�Guardia! Atienda usted a aquella se�orita... Ayude al caballero a que la saque de la Sala... �No ve usted que est� a punto de caer desmayada?

Todos se movieron a compasi�n al ver que retiraban a la se�orita de la Sala, y no hubo quien no concediera todas sus simpat�as al padre. La escena, que no pod�a menos de recordar a �ste los a�os interminables de su inmerecida prisi�n, hubo de afectarle profundamente. Buena prueba de ello fu� la intensa agitaci�n interior que le produjo el interrogatorio, agitaci�n que a nadie pas� inadvertida.

Momentos despu�s se presentaba el Jurado, y por boca de su presidente manifestaba que, no habi�ndose puesto de acuerdo, deseaba retirarse de nuevo.

El presidente de la Sala, cuya imaginaci�n llen�la, si no se enga�an algunos maliciosos, el retrato de Jorge W�shington, manifest� alguna sorpresa al saber que el Jurado no se hab�a puesto de acuerdo, pero accedi� a que se retirara nuevamente a deliberar, y, sin duda para imitar su conducta, se retir� tambi�n �l. La vista hab�a durado todo el d�a y era preciso encender las luces de la Sala de Justicia. Circularon rumores de que las deliberaciones del Jurado ser�an largas, en vista de lo cual, los espectadores comenzaron[71] a desfilar para tomar alg�n refrigerio, y el reo fu� llevado a la parte m�s retirada de la barra, donde tom� asiento.

El se�or Lorry, que hab�a salido acompa�ando a la se�orita Manette y a su padre, reapareci� de nuevo y llam� por se�as a Jerem�as Lapa.

—Si quiere usted tomar algo, Jerem�as, puede hacerlo, pero sin alejarse mucho de aqu�. Es preciso que cuando entre el Jurado se encuentre usted a mi lado, pues en el Banco esperan impacientes la noticia del veredicto. Es usted el mensajero m�s r�pido que conozco y podr� llegar al Tribunal del Temple mucho antes que yo.

Lapa hizo una reverencia muy graciosa, ignoro si por la confianza que en su persona depositaba el se�or Lorry, o si por el chel�n que acababa de poner en sus manos.

En aquel punto abandon� su asiento el se�or Carton y toc� en un hombro a Lorry.

—�C�mo se encuentra la se�orita?—pregunt�.

—Terriblemente angustiada, pero procura consolarla su padre, y parece que se halla mejor que antes de salir de la Sala.

—Voy a dec�rselo al prisionero. Un caballero tan respetable como usted no est� bien que le hable en p�blico.

Enrojeci� intensamente Lorry, sin duda porque vi� que hab�an le�do los pensamientos que en aquel instante le embargaban, y Carton ech� a andar en direcci�n a la barra. Huelga decir que Jerem�as Lapa le sigui� con todos sus ojos, con todos sus o�dos, y con todas las p�as que adornaban su cuero cabelludo.

—Se�or Darnay—llam� Carton.

El prisionero se levant� en seguida.

—Es natural que desee usted tener noticias de la testigo se�orita Manette. Se encuentra mejor: ha pasado lo m�s intenso de su agitaci�n.

—Con toda mi alma lamento haber sido la causa de ella. �Tendr� usted la bondad de hac�rselo presente en mi nombre?

—Lo har�, si usted lo desea.

La actitud de Carton era tan indiferente, que rayaba en insolente.

—Lo deseo mucho, y doy a usted las gracias m�s cordiales—contest� el prisionero.

—�Qu� espera usted, se�or Darnay?—pregunt� Carton, medio vuelto de espaldas a su interlocutor.

—Lo peor.

—Hace usted bien, puesto que espera lo que probablemente ser�. Sin embargo, la nueva retirada del Jurado permite abrigar alguna esperanza.

Jerem�as Lapa se alej� sin oir m�s. All�, debajo del gran espejo que reflejaba las dos caras, quedaron los dos hombres, tan semejantes por las facciones y tan desemejantes en lo que a modales y actitud se refer�a.

[72]

Transcurri� lenta, pesada, eterna, hora y media m�s. El mensajero del Banco, despu�s de tomar su refrigerio, se hab�a sentado y dormido en un banco, cuando le envolvi� el oleaje humano que clamoroso invad�a nuevamente la Sala.

—�Jerem�as... Jerem�as!—grit� el se�or Lorry, procurando acercarse a la puerta.

—�Aqu� estoy, se�or... pero he de abrirme paso a codazos si quiero volver a entrar!

Lorry extendi� un brazo y le entreg� un papel.

—�Volando...! �Lo tiene ya?

—S�, se�or.

En el papel hab�a escrita una sola palabra: �absuelto�.

—Si esta vez hubiera escrito usted �Resucitado�,—murmur� Lapa al dar la vuelta—ya sabr�a yo lo que significa todo eso.

Fu� lo �nico que pudo decir, o pensar, o hacer, hasta tanto no se vi� fuera del Old Bailey, pues las turbas sal�an cual torrente desbordado arrollando y arrastrando cuanto tropezaban por delante. Los murmullos eran semejantes al recio zumbar de moscardones azules que se dispersan chasqueados al encontrarse privados de las piltrafas podridas que cre�an encontrar.

IV.
ENHORABUENA

Trascolaban por los sucios y l�bregos pasadizos del edificio del tribunal los �ltimos sedimentos del guisote humano que durante todo el d�a hab�a hervido en la Sala, cuando el doctor Manette, Luc�a, su hija, el se�or Lorry, el abogado defensor y el procurador de la defensa, formaban un grupo en derredor de Carlos Darnay, puesto momentos antes en libertad, a quien daban parabienes y enhorabuenas por haber escapado casi milagrosamente de la muerte.

Escasa era la luz, pero aun a la de un brillante sol de est�o hubiese sido muy dif�cil reconocer en el sereno e inteligente rostro y cuerpo erguido del doctor al zapatero del sotabanco de Par�s. Esto no obstante, era imposible verle una vez sin experimentar comez�n irresistible de examinarle de nuevo, aun cuando el observador no hubiese tenido ocasi�n de escuchar el ritmo l�gubre de su voz profunda, ni reparado en la especie de nube que ensombrec�a su fisonom�a sin raz�n aparente. Y es que no necesitaba que causas externas evocasen en su alma, como hab�a ocurrido en la Sala de Justicia durante la vista, ecos dolorosos de sus pasadas agon�as; �stos brotaban espont�neamente, y al brotar, envolv�anle en algo[73] as� como un velo f�nebre que no pod�an ver los que desconoc�an su triste historia.

Unicamente su hija consegu�a ahuyentar de su mente los negros recuerdos que le persegu�an insistentes. Luc�a era el hilo de oro que le un�a a un pasado anterior a sus miserias y a un presente posterior a sus desdichas. La dulce m�sica de su voz, la alegr�a que reflejaba su linda cara, el contacto de su mano, casi siempre ejerc�an sobre �l una influencia ben�fica decisiva, y digo casi siempre, porque ocasiones hab�a habido, aunque no muchas, en que el poder de la ni�a se hab�a estrellado contra su tristeza. Luc�a abrigaba la dulce esperanza de que esos casos no se repetir�an.

Darnay hab�a saboreado el placer de besar la mano de la joven, y despu�s de exteriorizar con frases fervientes su gratitud, hab�ase vuelto hacia su defensor, el se�or Stryver, a quien di� calurosamente las gracias. Stryver, hombre que apenas contaba treinta a�os de edad, aunque parec�a de cincuenta, robusto, grueso, rojo, fanfarr�n y refractario a toda clase de impulsos de delicadeza, pose�a el secreto de amoldarse, moral y f�sicamente, a toda clase de compa��as y conversaciones, y era de suponer que lo mismo que se amoldaba a las compa��as y conversaciones, supiese amoldarse a las mil y una peque�eces relacionadas con la vida.

Todav�a llevaba puestas la toga y la peluca. Al ir a contestar a su defendido, gir� sobre sus talones en forma que elimin� del grupo al inocente se�or Lorry, y dijo:

—Celebro infinito haber sacado a usted del trance con honor, se�or Darnay. Ha sido usted v�ctima de una persecuci�n infame, brutalmente infame, pero que muy bien pudo tener el desenlace que persegu�an sus enemigos.

—Las obligaciones que con usted he contra�do no prescribir�n jam�s—respondi� el joven, estrechando con calor la mano del abogado.

—He hecho por usted cuanto he podido, se�or Darnay, y tengo la presunci�n de creer que puedo tanto como pueda cualquier otro hombre.

Las �ltimas palabras ten�an una contestaci�n obligada, que deb�a y pod�a dar cualquiera de los que formaban el grupo. Di�la el se�or Lorry, probablemente interesada, es decir, para que de nuevo le admitieran en el grupo.

—M�s, mucho m�s que ning�n otro hombre—dijo.

—�Lo cree usted as�?—pregunt� Stryver.—Perfectamente. Ha sido usted testigo de toda la vista, y motivos tiene para saber lo que dice. Adem�s, es usted hombre de negocios.

—Y en calidad de tal—replic� Lorry, a quien el abogado hab�a metido en el grupo de la misma manera que antes le hab�a echado fuera—en mi calidad de tal, ruego al doctor Manette que ponga fin[74] a esta conferencia, a fin de retirarnos cada cual a su respectiva casa. La se�orita Luc�a no se encuentra bien, el se�or Darnay ha pasado un d�a terrible, y todos estamos rendidos.

—Hable usted por s�, se�or Lorry, hable usted por s�—dijo el abogado.—A m� me espera una noche de trabajo continuo.

—Por m� hablo—replic� Lorry—y por el se�or Darnay, y por la se�orita Luc�a y... �No cree usted, se�orita Luc�a, que puedo hablar, por todos nosotros?—pregunt�, dirigi�ndose a la joven, pero mirando al mismo tiempo a su padre.

La cara del anciano adquiri� una expresi�n indefinible al dirigir a Darnay una mirada intensa. En la frente del primero se marcaron profundas arrugas, sus labios se crisparon, y poco a poco sus miradas expresaron repugnancia, recelo y temor.

—�Padre m�o!—musit� en su o�do, a la par que estrechaba su mano.

El anciano, cuyo rostro se fu� iluminando gradualmente, se volvi� hacia su hija.

—�Vamos a casa, padre m�o?—repuso la ni�a.

El doctor exhal� un suspiro muy hondo y muy prolongado, y contest�:

—S�.

Los amigos del prisionero, a quienes �ste hab�a hecho creer que no ser�a puesto en libertad aquella noche, hab�anse dispersado ya. Casi todas las luces que iluminaban los estrechos corredores del edificio siniestro, que a la ma�ana siguiente se llenar�a de nuevo de gentes �vidas de emociones, se hab�an apagado. El abogado defensor se retir� el primero para ir a cambiar de ropa, y Luc�a Manette llam� un coche, se despidi� de los se�ores Lorry y Darnay, y se hizo conducir a su casa, acompa�ando a su padre.

Otra persona, que no hab�a formado parte del grupo ni cambiado una palabra con ninguno de los que lo compon�an, se destac� de la pared contra la cual hab�a estado apoyada y, tan pronto como se perdi� de vista el coche, aproxim�se silenciosa como una sombra a Lorry y a Darnay, que hab�an quedado hablando en la acera.

—�Hola, se�or Lorry!—dijo.—Parece que ya los hombres de negocios se atreven a hablar con Darnay, �eh? �Qu� de conflictos originan los negocios! Se reir�a usted, Darnay, si supiera las luchas que los hombres de negocios tienen que sostener entre sus impulsos naturales y las exigencias de su posici�n.

—Ya hizo usted antes esa misma indicaci�n, se�or Carton—replic� Lorry, enrojeciendo hasta lo blanco de los ojos.—Nosotros, los hombres de negocios, los que servimos a una casa, no somos due�os de nosotros mismos. M�s que en nosotros, tenemos que pensar en la casa.

—�Lo s�, lo s�, se�or Lorry!—contest� Carton con negligencia.[75]—Sentir�a que se molestase usted. Me consta que no es usted peor que los otros, y hasta me atrever�a a asegurar que es mucho mejor.

—A decir verdad, caballero, no acierto a comprender su ingerencia. Perd�neme si, ampar�ndome en mis a�os, le hablo con franqueza tal vez excesiva, pero no veo que usted tenga nada que ver en nuestros asuntos.

—�Asuntos! �V�lgame Dios, se�or! Yo no tengo asuntos.

—Es una l�stima que no los tenga usted.

—De acuerdo.

—Porque si los tuviera, les dedicar�a alguna atenci�n.

—�No, amigo m�o, no! �Tenga usted por seguro que no les prestar�a ninguna!

—�Est� bien, se�or!—exclam� Lorry, a quien llen� de indignaci�n la indiferencia de su interlocutor.—Diga usted lo que quiera, es muy bueno y muy respetable tener negocios, y si en determinadas ocasiones los negocios imponen silencio, restricciones e impedimentos, de ello se hacen cargo los que, como el se�or Darnay, son caballeros generosos... Se�or Darnay... muy buenas noches. Le felicito con toda la efusi�n de mi alma y le deseo una vida pr�spera y feliz... �Cochero!

Un poquito incomodado consigo mismo, y desde luego m�s con su interlocutor, el se�or Lorry tom� por asalto el coche y se hizo conducir al Banco Tellson. Carton, que ol�a a vino, y cuyo fuerte, a juzgar por las apariencias, no era la sobriedad, solt� la carcajada y se volvi� hacia Darnay.

—�Extra�os caprichos tiene la casualidad, se�or Darnay!—exclam� Carton.—�Pod�a usted suponer que esta noche iba a encontrarse aqu�, pisando las piedras de la calle, en compa��a de su alter ego?

—�C�mo hab�a de suponerlo, si hasta el hecho de pertenecer a este mundo me parece un sue�o?—contest� Darnay.

—No me admira, despu�s de lo cerca que del otro se encontraba. Noto en su voz cierta debilidad, se�or Darnay.

—Es que principio a creer que me encuentro d�bil, se�or Carton.

—�Por qu� no come, pues? Yo com� ya, mientras aquellos z�nganos se pon�an de acuerdo acerca del mundo en que usted habr�a de vivir. Voy a acompa�arle a la taberna m�s pr�xima donde podr� usted comer lo que le acomode.

Pasando sin m�s ceremonias su brazo por el de Darnay, Carton ech� a andar hacia la calle Fleet, no tardando en dar con sus huesos en una taberna. El encargado acompa�� a los reci�n llegados a un cuartito reservado, donde Darnay repuso sus fuerzas. Carton, sentado a la misma mesa frente a Darnay, se hizo servir una botella de vino.

—�Va usted convenci�ndose de que pertenece todav�a a este mundo terrestre, Darnay?—pregunt� Carton.

[76]

—Apenas si puedo darme cuenta cabal del tiempo y del lugar, pero confieso que me he convencido casi de lo que usted dice.

—�Y se habr� convencido de ello con satisfacci�n inmensa!—exclam� Carton con cierto tono de amargura y llenando de nuevo el vaso, que por cierto era de los m�s grandes.—De m� puedo decir que mi mayor deseo ser�a olvidar que de �l formo parte. Ni el mundo tiene para m� nada bueno... no siendo el vino, ni yo tengo nada bueno para el mundo. En lo que a este particular se refiere, somos tal para cual, nos parecemos bastante... Por supuesto, que voy creyendo que tambi�n usted y yo nos parecemos en todo, �no?

Carlos Darnay, sobre quien pesaba a�n la influencia de las emociones del d�a, tard� bastante en contestar, sencillamente porque no sab�a qu� respuesta dar a las extravagantes palabras de su interlocutor. Cuando lo hizo, se mostr� de perfecto acuerdo.

—Ahora que ha hecho usted honor a la comida, se�or Darnay, �por qu� no levanta una copa? �Por qu� no brinda usted?

—�Levantar la copa? �En honor de qui�n?

—En honor y por la salud de la persona cuyo nombre tiene usted en la punta de la lengua. Debe tenerlo, lo tiene, jurar�a que no me enga�o.

—�Brindo, pues, por la se�orita Manette!

—�A la salud de la se�orita Manette!

Clavada una mirada insolente en Darnay, mientras apuraba el contenido del vaso, Carton estrell� el suyo contra la pared, despu�s de beber, donde se hizo pedazos. Seguidamente toc� la campanilla y pidi� otro.

—Es una ni�a encantadora, en cuya compa��a ser�a delicioso hacer un viaje en coche, �eh?—pregunt�, llenando de vino el vaso que acababan de traerle.

—S�—contest� secamente y con un ligero fruncimiento de cejas Darnay.

—Digna de compasi�n y de que por ella se hagan verdaderas locuras. �Qu� tal se encuentra? A fe que vale la pena verse en peligro de ser condenado a muerte a trueque de convertirse en objeto de sus simpat�as y compasi�n: �qu� me dice usted, Darnay?

El interpelado guard� silencio.

—Le agrad� sobremanera escuchar el mensaje que por mi conducto la envi� usted. No me lo dijo, pero lo supongo.

La alusi�n fu� a manera de recordatorio para Darnay. Acord�se de que su desagradable compa�ero le hab�a prestado un servicio en aquel d�a azaroso y le di� las gracias, llevando la conversaci�n a aquel incidente.

—Ni me hace falta que me d� usted las gracias, ni las merezco—replic� con fr�a indiferencia Carton.—En primer lugar, no sab�a[77] qu� hacer, y en segundo, no s� por qu� hice lo que hice. �Me permitir� usted que le haga una pregunta, se�or Darnay?

—Cuantas guste, a ello le dan derecho los favores que me ha prestado.

—�Cree usted que me es simp�tico?

—La verdad... se�or Carton...—respondi� Darnay, completamente desconcertado,—no se me ha ocurrido formularme esa pregunta.

—H�gasela usted ahora.

—Como si yo le mereciera alguna simpat�a se comport� usted, pero si he de decir lo que siento, creo que no se lo soy.

—Y yo creo lo mismo que usted—observ� Carton.—Principio a formar opini�n excelente de su inteligencia.

—Lo que no debe ser obst�culo—repuso Darnay haciendo sonar la campanilla—para que yo le quede profundamente agradecido y para que nos despidamos sin malquerencias mutuas.

—Desde luego—contest� Carton.—�Dice usted que me queda reconocido?

—Lo digo y as� es.

—Entonces, mozo, tr�eme otra pinta de este mismo vino, y despi�rtame ma�ana a las diez.

Pagada la cuenta, levant�se Darnay, di� las buenas noches y se encamin� hacia la puerta. Carton, sin contestar las buenas noches, levant�se tambi�n, mir� con expresi�n airada al que se marchaba, y dijo:

—Dos palabras, se�or Darnay, �Cree usted que estoy borracho?

—Creo que ha bebido usted mucho, se�or Carton.

—�Lo cree nada m�s? Sabe perfectamente que he bebido.

—Puesto que usted se empe�a, dir� que, en efecto, s� que ha bebido.

—En ese caso, quiz� sepa usted tambi�n por qu� he bebido. Soy un desilusionado, un desenga�ado. Ni a m� me importa la suerte de ning�n hombre de la tierra, ni ning�n hombre de la tierra se acuerda siquiera de mi persona.

—Lo que no deja de ser una desgracia. Debi� usted dar mejor empleo a su talento.

—Puede que tenga usted raz�n, y puede que se enga�e lastimosamente. No se envanezca, sin embargo, amigo m�o, que no sabe usted lo que el porvenir le reserva... �Buenas noches!

Cuando qued� solo, aquel hombre singular tom� el candelero, se acerc� a un espejo que pend�a de la pared y examin� minuciosa y detalladamente la imagen reflejada en su tersa superficie.

—�Te es simp�tico ese hombre?—murmur�, cual si dirigiera la pregunta a su propia imagen.—�Por qu� ha de serte simp�tico un hombre que se te parece? �Acaso tienes t� algo que pueda agradar a nadie? De sobras sabes que no. No acierto a comprender[78] el por qu� del cambio... �Maldito seas!... �Y a fe que merece simpat�a el hombre que te dice lo que pudiste ser y lo que en realidad eres! �Vaya!... �Dilo de una vez y con franqueza! �T� aborreces a ese individuo!

Cual si el vino fuera para �l manantial de consuelos, en muy contados minutos hizo pasar a su est�mago la pinta de vino y qued� dormido en la misma mesa, apoyada la cabeza sobre sus brazos.

V.
EL CHACAL

En aquellos tiempos, rend�ase culto universal a la botella. Si yo especificase y detallase aqu� la cantidad de vino y de ponche que un hombre tragaba en el curso de una noche, sin que su reputaci�n de perfecto caballero sufriera el menor detrimento, a buen seguro que pasar�a ante los lectores plaza de exagerador rid�culo. Los hombres beb�an mucho, y no eran ciertamente excepci�n de la regla las lumbreras del foro ni las notabilidades en cualquier otro ramo del saber humano, que nunca ha sido la ciencia barrera alzada entre quien la posee y los altares de Baco. No nos admira por tanto que el se�or Stryver, letrado que avanzaba con paso de gigante por el camino de su lucrativa profesi�n, rindiera culto tan constante a la botella como las esponjas m�s resecadas de la comunidad de picapleitos.

Favorito en el Old Bailey e indispensable en el tribunal llamado Sessions, Stryver separaba con el pie los pelda�os de la escalera a medida que los iba dejando atr�s. Todos los d�as, en uno o en otro tribunal, la roja cara de Stryver brotaba de entre una capa de pelucas semejante al girasol que yergue su cabeza sobre un plantel de brillantes flores.

Hab�an observado en el foro que Stryver, en los comienzos de su carrera, si bien era hombre suelto de lengua, falto de escr�pulos, dispuesto a todo, osado y procaz, carec�a de la facultad de entresacar la esencia, la medula de los informes y de las pruebas testificales, que tan indispensable es a todo buen abogado, pero posteriormente, hizo en este particular progresos maravillosos. Cuanto m�s trabajaba, con mayor facilidad llegaba al fondo, al tu�tano de los asuntos, siendo de notar que, aun cuando ten�a la costumbre de pasarse las noches de claro en claro vaciando botellas en compa��a de Carton, los puntos que hab�a de tratar a la ma�ana siguiente ni se borraban de su mente, ni se obscurec�an.

Sydney Carton, el m�s vago y holgaz�n ejemplar de la humanidad, era el aliado m�s poderoso de Stryver. Sobre el l�quido que entre los dos tragaban hubiera podido flotar perfectamente un[79] nav�o de tres puentes. Uno y otro llevaban la misma vida, uno y otro prolongaban sus org�as hasta la madrugada, y m�s de una vez vieron a Carton, ya bien alto el sol, dirigi�ndose con paso vacilante a su casa o al estrado del tribunal. No faltaron maliciosos que aseguraron que Carton, si no era ni llegar�a jam�s a ser un le�n, en cambio era un tigre excelente, y que, en calidad de tal, prestaba preciosos servicios a su amigo Stryver.

—Las diez, se�or—dijo el encargado de la taberna a quien Carton hab�a encargado que le despertase.—Las diez de la noche.

—�Qu� ocurre?

—Que son las diez, se�or.

—�Y qu�? �Las diez de la noche?

—S�, se�or. Me encarg� que le despertase a esa hora.

—�Ah, s�! �Ya me acuerdo! Est� bien.

No sin que procurase dormir de nuevo, intentos que el tabernero combati� removiendo sin cesar el fuego y haciendo ruido, Carton concluy� por enderezarse y salir. Luego que hubo refrescado su cabeza dando un paseo regular, se dirigi� al despacho de Stryver.

El oficial de Stryver, que jam�s asist�a a las conferencias que �ste celebraba con Carton, hab�a salido, y como consecuencia, hubo de abrir la puerta al visitante el mismo Stryver en persona. Iba en bata y zapatillas, y sus ojos brillaban entre dos c�rculos amoratados semejantes a los que caracterizan a todos los que hacen y han hecho vida disipada.

—Llegas un poquito tarde, Carton—dijo Stryver.

—Poco m�s o menos a la hora de siempre, tal vez quince minutos m�s tarde.

Ambos entraron en el despacho, pieza no muy grande, atestada de libros y de papeles. Ard�a en ella una lumbre deliciosa. Sobre la mesa de trabajo, humeaba una tetera entre montones de papeles y botellas de ron, de brandy y de vino, y entre terrones de az�car y limones.

—Veo que has despachado ya tu botella de costumbre, Carton.

—Esta noche fueron dos. Estuve comiendo con mi cliente de hoy... o vi�ndole comer, para el caso es lo mismo.

—Diste al asunto un giro verdaderamente singular, Carton, llam�ndome la atenci�n hacia lo referente a la identificaci�n del reo. �C�mo demonios se te ocurri� semejante cosa?

—�Bah! Vi que era un buen mozo, muy guapo, y pens� que as� podr�a ser yo, a poco que la suerte me hubiese favorecido.

Stryver solt� la carcajada.

—La suerte hay que llamarla trabajando, amigo m�o, as� que... �a trabajar!

Con cara m�s que medianamente fosca se aliger� el chacal de ropa, entr� en la estancia contigua, y no tard� en salir con un cubo de agua, una palangana[80] y una o dos toallas. Empap� en agua fr�a las toallas, envolvi� con ellas su cabeza, sent�se frente a la mesa, y dijo:

—Ya podemos principiar.

—No es mucho el trabajo que tenemos esta noche, Carton.

—�Cu�nto?

—Dos protocolos.

—Dame ante todo el peor.

—Aqu� est�n los dos... �Manos a la obra!

El le�n del foro se arrellan� en un sof� mientras el chacal tomaba una silla. Sobre la mesa, interpuesta entre los dos, hab�a botellas y vasos. Uno y otro recurr�an a ellos con gran frecuencia pero de distinta manera: beb�a el le�n, abstra�do la mayor parte del tiempo, o a lo sumo ojeando indiferente alg�n documento poco importante, pero el chacal, con tal ardor y entusiasmo se entregaba a su tarea, que casi nunca segu�an sus ojos el movimiento de las manos cuando �stas andaban en busca del vaso, resultando que m�s de cuatro veces andaba tentando uno o dos minutos antes de tropezar con el vaso y llevarlo a sus labios. En dos o tres ocasiones debi� encontrar tan enrevesado el asunto que estudiaba, que consider� necesario levantarse de la silla y humedecer de nuevo las toallas.

Al cabo del rato consigui� el chacal preparar al le�n una comida aceptable, y procedi� a ofrec�rsela. El le�n procur� digerirla con cuidado y precauciones exquisitas separando algunos manjares, prescindiendo de algunos componentes y haciendo atinadas observaciones, que parecieron bien al chacal. Digerida la comida, el le�n se tendi� sobre el sof�, mientras el chacal, despu�s de vigorizarse nuevamente a fuerza de libaciones y de compresas de agua fr�a, se dedic� a la confecci�n de la segunda comida, que fu� servida al le�n en la misma forma que la anterior. Los relojes daban ya las tres de la madrugada.

—Ahora que hemos terminado, Carton, tomaremos un ponche.

Quit�se el chacal las toallas de la cabeza, bostez�, se desperez�, y prepar� el ponche.

—Raz�n ten�as, Carton, en lo referente a los testigos de esta ma�ana: todo sali� a pedir de boca.

—Me parece que la tengo siempre: �te atrever�s a decir lo contrario?

—�No, hombre, no! Vienes hoy con el genio encrespado, amigo. No estar� de m�s que lo roc�es con un buen chaparr�n de ponche para suavizarlo.

El chacal contest� con un gru�ido, pero siguiendo el consejo.

—El buen Sydney Carton, abogado de la Facultad de Zorrilandia, es una especie de columpio—observ� Stryver.—Tan pronto est� arriba, como abajo: al minuto de ser todo fuego, se le ve todo desesperaci�n.

—�Ah, s�!—replic� Carton, exhalando un suspiro.—Ya de estudiante me animaban los asuntos[81] de mis condisc�pulos, muy contadas veces los m�os.

—�Pero por qu� no?

—�Vete a saber! Por temperamento, supongo.

Sent�se, dichas estas palabras, con las manos en los bolsillos, extendidas las piernas y mirando a la lumbre.

—No puede negarse, Carton—dijo Stryver al antiguo estudiante de la Facultad de Zorrilandia,—que tu temperamento, tu manera de ser, es y ha sido siempre defectuosa. Adolece de falta de energ�a, de unidad de prop�sito. M�rame a m�.

—�Sermones a estas alturas?—exclam� Carton riendo c�nicamente.—Ahora es cuando creo aquello del diablo predicador...

—�C�mo he podido llegar a donde he llegado? �C�mo ocupo el puesto que ocupo?

—En parte, gracias a mi cooperaci�n, supongo yo. Pero dejemos estas discusiones que no han de conducirnos a nada pr�ctico. T� haces lo que se te antoja, siempre has figurado en primera l�nea, y yo, en cambio, he formado siempre en la �ltima.

—Tuve necesidad de abrirme el camino, si quise colocarme en primera fila, pues no s� yo que naciera en ella—replic� Stryver.

—No tuve el honor de presenciar la ceremonia de tu nacimiento, pero creo que, al echarte al mundo, te dejaron entre los privilegiados.

Los dos interlocutores soltaron la carcajada.

—Antes de cursar en la universidad de Zorrilandia—repuso Carton,—mientras curs�bamos, y despu�s que de ella salimos graduados, figurabas en fila distinta de la m�a. Hasta cuando en Par�s est�bamos aprendiendo a mascullar el franc�s y adquiriendo algunas nociones de derecho franc�s, y familiariz�ndonos con muchas otras tonter�as francesas, que de nada nos sirven, eras t� algo, mientras yo fu� siempre Don Nadie.

—�De qui�n era la culpa?

—�Por mi vida que no ser� yo quien asegure que la culpa no fu� tuya! Bull�as t� tanto, te destacabas tanto, te mov�as, te agitabas en tales t�rminos, que no s� que pudiera yo hacer otra cosa que permanecer envuelto en sombras y condenado al reposo... Pero dejemos este tema, que no es muy agradable, a fe m�a, hablar del pasado obscuro de uno al romper el d�a.

—Perfectamente—dijo Stryver levantando el vaso.—Hablaremos de tu linda testigo. �No te parece que es tema m�s agradable?

No deb�a serlo, a juzgar por la sombra que obscureci� su rostro.

—�La linda testigo!—exclam� fijando sus ojos en el fondo del vaso.—He visto hoy muchas testigos... �A qui�n te refieres?

—A la preciosa hija del doctor, a la se�orita Manette.

[82] —�Es linda?

—�No lo es, acaso?

—No.

—�Pero hombre de Dios!... �Si ha sido la admiraci�n del tribunal entero!

—�V�yase al diablo el tribunal con su admiraci�n! �Qui�n ha hecho al Old Bailey juez de la belleza? �Linda!... �Una mu�eca de pelo de oro!...

—�Sabes, Carton—pregunt� Stryver, clavando en su amigo una mirada penetrante y pasando la diestra por su roja cara,—que voy creyendo que has simpatizado demasiado con esa mu�eca de pelo de oro, y que tu inter�s advirti� muy pronto lo que a la tal mu�eca de pelo de oro ocurr�a?

—�Que lo advert� demasiado pronto! Me parece que si una ni�a, mu�eca o no, se desmaya a dos varas de las narices de cualquier cristiano, puede advertirlo sin mirar con telescopio. El tema de la conversaci�n no me desagrada, pero niego lo de la hermosura... �No bebo m�s!... �Me voy a la cama!

Cuando el due�o de la casa acompa�� a Carton hasta el descansillo, para hacerle luz con la vela que llevaba en la mano mientras bajaba la escalera, comenzaban a filtrarse los resplandores inciertos del nuevo d�a por los empa�ados cristales. Llegado a la calle, vi�se el chacal respirando una atm�sfera fr�a y triste, bajo un cielo cubierto de nubes, bordeando un r�o de aguas negruzcas y en parajes que parec�an el desierto de la vida. Torbellinos de polvo hu�an girando vertiginosos ante el soplo de la ma�ana, cual si lejos, muy lejos, hubieran emprendido el vuelo las arenas del desierto y sus primeras nubes amenazaran envolver la ciudad.

Falto de est�mulos internos que avivasen sus energ�as, y puesto en el centro de un p�ramo sin fin, aquel hombre qued� erguido durante algunos minutos y vi�, all� en las lejan�as de la estepa desolada y triste que se extend�a ante sus miradas, espejismos de ambici�n noble, reflejos de abnegaci�n y de perseverancia. En la ciudad encantada que surgi� ante sus ojos hab�a elevadas galer�as desde donde amorcillos y gracias le miraban sonrientes, bellos jardines donde maduraban los dulces frutos de la vida y aguas de esperanza que saltaban rumorosas. La visi�n se borr� con tanta rapidez como hab�a surgido. Poco m�s tarde sub�a la empinada escalera de su triste cuarto y ca�a sobre las revueltas ropas de su cama.

Su almohada estaba empapada en l�grimas cuando se alz� un sol enfermizo, triste, melanc�lico, aunque no tanto como aquel hombre de talento indiscutible, de grandes dotes, y sin embargo, incapaz de sentir dulces emociones, incapaz de dirigirse por los senderos de la vida, incapaz de proporcionarse bienestar, incapaz de saborear una gota de felicidad, sensible s�lo a la eterna noche en que[83] se debat�a y resignado a no salir nunca de ella.

VI.
CENTENARES DE VISITAS

Resid�a el doctor Manette en una de las calles m�s tranquilas de la ciudad, no lejos de la plaza de Soho. Una tarde deliciosa de un domingo, cuando las olas eternas de cuatro meses hab�an pasado sobre la causa criminal por traici�n releg�ndola al olvido y arrastr�ndola mar adentro a regiones hasta las cuales no llegaba el inter�s ni la memoria p�blicos, el se�or Mauricio Lorry avanzaba a buen paso por las soleadas calles interpuestas entre Clerkenwell, donde viv�a, y la casa del doctor, a cuya mesa deb�a sentarse aquella tarde. Bueno ser� que sepan los lectores que Lorry, despu�s de varios per�odos de retraimiento absoluto y de absorci�n completa en los negocios, hab�a conclu�do por hacerse amigo �ntimo del doctor y por ver en la calle tranquila en que �ste viv�a el oasis m�s delicioso de su vida.

Tres motivos principal�simos empujaban al se�or Lorry, en este delicioso domingo, en direcci�n a la plaza de Soho, en las primeras horas de la tarde. Primera: porque antes de comer, casi siempre sol�a salir a paseo acompa�ando al doctor y a su hija Luc�a. Segunda, porque los domingos por la tarde si �sta estaba poco apacible, la pasaba al lado de aqu�llos, como amigo de la familia, hablando, leyendo, mirando por la ventana y movi�ndose constantemente, y tercera, porque deseaba solventar algunas dudas enrevesadas, y sab�a que en ninguna parte era tan probable que encontrase la soluci�n como en la casa del doctor.

No hab�a en todo Londres rinconcito m�s pintoresco que aquel en que viv�a el doctor. Aislado de las grandes arterias de la ciudad, apenas si hab�a tr�nsito, y desde los balcones del frente de la casa se dominaban vistas hermosas que llevaban estampado el sello del reposo. Los edificios eran muy escasos, y m�s a�n hacia el norte del camino de Oxford, en cuyos dilatados campos, hoy desaparecidos, se alzaban deliciosos bosquecillos, crec�an espont�neamente flores de vistosos colores que saturaban el ambiente de fragantes emanaciones y brotaban lindos capullos de los espinos blancos y de los oxiacantos. Como consecuencia, los aires circulaban con libertad completa por los alrededores de Soho, cuyos habitantes no se ve�an precisados a respirar la atm�sfera mef�tica y venenosa de los grandes centros donde se asfixian los pobres y languidecen los ricos. Cerca de los balcones del doctor hab�a m�s de un peral, cuyos frutos llegaban a saz�n en tiempo oportuno.

Los rayos del sol de verano penetraban radiantes en aquel deli[84]cioso retiro en las primeras horas del d�a, pero cuando quemaban, cuando convert�an en ardiente horno los dem�s distritos de la ciudad, el rinconcito quedaba envuelto en sombras, bien que �stas no eran tan profundas que no las penetrasen los fulgores brillantes de un sol lejano. Era, en una palabra, un sitio fresco, sosegado y tranquilo, pero placentero, un puerto abrigado contra el estruendo y la agitaci�n bramadora de las calles.

Un fondeadero tan ideal no se conceb�a sin una barca tranquila, y en efecto, la ten�a. Ocupaba el doctor dos pisos de una casa bastante espaciosa, en cuyas puertas llamaban durante la noche muchos que solicitaban servicios que deb�an prestarse al d�a siguiente. A espaldas de la casa, y separado de �sta por un patio en cuyo centro crec�a un pl�tano silvestre, hab�a un edificio en el cual se fabricaban �rganos de iglesia y cincelaba la plata y bat�a el oro un gigante misterioso cuyo potente brazo parec�a brotar de la pared lanzando �ureos destellos, cual si tambi�n el brazo fuera de oro y amenazara convertir en oro a cuantos visitaban aquel lugar. Apenas si estas industrias dejaban oir el menor ruido, muy contadas veces se ve�a llegar un visitante solitario y m�s contadas todav�a las que un coche cruzara aquellos sitios apacibles. Cierto que de tarde en tarde se ve�a a alg�n obrero que atravesaba el patio poni�ndose la chaqueta, o a un desconocido a quien atra�a la curiosidad, o her�a los o�dos el eco lejano de alg�n martillazo del gigante de oro, pero eran �stas las �nicas excepciones, siempre necesarias para probar la regla de que aqu�l era el rinc�n de los ecos, el centro del reposo y del silencio, que s�lo interrump�an el piar de los gorriones que ten�an su cuartel general en la copa del pl�tano silvestre.

Recib�a el doctor Manette en su casa a los enfermos que le tra�a su antigua reputaci�n unida a las brisas flotantes de la historia dolorosa de su vida. Sus conocimientos cient�ficos, su pr�ctica en el dif�cil ejercicio de su profesi�n y los experimentos ingeniosos a que se entregaba, di�ronle una clientela muy envidiable y ganaba con creces lo necesario para cubrir las atenciones de la vida.

Todo esto lo sab�a perfectamente el buen Mauricio Lorry cuando tir� de la cadena pendiente a lo largo de la puerta, y puso en movimiento a los moradores de la tranquila casa emplazada en el delicioso rinconcito que acabo de describir, un domingo por la tarde.

—�Est� en casa el se�or doctor?

—No, se�or.

—�Y la se�orita Luc�a?

—Tampoco.

—�Y la se�orita Pross?

Probablemente esta �ltima se encontraba en casa, pero como la[85] criada que abri� la puerta ignoraba cu�les fueran sus intenciones respecto a admitir o negar el hecho, contest� que tampoco.

—De todas suertes subo—replic� Lorry,—porque me considero aqu� como en mi casa.

Aunque nada aprendi� la hija del doctor en su patria de origen, es lo cierto que �sta la inici� en aquella habilidad rara que consiste en hacer mucho con medios escasos, lo que constitu�a una de sus caracter�sticas m�s preciosas y agradables. Modesto y sencillo era el mobiliario de las habitaciones de la casa, y esto no obstante, algunas chucher�as, que no ten�an m�s valor real que el gusto exquisito con que estaban colocadas, daban a aqu�llas un efecto delicioso. La disposici�n de cuanto en la casa hab�a, comenzando por el mueble m�s grande y acabando por el objeto m�s insignificante, la combinaci�n de colores, y el contraste obtenido merced a nonadas por manos delicadas, ojos de mirada clara y sentidos de gusto irreprochable, ofrec�an un conjunto tan agradable en s� y retrataban tan gr�ficamente a su autora, que no parec�a sino que con mudo pero elocuente lenguaje preguntaban al se�or Lorry, mientras extasiado los contemplaba, si merec�an su aprobaci�n.

Tres habitaciones principales ten�a el piso, cuyas puertas de comunicaci�n estaban todas abiertas, a fin de que los aires circularan como due�os y se�ores por ellas. Lorry pasaba sonriente y complacido de una a otra. En la primera, que era la mejor, ten�a Luc�a sus p�jaros, sus libros, una mesa escritorio y un costurero, as� como tambi�n una caja de colores; la segunda era el sal�n de consultas del doctor, el que a la vez serv�a de comedor, y la tercera, cerca de cuyos balcones susurraban las hojas del pl�tano silvestre que en el patio crec�a, era el dormitorio del doctor, en uno de cuyos rincones vi� Lorry la banqueta y las herramientas de zapatero, tal como en otro tiempo estuvieron en el sotabanco de la taberna del barrio de San Antonio de Par�s.

—Me sorprende—murmur� con voz clara e inteligible Lorry—que conserve estos objetos que por necesidad han de recordarle sus sufrimientos y miserias.

—�Y por qu� ha de sorprenderle?—pregunt� de pronto una voz brusca que le oblig� a volverse vivamente.

La voz ten�a su origen en la garganta de la se�orita Pross, que era la misma mujer de cara colorada y mano fuerte y pesada con la cual trab� Lorry conocimiento en el Hotel del Rey Jorge en Dover.

—Se me figuraba...—comenz� a decir Lorry.

—Se le figuraba... �qu�?—replic� la se�orita Pross.—�Alguna sandez sin duda!

Lorry no contest�.

—�C�mo est� usted?—pregunt� entonces la dama con voz dura,[86] bien que sin malicia ni �nimo de ofender.

—Muy bien, gracias... �y usted?

—Descontenta a m�s no poder.

—�Ser� posible?

—�Y tan posible! Me saca de mis casillas lo que ocurre con la se�orita Luc�a.

—�Ser� posible?

—�Pero hombre de Dios! �No ha aprendido m�s que esas dos palabras que me coloca a cada paso? �Ser� posible!... �Un poco de variaci�n, si no quiere acabar de desesperarme!

—�De veras?—pregunt� Lorry, enmend�ndose.

—No es la frase muy feliz que digamos, pero, en fin, vale m�s que su sempiterno �ser� posible�. Pues s�, se�or; lo que ocurre con la se�orita me saca de quicio.

—�Ser� indiscreci�n preguntar la causa?

—Me ataca los nervios que vengan a verla docenas de personas que no son dignas de ella.

—�Docenas?—pregunt� Lorry admirado.

—Centenares—replic� la se�orita Pross, una de cuyas caracter�sticas, que suele ser la de muchas personas, era exagerar la afirmaci�n original, si observaba que alguien la pon�a en tela de juicio.

—�Santo Dios!—exclam� Lorry, a quien no se le ocurri� otra contestaci�n m�s apropiada.

—Desde que la se�orita ten�a diez a�os, he vivido con ella... o ella ha vivido conmigo, y me ha pagado, lo que nunca hubiese consentido, t�ngalo usted por seguro, si yo hubiera encontrado el secreto de cuidar de m� y de ella por nada. �Oh! �Es verdaderamente doloroso!

Lorry, no viendo con claridad qu� pod�a ser lo doloroso, limit�se a mover la cabeza, utilizando aquella parte de su persona como capa la m�s indicada para taparlo todo.

—A todas horas rondan en torno suyo infinidad de personas que no son dignas de mi tesoro, se�or Lorry. �No, no lo son, ni mucho menos! Cuando usted di� principio al desfile...

—�Yo le di principio, se�orita Pross?

—�Claro que s�! �Qui�n sac� a su padre de la tumba?

—Si eso fu� darle principio...

—Supongo que no pretender� usted decir que eso fu� darle fin... Repito que cuando di� principio al desfile, resultaba ya �ste bastante desagradable. Y cuenta que no es mi intenci�n decir que tenga la culpa el doctor Manette, en quien no veo m�s falta que la de no ser digno de tener una hija como la que tiene, y �sa no le es imputable, toda vez que en el mundo no existe persona que sea digno de serlo. Al padre quiz� habr�a yo podido perdonarle, pero confiese usted que es horriblemente doloroso ver a todas horas turbas y enjambres de personas que se mueven al rededor del padre y me roban el afecto de la hija.

Sab�a Lorry que la se�orita[87] Pross era la encarnaci�n de los celos, pero const�bale al propio tiempo que, prescindiendo de sus extravagancias, figuraba a la cabeza de esos seres puros de todo ego�smo que, cediendo a motivos de cari�o y de admiraci�n, tienden voluntariamente el cuello a la cadena de la esclavitud, dispuestos a sacrificarse en aras de una juventud que ellos han perdido, de una hermosura que nunca atesoraron, de dones y perfecciones que jam�s tuvieron la fortuna de alcanzar, y de esperanzas halag�e�as que nunca derramaron un punto de luz sobre sus sombr�as vidas. Ten�a Lorry conocimiento bastante perfecto del mundo para saber que nada puede compararse a los servicios fieles y abnegados que tienen su asiento en el coraz�n, y como consecuencia, los de la se�orita Pross le merec�an un respeto tan exaltado, que en las clasificaciones distributivas que mentalmente hac�a, pues nadie deja de hacerlas, en mayor o menor n�mero, colocaba a la colorada y expeditiva dama mucho m�s inmediata al �ltimo pelda�o de los �ngeles que a no pocas se�oras inconmensurablemente mejor dotadas que aqu�lla, tanto por la Naturaleza, como por el Arte, y due�as, por a�adidura, de capitales depositados en las cajas del Banco Tellson.

—No ha existido, ni existir� m�s que un hombre digno de la se�orita—dijo la se�orita Pross.—Ese hombre fu� mi hermano Salom�n... si no hubiera tenido un peque�o desliz en la vida.

Una observaci�n: las investigaciones practicadas por Lorry acerca de la historia personal de la se�orita Pross, hab�an dado por resultado la averiguaci�n y comprobaci�n del hecho de que su hermano Salom�n fu� un miserable desalmado que la rob� cuanto pose�a, so pretexto de especular y comerciar, dej�ndola luego abandonada en su miseria, sin pizca de remordimiento. La buena opini�n que de su hermano ten�a la se�orita Pross, no obstante su peque�o desliz, era para el se�or Lorry motivo de admiraci�n profunda y contribu�a a acrecentar en grado superlativo el respeto que a aquella profesaba.

—Puesto que nos encontramos solos en este momento, y los dos somos personas de negocios—dijo Lorry cuando, momentos despu�s se hab�an sentado ambos en el sal�n,—me permitir� hacer a usted una pregunta: En las conversaciones que el doctor tiene con su hija, �hace alguna vez referencia a los tiempos en que cos�a zapatos?

—Nunca.

—Y sin embargo, guarda en su alcoba la banqueta y las herramientas del oficio.

—He dicho que nunca habla de ello con su hija—replic� la se�orita Pross,—pero me guardar� muy mucho de asegurar que no habla consigo mismo.

[88]

—�Cree usted que piensa en ello con frecuencia?

—S�.

—�Imagina usted?...

—�Yo no imagino nunca!—exclam� la se�orita Pross interrumpiendo a su interlocutor.—No tengo imaginaci�n, ni me hace falta.

—Me corregir�... �Supone usted... llega hasta el punto de suponer algunas veces?

—De vez en cuando, s�.

—Pues bien, �supone usted que el doctor Manette abriga alguna sospecha... o certeza, que ha sobrevivido a sus miserias pasadas, acerca de la causa, de los motivos de su infortunio? �Supone usted tal vez, que hasta sospecha o conoce quien fu� su opresor?

—Yo no supongo nada m�s que aquello que me dice la se�orita.

—Y la se�orita dice...

—Que cree que su padre sospecha o sabe.

—No se enfade usted si le hago estas preguntas. Yo soy un hombre de negocios, bastante obtuso, y usted es una mujer de negocios.

—�Obtusa?—interrog� la se�orita Pross.

—�No, no, no!—contest� Lorry.—�No tiene usted nada de obtusa! Pero volviendo al asunto, me permitir� preguntar: �no es singular, incomprensible, que el doctor Manette, inocente de todo crimen, seg�n nos consta a todos, evite siempre con tanto cuidado tocar esa cuesti�n? Y no es que yo me admire de que no la toque conmigo, aunque hace a�os sostuvimos relaciones frecuentes de negocios y hoy nos liga amistad estrecha, pero s� me maravilla que no hable de ello con su hija, que tanto le quiere y a quien �l adora... Cr�ame, se�orita Pross, no es la curiosidad la que dicta mis palabras, sino el afecto vivo que por los habitantes de esta casa siento.

—Pues bien, seg�n yo creo... y cuando creo una cosa suelo aproximarme a la realidad, guarda ese silencio que tanto maravilla a usted porque le da miedo hablar del asunto.

—�Miedo?

—Est� claro como la luz, y adem�s encuentro muy justificado el miedo. Son recuerdos espantosos, no s�lo por lo que sufri�, sino tambi�n porque en sus sufrimientos naufrag� su inteligencia. Como quiera que ignora c�mo y cu�ndo la perdi�, y c�mo y cu�ndo la recobr�, natural es que tema perderla otra vez. Como usted comprender�, esta sola consideraci�n bastar�a para que le fuera poco grato hablar del asunto.

—Es verdad—contest� Lorry, a quien satisfizo la profunda observaci�n de su interlocutora.—Por necesidad ha de inspirarle miedo hablar de su calvario... Con todo, se�orita Pross, dudo mucho que a su tranquilidad de alma convenga guardar en el fondo de su pecho recuerdos tan espantosos, y estas dudas, y la intranquilidad que con frecuencia me producen, han sido precisamente las[89] que me han movido a provocar estas confianzas.

—El mal, si realmente es mal, no tiene remedio—contest� la se�orita Pross moviendo la cabeza.—Toque usted esa cuerda, y los resultados ser�n contraproducentes; as� que, preferible es callar. �Cu�ntas veces, a altas horas de la noche, salta de la cama, y comienza a pasear agitado, arriba y abajo, arriba y abajo, por su habitaci�n! La se�orita sabe ya hoy que cuando eso ocurre, la imaginaci�n de su padre pasea arriba y abajo, arriba y abajo, por la mazmorra que durante tantos a�os le sirvi� de tumba. Corre entonces al cuarto de su padre y, puesta a su lado, pasea con �l arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que se convence de que se ha tranquilizado. Pero jam�s explica el doctor la causa de su desasosiego y jam�s se lo pregunta su hija. Los dos juntos pasean arriba y abajo, arriba y abajo, sin despegar los labios, hasta que la proximidad de su hija, y el amor ciego que la profesa, hacen que el doctor vuelva en s�.

Hab�a negado la se�orita Pross que ten�a imaginaci�n, pero daba un ment�s a su afirmaci�n la evidencia de que la persegu�a una idea triste, evidencia puesta de relieve por la repetici�n de la frase �arriba y abajo�, pues no cab�a dudar que se trataba de una idea fija.

La casa del doctor parec�a la casa de los ecos. A la menci�n de los agitados paseos nocturnos del doctor, contest� el ruido de pasos que se acercaban, y a �stos, la terminaci�n de la conferencia.

—�Ya est�n aqu�!—exclam� la se�orita Pross, poni�ndose vivamente en pie.—No tardar�n en llegar a esta casa las gentes por cientos.

Tan maravillosas condiciones ac�sticas reun�a aquella casa, que con toda propiedad se la hubiera podido llamar el o�do del distrito. Lorry, que asomado a la ventana o�a perfectamente el rumor de los pasos del padre y de la hija, crey� que no iban a llegar nunca. No s�lo llegaban hasta �l los ecos de los pasos de los que se aproximaban, sino tambi�n otros muchos que se extingu�an cuando m�s cerca parec�an estar. Al fin apareci� el doctor dando el brazo a su hija, a los que recibi� en la puerta de la casa la se�orita Pross.

Era encantador ver a la se�orita Pross, no obstante su fealdad, su encendido color rojo y su expresi�n ce�uda, apresur�ndose a quitar el sombrero a su se�orita mientras �sta sub�a la escalera; c�mo, para no mancharlo, se envolv�a los dedos con el pa�uelo de bolsillo, c�mo intentaba quitarle el polvo soplando sobre �l, c�mo ahuecaba su espl�ndida cabellera rubia con tanto orgullo y satisfacci�n como hubiera podido hacerlo con la suya propia, suponiendo que ella hubiera sido la mujer m�s hermosa y m�s vana de la creaci�n. Era tambi�n en[90]cantador ver a la se�orita abrazando a su doncella, d�ndole las gracias y protestando contra tanta atenci�n y tanto trabajo, bien que protestando con la risa en los labios, pues de no hacerlo as�, la se�orita Pross, profundamente dolorida, se hubiese retirado a su cuarto para pasarse en �l el d�a llorando. No era menos encantador ver al doctor contempl�ndolas con arrobamiento y oir c�mo dec�a a la se�orita Pross que echaba a perder a Luc�a a fuerza de atenciones y cuidados, pero con acento tan dulce y mirada tan tierna, que bastaban, y aun sobraban, para echar tambi�n a perder a la se�orita Pross y a cien m�s como ella, y finalmente, era asimismo encantador ver al se�or Lorry arregl�ndose su peluqu�n y dando mentalmente gracias a su estrella que, si le hizo solter�n empedernido, dej�le entrever, en los a�os de su vejez, las puras alegr�as de un hogar. Todo era encantador, pero los cientos de personas que deb�an girar en torno de Luc�a no parec�an por ninguna parte, y en vano esperaba el buen Lorry el cumplimiento de la profec�a de la se�orita Pross.

Lleg� la hora de sentarse a la mesa, pero no llegaban los cientos.

En la distribuci�n de las faenas dom�sticas, la se�orita Pross se hab�a reservado el cetro de las regiones m�s bajas de la casa, y es preciso confesar que lo manejaba a maravilla. Imposible llevar a mayor grado de perfecci�n sus comidas, modestas en s�, pero admirablemente guisadas y m�s admirablemente servidas, con arreglo a un gusto mitad franc�s y mitad ingl�s. Como quiera que la adhesi�n de la se�orita Pross era eminentemente pr�ctica, hab�a registrado hasta los �ltimos rincones de Soho y de los territorios adyacentes en busca de franceses pobres que, tentados por el alegre tintineo de los chelines y de las medias coronas, la revelaron todos los misterios del arte culinario. Tantos y tan maravillosos conocimientos aprendi� de aquellos hijos e hijas de la Galia, que la mujer y la muchacha que formaban la servidumbre de la casa ve�an en ella una hechicera, una abuela de la Cinderella capaz de tomar en sus manos un pollo, un conejo, o un par de patatas, y convertirlas en el manjar que se le ocurriese.

Sent�base los domingos la se�orita Pross a la mesa de la familia del doctor, pero en los d�as restantes de la semana sol�a comer a horas desconocidas, bien en las regiones bajas, bien en su habitaci�n, situada en el piso segundo, vedada a todo el mundo, excepci�n hecha de la se�orita Luc�a. En la comida del domingo a que se contrae este relato, la se�orita Pross, correspondiendo a la alegr�a que reflejaba el rostro de la hija del doctor, y deseando agradarle, se abandon� a una animaci�n inusitada, y[91] como consecuencia, el rato que los comensales pasaron en la mesa result� agradabil�simo.

Era un d�a de calor sofocante, en vista de lo cual, a los postres, propuso la se�orita Luc�a ir a beber el vino bajo el pl�tano silvestre del patio, donde podr�an disfrutar de un ambiente m�s agradable. Como todo el mundo ansiaba dar gusto a la mimada de la casa, al patio salieron inmediatamente y tomaron asiento bajo el pl�tano, donde Luc�a, que desde alg�n tiempo antes se hab�a asignado a si misma el cargo de copero del se�or Lorry, escanci� el vino. Remates de casas pr�ximas parec�an asomar las cabezas sobre las cercas del patio mientras los reunidos hablaban, y las hojas del pl�tano susurraban en sus o�dos las palabras rumorosas propias de sus barnizadas lenguas.

La comida hab�a terminado, pero los cientos de visitantes no se presentaban. Cuando los comensales estaban sentados bajo el pl�tano lleg� el joven Darnay, pero no era m�s que uno.

Dispens�le el doctor Manette un recibimiento cordial y otro tanto hizo su hija. La se�orita Pross, acometida de s�bito de una sensaci�n de cosquilleo en la cabeza y resto del cuerpo, retir�se al interior de la casa. Parece que frecuentemente era v�ctima de aquel desorden, que ella, en el seno de la familia, sol�a llamar �un ataque de nervios�.

Estaba el doctor de excelente buen humor y parec�a muy joven. Sentado al lado de su hija, cuya cabeza aparec�a reclinada sobre su hombro, resaltaba tanto la viva semejanza que entre ambos exist�a, que hasta el m�s miope hab�a de observarla.

La conversaci�n vers� sobre muchos y muy variados temas, habiendo sido el doctor de los que mayor vivacidad y animaci�n mostraron. En ocasi�n en que estaban hablando de los edificios m�s notables de Londres, pregunt�le Darnay:

—D�game, doctor, �ha visitado usted la Torre?

—Con Luc�a la visit� en una ocasi�n, pero de corrido, sin detenernos—contest� el doctor.—Vimos lo bastante para apreciar que efectivamente es digna de inter�s, pero nada m�s.

—Yo he estado en ella, seg�n recuerda usted—repuso Darnay con sonrisa un poquito forzada,—pero no como turista ni en condiciones de ver gran cosa de ella. Una historieta me refirieron durante mi estancia que llam� poderosamente mi atenci�n.

—�Por qu� no nos la cuenta usted?—pregunt� Luc�a.

—Con mucho gusto. Parece que, en el curso de unas obras que hubieron de hacer, los operarios encontraron una mazmorra antiqu�sima, utilizada en fecha remota y olvidada desde muchos a�os antes. Todos los sillares del interior estaban llenos de inscripciones grabadas en la piedra por los[92] prisioneros. Las inscripciones eran fechas, nombres, quejas, maldiciones, plegarias, etc. En el sillar de un �ngulo del muro, un reo, condenado a muerte, seg�n todas las probabilidades, esculpi� a �ltima hora cuatro letras. Debi� emplear una herramienta poco a prop�sito, e hizo la obra aceleradamente y con pulso poco firme. Examinadas las letras, todos creyeron, al principio, que eran G. A. V. A., pero una observaci�n m�s detenida puso de relieve que la letra primera no era G, sino C. No figuraba en los archivos ning�n prisionero a cuyo nombre y apellidos correspondieran aquellas iniciales. A fuerza de meditar y dar vueltas al asunto, v�nose en conocimiento de que las letras en cuesti�n no eran iniciales, sino un nombre completo: Cava. Practic�ronse algunas excavaciones, que dieron por resultado el hallazgo, debajo de una losa o azulejo, de algunos fragmentos de papel, mezclados con pedazos de una cajita o peque�o saco de cuero. Nadie ha podido averiguar qu� fu� lo que el condenado a muerte escribi� en el papel, aunque s� pudo apreciarse que estaba escrito. Sin duda lo enterr� para que no lo encontrara el alcaide.

—�Padre m�o!—exclam� Luc�a.—�Se encuentra usted enfermo?

Motiv� esta pregunta el hecho de que el doctor se pusiera violentamente en pie y llevara las manos a la cabeza. Su rostro reflejaba horrible espanto.

—No, hija m�a, no estoy enfermo—contest� el doctor.—Comienza a llover... caen gotas muy anchas y me he asustado irreflexivamente. Creo que debemos ponernos a cubierto.

Hab�ase repuesto casi instant�neamente. Era cierto que las nubes enviaban algunas gotas anchas de agua, de las cuales mostr� una el doctor en el dorso de la mano. Ni una palabra dijo acerca de la historia que Darnay estaba refiriendo, y cuando entraron en la casa, el ojo experto de Lorry descubri�, o crey� descubrir, en la mirada del doctor, al fijarla en Darnay, la misma mirada extra�a que hab�a observado mientras sal�an de la Sala del Tribunal a ra�z de haber sido declarado inocente el segundo.

La expresi�n de aquella mirada se borr� con tal rapidez, que Lorry lleg� a sospechar si le habr�a enga�ado su ojo experto. El gigante del brazo de oro no hubiera dicho con m�s serenidad que el doctor que todav�a no se hab�a abroquelado contra sorpresas peque�as, y que la gota de agua, al caer sobre el dorso de su mano, le hab�a asustado.

Prepar� la se�orita Pross el te, lo sirvi�, resisti� otro �ataque de nervios�, y los cientos de visitantes continuaban sin dar se�ales de presencia. Lleg� el se�or Carton, pero entre �ste y Darnay no sumaban m�s que dos.

Tan calurosa era la noche, que no obstante haber tenido la pre[93]cauci�n de dejar abiertas puertas y ventanas, no bien tomaron el te, todos se dirigieron a un balc�n, en busca de aire fresco que respirar. Sent�se Luc�a al lado de su padre, Darnay junto a Luc�a, y Carton apoy� sus espaldas contra el antepecho. Las cortinas del balc�n eran blancas, y cuando alguna racha de viento las agitaba alz�ndolas hasta el techo, m�s que cortinas parec�an alas espectrales.

—Todav�a caen gotas anchas, escasas y pesadas—dijo el doctor.—Se acerca con mucha lentitud.

—Pero con mucha seguridad—replic� Carton.

Hu�an presurosas las gentes de las calles ansiando ponerse bajo techado antes que estallara la tormenta. El ruido de sus pasos llegaba al maravilloso rinconcito de los ecos, pero sin que nadie viera a los que caminaban.

—Muchas personas movi�ndose, y sin embargo, la soledad m�s absoluta—observ� Darnay, tras unos momentos de atenci�n.

—�Verdad que impresiona, se�or Darnay?—pregunt� Luc�a.—Muchas noches me siento en este mismo sitio, y mi fantas�a... pero hasta la loca de la casa se empe�a en asustarme esta noche... tan l�brega... tan solemne...

—Nos asustaremos todos—dijo Darnay, chance�ndose.—Veremos a qu� sabe el susto.

—A usted no le sabr� a nada. Esas extravagancias solamente impresionan a aquellos cuya fantas�a las forja, seg�n creo: no son contagiosas. Repito que muchas noches me he sentado en este mismo sitio, sola, atento el o�do, y mi fantas�a ha dado forma tangible a los ecos, y ha visto en ellos a las personas que se han relacionado o han de relacionarse en breve con mi vida.

—Llega el d�a en que son muchas las personas que establecen relaciones estrechas con nuestras vidas—observ� Carton.

El rumor de pasos era incesante, y las carreras de las gentes que hu�an, m�s precipitadas. Parec�a que sonaban pasos debajo del balc�n, en la habitaci�n misma, unos iban, otros ven�an, estos se alejaban y aquellos se aproximaban, y, sin embargo, la vista no descubr�a alma viviente.

—�Se reserva para usted sola todo el ruido de pasos que llega a nuestros o�dos, se�orita Manette, o prefiere que nos los distribuyamos entre todos?—pregunt� con entonaci�n humor�stica Darnay.

—No s� qu� contestar a usted, se�or Darnay. Principi� por decir que era una extravagancia, una tonter�a m�a, pero la culpa de que yo la dijera fu� de usted, que me pregunt�. Cuando esa idea ha producido impresi�n en m�, siempre me he encontrado sola, y quiz� esta circunstancia haya engendrado en m� la creencia de que los ecos repet�an el rumor de pasos de las personas que han de ejercer influencia en mi vida o en la de mi padre.

—Las reclamo para que la ejer[94]zan en la m�a—replic� Carton.—Vengan sobre m�, sin explicaciones, sin condiciones. En este instante est�n prontas a caer sobre nosotros ingentes muchedumbres... Las estoy viendo a la luz... c�rdena del rel�mpago—termin� diciendo, en el momento que surcaba los aires gigantesca culebra de fuego.

Son� un trueno horr�sono, y Carton repuso:

—Y ahora las oigo... �Vean ustedes c�mo se acercan, r�pidas... furiosas... bramadoras!

La voz tremenda de los elementos desencadenados oblig� a Carton a poner fin a sus extravagancias, sencillamente porque nadie pod�a oirlas. La tempestad fu� horrorosa. El agua ca�a a torrentes de un cielo encendido, acompa�ada de truenos tan ensordecedores, que no parec�a sino que el mundo saltaba hecho pedazos. A eso de media noche, brot� la luna, pl�cida, serena.

Sonaba la una de la madrugada en la torre de San Pablo cuando el se�or Lorry, acompa�ado por Jerem�as Lapa, armado de su correspondiente farol, emprend�a el viaje de regreso a Clerkenwell.

—�Qu� noche, Jerem�as, qu� noche!—exclamaba Lorry—�La m�s indicada para que los muertos salgan de sus tumbas!

—No los he visto salir nunca, se�or, ni espero verlo—respondi� Jerem�as Lapa.

—�Buenas noches, se�or Carton!—dijo Lorry.—�Buenas noches, se�or Darnay! �Volveremos a ver juntos una noche como esta?

�Qui�n sabe! �Quiz� llegase d�a en que vieran innumerables muchedumbres, bramadoras, ebrias de sangre, cerrando contra ellos!

VII.
EL SE�OR EN LA CIUDAD

El se�or, uno de los magnates m�s influyentes y poderosos de la corte, celebraba en su suntuoso palacio de Par�s su acostumbrada recepci�n quincenal. Hall�base el se�or en su gabinete m�s �ntimo, especie de santuario para la turba de adoradores encargados del servicio del resto de los salones. Dispon�ase el se�or a tomar su chocolate. Con facilidad maravillosa pod�a engullirse el se�or mil cosas, y hasta eran muchos, gentes maliciosas sin duda, que cre�an a pie juntillas que se estaba engullendo con rapidez pasmosa a Francia, pero el chocolate matinal no pod�a pasar por la garganta del se�or sin la ayuda de cuatro hombres fuertes, am�n del cocinero.

S�, cuatro hombres exig�a operaci�n tan importante, cuatro hombres, cubiertos de galones de oro, con un jefe, quien en su af�n por seguir la noble y casta moda implantada por su se�or, no hubiera podido vivir sin llevar en el bolsillo dos enormes relojes de oro, eran indispensables para que el afortunado chocolate tuviera el[95] honor de llegar hasta los labios del se�or. Un lacayo conduc�a la chocolatera a la sagrada presencia del se�or; otro picaba el chocolate con un instrumento reservado para tan importante funci�n, otro, el tercero, presentaba la favorecida servilleta, y el cuarto (el de los dos relojes de oro) vert�a el chocolate en la taza. �Prescindir el se�or de uno solo de los cuatro servidores mientras tomaba el chocolate entre los cielos que admirados y complacidos presenciaban la operaci�n? �Horror! Tomar el chocolate servido por solos tres hombres, hubiese equivalido a manchar el inmaculado escudo del se�or: tomarlo servido innoblemente por dos, habr�a sido tanto como darle muerte.

La noche anterior, el se�or hab�a asistido a una cena de confianza, previa representaci�n admirable de una comedia y de una �pera. El se�or sol�a asistir casi todas las noches a cenas an�logas, en cuyos actos le rodeaba una compa��a encantadora y fascinadora. Tan fino, tan impresionable era el se�or, que en su elevada alma ejerc�an m�s influencia la comedia y la �pera que los �ridos y fastidiosos negocios de Estado y las necesidades de Francia, circunstancia venturosa para esta naci�n, como lo es siempre para las que se ven o se han visto tan favorecidas como ella... como lo fu�, por ejemplo, para Inglaterra en los nunca bastante llorados tiempos de los joviales Estuardos.

Ten�a el se�or una idea nobil�sima acerca de los negocios p�blicos en general, y era que es preciso dejar que sigan su curso natural, y otra idea, no menos nobil�sima, sobre los negocios particulares... que tambi�n deb�an seguir su curso natural; y el curso natural de los primeros, como el curso natural de los segundos, era ir en derechura a las manos y al bolsillo del se�or. En cuanto a los placeres, generales y particulares, opinaba el se�or que para disfrutarlos �l hab�a sido creado el mundo y colocado en �l el hombre. Su divisa era la siguiente: �M�o es el mundo y todo cuanto contiene, dice el Se�or�.

Pese a sus opiniones, hab�a visto el se�or, con el desagrado natural, que en sus asuntos y en sus placeres, tanto privados como p�blicos, hab�an venido a mezclarse molestias de lo m�s vulgar que no dejan de crear dificultades y apuros, tambi�n de lo m�s vulgar, en vista de lo cual, decidi� aliarse con un aperador general, resoluci�n tanto m�s cuerda cuanto que se hab�a hecho indispensable, y esto, por dos motivos principales. Primero: porque el se�or no entend�a en asuntos tan vulgares como los referentes a la Hacienda p�blica, y como consecuencia, deb�a confiarlos a manos que en ello entendiesen, y segundo, relacionado con la Hacienda particular, porque los aperadores generales son ricos, mientras el se�or, v�stago de se�ores que[96] vivieron muchas generaciones de esplendoroso lujo y boato, empobrec�a de d�a en d�a. De aqu� que el se�or librase a una hermana suya del velo que la amenazaba, y que era la canastilla de boda m�s econ�mica con que pod�a regalarle, y la concediera como preciado premio a un aperador general, tan rico en bienes como pobre en familia. El cual aperador general, armado de un bast�n coronado por una manzana de oro, figuraba en la ocasi�n presente entre los personajes que llenaban las habitaciones exteriores y hac�a un papel alg�n tanto desairado porque el se�or, y hasta la esposa del se�or, sol�an mirarle con el desprecio m�s profundo.

El aperador general era un hombre de lo m�s suntuoso que darse puede. Treinta caballos alojaban sus caballerizas, veinticuatro criados esperaban �rdenes en sus salones y seis doncellas ayudaban a vestir a su mujer. En su calidad de hombre cuya misi�n �nica consist�a en pillar y saquear donde buena o malamente pudiera, el aperador general era al menos la realidad m�s tangible entre los personajes que aquel d�a estaban de servicio en los salones del se�or.

A decir verdad, en aquellos salones, que ofrec�an a los ojos escenas deliciosas, en aquellos salones, donde hab�an acumulado cuanto el arte y el gusto de la �poca pudieron producir, los negocios no andaban bien, es m�s: tanto considerados con referencia a los espantajos que rodeaban la persona del se�or, como por lo que hace a los desarrapados que pululaban por todas partes, los asuntos tomaban cariz poco tranquilizador... suponiendo que en la casa del se�or hubiera alguien que de asuntos cuidara. Militares que ignoraban lo que era la ciencia militar, marinos que ni idea ten�an de lo que un barco era, eclesi�sticos, cubiertos de sedas y de encajes, mundanos hasta lo inconcebible, de ojos sensuales, lenguas libres y costumbres m�s libres que las lenguas, en una palabra: la ineptitud en cuantos desempe�aban cargos, el desenfreno en las costumbres, la mentira en todos los labios. No abundaban menos las gentes que no obstante no tener relaci�n alguna, remota ni pr�xima, con el se�or ni con el Estado, se obstinaban en no tenerla tampoco con nada que fuera real y justo, y en no caminar en el viaje de la vida por caminos rectos, ni perseguir un fin terreno honroso. M�dicos que labraban fortunas inmensas fingiendo curar enfermedades imaginarias y males que jam�s hab�an existido, se burlaban desde el sagrado de sus casas de sus clientes cortesanos, mientras �stos quebraban sus espinas dorsales a fuerza de hacer reverencias en los salones del se�or. Arbitristas que, si nunca dieron con el remedio del pecado m�s leve, en cambio descubr�an diariamente panaceas, uni[97]versales y de efectos seguros para corregir los peque�os males que afectaban a la salud del Estado, fastidiaban con sus discursos interminables y pesados a cuantos asist�an a las recepciones del se�or y ten�an o�dos para escucharles. Fil�sofos ateos que se propon�an vaciar con sus palabras nuevos moldes con que fundir un mundo nuevo, y erigir nuevas torres de Babel con que escalar los cielos, conferenciaban en los salones del se�or con qu�micos o alquimistas descre�dos, que no persegu�an otro objetivo que la transmutaci�n de los metales. En el palacio del se�or vegetaban sumidos en el estado m�s ejemplar de enervamiento turbas de caballeros de modales distinguidos y exquisita educaci�n, cuyos frutos naturales eran en aquel tiempo, y han venido siendo desde entonces, una indiferencia invencible, y una repugnancia notable hacia todo lo que debiera ser objetivo natural del inter�s humano. En los hogares que aquellas brillantes notabilidades dejaban abandonados en los barrios m�s aristocr�ticos de Par�s, los esp�as que frecuentaban los salones del se�or, a cuyo n�mero pertenec�an, dicho sea de paso, la mitad por lo menos de los que a aquel hac�an la corte, dif�cilmente habr�an podido encontrar entre los �ngeles de su clase social una mujer que, por sus costumbres, mereciera el honor de ser madre. Verdad es que la moda no consent�a en las madres otra cosa que el acto material de echar al mundo a una criatura desvalida, lo que ciertamente no es mucho hacer. Pase que las campesinas se pasen la vida al lado de sus tiernos hijos: las mujeres que han nacido en otra esfera deben alegrar los salones, y hasta cuando son abuelas, deben vestir y bailar como cuando ten�an veinte a�os.

La lepra de la ficci�n desfiguraba a todos los seres humanos que serv�an al se�or. En una de las habitaciones m�s extremas hab�a media docena de personas que, por excepci�n, desde algunos a�os antes ven�an creyendo que las cosas segu�an en general derroteros peligrosos. La mitad de esta media docena de gentes excepcionales, en sus ansias por poner remedio a los males, hab�anse afiliado a la secta fant�stica de los llamados convulsionistas, y se pasaban el tiempo deliberando acerca de si les convendr�a echar espumarajos por la boca, rabiar, rugir, bramar y ponerse catal�pticos, presentando as� ante los ojos del se�or una visi�n de los futuros que pudiera servirle de gu�a seguro. Adem�s de estos derviches, hab�a otros tres que hab�an formado otra secta cuyo objetivo consist�a en enderezar el curso tortuoso de los sucesos a fuerza de enrevesadas teor�as sobre �El Centro de la Verdad�, sosteniendo que el hombre hab�a brotado de este centro... lo que no necesitaba demostraci�n, pero que se hab�a salido de la circunferen[98]cia, y que se impon�a la necesidad de hacerle entrar en ella y de impedir que en lo sucesivo volviera a rebasar su per�metro, lo que se conseguir�a vigorizando la vida del esp�ritu y debilitando la de la carne. Como jam�s hablaban m�s que de esp�ritus y de substancias incorp�reas, no es de admirar que sus discursos no dieran resultados materiales.

En cambio, las personas que frecuentaban los salones del se�or vest�an admirablemente, lo que no deja de ser un consuelo. Si el D�a del Juicio ha de ser lisa y sencillamente una exposici�n de trajes, en la que se adjudiquen los premios a los que mejor vistan, bien seguro es que las dichosas personas que motivan estas l�neas vestir�n por eternidad de eternidades con gusto irreprochable y excepcional riqueza. El laborioso peinado de aquellas cabezas, tan art�sticamente rizadas y con tanto gusto empolvadas, aquellas caras delicadas, defendidas contra los zarpazos de los a�os, y hasta enmendadas y corregidas gracias a laudables recursos artificiales, las cinceladas espadas que ce��an los caballeros, en cuya contemplaci�n se extasiaba la vista, los finos y delicados perfumes que embalsamaban el aire y deleitaban uno de los sentidos con que al Creador plugo dotar al hombre, eran recursos bastantes para extirpar de ra�z y para siempre los males que aflig�an a la humanidad. Los caballeros de elevada alcurnia y de educaci�n refinada ostentaban prodigiosa profusi�n de joyas de rico oro que dejaban oir un tintineo delicioso al comp�s de sus l�nguidos pasos, y ante el tintineo del oro y el crujir de la seda y de los brocados, el hambre y la miseria no ten�an m�s remedio que ir a esconder sus amarillentas caras en los hediondos barrios pobres de la ciudad.

Era el vestido el talism�n infalible, la varita m�gica que obligaba a todo el mundo, y a todas las cosas, a permanecer en sus respectivos puestos. Nadie pod�a dispensarse de vestir el traje impuesto por el papel que representaba en el baile de las extravagancias llamado mundo. La ficci�n comenzaba en las Tuller�as, en la persona misma del se�or, y en las de los que al se�or hac�an la corte, y continuaba por las C�maras y Tribunales de Justicia, hasta llegar a la persona del verdugo, a quien se obligaba a oficiar muy �peinado, rizado y empolvado, luciendo lujosa levita galoneada de oro, y encerradas sus pantorrillas en ricas medias de seda�. �No! No es posible que ninguno de los felices mortales que asistieron a la recepci�n quincenal dada por el se�or en el a�o mil setecientos ochenta pusiera en tela de juicio la perdurabilidad de un sistema fundado sobre base tan s�lida como un verdugo primorosamente peinado, art�sticamente rizado, sol�citamente empolvado y ataviado con rica levita galoneada[99] de oro y primorosas medias de seda.

Luego que el se�or aliger� a sus cuatro servidores de sus respectivas cargas y tom� el chocolate, mand� abrir de par en par las puertas de su santuario y tuvo la dignaci�n de salir fuera. �Qu� de sumisi�n, qu� de adulaciones rastreras, qu� de servilismo, qu� de humillaciones, llevadas hasta los l�mites m�s inconcebibles de lo abyecto! Baste decir que en todo lo referente a idolatr�a y anonadamiento, los que llenaban los salones nada reservaron para los cielos. �Verdad es que el pensamiento en la otra vida preocupaba muy poca cosa a los adoradores del se�or!

Pronunciando aqu� una palabra y dejando caer all� una esperanza, dirigiendo a �ste una sonrisa y haciendo a aqu�l una se�a con la mano, atraves� el se�or los salones hasta que rebas� los l�mites de la circunferencia de la verdad, donde gir� majestuoso sobre sus sagrados talones y deshizo el camino andado, para tornar a encerrarse en su santuario.

Terminada la exhibici�n, los susurros que apenas rozaban el aire troc�ronse en clamorosa tormenta. El tintineo de las joyas, semejante a incesante repicar de preciosas campanillas, fuese alejando, y muy pronto no qued� a la vista m�s que una persona, un caballero, el cual, puesto debajo del brazo el sombrero, y llevando en la mano una cajita de rap�, se entretuvo en pasear con calma y reposo deteni�ndose frente a los espejos que al paso encontraba.

—�Cargue el infierno contigo!—murmur� antes de marcharse, vueltos los ojos hacia la puerta del santuario, y sacudiendo el rap� que conservaba entre sus dedos.

Era un hombre de unos sesenta a�os, ricamente ataviado, de ademanes y expresi�n altaneros y dotado de una cara que, m�s que rostro humano, parec�a fina mascarilla. Cara de una palidez transparente, todas sus l�neas, todos sus rasgos aparec�an perfectamente definidos. La nariz, art�sticamente modelada, ofrec�a la particularidad de que sus dos ventanas acusaban una contracci�n, muy poco perceptible, hacia la parte superior. En esas dos contracciones radicaba, precisamente, la alteraci�n �nica visible en aquella cara. Las ventanas persist�an unas veces contra�das, al paso que en algunas ocasiones, se suced�an las dilataciones a las contracciones, pero en uno y otro caso, daban a la cara una expresi�n desagradable de crueldad y de perfidia. Examinado con detenimiento aquel rostro, no era dif�cil observar que la expresi�n de crueldad la deb�a a las l�neas de su boca y de las �rbitas de los ojos excesivamente finas y horizontales. No puede negarse, sin embargo, que aquella cara era extraordinariamente hermosa.

Su propietario descendi� las[100] escaleras del palacio y sali� al vest�bulo, donde le estaba esperando su carroza. Pocos hab�an sido los que le dirigieron la palabra durante la recepci�n, y el se�or pudo estar m�s afectuoso de lo que estuvo cuando lleg� al sitio en que aqu�l permaneci� retra�do y separado de los grupos. Sin detenerse un instante mont� en su carruaje, y los caballos partieron a galope, dispersando a las gentes que encontraban al paso. Guiaba el cochero como si cargara contra un ej�rcito enemigo, sin que a su se�or se le ocurriera poner freno a la furia desatentada del primero, la cual, lejos de enojarle, m�s bien parec�a que le era agradable. Algunas veces, muy contadas, se hab�an exteriorizado las quejas, hasta en aquella ciudad insensible y en aquella edad de ignorancia y de idiotismo, contra la b�rbara costumbre de recorrer a galope de carga calles estrechas y sin aceras, sin miramiento a los infelices que con frecuencia eran arrollados, pero nadie se dign� conceder un segundo de atenci�n a semejantes peque�eces, y en este particular, como en muchos otros, los desdichados de la clase baja quedaron en libertad de orillar la dificultad como buenamente pudieran.

Con estruendo ensordecedor y con olvido inhumano de las consideraciones m�s sagradas, dif�cil de comprender en nuestros d�as, la carroza volaba por la calle saltando sobre el empedrado y doblando las esquinas con velocidad inconcebible, ahuyentando a las mujeres, que chillaban despavoridas, a los ni�os, que corr�an como conejos asustados, y a los hombres que procuraban pegarse a las paredes. En el momento de doblar el carruaje una esquina pr�xima a una fuente, una de las ruedas di� un salto, cientos de gargantas lanzaron un alarido, y los caballos recularon y se encabritaron.

Es casi seguro que la carroza hubiera continuado imperturbable su desenfrenada carrera de no haber sido por este �ltimo inconveniente, toda vez que era lo que acostumbraban hacer los carruajes en aquella feliz �poca, aun cuando dejaran la calle sembrada de cad�veres, �por qu� hab�an de hacer otra cosa?, pero asustado el lacayo hab�a saltado a tierra y veinte manos agarraron a un tiempo las riendas de los caballos.

—�Qu� pasa?—pregunt� el se�or, asomando su cara tranquila por la portezuela.

Un hombre alto, con gorro en la cabeza, hab�a sacado de entre las patas de los caballos un bulto, que deposit� sobre el basamento de una fuente, e inclinado sobre �l, aullaba como un animal feroz.

—Perd�n, se�or Marqu�s—dijo un individuo harapiento con voz y adem�n humildes,—es un ni�o.

—�Y por qu� arma ese ruido ensordecedor? �Dices que es un ni�o?

—Dispense el se�or Marqu�s... Es una... l�stima... s�, eso es.

[101]

Distaba la fuente algunas varas. El hombre alto que sobre el bulto estaba inclinado se irgui� de repente y ech� a correr con prisa tal en direcci�n al carruaje, que el se�or Marqu�s llev� la mano al pu�o de su espada.

—�Muerto!—rugi� el hombre alto con muestras de salvaje desesperaci�n, clavando los ojos en el Marqu�s y alzando los dos brazos.—�Asesinado!

Las turbas se api�aron en rededor de la carroza. Todas las miradas estaban concentradas en la persona del Marqu�s, mas en aqu�llas no se le�a otra cosa que ansiedad, temor, nada de c�lera ni de amenaza. Todos callaban. Al primer grito sucedi� un silencio imponente. La voz del que hab�a hablado al magnate continuaba siendo sumisa en extremo. El se�or Marqu�s pase� sus miradas sobre los api�ados grupos, contempl�ndolos con la indiferencia con que hubiera contemplado una manada de ratas asustadas.

Sin variar de actitud sac� un bolsillo.

—Me sorprende sobremanera—dijo—que ni de vuestros hijos sep�is cuidar. Con frecuencia que no puede menos de serme molesta os tropiezo en mi camino. �No se os alcanza que de los atropellos pueden resultar con da�o mis caballos? �Vaya!... �Dadle esto!

Acompa�ando la acci�n a la palabra, arroj� a los pies del lacayo una moneda de oro.

—�Muerto... asesinado!—volvi� a gritar el hombre alto.

Lleg� a la saz�n otro hombre, a quien todos abrieron paso. El que acababa de gritar cay� en sus brazos no bien le vi�, permaneciendo largo rato entre ellos, llorando y sollozando.

—Lo s� todo... lo s� todo—dijo el reci�n llegado.—�Valor, Gaspar! Preferible es morir como ha muerto el ni�o a vivir la vida que le esperaba. Ha muerto sin dolor, sin sufrimientos, y en cambio, de haber continuado viviendo, aqu�llos le hubieran acosado sin cesar.

—Eres un fil�sofo—dijo el Marqu�s sonriendo.—�C�mo te llamas?

—Defarge.

—�Cu�l es tu oficio?

—Soy vendedor de vino, se�or Marqu�s.

—Toma esto, fil�sofo y vendedor de vino, y g�stalo como te venga en gana—repuso el Marqu�s, arrojando a sus pies otra moneda de oro.—�A ver! �Est�n listos los caballos?

Sin dignarse mirar a las turbas por segunda vez, el se�or Marqu�s se arrellan� en su asiento. La carroza se pon�a nuevamente en movimiento y su feliz ocupante hab�a olvidado el incidente, cual si acabara de romper una futesa y la hubiera pagado, cuando vino a perturbar su ol�mpica serenidad la entrada violenta en el interior del carruaje de una moneda de oro.

[102] —�Para!—grit� el se�or Marqu�s.—�Det�n los caballos!... �Qui�n ha tirado esto?

Mir� airado al sitio en que acababa de dejar a Defarge, pero no vi� m�s que al desdichado padre abrazado al cad�ver de su hijo, y a una mujer en pie, que le miraba ce�uda.

—�Perros!—murmur� el Marqu�s.—�De buena gana pasar�a sobre todos vosotros para limpiar al mundo de vuestra repugnante presencia! �Si yo supiera qui�n es el canalla que arroj� la moneda, y lo tuviera bastante cerca, vive Dios que lo aplastaba bajo las ruedas de mi coche!

Tal era el temor de las turbas, tan grande el horror que sent�an por lo que los hombres de la clase social del Marqu�s pod�an hacerles, dentro y fuera de la ley, que no se alz� una voz, ni una mano, ni una mirada. Todos los hombres callaron, fijos sus ojos en el suelo. Solamente la mujer a que antes nos hemos referido os� clavar sus miradas airadas en el Marqu�s, quien ni repar� siquiera en ella. Su ol�mpica mirada pas� sobre su cabeza y sobre las dem�s ratas, y c�modamente arrellanado sobre los mullidos almohadones de su carroza, di� orden al cochero de continuar la marcha.

Por el mismo sitio cruzaron en carrera desenfrenada y sucesi�n r�pida muchas otras carrozas. La del ministro, la de los arbitristas del Estado, la del aperador general, la del doctor, la del abogado, la del eclesi�stico. Las ratas asomaban t�midas las cabezas en la entrada de sus agujeros.

Retir�se el padre a quien hab�an dejado sin hijo, retir�ronse las ratas al fondo de sus agujeros, y sobre el basamento de la fuente no qued� m�s que la mujer que hab�a osado mirar ce�uda al Marqu�s, r�gida como la Fatalidad. El agua de la fuente corr�a rumorosa, corr�an r�pidas y turbulentas las aguas del r�o, el d�a corr�a a su ocaso, la vida de la ciudad corr�a a la muerte impulsada por el Tiempo, que a nadie espera, las ratas dorm�an ya en sus obscuros agujeros, el baile de la extravagancia continuaba entre luces y cenas, y todas las cosas, para decirlo de una vez, segu�an su curso.

VIII.
EL SE�OR EN EL CAMPO

Un paisaje encantador, en el que se ven campos de trigo, aunque no abundantes. Pedazos de terreno sembrados de centeno donde hubiera podido criarse el trigo, pedazos sembrados de habas y de guisantes, pedazos sembrados de vegetales de toda clase, y es que la naturaleza inanimada, armonizando sus gustos con los de la humanidad, manifestaba tendencia decidida hacia una vegetaci�n, m�s aparente que real.

El carruaje de viaje del se�or Marqu�s, que, dicho sea de paso,[103] hubiera podido ser menos pesado, tirado por cuatro caballos y guiado por dos postillones, escalaba trabajosamente una colina empinada. El subido color de las mejillas del pr�cer nada arg��a en contra de su elevada alcurnia. No ten�a su origen dentro, sino que era efecto de una circunstancia externa imposible de evitar: la puesta del sol.

Los rayos tangentes del astro rey penetraban en el coche de viaje del se�or Marqu�s envolviendo a �ste en nimbos de luz rojiza.

—Pronto se pondr�—exclam� el se�or Marqu�s, contemplando con disgusto sus manos.

En efecto, tan cerca de su ocaso estaba el sol, que no tard� en ponerse. Dominada la cima de la colina y ajustados a las ruedas los pesados frenos, en cuanto el coche comenz� a rodar por la pendiente abajo, envuelto en nubes de polvo, los fulgores rojizos se extinguieron: el sol y el Marqu�s descend�an.

Ante los ojos del Marqu�s se extend�a un territorio quebrado, una aldea en el fondo de la hondonada, una llanura que terminaba en un altozano, un campanario, un molino de viento, un bosque abundante en caza, y una fortaleza emplazada al borde de un despe�adero. El Marqu�s contemplaba todos los objetos detallados, cuyas l�neas comenzaban a borrar las sombras de la noche, con la expresi�n del que se acerca a su casa.

Contaba la aldea con una calle pobre, con una cervecer�a pobre, con una tener�a pobre, con una taberna pobre, con un relevo de postas pobre y con una fuente pobre. Siendo pobres todos los servicios, pobres hab�an de ser, y pobres eran, en efecto, sus habitantes. Todos ellos viv�an en la miseria, y muchos se hallaban sentados en las puertas de sus viviendas, preparando cebollas de deshecho y otros art�culos semejantes para su cena, mientras otros lavaban en la fuente verduras, hierbas y toda clase de comestibles que la tierra da de s�. No era preciso ser muy lince para descubrir las causas que a la miseria los reduc�an: con leer las inscripciones solemnes, colocadas en todos los sitios visibles de la aldea, en las cuales se detallaban los impuestos que hab�a que pagar al Estado, a la Iglesia y al se�or, juntamente con las contribuciones locales y generales, bastaba y aun sobraba, no ya para comprender que los habitantes fueran pobres, sino para maravillarse de que el hambre y la miseria no hubieran conclu�do con la vida de todos ellos.

Ni�os se ve�an muy pocos, perros ni uno s�lo. En cuanto a los hombres y a las mujeres, la alternativa que el mundo les ofrec�a no pod�a ser m�s clara: o vivir de la manera m�s miserable en la aldea, bajo el yugo aplastante del[104] se�or, o morir en la fortaleza emplazada sobre el precipicio, destinada a calabozo.

Precedido por un correo y acompa�ado por los restallidos de los l�tigos de los postillones, que cruzaban los aires semejantes a culebras enroscadas, el se�or Marqu�s mand� detener su carruaje frente a la puerta de la casa de postas. Como distaba muy poco de la fuente, los aldeanos que en �sta se hallaban suspendieron sus faenas para mirarle. El tambi�n les mir�, y vi� c�mo doblaban sus frentes ante su persona, de la misma manera que �l hab�a doblado la suya ante el se�or, cuando acert� a unirse al grupo un caminero.

—Tr�eme a ese individuo—dijo el Marqu�s al correo.

Fu� llevado a su presencia el caminero, en derredor del cual se agruparon los aldeanos, �vidos de escuchar y de ver.

—�Te pas� en el camino, verdad?

—Verdad es, se�or, tuve el honor de que el se�or me pasase en el camino.

—Al subir la rampa y en la cumbre de la colina, �no es cierto?

—Se�or, cierto es.

—�Qu� es lo que mirabas con tanta fijeza?

—Miraba al hombre, se�or.

Al contestar, su gorro puntiagudo apuntaba debajo del carruaje. Todos los aldeanos concentraron sus miradas en el mismo sitio.

—�Qu� hombre, pedazo de bruto?

—Perd�n, se�or, quiero decir el hombre que pend�a de la cadena de la galga.

—�Pero qui�n?

—El hombre, se�or.

—�Cargue el diablo con esta turba de idiotas! �C�mo se llama ese hombre? T� conoces a todos los de estos contornos: �qui�n era ese hombre?

—�Piedad, se�or! No era de esta parte del pa�s: no le hab�a visto en los d�as de mi vida.

—�Suspendido de la cadena? �Ahorcado?

—Con permiso del se�or, dir� que su cabeza colgaba de esta manera.

El caminero se aproxim� a la galga y se coloc� vuelta la cara hacia el cielo y con la cabeza colgando. A continuaci�n, recobr� la postura normal e hizo una reverencia.

—�Qu� se�as ten�a?

—Se�or, estaba m�s blanco que un molinero, el polvo le cubr�a de pies a cabeza, era m�s blanco que un espectro y m�s alto que un espectro.

La descripci�n produjo en el auditorio sensaci�n inmensa. Todos volvieron sus ojos hacia el Marqu�s, acaso creyendo que llevase alg�n espectro sobre su conciencia.

—�No puede negarse que te has portado como un hombre!—exclam� el Marqu�s.—Ves un ladr�n[105] subido a mi carruaje, y no sabes abrir esa bocaza inmensa que tienes en la cara. �Su�ltelo, se�or Gambelle, su�ltelo!

Era el se�or Gambelle jefe de postas y de otros servicios, y al desarrollarse la escena que estamos rese�ando, en su deseo de contribuir al buen �xito de la declaraci�n, hab�a agarrado por un brazo al declarante.

—Suelte a ese bergante, se�or Gambelle, y si llega a la aldea el desconocido, pr�ndale y no le ponga en libertad hasta asegurarse de que es un hombre honrado.

—Ser� para m� un honor cumplir las �rdenes del se�or—contest� Gambelle.

—�Escap� aquel...? �Pero d�nde se ha metido ese maldito?

El maldito se hab�a metido debajo del carruaje, acompa�ado por media docena de amigos particulares suyos, a los cuales mostraba la cadena de la galga. Otra media docena de amigos le sacaron arrastrando inmediatamente y le llevaron a presencia del se�or.

—�Escap� aquel hombre cuando nos detuvimos para echar la galga?

—Se precipit� de cabeza desde lo alto de la colina, ni m�s ni menos que si se hubiera arrojado al mar.

—Cuide de averiguarme eso, Gambelle... �En marcha!

Delante de las ruedas, examinando la cadena, estaban la media docena de amigos particulares del caminero, semejantes a un pelot�n de borregos. Las ruedas comenzaron a girar tan inopinadamente, que fu� un milagro que aqu�llos pudieran salvar sus pellejos y sus huesos, �nico que pod�an salvar, por fortuna suya.

Los caballos salieron de la aldea al galope, mas no tardaron en moderar la marcha, pues la rampa de la colina era tan empinada, que hubieron de subirla al paso. Bordeaba el camino un peque�o cementerio, donde se ve�a una cruz con la imagen de Nuestro Salvador. Era una imagen de madera, hecha por manos inexpertas, pero el artista hab�a hecho un estudio del natural y seguramente su libro fu� su propio cuerpo o el de alguno de sus convecinos, pues la imagen era horriblemente flaca y descarnada.

Al pie de aquel emblema doloroso de una desgracia inmensa hab�a una mujer arrodillada. Volvi� la cabeza al oir el ruido del carruaje, levant�se vivamente, y corri� presurosa en direcci�n al coche.

—�Es el se�or!—exclam�, present�ndose en la portezuela.—�Se�or, una gracia!

El se�or lanz� una exclamaci�n de impaciencia.

—�Qu� hay? �Qu� se ofrece? �Siempre con peticiones!

—�Se�or, por el amor de Dios! �Mi marido... el guardabosque!...

—�Qu� quiere tu marido el guardabosque? �Estas gentes siempre piden lo mismo! Que no puede pagar, �eh?

[106] —�Lo ha pagado todo, se�or! �Ha muerto!

—�Mejor! �As� descansar�! �Crees que puedo devolv�rtelo?

—�Ay de m�, se�or... de sobra s� que no! �Pero descansa all�... bajo aquellas m�seras hierbas!...

—�Y bien?

—Que son muchos los trechos de tierra cubiertos de hierba.

—Bueno... �y qu�?

Aquella mujer era joven, aunque parec�a una vieja. Su rostro reflejaba un dolor inmenso. A veces retorc�a con energ�a sus manos callosas, y otras las colocaba sobre la portezuela del carruaje, acarici�ndola con ternura, cual si creyera que era un pecho humano susceptible de ser ablandado.

—�Tenga el se�or compasi�n de m�! �Escuche mi petici�n! Mi marido ha muerto de hambre... de la misma enfermedad que han muerto tantos otros... de la misma que nos llevar� a todos los de la aldea al sepulcro...

—�Pero a m� que me cuentas? �Acaso puedo yo mataros el hambre a todos?

—Se�or... Dios lo sabe, pero no es comida lo que pido. Lo �nico que deseo, es que sobre la tierra que cubre el cad�ver de mi marido se alce un pedazo de madera o de piedra con su nombre, a fin de que todos sepan d�nde est� enterrado. De no ser as�, pronto olvidar�n todos el sitio y no podr�n enterrarme a su lado cuando yo muera. �Se�or!... �Se�or!...

El lacayo hab�a separado del carruaje a la pobre mujer, los caballos hab�an emprendido un trote largo, y el se�or ve�a disminuir r�pidamente la legua o dos de distancia que todav�a le separaban de su ch�teau.

El camino era bueno, y el tiempo invertido en recorrerlas no fu� largo. Dibuj�ronse las sombras de un edificio inmenso y las de muchos y muy corpulentos �rboles. Era el ch�teau del se�or Marqu�s, en cuya puerta principal le estaba esperando el mayordomo.

—�Ha llegado de Inglaterra el se�or Carlos, a quien espero?—pregunt�.

—Todav�a no, se�or Marqu�s—fu� la respuesta.

IX.
LA CABEZA DE GORGON

Era el ch�teau del se�or Marqu�s un edificio arrogante, de espesos y s�lidos muros y vastas proporciones. De su espacioso patio de piedra arrancaban dos amplias escaleras tambi�n de piedra, que iban a encontrarse en la terraza de piedra como todo lo dem�s, que preced�a a la puerta principal. De piedra eran las recias balaustradas, de piedra los jarrones, de piedra las flores, de piedra las caras humanas, de piedra las cabezas de los leones, de piedra todo. No parec�a sino que la cabeza de Gorgon hab�a presidido, dos[107] siglos antes, la terminaci�n de aquella ingente masa de piedra e ideado sus remates y detalles de ornamentaci�n.

La antorcha que preced�a al se�or Marqu�s cuando, despu�s de salir de su coche de viaje, emprendi� el ascenso de la espaciosa escalera de piedra, derramaba resplandor bastante para provocar las protestas de la lechuza que ten�a su cuartel general en el tejado de la torrecilla que serv�a de remate a las caballerizas y que se alzaba como queriendo escalar las nubes, rodeada de �rboles de prodigiosa altura. Todo lo dem�s permaneci� tranquilo, tan tranquilo, que tanto la antorcha que preced�a en la gran escalera los pasos del se�or Marqu�s, como la que frente a la puerta de honor esperaba su llegada, ard�an cual si en el centro de cerrado sal�n estuvieran, y no expuestas al soplo de las brisas de la noche. Ni se o�a tampoco m�s ruido que el del ulular de la lechuza, excepci�n hecha del rumor producido por el agua de la fuente al caer en la pila, pues era una de esas noches que contienen el aliento durante horas enteras, para exhalar un suspiro y permanecer de nuevo sin respirar.

Gir� sobre sus suaves goznes la puerta de honor, y el se�or Marqu�s penetr� en una galer�a cuyos muros ofrec�an a la vista gran variedad de armaduras antiguas, e infinidad de dardos, lanzas, espadas y cuchillos de caza, juntamente con un surtido variado de fustas, trallas y l�tigos, cuyo peso hab�a sentido m�s de un labriego cuando su se�or estaba encolerizado.

Sin mirar siquiera a los alones grandes, envueltos en negras tinieblas, el se�or Marqu�s, siempre siguiendo a la antorcha, lleg� frente a una puerta que hab�a en el fondo de la galer�a. Abierta aqu�lla, se encontr� en sus habitaciones, que eran tres, una de ellas su alcoba. Las habitaciones de elevados artesonados, reun�an todo el lujo, todo el refinamiento que corresponden a un Marqu�s, que vive en un siglo fastuoso y en una naci�n que todo lo sacrifica al boato. En los riqu�simos muebles dominaba el gusto del pen�ltimo Luis de aquella sagrada dinast�a que deb�a ser eterna, de Luis XIV, aunque no faltaban objetos que pod�an pasar como ilustraciones de las antiguas p�ginas de la historia de Francia.

En el centro de la tercera habitaci�n, pieza redonda que correspond�a a una de las cuatro torres que flanqueaban el edificio, hab�a una mesa comedor con servicio para dos personas. La habitaci�n era reducida, y su ventana estaba abierta, bien que cerradas sus celos�as.

—�Cubierto para mi sobrino?—murmur� el Marqu�s al entrar.—Y, sin embargo, acaban de decirme que no ha llegado todav�a.

No hab�a llegado, en efecto,[108] pero en el castillo, esperaban que llegase con el se�or Marqu�s.

—No es probable que llegue esta noche—a�adi� el Marqu�s, dirigi�ndose al servidor encargado del comedor—pero deja la mesa como est�. Dentro de un cuarto de hora me sentar� a cenar.

En efecto: quince minutos despu�s tomaba el Marqu�s asiento frente a una cena suntuosa y selecta. Sent�se dando espaldas a la ventana. Acababa de comer la sopa y llevaba a sus labios un vaso de rico Burdeos, cuando baj� la mano sin beber.

—�Qu� es eso?—pregunt� con calma, volviendo la cara hacia las celos�as.

—�Qu�, Monse�or?

—Fuera... Abre las celos�as.

La orden qued� obedecida en el acto.

—�Qu� hay?

—Nada, se�or: las copas de los �rboles y las sombras de la noche es lo �nico que se ve.

—Est� bien—dijo su se�or, con calma imperturbable.—Vuelve a cerrar.

El Marqu�s volvi� a prestar atenci�n a su cena. Habr�a llegado a la mitad de �sta, cuando por segunda vez qued� a medio camino el vaso que llevaba a sus labios. O�ase el rodar de un carruaje que a buena marcha se aproximaba al castillo.

—Pregunta qui�n ha llegado—dijo el Marqu�s al servidor.

Era el sobrino del se�or, a quien en la casa de postas hab�an manifestado que el Marqu�s habr�a llegado ya al castillo.

—Vete y dile de mi parte que la cena espera, y que le ruego venga sin tardanza.

Minutos despu�s entraba en el comedor el viajero, que era el mismo joven a quien hemos conocido en Inglaterra bajo el nombre de Carlos Darnay.

Recibi�le el se�or Marqu�s con exquisita cortesan�a, pero no se dieron las manos.

—�Sali� usted ayer de Par�s?—pregunt� el joven al sentarse a la mesa.

—Ayer, s�; �y t�?

—Yo he venido directamente aqu�.

—�Desde Londres?

—S�.

—Bastante te ha costado llegar—observ� el Marqu�s sonriendo.

—Por el contrario, he hecho el viaje con mucha rapidez.

—Dispensa, no he querido decir que en el camino hayas invertido mucho tiempo, sino en resolverte a hacer el viaje.

—S�... me han obligado a aplazarlo... negocios diversos.

—Lo supongo—contest� el t�o.

No cambiaron m�s palabras mientras el servidor estuvo presente. Servido el caf�, y solos ya t�o y sobrino, abri� la conversaci�n este �ltimo, clavando sus ojos en la cara del primero, que parec�a una m�scara.

—He regresado, t�o, persiguiendo el mismo objetivo que me oblig� a ausentarme. He corrido un[109] peligro inmenso; pero el objetivo es tan sagrado, que aun cuando la muerte me hubiese acarreado, no habr�a deca�do mi valor.

—La muerte no, querido—respondi� el t�o;—ni nombrarse debe esa se�ora.

—Dudo mucho, t�o—replic� el sobrino,—que usted me hubiese tendido una mano, aun vi�ndome colocado en el filo mismo de la muerte.

Agit�ronse las ventanas de la nariz del t�o y se hicieron m�s profundas las l�neas de su rostro, dando expresi�n m�s cruel a su aspecto; pero el Marqu�s hizo un gesto gracioso de protesta, que nada ten�a de tranquilizador por ser efecto demasiado palpable de la finura de modales del pr�cer.

—Hablando con franqueza—repuso el sobrino,—si no mienten mis informes, ha hecho usted todo lo posible para dar fuerza a las sospechas originadas por las circunstancias demasiado sospechosas que me rodeaban.

—�No, no, no, no!—contest� riendo el t�o.

—No discutiremos ese punto—continu� el sobrino, mirando con evidente desconfianza a su interlocutor.—Me consta que, a trueque de detenerme en el camino, ha de agotar usted todos los recursos de su diplomacia especial, como me consta tambi�n que en materia de recursos, es usted poco escrupuloso.

—Mi querido sobrino, me permitir� rogarte que procures hacer memoria, que tengas presente lo que te dije hace tiempo, mucho tiempo.

—Lo recuerdo perfectamente.

—Muchas gracias—contest� el Marqu�s, con voz que parec�a un instrumento musical.

—En efecto, t�o; creo firmemente que debo a su mala fortuna, y a mi buena estrella, el no encontrarme en este momento reclu�do en alguna prisi�n de Francia.

—No entiendo bien—respondi� el t�o, tomando un sorbo de caf�.—�Tienes la bondad de explicarte?

—Con mucho gusto. Quiero decir que, de no haber ca�do usted en desgracia en la corte, de no encontrarse bajo la obscura sombra de aquella nube que le viene envolviendo desde hace algunos a�os, no le habr�a faltado una carta de cachet que me hubiera abierto las puertas de una fortaleza por tiempo indefinido.

—Es muy posible—replic� el t�o, con calma imperturbable—que el honor de la familia me hubiese impulsado a molestarte hasta ese punto.

—Por fortuna para m�, observo que en la recepci�n de anteayer encontr� usted la misma frialdad de siempre—dijo el sobrino.

—Perdona que te diga, mi querido sobrino, que yo, en tu lugar, no asegurar�a que mi desgracia en la corte sea para ti una fortuna. Es muy probable que las reflexiones que te hubiera sugerido la soledad de una c�rcel hubiesen[110] ejercido en tu destino futuro influencia m�s beneficiosa que la que puedan ejercer tus actos gozando de libertad. Pero es in�til discutir este particular. Me encuentro, seg�n dices, en posici�n desventajosa. Hoy, solamente el inter�s o las importunidades alcanzan esos peque�os instrumentos de correcci�n, esos medios suaves para robustecer el poder�o y el honor de las familias, esos favores insignificantes que tanto hubieran podido molestarte. �Son tantos los que los codician, y tan pocos (comparativamente) los que los obtienen! No suced�a as� en otros tiempos, pero las cosas han variado mucho, y var�an todos los d�as, siendo de notar que van de mal en peor. Nuestros antepasados gozaban del poder de vida o muerte sobre sus vasallos y gentes vulgares. �Cu�ntos de esos perros han salido de esta misma habitaci�n para ser colgados inmediatamente! Que yo sepa, en mi alcoba fu� muerto a pu�aladas un insolente bellaco que se atrevi� a proferir no s� qu� broma de mal gusto a prop�sito de su hija que... Hemos perdido muchos privilegios; es la verdad. Se ha puesto en moda una filosof�a nueva, y no puedo negar que hoy, si nos obstin�semos en defender todos nuestros derechos, acaso tropez�ramos con graves inconvenientes. �Las cosas se ponen malas, muy malas!

El Marqu�s tom� un polvo de rap� y movi� la cabeza con la expresi�n de quien lamenta que un pa�s desde�e medios tan excelentes de regeneraci�n.

—De tal suerte hemos hecho valer nuestra posici�n social, tanto en tiempos pasados, como en nuestros d�as—replic� el sobrino con acento sombr�o,—que hemos conseguido que Francia pronuncie con aversi�n y con odio nuestros nombres.

—De lo que debemos felicitarnos—observ� el t�o.—La aversi�n y el odio son los homenajes m�s altos y m�s involuntarios que los peque�os rinden a los grandes.

—No encuentro en este pa�s una sola cara que nos mire con deferencia—repuso el sobrino.—En todas ellas leo el respeto engendrado por el temor y la esclavitud.

—Lo que no deja de ser lisonjero para la familia y para los procedimientos empleados por la familia para sostener su grandeza—dijo el Marqu�s, tomando otro polvo de rap� y montando una pierna sobre otra.

Afectaba el pr�cer glacial indiferencia; pero cuando su sobrino, puestos los codos sobre la mesa, se cubri� los ojos con las manos y permaneci� durante un buen espacio de tiempo absorto en sus reflexiones, desapareci� la mascarilla del Marqu�s y mir� de soslayo a su sobrino con expresi�n tal de rencor, que se armonizaba muy mal con la indiferencia primera.

—La �nica filosof�a de efectos duraderos es la represi�n—observ� el Marqu�s.—Ese respeto sombr�o[111] engendrado por el miedo y la esclavitud, amigo m�o, har� que los perros contin�en obedientes al l�tigo mientras este techo nos proteja contra la intemperie.

Quiz� el techo estaba llamado a caer derrumbado antes de lo que el buen Marqu�s cre�a. Si ante sus ojos hubieran presentado aquella noche un cuadro de lo que ser�a dentro de contado n�mero de a�os su castillo, y cientos de castillos semejantes al suyo, a buen seguro que nadie le habr�a hecho creer en la fidelidad de la pintura.

—Mientras tanto—continu� el Marqu�s,—corre de mi cuenta poner a salvo el honor y el reposo de nuestra familia, quieras t� o no... Pero, ahora caigo en que debes encontrarte rendido: �te parece que, por esta noche, pongamos t�rmino a nuestra conferencia?

—Un momento m�s.

—Una hora, si �se es tu gusto.

—Hemos obrado mal, t�o, y los frutos de nuestra iniquidad est�n madurando.

—�Hemos obrado mal?—repiti� el t�o sonriendo.

—Ha cometido mil yerros nuestra familia, s�, nuestra honorable familia, cuyo honor tanto nos interesa a los dos. Hasta en tiempos de mi padre cometimos mil iniquidades, sacrificando sin reparo a todo ser humano que se interpusiera entre nosotros y nuestros placeres... �Pero a qu� hablar de los tiempos de mi padre, si otro tanto ocurre en los de usted? �Puedo, acaso, establecer una separaci�n entre mi padre y su hermano gemelo, su heredero adjunto, su sucesor inmediato forzoso?

—La mano de la muerte me llam� a sucederle.

—Y la misma mano me dej� encadenado a un sistema que me repugna, que me horroriza, haci�ndome responsable de lo que no est� en mi mano evitar; me impide dar cumplimiento a la s�plica postrera que murmuraron los labios de mi santa madre, me impide obedecer la orden �ltima, muda, pero pat�tica, dictada por los ojos queridos de aquella dama ejemplar, que me encarec�an que tuviera piedad y compasi�n, y que jam�s cerrara mis o�dos a la voz de la justicia; y por �ltimo, me destroza el alma, al convencerme de que necesito una mano que me ayude y de que en vano la busco.

—Si en m� la buscas, mi querido sobrino, desde luego te aseguro que pierdes el tiempo: no la encontrar�s nunca. He decidido bajar al sepulcro perpetuando el sistema bajo el cual nac� y he vivido.

Tom� otro polvo de rap�, guard� la cajita en el bolsillo, y a�adi�:

—Preferible es escuchar la voz de la raz�n y aceptar el destino natural... Pero observo que est�s perdido, mi querido Carlos.

—Perdidas est�n para m� estas propiedades y hasta Francia—contest� con amargura el sobrino.—Las renuncio.

—�Pero es que puedes renun[112]ciarlas? Siempre he cre�do que para renunciar precisa poseer. Yo no s� si Francia ser� tuya ya; pero los bienes de nuestra familia... Claro que ni vale la pena hablar de ello; pero �es que los consideras tuyos?

—Al hablar como lo hice, ni se me ocurri� la idea de aludir a los derechos que sobre ellos tengo, ni mucho menos reclamar su posesi�n. Si ma�ana pasasen de sus manos a las m�as...

—Lo que tengo la vanidad de considerar muy improbable...

—... O de aqu� a veinte a�os...

—Me haces demasiado honor; pero prefiero esta suposici�n a la primera.

—Los abandonar�a, para vivir en otra parte y otro g�nero de vida. �No ser�a abandonar mucho! �Total, un desierto espantoso que no presenta m�s que miserias y ruinas!

—�S�?—exclam� el Marqu�s, paseando su mirada por aquella habitaci�n suntuosa.

—No dir� que la vista no encuentre en aqu�llos alg�n atractivo; pero estudiados en su fondo, a la luz de la raz�n y de la justicia, son una torre ruinosa de extorsiones, despilfarros, deudas, injusticias, opresiones, hambres, desnudeces y sufrimientos.

—�S�?—repiti� el Marqu�s con acento de satisfacci�n.

—Si llegan a ser m�os, los confiar� a manos m�s competentes que las m�as para que los desgraven poco a poco, dado caso que llegue a tiempo, del peso enorme que los arrastra al precipicio, a fin de que los infelices que a ellos se ven clavados sufran menos en lo sucesivo. No podr� hacerlo; lo s�. Pesa sobre ellos una maldici�n, y no s�lo sobre ellos, sino tambi�n sobre la naci�n entera.

—�Y t�?—pregunt� el t�o.—Perdona mi curiosidad; �es que a la sombra de tu filosof�a de nuevo cu�o esperas vivir del man� del cielo?

—Fuerza ser� que viva de lo mismo que vivir�n tantos otros compatriotas m�os, por muchos que sean sus pergaminos, por rancia que sea su nobleza: del trabajo.

—�En Inglaterra, por ejemplo?

—S�. El honor de la familia puede dormir tranquilo. No lo mancillar� trabajando mientras me encuentre en este pa�s, y no podr� mancillarlo en otro sencillamente porque, fuera de aqu�, no ostentar� el apellido de la familia.

El Marqu�s hizo sonar un timbre. Inmediatamente se ilumin� la habitaci�n inmediata. Esper� el Marqu�s a que se fuera el servidor que hab�a encendido las luces, y cuando oy� que sus pasos se alejaban, dijo, mirando a su sobrino con rostro sonriente:

—Muchos atractivos tiene para ti Inglaterra, bien que, a decir verdad, no me admira si tengo en cuenta lo mucho que all� has prosperado.

—Manifest� ya antes que creo ser deudor a usted de todas las[113] fortunas y prosperidades que all� encontr�. De todas suertes, Inglaterra es mi refugio.

—Si hemos de creer a los vanidosos ingleses, es el refugio de muchos. �Conoces a un compatriota nuestro que all� busc� refugio? Me refiero a un doctor.

—Le conozco.

—�A quien acompa�a una hija?

—S�.

—El mismo. Est�s rendido... Buenas noches.

La sonrisa con que acompa�� la inclinaci�n de cabeza que hizo a su sobrino a guisa de cort�s despedida y el tono con que pronunci� las �ltimas palabras, envolv�an un misterio que no pudo menos de impresionar al sobrino.

—S�—repiti� el Marqu�s.—Un doctor con una hija... S�. �As� comienza la nueva filosof�a!... Buenas noches.

El joven clav� sus ojos en su cara cual si esperase encontrar en ella la aclaraci�n de las �ltimas palabras que hab�an herido sus o�dos. Trabajo perdido. Lo mismo hubiera conseguido interrogando las de las estatuas de piedra que tanto abundaban en el castillo.

—�Buenas noches!—a�adi� el t�o.—El deseo de verte ma�ana por la ma�ana me tendr� desvelado toda la noche... Que descanses... Enciende las luces del dormitorio de mi se�or sobrino... �Y asa a mi se�or sobrino en la cama, si puedes!—a�adi� para sus adentros, antes de hacer sonar nuevamente la campanilla, llamando al ayuda de c�mara a su alcoba.

El ayuda de c�mara acudi� al llamamiento y volvi� a salir, dejando al Marqu�s en pa�os menores y dispuesto a meterse en la cama. Tard� una porci�n de minutos en hacerlo. Si alguien le hubiese visto vestido como iba y calzado con zapatillas, midiendo la estancia con paso silencioso y vivo, semejante al del tigre real, hubi�rale tomado probablemente por el famoso marqu�s encantado de la leyenda, cuyas transformaciones peri�dicas en felino comenzaban entonces o terminaban en aquel instante.

Surg�an en el fondo de su imaginaci�n, mientras caminaba de uno a otro extremo de su voluptuosa alcoba, los incidentes m�s salientes del viaje que terminara aquella noche: ve�ase subiendo perezosamente la rampa empinada de la colina, contemplaba con los ojos del alma la puesta del sol, el descenso de la falda opuesta de la colina, el molino, la cadena de la galga, la prisi�n emplazada al borde del tajo, la aldea de la hondonada, los labriegos en derredor de la fuente y el caminero en el momento de se�alar con su gorro puntiagudo la cadena de su coche de camino. La fuente de la aldea le recordaba la otra fuente de Par�s, y en ella ve�a al cad�ver del ni�o acurrucado sobre el basamento, a las mujeres inclinadas sobre su cuerpecito y al hombre alto que, con los brazos extendidos gritaba: ��Muerto!�

[114]

—Me estoy enfriando—murmur� el se�or Marqu�s.—�A la cama, a la cama!

Tendi�se en el lecho, dej� caer las lujosas cortinas que lo envolvieron, y se dispuso a dormir.

Por espacio de tres horas interminables permanecieron las caras de piedra de los inm�viles centinelas colocados en el exterior del castillo contemplando las negruras de la noche; por espacio de tres horas interminables los caballos inquietos golpearon con sus manos los pesebres de las caballerizas, y la lechuza lanzaba un ruido peculiar que no ten�a semejanza alguna con el canto que a las lechuzas han asignado los hombres-poetas.

Hombres y leones de piedra del castillo clavaron por espacio de tres mortales horas sus ojos sin pupilas en los negros tules de la noche. Negros estaban los campos, negros los bosques, negros los caminos, negro como mar de tinta todo el paisaje. En el cementerio de la aldea hubiese sido imposible distinguir una tumba de otra, y nadie hubiera podido decir si la cruz a cuyo pie estaba arrodillada aquella tarde la mujer que pidi� una gracia al Marqu�s continuaba enhiesta o si hab�a ca�do derribada. En la aldea, explotadores y explotados dorm�an profundamente. Quiz� durante el sue�o disfrutaban estos �ltimos de op�paros banquetes, como ocurrir suele a los que perecen de hambre, o bien de tranquilidad y de descanso, cual bueyes habituados a gemir bajo el yugo.

Aguas invisibles y silenciosas flu�an de la fuente de la aldea, lo mismo que de la fuente del castillo, perdi�ndose a lo lejos, como se pierden los minutos que continuamente deja escapar la mano del Tiempo. Al cabo de tres horas interminables, las aguas comenzaron a tomar ligeros tonos grises, y los ojos de las caras de piedra del castillo principiaron a iluminarse.

Brot� por Oriente el sol, ti�endo de rojo las copas de los �rboles y las cimas de las monta�as. Sus fulgores dieron roja coloraci�n a las aguas que brotaban de la fuente del castillo y a las caras de piedra de hombres y leones. Gorjeaban parleros los pajarillos, uno de los cuales, m�s atrevido que sus compa�eros, agot� el repertorio de sus cantos m�s hermosos posado sobre el alf�izar de piedra de la ventana de la alcoba del se�or Marqu�s. El centinela de piedra m�s inmediato contempl� con mudo asombro al cantor, abri� la boca y di� muestras del terror m�s profundo.

Los fulgores del astro del d�a sacudieron el sopor que dominaba cual se�or absoluto en la aldea. Abri�ronse las ventanas, desatranc�ronse las puertas de las casas, y las gentes salieron tiritando a la calle para entregarse a las faenas diarias. Unos se fueron a la fuente, otros al campo; �stos, a arar, aqu�llos a cavar o a apa[115]centar escu�lidos ganados. En la iglesia quedaron dos o tres personas, suplicando al Cielo que conservara la vida de alguna vaca o de corto n�mero de ovejas.

El castillo despert� m�s tarde, cual correspond�a a su elevada jerarqu�a social. Los rayos del sol ti�eron de rojo primero a los venablos, espadas y lanzas; m�s tarde arrancaron destellos a los montantes, comenzaron a abrirse ventanas, se impacientaron los caballos en las cuadras, y los perros sacud�an las cadenas que los sujetaban, ladrando desaforadamente en demanda de libertad.

Todos �stos eran incidentes triviales que se repet�an diariamente, detalles rutinarios de la vida ordinaria. Pero algo menos trivial, algo que no era rutinario ni corriente ocurr�a aquella ma�ana en el castillo. Repicaba con furia insistente la gran campana; corr�an los servidores de una parte a otra; por la terraza cruzaban muchas personas y en las caballerizas ensillaban con azoramiento varios caballos. �Por qu�?

�Qu� ventolera hab�a acometido al caminero, momentos antes entregado al trabajo, all� en la cima de la colina? �Acaso las aves del campo pretend�an llevarse en sus picos el escaso almuerzo que hab�a dejado sobre un mont�n de piedras? �por qu� corr�a con aquella furia, ladera abajo, cual si de la velocidad de su carrera dependiera su vida? �Por qu� hund�a sus piernas hasta la rodilla en el polvo, y devoraba distancias sin detenerse a tomar aliento, hasta que lleg� a la fuente?

En derredor de �sta se hab�a congregado toda la poblaci�n de la aldea, y all� permanec�a con la consternaci�n pintada en sus semblantes, hablando con voz muy baja, bien que sin revelar otras emociones que las de curiosidad sombr�a y profunda sorpresa. En la embocadura de la calle se ve�an gentes del castillo, servidores de la casa de postas y todas las autoridades de la aldea, m�s o menos armadas. El caminero hab�a penetrado ya en el centro de un grupo, formado por unos cincuenta amigos particulares suyos, con los cuales hablaba con muestras de excitaci�n. �Qu� significaba todo esto? Sobre todo, �qu� significaba la llegada del se�or Gambelle, que sentado a la grupa de un caballo, montado tambi�n por un servidor del castillo, se aproximaba a la aldea a galope tendido, no obstante la doble carga, cual si quisiera representar, un poquito modificada, la leyenda alemana de Leonora?

Todo ello significaba que, en el castillo, las caras de piedra hab�an aumentado en una aquella noche.

El Gorgon que presidi� la erecci�n del castillo decidi� sin duda visitar su obra durante la noche, advirti� que faltaba una faz de piedra, la misma que probablemente estaban esperando desde doscientos a�os antes, y la aument�.

[116] La cara de piedra reposaba boca arriba sobre la mullida almohada del lecho del se�or Marqu�s. Parec�a mascarilla fin�sima, de expresi�n un poquito asustada o airada. Pegado a la cabeza hab�a un tronco de hombre, tambi�n petrificado, y envainado en el coraz�n de ese tronco se ve�a un cuchillo. En derredor del pomo del cuchillo hab�a un papel, en el cual alguien hab�a garrapateado las siguientes palabras:

�Ll�vale veloz a la tumba. De parte de Santiago�.

X.
DOS PROMESAS

Pasaron doce meses. Carlos Darnay se hab�a establecido en Inglaterra como maestro de idioma franc�s y de literatura francesa. Hoy le dar�an el pomposo nombre de profesor; en aquella �poca se le llamaba tutor. Ense�aba a j�venes que dispon�an de tiempo y deseaban aprender una lengua viva que se hablaba en todo el mundo. Maestros como Darnay no se encontraban con facilidad en aquellos tiempos. Los pr�ncipes y los reyes distaban mucho de poder figurar entre la clase de los que pueden ense�ar, y la nobleza arruinada no pensaba en perder la vista trabajando sobre los Libros Mayores del Banco Tellson, ni en consagrar sus aptitudes a las artes culinarias o de carpinter�a. No tard� en hacerse conocido el joven Darnay, quien como maestro pose�a el secreto de hacer que sus disc�pulos encontrasen agradables sus lecciones, y como traductor sab�a poner en sus trabajos algo m�s que los conocimientos derivados de la gram�tica y del diccionario. Como quiera que, por otra parte, supo asimilarse las costumbres del pa�s en que viv�a, no es de admirar que con algo de perseverancia, consiguiera prosperar.

Cuando se traslad� a Londres, no lo hizo llevado de la esperanza de pasear sobre aceras de oro ni de dormir sobre lecho de rosas. De haber abrigado esas esperanzas, a buen seguro que no hubiese prosperado. Esperaba trabajo, lo encontr�, se dedic� con ardor a �l, sac� de su labor todo el partido posible: ese fu� el secreto de su prosperidad.

Pasaba parte del tiempo en Cambridge, hablando con los estudiantes y ense��ndoles, como de contrabando, lenguas europeas y prescindiendo del griego y del lat�n, sobradamente ense�ados en aquel establecimiento docente, y el resto del d�a permanec�a en Londres.

Pero pasemos a otro asunto menos ingrato. Desde los remotos tiempos en que la humanidad disfrutaba de un verano perpetuo, hasta los que hoy padecemos, en los cuales hemos de conformarnos con un invierno no menos perpetuo, el mundo ha seguido invaria[117]blemente el mismo derrotero; el derrotero de Carlos Darnay... el derrotero del amor a la mujer.

Hab�ase enamorado de Luc�a Manette el d�a en que el peligro se cern�a sobre su cabeza. En sus o�dos no hab�a resonado nunca una voz de acentos tan armoniosos, tan delicados, tan tiernos, como los que en la ocasi�n indicada supo aquella poner en su compasiva voz, ni sus ojos vieron jam�s rostro tan encantador, tan angelical como el de Luc�a, cuando �sta le ve�a al borde mismo de la fosa que a sus pies hab�an abierto falsos acusadores. Sus labios, empero, no hab�an dejado traslucir el secreto de su coraz�n. El asesinato perpetrado al otro lado del Canal, en desierto castillo, aquel robusto castillo de piedra, databa de un a�o, y el joven Darnay a nadie hab�a revelado el estado de su alma.

Que para obrar de esa suerte ten�a Darnay sus razones, sab�alo �l perfectamente; pero fuera que �stas hubieran desaparecido, fuera que no pudiera mantener encerrado por m�s tiempo en su pecho el secreto, ello es que un d�a de verano, a su regreso de Cambridge, dirigi� sus pasos hacia el tranquilo rinc�n de Soho, resuelto a abrir su pecho al doctor Manette. El d�a estaba pr�ximo a terminar, y sab�a que Luc�a habr�a salido con la se�orita Pross.

Encontr� al doctor leyendo junto a la ventana. Las energ�as que en otro tiempo le sostuvieron impidiendo que cayera abrumado bajo el peso de sus torturas, hab�anle restablecido gradualmente. Era ya un hombre fuerte en sus prop�sitos, en�rgico en sus resoluciones, vigoroso en sus actos. Estudiaba mucho, dorm�a poco, soportaba sin esfuerzo grandes fatigas, y se le ve�a constantemente contento y feliz. Al ver entrar en su estudio a Carlos Darnay, dej� el libro y alarg� al reci�n llegado su diestra.

—�Amigo Darnay!—exclam�.—�Cu�nto placer me produce su visita! Desde hace tres o cuatro d�as esper�bamos su regreso. Ayer estuvieron aqu� los se�ores Stryver y Carton, y ambos estaban contestes en afirmar que nos privaba usted de su presencia m�s de lo debido.

—Les agradezco muy de veras el inter�s que esos se�ores me demuestran—contest� Darnay con alguna frialdad.—�Y la se�orita Luc�a?

—Est� bien, muchas gracias. Su regreso de usted ser� para todos nosotros motivo de alegr�a... Ha salido de compras, pero no tardar� en volver.

—Sab�a que se hallaba fuera de casa, doctor. Precisamente he aprovechado la ocasi�n de que saliera para solicitar de usted una conferencia.

Call� el doctor.

—�S�?—pregunt� al fin.—Acerque una silla y hablaremos.

El joven acerc� una silla sin dificultad, pero parece que la[118] encontr� para dar comienzo a la conferencia.

—He tenido la felicidad de frecuentar tanto esta casa—principi� diciendo al fin—desde hace a�o y medio, que espero que el tema que voy a tocar no ha de ser...

Interrumpi�le el doctor alargando una mano.

—�Es Luc�a el tema en cuesti�n?—pregunt�.

—Luc�a es.

—Siempre me afecta profundamente hablar de Luc�a; pero me es doloroso oir hablar de ella en el tono que usted lo hace, Darnay.

—Es el tono de la admiraci�n ferviente, del homenaje entusiasta, del amor m�s profundo, doctor—replic� Darnay.

Otra pausa m�s prolongada que la anterior.

—Lo creo. Con gusto hago a usted justicia... lo creo.

La contrariedad del doctor era tan visible, que Darnay, comprendiendo que hab�a abordado un tema que disgustaba al padre, vacil�.

—�Puedo continuar, se�or?—pregunt�.

Nueva pausa.

—S�; contin�e usted.

—Adivina usted lo que voy a decir, bien que es imposible que adivine con cu�nto fervor lo digo y con cu�nto fervor lo siento, pues para ello ser�a preciso que penetraran sus miradas hasta el fondo m�s �ntimo de mi alma, para ver all� las esperanzas y temores, los anhelos y ansiedades que la abruman bajo su peso. Mi querido doctor Manette, amo a su hija con amor entra�able, inmenso, desinteresado, ferviente; la amo como muy pocos han amado en el mundo. Usted ha amado tambi�n, doctor: �hable por m� el amor que en otros tiempos apresur� los latidos de su coraz�n!

El doctor, que escuchaba al joven con la cabeza ligeramente vuelta y fijos en tierra los ojos, extendi� vivamente un brazo al oir las palabras �ltimas, y exclam�:

—�No...! �No hable usted de eso!... �No me lo recuerde, por lo que m�s quiera!

Darnay guard� silencio.

—Perd�neme usted—repuso el doctor al cabo de algunos segundos.—No dudo que usted ama a Luc�a...

Sin mirar a Darnay, sin alzar los ojos del suelo, con semblante triste, pregunt�:

—�Ha hablado usted de su amor a Luc�a?

—Nunca.

—�Le ha escrito?

—Jam�s.

—Ser�a yo poco generoso si desconociera que en su abnegaci�n ha entrado por mucho la consideraci�n al padre. El padre da a usted las gracias.

Ofreci� la diestra a su interlocutor, pero sus ojos no siguieron el movimiento de la mano.

—S�—dijo Darnay con mucho[119] respeto—s�... �c�mo no saberlo, si he visto a ustedes la mayor parte de los d�as? s� que entre usted y Luc�a media un cari�o tan tierno, tan excepcional, tan conmovedor, tan en armon�a con las circunstancias que han presidido su nacimiento y desarrollo, que aun en la ternura que liga a los padres con sus d�biles hijitos ser�a dif�cil encontrar precedentes. S�, doctor Manette, que juntamente con el cari�o de la hija, que es ya mujer, alienta en el coraz�n de �sta todo el amor de la infancia. S� que, por lo mismo que durante su ni�ez se vi� privada de las caricias de su padre, hoy se ha consagrado a usted con toda la constancia, con todo el fervor que la dan sus a�os y su car�cter. S� perfectamente bien que, si usted, despu�s de muerto, hubiera descendido del cielo para acompa�ar a su hija en la tierra, no podr�a ser ni m�s querido, ni m�s sagrado, ni m�s reverenciado de lo que hoy es. S� que cuando su hija le abraza, son los brazos de la ni�a, los brazos de la doncella, los brazos de la mujer los que con ternura infinita rodean su cuello. S� que Luc�a, amando a usted como hoy es, ama a una madre tan joven como ella y a un padre tan joven como yo; ve y adora a una madre contristada, sumida en insondables mares de amargura, y ve y adora a un padre sepultado en vida. Todo esto lo s�, lo he estado viendo noche y d�a, pues para saberlo, me ha bastado ver a ustedes en el sagrado del hogar.

El padre continuaba sin variar de actitud, doblada la cabeza y bajos los ojos. Su respiraci�n se hizo un poquito entrecortada, pero no revel� otras se�ales de agitaci�n.

—Y sabi�ndolo, doctor Manette, convencido de que interponer entre ustedes un amor... mi amor, equivale a introducir en su cielo algo que es menos sublime que �ste, he procurado imponer silencio a mi coraz�n, me he resistido hasta el �ltimo l�mite. �No puedo m�s!... �La amo!... �El Cielo me es testigo de que la amo!

—Lo creo—contest� el padre con acento doloroso.—Lo ven�a sospechando de antiguo... Lo creo.

—Pero sentir�a—repuso Darnay, quien crey� ver una reconvenci�n en el acento doloroso del doctor—sentir�a que creyera tambi�n que, si fuese tan inmensa mi fortuna que un d�a me fuera dado llamarla mi mujer, hab�a de intentar separar a ustedes ni pronunciar una sola palabra distinta de las que en este momento salen de mis labios. Bien se me alcanza que ser�a in�til; pero de todas suertes, no soy yo capaz de cometer vileza semejante. Si pensamientos tan bajos rozaran siquiera mi mente, no ser�a yo digno de tocar esta mano honrada—a�adi�, tendiendo la suya a su interlocutor.—No, mi querido doctor Manette; como a usted, me aleja de Francia un destierro impuesto voluntariamente; como usted, he hu�[120]do de ella para no ver sus desaciertos, sus opresiones, sus miserias; como usted, he resuelto expatriarme, vivir del trabajo de mis manos y cifrar mis esperanzas en un futuro m�s venturoso. Mi aspiraci�n �nica es compartir su suerte de usted, compartir su vida y su hogar, y serle fiel hasta la muerte. No aspiro a tener participaci�n en el preciado privilegio de Luc�a en su calidad de hija y compa�era amante de su vida; sino a robustecer ese privilegio, a unirla m�s estrechamente a usted, suponiendo que eso sea posible.

La mano del joven continuaba sobre la del padre, quien ten�a las suyas sobre los brazos del sill�n en el que estaba sentado. Por primera vez desde el comienzo de la conferencia, alz� el doctor los ojos del suelo. Su cara reflejaba la lucha que se libraba en su interior.

—Habla usted con tanta ternura, y a la par con tanta entereza, Carlos Darnay, que le doy las gracias con todo mi coraz�n, y voy a ponerle de manifiesto... casi de manifiesto el m�o. �Tiene usted motivos para creer que Luc�a corresponda a su amor?

—Ninguno.

—El objeto inmediato de esta confidencia, �es cerciorarse desde luego y con mi autorizaci�n de ese extremo?

—Ni eso siquiera. No espero obtener esa dicha en muchas semanas, aunque, como es natural, desear�a salir de dudas ma�ana mismo.

—�Busca usted que yo le aconseje y gu�e?

—Tampoco he venido con �nimo de solicitar sus consejos y ayuda; pero s� creyendo que, si en su mano est� ayudarme, y lo considera justo, me proporcionar� alg�n auxilio.

—Entonces, lo que usted busca es una promesa m�a.

—En efecto; eso busco.

—�Qu� promesa es?

—Bien convencido estoy de que, sin usted, nada puedo esperar: bien convencido estoy de que, aun cuando Luc�a me amara como yo la amo... y no crea usted que mi presunci�n llegue a suponer semejante cosa, de nada me servir�a, si mi amor fuese incompatible con el que debe a su padre.

—Siendo as�, estar� bien convencido de...

—Estoy convencido tambi�n de que, una sola palabra pronunciada por su padre en favor de cualquier aspirante a su mano, pesar�a decisivamente en su �nimo, y precisamente porque de ello estoy convencido, doctor Manette, no he de solicitar esa palabra, aun cuando de ella dependiera mi vida—termin� el joven, con modestia, pero con decisi�n varonil.

—De ello estoy seguro, Carlos Darnay. Los misterios suelen brotar de los amores profundos y de las divisiones anchas: en el primer[121] caso, los misterios son sutiles, delicados y de dif�cil penetraci�n. Bajo este aspecto, Luc�a es para m� un misterio: ni aproximadamente me es dado adivinar el estado de su coraz�n.

—�Me permitir� preguntar, doctor, si ella...?

—�Si tiene alg�n otro pretendiente?

—Eso fu� lo que quise decir.

El padre contest� al cabo de algunos momentos de reflexi�n:

—Ha visto usted mismo que vienen a esta casa con alguna frecuencia los se�ores Carton y Stryver; si alguien aspira a la mano de mi hija, ser� en todo caso uno de los dos.

—O los dos—observ� Darnay.

—No se me ha ocurrido que puedan ser los dos; es m�s: ni creo probable que sea ninguno de los dos. Pero me ha dicho usted que desea de m� una promesa: d�game de qu� se trata.

—La promesa que deseo obtener es que, si alg�n d�a su hija hiciera a usted la confianza que yo acabo de hacerle, la repitiera usted mis palabras, a�adiendo que cree en la sinceridad de las mismas. Creo merecerle a usted bastante buena opini�n para no tomar partido en contra m�a. Yo, por mi parte, cumplir� estrictamente la condici�n sobre la cual fundo mi s�plica, porque a que la cumpla tiene usted derecho indiscutible.

—Hago la promesa que usted desea, sin condici�n alguna—respondi� el doctor.—Creo firmemente que su objeto es el que me ha expuesto; creo que intenta usted perpetuar, y en ning�n caso debilitar, los lazos que me unen a quien me es m�s querida que yo mismo. Si alg�n d�a me dice mi hija que usted le es necesario para su felicidad, me apresurar� a entreg�rsela. Si existieran, Carlos Darnay, si existieran...

El joven estrech� agradecido la mano del doctor.

—... Caprichos, motivos verdaderos, aprensiones, cualquier otra cosa, antigua o reciente, en contra del hombre a quien mi hija amase de veras..., siempre que la responsabilidad no fuera personalmente suya... todo lo olvidar�a por amor a aqu�lla. Lo es todo para m�. Ante su dicha callan todos los agravios que yo haya recibido, todos los tormentos que... �Estoy diciendo lo que no viene al caso!

Tan singular fu� el tono que el doctor di� a sus palabras, tan singular la brusca interrupci�n, tan singular la mirada que dirig�a a su interlocutor, que �ste sinti� penetrar el fr�o hasta el fondo de su coraz�n.

—Sin darme cuenta he desviado la conversaci�n—a�adi� el doctor sonriendo.—�Qu� era lo que me dec�a?

No supo Darnay qu� contestar en el primer momento, hasta que record� que hab�a hablado de una condici�n. M�s tranquilo entonces, dijo:

[122]

—A su confianza tengo el deber ineludible de contestar con la m�a. Mi apellido actual, aunque apenas si discrepa del de mi madre, no es el m�o, conforme sabe usted. Deseo decirle cu�l es el que me corresponde, y explicarle los motivos de encontrarme en Inglaterra.

—�No! �C�llese usted!

El doctor llev� ambas manos a sus o�dos y a continuaci�n a los labios de Darnay.

—Lo deseo, porque quisiera merecer su confianza y no tener secretos para usted.

—�No! �Me lo dir� usted cuando se lo pregunte, pero en manera alguna ahora! Si sus aspiraciones entran en v�as de realizaci�n, si Luc�a corresponde a su amor, me har� esas revelaciones la ma�ana misma de su matrimonio. �Me lo promete?

—Con mucho gusto.

—D�me su mano. Mi hija llegar� de un momento a otro, y no quisiera que nos encontrara juntos esta noche. �V�yase... y que Dios le bendiga!

Hab�a cerrado la noche cuando sali� Carlos Darnay, y aun tard� Luc�a una hora en llegar. Corriendo se dirigi� a la habitaci�n en que sol�a estar su padre, no siendo peque�a su sorpresa al encontrar vacante el sill�n que aqu�l ocupaba invariablemente cuando le�a.

—�Padre!—llam�.—�Mi querido padre!

Nadie contest�; pero como llegaran a sus o�dos repetidos martillazos que sonaban en la alcoba de su padre, hacia esta se dirigi� corriendo. Mir� por la puerta, y retrocedi� asustada, llorando.

—�Qu� har�, Dios m�o, qu� har�?—exclam�.

Un instante nada m�s duraron sus incertidumbres. Llam� con los nudillos en la puerta y pronunci� en voz muy baja el nombre de su padre. Cesaron inmediatamente los martillazos, sali� su padre, la mir� silencioso, y comenz� a pasear por la estancia. Luc�a caminaba a su lado.

A la ma�ana siguiente, Luc�a entr� muy temprano en el dormitorio del doctor. Encontr�le durmiendo profundamente. No observ� alteraci�n alguna en la banqueta de zapatero, ni en las herramientas ni en el zapato sin terminar.

XI.
ENTRE COMPA�EROS

—Prepara otro ponche, Sydney—dijo el abogado Stryver aquella misma noche, ya de madrugada, a su compa�ero el chacal.—Tengo que hacerte una confidencia.

Desde algunas noches antes, Sydney trabajaba con ardor a fin de disminuir y acabar con el monte de papeles que esperaban turno en la mesa de trabajo antes de salir de vacaciones. Todos quedaron al d�a; ya no hab�a que hacer otra cosa que esperar la llegada[123] del mes de noviembre, pr�digo en nieblas atmosf�ricas y en nieblas legales.

No era Sydney un dechado de sobriedad y de templanza: aquella noche hubo de aumentar en dos el n�mero de las toallas empapadas en agua fr�a que sol�a aplicar a su cabeza, de la misma manera que duplic� tambi�n la cantidad de vino ingerido con anterioridad a la aplicaci�n de las toallas.

—�Est�s preparando el otro ponche?—pregunt� Stryver, desde el sof� sobre el cual estaba tumbado de espaldas.

—S�.

—Escucha, pues. Voy a revelarte algo que seguramente te maravillar�, y qui�n sabe si hasta te har� creer que soy mucho menos listo de lo que aparento. He pensado casarme.

—�T�?

—S�. Aun te sorprender� m�s el saber que no me caso por m�viles de dinero. �Qu� me dices?

—No siento comez�n de decir mucho. �Qui�n es ella?

—Adiv�nalo.

—�La conozco?

—Adiv�nalo.

—No me parece ocasi�n propicia para echarme a adivinar, a las cinco de la madrugada y con la cabeza convertida en volc�n en erupci�n. Si quieres que adivine, conv�dame a comer.

—Puesto que no quieres adivinar, te lo dir� yo—dijo Stryver, sent�ndose perezosamente.—Por supuesto, que no abrigo la m�s insignificante esperanza de hacerme comprender de ti, sencillamente porque eres y has sido siempre un perro insensible.

—En cambio t� has sido siempre y eres un esp�ritu todo sensibilidad y poes�a—replic� Sydney con acento ir�nico.

—�Hombre!...—exclam� Stryver riendo.—No aspiro a pasar plaza de h�roe de novela sentimental, pero no me negar�s que soy m�s blando que t�.

—Querr�s decir m�s afortunado.

—No; he querido decir m�s... m�s...

—Galante: �acert� ahora?

—�Bueno! �Diremos galante! Mi intenci�n era decir que yo soy hombre que cuido de hacerme m�s agradable, que me tomo m�s inter�s para hacerme m�s agradable, que s� la manera de hacerme m�s agradable a las mujeres que t�.

—Adelante—dijo Sydney Carton.

—Ten calma, amigo m�o—replic� Stryver, moviendo la cabeza.—Antes de seguir adelante, quiero hacer constar lo siguiente: Has visitado con tanta, con m�s frecuencia que yo la casa del doctor Manette, y francamente, me ha avergonzado la aspereza de car�cter, el ce�o que siempre has mantenido all�. Tus modales han sido los de un perro malhumorado y tu manera de ser tan t�trica, que he salido avergonzado de ti, Sydney.

[124] —Deber�as estarme altamente agradecido, Stryver, porque los hombres de tu profesi�n no suelen avergonzarse de nada—replic� Carton.

—No te salgas por la tangente, Sydney. Considero deber m�o decirte, y te lo digo en tus barbas, porque creo hacerte un favor, que careces de condiciones para estar en sociedad. Eres un compa�ero decididamente desagradable.

Sydney bebi� un trago de ponche y solt� la carcajada.

—�M�rame a m�!—repuso Stryver, poni�ndose en pie y en actitud arrogante.—Menos necesidad tengo que t� de hacerme agradable, toda vez que mi posici�n es mil veces m�s independiente que la tuya. �Por qu�, pues, consigo siempre hacerme agradable?

—En mi vida vi que te lo hicieras.

—Me hago agradable porque as� lo exige la finura de modales y porque lo tengo en la masa de la sangre. Prosigo.

—Lo que no prosigues, seg�n veo, es la exposici�n de tus proyectos matrimoniales. En cuanto a lo dem�s, hazme el favor de no proseguir. �No te convencer�s nunca de que soy incorregible?

Carton hizo esta pregunta con entonaci�n sarc�stica.

—Para ser incorregible ser�a preciso que tuvieras negocios, y yo no s� que los tengas—replic� Stryver un poquito picado.

—Que yo sepa, no los tengo... �Qui�n es la favorecida?

—No quisiera que la menci�n del nombre te produjera pena o desagrado—dijo Stryver, preparando con circunloquios amistosos la revelaci�n que iba a hacer.—Me consta que no sientes ni la mitad de lo que dices, aunque, a decir verdad, si lo sintieras todo, ser�a igual, pues no tendr�a importancia. Hago este pre�mbulo porque en una ocasi�n hablaste con bastante ligereza de la se�orita cuyo nombre voy a pronunciar.

—�Yo?

—T�, s�; y en esta misma habitaci�n.

Carton se obsequi� con otro vaso de ponche y mir� a su amigo.

—Refiri�ndote a la se�orita a que aludo, dijiste que era una mu�eca de cabellos de oro. La se�orita a que me refiero es la se�orita Luc�a Manette. Si conocieras la sensibilidad, si fueras hombre de delicadeza de sentimientos, me habr�a molestado que hablaras de ella como lo hiciste; pero como ni eres sensible ni delicado, no hice caso de tu ligereza. Careces de entrambas cualidades, y por tanto, cuando a mi memoria acude tu expresi�n, la doy la misma importancia que dar�a a la opini�n de un ciego que afirmara que era malo un cuadro pintado por m�, o a la de un sordo-mudo que pretendiera poner defectos a una composici�n musical obra m�a.

Carton continuaba menudeando las visitas a la ponchera.

—Ya lo sabes todo, Sydney—prosigui� Stryver.—Me caso con[125] esa ni�a, sin importarme que tenga o no fortuna. Es una criatura encantadora, y me he propuesto hacerla feliz, y sin jactancias ni inmodestias creo que puedo decir que lo he conseguido. Ocupo una posici�n envidiable, prospero y subo con rapidez y no me falta distinci�n. En una palabra: soy para ella un tesoro, y me alegro, pues tesoros merece ella. �Te maravilla lo que oyes?

—�Por qu� me ha de maravillar?—respondi� Sydney, entre trago y trago de ponche.

—�Lo apruebas?

—�Por qu� no he de aprobarlo?

—�Vaya! Veo que lo tomas con mayor calma de la que yo esperaba, y que, en obsequio m�o, eres menos mercenario de lo que cre�a. No me sorprende, en medio de todo, pues sabes perfectamente que tu antiguo condisc�pulo se ha distinguido siempre por su entereza de car�cter. S�, Sydney, s�; me hast�a la vida que hago y ha llegado el momento de variarla. Me he convencido de que es una delicia para un hombre tener un hogar, crearse una familia, si a ello siente inclinaciones, y estoy seguro de que la se�orita Manette lo embellecer� y honrar� siempre. Estoy, pues, resuelto, firmemente decidido. Y ahora, Sydney, mi querido amigo, me permitir�s que te diga cuatro palabras sobre tu situaci�n. Caminas por derroteros falsos, por mal camino; eso lo sabes tan bien como yo mismo. Desconoces el valor del dinero, vives vida desordenada, no piensas en el ma�ana, y en suma, tu conducta no puede conducirte m�s que a las enfermedades y a la miseria. Creo que necesitas buscarte una enfermera.

El tono de protecci�n con que hablaba Stryver acentuaba la impertinencia de sus palabras y las hac�a doblemente ofensivas.

—No te ofenda que ahora te recomiende que estudies la cuesti�n de frente y sin prevenciones est�pidas tal como la he estudiado yo, aunque nuestra condici�n respectiva difiere mucho. C�sate. Busca a quien cuide de tu persona. No importa que la compa��a de las mujeres no sea de tu gusto; no importa que carezcas de inteligencia, de tacto para tratarlas. Busca una mujer respetable que tenga algunos bienes, y c�sate con ella cuanto antes, �nica manera de prevenirte con tiempo contra las calamidades e incertidumbres de la vida. He terminado. Piensa en ello, Sydney.

—Lo pensar�—contest� Sydney Carton.

XII.
EL CABALLERO DELICADO

Una vez resuelto el se�or Stryver a labrar la felicidad de la se�orita Manette, nada m�s natural que hacerla saber cuanto antes la dicha que en su magnanimidad la[126] hab�a deparado. Despu�s de debatir mentalmente y con el detenimiento debido un punto tan importante, lleg� a la conclusi�n de que deb�a dar desde luego, antes de salir de vacaciones, los pasos preliminares, dejando para m�s tarde el se�alamiento del d�a de la boda, que podr�a celebrarse una o dos semanas antes de la sanmiguelada, o bien durante las breves vacaciones de las Pascuas de Nochebuena.

Que ten�a ganado de antemano el pleito era tan evidente, que hubiera sido necio dudarlo. Trat�base de un pleito claro, sin punto d�bil, de uno de esos pleitos en los que basta formular la demanda para obtener sentencia favorable. Hasta podr�a dispensarse de la molestia de razonar su petici�n. �Para qu�? El jurado fallar�a en su favor sin deliberar siquiera: de ello estaba m�s que persuadido el famoso abogado.

En consecuencia, Stryver inaugur� sus vacaciones proponiendo a la se�orita Manette llevarla a los jardines de Vauxhall. Declinada la oferta, invit�la a Ranelagh; y como, con mucha sorpresa suya, tampoco fuera aceptada esta invitaci�n, resolvi� declarar las nobles aspiraciones de su alma en la misma casita de Soho.

Una ma�ana, Stryver sali� del Tribunal del Temple y enderez� sus pasos hacia el pl�cido retiro en que viv�a el doctor Manette. Como quiera que el Banco Tellson le tomaba al paso, sabedor de la amistad �ntima que mediaba entre el se�or Lorry y los Manette, ocurri�sele entrar en el Banco y revelar a aqu�l la radiante estrella que derramaba vivos resplandores en el horizonte de Soho. Abri�, pues, la puerta, que rechin� �speramente al girar sobre sus gastados goznes, descendi� los dos escalones, y no tard� en presentarse en el despacho en que Lorry, inclinado sobre sus libros, escrib�a interminables columnas de n�meros, perfectamente alineados.

—�Hola, se�or Lorry!—exclam� Stryver al entrar.—�C�mo est� usted? Supongo que tan bien como siempre.

—�Hola, se�or Stryver!—respondi� Lorry, estrechando la mano que el abogado le tend�a.—Muy bien, gracias; �y usted? �Desea algo de m�, se�or Stryver?

—No... muchas gracias. Me trae el deseo de hacerle una visita particular, se�or Lorry; el deseo de decirle cuatro palabras a solas.

—�Oh, las que usted quiera!—contest� Lorry, cerrando el libro y prepar�ndose a oir.

—Voy...—comenz� diciendo el abogado, apoyando sus codos sobre la mesa y con tono confidencial,—voy a hacer una proposici�n matrimonial a su querida y agradable amiguita Luc�a Manette, se�or Lorry.

—�Demonio!—exclam� Lorry, rasc�ndose la barba y mirando perplejo al abogado.

—�Demonio?—repiti� Stryver vivamente.—�Eso es lo que a[127] usted se le ocurre decirme? �Qu� significa su exclamaci�n, se�or Lorry?

—Es una exclamaci�n... amistosa... personal... puramente apreciativa, que puede significar todo lo que usted desee que signifique. La verdad, se�or Stryver... me parece... encuentro...

—�Basta!—respondi� el abogado, descargando un manotazo sobre la mesa.—�Si entiendo lo que me dice, se�or Lorry, que me cuelguen!

Lorry ajust� a su cabeza su peluqu�n, y qued� mirando a su interlocutor mordiendo las barbas de su pluma.

—�Es que me considera usted no elegible?—pregunt� Stryver, mirando con fijeza a su interlocutor.

—�Muy al contrario, se�or Stryver! S�... es usted elegible.

—�No soy buen partido?

—Buen partido; s�... �por qu� no?

—�No progreso? �No medro?

—S�, se�or... �qui�n lo duda?

—Entonces, �qu� demonios quiere decir su actitud?

—Pues... yo... D�game: �ad�nde iba usted ahora?

—De frente al asunto—contest� Stryver, dando un pu�etazo sobre la mesa.

—Si yo me encontrara en su lugar, lo dejar�a para mejor ocasi�n.

—�Por qu�?—tron� el abogado.—Voy a estrechar a usted hasta el �ltimo l�mite. Como hombre de negocios que es usted, est� en la obligaci�n de hablar con motivo justificado. Vengan los motivos: �por qu� no ir�a usted?

—Porque se trata de un asunto que no abordar�a yo nunca sin contar con esperanzas fundadas de conseguir la realizaci�n de mi deseo.

—�Ira de Dios!—grit� Stryver.—�Es una raz�n que tumba de espaldas!

Lorry no contest�.

—He aqu� a un hombre de negocios, un hombre de a�os, un hombre de experiencia... en un Banco, quien despu�s de admitir la existencia de las tres razones principales, cada una de las cuales basta por s� sola para asegurar el �xito, se descuelga diciendo que no existe raz�n alguna. �Si eso no es el m�s desatinado de los desatinos, venga Dios y lo vea!

—Cuando me refer� al �xito, pensaba en la se�orita Manette, y al hablar de causas y razones en que fundar las esperanzas de ver realizado el deseo, me refer�a a causas que lo fueran en realidad para la se�orita Manette. S�... mi buen amigo... la se�orita, porque la se�orita es el juez �nico e inapelable.

—Entonces, lo que usted quiere decirme, se�or Lorry, es que la se�orita, en opini�n de usted, es una tonta melindrosa.

—Me interpreta usted de una manera lastimosa, se�or Stryver—replic� Lorry, rojo de c�lera.—Lo que he querido decir, y lo que[128] digo, es que no tolerar� que lengua alguna pronuncie una palabra irrespetuosa acerca de la se�orita Manette, y que si supiera de alg�n hombre... que quiero creer que no existe, de alg�n hombre de gusto tan grosero y temperamento tan arrebatado, que osara hablar con poco respeto de la se�orita Manette, la consideraci�n de encontrarnos en el Banco Tellson no ser�a bastante para que yo dejara impune su groser�a.

La necesidad de contener dentro del pecho la c�lera que pugnaba por hacer explosi�n hab�a puesto a Stryver en estado de �nimo peligroso; en cuanto a Lorry, no obstante tener acostumbrada su sangre a no alterarse por nada ni por nadie, se hallaba en situaci�n de �nimo tan peligrosa como la del abogado.

—Ya sabe usted lo que quer�a decirle, caballero—repuso Lorry.—Mucho le agradecer� que no lo olvide.

Sigui� un rato de silencio, durante el cual Stryver chupaba el extremo de un cuadradillo de hierro que hab�a tomado de la mesa. Al fin rompi� el silencio, verdaderamente penoso, diciendo:

—Tan nuevo es lo que usted me dice, se�or Lorry, tan inconcebible, que no acierto a comprenderlo bien, pese a la claridad de sus palabras. �Me aconseja de veras que no me presente en Soho, y ofrezca mi mano... la mano del famoso abogado Stryver, a la hija del doctor Manette?

—�Me pide usted franqueza, se�or Stryver?

—S�.

—Perfectamente. Ha repetido usted palabra por palabra y letra por letra lo que yo debo contestar. No se presente usted en Soho, ni ofrezca su mano... la mano del brillante abogado Stryver, a la hija del doctor Manette.

—Y yo contesto que eso... �ja, ja, ja, ja! da ciento y raya a todos los desatinos pasados, presentes y futuros.

—Pongamos los puntos sobre las �es—a�adi� Lorry;—como hombre de negocios, nada puedo decir sobre el asunto que debatimos, porque como hombre de negocios, nada s�: pero como amigo antiguo de la casa, como hombre que ha mecido a la se�orita Manette en sus brazos, que es el amigo de confianza de la se�orita Manette y de su padre, como hombre que quiere a los dos con cari�o entra�able, puedo hablar, y como tal he hablado. Ahora bien: �cree usted que puedo estar equivocado?

—�Ni por pienso! El sentido com�n es planta rara que crece en pocas partes. Jam�s he tenido esperanzas de encontrarla fuera de m� mismo. Supon�a yo que acaso existiera donde, por lo visto, seg�n usted, s�lo encuentra terreno abonado la insensatez. Me llevo un desencanto, lo confieso, pues esperaba otra cosa; pero creo que tiene usted raz�n.

—�Ni he hablado de terrenos abonados o por abonar para que[129] en ellos crezca la insensatez, ni tolerar�... dentro o fuera del Banco Tellson, que nacido alguno ofenda a personas cuyo nombre s�lo puede pronunciar de rodillas!—grit� Lorry, enfureci�ndose de nuevo.

—No se moleste usted: le ruego perdone frases dichas sin �nimo de molestar a nadie.

—Perdonado, y gracias. Lo que quise decir fu� lo siguiente: ser�a doloroso para usted sufrir un desenga�o, ser�a doloroso para el doctor Manette verse en la precisi�n de ser expl�cito con usted, y ser�a muy doloroso para la se�orita Luc�a encontrarse en la dura necesidad de hablar a usted con franqueza. Sabe usted que me cabe el honor y la dicha de ser buen amigo de la familia. Pues bien: si usted quiere que, sin ostentar representaci�n alguna suya, sin mezclar a usted en nada ni para nada, haga observaciones nuevas que confirmen o modifiquen las impresiones que hoy tengo, a ello me ofrezco desde luego. Si el resultado de mis nuevas observaciones no le satisficiese, due�o ser� usted de comprobar personalmente su fundamento; en caso contrario, habremos conseguido al menos evitar escenas y situaciones desagradables. �Qu� le parece mi plan?

—�Cu�nto tiempo tardar�a usted en contestarme?

—�Oh! �Es cuesti�n de pocas horas! Esta tarde puedo ir a Soho, y desde all� llegarme en derechura a su casa.

—Siendo as�, me parece bien. Espero a usted esta noche... �Buenos d�as!

Sali� el se�or Stryver del edificio del Banco llevando en su pecho una tempestad de ira. Sobr�bale penetraci�n para comprender que el banquero no hubiera exteriorizado con la claridad que lo hizo sus opiniones sobre el particular de no haber contado en su apoyo un fundamento tan s�lido, que equival�a a una certeza moral. Lejos estaba de pensar, cuando entr� en el Banco, que le esperase una p�ldora tan amarga; pero no tuvo m�s remedio que trag�rsela.

—Te has puesto en situaci�n poco airosa, Stryver—se dec�a a s� mismo;—has hecho el rid�culo... �Aqu� de tu talento forense para salir bien del paso!

Claramente se ve�a que la p�ldora se le hab�a atragantado y que el eminente abogado buscaba la forma de escupirla.

—�Ah, mi querida se�orita!—murmur� al cabo de pocos momentos.—�No ser� yo quien cargue con el rid�culo!... �Vas a tener el placer de quedarte con el fruto de la familia de las cucurbit�ceas que me reservas!

En efecto: aquella noche, cuando Lorry se present� en la casa del abogado, encontr� a �ste entre rimeros de papeles y pilas de libros colocados de prop�sito sobre su mesa de trabajo, absorto en[130] su labor y ajeno por completo al asunto tratado aquella ma�ana. Hasta pareci� sorprendido al ver a Lorry.

—He estado en Soho—dijo el emisario, al cabo de m�s de media hora de tiempo, empleada en vanas tentativas para abordar la cuesti�n.

—�En Soho?—repiti� con indiferencia glacial Stryver.—�Ah... ya! �Qu� cabeza la m�a! �Creer� usted que no me acordaba de semejante cosa?

—Ya no me cabe la menor duda de que el consejo que a usted di fu� acertad�simo. Mis impresiones se han confirmado plenamente.

—Crea usted que lo lamento muy de veras por usted—contest� Stryver con calma perfecta,—y no menos de veras por el pobre padre. Es un incidente que la familia recordar� siempre con dolor, y que... Pero no hablemos de ello.

—Confieso que no comprendo.

—Lo creo; pero no importa... no importa.

—Al contrario—replic� Lorry,—importa, y desear�a que se explicase.

—Repito que no importa. Cre� ver sentido com�n y ambici�n laudable donde no existe lo uno ni lo otro. Me enga��, quedo curado de mi error, y asunto conclu�do. Por fortuna, mi error es de los que no acarrean perjuicios a quien fu� de �l v�ctima. Son muchas las damiselas que han cometido locuras semejantes, de las cuales han venido a arrepentirse cuando no era ya tiempo, cuando se han visto sumidas en la ruina y en la miseria... �Pobrecillas!... �No las culpo! �A fe que son dignas de compasi�n! �Es tan irreflexiva la juventud!... Visto lo ocurrido desde un punto de vista puro de todo ego�smo, lo siento, porque para ella hubiera sido un buen negocio, y si lo estudio a trav�s del prisma de mi ego�smo, no puedo menos de celebrar un fracaso que me evita hacer un negocio desastroso. Comprender� usted, sin que yo se lo diga, que yo, lejos de salir ganando, perd�a, y no poco. Por supuesto, hasta ahora ning�n da�o me ha hecho. No he ofrecido mi mano a esa se�orita, y aqu� para nosotros, hablando con franqueza, nunca pens� en hacer semejante ofrecimiento. Siga mi consejo, se�or Lorry: no intente usted nunca luchar contra las frivolidades y locuras de esas cabecitas casquivanas si no quiere cosechar desencantos a granel... �No... h�game el favor! Dejemos esta conversaci�n. Repito que lamento lo ocurrido por los dem�s pero que me alegro por lo que a m� toca. Nunca agradecer� a usted bastante el consejo que me di�. Conoce usted a esa se�orita mucho mejor que yo... Ten�a usted raz�n... Se me ocurri� cometer un desatino aunque seguramente no habr�a llegado a cometerlo.

Fu� tal el desconcierto, la estupefacci�n de Lorry, que no se le ocurri� otra cosa que mirar con expresi�n est�pida a su interlocu[131]tor, cuya cara reflejaba generosidad, nobleza y buenos deseos.

—�Cr�ame usted, mi querido amigo!—repet�a Stryver mientras acompa�aba a Lorry hasta la puerta,—siga mi consejo. Muchas gracias... �Buenas noches!

Lorry se encontr� en la calle antes de darse cuenta de lo que le pasaba. Stryver qued� tendido boca arriba en el sof� mirando al techo.

XIII.
EL SUJETO NO DELICADO

Si en alguna ocasi�n, o en alguna parte, brill� Sydney Carton, a buen seguro que no fu� en la morada del se�or Manette. La visit� con bastante frecuencia durante un a�o entero, y siempre estuvo triste, taciturno, caviloso. Y no es que careciera de oratoria, no; sab�a hablar perfectamente cuando se lo propon�a; pero era tan tupida la nube que le envolv�a, que muy contadas veces consiguieron taladrarla los destellos luminosos de su inteligencia.

Que las calles pr�ximas a la casa mencionada, y hasta las piedras insensibles de las aceras, ejerc�an sobre �l misterioso atractivo, no cab�a ponerlo en tela de juicio. M�s de una noche se le hubiera encontrado rondando cual alma en pena aquellos lugares, sobre todo, cuando el vino no llegaba a infiltrar en su pecho una alegr�a ficticia y transitoria. M�s de una madrugada, los p�lidos fulgores de la aurora naciente pusieron de manifiesto, no lejos de la casa del doctor, los contornos de un bulto, que si no era Sydney Carton en persona, ofrec�a con el de �ste notable analog�a. M�s de una ma�ana, los primeros rayos del sol, a la par que hac�an resaltar las bellezas arquitect�nicas de los campanarios de las iglesias y de los edificios m�s notables, llevaban el desaliento al pecho del solitario noct�mbulo, haci�ndole ver que hay cosas que el hombre, con toda su buena voluntad, no puede alcanzar. Desde alg�n tiempo antes, el lecho desordenado que en el Tribunal del Temple ten�a Carton, rara vez merec�a el honor de ser usado por su propietario, siendo de notar que, aun cuando por excepci�n ocurriera esto �ltimo, Carton se levantaba al cabo de pocos minutos para continuar sus peregrinaciones.

Un d�a del mes de agosto, cuando ya el se�or Stryver, despu�s de manifestar a su amigo que �reflexiones m�s detenidas hab�anle inducido a renunciar a sus proyectos matrimoniales�, hab�a trasladado a Devonshire los tesoros de finura y de delicadeza anejos a su persona, uno de esos d�as de agosto en que los malos encuentran en el c�liz de las flores ricos manantiales de bondad, de salud los enfermos, y de juventud los viejos y gastados, Carton, esclavo[132] de su costumbre, rondaba como alma en pena las calles. Caminaba irresoluto y sin rumbo fijo; mas de pronto brillaron sus ojos; sus pies se animaron al soplo de la intenci�n que brot� en su cerebro, y fieles y sumisos esclavos de esta �ltima aqu�llos, llev�ronle en derechura a la puerta del doctor Manette.

Luc�a, a la que encontr� sola y entregada a sus labores, recibi�le con alguna turbaci�n, y hasta es m�s que probable que de poder hacer su gusto se hubiera negado a recibirle, pues siempre la inspir� cierta sensaci�n de recelo la manera de ser de Carton. Sin embargo, al cruzarse entre los dos las primeras frases, algo not� en la expresi�n del rostro de su visitante que la tranquiliz�, primero, y luego excit� en su pecho la compasi�n.

—�Se siente usted malo, se�or Carton?—pregunt�.

—No me encuentro bien, es cierto: pero la vida que llevo, se�orita Manette, no es el medio m�s indicado para gozar de salud. �Qu� podemos esperar los libertinos!

—�Y no es l�stima?... Le ruego que me perdone; pero ya que sin darme cuenta, sali� de mis labios el principio de la pregunta, la terminar�, bien que haciendo constar que nada m�s lejos de mi �nimo que el prop�sito de ofenderle. �No es l�stima que no procure usted vivir vida m�s ordenada?

—�Es algo m�s que l�stima! �Dios sabe muy bien que es una verg�enza!

—Entonces, �por qu� no se corrige?

Luc�a, que al formular la pregunta mir� de frente a su interlocutor, vi�, con sorpresa mezclada de pena, que los ojos de Carton estaban arrasados en l�grimas. L�grimas destilaba tambi�n su voz cuando contest�:

—Ya no es tiempo... Nunca ser� mejor de lo que hoy soy... antes al contrario... empeorar�... descender� m�s y m�s...

Puesto de codos sobre la mesa, cubri�se los ojos con las manos. La mesa temblaba durante el penoso silencio que sigui�.

—Perd�neme, se�orita Manette—repuso Carton.—Guardo un secreto que me pesa demasiado y que desear�a revelarla: �ser� tan buena que se digne escucharme?

—Si escucharle ha de ser beneficioso para usted, se�or Carton, si ha de proporcionarle un contento que por lo visto no tiene ahora, hable usted, que en escucharle tendr� yo placer espacial.

—Dios, sin duda, la premiar� la compasi�n con que me trata.

Seren�se alg�n tanto Carton, separ� las manos de sus ojos y repuso, con acento firme:

—No le alarmen mis palabras ni se asuste si le digo que he vivido ya lo que deb�a vivir, que soy como el que ha muerto muy joven. Nada queda en m� capaz de[133] fructificar... soy est�ril para el bien.

—�No, se�or Carton, no! Es usted joven, quedan en su alma sedimentos de bondad. Segura estoy de que, con un poquito de buena voluntad, puede hacerse muy digno de s� mismo...

—D�game que puedo hacerme digno de su piedad, al menos, se�orita, y aunque me consta que se equivoca, aunque leo en el fondo de mi naufragado coraz�n el enga�o en que se halla, no lo olvidar� jam�s.

Densa palidez cubri� las mejillas de la ni�a: sus manos temblaban.

—Si un milagro de Dios, suponiendo que a tanto alcance la omnipotencia divina, hubiera hecho posible que usted, se�orita Luc�a, correspondiera al amor del hombre que en este instante tiene ante sus ojos, al amor de este ser degradado, perdido, libertino, borracho, de este despojo repugnante de la humanidad... que no otra cosa soy... usted lo sabe muy bien, la felicidad que inundar�a mi alma, con ser tan grande, no me impedir�a ver que la uni�n de nuestros destinos arrastrar�a a usted hasta el fondo de mis miserias, la sumir�a en los abismos del dolor y del arrepentimiento tard�o, la envolver�a en olas de deshonra. De ello estoy firmemente convencido; tan convencido como de que su coraz�n no puede guardar ternuras para m�. �No las espero, no las pido! Es m�s: �doy gracias al Cielo que las ha hecho imposibles!

—�No podr�a salvar a usted, se�or Carton, sin esas ternuras a que se refiere? �No podr�a yo?... �Perd�n otra vez! �No podr�a yo mostrarle un camino mejor, guiarle por senderos m�s rectos? �Ha de serme imposible pagar de alguna manera la confianza que en m� hace? Porque yo s� que se trata de una confianza—a�adi� Luc�a con modestia, bien que con cierta vacilaci�n,—de una confianza que no depositar�a en nadie, y que deposita en m�. �No podr�amos dar a esa confianza un giro beneficioso para usted, se�or Carton?

—No, se�orita Luc�a—respondi� Carton, moviendo con expresi�n de amarga tristeza la cabeza.—Imposible. Conque me dispense la bondad de escucharme durante algunos momentos m�s, habr� hecho en mi obsequio cuanto puede hacer. Quiero que sepa usted que ha sido el sue�o �ltimo de mi alma: quiero que sepa que su imagen y la de su padre, la vista de este hogar, que lo es gracias a usted, han llegado hasta el abismo profundo de mi degradaci�n y agitado all� sombras que yo cre�a muertas para siempre: quiero que sepa que, desde que conozco a usted, siento el aguij�n de remordimientos que yo supon�a sin vida ni eficacia, y suenan en mis o�dos susurros de voces antiguas que yo cre�a por siempre enmudecidas. �Hasta he llegado a pensar seriamente en empezar,[134] en entablar nuevas luchas, en inaugurar una vida nueva, en correr con arrestos nuevos a la palestra tantos a�os ha abandonada!... �Quimeras... ilusiones, sue�os que a nada pr�ctico pueden conducir! �Pero quimeras, sue�os e ilusiones evocados por usted, inspirados por usted!

—Pero esas ilusiones, esos ensue�os, algo habr�n dejado en su alma... �Oh se�or Carton! �Busque... medite... pruebe!

—Es in�til: perder�a el tiempo, y adem�s no merezco vivir. Y sin embargo, para que se forme usted idea del extremo inconcebible a que llegan las aberraciones humanas, confesar� que he tenido la debilidad, tengo a�n la franqueza de desear que usted conozca la rapidez prodigiosa con que me ha transformado a m�, mont�n de cenizas extinguidas y heladas, en fuego vivo... bien que en fuego en todo semejante a mi naturaleza corrompida, en fuego que nada anima, que nada ilumina, que para nada sirve, en fuego que se pierde.

—Puesto que he tenido la desgracia de hacerle m�s desventurado de lo que era antes de conocerme...

—No diga usted eso, se�orita Luc�a; que si de redenci�n fuera yo capaz, usted me habr�a redimido; si mis desventuras pudieran tener t�rmino, usted se lo habr�a puesto. No es usted, no ha podido ser usted causa de que mi desgracia sea mayor.

—Quise decir que, si el estado actual de su alma se debe a influencias m�as, �no habr�a medio de encauzar esas influencias en forma que le resultaran beneficiosas? �Ning�n bien puedo hacerle?

—El mayor, el �nico que yo pod�a apetecer, me lo ha proporcionado ya. Me permite usted que durante el resto de mi desordenada vida conserve el recuerdo de que fu� usted la �ltima persona a quien abr� mi coraz�n, y la creencia de que en �ste queda algo que ha merecido la piedad compasiva de usted, y con ello me hace el mayor bien que pude so�ar.

—Con toda mi alma desear�a convencerle, se�or Carton, de que, con un poquito de esfuerzo, y otro poquito de buena voluntad, conseguir�a usted mejores cosas.

—La enga�a su excelente coraz�n, se�orita Luc�a. Cr�ame usted: me he puesto a prueba, y el resultado ha sido deplorable: soy incapaz de redenci�n. S� que estoy apenando a usted, y voy a terminar. He depositado en un coraz�n puro e inocente el secreto m�s dulce de mi vida. Cuando el recuerdo de este d�a brote en mi memoria, �me ser� permitido abrigar la consoladora creencia de que ese coraz�n lo ha recogido y lo conserva, resuelto a no confiarlo a ning�n otro?

—Si esa creencia es para usted un consuelo, abr�guela usted.

—�Me promete usted no revelarlo a nadie, ni aun a la persona[135] que m�s querida le sea hoy, o pueda serlo en lo futuro?

—Se�or Carton—respondi� Luc�a con agitaci�n,—el secreto no es m�o, sino de usted: tenga la seguridad m�s absoluta de que sabr� respetarlo.

—�Muchas gracias... y que Dios la bendiga!

Tom� Carton la mano que Luc�a le tendi�, la llev� a sus labios, y comenz� a caminar hacia la puerta.

—Cuente usted, se�orita Luc�a, con que jam�s har� referencia a la conversaci�n que acabamos de sostener. Si cayera muerto en este instante, el secreto no quedar�a, por lo que a m� toca, mejor guardado. Un coraz�n puro, un coraz�n inocente es el arca santa donde desde hoy quedan guardados mi nombre, mis extrav�os, mis miserias, mi confesi�n postrera... �Ah! �A la hora de mi muerte, ser� para m� un consuelo inefable abrazarme a este pensamiento, que ha de ser mi compa�ero sagrado durante el resto de mi vida!

L�grimas abundantes corr�an por las mejillas de Luc�a Manette.

—No llore usted, se�orita Luc�a, que no merezco que nadie, y menos un �ngel como usted, vierta l�grimas por m�. Dentro de una o dos horas, amistades viles y h�bitos viciosos, que desprecio, pero a los cuales sucumbo, har�n de m� un objeto menos digno de esas l�grimas que el �ltimo despojo humano que arrastra sus miserias por las calles. Quiero, sin embargo, hacer constar que, si exteriormente seguir� siendo lo que hasta el presente he sido, para usted, mi interior ser� lo que ahora es. Mi pen�ltima s�plica tiene por objetivo rogar a usted que me crea.

—Le creo, se�or Carton, le creo.

—Voy a dirigirle mi ruego �ltimo y seguidamente la librar� de la presencia de un visitante en cuya alma degradada no puede encontrar la suya de �ngel una sola cuerda arm�nica, y de quien est� usted separada por un abismo sin fondo y sin bordes. S� que decirlo es in�til; pero brota de mi alma y me es imposible callarlo. Por usted, y por cualquier persona que usted quiera, lo har� todo. Sacrificar una existencia perdida, no es m�rito alguno, lo s�; pero si la Providencia me deparara ocasi�n de sacrificarla, por usted y por las personas que le fueran queridas la sacrificar�a con gusto. Procure retener en su memoria lo que estoy diciendo. Vendr� d�a, y no tardar�, en que contraiga usted nuevos lazos, lazos nuevos que la ligar�n muy estrechamente al hombre que tenga la dicha de merecerla, lazos los m�s tiernos, los m�s dulces, los m�s hermosos que pueden alegrar la humana existencia. �Oh, se�orita Luc�a! �En medio de la felicidad que la espera, cuando al rostro feliz de su padre se una al de otro hombre que se mira en sus ojos, acu�rdese[136] alguna vez de que en el mundo vive un ser dispuesto a dar en todo momento su vida a trueque de conservar la del mortal que usted ame! El �ltimo favor que la pido, es que no olvide mi ofrecimiento... �Adi�s... adi�s!... �Que Dios la bendiga!

XIV.
EL HONRADO MENESTRAL

Muchos y muy variados objetos desfilaban ante los ojos de Jerem�as Lapa, durante las horas que diariamente se pasaba sentado en su r�stico banco en la calle Fleet, acompa�ado de su poco agraciado reto�o. Quien se pasara las horas m�s animadas del d�a en la calle Fleet, sentado sobre un banco o sobre una silla, sobre una piedra o sobre el duro suelo, necesariamente hab�a de salir de la jornada aturdido y sordo, por efecto de las dos procesiones inmensas, interminables que, no obstante seguir rumbos opuestos, una de Oriente a Poniente, otra de Poniente a Oriente, caminaban fatalmente hacia el mismo final, hacia el mundo que jam�s visitan los rayos rojos y p�rpura del sol.

El buen Lapa, mascando la obligada paja, contemplaba el curso de los dos gigantescos arroyos, semejante a aquel gentil r�stico que permaneci� varios siglos contemplando el curso de un r�o, sin m�s diferencia entre uno y otro que la de temer el segundo que el r�o se secase, y abrigar Jerem�as la seguridad de que el curso de aquellos no se interrumpir�a jam�s. Verdad es que esa seguridad era para Lapa manantial de risue�as esperanzas, toda vez que gran parte de sus rentas las ganaba sirviendo de piloto a las mujeres que deseaban hacer la traves�a de la calle. Aunque por regla general, las se�oras que recurr�an a sus servicios hab�an entrado de lleno en el declinar de la vida, y por otra parte, las relaciones entabladas durante la breve traves�a eran forzosamente de poca duraci�n, tanta impresi�n ejerc�a en el fogoso Jerem�as el bello sexo, que nunca prest� un servicio de esa clase sin expresar deseos vehementes de que le fuera concedido el honor de beber a la salud de la acompa�ada.

Hubo tiempos en que los poetas se sentaban sobre un banco en los sitios m�s p�blicos para pensar, y meditar, y reflexionar a la vista de los hombres. Jerem�as Lapa se sentaba tambi�n en un banco y en sitio p�blico; pero como no era poeta, pensaba, reflexionaba y meditaba lo menos posible, y en cambio miraba mucho.

Atravesaba uno de esos momentos angustiosos en que el tr�nsito por la calle era escaso, y m�s escasas las mujeres que deseaban cruzarla, uno de esos momentos en que sus negocios presentaban cariz tan desconsolador, que nuestro[137] h�roe lleg� a recelar que su mujer estuviera arrodillada y rezando en cualquier rinc�n, cuando llam� su atenci�n un torrente humano de caudal inusitado, que descend�a arrollador por la calle Fleet, siguiendo el curso mismo del sol, es decir, hacia Oeste. Examinado el torrente, vi� Lapa que se trataba de un entierro que sin duda no ser�a de gusto del pueblo, toda vez que �ste ofrec�a objeciones a su paso.

—Es un entierro, hijo—dijo Jerem�as a su reto�o.

—�Viva... padre!—grit� el hijo de Lapa, dando cuatro zapatetas en el aire.

El caballerito puso en su grito de alegr�a una significaci�n misteriosa que desagrad� hasta tal extremo al padre, que acech�, y aprovech� muy pronto la oportunidad, para agarrar a su reto�o por una oreja.

—�Qu� es eso?—grit� Jerem�as padre.—�Qu� significa ese viva? �Ese es el respeto que a tu padre tienes? �Este muchacho es un pillete, un descastado, tan descastado como sus vivas! �Que no vuelva a oirte, si no quieres sentirme! �Entiendes?

—�Hac�a da�o a nadie?—exclam� el muchacho en son de protesta y frot�ndose la oreja.

—�Lo que no hac�as era bien!—replic� Lapa.—S�bete sobre este banco y mira a las turbas.

Obedeci� el hijo. Ven�an las muchedumbres gritando desaforadamente y saltando en derredor de un carro de muertos sucio y viejo, seguido de un coche f�nebre tan sucio, tan viejo y tan deslustrado como el carra, ocupado por una sola representante del duelo, que ostentaba las galas f�nebres que a la dignidad de su posici�n consideraba indispensables. No parec�a, empero, que su posici�n fuera muy de apetecer, pues las turbas saltaban en torno del coche gritando hasta ensordecerle haciendo visajes y contorsiones, mof�ndose de su respetable persona, y lanzando ap�strofes poco gratos al o�do.

Siempre fueron los entierros motivo de excitaci�n especial para Jerem�as Lapa; no es, pues, de admirar que en la ocasi�n presente, trat�ndose de un entierro que tra�a tan ruidoso acompa�amiento, le sacase de sus casillas hasta el punto de preguntar al primer individuo con quien top�:

—�Qu� pasa, hermano? �Qu� es eso?

—No lo s�—contest� el interrogado sin detenerse. �Esp�as!... �Esp�as!

—�Qui�n es el muerto?—pregunt� a otro.

—No lo s�—respondi� tambi�n �ste, colocando las manos delante de la boca a guisa de bocina, y gritando con furia redoblada:—�Esp�as! �Esp�as!

Tropez� al fin Lapa con una persona mejor informada del caso, gracias a la cual pudo averiguar que se trataba del entierro de un individuo llamado Rogerio Cly.

[138] —�Era esp�a?—pregunt� Lapa.

—Esp�a del Old Bailey—contest� el informador.—�Esp�a... s�... esp�a del Old Bailey!

—�Demonio!—exclam� Lapa, recordando la vista a que hab�a asistido en otro tiempo.—Le conozco. �Est� muerto?

—�Muerto como mi abuela! �Y aun deb�a estarlo m�s!... �Fuera!... �Esp�a!... �Que lo echen aqu�!

Una idea tan luminosa hab�a de ser forzosamente aceptada por aquellas turbas, y as� fu�, en efecto. Todos se apoderaron con ardorosa ansiedad del grito, y lo repitieron una y mil veces, a la par que se acercaban tanto al coche y al carro f�nebres, que los obligaron a detenerse. En un abrir y cerrar de ojos se apoderaron del representante del duelo; pero �ste, que nada ten�a de torpe, tan admirablemente supo aprovechar el tiempo, que en otro abrir y cerrar de ojos di� esquinazo a las turbas tomando a la carrera una callejuela lateral, no sin dejar en manos de aquellas su capa, su sombrero, la gasa que le cubr�a hasta las rodillas, el pa�uelo blanco de rigor, y otras l�grimas simb�licas.

El pueblo se entretuvo en rasgar y esparcir a los cuatro vientos los objetos y prendas indicadas demostrando loca alegr�a, mientras los comerciantes cerraban a toda prisa las puertas de sus establecimientos, pues la turba, en aquellos tiempos felices, eran monstruo altamente peligroso, capaz de devorarlo todo una vez abr�a las fauces. Hab�an abierto ya las puertas del carro f�nebre pasa sacar el ata�d, cuando otro genio propuso escoltarla hasta su destino entre el regocijo general. La proposici�n, como todas las que son eminentemente pr�cticas, mereci� ser aprobada por aclamaci�n, e inmediatamente asaltaron el coche ocho individuos mientras otros seis se encaramaban sobre la cubierta del carro f�nebre. Uno de los primeros voluntarios fu� Jerem�as Lapa, quien, en su modestia, escondi� su persona y su cabeza en un rinc�n del coche.

Protestaron los empleados de la funeraria contra aquella alteraci�n del ceremonial; pero la distancia hasta el r�o era alarmantemente corta, y varias voces hab�an preconizado ya la eficacia de una inmersi�n fr�a para hacer entrar en raz�n a los empleados recalcitrantes de pompas f�nebres, y como consecuencia, las protestas fueron d�biles y breves. Prosigui� su curso la procesi�n una vez reformada. Un deshollinador de chimeneas guiaba el carro f�nebre, asesorado por un cochero profesional, sentado a su lado, y de la conducci�n del coche se encarg� un pastelero, servido a su vez por un ministro responsable. Agreg�se a la comitiva un h�ngaro con su oso, tipo callejero muy popular en aquella �poca, el cual oso, por ser negro, y estar muy flaco, se armonizaba perfectamente con el[139] car�cter f�nebre de la procesi�n de que formaba parte.

De esta suerte continu� aquella procesi�n desordenada, engrosando a cada paso y obligando a cerrar todas las tiendas de las calles que recorr�a. El t�rmino de la carrera era la antigua iglesia de San Pancracio, situada fuera de la ciudad, donde lleg� a su debido tiempo. El enterramiento del cad�ver de Rogerio Cly h�zose con arreglo a un ceremonial extravagante, con gran satisfacci�n del nutrido acompa�amiento.

Enterrado el difunto, el autor de la humor�stica proposici�n anterior, o bien otro genio, que nunca faltan en las muchedumbres, concibi� y propuso la diab�lica idea, aprobada por unanimidad, de acusar de esp�as de la Old Bailey y de clamar venganza contra todos los transeuntes a quienes la casualidad llevase por aquellos parajes. Docenas de infelices inocentes que en su vida hab�an pasado a mil varas del aborrecido tribunal fueron perseguidas como fieras y acosadas y golpeadas sin piedad. La transici�n desde este juego al de romper cristales, echar abajo puertas y ventanas y entrar a saco en ventorros y tabernas, no pod�a ser ni m�s sencilla, ni m�s natural, ni m�s l�gica. Al cabo de varias horas de saqueos, cuando hab�an sido tomadas por asalto varias casas de campo y taladas no pocas tiendas, y destrozadas muchas verjas de hierro que proporcionaron armas a los caracteres m�s beligerantes, corri� la voz de que ven�an los guardias. Bast� la noticia para que se dispersaran las turbas antes de la llegada de los guardias, quienes quiz� ni pensaron siquiera en aproximarse al teatro de los sucesos.

No tom� parte en los des�rdenes �ltimos Jerem�as Lapa, quien prefiri� permanecer en el cementerio, conferenciado con los empleados de la funeraria y haciendo tristes meditaciones. El campo de la muerte siempre ejerci� sobre �l una influencia sedante. Sentado sobre una sepultura, fumando con calma filos�fica una pipa que se hab�a procurado en la taberna vecina, meditaba, puestos los ojos en la verja.

�Ya ves, Jerem�as, lo que es el mundo!—se dec�a Lapa.—No ha mucho tiempo viste con tus propios ojos a ese Cly, joven, robusto, derrochando vida, y ahora...

Despu�s de fumada su pipa, y al cabo de no poco rato de meditaciones profundas y de tristes reflexiones, levant�se y emprendi� la vuelta a la ciudad, con objeto de encontrarse en su puesto antes de la hora de cerrar el Banco. No ha sido posible aclarar del todo si sus meditaciones ejercieron sobre su h�gado influencia perniciosa, o si su salud ven�a quebrantada ya de antes, o bien si su visita no tuvo otro objeto que dispensar un honor a la persona a quien visit�: fuera uno u otra la causa, el hecho fu� que, en el camino, se detuvo algunos minutos en la casa[140] de su m�dico... albeitar eminente de la ciudad.

El hijo manifest� con muestras de gran inter�s al padre que nada hab�a ocurrido durante su ausencia. Cerr� el Banco las operaciones del d�a, salieron los empleados, y Lapa, acompa�ado por su hijo, se encamin� a su casa.

—Hoy vas a saber qui�n soy yo—dijo a su mujer no bien traspas� el umbral de la casa.—Si esta noche estoy de malas como honrado menestral, ser� prueba de que te has pasado el d�a rezando en mi contra y sabr�s cu�ntas son cinco, lo mismo que si yo, con estos ojos, te hubiera visto arrastrada por los suelos.

Su costilla movi� la cabeza.

—�C�mo! �Te atreves a hacerlo en mis barbas?—repuso con entonaci�n col�rica.

—�Si no digo nada!

—�Ya lo s�; pero piensas! �Tanto monta pensar como hablar! �Lo mismo puedes arruinarme rezando como meditando! �No quiero que hagas ni lo uno ni lo otro!

—Est� bien, Jerem�as.

—�S�!... Est� bien, Jerem�as... Perfectamente, Jerem�as... Conforme, Jerem�as... Lo que t� digas, Jerem�as... Crees que me enga�as con esas palabras de conformidad, �no es cierto? �Pues te equivocas de medio a medio!

—�Piensas salir esta noche?—pregunt� la mujer.

—S�; pienso salir.

—�Podr� acompa�arle, padre?—pregunt� su reto�o.

—No podr�s acompa�arme. Esta noche voy... ya lo sabe tu madre... voy a pescar; a pescar; eso es.

—Cada d�a son m�s listos los peces, �verdad, padre?

—Es lo que no te importa.

—�Traer� pescado?

—Si no lo traigo, ma�ana habr� solfeo general en casa—replic� Lapa moviendo la cabeza.—Y basta de preguntas, mu�eco. No saldr� hasta que t� te hayas acostado.

El resto de la velada lo consagr� a acechar a su mujer y a obligarla a hablar constantemente a fin de impedir que rezara o meditara en contra suya. Con el mismo objeto a la vista, oblig� tambi�n a su hijo a que charlara sin tasa con su madre, con no poco disgusto de �sta, que no dispuso de un segundo de tiempo para consagrarlo a sus reflexiones. La persona m�s devota no hubiese podido rendir homenaje m�s elocuente a la eficacia de una oraci�n honrada. El temor a las plegarias de su mujer era tanto como si una persona que jurase y perjurase que no cre�a en fantasmas ni aparecidos, se horrorizara al escuchar historias de fantasmas y de aparecidos.

—�Es cosa grande que tus rezos sean amenaza constante a nuestros est�magos!—dijo Lapa.—Tu conducta desnaturalizada matar�a de hambre a tu marido y a tu hijo, si yo no vigilara a todas horas. �Mira a tu hijo...! Porque creo[141] que es tu hijo, �eh? Est� m�s delgado que un estoque... T�, que tienes el atrevimiento de llamarte su madre, �no sabes que el primero, el m�s sagrado de los deberes de una madre es hacer que su hijo engorde?

Estas palabras conmovieron tan profundamente al hijo, que conjur� a su madre a que cumpliera ante todo y sobre todo la funci�n maternal con delicadeza tanta indicada por su padre.

As� fu� desliz�ndose la velada en el tranquilo hogar de los Lapas, hasta que madre e hijo recibieron orden de meterse en la cama. El jefe de la familia distrajo las horas de la noche fumando pipas solitarias hasta poco m�s de la media noche, que se levant� para salir. Antes, sin embargo, sac� de un armario, cuya llave guardaba en el bolsillo, un saco, una barra de hierro bastante gruesa, algunas cuerdas, una cadena, y otros �tiles de pesca parecidos, los que, colocados y acondicionados convenientemente, apag� la luz y se fu�.

Minutos despu�s sal�a tras el padre su curioso reto�o, quien hab�a tenido la precauci�n de acostarse vestido sobre la cama cuando recibi� la orden de recogerse. Al amparo del manto de la noche sali� de su habitaci�n, descendi� sigiloso la escalera y se aventur� por las solitarias calles. En cuanto a la vuelta a la casa paterna, no le inspiraba ning�n recelo, pues sab�a muy bien que la puerta quedaba abierta toda la noche.

Impulsado por el deseo muy laudable de aprender las artes y misterios de las ocupaciones nocturnas de su honrado padre, el muchacho, pegado a las paredes de las casas, embebi�ndose en los huecos de las puertas, procuraba no perder un instante de vista al laborioso autor de sus d�as. Tom� �ste direcci�n norte, y no se hab�a alejado gran cosa, cuando top� con un nuevo disc�pulo de Isaac Walton, en cuya compa��a prosigui� la marcha.

Media hora despu�s caminaban ambos sin hablar palabra por un camino solitario, al que no llegaban las miradas de los faroles ni menos las de los vigilantes nocturnos. En el camino se les incorpor� otro pescador, pero con tanto recato y silencio, que si el muchacho hubiera sido supersticioso, seguramente habr�a cre�do que el hombre que primero se reuniera a su padre se hab�a partido s�bita y milagrosamente en dos.

Los tres prosiguieron la marcha seguidos por el hijo de Lapa, hasta que hicieron alto al pie de un desmonte cuyo talud se alzaba sobre el camino. Sobre el talud, corr�a un muro de ladrillo de escasa elevaci�n, coronado por una verja de hierro. Los hombres se deslizaron como fantasmas a lo largo del talud, procurando ampararse de su sombra, hasta llegar a un entrante que daba acceso a una especie de callej�n, uno de cuyos[142] lados, formado por el muro de ladrillo, tendr�a sobre diez pies de altura. A la luz blanquecina de la luna pudo ver el muchacho que el honrado menestral a quien deb�a la existencia escalaba con ligereza sin igual la verja de hierro. Inmediatamente le sigui� el segundo pescador, y a �ste el tercero. Los tres ganaron el terreno comprendido en el interior de la verja, donde permanecieron algunos minutos, tendidos en tierra... probablemente escuchando. Luego avanzaron, arrastr�ndose sobre las manos y las rodillas.

El muchacho se acerc� a la verja, conteniendo la respiraci�n. Desde un rinc�n donde se agazap� vi� que los tres pescadores se arrastraban como serpientes por entre la crecida hierba que cubr�a el terreno... y por entre muchas cruces y l�pidas sepulcrales. Estaban en un cementerio, y parec�an fantasmas espantables acechados por otro fantasma m�s espantable, m�s monstruoso a�n: por la torre de la iglesia vecina, gigante terror�fico encargado de velar por la tranquilidad de los muertos. No avanzaron mucho trecho. El muchacho no tard� en observar que se enderezaban y daban comienzo a la pesca.

Pescaron primero con azada. Poco despu�s, el honrado Lapa prepar� un instrumento semejante a descomunal sacacorchos. Cualesquiera que fueran los �tiles de pesca que utilizaran, manej�banlos con inusitado ardor. Las p�as que coronaban la cabeza del muchacho adquirieron la dureza acerada de las de su padre cuando el gigante guardi�n de la ciudad de los muertos dej� oir lentas, sonoras, graves, terror�ficas, las dos de la madrugada.

El muchacho emprendi� desatinada fuga; mas el deseo de saber era tan grande, que no s�lo se contuvo al cabo de breve trecho de recorrido, sino que le incit� a volver a la verja. Vi� que los tres hombres continuaban pescando, y supuso que hab�an pescado algo al observar que los pescadores parec�an inclinados y como doblegados, haciendo esfuerzos encaminados a sacar alg�n pez de mucho peso. As� era en efecto: poco a poco fueron izando el pescado, hasta que �ste sali� a la superficie. La forma del pescado era de las que no dejan lugar a duda; pero cuando el muchacho vi� que su padre se dispon�a a abrirlo, sinti�se acometido de tal p�nico, que emprendi� una carrera fren�tica sin detenerse ni moderar la velocidad hasta que dej� atr�s m�s de una milla de terreno.

Ni aun entonces se habr�a detenido si no le hubiese faltado el aliento, pues no hu�a ante im�genes engendradas por el miedo, sino ante espectros que le acosaban terribles. El ata�d que hab�a visto le pisaba los talones, saltando sobre las piedras y tierra del camino en posici�n perpendicular y sobre el extremo m�s estrecho, empe�ado en alcanzarle y en colocarse a[143] su lado... quiz� para asirse a su brazo. Aquel diab�lico ata�d deb�a ser prodigio de incongruencia y de ubicuidad, pues tan pronto saltaba entre las negras filas de �rboles que bordeaban el camino como volaba sobre las espesas copas, semejante a cometa sin rabo ni alas. Ocult�base tambi�n en los huecos de las puertas, contra las cuales frotaba sus horribles costillas, produciendo un ruido semejante a huecas carcajadas. Constantemente ganaba terreno al muchacho en aquella carrera fant�stica. Cuando el perseguido lleg� a la puerta de su casa, estaba medio muerto de miedo. Ni aun despu�s de refugiarse en ella se vi� libre de la encarnizada persecuci�n del ata�d, que subi� tras �l la escalera saltando sobre sus pelda�os, y se acost� en su cama, y se subi� sobre su pecho cuando el sue�o o el terror rindieron al desventurado curioso.

La presencia de Jerem�as Lapa en el estrecho cuarto del muchacho puso fin al agitado sue�o de �ste antes que los primeros rayos del sol hicieran su aparici�n sobre la tierra. La fortuna debi� serle poco propicia aquella noche; as�, al menos, lo infiri� su hijo del hecho de que tuviera a su mujer agarrada por las orejas y sacudi�ndola sin consideraci�n.

—�Te lo ofrec�, y lo cumplo!—dec�a Jerem�as.

—�Por Dios, Jerem�as!—exclamaba su mujer con acento de s�plica.

—Te empe�as en estropearme los negocios, sin tener en cuenta que me perjudicas a m� y a mis asociados. Tu obligaci�n es obedecer: �por qu� no lo haces?

—�Procuro ser mujer honrada!—contestaba la infeliz, derramando l�grimas.

—�Y crees que la honradez consiste en echar a perder los negocios de tu marido? �Crees honrar a tu marido deshonrando sus asuntos?

—�No deber�as dedicarte a negocios tan horribles, Jerem�as!

—Debe bastarte el ser la esposa de un honrado menestral y no dar entrada en tu estrecho entendimiento femenino a c�lculos o apreciaciones acerca de la naturaleza de los negocios que hace o deja de hacer tu marido. La mujer que es honrada y obediente, no se mete en lo que es incumbencia privativa de su esposo. �Y t� te llamas religiosa? �T� te llamas honrada? �Si eres religiosa, si eres honrada, d�nme mujeres irreligiosas y sin honra!

El altercado, que se sosten�a en voz baja, lleg� a su t�rmino cuando Jerem�as, despoj�ndose de las botas cubiertas de barro, se tendi� sobre el suelo, boca arriba y puestas las manos debajo de la cabeza a guisa de almohada. El hijo, en su deseo de imitar al padre, volvi� a tenderse sobre la cama, no tardando en dormirse.

Despu�s del almuerzo, en cuyo men� no figur� ning�n plato de pescado, y puede decirse que de[144] ning�n otro manjar, el se�or Jerem�as, que dicho sea de paso estaba furioso como nunca, bien acepillado y lavado, sali� con su hijo a la calle y tom� el camino del Banco Tellson.

El joven v�stago del honrado menestral que caminaba al lado de �ste por la calle Fleet no era ya el mismo que la noche anterior hu�a despavorido por caminos solitarios de su terrible perseguidor. Con los resplandores del d�a recobr� su atrevimiento habitual, y sus bascas y escr�pulos terminaron con la noche... en cuyos particulares es m�s que probable que tuviera muchos compadres en la animada calle Fleet.

—Padre—dijo el muchacho durante el trayecto,—�qu� es un desenterrador?

El buen Lapa no pudo contestar pregunta tan inesperada sin antes quedar como clavado en el sitio.

—�Yo qu� s�!—respondi� al fin.

—Yo cre� que usted lo sab�a todo, padre—repuso el candoroso muchacho.

—�Hum! �Pues... mira!—dijo Jerem�as Lapa, despu�s de quitarse el sombrero y de rascarse la frente.—Un desenterrador es un honrado menestral, un comerciante.

—�En qu� ramo comercia?

—Comercia... en g�neros cient�ficos de naturaleza especial.

—En cad�veres humanos; �verdad, padre?

—Creo que no andas del todo descaminado, hijo.

—�Oh padre! �Yo quisiera ser desenterrador cuando llegue a hombre!

La proposici�n llen� de noble orgullo al padre. Sin embargo, moviendo la cabeza como con aire de duda, replic�:

—Depender� del vuelo que alcancen tus talentos. Procura alentar su desarrollo, a lo cual contribuir� poderosamente el ejemplo que te doy. Hoy es prematuro hablar de lo que en lo futuro har�s o dejar�s de hacer.

Momentos despu�s, mientras el muchacho iba a colocar el banco a la sombra del edificio del Tribunal del Temple, Jerem�as Lapa murmur� para sus adentros:

—Amigo Jerem�as, honrado menestral; puedes abrigar esperanzas fundadas de que tu hijo llegar� con el tiempo a ser un tesoro que compensar� tu desgracia de tener por esposa a una mujer desnaturalizada.

XV.
HACIENDO CALCETA

Aquel d�a, en la taberna del se�or Defarge, hab�an comenzado las libaciones m�s temprano que de ordinario. Cuando a las seis de la ma�ana, caras p�lidas se acercaron a los barrotes de las rejas que defend�an las ventanas, vie[145]ron otras caras p�lidas inclinadas sobre sendos cubiletes de vino. Por regla general, el vino que en la taberna de Defarge se expend�a hab�a recibido las saludables aguas del bautismo, pero el que en esta ocasi�n beb�an los b�quicos madrugadores deb�a ser agrio, o al menos ten�a la propiedad de agriar el temperamento de los que lo inger�an. El zumo de las uvas encerrado en los toneles de Defarge no encend�a alegres llamas b�quicas, sino un fuego latente, un fuego que ard�a sin salir a la superficie.

Tres ma�anas hac�a ya que los sacrificios a Baco comenzaban muy temprano en la taberna de Defarge. Se inauguraron el lunes y nos encontramos en mi�rcoles. Verdad es que se hablaba o se escuchaba m�s que se beb�a, pues no faltaban madrugadores, que penetraban en el establecimiento no bien se abr�a la puerta, a quienes hubiese sido imposible depositar sobre el mostrador una moneda, aun cuando de la salvaci�n de su alma se hubiera tratado. No por eso dejaban de mostrar el mismo contento que si se hubiesen hecho servir barricas enteras de vino; ve�aseles pasar de una banqueta a otra, trasladarse de un rinc�n a otro rinc�n, tragando con manifiesta ansiedad sendos p�rrafos de conversaci�n en vez de saborear sendos tragos de vino.

Aunque la concurrencia era m�s numerosa que de ordinario, el tabernero no hab�a considerado necesario hacerse visible. Los parroquianos no deb�an conceder importancia a la ausencia de Defarge, toda vez que nadie preguntaba por �l, nadie mostraba deseos de verle, nadie se extra�aba de ver sola a la se�ora Defarge, sentada tras el mostrador, presidiendo la distribuci�n del vino y recogiendo contrahechas monedas, de las que hab�an desaparecido las efigies y escudos impresos por el troquel. Eran monedas dignas de los andrajosos bolsillos de que hab�an salido.

Aburrimiento, falta absoluta de inter�s y sobra de fastidio es lo �nico que en la taberna hubieran notado los esp�as que, a no dudar, avizoraban desde la calle, como avizoraban todos los sitios, altos y bajos, desde el palacio del rey hasta la celda del criminal. Languidec�an las barajas, los jugadores de domin� hac�an castillos con las fichas, los bebedores dibujaban caras sobre las mesas con las gotas de vino que ca�an de los cubiletes, y la se�ora Defarge segu�a con un mondadientes los dibujos de la manga de su vestido, como si oyese algo que no her�a los t�mpanos y viese cosas que no impresionaban la retina.

Hasta el mediod�a, en nada variaron las caracter�sticas de San Antonio en su aspecto vinoso. Poco despu�s de las doce, llegaron dos hombres cubiertos de polvo, uno de los cuales era el se�or Defarge, y el otro un pe�n caminero, ambos con semblantes adustos y[146] sedientos, los cuales entraron en la taberna. Su llegada encendi� en el pecho de San Antonio encendidas chispas que, corri�ndose por fuera de la taberna, no tardaron en transformarse en llamas, y �stas a su vez en caras humanas que llenaron todas las puertas y ventanas del barrio. Nadie sigui� a los polvorientos viajeros, nadie les dirigi� una sola palabra, pero todos clavaron en ellos los ojos.

—�Buenos d�as!—contest� un coro nutrido.

—Mal tiempo, se�ores—repuso Defarge, moviendo la cabeza.

Cada uno de los presentes mir� a su vecino, y a continuaci�n, todos bajaron los ojos al suelo y guardaron silencio. Uno solo, por excepci�n, se levant� de su asiento y se fu�.

—Mi querida esposa—continu� Defarge,—he recorrido una porci�n de leguas en compa��a de este buen caminero, que se llama Santiago. Le encontr�... por casualidad, a jornada y media de Par�s. Es un buen muchacho y se llama Santiago... �Dale de beber, querida!

Levant�se otro hombre y sali� de la taberna. La se�ora Defarge sirvi� un vaso de vino al buen pe�n caminero, quien salud� quit�ndose el gorro azul que cubr�a su cabeza, y bebi�. Sac� del seno un pedazo de pan �spero y negro, se sent� junto al mostrador, y principi� a comer y a beber. Otro parroquiano, el tercero, se puso en pie y abandon� la taberna.

Defarge se sirvi� otro vaso de vino, de menor capacidad que el servido al caminero, y esper� a que �ste despachara su refrigerio. Ni mir� a ninguno de los presentes, ni ninguno de los presentes volvi� los ojos hacia �l. La se�ora Defarge hab�a tomado en sus manos la calceta, y trabajaba sin mirar y sin hablar.

—�Ha terminado ya el almuerzo?—pregunt� el tabernero al pe�n luego que advirti� que no com�a.

—S�; muchas gracias.

—Entonces, vamos: le ense�ar� la habitaci�n que le dije que ocupar�a, y que desde luego aseguro que ha de ser de su gusto.

Desde la tienda salieron a la calle, desde la calle entraron a un patio, en el patio tomaron una escalera, y al final de la escalera encontraron un sotabanco... que en otro tiempo fu� alojamiento de un hombre de cabellos blancos como la nieve, que se pasaba los d�as sentado en una banqueta y haciendo zapatos.

No se encontraba en el sotabanco el de los cabellos blancos como la nieve, pero s� los tres hombres que antes salieron uno a uno de la taberna.

Defarge cerr� cuidadosamente la puerta del sotabanco, y dijo a media voz:

—�Santiago Primero, Santiago Segundo, Santiago Tercero! Os presento al testigo encontrado por m�, Santiago Cuarto. El os lo dir� todo. Puedes hablar, Santiago Quinto.

[147]

El pe�n caminero, despu�s de secar su sudorosa frente con el gorro azul que en la mano ten�a, pregunt�:

—�Por d�nde comienzo?

—Puedes comenzar por el principio—respondi� con mucha l�gica Defarge.

—Le vi, se�ores—comenz� el pe�n caminero,—ha hecho un a�o este verano, bajo el carruaje del se�or Marqu�s, pendiente de la cadena. Yo acababa de dejar mi tarea, el sol se hund�a en el horizonte, el coche del se�or Marqu�s sub�a trabajosamente la colina, y �l iba suspendido de la cadena de esta manera.

El orador represent� gr�ficamente una escena que hab�a representado millares de veces en la aldea durante un a�o entero.

Tom� la palabra Santiago Primero para preguntar al caminero si hab�a visto antes al hombre que pend�a de la cadena.

—Nunca—contest� el interpelado, recobrando la posici�n perpendicular.

Pregunt� Santiago Tercero c�mo hab�a podido reconocerle despu�s, no habi�ndole visto hasta ese d�a.

—Le reconoc� por su elevada estatura—dijo el pe�n caminero, puesto el �ndice de la mano derecha en la nariz.—Cuando aquella noche pregunt� el se�or Marqu�s qu� se�as ten�a, yo contest�: �Es alto como un espectro�.

—Debi� usted decir �peque�o como un enano�-observ� Santiago Segundo.

—�Y qu� sab�a yo? Ni hab�a sido cometida la haza�a ni �l se hab�a confiado a m�. Pero tengan ustedes en cuenta que, aun en esas circunstancias, yo nada declar�, nada dije. Buena prueba de ello es que el se�or Marqu�s, se�al�ndome con el dedo, grit�: ��Traedme a ese canalla!� �No, no, se�ores! �Nada dije!

—Tiene raz�n, Santiago—dijo Defarge.—Sigue.

—Pues bien—continu� el pe�n caminero con aire de misterio.—El hombre alto se ha perdido y lo buscan... �desde cu�ndo? �Desde nueve, diez, once meses?

—El n�mero de meses es lo que menos viene al caso—contest� Defarge.—Estaba bien escondido, pero al fin y a la postre, le encontraron desgraciadamente. Prosigue.

—Otra vez estoy trabajando en la falda de la colina y el sol traspone tambi�n las monta�as de Occidente, como en la ocasi�n anterior. Recojo mis herramientas para bajar a la aldea, donde ha cerrado ya la noche, cuando, al alzar los ojos, veo aparecer en la cima de la colina seis soldados. En medio de los soldados veo a un hombre con los brazos atados a los lados... en esta forma.

Con la ayuda de su indispensable gorro azul, el orador representa admirablemente a un hombre[148] cuyos codos est�n amarrados a la cintura.

—Me hago a un lado, se�ores, coloc�ndome junto a un acopio, para ver pasar a los soldados y a su prisionero, pues se trata de un camino militar por el que nada pasa que no sea digno de ser mirado, y cuando aquellos se acercaron, en los primeros momentos, nada vi m�s que a seis soldados que conduc�an a un hombre amarrado, un hombre alto, y que soldados y prisionero parec�an negros, excepto por la parte que daba frente a la puesta del sol, donde advert� algunas l�neas rojizas. Tambi�n pude observar que las sombras que proyectaban sus cuerpos cruzaban el camino en todo su ancho, cual si fueran sombras de gigante. Vi asimismo que iban cubiertos de polvo, y que levantaban nubes de polvo al andar marcando el paso. Cuando pasaron frente a m�, reconoc� al hombre alto que llevaban preso y �l me reconoci� tambi�n a m�. �Ah! �Bien s� yo que el preso se hubiera arrojado de cabeza por la falda de la colina como hizo la tarde en que le vi por vez primera en el mismo sitio!

A continuaci�n hizo una descripci�n detallada y llena de vida de la escena a que acababa de aludir.

—Ni yo di a entender a los soldados que hab�a reconocido al preso, ni el preso dej� entrever a los soldados que me hubiera reconocido a m�. En cambio nosotros nos lo dimos a comprender por medio del lenguaje de los ojos. ��Vivo, vivo!�—dijo el jefe de los soldados.—��Llev�mosle pronto a la fosa!�; y, en efecto, aceleraron el paso. Yo les segu�. Los brazos del preso estaban hinchados por efecto de la brutal presi�n de las cuerdas, y como sus zuecos le estaban grandes y eran muy pesados, andaba cojo. El que est� cojo, no puede caminar de prisa, y como los soldados quer�an hacer con rapidez el viaje, arreaban al preso de esta manera.

El pe�n caminero imit� los movimientos del hombre a quien obligan a caminar a culatazos.

—Cay� de bruces el prisionero mientras bajaban la pendiente corriendo como locos. Los soldados rompieron a reir y le levantaron. Sangraba su cara y estaba llena de tierra, pero el infeliz no pudo llevar hasta ella sus manos, lo que, visto por los soldados, di� margen a nuevas carcajadas. Llev�ronle a la aldea, que sali� en masa a verle, y desde la aldea al molino, y desde el molino al calabozo. La aldea entera vi� c�mo se abr�a la puerta del calabozo y se engull�a al prisionero de esta manera:

El pe�n caminero abri� una boca descomunal, y la cerr� con estr�pito producido por sus dientes al entrechocarse con violencia. Con tal verismo quiso representar la escena, que continu� con la[149] boca cerrada hasta que Defarge, al cabo de un buen espacio de esperar, dijo:

—Adelante, Santiago.

—La aldea en masa se retira,—prosigui� el caminero, bajando la voz y puesto sobre las puntas de sus pies,—la aldea en masa se congrega en torno de la fuente, y habla; la aldea entera se recoge en sus lechos; la aldea entera sue�a en aquel desdichado, que se encuentra entre muros y hierros, encerrado en el calabozo que se alza al borde del tajo, del cual no saldr� m�s que para morir. A la ma�ana siguiente, me echo las herramientas sobre los hombros, tomo un pedazo de pan negro, y dando un rodeo, paso junto a la c�rcel antes de dirigirme al trabajo. All� le veo, detr�s de los recios barrotes de aquella jaula de hierro, cubierto de sangre y de polvo, lo mismo que estaba la noche anterior. No puede alargarme una mano, porque ninguna le han dejado libre; no me atrevo a llamarle ni �l se atreve a decirme palabra; su aspecto es el de un muerto.

Tanto Defarge como los tres oyentes se dirigen miradas sombr�as, miradas que respiran odio y venganza, mientras escuchan la historia de labios del caminero. La actitud de los tres, aunque reservada, es autoritaria, cual si constituyeran un tribunal sever�simo. Los Santiagos Primero y Segundo est�n sentados sobre el viejo jerg�n, apoyadas las respectivas barbillas sobre las manos y fijos los ojos en el narrador. Santiago Tercero ha puesto una rodilla en tierra y no cesa de pasar su mano nerviosa por su boca y nariz, y Defarge, de pie entre el grupo formado por los tres Santiagos y el narrador, ora mira a �ste, ora vuelve su severa cara hacia aqu�llos.

—Adelante, Santiago—dice Defarge.

—En aquella jaula de hierro le tienen encerrado una porci�n de d�as. La aldea le ve, pero recat�ndose, pues tiene miedo. Durante el d�a, contempla desde lejos el calabozo del tajo, y por la noche, cuando ha terminado la labor del d�a y se re�ne junto a la fuente, todas las caras se vuelven hacia la c�rcel. Antes, el objeto de las miradas de la aldea entera era la casa de postas: hoy es la prisi�n del tajo. En las conversaciones que la aldea sostiene junto a la fuente dice que, aun cuando le condenaran a muerte, no ser� ejecutada la sentencia; dicen que han sido presentadas en Par�s exposiciones en las cuales demuestran que el infeliz enloqueci� y no supo lo que hac�a a consecuencia de la desgraciada muerte de su hijo; dicen que ha sido presentada una exposici�n al mismo Rey... �Qui�n sabe? �Puede ser! Yo no aseguro ni que s� ni que no.

—�Escucha con atenci�n, Santiago!—interrumpi� con duro acento Santiago Primero.—Sabe que ha sido presentada una expo[150]sici�n al Rey y a la Reina. Todos los que aqu� estamos, excepci�n hecha de ti, sabemos que el Rey la tom� en sus manos, en ocasi�n en que paseaba por la calle en carruaje, sentado junto a la Reina. Defarge, a quien est�s viendo, con riesgo de su vida, se puso delante de los caballos llevando el memorial en la mano.

—�Esc�chame ahora a m�, Santiago!—terci� Santiago Tercero, siempre con una rodilla en tierra y agitando sus nerviosos dedos.—�La escolta, de a pie y de a caballo, cayeron sobre el suplicante y le magullaron a golpes! �Has entendido?

—He entendido, se�ores.

—Adelante, pues—dijo Defarge.

—No faltan tampoco personas que aseguran que ha sido llevado a nuestro pa�s para ejecutarlo en �l, y que ser� irremisiblemente ejecutado. Tambi�n dicen que, como mat� al se�or, y el se�or es el padre de sus vasallos, ser� ejecutado como parricida. Dice un viejo que quemar�n en vivo su mano derecha, armada de un cuchillo; que en las heridas que abrir�n en sus brazos, en su pecho y en sus piernas, derramar�n aceite hirviendo, plomo derretido, resina encendida, cera y azufre ardiendo, y finalmente, que atado a las colas de cuatro caballos, ser� despedazado. Afirma el mismo viejo que eso fu� lo que hicieron con un reo que atent� contra la vida de nuestro difunto rey Luis XV. �Ser� verdad? �Ser� mentira? No lo s�: no soy sabio.

—�Escucha otra vez, Santiago!—exclam� el tercero de este nombre.—El reo de quien hablas se llamaba Damiens, y el programa que acabas de exponer se ejecut� a la luz del sol y en las calles de Par�s. Acerca de la impresi�n que produjo en las personas que lo presenciaron, s�lo te dir�, Santiago, que la infinidad de damas de la m�s alta nobleza que acudieron a presenciar la ejecuci�n, no quisieron privarse de ning�n detalle, la contemplaron con arrobamiento hasta el final... hasta el final, Santiago, que no sobrevino hasta el anochecer, horas despu�s de haber perdido el infeliz dos piernas y un brazo... �y aun respiraba! Ocurri� eso... Pero dime, �cu�ntos a�os tienes?

—Treinta y cinco—contest� el caminero, que representaba sesenta.

—�Demasiados!—murmur� con impaciencia Defarge.—Contin�a.

—No se habla en la aldea de otra cosa: hasta la fuente parece haber aprendido la misma cantinela. Al fin, un domingo por la noche, llegan los soldados y se encaminan a la prisi�n. Obreros que cavan, obreros que clavan, soldados que r�en a carcajadas, y cuando luce el d�a, junto a la fuente se alza un pat�bulo de cuarenta pies de elevaci�n, cuya sombra envenena las aguas. Todo el mundo suspende los trabajos, todo el mundo se re�ne all�, las[151] vacas no salen al campo porque tampoco quieren privarse del espect�culo. Al mediod�a truenan los tambores. Los soldados, que la noche anterior fueron a la prisi�n, vuelven llev�ndole en medio. El reo est� amarrado, le han puesto en la boca una mordaza sujeta con una cuerda en forma tal, que parece que r�e. En lo alto del pat�bulo han colocado un cuchillo con la punta al aire. El reo es ahorcado a cuarenta pies de altura, y su cad�ver queda balance�ndose... envenenando con su sombra las aguas de la fuente.

Los oyentes se dirigieron miradas sombr�as, mientras el narrador se secaba el sudor de la cara con el gorro azul.

—�Es horroroso, se�ores!—repuso.—�C�mo han de beber agua de la fuente las mujeres y los ni�os? �Qui�n es el atrevido que osa hablar durante la noche bajo aquella sombra? �Bajo la sombra dije? �Cuando yo sal� de la aldea el lunes por la tarde, casi a puestas de sol, volv� la cabeza desde la cima de la colina y vi que la sombra cubr�a la iglesia, cubr�a el molino, cubr�a la prisi�n del tajo, cubr�a toda la tierra, se�ores, que tiene por techo el cielo azul!

El oyente que escuchaba rodilla en tierra parec�a estar hambriento de algo... que no era ni comida ni bebida.

—He terminado, se�ores. Abandon� la aldea momentos antes de ponerse el sol, conforme acabo de decir, y camin� toda la noche y la mitad del d�a siguiente, hasta que encontr�, conforme tambi�n he dicho, a este camarada. En su compa��a llegu� hasta aqu�, unas veces a pie otras a caballo, viajando todo el resto del d�a de ayer y toda la noche pasada. He dicho.

—Est� bien—dijo Santiago Primero, despu�s de un silencio imponente.—Has obrado y narrado con fidelidad. �Quieres esperarnos por breve tiempo fuera, en la escalera?

—Con mucho gusto—contest� el pe�n caminero.

Defarge le acompa�� hasta la escalera, le dej� sentado sobre el �ltimo pelda�o, y volvi� a entrar en el sotabanco. Los tres Santiagos se hab�an levantado y formaban un grupo muy apretado.

—�Qu� dices, Santiago?—pregunt� el n�mero uno de este nombre.—�Lo consignamos en nuestro registro?

—�Reg�stralo como condenado a la destrucci�n!—contest� Defarge.

—�Magn�fico!—exclam� Santiago Tercero.

—�El castillo y toda la raza?—repuso el primero.

—�S�; el castillo y toda la raza!—bram� Defarge—�Exterminio completo!

—�Sublime!—grit� el tercer Santiago.

—�Tienes seguridad de que el sistema que hemos acordado para el registro no ha de originarnos ning�n contratiempo?—pregunt�[152] a Defarge Santiago Primero.—Que es seguro, no ofrece duda, toda vez que, excepci�n hecha de nosotros, nadie es capaz de descifrarlo: �pero podremos descifrarlo siempre... mejor dicho, podr� ella?...

—Santiago—replic� Defarge irgui�ndose,—si mi mujer se empe�a en guardar todo el registro en su memoria, ten por seguro que no se perder� ni una palabra, ni una s�laba de cuantas contenga. Con puntos de calceta es ella capaz de escribirlo todo m�s claro que el sol. Conf�a en mi mujer. El poltr�n m�s cobarde, el m�s apegado al mundo que viva o haya vivido bajo la capa del cielo ha de encontrar menos dificultades para quitarse a s� mismo la existencia, que para arrancar una sola letra del registro escrito a punto de media por mi se�ora.

Murmullos de aprobaci�n acogieron las palabras de Defarge.

—�Qu� hacemos con ese r�stico?—pregunt� Santiago Tercero.—�Lo despedimos? Me parece excesivamente simple: �no nos resultar� peligroso?

—Nada sabe—replic� Defarge,—y lo poco que pudiera decir, �nicamente le servir�a para subir a un pat�bulo tan alto como el que ha poco nos estaba describiendo. Yo me encargo de �l; dejadlo a mi cuidado. A su tiempo lo despedir�. Parece que desea ver al Rey, a la Reina, a los magnates y se�ores de la corte: le permitiremos que satisfaga su gusto el domingo.

—�C�mo!—exclam� Santiago Tercero.—�No te parece mal s�ntoma que desee ver la realeza y la nobleza?

—Santiago—replic� Defarge,—ense�a al gato la leche, si quieres excitar su sed; muestra al mast�n su presa natural, si quieres que en su d�a caiga sobre ella y la despedace.

Nada m�s se dijo por entonces. El pe�n caminero, a quien encontraron dando cabezadas en el descansillo, fu� invitado a tenderse sobre el jerg�n. No se hizo repetir la invitaci�n, y momentos despu�s, dorm�a como un tronco.

Peor alojamiento del que le ofrec�a la taberna de Defarge hubiera podido encontrar en Par�s un infeliz como el caminero. Si prescindimos del miedo misterioso que le inspiraba la tabernera, miedo que le acosaba constantemente, llevaba una vida que no pod�a ser m�s agradable. Pero es el caso que la tabernera se pasaba el d�a entero sentada detr�s del mostrador, tan indiferente a su persona, tan empe�ada en no darse cuenta de la presencia de un extra�o en la casa, que �ste andaba desconcertado y receloso.

No es, pues, de extra�ar que, cuando llegado el domingo, supo que la tabernera se agregar�a a su marido para acompa�arle a Versalles, le hiciera muy poca gracia el programa, aunque otra cosa dijera su lengua. Vino a aumentar su desconcierto el hecho de que la tabernera no cesaba de[153] hacer calceta durante el camino, y su desconcierto se troc� en horrible aturdimiento cuando, aquella tarde, en ocasi�n en que esperaban el paso de la Reina, hubo de permanecer al lado de la tabernera, cuyas manos manejaban con verdadero ardor las agujas de la media.

—�Trabaja usted mucho, se�ora?—dijo un hombre que pas� por su lado.

—S�—respondi� la se�ora Defarge,—tengo mucho que hacer.

—�Y qu� hace usted, se�ora?

—Muchas cosas.

—Por ejemplo...

—Por ejemplo—contest� la tabernera con la calma misma de antes—mortajas.

Alej�se el desconocido tan pronto como le fu� posible. El pobre caminero sinti� en el pecho tan extra�a opresi�n, que hubo de hacerse aire con su gorro. Si para su completo restablecimiento necesitaba de la presencia de dos testas coronadas, fuerza es confesar que no pudo quejarse de su suerte, toda vez que, momentos despu�s, aparec�an un rey de grandes quijadas y una reina de hermoso rostro, c�modamente instalados en �urea carroza. Con los soberanos ven�a lo mejorcito, lo m�s notable de su corte. El pobre pe�n caminero, al ver aquel ej�rcito encantador de sonrientes damas y de brillantes caballeros, unas y otros cubiertos de sedas y de encajes, de blondas y de ricos terciopelos, de galones de oro y de deslumbrante pedrer�a, sinti� en su pecho tales oleadas de entusiasmo, que gritando a voz en cuello di� vivas al Rey y a la Reina, a damas y caballeros y aun a las carrozas y a los caballos que de ellos tiraban. Y vi� hermosos jardines y encantadoras arboledas, y terrazas soberbias y fuentes maravillosas, y encontr� nuevamente al Rey y a la Reina, y di� vivas, hasta desga�itarse, a todo lo creado, y creci� su entusiasmo, y el entusiasmo di� nacimiento en su alma a la simpat�a, y la simpat�a a la ternura, y �sta, encontrando estrechos los l�mites del pecho, se desbord� a torrentes por sus ojos en forma de l�grimas. Durante la escena, que dur� tres horas, durante las cuales grit� hasta enronquecer y llor� hasta agotar el manantial de sus l�grimas, Defarge hubo de tenerle sujeto con una mano por el cuello para impedir que en su irreflexivo entusiasmo cayera sobre los objetos de su pasajera devoci�n y los destrozara entre sus manazas.

—�Bravo!—exclam� Defarge cuando termin� el desfile.—Eres un buen muchacho.

Temi� haber cometido una torpeza el caminero, que comenzaba a volver en s�, pero pronto se tranquiliz�.

—Eres el hombre que necesitamos—d�jole Defarge pegando los labios a sus o�dos.—Har�s creer[154] a esos insensatos que sus locuras durar�n siempre; crecer� su insolencia, y ellos mismos precipitar�n su fin.

—�Calla!—exclam� el caminero.—�Pues es verdad!

—Son idiotas y ciegos. Te desprecian profundamente; ver�an impasibles tu muerte y la de mil m�s como t�; es m�s: sacrificar�an sin remordimiento esas mil vidas a trueque de salvar la de uno solo de sus caballos o perros, y sin embargo, les envanecen tus gritos. Enga��moslos durante alg�n tiempo m�s, que por grande que el enga�o sea, nunca ser� tan grande como merecen.

La se�ora Defarge mir� al caminero e hizo signos de aprobaci�n.

—D�game, amigo: si le pusieran delante un mont�n enorme de hermosas mu�ecas y le dijeran que pod�a destrozar y despojar a las que se le antojase, �no es verdad que escoger�a las m�s ricas, las m�s hermosas?

—Verdad es, se�ora.

—Muy bien. Y si le mostrasen una bandada de p�jaros de hermoso plumaje, incapaces de levantar el vuelo, y le dieran permiso para arrancarles las plumas en beneficio suyo, �no es verdad que principiar�a por los que m�s bellas plumas tuvieran?

—As� es, se�ora.

—Pues acaba de ver el mont�n de hermosas mu�ecas y la bandada de p�jaros de vistoso plumaje: ahora, v�monos a casa.

XVI.
M�S PUNTO DE MEDIA

Mientras la se�ora Defarge y su se�or marido regresaban en amigable compa��a al centro de San Antonio, un gorro de color azul avanzaba horadando tinieblas y envuelto en espesas nubes de polvo por los caminos que conduc�an al sitio en que el castillo del se�or Marqu�s, a la saz�n durmiendo el sue�o eterno, escuchaba las susurrantes conversaciones de los �rboles. Tiempo ten�an de sobra los rostros de piedra para escuchar las conversaciones sostenidas por los �rboles y la fuente, y con tal inter�s lo aprovechaban, que los esqueletos que poblaban la aldea y rondaban las inmediaciones del castillo en busca de algunas hierbas con que acallar su hambre y de algunos le�os con que alimentar la lumbre de sus fr�os hogares, si llegaron a dar vista al patio, doble escalera y terraza del castillo, dieron cabida en su fam�lica fantas�a a la idea de que la expresi�n de los rostros de piedra hab�a sufrido profunda alteraci�n. Aseguraban los m�seros moradores de la aldea que la expresi�n de orgullo y de desd�n de los guardianes de piedra del castillo se trocaba en expresi�n de dolor y de c�lera cuando el cuchillo her�a a la Casa, y aseguraban que desde el instante en que se balance� a cuarenta[155] pies de elevaci�n sobre el suelo el cuerpo del asesino, a la expresi�n de dolor y de c�lera de aqu�llos sucedi� otra que respiraba feroz venganza, que perdurar�a en ellos hasta la consumaci�n de los siglos. La faz de piedra que vigilaba la gran ventana de la alcoba en que el asesinato hab�a sido perpetrado apareci� un d�a con dos mellas fin�simas en la nariz; y si alguna vez, de entre alg�n grupo de harapientos aldeanos se destacaban dos o tres para acercarse al Marqu�s petrificado, no transcurr�a un minuto de contemplaci�n sin que huyeran asustados como liebres perseguidas por �giles lebreles.

Castillo y chozas, faces de piedra y caras de carne y hueso, losas del patio del castillo te�idas de rojo y aguas puras encerradas en el pozo de la aldea, millares de hect�reas de terreno... toda una provincia de Francia... la Francia entera, duermen bajo la inmensa b�veda azulada, cual si fueran un punto imperceptible, un �tomo perdido en la inmensidad. No es otra cosa el mundo, con toda su grandeza y su insignificancia, con relaci�n a la brillante estrella que le parpadea en las alturas. Los sabios de la tierra quiebran, dividen, descomponen un rayo de luz y analizan sus componentes; y de la misma manera, otra inteligencia m�s sublime que la humana lee los d�biles destellos que brotan de esta tierra que habitamos, y analiza todos los pensamientos y todos los actos, todos los vicios y todas las virtudes de las criaturas dotadas de inteligencia.

El carruaje p�blico en el que hicieron el viaje de regreso los Defarge, marido y mujer, hizo alto en la puerta de la ciudad m�s pr�xima a su domicilio, donde no tardaron en dejarse ver los faroles de costumbre encargados de practicar el examen e investigaciones reglamentarias. Defarge salt� del carruaje al ver a dos o tres soldados y a un polic�a conocidos suyos; este �ltimo, con quien le ligaban lazos de amistad �ntima, le abraz�.

Llegados a los linderos del distrito puesto bajo la protecci�n de las alas de San Antonio, dejaron los Defarge el carruaje y se encaminaron a su casa a pie, por calles obscuras y cubiertas de lodo. En el trayecto, la se�ora Defarge pregunt� a su marido:

—�Qu� te ha dicho Santiago el polic�a?

—Todo lo que sabe, bien que es muy poca cosa. Han nombrado otro esp�a para nuestro barrio: quiz� no sea �se solo, pero aqu�l no conoce m�s que a uno.

—Est� bien—contest� la tabernera con la calma de siempre.—Habr� que anotarlo en el registro. �C�mo se llama ese hombre?

—Es ingl�s.

—�Mejor que mejor! �Su nombre?

—Barsad.

—Barsad. �Perfectamente! �Su nombre de pila?

[156]

—Juan.

—Juan Barsad... Juan Barsad—repiti� la tabernera.—Muy bien. �Sus se�as?

—Unos cuarenta a�os de edad, sobre cinco pies nueve pulgadas de estatura, pelo negro, color moreno cetrino, ojos negros, delgado, nariz aguile�a, pero no recta: ofrece la particularidad de estar torcida ligeramente hacia la izquierda, lo que le da, como es natural, expresi�n siniestra.

—�Es un retrato acabado a fe m�a!—exclam� la se�ora Defarge riendo.—Lo registrar� ma�ana.

Llegados a la taberna, que encontraron cerrada—eran m�s de las doce de la noche,—la se�ora Defarge tom� asiento detr�s del mostrador y consagr� su atenci�n al examen de las cuentas del d�a. Principi� por volcar sobre el mostrador el jarro dentro del cual se colocaba el importe de las ventas, cont� el dinero, midi� las existencias, ley� las entradas y salidas consignadas en el libro destinado al objeto, corrigi� los asientos, hizo algunos nuevos y discuti� otros, y despu�s de apurar, y estrechar, y marear de mil maneras al individuo encargado del establecimiento, envi�le a dormir. A continuaci�n, hizo de las monedas sacadas del jarro varias pilas iguales, que fu� anudando en el pa�uelo de bolsillo, el cual no tard� en quedar convertido en rosario de nudos. Defarge, mientras tanto, paseaba por el establecimiento, fumando su pipa y admirando complacido la prudente y sabia econom�a dom�stica de su mujer, bien que sin entrometerse en ella.

Como la tienda era estrecha, y el techo poco elevado, y la noche estaba calurosa en extremo y cerradas todas las ventanas y puertas, respir�base una atm�sfera extraordinariamente viciada. No era un portento de delicadeza el sentido del olfato del se�or Defarge, pero aun as�, los vapores del vino, unidos a los del ron y del aguardiente, le molestaban en tales t�rminos, que procuraba alejarlos de su nariz a fuerza de resoplidos y de darse aire con las manos.

—Est�s cansado, amigo m�o—dijo su mujer, dirigi�ndole una mirada mientras anudaba el dinero.—El olor que aqu� se respira es el de todos los d�as.

—En efecto; estoy cansado—contest� Defarge.

—Y un poco deprimido y descorazonado—repuso la tabernera, cuyos penetrantes ojos, no obstante estar atentos a las cuentas, distra�an uno o dos rayos para examinar al marido.—�Ah... los hombres!...

—Pero...

—No hay pero que valga—replic� la se�ora con entereza.—Repito que esta noche te encuentras descorazonado.

—�Tarda tanto tiempo!—exclam� Defarge.

—�Tarda tanto tiempo?... �Y qu� es lo que no exige tiempo?[157] �Siempre lo han exigido la venganza y la justicia!

—No es mucho el que emplea el rayo para herir al hombre—observ� Defarge.

—�Y cu�nto tiempo tarda en acumularse la electricidad necesaria para que brote el rayo? �D�melo, si es que lo sabes!

Defarge alz� la cabeza, pero no contest�.

—Poco tiempo tarda un terremoto en hacer polvo a una ciudad. Pues bien: �cu�nto tiempo se necesita para preparar un terremoto?

—Mucho, supongo—respondi� Defarge.

—Pero cuando est� preparado, cuando sobreviene, la ciudad revienta, queda pulverizada, reducida a �tomos impalpables. �Consu�late! El terremoto se est� preparando aunque nadie lo vea, aunque nadie lo oiga.

Con ojos relampagueantes at� otro nudo; parec�a que estrangulaba a un enemigo.

—Yo te aseguro—a�adi� extendiendo la diestra como para dar mayor expresi�n a sus palabras—que por mucho que en llegar tarde, est� en camino, se acerca por momentos. Yo te aseguro que avanza siempre, que no retrocede, que no se detiene. Mira en torno tuyo y escudri�a las vidas de cuantas personas te son conocidas, repara en las caras del mundo entero, y ver�s que el descontento, la rabia que ruge en el pecho de los explotados aumenta de d�a en d�a, de hora en hora. �Y crees que ese estado de cosas puede durar? �Bah! �Eres un c�ndido!

—Mi querida mujercita—contest� Defarge, poni�ndose en pie frente a su esposa, baja la cabeza y con las manos a la espalda, semejante al d�cil escolar delante de su maestro,—no lo pongo en duda... La irritaci�n existe: pero data de tanto tiempo, que es muy posible... que no estalle a tiempo para que nosotros presenciemos el cataclismo.

—�Y qu�?—replic� la mujer.—Aun cuando as� fuera, �qu�?

—Pues... que no nos cabr�a la dicha de saborear el triunfo.

—Pero s� la de haber contribu�do a �l—dijo con energ�a la tabernera.—Nada de cuanto hagamos ser� perdido. Creo con toda mi alma que veremos el triunfo; pero aun cuando supiera positivamente que no me ha de caber esa dicha, mientras exista un cuello de arist�crata o de tirano no dejar� de...

—�Calma... calma!—exclam� Defarge, cuyo rostro se ti�� de carm�n cual si le hubieran acusado de cobarde.—Tampoco yo, querida m�a, retroceder� por nada ni por nadie.

—Lo s�; pero eres d�bil a pesar de todo, y lo eres, porque para que no decaiga tu valor necesitas ver a tu v�ctima a tus pies. Procura no decaer, aunque te parezca que la v�ctima est� lejos. Cuando llegue la ocasi�n, suelta los tigres y los demonios que guardas ence[158]rrados dentro del pecho, pero mientras tanto, t�nlos encadenados... ocultos, pero siempre dispuestos.

La buena tabernera termin� su consejo descargando sobre el mostrador un golpe con el pa�uelo convertido en pesado rosario; seguidamente lo levant�, y con calma imperturbable indic� que era ya hora de irse a la cama.

La ma�ana siguiente encontr� a aquella mujer admirable en su sitio de costumbre, haciendo calceta con verdadero ardor. A su lado hab�a una rosa hacia la cual volv�a de vez en cuando los ojos. Algunos parroquianos, de pie o sentados, beb�an y charlaban. El d�a estaba muy caluroso, y los enjambres de moscas que llevaban su atrevimiento hasta el extremo de curiosear el contenido de los vasos que hab�a cerca de la se�ora, no tardaban en caer muertas en su fondo. No ejerc�a la menor impresi�n su suerte desdichada en las dem�s moscas, que las contemplaban impert�rritas e indiferentes hasta que las ocurr�a id�ntica desgracia. �Qu� est�pidas son las moscas!

La se�ora Defarge vi� la sombra de una persona que entraba en la taberna y comprendi� que se trataba de un cliente nuevo. Antes de mirar el rostro de la persona en cuesti�n, dej� sobre el mostrador la media y prendi� la rosa en su cabeza.

La escena que sigui� no pudo ser m�s curiosa: no bien los dedos de la tabernera tocaron la rosa, cesaron en el establecimiento las conversaciones y todos los parroquianos comenzaron a salir a la calle.

—Buenos d�as, se�ora—dijo el reci�n llegado.

—Buenos d�as, se�or—contest� la se�ora Defarge tomando de nuevo la media.—�Ah!—a�adi� para sus adentros.—Unos cuarenta a�os de edad, sobre cinco pies nueve pulgadas de estatura, pelo negro, color moreno cetrino, ojos negros, delgado, nariz aguile�a, pero no recta, ofrece la particularidad de estar ligeramente torcida hacia la izquierda, lo que da, como es natural, expresi�n siniestra... �Buen d�a de veras!

—�Tiene usted la bondad de darme una copita de co�ac viejo y un sorbo de agua fresca, se�ora?

La tabernera sirvi� lo que el cliente ped�a.

—�Rico co�ac, se�ora!

Como era la primera vez que o�a elogiar su co�ac, no es de admirar que la tabernera sospechase que el elogio obedec�a a motivos que acaso no fueran precisamente la bondad del licor. Di�, sin embargo, las gracias, y sigui� haciendo calceta.

El desconocido permaneci� algunos momentos observando las manos de la se�ora Defarge, y de paso, reconociendo el establecimiento.

—Hace usted media con rapidez maravillosa—dijo.

[159]

—La costumbre... estoy muy acostumbrada a esta labor.

—Y con una perfecci�n que encanta.

—�Lo cree usted as�?

—Con toda mi alma... Y d�game: �esa media es...?

—Pasatiempo... un medio de distracci�n—contest� la tabernera mirando a su interlocutor con la sonrisa en los labios.

—�No piensa hacer uso de ella?

—Seg�n. Quiz� llegue d�a en que las use—dijo la tabernera con cierta coqueter�a.—Con seguridad que las utilizar�... si las hago bien.

Por muy curioso que parezca, ello es que el gusto de San Antonio mostraba decidida oposici�n a que la se�ora Defarge ostentase en su peinado una rosa. Entraron por separado dos hombres, se acercaron al mostrador con manifiesta intenci�n de pedir algo que beber, y no bien vieron la rosa, vacilaron, miraron en derredor como si buscaran a alg�n amigo, que no encontraron, y se fueron inmediatamente. De todos los que en el establecimiento se encontraban cuando entr� el que conversaba con la tabernera, no quedaba uno solo: todos se hab�an ido. El esp�a, pues ya habr�n comprendido los lectores que el individuo en cuesti�n era un esp�a, ninguna se�a hab�a logrado sorprender, aunque desde que entr� miraba con cien ojos.

—�Juan!—pensaba la se�ora Defarge, haciendo calceta y puestos los ojos en el cliente.—A poco m�s que contin�es aqu�, escribir� Barsad en tus mismas barbas.

—�Es usted casada, se�ora?

—S�.

—�Con hijos?

—Sin hijos.

—Y los negocios, �bien?

—Los negocios muy mal. �Son tan pobres las gentes!...

—�Ah, s�! �Pobres y desgraciadas! �Y hasta oprimidas vergonzosamente!... como dice usted.

—Como dice usted—rectific� la tabernera, moviendo con m�s rapidez los dedos y a�adiendo algo al apellido Barsad.

—Perdone usted: cierto que fu� yo quien lo dije, pero no me cabe duda de que usted lo piensa. No puede ser otra cosa.

—�Que yo lo pienso?—replic� la tabernera.—Nos ocasiona a mi marido y a m� demasiados quebraderos de cabeza el establecimiento para que podamos permitirnos el lujo de pensar. En lo �nico que pensamos es en que no nos falte lo necesario para vivir. Este es el objetivo de todas nuestras cavilaciones, el que proporciona campo muy dilatado para todos nuestros pensamientos. �Yo pensar para los dem�s? �No en mis d�as!

El esp�a, que hab�a entrado decidido a recoger lo que pudiera, se guard� muy mucho de permitir que su siniestra cara reflejara su desencanto. Antes por el contrario, continu� apoyado de codos sobre el mostrador, dirigiendo alguna que otra galanter�a a la[160] tabernera y tomando de tarde en tarde alg�n sorbito de co�ac.

—La ejecuci�n de Gaspard ha sido una brutalidad judicial, se�ora. �Pobre Gaspard!—exclam�, exhalando un suspiro.

—No estamos de acuerdo—replic� la tabernera con frialdad.—Justo es que aquellos que se permiten dar a sus cuchillos el empleo que Gaspard di� al suyo, lo paguen. Sab�a �l perfectamente el precio a que se pagan esos lujos, y lo ha pagado: nada m�s natural.

—Creo—a�adi� el esp�a bajando la voz y como invitando a su interlocutora a pasar al terreno de las confidencias, a la par que daba a su siniestra cara expresi�n resueltamente revolucionaria,—creo que todo este barrio compadece la suerte del desgraciado y ruge de furor contra los que le han sacrificado. Aqu� para entre los dos, lo encuentro justificado.

—�Pero existe ese furor?

—�No lo ha observado usted?

—Aqu� est� mi marido—dijo la se�ora Defarge.

No bien entr� el tabernero en el establecimiento, el esp�a salud� llevando la mano al sombrero y diciendo con sonrisa insinuante:

—Buenos d�as, Santiago.

Defarge qued� como clavado en el suelo, fijos los ojos en el esp�a.

—Se equivoca usted, se�or m�o.—Me confunde usted con otro. No me llamo Santiago: soy Ernesto Defarge.

—Es igual—repuso el esp�a con la sonrisa en los labios, bien que sin poder ocultar del todo su contrariedad.—El nombre es lo de menos. Buenos d�as.

—Buenos d�as—contest� secamente Defarge.

—Estaba diciendo a la se�ora, con la que he tenido el honor de charlar un rato, que, seg�n me dicen, reina en el barrio... y no me admira... tanta simpat�a en favor del infortunado Gaspard como irritaci�n contra los que inhumanamente lo han sacrificado.

—A nadie he o�do decir semejante cosa—replic� Defarge.—No s� una palabra.

Dicho esto, pas� detr�s del mostrador y se coloc� a espaldas de su mujer. Desde el lado opuesto de la fr�gil barrera contemplaba el matrimonio a aquel individuo a quien hubieran arcabuceado con el mayor placer.

El esp�a, pr�ctico en su oficio, no modific� su actitud de indiferencia. Apur� el contenido de la copita que le hab�an servido, tom� un sorbo de agua fresca, y pidi� la segunda copa de co�ac. Sirvi�sela la se�ora Defarge, despu�s de lo cual continu� haciendo media con gran ardor y tarareando una tonadilla.

—Parece que conoce usted bien el barrio—observ� Defarge;—quiero decir, que lo conoce mejor que yo.

—No, amigo m�o. Lo conozco muy poco, pero espero llegar a conocerlo bien. Sus m�seros habi[161]tantes despiertan en m� inter�s profundo.

—�Ah!—exclam� Defarge.

—El placer de conversar con usted, se�or Defarge—prosigui� el esp�a—me recuerda que he tenido el honor de familiarizarme con incidentes en los cuales ha tomado usted parte activa.

—�De veras!—dijo Defarge con indiferencia.

—Nada m�s cierto. Cuando pusieron en libertad al doctor Manette, h�zose usted, en tiempos pasados su criado, cargo de �l. Se lo confiaron a usted. Ya ve, pues, que estoy al tanto del asunto.

—Es verdad: tiene usted raz�n—contest�.

Accidentalmente, el codo de su mujer, que continuaba moviendo las agujas con gran actividad, roz� el suyo, y en el roce, a pesar de ser accidental, vi� Defarge una indicaci�n de que contestase �l las preguntas del esp�a, pero con brevedad.

—Se present� a usted la hija del doctor—continu� el esp�a.—Vino en compa��a de un caballero... �c�mo se llamaba �ste?... Un caballero que usaba peluqu�n... �Ah, s�! Lorry... Lorry se llamaba... del Banco Tellson y Compa��a... Vino en compa��a del se�or Lorry, se hizo cargo de la persona de su padre y lo llev� a Inglaterra.

—As� fu�, en efecto—repiti� Defarge.

—Siempre recuerda uno con gusto incidentes semejantes—repuso el esp�a.—He conocido al doctor Manette y a su hija en Inglaterra.

—�S�?—pregunt� Defarge.

—�Recibe usted noticias suyas con frecuencia?—pregunt� el esp�a.

—No—respondi� Defarge.

—Hace much�simo tiempo que no sabemos de ellos—terci� la se�ora del tabernero.—Recibimos noticias de que hab�an llegado bien, y alg�n tiempo despu�s una carta... quiz� dos; pero luego, ellos han seguido su camino, nosotros el nuestro, y ha cesado en absoluto nuestra correspondencia.

—Es lo que suele ocurrir—observ� el esp�a.—La hija est� para casarse.

—�Est� para casarse?—repiti� la se�ora Defarge.—Es bastante hermosa para haberse casado hace mucho tiempo. �Por supuesto, ustedes, los ingleses, son bloques de hielo en vez de hombres!

—�Ah! �Qui�n ha dicho a usted que soy ingl�s?

—Veo que su lengua es inglesa, y siempre he cre�do que el hombre es de la misma nacionalidad que su lengua.

El ver descubierta su nacionalidad no hizo ninguna gracia al esp�a, aunque tuvo buen cuidado de guardar en el fondo de su pecho el descontento. Solt� una carcajada, apur� el contenido de la copa y repuso:

—Pues s�, la se�orita Manette est� para casarse, pero no con un ingl�s, sino con un hombre que,[162] como ella, naci� en Francia. �A prop�sito de Gaspard!... �Pobre Gaspard!... �Fu� una crueldad... un acto de ferocidad!... Pues bien, el hombre con quien la se�orita Manette va a casarse es el sobrino del se�or Marqu�s por cuya causa bail� Gaspard a una altura de cuarenta pies sobre el suelo; mejor dicho: el Marqu�s actual. Vive en Inglaterra bajo nombre supuesto, sin ostentar el t�tulo de Marqu�s. Se hace llamar Carlos Darnay; ya sabe usted que el apellido de su madre era D'Aulnais.

La se�ora Defarge no ten�a ojos ni manos, ni facultades m�s que para la media que hac�a, pero la noticia produjo en su marido efecto palpable. Su cara reflej� intensa turbaci�n, pese a sus esfuerzos por dominarse, temblaban sus manos, y su agitaci�n interior le sal�a por todos los poros de su cuerpo. No habr�a sido el esp�a digno de su cargo si no hubiese reparado en ello y grab�dolo en su memoria.

Obtenido ese resultado, bien que sin saber si podr�a serle de alg�n provecho, el se�or Barsad, viendo que no llegaban parroquianos cuyas conversaciones hubieran podido facilitarle datos preciosos, pag� lo que hab�a tomado y se despidi�, no sin manifestar, con suma amabilidad, que tendr�a el placer de visitar con frecuencia el establecimiento. Minutos despu�s, cuando el esp�a hab�a salido del radio protegido por San Antonio, marido y mujer continuaban exactamente lo mismo que si el esp�a no hubiera salido de la tienda, temiendo, sin duda, que volviera sobre sus pasos.

—�Ser� verdad lo que ese hombre ha dicho a prop�sito de la se�orita Manette?—pregunt� Defarge en voz baja.

—Probablemente ser� mentira; pero no niego que puede ser verdad—respondi� la mujer.

—Si lo es...

Defarge no termin� su pensamiento.

—�Qu�?—pregunt� la mujer.

—Si lo es... y dado que las cosas vengan en forma que nosotros podamos ver el triunfo... por ella desear� yo que el Destino retenga lejos de Francia a su marido.

—El destino de su marido le llevar� a donde deba ir—respondi� con calma glacial la tabernera—y le conducir� al fin que le est� destinado. Es lo �nico que puedo decirte.

—Pero me negar�s que es muy... extra�o... digo extra�o por no emplear otro calificativo... �no te parece extra�o que con toda la simpat�a que siempre nos ha merecido su padre, y aun ella misma, proscribas t� con tu propia mano en este instante a su marido, sin m�s fundamento que lo que acaba de decir ese perro del infierno que se fu� hace un momento?

—Cosas m�s extra�as que esa ocurrir�n cuando llegue el d�a—respondi� la se�ora Defarge.—A los dos los tengo aqu�; no te quepa[163] duda; y se les tratar� seg�n sean sus merecimientos. Esto debe bastarte.

Dichas estas palabras, recogi� la media y quit� la rosa que adornaba su cabeza. Fuera que instintivamente sab�a San Antonio la hora, el momento preciso en que la tabernera har�a desaparecer aquella flor inocente que tanto parec�a desagradarle, fuera que estuviese acechando el instante de su desaparici�n, es lo cierto que el Santo no tard� en presentarse, y que, al cabo de contados segundos, el establecimiento hab�a recobrado la animaci�n de costumbre.

Llegada la noche, en las �pocas del a�o en que los habitantes de San Antonio se sentaban en las puertas de sus casas o se reun�an por calles y patios buscando aire puro que respirar, la se�ora Defarge, con su labor en las manos sol�a ir de puerta en puerta y de grupo en grupo... especie de misionero como tantos otros. Todas las mujeres hac�an calceta, sin duda para que aquel trabajo mec�nico substituyese al de las mand�bulas, en paro forzoso la mayor parte del tiempo. Ya que no pod�an moverse las mand�bulas ni el aparato digestivo, se mov�an las manos. Si el paro se hubiese extendido hasta los dedos, los est�magos habr�an sentido m�s los rigores del hambre.

A la par que se mov�an los dedos se mov�an tambi�n los ojos y los pensamientos; y a medida que la se�ora Defarge pasaba de puerta en puerta y de grupo en grupo, los dedos de las mujeres que encontraba trabajaban con ardor redoblado, y los ojos miraban con mayor fiereza y la actividad de los pensamientos se centuplicaba.

Su marido fumaba junto a la puerta de la taberna, contemplando a la compa�era de su vida con admiraci�n.

—�Una mujer grande... una mujer fuerte... una mujer sublime!—murmuraba.

Cerr� la noche; repicaron las campanas de las iglesias y sonaron a lo lejos los redobles de los tambores: las mujeres segu�an haciendo calceta. Aproxim�base otra noche m�s tenebrosa, otra noche en que las campanas de las iglesias, que entonces repicaban con alegr�a, dar�an su bronce para fundir con �l tronadores ca�ones, en que los redobles de los tambores atronar�an los aires para ahogar la voz de un condenado... omnipotente aquella noche, con la omnipotencia que dan el poder y la abundancia, la libertad y la vida. Los tules de la noche envolv�an a las mujeres que hac�an calceta, como envolver�an dentro de poco aquel otro edificio, no constru�do todav�a, donde se sentar�an, tambi�n haciendo calceta pero viendo y contando al propio tiempo las cabezas que una tras otra ca�an.

[164]

XVII.
UNA NOCHE

Ni el refugio tranquilo de Soho admir� jam�s puesta de sol tan hermosa como la de la tarde memorable en que el doctor Manette y su hija la contemplaron sentados bajo el copudo pl�tano que se alzaba en el patio de la casa, ni la luna surgi� nunca tan radiante y esplendorosa sobre la ciudad de Londres como la noche que encontr� a aquellos sentados bajo el �rbol y ba�� sus rostros y sus cabezas con una luz pl�cida que cern�an las hojas.

Luc�a deb�a casarse al d�a siguiente, y quer�a consagrar a su padre la �ltima noche de soltera: a esta circunstancia era debido que estuviera sentada bajo el pl�tano en compa��a del autor de sus d�as.

—�Eres feliz, padre querido?

—Completamente, hija m�a.

Aunque se encontraban en el lugar mencionado desde algunas horas antes, era muy poco lo que hab�an hablado. Otros d�as, cuando la ni�a se sentaba bajo el �rbol en compa��a de su padre, trabajaba o le�a; mas en la ocasi�n presente, aun durante el tiempo en que tuvo luz sobrada para trabajar o para leer, no hizo ni lo uno ni lo otro. Las circunstancias hab�an variado, y cuando �stas var�an, se interrumpe la costumbre.

—Tambi�n soy feliz yo, muy feliz esta noche, padre m�o. Me hace feliz ese amor que el Cielo ha bendecido... mi amor a Carlos y el amor de Carlos por m�. Sin embargo, si yo no pudiera continuar consagr�ndote mi vida, si mi matrimonio me impusiera la obligaci�n de separarme de ti, aun cuando entre nuestra casa y la tuya no mediara m�s que el ancho de la calle, lejos de considerarme feliz, me sentir�a desgraciada. Aun as�...

Aun as� la emoci�n concluy� por dominarla por completo.

A la luz melanc�lica de la luna, ech� los brazos al cuello de su padre, y sobre el pecho de �ste reclin� la cabeza. La luz de la luna, que siempre es triste, como triste es la luz del sol... como triste es la luz que llamamos vida humana, que hoy luce y ma�ana se ha extinguido, ilumin� un cuadro sencillamente conmovedor.

—�Padre querido! �Est�s convencido... firmemente convencido, de que entre nosotros no han de interponerse jam�s nuevos amores m�os, nuevos deberes m�os? Yo s� lo estoy; �pero y t�? �Arraiga esta certeza en el fondo de tu coraz�n?

—�Completa, absolutamente convencido!—respondi� el padre con acento de firme convicci�n.—�M�s a�n, hija m�a!—a�adi�, bes�ndola.—Mi futuro se presenta a mis ojos m�s brillante visto a trav�s de tu matrimonio de lo que lo ver�a si continuaras soltera.

[165]

—�Si pudiera creerte, padre m�o...!

—Pues cr�elo, encanto m�o, porque as� es. Piensa que nada m�s natural ni m�s l�gico. �Si supieras la ansiedad que a un padre produce el porvenir de una hija adorada...! �Si pudieras apreciar cu�n grandes son mis anhelos de prevenir contingencias que acaso te hicieran desgraciada...!

La ni�a quiso sellar con su mano los labios de su padre, pero �ste se lo impidi� apoder�ndose de la mano, y prosigui� as�:

—Desgraciada, hija m�a, s�; arrancada al orden natural de las cosas... por causa m�a. Tu abnegaci�n, tu falta de ego�smo no es posible que comprendan cu�nto me ha preocupado ese punto; pero si te preguntas c�mo puede ser mi felicidad completa siendo incompleta la tuya, acaso comprendas mis palabras.

—Si nunca hubiera visto a Carlos, padre m�o, t� s�lo hubieses bastado para que mi dicha fuera completa.

El padre no pudo menos de sonreir ante aquella confesi�n inconsciente de que su hija ser�a desgraciada sin Carlos, despu�s de haberle visto, y contest�:

—Hija m�a; viste a un hombre, y ese hombre era Carlos; de no haber sido Carlos, ser�a otro; y si no hubiese sido otro, no te quepa duda de que la causa habr�a sido yo, en cuyo caso, el per�odo desgraciado de mi vida no s�lo me hubiese envuelto a m� en sus tenebrosas sombras, sino tambi�n alguien m�s, y ese alguien hubieras sido t�.

Era la primera vez, despu�s de la vista de la causa de Darnay, que el doctor hac�a alusi�n a su desgracia.

—�M�rala!—exclam� el doctor de Beauvais, extendiendo el brazo en direcci�n a la luna y dando a sus palabras una entonaci�n que su hija no pudo olvidar en mucho tiempo.—Muchas veces la he visto desde la estrecha ventana de mi calabozo, cuando su luz me hac�a da�o. La he contemplado muchas veces cuando me produc�a torturas tan espantosas pensar que brillaba sobre los seres que yo hab�a perdido, que de buena gana me hubiese lanzado de cabeza contra los muros de mi prisi�n. La he contemplado encontr�ndome en tal estado de atontamiento e imbecilidad, que no se me ocurr�a pensar en otra cosa que en el n�mero de l�neas horizontales que en su superficie podr�a trazar durante el plenilunio, y el de las perpendiculares con que me ser�a dable cortar a las primeras. Recuerdo que calculaba que cab�an veinte de cada clase—a�adi� pensativo—y la vig�sima cab�a con dificultad. La he contemplado pensando millones de veces en el hijo del que me arrancaron violentamente antes que naciera... Pensaba si hab�a nacido vivo, si viv�a, si el dolor de la madre habr�a muerto a los dos. Pensaba s�, caso de ser var�n,[166] vengar�a a su padre, pues mientras estuve enterrado en vida, hubo tiempo en que me dominaba un deseo intolerable de venganza; pensaba si acaso nunca llegar�a a saber la triste historia del autor de sus d�as, si tal vez creyera que su padre hab�a desaparecido libre y espont�neamente. Pensaba que si era hija, llegar�a a ser mujer, y me la representaba olvidada por completo de m�, ignorante de mi existencia. Con la imaginaci�n la ve�a crecer, vivir un a�o y otro a�o; la he visto casada con un hombre que desconoc�a mi triste suerte. Me he considerado muerto para el mundo de los vivos, y he visto la generaci�n siguiente a la m�a en la que yo no figuraba.

—�Padre m�o!—exclam� la joven, besando a su padre con transporte.—No ha existido nunca esa hija a la que tus pensamientos se refer�an, pero, esto no obstante, casi me hace tanto da�o oirte hablar como hablas como si esa hija fuera yo.

—�T�, Luc�a? �Al contrario! Precisamente esos recuerdos brotan de la dicha, de los consuelos que me has tra�do, y como son recuerdos agradables, tengo placer en recordarlos a la luz de la luna de nuestra noche �ltima... �Qu� estaba diciendo?

—Que nada sab�a de ti tu hija... que no se acordaba de ti.

—Es verdad; pero otras noches, cuando mi tristeza y el silencio que me rodeaba daban a mi emoci�n rumbo distinto, cuando me produc�an algo as� como una sensaci�n dolorosa de paz... como una emoci�n cuyo fundamento era el dolor... me imaginaba a mi hija penetrando en mi calabozo sac�ndome de la fortaleza en que estaba encerrado y proporcion�ndome la libertad. Muchas, much�simas veces he visto su imagen a la luz de la luna, lo mismo que en este momento veo la tuya. Hab�a, sin embargo, una diferencia, y es, que jam�s pude llegar a estrecharla entre mis brazos, que siempre la ve�a fr�a, inm�vil, r�gida en el centro del calabozo, en el espacio comprendido entre la reja y la puerta... Ya comprender�s que no eras t� la ni�a de que hablo.

—No lo era; es cierto... pero tu fantas�a te hac�a creer...

—No; nada de eso. Mi �rgano visual, perturbado, es claro, la ve�a inm�vil, y en cambio, el fantasma que mis facultades intelectuales persegu�an era el fantasma de otra ni�a distinta y m�s real. De su aspecto externo, no s� sino que se parec�a a su madre la imagen que ve�an mis ojos... y el otro, el fantasma... tambi�n se le parec�a... como te pareces t�... pero era un parecido diferente. �Me entiendes, Luc�a? No, �verdad? Dudo mucho que quien no se haya pasado largos siglos reclu�do y separado de los suyos pueda comprender las distinciones sutiles de un prisionero.

Aunque la calma del padre era perfecta, la joven sent�a correr hielo por sus venas al oirle c�mo[167] disecaba la condici�n de �nimo en que en tiempos, afortunadamente pasados, se encontr�.

—Me la he imaginado viniendo a mi calabozo a la luz de la luna para decirme que su dichoso hogar de casada estaba lleno de dulces recuerdos de su padre perdido para siempre. En su gabinete ocupaba mi retrato lugar preferente y yo era el que inspiraba sus plegarias. Su vida era activa, feliz, �til; pero la llenaba, la saturaba mi triste historia.

—Esa hija era yo, padre m�o. No era, ni con mucho, tan buena como te la imaginabas, pero mi tierno cari�o no lo exageraba tu fantas�a.

—Me ense�aba tambi�n a sus hijos, a los cuales con frecuencia hablaba de m�. Todos ellos hab�an aprendido a compadecerme. Cuando pasaban cerca de uno de esos sepulcros que llaman prisiones de Estado, desviaban sus miradas de sus ce�udos muros, miraban con temor a sus rejas y hablaban en voz muy baja. Mi hija no pod�a darme la libertad; pero aun as�, bastaba que me la representase mostr�ndome las cosas que acabo de indicar, para que corriesen por mis mejillas l�grimas consoladoras y para que cayera de rodillas bendici�ndola.

—Yo soy esa hija, s�, yo soy. �Oh, padre m�o! �Me bendecir�s ma�ana con ese mismo fervor?

—Recuerdo esas torturas antiguas, Luc�a querida, porque as� resalta m�s y m�s la dicha que esta noche me embarga. Jam�s mis esperanzas, ni aun cuando fueron m�s desmesuradas, llegaron a representarme una felicidad tan grande como la que experimento desde que estoy a tu lado, como la que espero saborear en lo futuro.

Abraz� a continuaci�n a su hija, la bendijo solemnemente y di� gracias fervientes a Dios que se la hab�a concedido. Poco despu�s entraban abrazados en la casa.

No asistir�an invitados a la ceremonia matrimonial, ni por causa del matrimonio se har�an alteraciones en la residencia del doctor. Hab�anse limitado a ensancharla un poco tomando el piso superior que hasta entonces ocupara un inquilino invisible, con lo que quedaron colmados sus deseos.

El doctor Manette estuvo muy alegre y animado durante la cena. Tres personas se sentaron a la mesa, siendo la tercera la se�orita Pross. El doctor sinti� que no hubiesen invitado a Carlos Darnay; hasta sinti� tentaciones de rega�ar a las que fraguaron el complot que le hab�a alejado, y bebi� a su salud.

Ya muy tarde, di� las buenas noches a Luc�a y se retir� a su habitaci�n. A las tres de la madrugada, la joven, no del todo libre de temores y de presentimientos, se levant� y entr� sigilosamente en el dormitorio de su padre.

Todo lo encontr� en su puesto,[168] todo en orden, todo tranquilo. El doctor dorm�a con placidez, su larga cabellera blanca ca�a sobre la almohada y sus manos reposaban con naturalidad sobre la colcha. La ni�a dej� la palmatoria en un rinc�n, avanz� hasta el lecho y roz� con sus frescos labios los agostados de su padre. A continuaci�n pos� sobre �l una mirada intensa.

Hondas huellas hab�an dejado en su perfecto rostro las aguas amargas del cautiverio; pero tan firme, tan en�rgica era la resoluci�n de aquel padre, que hasta durmiendo consegu�a disimularlas. En los extensos dominios del sue�o, seguramente no se habr�a encontrado aquella noche otro rostro tan prevenido contra las miradas de cualquier visitante inesperado como el del doctor Manette.

T�midamente pos� una mano sobre aquel pecho tan querido, y pidi� con fervor a Dios que le concediese serle siempre tan fiel como su amor paternal y sus pasados sufrimientos merec�an. Retir� luego la mano, bes� aquella boca adorada una vez m�s, y sali� del dormitorio.

Cuando naci� el sol, las sombras que las hojas del pl�tano proyectaban sobre su cara no se mov�an con tanta dulzura como se movieron los labios de Luc�a cuando dirigi� al Cielo su plegaria.

XVIII.
NUEVE DIAS

La naturaleza despleg� todas sus galas el d�a del matrimonio. Ya estaban dispuestos todos los que a la ceremonia deb�an asistir, esperando que el doctor saliera de su habitaci�n, donde estaba hablando con Carlos Darnay. Junto a la puerta de la habitaci�n indicada estaban la novia, radiante de belleza, el se�or Lorry y la se�orita Pross... para la cual el suceso, merced a un proceso gradual de reconciliaci�n con lo inevitable, hubiese sido manantial de dicha infinita, de no ensombrecerlo un poquito la penosa consideraci�n de que el novio no deb�a ser Carlos Darnay sino su hermano Salom�n.

—�La verdad es que hice un negocio redondo!—exclam� Lorry, quien no se cansaba de admirar a la novia.—�Mire usted que acompa�arla en su viaje a trav�s del Canal para esto! �V�lgame Dios, y qu� poco pens� lo que hac�a! �Y qu� poco valor conced�a yo al servicio que en aquella ocasi�n prest� a mi buen amigo Carlos Darnay!

—�No s� c�mo pod�a usted concederle m�s o menos valor del justo si ni remotamente so�aba en lo que hab�a de suceder!—observ� la se�orita Pross.—�Tonter�as!

[169]

—�De veras? Quiz� tenga usted raz�n... Pero no llore—replic� Lorry.

—Yo no lloro; el que llora es usted—replic� la se�orita Pross.

—�Yo, Pross de mis pecados?—pregunt� Lorry, que ya se atrev�a a bromear con su interlocutora alguna que otra vez.

—Usted, s�. Llora en este instante, lo he visto, y es tonto que me lo niegue. Adem�s, no me extra�a. Un regalo como el que usted ha hecho a la se�orita, es para arrancar l�grimas a los ojos de una estatua de piedra. �Vaya un servicio de plata! Yo estuve llorando anoche sobre cada uno de los tenedores, sobre cada una de las cucharas de la colecci�n desde que lleg� el estuche hasta que pude verlo abierto.

—Lo que me envanece sobremanera, aunque por mi honor juro que no fu� mi intenci�n que ese peque�o recuerdo hiciera sufrir a nadie. �Diablo, diablo! �He aqu� una ocasi�n que obliga a un hombre a pensar con pena en lo lo que ha perdido! �Cuando me acuerdo de que hace ya cincuenta a�os que podr�a haber en el mundo una se�ora Lorry...!

—�Lo niego!—replic� la se�orita Pross.

—�C�mo! �Opina usted que era imposible que hubiera una se�ora Lorry?

—�Quite usted all�! �Desde que lo mec�an en su cuna viene usted siendo soltero!

—Lo creo muy probable—contest� Lorry arregl�ndose el peluqu�n.

—Y antes que lo pusieran en la cuna, lo cortaron para solter�n sempiterno.

—En cuyo caso, hicieron muy mal, pues debieron escuchar mi voto antes de escoger el patr�n... Estoy oyendo ruido de pasos en la habitaci�n contigua, mi querida Luc�a—a�adi� pasando el brazo alrededor de la cintura de la novia—y la se�orita Pross, y yo, como personas formales y de negocios que somos, suspendemos nuestra controversia, porque no queremos desperdiciar la oportunidad que se nos ofrece para decirla algunas cosillas que no la desagradar� oir. Va usted a dejar a su padre, querida ni�a, en manos tan cari�osas y tan deseosas de servirle como las de usted, en manos que se desvivir�n por atenderle y cuidarle durante las dos semanas que los felices desposados han de pasar en Warwickshire y sus contornos. Hasta el Banco Tellson retroceder�, metaf�ricamente hablando, para darle paso. Y cuando terminados los quince d�as, acompa�e a usted y a su querido esposo en el viaje a Wales, que ha de durar otros quince d�as, ha de confesar usted que se lo devolvemos m�s contento y feliz de lo que nos lo dej�... Pero alguien se acerca a la puerta, y esta linda muchachita permitir� que la bese un solter�n empedernido antes que aquel alguien llegue y reclame lo que es suyo.

[170]

El excelente Lorry estuvo un buen espacio contemplando aquel hermoso rostro, separ� luego los sedosos rizos de oro, que se confundieron con su peluqu�n casta�o, y pos� sus labios sobre la tersa frente con la delicadeza con que hac�an estas cosas los contempor�neos de Ad�n.

Abri�se la puerta de la habitaci�n del doctor saliendo �ste seguido de Carlos Darnay. Mortal palidez cubr�a el rostro del primero, en el que ni rastros de color quedaban, palidez que no exist�a cuando en su habitaci�n qued� encerrado con Darnay. Su actitud, sin embargo, su expresi�n, continuaban inalterables, aunque el ojo penetrante de Lorry descubri� cierta indicaci�n sombr�a que acusaba el paso sobre su alma del soplo de repulsi�n y de odio que otras veces, semejante a fugaz r�faga de viento helado, le hab�a azotado.

Di� el brazo a su hija y la acompa�� hasta el carruaje que Lorry, en atenci�n a la solemnidad del d�a, hab�a alquilado. Las dem�s personas se acomodaron en otro carruaje, y minutos despu�s, Carlos Darnay y Luc�a Manette quedaban unidos con dulces e indisolubles lazos en la iglesia pr�xima.

Adem�s de las transparentes l�grimas que brillaron entre sonrisas mientras ten�a lugar la ceremonia, en la mano de la novia chispearon algunos brillantes de aguas clar�simas que momentos antes hab�an sido libertados de la obscuridad de uno de los bolsillos del se�or Lorry, donde se hallaban reclu�dos. Regresaron los novios a la casa, seguidos por el reducido c�rculo de invitados, almorzaron, y m�s tarde, la hermosa cabellera de oro que en otro tiempo confundiera sus hebras con los blancos mechones del pobre zapatero que en un sotabanco de Par�s hac�a zapatos con verdadero ardor, volvi� a juntarse con los mismos, ba�ada por los resplandores de un sol matinal, en el umbral de la puerta y en el momento de la despedida.

Era una separaci�n dolorosa, aunque su duraci�n habr�a de ser poca. El padre anim� a su hija, se desprendi� dulcemente de los amantes brazos de �sta, y dijo con expresi�n animada:

—�T�mala, Carlos! �Es tuya!

Un minuto despu�s, por la ventanilla de una silla de posta que se alejaba sal�a una mano que agitaba un pa�uelo; la mano de Luc�a.

Como el rinconcito de Soho estaba a cubierto de miradas curiosas y fuera de los sitios frecuentados por los ociosos, y por otra parte, los preparativos hab�an sido sencillos y nada aparatosos, una vez se hubieron ido los novios, quedaron completamente solos el doctor, el se�or Lorry y la se�orita Pross. Cuando los tres volvieron a entrar en el sal�n, fu� cuando Lorry repar� en el cambio terrible que acababa de sufrir el doctor: no parec�a sino que el[171] brazo del gigante de oro hab�a descargado sobre �l un golpe envenenado.

Natural era que a los esfuerzos violent�simos que necesariamente hubo de hacer para mantener cerrada dentro del pecho su emoci�n, siguiera la revulsi�n, tambi�n violenta, tan pronto como desapareciera la causa, la ocasi�n de aqu�llos. No fu�, pues, la revulsi�n, no fu� el aplanamiento, lo que alarm� al se�or Lorry, sino el enajenamiento con que llev� el doctor las manos en la cabeza, la monoton�a l�gubre con que empez� a pasear tan pronto como entr� en la habitaci�n, y le alarmaron esos s�ntomas, porque le recordaron el sotabanco de la taberna de Defarge y la condici�n en que all� encontr� al doctor.

—Creo—dijo en voz muy baja a la se�orita Pross—que no debemos dirigirle la palabra en este instante ni distraerlo en forma alguna. Voy a dar un vistazo al Banco, de donde regresar� dentro de un momento. A mi vuelta, le sacar� al campo, donde comeremos despu�s de dar un buen paseo, y espero que de esa suerte conseguiremos disipar los negros pensamientos que parece que flotan sobre su alma.

Nada m�s f�cil para Lorry que entrar en el Banco; pero nada m�s dif�cil que salir de �l. El vistazo que se propon�a dar dur� dos horas. Cuando volvi� a la casa de Soho y subi� la escalera, sin preguntar al criado que sali� a abrirle, al ir a entrar en la habitaci�n del doctor, a la cual se dirig�a en derechura, qued� como clavado en el suelo. Dentro de la habitaci�n sonaban recios y repetidos golpes.

—�Buen Dios!—exclam�, retrocediendo un paso—�Qu� es eso?

La se�orita Pross, con el terror pintado en su cara, murmur� en su o�do:

—�Qu� desgracia...! �Pobres de nosotros...! �Todo est� perdido, todo! �Qu� le decimos a la se�orita? �Qui�n se lo dice? �Oh...!—a�adi�, retorci�ndose las manos—�No me conoce, se�or Lorry, y est� haciendo zapatos!

Esforz�se Lorry por calmarla, bien que in�tilmente, y penetr� en la habitaci�n del doctor. Hab�a acercado �ste la banqueta a la ventana, tal como la ten�a colocada en el sotabanco de Par�s, y trabajaba con ardor, doblada la cabeza sobre el zapato.

—�Doctor Manette!—grit� Lorry.—�Mi amigo querido... mi buen doctor Manette...!

Alz� la cabeza el doctor, mir� al que le llamaba con expresi�n entre de extra�eza y de c�lera, descontento sin duda de que se atrevieran a dirigirle la palabra... y prosigui� su tarea.

Hab�ase despojado de la levita y del chaleco, llevaba la camisa desabrochada y el pecho desnudo, exactamente igual que cuando le encontraron en el sotabanco de la taberna, hasta hab�a recobrado[172] su rostro el antiguo aspecto macilento y sombr�o de los a�os de su desgracia, y trabajaba con ardor extraordinario, con impaciencia, como quien termina una obra urgente y no quiere ser interrumpido.

Mir� Lorry el zapato que el doctor cos�a y vi� que era de forma muy pasada de moda. No se atrevi� a sac�rselo de las manos; pero tom� otro que hab�a a los pies del zapatero, y pregunt� a �ste qu� era.

—Zapato de paseo para se�orita—contest� el doctor sin alzar los ojos.—Hace ya mucho tiempo que deb� terminarlo. D�jeme en paz.

—�Pero por Dios vivo, doctor Manette!—exclam� Lorry.—�M�reme!

Obedeci� el doctor con la sumisi�n mec�nica antigua, pero sin interrumpir su labor.

—�No me conoce ya, mi querido amigo? �Vuelva usted en s�, doctor Manette! Su oficio no es el de zapatero... no lo ha sido nunca.

Fu� trabajo perdido intentar arrancarle una sola palabra. Alzaba moment�neamente la cabeza cuando Lorry se lo dec�a, pero todas las instancias, todas las s�plicas fueron est�riles: no habl�. Trabajaba, cos�a con verdadero ardor, y las palabras que le eran dirigidas resbalaban sobre sus o�dos, cual resbalar�an sobre fr�o muro de acero. Un solo rayo de esperanza brill� entre las sombras de desesperaci�n que envolvieron a Lorry, y fu� que algunas veces, el doctor le miraba furtivamente sin que �l se lo dijera. El rayo de esperanza era d�bil, como que no ten�a m�s fundamento que el de ser las miradas de su amigo a manera de indicaci�n de curiosidad, de perplejidad de �nimo, algo as� como s�ntoma de que el doctor intentaba armonizar, poner de acuerdo ciertas dudas que hubiesen surgido en su alma.

Lorry opin� que se impon�a la necesidad de adoptar dos resoluciones importantes, aparte de otras de importancia m�s secundaria: la primera, evitar que Luc�a tuviera noticia de la desgracia, y la segunda, evitar que �sta llegara a o�dos de ninguna de las personas que conocieran al doctor. Puesto de acuerdo con la se�orita Pross, tom� inmediatamente las medidas de precauci�n necesarias para conseguir el segundo resultado, y �stas consistieron en manifestar que el doctor se encontraba indispuesto, y que su estado de salud exig�a algunos d�as de reposo y de aislamiento absoluto. Para enga�ar a su hija, la se�orita Pross deb�a escribir una carta haci�ndola saber que su padre hab�a tenido que salir por asuntos de su profesi�n, y comentando una misiva recibida por correo y escrita por el doctor a toda prisa, en la cual se limitaba a decir que su ausencia ser�a breve.

Estas medidas eran, por decirlo as�, de car�cter general, y Lorry las adopt� por si la crisis desgra[173]ciada del doctor desaparec�a pronto. Por si esta soluci�n no se hac�a esperar, consider� necesario, o muy conveniente por lo menos, seguir un plan del que se promet�a grandes resultados para lo futuro, plan que consist�a en formar opini�n fundada y motivada acerca de la condici�n de �nimo de su amigo.

Muy pronto hubo de convencerse de que, hablarle, no s�lo era perfectamente in�til, sino tambi�n perjudicial, puesto que cuando le estrechaba a fuerza de preguntas o de observaciones, le desazonaba y excitaba m�s y m�s. Desisti�, en consecuencia, de hablarle, y resolvi� no dejarle un momento solo, convertirse en protesta muda contra el enga�o en que hab�a ca�do o estaba cayendo. A este efecto, y en su deseo de llevar a cabo la noble misi�n que se hab�a impuesto envolvi�ndola en el mayor secreto, por primera vez en su vida tom� las medidas convenientes para permanecer por plazo indefinido ausente del Banco, y se posesion� de una butaca colocada junto a la ventana de la habitaci�n del doctor, donde se pasaba el tiempo leyendo o escribiendo.

El doctor Manette comi� y bebi� lo que le sirvieron, y trabaj� el d�a primero hasta que le falt� la luz, siendo de notar que, cuando �l hubo de dejar su tarea, hac�a ya media hora larga que Lorry hab�a tenido que dejar a un lado el libro que estaba leyendo, sencillamente porque no ve�a ya las letras. Lorry se levant� al ver que el doctor dejaba los �tiles del oficio, y le pregunt�:

—�Quiere usted salir?

Clav� el doctor los ojos en el suelo, los llev� de una parte a otra como en tiempos pasados, y alz�ndolos al fin, dijo:

—�Salir?

—S�... A dar un paseo conmigo: �por qu� no?

No intent� explicar por qu� no, ni volvi� a despegar los labios; pero Lorry, mientras le contemplaba con mirada penetrante, doblando el cuerpo, apoyados los codos sobre las rodillas y la cabeza sobre las palmas de las manos, crey� que el desdichado se preguntaba a s� mismo: ��Por qu� no?� La sagacidad del hombre de negocios vi� en ello una ventaja, y resolvi� sacar de ella todo el partido posible.

Durante las noches, vigilaban al enfermo desde la habitaci�n contigua, ora el se�or Lorry ora la se�orita Pross, a cuyo efecto hab�an establecido dos turnos, correspondientes a otras tantas mitades en que dividieron el servicio de guardia. El doctor sol�a pasar alg�n tiempo paseando por su cuarto antes de recogerse en el lecho; pero cuando se acostaba, dorm�ase profundamente y disfrutaba de un sue�o tranquilo. Llegada la ma�ana, no bien se levantaba, dirig�ase en l�nea recta a su banqueta y se pon�a a trabajar.

[174] En el segundo d�a de la crisis, Lorry salud� al doctor llam�ndole por su nombre, y seguidamente comenz� a hablarle de asuntos que a entrambos eran muy familiares. No le contest� aqu�l, pero era evidente que oy� lo que se le dec�a y que pensaba en ello, bien que de una manera confusa. Esto anim� a Lorry, quien rog� a la se�orita Pross que entrara a hacerle compa��a varias veces durante el d�a, a fin de hablar constantemente de Luc�a y de su padre, presente a las conferencias, con naturalidad y como si nada hubiese sucedido. Los resultados no fueron muy felices, pero tampoco tan est�riles que no animaran a Lorry a continuar el plan, pues se consigui�, ya que no otra cosa, disipar, siquiera fuera por breves instantes, el estado de indiferencia en que se hallaba sumido.

Cuando cerr� la noche de este segundo d�a, Lorry repiti� su pregunta del d�a anterior:

—Mi querido doctor: �quiere usted salir?

Y como el d�a anterior respondi� el interrogado:

—�Salir?

Fingi� Lorry una ausencia al no poder obtener otra contestaci�n, volviendo a entrar al cabo de una hora. Mientras Lorry estuvo fuera, el doctor retir� la banqueta que estaba junto a la ventana y se sent� en una silla, desde donde estuvo contemplando el pl�tano del patio; pero no bien entr� Lorry en la habitaci�n, volvi� a sentarse en la banqueta.

Pasaron los d�as, y las esperanzas que Lorry concibiera �banse desvaneciendo poco a poco. Cierto que la desgracia no hab�a salido de la habitaci�n del doctor; cierto que era un secreto para todos, que Luc�a ni remotamente la sospechaba y que era feliz y estaba contenta; pero el buen banquero no pod�a menos de ver, con profunda pena, que el zapatero, cuya mano estaba torpe los primeros d�as, iba adquiriendo una habilidad maravillosa, que el doctor tomaba por momentos m�s gusto al oficio, y que sus manos en ninguna hora del d�a trabajaban con tanto ardor y tanta destreza como cuando la noche tendi� su negro manto sobre el d�a noveno despu�s de la desgracia.

XIX.
UNA OPINI�N

Muertas las energ�as a manos de largas y ansiosas horas de incesante vigilancia, el se�or Lorry cay� dormido en su puesto de honor. Un rayo tan indiscreto como brillante del sol matinal vino a sacudir el pesado sue�o que le venciera la noche anterior, que era la d�cima de las de la serie de vigilancia.

Con mano nerviosa se frot� los ojos, p�sose en pie y corri� a la entrada del dormitorio del doctor. All� se detuvo con brus[175]quedad, pregunt�ndose si dorm�a o si estaba despierto. �Motivos? Los ten�a sobrados: la banqueta, con el resto de los �tiles del oficio de zapatero, estaba en un rinc�n, y el doctor le�a tranquilamente, arrellanado en una butaca junto a la ventana. Vest�a traje de ma�ana, y su rostro, que Lorry ve�a perfectamente, aunque un poquito p�lido, reflejaba una calma y una placidez absolutas.

Unos cuantos pellizcos administrados con mano firme llevaron al �nimo del se�or Lorry el convencimiento de que no dorm�a: punto era �ste que quedaba perfectamente aclarado y dilucidado. Pero si entonces estaba despierto, �no se pas� durmiendo los d�as anteriores? El zapatero, que tantos quebraderos de cabeza le proporcion�, �no ser�a un personaje so�ado, un hijo de prolongada pesadilla? �Cab�a otra explicaci�n al hecho de que estuviera entonces viendo, con sus propios ojos, perfectamente despiertos, a su amigo, vestido como de ordinario, tranquilo como de ordinario, y leyendo como de ordinario?

Y sin embargo, de no haber sido su confusi�n y su aton�a tan grandes, esta hip�tesis �ltima ca�a por su base. Si el desgraciado cambio de tan profunda impresi�n le hab�a producido fu� so�ado y no real, �qu� hac�a en la tranquila casa de Soho el banquero del famoso Tellson? �C�mo acababa de encontrarse dormido, vestido y calzado, sobre el sof� de la sala de consultas del doctor Manette? �Por qu� le asaltaban aquellas dudas a hora tan temprana de la ma�ana y precisamente en la entrada de la alcoba del doctor?

Minutos despu�s, la se�orita Pross susurraba algunas palabras en su o�do. Si alg�n resto de duda hubiese quedado en su �nimo, las palabras que her�an sus o�dos la habr�an disipado, pero no quedaban ya: su cabeza estaba fresca y las dudas hab�an desaparecido. Ante el nuevo estado de cosas, aconsej� Lorry no hacer nada hasta que llegase la hora del almuerzo, y visitar entonces al doctor como si nada hubiera ocurrido. Si su amigo continuaba tranquilo y due�o de s� mismo, Lorry le interrogar�a con cautelosa astucia y procurar�a obtener de �l mismo algo que pudiera orientarle y servirle de gu�a en lo sucesivo.

El plan, que mereci� la aprobaci�n de la se�orita Pross, fu� ejecutado con diligente esmero. Lorry, que dispuso de tiempo sobrado para acicalarse, se present� a la hora del almuerzo pulcro e irreprochable. El doctor fu� llamado como de ordinario, y como de ordinario se sirvi� el almuerzo.

De la conversaci�n, entablada y seguida por parte de Lorry con con cautela y tacto exquisitos, infiri� que el doctor cre�a que el matrimonio de su hija hab�a tenido lugar el d�a anterior. Avanzando con m�todo en sus trabajos de exploraci�n, dej� caer como al[176] descuido una alusi�n al d�a de la semana y del mes en que se encontraban, alusi�n que confundi� visiblemente al doctor, mas como quiera que en todos los dem�s reflejaba una serenidad de juicio evidente, Lorry resolvi� buscar la ayuda que ambicionaba, y esa ayuda la esperaba del mismo doctor. En consecuencia, terminado el almuerzo y levantados los manteles, dijo Lorry con muestras de vivo inter�s:

—Mi querido Manette, deseo me exponga usted su opini�n acerca de un caso que me interesa extraordinariamente, de un caso muy curioso... quiero decir, muy curioso para m�, pues quiz� usted lo encuentre natural y l�gico.

El doctor escuchaba con viva atenci�n y mirando con expresi�n conturbada sus manos encallecidas por el trabajo de los diez d�as �ltimos. Ya antes las hab�a mirado con frecuencia.

—Afecta el caso en cuesti�n, mi querido Manette—repuso Lorry—a un amigo m�o, a quien quiero mucho. He aqu� por qu� le ruego muy de veras que lo examine con verdadero inter�s y me aconseje en bien de mi amigo... y sobre todo, en bien de su hija... de la hija de mi amigo, mi querido Manette.

—Si no entiendo mal—contest� el doctor en voz muy baja,—se trata de un sacudimiento mental...

—�Eso es!

—H�bleme con claridad y sin omitir detalle—dijo el doctor.

Comprendi� Lorry que se hab�an entendido, y prosigui� as�:

—Mi querido Manette, se trata de una conmoci�n terrible, muy antigua y que dur� varios a�os, de una conmoci�n cruel, brutal, de las afecciones, de los sentimientos, de... las facultades, del esp�ritu... eso es: del esp�ritu. Cu�nto tiempo dur� la conmoci�n que rindi� y abati� al desdichado que fu� su v�ctima, es lo que no puedo precisar, pues s�lo mi amigo podr�a dec�rnoslo, y �l no se hallaba en condiciones de calcular el tiempo. El que sufri� la conmoci�n lleg� a reponerse de sus efectos merced a un proceso que ni �l mismo puede explicar... seg�n le o� manifestar en p�blico en una ocasi�n en que hizo un relato conmovedor de sus desgracias. Digo que se ha repuesto de los efectos del sacudimiento mental tan completamente, que hoy es un hombre de inteligencia clar�sima, un hombre que puede entregarse a ocupaciones intelectuales profundas, de alma vigorosa y de cuerpo fuerte, un hombre que multiplica todos los d�as sus conocimientos, y cuenta que ya antes pose�a de ellos rico caudal. Por desgracia... ha tenido... una peque�a reca�da.

El doctor pregunt� anhelante:

—�De qu� duraci�n?

—Ha durado nueve d�as con sus noches.

—�En qu� forma se manifest�?—pregunt� el doctor, mirando de nuevo sus manos.—�Tal vez vol[177]viendo a entregarse a alguna ocupaci�n antigua relacionada con su sacudimiento mental?

—En efecto.

—Otra cosa: �Tuvo usted alguna vez ocasi�n de verle entregado a esa ocupaci�n, durante su enfermedad original anterior a la reca�da?—pregunt� el doctor con gran calma, bien que siempre con voz muy baja.

—Una sola vez.

—Despu�s de su reca�da, �le encontr� usted igual que antes en casi todo... o en todo?

—Creo que en todo.

—Habl� usted antes de una hija de su amigo: �ha tenido la hija noticia de la reca�da del padre?

—No: la reca�da ha permanecido rodeada del secreto m�s r�gido, y no creo que la hija llegue a sospecharla nunca. De ella tenemos conocimiento dos personas nada m�s: yo, y otra de confianza absoluta.

—�Previsi�n delicada y generosa, amigo m�o!—exclam� el doctor estrechando efusivamente la mano de Lorry.

Los dos interlocutores guardaron silencio por espacio de algunos momentos.

—Soy hombre de negocios, mi querido Manette—dijo Lorry poniendo fin al silencio y hablando con acentos de vivo cari�o,—y, por tanto, profano en asuntos tan enrevesados y dif�ciles. Me faltan datos que me orienten, me falta inteligencia, conocimientos que me gu�en, me falta una persona que me asesore. En este mundo, no hay hombre en quien pueda yo hacer confianza ni que me pueda sacar de dudas, como no sea usted. D�game, �a qu� fu� debida la reca�da? �Existe peligro de que sobrevenga otra? Suponiendo que el peligro exista, �hay medios de prevenirla? �Qu� medios son estos? �Qu� puedo hacer en obsequio de mi amigo? Jam�s ha existido en el mundo hombre que con tanto anhelo deseara servir a un amigo como yo al m�o, si supiera c�mo; pero no s� qu� hacer si el caso se repite. Si su sagacidad de usted, sus conocimientos, su experiencia, pueden indicarme el camino recto, creo sin inmodestia que podr� hacer mucho: sin luces, sin auxilio extra�o, todos mis buenos deseos naufragar�n en el mar obscuro de mi ignorancia. Por favor, d�me usted algunas explicaciones, ilum�neme un poquito y ens��eme la manera de ser �til a mi amigo.

El doctor Manette baj� la cabeza y se sumergi� en profundas meditaciones. Lorry esper� con calma.

—Me parece muy probable—dijo el doctor al cabo de un rato—que la reca�da que usted acaba de describirme estuviera prevista por el que fu� su v�ctima.

—�Acaso prevista y temida?—se atrevi� a preguntar Lorry.

—Temida, s�—exclam� el doctor, estremeci�ndose involuntariamente.—No es posible que us[178]ted se forme idea aproximada del peso enorme con que ese temor gravita sobre el pecho del paciente... ni de la casi imposibilidad en que se encuentra de hablar palabra acerca del asunto que le oprime.

—�Y no ceder�a esa opresi�n—pregunt� Lorry—si se resolviera a confiar a alguien el secreto que por lo visto le atosiga?

—Creo que s�; pero le es, seg�n acabo de decir, punto menos que imposible. Hasta se me figura... que es imposible en absoluto.

Sobrevino otra pausa, a la que puso fin Lorry, preguntando con dulzura:

—�A qu� causa atribuye usted la reca�da?

—A mi juicio—respondi� el doctor Manette,—ha sobrevenido un despertar en�rgico de los recuerdos que fueron causa determinante de la enfermedad inicial, han revivido ideas asociadas con las torturas antiguas al soplo de alg�n suceso reciente. Es muy probable que en la mente del paciente viniera acumul�ndose desde hace alg�n tiempo el temor a ese despertar en�rgico de recuerdos dolorosos... con motivo de determinadas circunstancias.... con motivo de un suceso determinado... En este caso, el paciente intent� adoptar medidas de prevenci�n.... las adoptar�a seguramente, pero en vano. �Qui�n sabe si los mismos esfuerzos hechos para resistir el golpe le incapacitaron para soportarlo!

—�Cree usted que mi amigo recuerda lo que ha hecho durante la reca�da?—pregunt� Lorry, despu�s de vacilar durante algunos segundos.

Tendi� el doctor miradas tristes en derredor, movi� la cabeza, y contest� con voz m�s baja que nunca:

—�Absolutamente nada!

—Pasemos ahora al pron�stico... al porvenir.

—El porvenir—contest� con energ�a el doctor—me inspira grandes esperanzas. F�ndanse �stas en el escaso tiempo que gracias al Cielo ha durado la reca�da. Si tenemos en cuenta que el paciente, despu�s de caer postrado al peso de algo desde tiempo antes temido, de algo previsto m�s o menos v�gamente, de algo contra lo que en vano intent� prevenirse, se ha repuesto una vez ha estallado la nube, sobran motivos para creer que ha pasado lo peor.

—�Muy bien...! �Muy bien! Sus palabras me tranquilizan... �Gracias!—exclam� Lorry.

—�Gracias!—repiti� el doctor, doblando la cabeza.

—Quedan todav�a dos puntos sobre los cuales desear�a me instruyese. �Puedo continuar?

—Es el mayor favor que puede usted hacer a su amigo—respondi� el doctor alarg�ndole la mano.

—Primero: mi amigo es estudioso por temperamento y de una energ�a poco com�n. Persigue con ardor la adquisici�n de nuevos[179] conocimientos profesionales, hace experimentos laboriosos y se dedica a infinidad de cosas que exigen intensa labor mental. D�game: �no le parece que trabaja con exceso?

—Creo que no. Quiz� la �ndole de su inteligencia exige un trabajo mental continuo, bien sea la �ndole en cuesti�n innata y natural, bien modificada artificialmente, por decirlo as�, a consecuencia de pesares y aflicciones. Cuanto menos la ocupe en asuntos intelectuales, mayor ser� el peligro de que sus pensamientos tomen rumbos perjudiciales. Es probable que �l mismo, despu�s de observarse con detenimiento, haya hecho el descubrimiento a que me refiero.

—�Tiene usted seguridad de que la labor mental de mi amigo no es excesiva?

—La tengo; s�.

—Pero si le venciera el exceso de trabajo...

—Dudo mucho que tal cosa ocurra, mi querido Lorry. Cuando existe una tendencia violenta en una direcci�n determinada, se hace indispensable contrapesarla de alguna manera, o de lo contrario, se rompe el equilibrio.

—Perdone mi insistencia, mi querido Manette, pues sabido es que los hombres de negocios somos persistentes. Dando como averiguado que la reca�da que lamentamos fu� resultado de intensa presi�n mental, �no habr� peligro de que se repita?

—No lo creo... no puedo creerlo—contest� con acento de convicci�n profunda el doctor Manette.—Solamente la exacerbaci�n de una clase determinada de recuerdos podr�a provocar otra reca�da, solamente la vibraci�n violenta de la cuerda misma que motiv� la primera pudiera ser causa de otras. Ahora bien: despu�s de lo ocurrido, considero punto menos que imposible nuevas exacerbaciones de los recuerdos a que me refiero, imposibles nuevas vibraciones de la cuerda enferma. Creo... casi me atrevo a asegurar que han desaparecido para siempre las circunstancias que podr�an dar margen a nuevos tropiezos.

Hablaba el doctor con la timidez de quien sabe cu�n poco basta para trastornar la organizaci�n delicada de la inteligencia, y al propio tiempo con la confianza del que, templado en las aguas amargas de las tribulaciones, ha adquirido esa fortaleza que es capaz de resistir imp�vida los huracanes de la vida.

No ser�a su amigo quien tratase de combatir aquella confianza. Antes por el contrario, se mostr� m�s esperanzado y convencido de lo que en realidad estaba, y pas� a tratar el segundo punto. Era este mucho m�s dif�cil y escabroso que el primero: de ello estaba Lorry muy persuadido; pero record� la conversaci�n que el domingo tuviera con la se�orita Pross, h�zose cargo de las dolorosas escenas a que hab�a asistido[180] en los nueve d�as �ltimos, y comprendi� que estaba en el deber de afrontarlo.

—Durante su reca�da, por fortuna pasada ya, se entreg�... al oficio de... cerrajero—dijo Lorry, con vacilaci�n manifiesta.—S�; eso es: al oficio de cerrajero. A t�tulo de ejemplo que aclare bien los conceptos, diremos que mi amigo, durante el tiempo de su desequilibrio mental, acostumbraba trabajar en una fragua. A�adiremos que, debido a circunstancias que no hay por qu� detallar, ha vuelto a encontrar esa fragua. �No opina usted que es una l�stima que la conserve a su lado?

El doctor se pas� la mano por la frente.

—La tiene constantemente a su vista—repuso Lorry, mirando con ansiedad a su amigo.—�No le parece que ser�a preferible que no volviera a ver lo que forzosamente ha de recordarle tiempos penosos?

El doctor golpeaba el suelo con pie nervioso.

—�Tan dif�cil encuentra usted el consejo que le pido?—insisti� Lorry.—A m� me parece la soluci�n sencill�sima, no obstante lo cual, creo que...

—Comprenda usted—contest� el doctor Manette volvi�ndose hacia su interlocutor—que es sumamente dif�cil explicar con sujeci�n a las reglas inflexibles de la l�gica, las operaciones �ntimas de la mente del pobre hombre a quien usted se refiere. En tiempos pasados, solicit� con tanto ahinco dedicarse a ese oficio, que cuando le fu� concedido lo que anhelaba, di� gracias al Cielo desde lo m�s profundo de su alma. Es indudable que, al encontrarse con un medio que le permit�a substituir con la perplejidad de sus dedos la perplejidad de su cerebro, y con la destreza de sus manos las operaciones de su mente torturada cuando adquiri� alguna pr�ctica en el oficio, se aminorasen mucho sus tormentos, en cuyo caso, es natural que muestre resistencia a separarse de lo que tanto bien le hizo. Aun hoy, aunque creo que no existe el menor peligro de nuevas reca�das, aun cuando su amigo comparta esta confianza m�a, la idea de que pudiera llegar d�a en que hubiese de necesitar la fragua, y no la encontrase, creo que ha de producirle un dolor s�lo comparable al del padre a quien amenazan con separarle de su hijo.

—No estamos de acuerdo—replic� Lorry.—S� que no soy autoridad en la materia, pues como hombre de negocios, mi inteligencia se extingue cuando no la aplico a cosas tan materiales como libras esterlinas, chelines y billetes de Banco; pero aun as�, pregunto: �la conservaci�n de la fragua, no tiende a la perpetuaci�n de la idea? Si la fragua desapareciese, mi querido Manette, �no desaparecer�a con ella el miedo? En una palabra: �no es[181] concesi�n hecha al temor de conservar la fragua?

—Comprenda usted tambi�n—contest� el doctor al cabo de otro rato de silencio y con voz tr�mula—que se trata de un compa�ero antiguo.

—�Un compa�ero antiguo que yo alejar�a de mi lado!—replic� Lorry con gran entereza, pues bueno ser� advertir que la iba ganando a medida que la perd�a el doctor.—�Un compa�ero antiguo a quien yo sacrificar�a sin pizca de remordimiento! No me hace falta m�s que su autorizaci�n. Conservarlo es pernicioso; de ello estoy seguro. Conc�dame el permiso que solicito, mi querido Manette... �Usted es bueno... tiene buen coraz�n... conc�damelo en aras de la tranquilidad de la pobre hija de mi amigo...!

La lucha que en el pecho del doctor libraron pensamientos contradictorios, fu� enconada, terrible, espantosa. Al cabo del rato, dijo:

—En obsequio a la hija de su amigo, concedo la autorizaci�n que me pide. Sanciono el sacrificio de la fragua; pero que no se haga ante los ojos de su amigo. Aproveche un momento de ausencia y l�brenle del dolor de presenciar la destrucci�n de lo que fu� su compa�ero �nico en tiempos pasados.

Con verdadera alegr�a acept� Lorry la soluci�n, y la conferencia qued� terminada. Pasaron el d�a en el campo, lo que bast� para reponer al doctor. Durante los tres d�as siguientes hizo su vida normal, y a los catorce de la ausencia de su hija, sali� a reunirse con �sta y con su marido.

No bien cerr� la noche del d�a en que el doctor sali� de su casa, penetr� en el dormitorio de aqu�l nuestro buen amigo Lorry, armado de una cuchilla de carnicero, una sierra, un cincel y un martillo. Tras �l entr� la se�orita Pross con un candelero en la mano. A puerta cerrada, en el misterio de la noche, semejante al que comete un acto criminoso, el se�or Lorry hizo pedazos la banqueta de zapatero, mientras la se�orita Pross ten�a la luz como quien asiste a la comisi�n de un asesinato. En la cocina se procedi� luego a la incineraci�n de la pecaminosa banqueta, previamente reducida a astillas, y a continuaci�n, los �tiles y herramientas del oficio, zapatos, suela y cuero, recibieron honrosa sepultura en el jard�n anejo a la casa. Tanto el se�or Lorry, como la se�orita Pross, mientras ejecutaban la haza�a y hac�an desaparecer los rastros, se consideraban, y de ello ten�an casi aspecto, c�mplices de un crimen horrendo.

XX.
UNA S�PLICA

La primera persona que se present� en la casa del doctor Manette despu�s de haber regre[182]sado los desposados de su viaje de novios, fu� Sydney Carton. Su traje, sus maneras, sus ademanes, su expresi�n, puede decirse que eran las de siempre; pero sobre la dura corteza, con ser extraordinariamente �spera, resaltaba cierto aire de fidelidad que no pas� inadvertido a la escrutadora mirada de Carlos Darnay.

Carton aprovech� la primera oportunidad que se le depar� para llevar a Darnay al hueco de una ventana, donde le habl� sin que su conversaci�n llegara a o�dos de ninguno de los presentes.

—Deseo que seamos amigos, se�or Darnay—comenz� diciendo Carton.

—Me parece que lo somos ya—contest� Darnay.

—Agradezco que as� lo diga usted, aun siendo sus palabras dictadas lisa y llanamente por la educaci�n. Pero no me refer�a yo a esa amistad convencional. Al decirle que deseo que seamos amigos, aludo a otra clase de amistad.

Carlos Darnay le rog� que se explicase.

—�Por mi vida que encuentro m�s sencillo comprender yo la idea que hacerla comprensible a los dem�s!—respondi� Carton.—Probar�, sin embargo. �Recuerda usted aquella ocasi�n memorable en que me encontraba yo m�s borracho que de ordinario?

—Recuerdo la ocasi�n memorable en que me oblig� usted a declarar que hab�a bebido.

—No la he olvidado yo tampoco. La maldici�n que pesa sobre esas ocasiones deja en m� rastros tan duraderos, que puede decirse que no las olvido nunca. Abrigo la esperanza de que ha de llegar un d�a, el que ponga fin a los m�os sobre la tierra, en que satisfaga por aquella ocasi�n... No se alarme usted, que no es mi deseo sermonear.

—�Si no me alarmo! La seriedad en usted no puede alarmarme nunca.

—Pues bien: con motivo de la borrachera en cuesti�n... una de mis infinitas borracheras, estuve impertinente a m�s no poder habl�ndole sobre si me era simp�tico o antip�tico: le ruego que la olvide y que considere como no pronunciadas mis palabras.

—Las he olvidado hace mucho tiempo.

—�Otra vez inspiran sus palabras los cumplimientos, las conveniencias sociales! He de decir, se�or Darnay, que no olvido yo tan f�cilmente como pretende olvidar usted. Yo no la he olvidado, y le aseguro que una contestaci�n ligera e indiferente por su parte no ha de contribuir a hac�rmela olvidar.

—Si mi contestaci�n ha sido ligera, le ruego que me perdone—replic� Darnay.—Mi intenci�n fu� quitar toda la importancia a lo que, con no poca sorpresa m�a, preocupa a usted demasiado. Le declaro, bajo mi palabra de honor, que hace mucho tiempo que olvid� la conversaci�n de la noche a[183] que se refiere, y entiendo que al olvidarla, no contraje m�rito alguno. Pues qu�, �no me hab�a prestado usted aquel mismo d�a un servicio de esos que ning�n coraz�n medianamente agradecido puede ni debe olvidar?

—Me pone usted en el caso de decirle—respondi� Carton—que ese gran servicio de que me habla fu� sencillamente lo que podr�amos llamar una travesura profesional, uno de esos recursos a que solemos apelar los abogados para alcanzar populacher�a. Buena prueba de ello es que, cuando se lo prest�, me era completamente indiferente su suerte. Observe usted que he dicho cuando se lo prest�; es decir, que hablo de cosas pasadas.

—Se empe�a usted en empeque�ecer mi obligaci�n, y sin embargo, yo, menos quisquilloso que usted, no me ofendo por la ligereza de su contestaci�n.

—Es la verdad desnuda, se�or Darnay, la verdad desnuda. Pero me he separado del objeto que persegu�a. Hablaba de mis deseos de que seamos amigos. Como usted me conoce ya, huelga que le diga que mi amistad a nadie puede honrar. Si alguna duda le cabe, pregunte a Stryver.

—Prefiero formar opini�n sin su auxilio.

—Muy bien. Por lo tanto, ya sabe que soy un perro disoluto, incapaz de nada bueno, ahora y siempre.

—No estamos de acuerdo, amigo m�o.

—Se lo aseguro yo, y usted debe creerme. Prosigo. Si usted se encuentra con fuerzas para tolerar la presencia en esta casa de un sujeto que nada vale, y que por a�adidura goza de una reputaci�n discutible, yo le pedir� que como favor especial me consienta venir aqu� o marcharme, sin sujeci�n a horas ni a reglas, no viendo en m� otra cosa que un mueble in�til y... de buena gana a�adir�a anormal, si no fuera por el parecido f�sico que entre nosotros dos media... un mueble in�til, reservado para servicios raros y en el que uno ni repara siquiera. Dudo mucho que abuse del permiso, si me lo concede. Hay cien probabilidades contra una de que no utilizar� su complacencia m�s de cuatro veces al a�o. Ser�a para m� una satisfacci�n saber que abuso.

—�Har� usted lo posible por abusar?

—Veremos. �Me autoriza usted para que me tome la libertad que solicito, Darnay?

—Autorizado, Carton.

Di�ronse un apret�n de manos y seguidamente se separ� Carton. Un minuto despu�s, Carton era el hombre extravagante de siempre.

Aquella noche, en las conversaciones que siguieron a la cena, y en las cuales tomaron parte la se�orita Pross, el doctor, Lorry[184] y el matrimonio, habl�se incidentalmente y en t�rminos generales de Sydney Carton, pint�ndolo como problema viviente de indiferencia y de atolondramiento. Darnay dijo a su prop�sito algunas frases que, si bien no puede decirse que fueran duras ni ofensivas, reflejaban cierto menosprecio.

Lejos estaba �l de pensar que hab�a lastimado la sensibilidad de su bella esposa. Cuando m�s tarde, disuelta la tertulia, la encontr� en su habitaci�n, no pudo menos de observar en ella cierta preocupaci�n.

—Te encuentro pensativa esta noche—dijo Carlos, pasando su brazo al rededor de su cintura...

—Lo estoy, mi querido Carlos—contest� Luc�a, mir�ndole de frente,—estoy pensativa esta noche porque algo tengo en el pensamiento que me molesta.

—�Y qu� es, Luc�a m�a?

—�Me das tu palabra de no llevar tu curiosidad m�s all� de lo que yo desee?

—�Y qu� es lo que yo no prometer� a mi amor?

—Creo, Carlos, que el pobre se�or Carton merece m�s consideraci�n y m�s respeto del que t� le has expresado esta noche.

—�De veras? �Y por qu�?

—Eso es precisamente lo que no debes preguntarme. Piensa nada m�s... en que me consta que lo merece.

—Si a ti te consta, no hay m�s que hablar. �Qu� quieres que haga, vida m�a?

—Lo �nico que deseo es que le trates siempre con mucha generosidad, y que procures disculpar sus defectos cuando alguien los saque a la plaza p�blica en su ausencia. Tambi�n te ruego que creas que en su pecho late un coraz�n que pocas, poqu�simas veces se revela, un coraz�n cubierto de heridas muy profundas. Cr�eme, querido m�o, pues te aseguro que lo he visto sangrando.

—Cree que siento en el alma haberle hecho objeto de mis desconsideraciones—dijo Darnay, sin salir del asombro que las palabras de su mujer le produjeron.—No fu� mi intenci�n tratarle injustamente.

—Pues no le hiciste justicia, Carlos m�o. Temo que ha de ser imposible hacerle variar, que ni su car�cter, ni su manera especial de ser son susceptibles de modificaci�n; pero te aseguro que es hombre capaz de buenas acciones, m�s, de acciones magn�nimas.

Tan hermosa estaba Luc�a, tan vivos destellos de luz pur�sima derramaba sobre su lindo rostro la fe en un hombre, para todos perdido sin remedio, que su marido, sin tener voz para contestarla, qued� como extasiado contempl�ndola.

—�Compl�ceme, amor m�o!—exclam� Luc�a, dejando caer su cabecita sobre el pecho de su marido y alzando hacia �ste sus ojos.—�Reflexiona cu�n inmensa es nuestra dicha, y cu�n de compadecer es �l en su miseria!

[185] La s�plica di� en el blanco.

—�No lo olvidar� nunca, corazoncito m�o! �Lo recordar� mientras me dure la vida!

Inclin�se sobre aquella cabeza adornada con rica vestidura de oro, acerc� sus labios a los de rosa de Luc�a y estrech� a �sta entre sus brazos.

Si el paseante nocturno que en aquellos instantes recorr�a ensimismado las solitarias calles pr�ximas al rinconcito de Soho, hubiera podido oir aquella s�plica dictada por una piedad pur�sima, si le hubiese sido dado ver unas perlas clar�simas bebidas por un marido amante en unos ojos azules y limpios como el cielo, habr�a exclamado con transporte:

—�Que Dios bendiga su hermosa alma!

XXI.
PASOS QUE RESUENAN

Rinc�n el m�s admirable para recoger los ecos era el en que viv�a el doctor Manette. Luc�a, siempre ocupada en la agradable tarea de retorcer el hilo de oro que la un�a a su marido, a su padre, a si misma y a su antigua directora y compa�era, saboreaba una vida de felicidad no interrumpida en aquel pl�cido centro de la tranquilidad, escuchando el eco de los pasos del tiempo.

Algunas veces, sobre todo al principio, aun cuando se consideraba completamente feliz, sus manos dejaban caer sobre sus rodillas el hilo de oro que retorc�a, y el azul pur�simo de sus ojos se nublaba: era que entre los ecos que muy a lo lejos resonaban cre�a percibir algo muy ligero, muy sutil, apenas perceptible todav�a, y que, sin embargo, le produc�a cierta sensaci�n de malestar. Llenaban entonces por igual su coraz�n arrulladoras esperanzas y dudas mortificantes: esperanzas de conocer un amor que no conoc�a todav�a y temores de no vivir lo bastante para saborear los goces pur�simos de aquel amor. Entre los ecos que en esas ocasiones her�an sus o�dos, sonaban los de sus propios pasos caminando a la tumba; y al pensar en la soledad en que dejar�a a su marido, en el dolor agudo que su muerte le producir�a, el llanto acud�a a sus ojos y se desbordaba por sus mejillas.

Pasaron esos tiempos. En sus brazos jugueteaba ya un �ngel, llamado Luc�a, como ella; y entonces, dominando a todos los ecos de los pasos que avanzaban, destac�banse siempre los de unos piececitos diminutos mezclados a sonidos de plata emitidos por una lengua que comienza a balbucear. Ya pod�an ensordecer al mundo los ecos m�s estruendosos: la joven madre, sentada junto a la cuna, s�lo o�a la m�sica arrulladora de las medias palabras de su hijita. �El amigo divino de los ni�os, a quien todas las madres[186] suelen confiar el cuidado de sus hijos, hab�a tomado al de Luc�a en sus brazos y convert�dolo en manantial inagotable de dicha para ella!

Siempre ocupada Luc�a en retorcer el hilo de oro que ligaba a los felices miembros de aquella familia, siempre aportando al tejido de las vidas de todos el tramado de su ben�fica influencia, bien que evitando con cuidado exquisito que �sta predominase, en los ecos de los pasos de los a�os no o�a m�s que los de pisadas amigas. Entre ellos, destac�base por lo fuerte y pr�spero el de su marido; el de su padre era firme y siempre igual, y el de la se�orita Pross arrebatado y violento, un eco que despertaba mil ecos, eco semejante al del bronco corcel que relincha y patea al ser castigado.

Ni aun en las contadas ocasiones en que a los ecos de alegr�a se mezclaron ecos de dolor, fu� �ste cruel ni lacerante. Cuando sobre la almohada de una camita ca�an en desorden los rizos de una cabellera rubia, semejante a la de Luc�a, sirviendo de marco a una carita demacrada y transparente de un ni�o, que sonriendo con dulzura, dec�a: �Mucho siento dejar a mi papa�to, y a mi mama�ta; mucho siento separarme tambi�n de mi querida hermanita; pero me llaman de arriba y debo acudir al llamamiento�, las l�grimas que inundaron las mejillas de la madre no fueron l�grimas de agon�a; que no debe arrancarlas a sus ojos el hecho de que un �ngel abandone la envoltura que le serv�a de vestido.

Al suave aletear de un �ngel se unieron los ecos nacidos en la tierra, de lo que result� un rumor que no era del todo terreno, puesto que lo animaba un soplo de los cielos. Tambi�n se mezclaban a aquellos d�biles suspiros del viento que besan las flores del cementerio, suspiros que recog�a el o�do de Luc�a, creyendo que eran el alentar de un mar de verano que duerme sobre plana playa de arena mientras su hijita, estudiando con c�mica gravedad las lecciones de la ma�ana, o embebida en la tarea de vestir sus mu�ecas, charlaba mezclando palabras de las dos ciudades que se hab�an combinado en su vida.

Muy contadas veces contestaban los ecos al paso real de Sydney Carton. Media docena de veces al a�o, como m�ximum, hac�a valer su privilegio de presentarse en la casa del doctor sin ser llamado y de tomar parte en la tertulia de la noche como tantas veces hiciera en tiempos pasados. Jam�s se present� borracho ni medio bebido. Pero si rara vez sonaban en el rinconcito de Soho los ecos de sus pasos, en cambio era muy frecuente escuchar la breve y hermosa historia que a su prop�sito susurraban aqu�llos.

Jam�s ha existido hombre locamente enamorado de una mujer, que la haya visto y tratado[187] con ojos puros y pensamiento inmaculado despu�s que aqu�lla ha sido esposa y madre. Cual si los tiernos hijitos de �sta comprendieran su mudo dolor manifest�banle una simpat�a singular... algo as� como un instinto delicado de compasi�n hacia �l. No hablan los ecos cuando vibran estas sensibilidades que tienen su asiento en lo m�s rec�ndito del alma, pero aunque silenciosos, susurran. Carton fu� el primer extra�o a la casa a quien la diminuta Luc�a tendi� sus regordetes bracitos, y el ni�o, momentos antes de tender su vuelo hacia el cielo, exclam�: ��Pobre Carton! �Deseo que le den un beso por m�!�

Stryver penetraba por los dominios de las leyes cada d�a con br�os mayores, semejante a poderosa nave que surca revueltos mares, y en su estela se ve�a a Carton cual barcaza llevada a remolque. La barcaza as� favorecida por el nav�o que la tom� a remolque corre serios peligros, por regla general, navega con dificultad y casi siempre anegada. Tambi�n Carton surcaba dando tumbos los mares de la vida, expuesto a zozobrar en todo momento. Sin embargo, una costumbre arraigada y firme, m�s arraigada y m�s firme en su pecho que ninguno de los estimulantes que solemos llamar percepci�n del abandono de la desgracia, indic�bale el rumbo que deb�a seguir, y Carton lo segu�a, sin que jam�s se le ocurriera salir del estado lamentable en que se ve�a, sin que tuviera m�s aspiraciones de renunciar a su papel de chacal de un le�n que las que nunca haya tenido un chacal de carne y hueso de elevarse a la categor�a de le�n. Stryver era rico. Hab�a casado con una viuda due�a de soberbias propiedades y madre de tres hijos, ninguno de los cuales hab�a sido dotado por la mano de la naturaleza con dones excepcionales, aunque se distingu�an por la masa espesa de p�as hirsutas que adornaba sus cabezas.

Stryver, exudando protecci�n por todos los poros de su cuerpo, hab�a presentado a estos tres caballeritos en la pl�cida casita de Soho, y ofrec�dolos como disc�pulos al marido de Luc�a. Con delicadeza sin igual dijo el brillante abogado al hacer la presentaci�n:

—Tengo el gusto de aportar a su almuerzo matrimonial estos tres pedazos de pan, Darnay.

Con palabras muy corteses rechaz� Darnay aquellos tres pedazos de pan, alzando tal tempestad de indignaci�n en el noble pecho de Stryver, que de all� en adelante puso empe�o especial en que en el alma de los caballeritos en cuesti�n naciera y arraigara muy honda la idea de tratar con el desd�n m�s profundo a los mendigos como aquel maestro fam�lico, cuyo patrimonio �nico es el orgullo. Tambi�n ten�a la buena costumbre de enumerar y explicar a su mujer las artes de que en[188] otro tiempo se vali� Luc�a Manette para �pescarle�, y del muro de diamante que opuso a los artificios de aqu�lla, gracias al cual fu� para aquel pescador pez �no pescable�. Algunos colegas suyos, que sol�an ser sus compa�eros en sus excesos b�quicos, excus�banle diciendo que hab�a repetido tantas veces la mentira en cuesti�n, que hasta �l mismo la ten�a ya por verdad de fe... lo que lejos de excusar una ofensa la agrava en t�rminos bastantes para justificar que el ofendido lleve al ofensor a un sitio retirado y conveniente, y bonitamente y sin enojosos procedimientos le deje colgado de cualquier �rbol con un nudo corredizo.

Tales eran, entre otros, los ecos que Luc�a, pensativa unas veces y divertida y hasta riendo a carcajadas otras, o�a desde el pl�cido rinc�n de Soho. La ni�a cumpli� seis a�os. Los ecos de sus pasos por los caminos de la vida repercut�an en lo m�s hondo del coraz�n de la madre, confundidos con los no menos deliciosos de los pasos del doctor, siempre tranquilo y siempre activo, y con los de su marido, siempre tierno y siempre enamorado. En los o�dos de Luc�a sonaban, cual m�sica divina, los suaves ecos de aquel hogar, dirigido por ella misma, aquel hogar donde no reinaba la opulencia, pero s� la abundancia. Sonaban tambi�n, por cierto con dulzura exquisita, los ecos de lo que tantas veces dec�a su padre, a saber, que la encontraba m�s cari�osa, si era posible, de casada, que cuando era soltera.

Tambi�n sonaban otros ecos, a lo lejos, s�, pero no tanto que dejaran de oirse, ecos que rug�an amenazadores sobre el tranquilo rinc�n. Por la fecha del sexto cumplea�os de Lucita fu� cuando su voz atronadora subi� hasta las nubes, voz como de tempestad horrorosa desencadenada en Francia.

Una noche del mes de julio del a�o mil setecientos ochenta y nueve, se present� Lorry y tom� asiento junto a la ventana entre Luc�a y su marido. Era una noche tempestuosa y de aliento abrasador que record� a los tres aquella otra noche en que estuvieron contemplando el rayo desde aquella misma ventana.

—Principio a pensar—dijo Lorry, echando hacia el colodrillo su peluqu�n—que he debido pasarme toda la noche en el Banco. Ha llovido hoy sobre nosotros tan desencadenada tempestad de negocios, que no hemos sabido por d�nde comenzar ni por d�nde terminar. Cunde en Par�s la desconfianza en tales t�rminos, que la confianza viene hacia nosotros semejante a torrente impetuoso. Nuestros clientes de all� no ven el momento de confiarnos sus bienes y propiedades. �Nada, nada! �Es una verdadera man�a de enviarlo todo a Inglaterra la que les ha acometido de pronto!

—Lo que a mi juicio es un s�n[189]toma muy malo—observ� Darnay.

—�Mal s�ntoma, mi querido Darnay? Quiz�, si obedeciera a razones justificadas; �pero es tan poco racional el mundo! Lo �nico que hasta ahora hay de positivo es que nos echan encima un trabajo abrumador, seguramente sin motivo, sin consideraci�n a que en el Banco Tellson estamos muchos que somos ya viejos.

—Sin embargo—objet� Darnay,—sabe usted perfectamente que hay cerraz�n en el horizonte, que hace tiempo que se condensan las nubes amenazando tormenta.

—Lo s�... claro que lo s�—contest� Lorry, intentando persuadirse a s� mismo de la necesidad de mostrarse un poquito gru��n y descontento;—tan es as�, que vengo resuelto a re�ir con cualquiera para desquitarme de las fatigas de este endiablado d�a. �D�nde est� Manette?

—Aqu� hay un pedazo—contest� el doctor, entrando en aquel momento en la estancia.

—Me alegro que est� usted en casa, pues las prisas y presentimientos de hoy me han puesto nervioso sin raz�n ni motivo. �Supongo que no pensar� usted salir, eh?

—No; si quiere usted, jugaremos una partida de chaquete.

—Prefiero no jugar, que esta noche no estoy para contender con usted. �Est� aqu� el tablero, Luc�a? Tienen ustedes esta habitaci�n a obscuras y, como no soy gato, nada veo.

—Aqu� est�, esper�ndole a usted.

—Muchas gracias, queridita. �La preciosa est� en su camita?

—Durmiendo como un tronco.

—�Muy bien... muy bien! �La verdad es que no s� por qu� no ha de ir todo muy bien aqu�... gracias a Dios! Pero claro: �me han mareado hoy tanto... Y luego, ya no soy tan joven como ustedes... como era hace treinta a�os...! Mi tacita de te... Eso es, Luc�a... �Gracias! Ahora, d�jenme un hueco, me sentar� en el c�rculo, y procurar� prestar o�do a esos ecos acerca de los cuales tiene usted teor�as muy peregrinas.

—No son teor�as, sino caprichos de mi imaginaci�n.

—Perfectamente, querida; los llamaremos caprichos—replic� Lorry. Son numerosos, variados y atronadores, �verdad? �Claro! �No hay m�s que prestar atenci�n!


Pasos precipitados, pasos duros, pasos peligrosos que penetran violentamente en el centro vital de alguien, y que una vez se han te�ido de rojo dif�cilmente se limpian, resonaban a lo lejos, en el barrio de San Antonio de Par�s, y sus ecos trepidantes llegaban hasta el tranquilo rinc�n de Soho de Londres.

Aquella ma�ana, San Antonio[190] hab�a sido campo cubierto por ingente y ce�uda masa de descamisados que se mov�a impaciente, empenachada con acerados sables y bayonetas en cuya fr�a superficie se quebraban los rayos del sol. Las fauces de San Antonio dejaron escapar tremendos alaridos mientras inmenso bosque de brazos desnudos se agitaban en el aire, semejantes a ramas de �rboles azotadas por terrible vendaval. No hab�a mano que no empu�ara alg�n arma o semejanza de arma; no hab�a ventana que no arrojara a las turbas instrumentos de matanza.

De d�nde proced�an, qui�n las proporcionaba, d�nde comenzaba la lluvia de aquellos elementos de destrucci�n que cruzaban sobre las cabezas semejantes a brillantes rayos, es lo que nadie hubiese podido decir; pero es lo cierto que manos invisibles distribu�an mosquetes, cartuchos, p�lvora, balas, barras de hierro, trancas de madera, cuchillos, hachas, lanzas, picas. Los que no pod�an proporcionarse otra cosa, clavaban sus ensangrentados dedos en las junturas de las piedras o de los ladrillos y arrancaban bloques o adoquines de los muros. No hab�a en San Antonio pulso que no latiera desordenado, coraz�n que no pidiera sangre, ser vivo que en algo estimara la vida, ni persona que no pidiera a gritos sacrificarla.

As� como todos los remolinos de aguas hirvientes tienen su punto central, as� aquel mar encrespado giraba bramador en torno de la taberna de Defarge, todas las gotas humanas que ca�an en la caldera mostraban tendencia decidida a aproximarse al v�rtice donde Defarge en persona, ennegrecido ya por la p�lvora y el sudor, dictaba �rdenes, daba armas, obligaba a retroceder a este hombre y arrastraba hacia s� a aqu�l, desarmaba a uno para con sus armas armar a otro, y trabajaba y se mov�a y se multiplicaba en el centro de la tempestad.

—�No te separes de mi lado, Santiago Tercero!—bramaba Defarge.—�Vosotros, Santiago Primero y Santiago Segundo, poneos al frente de otros tantos grupos de patriotas! �D�nde est� mi mujer?

—�Aqu� estoy!—contest� la se�ora Defarge, reposada como siempre, pero sin hacer calceta.

La dulce se�ora empu�aba un hacha en vez de las agujas, y en la cintura luc�a dos adornos singulares: una pistola y un largo cuchillo.

—�Por d�nde andas, mujercita m�a?—pregunt� Defarge.

—En este momento contigo: dentro de un instante, a la cabeza de las mujeres—respondi� la tabernera.

—�Adelante, pues!—grit� Defarge con voz de trueno.—�Patriotas...! �Amigos m�os...! �A la Bastilla!

Cual si esta �ltima palabra odiosa hubiese dado forma a todos los alientos de Francia, rasg� los[191] aires espantoso rugido, encresp�se aquel mar viviente, se revolvieron sus fondos, se hincharon sus olas y anegaron la ciudad entera. Sonaron todas las campanas de alarma, tronaron todos los tambores, bram� y rugi� el mar, y comenz� el ataque.

Fosos profundos, dobles puentes levadizos, macizos muros de piedra, ocho torres ingentes, ca�ones, mosquetes, fuego y humo... �No importa! Entre mares de fuego y entre nubes de espeso humo... flotando entre el humo y cabalgando sobre el fuego, pues el mar le arroj� contra un ca��n e inmediatamente le convirti� en terrible artillero..., Defarge, el tabernero, trabaj� cual soldado infernal durante dos horas.

Un foso ancho y profundo, un solo puente levadizo, muros robustos de piedra, ocho grandes torres, ca�ones, mosquetes, fuego y humo... Cae un puente levadizo... ��Adelante, camaradas, adelante! �Adelante, Santiago Primero! �Adelante, Santiago Segundo! �Adelante, Santiago Mil, adelante, Santiago Dos Mil, Santiago Cinco Mil, Santiago Veinte Mil...! �Por todos los �ngeles del Cielo... por todos los demonios del infierno... como quer�is... adelante!� �Tales son los gritos que salen de la garganta del tabernero, convertido horas antes en artillero terrible, del tabernero, que no deja punto de reposo a su ca��n ya enrojecido!

��A m�, todas las mujeres!—gritaba mientras tanto su esposa.—�Pues qu�...! �No podemos matar nosotras lo mismo que ellos, luego que caiga en nuestro poder la plaza?�

Y hacia ella corr�an reba�os de mujeres, roncas, bramadoras, armadas con armas distintas, pero todas animadas del mismo esp�ritu: �del de la venganza!

Ca�ones, mosquetes, fuego y humo; pero quedaba un foso profundo, un puente levadizo, robustos muros de piedra y ocho grandes torres. Los heridos que ca�an dejaban algunos claros en el hirviente mar. Centellean las armas, arden las antorchas, despiden nubes de humo los carros cargados de paja humedecida, brotan barricadas por doquier, suenan feroces aullidos, atruenan el espacio repetidas descargas cerradas, hieren los o�dos espantosas imprecaciones, todos derrochan bravura, el mar viviente brama con furia redoblada... �y queda a�n el foso profundo, y el puente levadizo, y los robustos muros de piedra, y las ocho grandes torres, y Defarge, el tabernero, contin�a al pie del ca��n, puesto al rojo blanco como resultado de cuatro horas de servicio no interrumpido!

Dentro de la fortaleza aparece una bandera blanca... las olas rugen m�s que nunca, se hinchan, se elevan hasta las nubes y arrastran a Defarge el tabernero, lanz�ndole m�s all� del puente leva[192]dizo, m�s all� de los robustos muros de piedra, entre las ocho grandes torres.

Tan irresistible era la fuerza del oc�ano que le arrastraba, que hasta tomar aliento, hasta volver la cabeza fu� para �l tan impracticable como si contra la resaca del mar del Sur se debatiera, hasta que se encontr� en el patio interior de la Bastilla. Apoyado all� contra un �ngulo del muro procur� mirar en derredor. A su lado se encontraba Santiago Tercero, a escasa distancia vi� a su mujer, capitaneando a las de su sexo y blandiendo el cuchillo. Todo era tumulto, todo alegr�a, estupefacci�n ensordecedora y mani�tica, ruidos, furiosos redobles de tambores.

—�Los prisioneros!

—�Los registros!

—�Los instrumentos de suplicio!

—�Los prisioneros!

De todos estos gritos, y de diez mil incoherencias por el estilo, el que m�s repet�a aquel mar embravecido era el de ��Los prisioneros!�. Cuando penetraron las primeras olas, arrastrando por delante a los oficiales de la fortaleza y amenaz�ndoles con una muerte inmediata si dejaban un solo escondrijo sin revelar, Defarge agarr� con su poderosa zarpa a uno de aquellos, hombre de cabellos grises que llevaba en la mano una antorcha encendida, le separ� de los dem�s, y le dijo:

—�Ens��ame la torre del Norte... pronto!

—Lo har� con mucho gusto, si usted quiere—contest� el hombre—pero no hay en ella nadie.

—�Qu� significa Ciento Cinco, Torre del Norte?—pregunt� Defarge—�Contesta... pronto!

—�Que qu� significa, se�or?

—�Significa un cautivo o un calabozo para encerrar cautivos? �Responde! �Es que quieres que te mate como a un perro?

—�M�tale!—vocifer� Santiago Tercero.

—Es una celda, se�or.

—Ens��amela.

—Por aqu�, se�or.

Santiago Tercero, hidr�pico insaciable como siempre, desilusionado evidentemente al ver que el di�logo tomaba un giro que alejaba las probabilidades de que se derramase sangre, se asi� al brazo de Defarge al mismo tiempo que �ste as�a el del calabocero. Durante el breve di�logo que queda transcrito las cabezas de los tres hombres estuvieron pegadas, y aun as� con dificultad lograban oirse; tan tremendo era el estruendo producido por aquel oc�ano viviente al penetrar en la fortaleza e inundar las salas, celdas, pasillos y escaleras. No era menor el griter�o fuera, de donde arrancaban de tanto en tanto truenos que presagiaban tumulto, rel�mpagos que cruzaban la caldeada atm�sfera cual inconmensurables l�tigos manejados por titanes.

Defarge, el calabocero y Santiago Tercero, asidos por los brazos, atravesaron, con cuanta rapidez[193] les fu� posible, sombr�os corredores jam�s visitados por la luz del d�a, cruzaron frente a pavorosas puertas de mazmorras t�tricas y h�medas, descendieron por cavernosos tramos de escalera, subieron luego �speros escalones de piedra y de ladrillo, m�s semejantes a cataratas secas que a escaleras. De tanto en tanto, sobre todo al principio, la inundaci�n les cerraba el paso o les arrastraba; pero al cabo de un rato, luego que penetraron en una escalera de caracol y empezaron a subir a una torre, quedaron solos. Tan espesos eran los muros gigantes que los aislaban del mundo, que sus o�dos, cual si hubiesen quedado destrozados como consecuencia de los furiosos estruendos anteriores, apenas si percib�an sordos rumores.

Hizo alto el calabocero frente a una puerta muy baja, sac� una llave, abri�, y dijo mientras encorvaba el cuerpo para poder entrar:

—Ciento Cinco, Torre del Norte.

Encontr�ronse en un cuadrado formado por cuatro muros ennegrecidos. En uno de ellos se ve�a una argolla de hierro enmohecido, y en otro, a la altura del techo abovedado, un ventanillo defendido por gruesos barrotes de hierro y dispuesto en forma que con dificultad permit�a ver una l�nea muy estrecha del cielo azul. Montones de cenizas cubr�an el suelo, y su mobiliario lo formaba un banco, una mesa y un jerg�n.

—Pasa poco a poco la antorcha por los muros para que yo pueda ver—dijo Defarge al calabocero.

Obedeci� el hombre. Defarge examinaba con mirada penetrante los muros.

—�Alto...! �Mira, Santiago!

—A. M.—rugi� Santiago Tercero con expresi�n anhelante.

—Alejandro Manette—susurr� Defarge en su o�do, poniendo la yema de su �ndice sobre las iniciales.—Aqu� ha escrito �pobre m�dico�. �No hay duda! �El fu� quien grab� aqu� su epitafio! �Qu� es lo que tienes en la mano? �Una barra de hierro? �D�mela!

Defarge, que conservaba a�n en su mano el botafuego del ca��n, lo cambi� por la barra de hierro que le alarg� Santiago Tercero y, en menos tiempo del que en referirlo tardamos, hizo astillas el banco y la mesa.

—�Alza la luz!—grit� con furia al calabocero.—�Y t�, Santiago, toma mi cuchillo,—a�adi�, arroj�ndoselo—rasga ese jerg�n, y busca entre la paja...! �Arriba la luz!

Despu�s de dirigir al calabocero una mirada amenazadora, Defarge, mientras Santiago Tercero ejecutaba su orden, escarbaba con la barra de hierro por entre las junturas de las losas del pavimento, revolv�a las cenizas e intentaba mover los sillares de los muros.

—�No has encontrado nada, Santiago?—pregunt� al cabo del rato.

—Nada.

[194] —Vamos a hacer un mont�n con la paja y las astillas... �As�! �Prende fuego, carcelero!

El carcelero obedeci� al punto la orden. Los tres hombres salieron de la mazmorra dejando ardiendo las materias combustibles y volvieron nuevamente al patio, donde el desorden era tan espantoso, si no m�s, que antes.

Andaba el populacho buscando fren�tico, loco, a Defarge; y es que quer�a que el tabernero fuera el jefe de la guardia encargada de la vigilancia del gobernador que hab�a defendido a la Bastilla y hecho fuego sobre el pueblo. �C�mo, si no, ser�a conducido el gobernador al H�tel de Ville para ser juzgado? �C�mo, si no, se evitar�a que escapase, dejando sin vengar la sangre del pueblo, que bruscamente hab�a adquirido alg�n valor, despu�s de tantos a�os de no valer nada?

Entre las innumerables turbas que bramaban de coraje y se mov�an inquietas en derredor de la severa persona del anciano funcionario, a quien hac�an m�s visible su sobretodo gris con vivos rojos, no hab�a m�s que una persona tranquila y sosegada, y esa persona era una mujer.

—Ah� ten�is a mi marido—dijo, extendiendo un brazo hacia Defarge.

Inm�vil estaba junto al gobernador cuando apareci� su marido, e inm�vil continu� sin separarse de la persona de aqu�l. A su lado permaneci� r�gida y tranquila mientras Defarge y los suyos le conduc�an por las calles, y no se separ� cuando estaban para llegar a su destino, ni cuando por la espalda comenzaron las turbas a asestarle golpes, ni cuando se cebaron en sus carnes las puntas de innumerables cuchillos, ni cuando acribillado cay� muerto sobre las piedras de la calle. Tan cerca de �l se encontraba, que al verle caer, anim�ndose de pronto, puso su pie sobre el cuello del muerto y con su afilado cuchillo le cort� la cabeza.

Muy pronto sonar�a la hora en que San Antonio har�a bajar los faroles que iluminaban sus brutalidades y los substituir�a con cad�veres de arist�cratas. La sangre de San Antonio se enardec�a a medida que se enfriaba la de la mano de hierro de la tiran�a... a medida que corr�a por la escalinata que precede a las puertas del H�tel de Ville la del gobernador, a medida que se manchaba de rojo la suela del zapato de la se�ora Defarge al oprimir el cuello del infeliz a quien hizo objeto de horrible mutilaci�n.

—�Bajad aquel farol!—rugi� San Antonio, despu�s de volver en derredor sus ojos sanguinolentos.—�Quer�is un centinela? �Aqu� le ten�is! �Es un soldado de nuestros enemigos!

Y all� qued� el centinela, balance�ndose l�gubremente, mientras el populacho se alejaba rugiendo.

Era un mar de aguas negras y amenazadoras, un mar cuyas olas[195] llevaban aparejada en cada uno de sus movimientos la destrucci�n, mar de profundidad insondable, mar cuyas fuerzas nadie conoc�a. Un mar abroquelado contra el aguij�n del remordimiento, mar de agitaciones turbulentas, de gritos de venganza, de corazones endurecidos en los hornos del sufrimiento, sobre cuya diamantina superficie resbalaba la piedad sin dejar la huella m�s insignificante.

Pero en aquel oc�ano de caras, vivo reflejo de todas las furias, de todas las violencias, pod�an observarse dos grupos de rostros, cada uno de ellos formado por siete, rostros que se destacaban de entre las hirvientes olas humanas que los arrastraban, restos n�ufragos como jam�s han flotado sobre mar alguno. Sobre las cabezas de las muchedumbres se ve�an siete rostros de prisioneros sacados inopinadamente de sus tumbas por la tromba humana que las visit�, siete rostros espantados, pasmados, aturdidos, cual si fueran llevados al suplicio en hombros de regocijados demonios; y otras siete caras, llevadas m�s en alto, siete caras muertas, cuyos p�rpados ca�dos y ojos medio cerrados esperaban la llegada del d�a del Juicio; caras impasibles cuya vida no parec�a extinguida, sino suspendida, caras que parec�a que iban a alzar nuevamente los p�rpados y a abrir los labios cubiertos de sangre para decir: ��T� me asesinaste!�

Siete prisioneros libertados, siete cabezas sangrientas llevadas como horribles trofeos en los hierros de las picas, las llaves de la maldecida fortaleza de las ocho fuertes torres, algunas cartas, unos cuantos memoriales de prisioneros antiguos muertos de dolor largos a�os antes... y algo m�s por el estilo, recorr�an las calles de Par�s en medio de numeros�sima escolta, un d�a de mediados de julio del a�o de mil setecientos ochenta y nueve. �Quiera el Cielo alejar de la vida de Luc�a Darnay el eco de los pasos de la escolta en cuesti�n! Porque son ecos de pasos precipitados, de pasos duros, de pasos peligrosos que penetran violentamente en el centro vital de alguien, ecos producidos por pies que a�os antes se ti�eron de rojo a ra�z de haberse roto una barrica cerca de la puerta de la taberna de Defarge, y cuando de rojo se ti�en esos pies, dif�cilmente se limpian.

XXII.
SUBE LA MAREA

S�lo durante una semana hab�a endulzado el terrible San Antonio las asperezas del pan duro y amargo que llevaba a la boca, s�lo durante una semana hab�a tenido la satisfacci�n de hacer cuanto le viniera en gana y de alternar sus expansiones con sendos abrazos fraternales y cordiales felicitaciones. La se�ora Defarge presid�a[196] desde su sitio de costumbre a sus parroquianos. Ya no luc�a una rosa en la cabeza, pues la gran cofrad�a de los esp�as se hab�a hecho tan circunspecta en el breve lapso de siete d�as, que ni por milagro se encontraba uno dispuesto a confiarse a los tiernos cuidados del Santo. Los faroles de aquellas calles ejerc�an sobre ellos influencia portentosa.

Cruzada de brazos contemplaba la se�ora Defarge desde detr�s del mostrador la calle, a la par que vigilaba su establecimiento. Ni en �ste ni en aqu�lla faltaban nutridos grupos de holgazanes, escu�lidos y harapientos, pero con caras que reflejaban el poder�o que sobre sus miserias hab�an entronizado. Hasta el gorro m�s sucio y desgarrado, mirando ce�udo desde lo alto de la cabeza que medio cubr�a, parec�a decir: �S� cu�n dura hic�steis para m� la vida: �pero sab�is vosotros lo f�cil que para m� se ha hecho arrancar la regalada y feliz que llev�is?� Todos los brazos desnudos que hasta entonces hab�an carecido de trabajo, lo ten�an ya ahora abundante y perpetuo: herir, matar. Los dedos de las mujeres, ocupados hasta entonces en hacer calceta, hab�anse aficionado a otros menesteres desde que se persuadieron de que sab�an desgarrar. San Antonio hab�a sufrido radical transformaci�n: la imagen, despu�s de cientos de a�os de tranquilidad, se pon�a en movimiento y descargaba golpes aterradores.

Todo esto lo observaba la se�ora Defarge desde detr�s del mostrador de su establecimiento con la complacencia del jefe de las mujeres de San Antonio. Una de sus hermanas hac�a media a su lado. Era una mujer baja de estatura y su poquito rechoncha, casada con un tendero y madre de dos hijos por a�adidura, que se hab�a conquistado el glorioso sobrenombre de �La Venganza�.

—�Atenci�n!—exclam� La Venganza—�Qui�n viene?

Cual si hubieran puesto fuego a un reguero de p�lvora que se extendiera desde las fronteras de los dominios de San Antonio hasta la taberna de Defarge, as� llegaron hasta la tienda rumores, nacidos muy lejos, y propagados con rapidez vertiginosa en todas direcciones.

—�Es Defarge!—dijo la tabernera.—�Silencio, patriotas!

Entr� Defarge jadeante, sin alientos; arranc� de su cabeza el gorro rojo que la adornaba, y tendi� r�pidas miradas en torno suyo.

—�Atenci�n todos!—grit� la tabernera.—�Escuchadle!

Defarge hab�a quedado en el umbral, contemplando el mar de ojos abiertos y de bocas m�s abiertas todav�a que llenaba la calle. Las personas que hab�a dentro de la taberna se pusieron en pie.

—�Habla, Defarge!—repuso la tabernera.—�Qu� pasa?

[197]

—�Noticias del otro mundo!

—�De veras?—pregunt� su mujer, poniendo en sus palabras fuerte entonaci�n sarc�stica.—�Del otro mundo?

—�Os acord�is todos de aquel individuo llamado Foulon, que dijo al pueblo hambriento que comiera hierba, y que procurase morirse pronto y largarse a los infiernos?

—�S�...!—gritaron las turbas al un�sono.

—A �l se refieren mis noticias. Lo tenemos entre nosotros.

—�Entre nosotros!—rugieron todos.—�Muerto?

—No; est� vivo. Tal era el terror que nos ten�a... y con raz�n, que se hizo pasar por muerto y mand� que le hicieran soberbios funerales. Pero se le ha encontrado vivo, escondido en el campo, y le han tra�do aqu�. Acabo de verle en este instante mientras le llevaban prisionero al H�tel de Ville. He dicho que con raz�n nos tem�a... �Decidme...! �Nos tem�a con raz�n?

La sangre de aquel pecador antiguo se habr�a congelado si hubiese llegado a sus o�dos el feroz grito que sali� de las fauces del monstruo.

Siguieron unos momentos de silencio profundo. Defarge y su mujer se miraron mutuamente con fijeza espantosa; qued� inm�vil La Venganza, y un tambor redobl� a lo lejos mientras detr�s del mostrador sonaba un rumor como de pies que se mov�an.

—�Patriotas!—grit� Defarge con voz resuelta.—�Estamos listos?

Inmediatamente apareci� el largo cuchillo en la cintura de la tabernera, redoblaron tambores por las calles, cual si ellos y los que golpeaban sus parches hubiesen brotado por artes m�gicas, y La Venganza, lanzando feroces alaridos, suelto el pelo y agitando los brazos sobre su cabeza, semejante, no a una, sino a las cuarenta Furias juntas, corr�a de casa en casa excitando a las mujeres.

Terrible era la expresi�n de los hombres que, sedientos de sangre, asomaban sus cabezas por las ventanas; m�s terrible todav�a la de los que, empu�ando las armas m�s mort�feras de que pod�an disponer, sal�an de las puertas de las casas y se desparramaban furiosos por las calles; pero la de las mujeres, bastaba para helar la sangre del hombre m�s imp�vido. Abandonando las ocupaciones dom�sticas impuestas por su miseria, dejando en el desamparo, tendidos sobre el duro suelo a sus viejos y a sus hijos, desnudos y pereciendo de hambre, sal�an a la calle, suelto el cabello, atropell�ndose unas a otras, aullando como fieras enloquecidas y obrando como tales.

—�Muera Foulon, que me rob� a mi hermana!

—�Muera el villano Foulon, que rob� a mi madre!

—�Muera el canalla Foulon, que me rob� a mi hija!

Otras, en grupos numerosos,[198] penetraban entre las que lanzaban los gritos anteriores y, golpeando con sa�a sus pechos y mes�ndose los cabellos, vociferaban:

—�Foulon vivo! �No debe vivir el que dijo al pueblo hambriento que comiera hierba! �No puede vivir el demonio que me dijo que diera hierba a mi madre cuando me faltase el pan! �No vivir� el monstruo que me dijo que diera a chupar hierba, cuando mis pechos, secos por el hambre, no pudieran proporcionarle la leche que para vivir necesitaba!

—�Virgen Santa!—exclamaban otras.—�Esc�chame, hijo m�o, desde el otro mundo al que te llev� el inhumano Foulon! �Esc�chame, padre m�o, muerto de hambre por su causa! �Por vuestros huesos, por vuestra alma, juro dejaros vengados en la persona de Foulon!

—�Maridos... dadnos la sangre de Foulon! �Padres j�venes, dadnos la cabeza de Foulon! �Hermanos, dadnos el coraz�n de Foulon! �Patriotas mozos, dadnos el cuerpo y el alma de Foulon, haced pedazos el cad�ver miserable de Foulon, enterradlo, para que abone la tierra y crezca sobre sus restos la hierba que nos aconsejaba que comi�ramos!

Estos y otros gritos no menos espantosos excitaban hasta el frenes� a no pocas mujeres que, despu�s de correr con furia insana, de aullar como fieras y de golpear y ara�ar a sus mismos amigos, rodaban por el suelo con los ojos fuera de las cuencas y espumeantes las bocas. Gracias a que sus parientes o amigos las alzaban, no mor�an aplastadas bajo los miles de patas de las fieras.

No se perdi� un momento. Foulon estaba en el H�tel de Ville donde acaso le pusieran en libertad... �Tolerar�a San Antonio semejante burla? �Jam�s, si no hab�a perdido la noci�n de su dignidad, la memoria de sus sufrimientos, de sus insultos, de sus injusticias! R�o desbordado de hombres armados y de mujeres desgre�adas rebas� bien pronto el lecho del distrito arrastrando consigo a toda criatura humana criada a los secos pechos de San Antonio, con excepci�n solamente de algunos viejos decr�pitos y de unos cuantos ni�os incapaces de andar.

Ya han penetrado las turbas en la sala donde toman declaraci�n al viejo, que habr� sido tal vez un desalmado, pero que en en aquellos instantes era digno de compasi�n. En lugar preferente, en primera fila, a poca distancia del preso, se hallan los Defarges, marido y mujer, La Venganza y Santiago Tercero.

—�Miradle!—grita la tabernera, se�al�ndole con la punta del cuchillo.—�Ah� ten�is al viejo villano amarrado con cuerdas! �No estar�a de m�s atarle un haz de hierba a la espalda! �Ja, ja, ja, ja! �Es lo mejor que podemos hacer... obligarle a comer hierba!

La tabernera coloc� su cuchillo[199] bajo el brazo y se aplaudi� a s� misma.

Como las gentes que estaban colocadas de espaldas de la se�ora Defarge se apresuraron a explicar a los que les segu�an la causa de la satisfacci�n de aqu�lla, y la explicaci�n cundi� de o�do en o�do como reguero de p�lvora, pronto sonaron aplausos ensordecedores en la sala, en la calle y en las plazas inmediatas. De la misma manera, todas las expresiones de impaciencia pronunciadas por la se�ora Defarge durante dos o tres horas, fueron transmitidas con rapidez pasmosa a gran distancia. No es de admirar: hombres dotados de agilidad excepcional treparon por la fachada del edificio, aprovechando los adornos arquitect�nicos que la cubr�an, hasta encaramarse a los alf�izares de las ventanas, desde donde ve�an y o�an perfectamente a la se�ora Defarge y hac�an oficio de tel�grafo entre aqu�lla y el pueblo que rug�a fuera.

El sol subi� tanto, que al fin lanz� sobre la cabeza del viejo un rayo alegre de confianza o de protecci�n. Nubes de polvo se alzaron a lo lejos; ruido de furioso galopar de caballos trajo el aire entre sus ondas; pero San Antonio estaba despierto, San Antonio velaba, y sus ojos perspicaces vieron las nubes de polvo, y sus o�dos delicados oyeron el retumbar de los cascos de los caballos.

Defarge salv� de un salto la balaustrada y la mesa, y estrech� en mortal abrazo al desventurado viejo. Sigui� la tabernera como esposa fiel a su marido, y agarr� una de las cuerdas que agarrotaban al preso. Antes que La Venganza y Santiago Tercero tuvieran tiempo para reun�rseles, antes que los hombres encaramados en las ventanas pudieran saltar a la sala, la ciudad entera parec�a gritar con cientos de miles de bocas:

—�Es nuestro...! �Al farol!

Derribado en tierra y vuelto a levantar, obligado a bajar arrastrando aquella escalera fatal, unas veces de cabeza, otras de rodillas, ora de bruces y ora de espaldas, brutalmente golpeado y herido, sofocado a consecuencia de los manojos de hierba y de paja que cientos de manos introduc�an violentamente en su boca, destrozado, molido, perdiendo la sangre a chorros, el desdichado no cesaba un instante de pedir compasi�n. Sus agon�as aumentaron cuando las fieras m�s inmediatas a su persona se separaron para que nadie se privara del placer de contemplarle, y llegaron al �ltimo l�mite al ver que le ataban por los pies a un tronco y le llevaban a la esquina inmediata, donde hab�a un farol. All� le solt� la se�ora Defarge, semejante al gato que juega con un ratoncillo, y le mir� con calma espantosa y sin despegar los labios, mientras los hombres ultimaban los preparativos, sin que las s�plicas que el infeliz le dirig�a hicieran mella en su pecho. Iz�ronle, y se rompi� la cuerda.[200].. Dos veces ocurri� lo mismo, hasta que al fin, una cuerda, m�s compasiva que los hombres, resisti� y puso fin a sus padecimientos. San Antonio bailaba momentos despu�s en derredor de una cabeza, clavada en una pica, de cuya boca sal�an manojos de hierba y de paja.

No termin� all� la jornada. Tanto grit� San Antonio, tanto bail�, que su sangre ardiente se encendi� de nuevo a la ca�da de la tarde, al saber que un yerno del viejo ca�do bajo sus iras, otro de los enemigos y ofensores del pueblo, llegaba a Par�s con una escolta de quinientos hombres montados. San Antonio escribi� la relaci�n de sus cr�menes en hojas de papel tinto en sangre, acometi� a la escolta... y minutos despu�s recorr�a las calles alegre procesi�n llevando clavados en picas los trofeos de la jornada: �dos cabezas y un coraz�n!

Hasta que cerr� la noche no pensaron aquellos hombres y aquellas mujeres en los viejos o en los ni�os que dejaran en sus casas abandonados y sin pan. Las m�seras panader�as se vieron sitiadas por interminables filas de personas que aguardaban les llegase el turno para comprar un m�sero mendrugo de mal pan, y mientras esperaban con los est�magos vac�os, festejaban sus triunfos abraz�ndose unos a otros y charlando sin cesar. Gradualmente fueron acort�ndose las filas, que al fin desaparecieron: entonces brillaron algunas luces mortecinas en el interior de las casas y se encendieron en las calles algunas hogueras donde los m�s miserables guisaban en com�n la gazofia que luego com�an en sus hogares respectivos.

Aquellas cenas eran pobres e insuficientes, puras de carne y limpias de salsas y de condimento, y, sin embargo, los ojos de los que com�an viandas tan poco apetitosas dejaban escapar destellos de alegr�a. Padres y madres que hab�an tomado parte activa en la jornada jugueteaban alegres con sus macilentos hijos, y los enamorados, no obstante la cerraz�n del cielo, amaban y esperaban.

Estaba muy pr�ximo el d�a cuando se retiraron los parroquianos de la taberna de Defarge, quien, mientras cerraba la puerta, dijo a su mujer:

—Al fin lleg�, querida.

—S�... casi—replic� la se�ora.

Durmi� San Antonio, durmi� Defarge, hasta La Venganza durmi� junto a su fam�lico tendero, y durmieron tambi�n los tambores. Eran �stos la �nica voz de San Antonio que no cambiaba, que siempre sonaba lo mismo. Si La Venganza, a cuyo cargo estaban, los hubiera despertado, bien seguro es que hubiesen pronunciado el mismo discurso que pronunciaron cuando cay� la Bastilla, el mismo que pronunciaron cuando fu� decapitado Foulon.

[201]

XXIII.
EL INCENDIO ADQUIERE INCREMENTO

Han sobrevenido cambios importantes en la aldea de la cual sal�a todos los d�as el pe�n caminero para arrancar a las piedras que cubr�an los caminos el mendrugo de pan que manten�a su alma ignorante ligada a su enflaquecido cuerpo. La prisi�n del tajo no era ya tan formidable como antes. La guardaban soldados, pero pocos en n�mero; guardaban oficiales a los soldados, pero ignoraban qu� har�an los soldados, pues si algo sab�an, era... que se guardar�an muy bien de hacer lo que ellos les ordenasen.

Todo el territorio que alcanzaba la vista era una estepa desolada. La hierba que cubr�a los caminos y los campos, las plantas que en �stos germinaban, eran tan pobres y raqu�ticas como el mismo pueblo. Plantas dobladas, derribadas, aplastadas... hombres de espaldas encorvadas, hombres descorazonados, oprimidos... la miseria en las habitaciones, la miseria en las cercas de las huertas, la miseria en los animales dom�sticos, la miseria en los hombres, en las mujeres, en los ni�os, la miseria en el suelo sobre el cual todos asentaban sus pies.

El se�or, casi siempre caballero dign�simo considerado como individuo, era una bendici�n nacional, daba tono a las cosas, constitu�a por s� solo un ejemplo elocuente de vida brillante y fastuosa; pero el se�or, considerado como instituci�n, como clase, hab�a creado aquel estado deplorable de cosas. �Extra�o fen�meno que el mundo, sacado de la nada para gusto y regalo del se�or, quedara tan pronto exprimido y sin una gota de jugo! Y, sin embargo, as� era. El se�or, no encontrando ya una gota de sangre que chupar, no viendo nada en que poder morder, comenzaba a dar la espalda a un fen�meno tan bajo como inexplicable.

Pero no estribaban precisamente en eso los cambios importantes sobrevenidos en la aldea y en muchas otras aldeas parecidas. Docenas de a�os atr�s el se�or estrujaba y exprim�a al pueblo sin que se le ocurriera honrarle con su graciosa presencia m�s que muy contadas veces, y aun �stas, para entregarse a los placeres de la caza... fuera �sta de hombres, fuera de animales. No. Consist�a el cambio en la aparici�n de caras de baja estofa m�s que en la desaparici�n de las caras de la clase alta. Por el tiempo a que nos referimos, cuando el solitario pe�n caminero trabajaba revolviendo la tierra, sin ocurr�rsele pensar que era polvo y que en polvo hab�a de convertirse, pues casi sus pensamientos giraban siempre sobre lo poco que para cenar encontrar�a en su casa, y[202] lo mucho que comer�a si lo tuviese, en aquellos tiempos, si levantaba los ojos del suelo y los tend�a a lo largo del camino, no era imposible que tropezaran con hombres de rudo aspecto, muy raros antes en aquellos lugares y muy frecuentes ahora. A medida que aqu�llos se aproximaban al caminero, ve�a �ste que se trataba por regla general de individuos de �speras cerdas y aspecto casi b�rbaro, altos, calzados con zuecos, de mirar feroz, cubiertos de barro y de polvo, como quien ha pisado muchos caminos.

Uno de estos ejemplares se apareci� de improviso al caminero, un d�a del mes de julio a eso de las doce, mientras se encontraba sentado al abrigo de una pared, para resguardarse del granizo que las nubes enviaban en abundancia.

El desconocido le mir�, pase� a continuaci�n sus ojos por la aldea que dorm�a en la hondonada, por el molino y por la prisi�n que se alzaba sobre el tajo, y cuando hubo identificado todos aquellos objetos, pregunt�, en dialecto que apenas era inteligible:

—�Qu� tal, Santiago?

—Muy bien, Santiago.

—�Ch�cala!

Los dos interlocutores cambiaron un apret�n de manos.

—�No hay comida?

—Cena nada m�s—respondi� el caminero con cara de hambre.

—Es la moda—gru�� el desconocido.—No encuentro a nadie que coma. Seguidamente sac� una pipa ennegrecida, la carg� y encendi�, y a continuaci�n, dej� caer sobre ella algo que ten�a entre los dedos pulgar e �ndice. De la pipa brot� una llamarada y una nubecilla de humo.

—�Ch�cala!—exclam� el pe�n caminero, despu�s de observar con mirada atenta las operaciones referidas.

Los interlocutores cambiaron el segundo apret�n de manos.

—�Esta noche?—pregunt� el caminero.

—Esta noche—contest� el desconocido, llevando la pipa a la boca.

—�D�nde?

—Aqu�.

Ambos permanecieron sentados sobre el mont�n de piedras, mir�ndose el uno al otro, hasta que ces� de granizar y se aclar� el cielo.

—Instr�yeme—dijo entonces el viandante, dirigi�ndose a la cresta de la colina.

—Mira—contest� el caminero, con el brazo extendido,—baja a la hondonada, entrar�s por la calle, pasar�s la fuente...

—�Al diablo la calle y la fuente!—exclam� el desconocido con impaciencia.—Ni quiero entrar en calle alguna ni pasar junto a fuentes.

—Sobre dos leguas m�s all� de la cumbre de la loma que se alza sobre la aldea.

—Corriente. �Cu�ndo dejas el trabajo?

[203]

—A puestas de sol.

—�Querr�s despertarme antes de irte? Dos noches con sus d�as hace que viajo sin descansar ni dormir. Acabar� de fumar esta pipa y dormir� como un bienaventurado... �Me despertar�s?

—Con mucho gusto.

El viandante fum� su pipa, la guard� en el pecho, se quit� los zuecos y se tendi� boca arriba sobre el mont�n de piedras. Segundos despu�s dorm�a profundamente.

Extra�a fascinaci�n ejerc�a el bulto del viajero tendido sobre el mont�n de piedras sobre el pe�n caminero, cuyo gorro ya no era azul, como anta�o, sino rojo. Entregado a su ruda tarea, con tal frecuencia volv�a hacia el durmiente sus ojos, que puede decirse que manejaba sus herramientas de una manera mec�nica y con escasos resultados. La faz bronceada, la revuelta cabellera negra y espesa barba del mismo color, el gorro rojo hecho de lana burda, el traje de pa�o tosco, la constituci�n robusta ligeramente atenuada por las privaciones y la compresi�n r�gida y violenta de los labios del viandante, llenaban de temor al caminero. Grandes distancias deb�a haber recorrido el desconocido, a juzgar por sus pies llagados y sus tobillos escoriados y sangrando. El caminero intent� ver si el dormido llevaba o no armas, pero en vano, pues se lo imped�an los brazos del durmiente, cruzados sobre el pecho. Plazas fuertes, recintos murados, fosos profundos, puentes levadizos deb�an ser obst�culos de poca monta para hombres como aqu�l; y cuando el caminero, separando de �l los ojos, los alz� y pase� en torno suyo, crey� ver con los de la imaginaci�n hombres parecidos que, ciegos a los obst�culos, corr�an decididos desde la periferia hacia el centro de Francia.

El desconocido continuaba durmiendo, indiferente a las granizadas que de tanto en tanto ca�an, indiferente a los besos del sol ardiente e indiferente a las sombras. No despert�, no se movi� hasta que, puesto el astro del d�a, el caminero le despert�, despu�s de reunir todas sus herramientas para emprender el regreso a la aldea.

—Muy bien—dijo el desconocido incorpor�ndose.—�Dices que dos leguas m�s all� de la cresta de la colina que domina a la aldea?

—Poco m�s o menos.

—Poco m�s o menos... Est� bien.

Volvi� el caminero a su casa, siguiendo a la nube de polvo que levantaban sus pies y empujaba el viento que soplaba por sus espaldas, y no tard� en encontrarse junto a la fuente entre apretados reba�os de vacas flacas llevadas all� para beber. No se recogi� la aldea en sus pobres camas, como de ordinario, despu�s de engullirse sus m�seras cenas, sino que se ech� a la calle y en ella permaneci�. Todos hablaban en voz muy baja, cual si murmurar al o�do se[204] hubiese puesto en moda, y todos ten�an clavados los ojos en el horizonte, siendo lo m�s curioso del caso que todos miraban en la misma direcci�n. Comenz� a sentir extra�as inquietudes el se�or Gabelle, autoridad primera de la aldea, quien despu�s de subir al terrado de su casa y mirar desde all� hacia el punto del horizonte que tanta fascinaci�n parec�a ejercer sobre los tranquilos habitantes de la aldea, y de examinar parapetado detr�s de la chimenea las caras sombr�as de los que en rededor de la fuente estaban congregados, envi� a decir al sacrist�n, encargado de la custodia de las llaves de la iglesia, que quiz� aquella noche hubiese necesidad de repicar la campana de alarma.

Cerr� la noche, negra, t�trica, siniestra. Las copas de los �rboles gigantes que rodeaban al castillo se balanceaban al soplo del viento y semejaban prodigiosas mazas manejadas por titanes invisibles contra la ingente masa de piedra. El agua ca�a a torrentes. Las dos escaleras monumentales que se encontraban en la terraza parec�an torrentes desbordados cuyo turbulento caudal chocaba con estruendo contra la puerta principal, semejante a r�pido mensajero que intenta despertar a los que duermen dentro. El vendaval penetraba por las espaciosas galer�as, azotaba las lanzas, espadas, cuchillos y picas que decoraban sus paredes, y, subiendo por la escalera, agitaba las cortinas del lecho sobre el cual hab�a reposado el �ltimo Marqu�s. Bultos confusos, procedentes de Oriente y de Poniente, del Septentri�n y del Mediod�a, hollaban la crecida hierba del bosque y avanzaban cautelosos hacia el patio del castillo, donde se reun�an. Brotaron cuatro luces que se movieron en direcciones opuestas, y todo volvi� a quedar negro segundos despu�s.

La obscuridad dur� poco. El castillo comenz� a brillar con luz propia, cual si fuerzas sobrenaturales le hubiesen de pronto convertido en castillo luminoso. Por detr�s de la robusta fachada corr�an regueros encendidos que no tardaban en manifestarse por cuantos sitios transparentes ofrec�a aqu�lla y en poner de relieve la situaci�n y forma de las balaustradas, de los arcos y de las ventanas. Sub�an... sub�an m�s altas las llamas, y la inmensa hoguera adquir�a por momentos mayor extensi�n y brillantez. No tardaron en brotar chorros de fuego por veinte grandes ventanas a la vez, y en despertar a los centinelas de piedra, de cuyos rostros desapareci� la impasibilidad para ser substitu�da por el asombro.

En la casa aneja al castillo ensillan a toda prisa un caballo, que parte a galope tendido hendiendo las tinieblas de la noche y no tarda en llegar, cubierto de espuma, a la plaza de la aldea, haciendo alto frente a la puerta de la casa del se�or Gabelle.

[205]

—�Auxilio, Gabelle... auxilio, todos!—grita el asustado jinete.

Toca a rebato la campana de alarma, pero fuera de este auxilio, dado caso que lo fuera, el jinete no recibe ninguno. Cruzados de brazos junto a la fuente contemplando la inmensa hoguera proyectada contra el cielo est� el pe�n caminero entre un grupo de unos doscientos cincuenta amigos particulares suyos.

—Se elevan a unos cuarenta pies de altura—es el �nico comentario que hacen, pero nadie se mueve.

El mensajero del castillo hunde las espuelas en los ijares del caballo cubierto de espuma y desaparece entre las sombras. A galope tendido, y con peligro grave de romperse la cabeza, sube el �spero repecho que conduce a la fortaleza-prisi�n del tajo. Un grupo de oficiales, de pie junto a la puerta, contempla el pavoroso incendio; a poca distancia de aqu�llos, hay otro grupo m�s numeroso de soldados.

—�Auxilio, caballeros oficiales! �El castillo arde! Dentro de sus muros hay objetos de much�simo valor, que podr�an salvarse del furor de las llamas... �Todav�a es tiempo...! �Auxilio... auxilio!

Los oficiales miran a los soldados, y �stos mantienen sus ojos clavados en el incendio. No dan orden alguna; antes al contrario; encogi�ndose de hombros, exclaman:

—�Que arda!

Desciende nuevamente el jinete, atraviesa la calle de la aldea, y ve con asombro que todas las casas est�n iluminadas. �C�mo se hizo el milagro? De la manera m�s sencilla. El pe�n caminero y los doscientos cincuenta amigos particulares suyos tuvieron el capricho de iluminar sus casas. Como carecen de antorchas, las piden en forma bastante perentoria al se�or Gabelle. El funcionario muestra vacilaciones, resistencias, y en su vista, el caminero, tan sumiso en otro tiempo a la autoridad de aqu�l, insin�a a sus doscientos cincuenta amigos particulares que los coches, convenientemente hechos astillas, proporcionan excelentes antorchas, y que los caballos de las sillas de posta est�n pidiendo a gritos que los tuesten.

El castillo queda abandonado a las iras del elemento destructor. Encendidos huracanes, nacidos sin duda en las regiones infernales, coadyuvan a la obra, avivando las bramadoras llamas y sacudiendo el robusto edificio. Las caras de piedra de los eternos centinelas se retuercen entre cascadas de chispas y mares encendidos. Al caer con estruendo masas enormes de piedra revueltas con vigas gigantescas, el rostro de piedra que presenta dos mellas en la nariz adquiere expresi�n decididamente siniestra. Todo el mundo le hubiera tomado por la[206] cara del cruel Marqu�s que, amarrado a la pira, lucha desesperado contra el fuego.

Ard�a el castillo. Los �rboles m�s cercanos, alcanzados por el fuego, se retorc�an, doblaban y arrugaban; otros m�s distantes, encendidos por los cuatro terribles bultos, enviaban a la mole ardiente mares de negro humo. En las entra�as del m�rmol de la fuente herv�an plomo y hierro derretido; el agua hab�a dejado de correr, y las agujas de las torres, cual si fueran de hielo, se fund�an bajo la acci�n del calor. Bandas de asustados p�jaros revoloteaban aturdidos y conclu�an por caer en medio del horno, y mientras tanto, los cuatro bultos se alejaban, guiados por los resplandores que ellos hab�an creado, en direcci�n a su nuevo destino. La aldea se apoder� de la campana de alarma, y aboliendo de una vez la significaci�n de sus ta�idos, la oblig� a festejar su alegr�a.

Y no par� aqu� la cosa: la aldea, cuya mollera parece hab�a despejado de improviso el hambre, las llamas y las voces de la campana de alarma, que ya lo era de alegr�a, sospechando que el se�or Gabelle pudiera tener algo que ver con el cobro de las rentas y de los impuestos, aunque a decir verdad, ning�n impuesto hab�a cobrado el buen Gabelle en los d�as anteriores, y s� �nicamente algunas rentas atrasadas, dese� celebrar con aqu�l una entrevista, y al efecto, cerc� su casa y le invit� a salir a la calle, donde podr�an conferenciar personalmente. El se�or Gabelle contest� atrancando s�lidamente la puerta de su casa, y retir�ndose a la habitaci�n m�s escondida, a fin de celebrar la conferencia consigo mismo. El resultado de esta conferencia unipersonal, fu� que el buen Gabelle subi� de nuevo al tejado de su casa y se escondi� detr�s de las chimeneas, resuelto, dado caso que los habitantes de la aldea derribasen la puerta de entrada, a arrojarse de cabeza desde el tejado a la calle a fin de aplastar bajo el peso de su cuerpo a uno o dos de los que con tanto ahinco deseaban conferenciar con �l. No nos admire su decisi�n: Gabelle era un meridional de car�cter vengativo.

Es m�s que probable que la noche se le antojase eterna al se�or Gabelle, pues en realidad no resulta muy agradable pas�rsela sobre el tejado, contemplando a lo lejos los siniestros fulgores de un castillo ardiendo, escuchando los porrazos que un pueblo enfurecido descarga contra la puerta de su casa, y sobre todo, viendo pendiente de su poste un farol, que el pueblo miraba de tanto en tanto con ganas de substituirlo con otro objeto, que muy bien pudiera ser su cuerpo. Triste es, en efecto, pasarse toda una noche de verano sobre el alero de un tejado, contemplando a sus pies un oc�ano de revueltas olas negras, y decidido a arrojarse de[207] cabeza en su centro; pero al fin hizo su aparici�n una aurora risue�a, se apagaron las luminarias, el pueblo se dispers�, y el se�or Gabelle pudo salir con vida del trance.

Dentro de un radio de cien millas, y a la luz de otros incendios, hubo aquella noche, y otras noches, muchos funcionarios menos afortunados que el se�or Gabelle, a quienes el sol del nuevo d�a encontr� colgados en las mismas calles, pac�ficas en tiempos mejores, en que nacieron y crecieron. Verdad es que tambi�n hubo otros aldeanos, otros ciudadanos que, menos afortunados que el pe�n caminero y sus doscientos cincuenta amigos particulares, cayeron a los golpes de los funcionarios y de los soldados. Pero los fieros portadores del fuego continuaban su carrera en direcci�n a Oriente y a Poniente, al Septentri�n y al Mediod�a se�alando su paso con regueros de llamas, y no exist�a funcionario, por versado que estuviera en matem�ticas, capaz de calcular la altura de los pat�bulos necesaria para contener o desviar el curso del despe�ado torrente.

XXIV.
ATRAIDO POR LA MONTA�A IMANTADA

Tres a�os duraron las tempestades, tres a�os durante los cuales bramaron sin cesar los oc�anos y rugieron las llamas por doquier, tres a�os de continuos terrores para los que desde la playa contemplaban la furia siempre creciente de los mares. Tres cumplea�os m�s vi� la peque�a Luc�a, en cuya existencia pac�fica no ces� su amante madre de tejer nuevos hilos de oro.

M�s de un d�a y m�s de una noche estuvieron los moradores del tranquilo rinc�n de Soho escuchando con amargo dolor el ruido de pasos que her�an sus o�dos, pues sab�an que eran pasos de gentes enfurecidas, que corr�an en tumulto a la sombra de rojos pendones, sab�an que su patria hab�a sido declarada en peligro, que sus moradores se hab�an transformado de seres humanos en bestias feroces.

No acertaba a comprender el se�or, como clase, el fen�meno de no ser apreciado, de no ser necesitado en Francia, de no ser querido, de ser odiado hasta el extremo de correr peligro inminente de verse despedido del suelo franc�s y del mundo de los vivos al propio tiempo. Semejante al r�stico de la f�bula que, despu�s de haber conseguido que se le presentase el diablo a fuerza de invocaciones, qued� tan aterrorizado al verle, que ni voz tuvo para hacer una pregunta al enemigo, as� el se�or, despu�s de tener el atrevimiento de rezar al rev�s la oraci�n del Padre Nuestro por espacio de varios a�os y de poner en juego los sortilegios[208] y ensalmos m�s potentes para despertar al demonio, no bien lleg� a entreverle, apresur�se a ense�arle sus nobles y linajudos talones.

Hab�ase eclipsado el brillante cielo de la corte, convencido de que ser�a el blanco obligado de la deshecha lluvia de balazos del pueblo. Nunca fu� santo de la devoci�n de �ste, pues seg�n malas lenguas, Satan�s le hab�a inoculado su orgullo y Sardan�palo su lujo y su molicie. La corte entera, desde su punto central y exclusivo hasta todos los puntos podridos de su circunferencia de intrigas, corrupciones y disimulo, hab�a abandonado aquella atm�sfera malsana. Tambi�n hab�a desaparecido la realeza: sitiada en su palacio, qued� �en suspenso� al llegar hasta ella las furiosas olas.

En el mes de agosto del a�o de mil setecientos noventa y dos, la casta de los se�ores estaba dispersa por el mundo.

Como es natural, el cuartel general, el centro de reuni�n del se�or�o en Londres era el Banco Tellson. Dicen que los esp�ritus rondan los lugares donde yacen sepultados sus cuerpos, y conform�ndose a esta ley, el se�or sin un cuarto rondaba el lugar donde en tiempos mejores estuvieron depositados sus cuartos. Adem�s, el Banco Tellson era el centro al que con m�s rapidez llegaban nuevas de Francia: llevaba su generosidad hasta el punto de hacer adelantos a los que fueron sus clientes en tiempos de prosperidad; guardaba en sus arcas inmensas sumas depositadas por nobles que, m�s previsores que la generalidad, vieron que se condensaba la tormenta y se adelantaron a los robos y a las confiscaciones, y finalmente, cuantas personas llegaban de Francia, principiaban por dejarse ver en el Banco Tellson, donde hac�an historia de los �ltimos sucesos. Por toda esta variedad de razones, era el Banco Tellson por aquella �poca una especie de Palacio de la Bolsa por lo que a asuntos o personas francesas se refiriera, circunstancia que conoc�a tan perfectamente el p�blico, y que daba lugar a tantas preguntas y comisiones, que con frecuencia se hac�an constar las noticias �ltimas en cartelones que se colgaban de las ventanas del edificio, para que pudieran leerlas cuantos pasaran frente al Tribunal del Temple.

Una tarde brumosa y de calor sofocante, Lorry y Carlos Darnay, sentados frente a la mesa de trabajo del primero, conferenciaban en voz baja. Faltar�a sobre media hora para cerrar el establecimiento.

—Ya s� que es usted el hombre m�s joven que ha existido en el mundo;—dijo Carlos Darnay con muestras de vacilaci�n,—pero aun as�, perdone que le diga...

—Comprendo: que soy muy viejo, �verdad?—interrumpi� Lorry.

[209] —Tiempo inseguro, viaje largo, medios inciertos y pa�s en estado an�rquico, am�n de una ciudad que ni a usted puede ofrecer garant�as.

—Mi querido Carlos—replic� Lorry con confianza,—las razones que usted acaba de apuntar, lejos de desanimarme, lejos de conspirar contra mi proyecto de hacer el viaje, conspiran para que lo haga. Nadie tendr� el mal gusto de meterse con un viejo de casi ochenta a�os, cuando puede hacerlo con tantos otros j�venes, robustos, y m�s dignos de ese honor que yo. Dice usted que se trata de una ciudad desorganizada, y yo contesto que, si en ella reinase el orden, no s� por qu� nuestra casa de aqu� hab�a de enviar a nuestra casa de all� a uno que conoce de antiguo la ciudad y los negocios de la ciudad, y posee adem�s la confianza de Tellson. En cuanto a los inconvenientes que puedan originar la incertidumbre de los medios de locomoci�n, lo largo del viaje y lo inseguro del tiempo, si yo no estuviera dispuesto a afrontar todos esos inconvenientes en obsequio a la casa, despu�s de haber envejecido en ella, �qui�n lo estar�?

—Desear�a ir yo mismo—dijo Carlos, como quien piensa en voz alta.

—�Hombre!—exclam� Lorry.—�Voy viendo que es usted un asesor de primera fuerza y un consejero que no tiene rival! �Conque usted mismo, eh? Y nacido en Francia, �eh? �Buen consejo, amigo, buen consejo!

—Precisamente porque he nacido en Francia, mi querido se�or Lorry, ha cruzado y cruza con frecuencia por mi mente aquel pensamiento. Yo encuentro muy natural que as� piense el que conserva alguna simpat�a por aquel pueblo desdichado, el que le ha abandonado algo que era suyo, y como consecuencia, cree que su voz ser�a escuchada, y que acaso consiguiera contener un poquito el desorden. Anoche mismo, despu�s que usted se despidi� de nosotros, estaba yo diciendo a Luc�a...

—�Estaba usted diciendo a Luc�a!...—repiti� Lorry.—�Francamente! �Me admira que no se averg�ence usted de pronunciar en este instante el nombre de Luc�a! �Canastos! �Nombrar a Luc�a cuando desea irse a Francia en estas circunstancias!

—�No he ido todav�a!—contest� Carlos sonriendo.—M�s que por otra cosa, hablo as� a fin de contrarrestar el prop�sito que usted asegura que ha formado de ir.

—Lo he formado, s�, Carlos: nada m�s cierto. Voy a hablarle con franqueza, mi querido amigo. No puede usted figurarse siquiera las dificultades con que tropiezan todos nuestros negocios, ni el peligro que amenaza a nuestros libros y documentos de all�. S�lo Dios puede saber las fatales consecuencias que para muchas per[210]sonas entra�ar�a la p�rdida o destrucci�n de algunos de los documentos all� depositados, y que corren peligro de perderse, peligro de ser destru�dos, lo sabe usted como yo, como lo sabe todo el mundo. �Qui�n puede decir si hoy mismo habr� ardido Par�s por los cuatro puntos cardinales, si ser� ma�ana saqueado en regla! Ahora bien: �nicamente yo puedo prevenir los males, haciendo una selecci�n prudente y escondiendo bajo tierra o trasladando a lugar seguro los documentos en cuesti�n, y para ello, precisa que no pierda ni un segundo de tiempo. �Puedo yo hacerme el remol�n cuando la casa sabe lo que acabo de decir, y cuando la casa lo dice... la casa cuyo pan vengo comiendo desde hace sesenta a�os, la casa en una de cuyas articulaciones me he introducido como cu�a? �Quite usted all�, hombre! �Ignora usted que soy un mozalbete, comparado con muchos que presumen de j�venes y no son otra cosa que vejestorios caducos?

—�Admiro la gallard�a de su esp�ritu juvenil, se�or Lorry!

—�A callar! No olvide usted, mi querido Carlos, que sacar hoy el objeto m�s insignificante de Par�s, es punto menos que imposible. Hoy mismo hemos recibido documentos preciosos—excuso recomendarle la reserva m�s absoluta,—y los hemos recibido de manos de los portadores m�s extra�os que pueda usted imaginar, portadores cuyas cabezas pend�an de un cabello mientras cruzaban las Barreras. En otras ocasiones circulaban nuestros paquetes de una a otra naci�n sin dificultad alguna: hoy todo est� paralizado.

—�Y piensa usted emprender el viaje esta noche?

—Esta noche sin falta. Tal se han puesto los asuntos, que no se puede perder segundo.

—�No le acompa�a nadie?

—Me han sido propuestas gentes de todas las clases y condiciones, pero a nadie he dicho palabra. Pienso llevarme a Jerem�as. Por espacio de muchos a�os ha sido mi perro de presa, mi acompa�ante obligado a mis salidas domingueras, y estoy acostumbrado a �l. Nadie ha de ver en Jerem�as otra cosa que un bull-dog ingl�s, incapaz de abrigar otros designios que el de lanzarse sobre cualquiera que se atreva a tocar el pelo de la ropa a su amo.

—Repito que admiro su gallard�a de �nimo y sus arrestos.

—Y yo repito que dice usted una tonter�a, amigo Carlos. Una vez haya dado fin a esta peque�a comisi�n, es posible que acepte la proposici�n de Tellson de retirarme y vivir tranquilo. Entonces es cuando me sobrar� tiempo para pensar en que me voy haciendo viejo.

Hab�a tenido lugar el di�logo que queda transcrito en el despacho del se�or Lorry, a una o dos varas de distancia de un enjambre de se�ores, cuya conversaci�n, bastante animada por cierto, ver[211]saba sobre la venganza que muy en breve tomar�an sobre el ruin populacho. Realmente era inconcebible que los se�ores, en su calidad de emigrados, y como tales, v�ctimas de infinidad de reveses, y la nativa ortodoxia inglesa, hablasen de aquella Revoluci�n terrible cual si fuera cosecha de frutos no sembrados, cual si no hubiesen sido puestos todos los medios humanos para producirla, cual si no hubieran visto y anunciado con palabras clar�simas su llegada inevitable muchos observadores que necesariamente hab�an de hacerse cargo de la miseria intolerable que aflig�a a millones de hijos de Francia y del empleo desastroso que se daba a los recursos que hubiesen podido hacerles pr�speros y felices. Dif�cilmente pod�a sufrir ning�n hombre de alma sana y conocedor de la verdad la serie de sandeces dichas con tono doctrinal, combinadas con complots extravagantes para restaurar un estado de cosas gastado y podrido hasta la m�dula. Las sandeces y las extravagancias, unidas a la intranquilidad de �nimo en que Carlos Darnay se encontraba, tra�an a �ste impaciente y nervioso desde varios d�as antes, y la conversaci�n que estaba oyendo no hizo m�s que exacerbar su impaciencia.

Entre los habladores figuraba Stryver, hombre que hab�a subido ya varios escalones de la escalera de la gloria, y que estaba abocado a subir muchos m�s a�n, no siendo, por consiguiente, de extra�ar que se inclinara decididamente hacia la clase se�orial. Hablaba en la ocasi�n presente con gran ardor de la necesidad de acabar de una vez con el pueblo, de exterminar sin piedad a la vil gentuza, de hacer desaparecer de la tierra a la canalla, para conseguir lo cual preconizaba medios que, en eficacia, all� se andaban con el de aquel sabio que, queriendo suprimir para siempre las �guilas, propuso que se les espolvoreasen las colas con sal molida. Darnay escuchaba al abogado con profunda aversi�n, con repugnancia. Hasta se le ocurrieron deseos de marcharse para no oirle, y es m�s que probable que los hubiese llevado a la pr�ctica de no haber venido los mismos sucesos a indicarle el camino que deb�a seguir.

La Casa acababa de acercarse a Lorry y, dejando sobre la mesa un pliego cerrado y sumamente ajado, pregunt�le si hab�a encontrado rastros de la persona a quien iba dirigido. La Casa dej� la carta tan cerca de Darnay, que �ste hubo de leer la direcci�n. Verdad es que no le cost� gran trabajo, pues precisamente el nombre escrito en el sobre era el suyo. Dec�a as�.

�Muy urgente. Al Se�or Marqu�s de Saint-Evr�mond de Francia. Confiada a los se�ores Tellson y Compa��a, Banqueros, Londres, Inglaterra.�

El doctor Manette, la ma�ana[212] misma del matrimonio de su hija con Carlos Darnay, exigi� a �ste que guardase inviolable el secreto de su apellido, hasta tanto que el doctor le desligara de la obligaci�n. Nadie conoc�a su t�tulo, que hasta para su mujer era un secreto. En cuanto a Lorry, ni remotamente pod�a sospecharlo.

—No—contest� Lorry a la Casa.—He preguntado a cuantas personas han venido a esta casa, pero nadie ha sabido decirme d�nde se encuentra ese caballero.

Como hab�a sonado la hora de cerrar el Banco, casi todos los amigos de dar trabajo a la lengua se hab�an refugiado en el despacho de Lorry. Este conservaba en sus manos la carta mir�ndola con perplejidad manifiesta. Tambi�n la miraba la casta se�orial, pero con ira, con ce�o, cual si en vez de un pedazo de papel estuviera viendo un refugiado indigno de la raza a que pertenec�a. Este, aqu�l, el de m�s all�, todos ten�an algo que decir con contra del Marqu�s que no parec�a por parte alguna.

—Sobrino, si no estoy mal enterado... pero desde luego sucesor degenerado de aquel ilustre y refinado Marqu�s que fu� villanamente asesinado—dijo uno.—Me cabe la fortuna de no haberle visto en mi vida.

—Un cobarde que abandon� su puesto hace algunos a�os—terci� otro se�or, que hab�a salido de Par�s metido de cabeza en el centro de una carretada de paja, con los pies en alto y medio asfixiado.

—Corrompido por las nuevas doctrinas—repuso un tercero,—se declar� en oposici�n abierta contra el �ltimo Marqu�s, abandon� sus tierras no bien las hered�, y las confi� a un hato de rufianes. Espero que ellos mismos le dar�n ahora el pago a que se ha hecho acreedor.

—�Eso hizo?—grit� Stryver.—�Tan canalla es ese hombre? Veamos... veamos su infame apellido.

Darnay, cuya resistencia tocaba a su fin, toc� en un hombro a Stryver y dijo:

—Yo conozco a ese se�or.

—�Por todos los diablos juntos!... �Usted le conoce? Lo siento en el alma.

—�Por qu�?

—�Pregunta usted por qu�, Darnay? �Pero no ha o�do usted lo que ha hecho?

—Lo he o�do, s�; pero pregunto a usted que por qu� siente que yo le conozca.

—En ese caso, repetir� a usted, se�or Darnay, que siento que usted conozca a ese hombre indigno, y que lamento que no se le alcance a usted por qu� lo siento. Me aflige sobremanera oir las preguntas inconcebibles que usted hace. Nos hablan aqu� de un sujeto corrompido por la m�s pestilente e imp�a de las podredumbres, de un individuo el m�s vil que jam�s ha existido en el mundo, que abandona sus bienes a la hez de[213] a tierra, a los canallas cuyo credo es el asesinato y el robo, �y me pregunta usted por qu� lamento que un hombre que se dedica a ense�ar a la juventud le conozca? �Se empe�a en saberlo? �Vaya, se lo dir�! Lo siento porque creo que miserables como el que nos ocupa contagian a quien los conoce. Y lo sabe usted.

Darnay, conteni�ndose a duras penas, contest�:

—Quiz� no comprende usted al caballero a quien se refiere.

—Pero s� muy bien c�mo poner a usted entre la espada y la pared, y voy a hacerlo—grit� Stryver.—Si ese individuo es un caballero, desde luego no le comprendo; puede usted dec�rselo as� de mi parte, y darle de paso mis recuerdos. Tambi�n puede a�adirle de parte m�a, que despu�s de abandonar a la gentuza los bienes patrimoniales, me admira sobremanera que no se haya puesto a la cabeza de los ladrones y asesinos... Pero no, caballeros, no; yo, que conozco un poquito el natural humano, me atrevo a asegurarles que no encontrar�n nunca a un sujeto como �se que se conf�e a los tiernos cuidados de sus humildes protegidos. No, caballeros, no; si algo de su persona deja ver a aqu�llos, ser�, en todo caso, un par de talones, y aun �stos, s�lo durante el tiempo que tarde en poner tierra de por medio.

Dichas estas palabras, que merecieron la aprobaci�n un�nime de sus oyentes, sali� a la calle Fleet. Segundos despu�s quedaban solos en el despacho Lorry y Carlos Darnay.

—Puesto que usted conoce a la persona a quien la carta va dirigida—dijo Lorry—�quiere encargarse de hacerla llegar a sus manos?

—Con mucho gusto.

—�Tendr� la bondad de explicarle que sin duda se la han dirigido aqu� porque cre�an que nosotros le conoc�amos, y que, ignorando qui�n era y d�nde estaba, la carta est� detenida desde hace alg�n tiempo?

—As� lo har�. �Cu�ndo sale usted para Par�s?

—A las ocho salgo de aqu� mismo.

—Yo volver� para despedirle.

Descontento consigo mismo, y m�s todav�a con Stryver y con sus compatriotas, Darnay sali� del edificio del Banco y, no bien lleg� a una esquina donde crey� estar a cubierto de miradas indiscretas, abri� la carta, que estaba concebida en los siguientes t�rminos:

�Prisi�n de la Abad�a, Par�s.

�Junio, 21, 1792.�

�Se�or Marqu�s:

�Despu�s de correr durante largo tiempo peligro inminente de dejar la vida en manos de los vecinos de la aldea, he sido preso, sometido a mil violencias y atropellos, y al fin conducido a Par�s,[214] cuyo largo viaje me han obligado a hacer a pie. Las amarguras que en el camino he apurado no son para contarlas aqu�; y no es esto todo; mi casa ha sido destru�da... arrasada hasta los cimientos.

�El crimen de que me acusan, el que me tiene enterrado en la c�rcel, se�or Marqu�s, el crimen por el que comparecer� ante el Tribunal y que me costar� la cabeza (si usted no me presta su generoso auxilio) es, seg�n dicen ellos, el de traici�n contra la majestad del pueblo, al que aseguran que he vendido para proteger a un emigrado. En vano les he hecho presente que, lejos de obrar contra ellos, he obrado en su favor, ateni�ndome a instrucciones suyas, se�or Marqu�s; en vano he alegado que con anterioridad a la confiscaci�n de los bienes de los emigrados hab�a yo condonado los impuestos que el pueblo ces� de pagar, que no cobr� las rentas, que no recurr� a los tribunales. A todas mis representaciones contestan que obr� en favor de un emigrado, y yo me pregunto: �d�nde est� ese emigrado?

��Ah, mi buen se�or Marqu�s! �D�nde est� ese emigrado? Yo pregunto mientras duermo; �d�nde est�? Vuelvo mis ojos a los cielos, y les pregunto; �vendr� a salvarme? No me contestan. �Ah, se�or Marqu�s! Env�o mi grito de angustia a trav�s de los mares, por si Dios quiere que llegue a sus o�dos por mediaci�n del gran Banco Tellson, tan conocido en Par�s.

�Por el amor de Dios, por equidad, por justicia, por generosidad, por el honor inmaculado de su noble apellido, se�or Marqu�s, le suplico que corra en mi auxilio y me libre de la muerte que me amenaza. Mi �nico crimen es haber sido fiel a usted... �Oh se�or Marqu�s! Yo conf�o que usted corresponder� a mi fidelidad.

�Desde esta mazmorra donde todos los horrores tienen su asiento, desde esta antesala de la muerte, env�o a usted, se�or Marqu�s, la expresi�n de mi dolorosa lealtad, juntamente con el ofrecimiento de mis desgraciados servicios.

�Su afligido servidor,

�Gabelle.�

La lectura de la carta que queda copiada infiltr� en la intranquilidad latente de Darnay un torrente vigoroso de vida. El peligro que se cern�a sobre la cabeza de un servidor antiguo, por cierto de los mejores, que no hab�a cometido m�s crimen que el de serle leal a �l y a su familia, fu� para Darnay a manera de latigazo recibido en pleno rostro. La verg�enza se le subi� a la cara con fuerza tal, que mientras caminaba al azar sin saber qu� resoluci�n adoptar, ni a mirar a los transeuntes se atrev�a.

Sab�a muy bien que, arrastrado por el horror de la haza�a que puso digno remate a las malas acciones y a la p�sima reputaci�n[215] de su rancia familia, impulsado por las sospechas que su t�o le inspirara y por la aversi�n con que su conciencia miraba la f�brica ruinosa que, seg�n los de su casta, estaba en el deber de sostener y robustecer, hab�a obrado de una manera imperfecta. Sab�a muy bien que al ceder al amor que profesaba a Luc�a, al renunciar el puesto que en sociedad le correspond�a ocupar, se hab�a precipitado, hab�a procedido con reprensible ligereza. Sab�a muy bien que su resoluci�n debi� llevarla a la pr�ctica personalmente, como sab�a que tuvo intenci�n de hacerlo as�, y que, sin embargo, no lo hizo.

La dicha del hogar que en Londres se hab�a creado, la necesidad de hacer una vida activa, las continuas alteraciones de la �poca, tan bruscas y tan r�pidas que los planes no bien madurados la semana anterior ca�an por tierra a la semana siguiente ante el impulso arrollador de nuevos acontecimientos, fueron circunstancias de peso a cuya fuerza cedi�; lo sab�a muy bien; pero tampoco se le ocultaba que, si a la fuerza de las circunstancias cedi� con repugnancia, no intent� oponerles una resistencia continua y formal. Su conciencia le dec�a que dese� obrar y que varias veces anduvo acechando la ocasi�n; pero le a�ad�a que otras tantas dej� pasar la oportunidad, mientras la nobleza sal�a en tropel de Francia por todos los caminos y veredas, mientras los bienes de aquella eran confiscados y destru�dos, y hasta borrados del libro de la vida los nombres de los hasta entonces mimados por la fortuna.

Pero en cambio a nadie hab�a oprimido, a nadie hab�a llevado a la c�rcel. Lejos de haber atropellado a nadie para que le pagase sus rentas, hab�a abandonado libre y espont�neamente sus bienes, buscado refugio en una naci�n extra�a, y ganado en ella el pan que llevaba a su boca con su propio esfuerzo. El se�or Gabelle hab�a administrado un patrimonio empobrecido a tenor de instrucciones escritas que le mandaban tratar bien al pueblo, darle lo poco que all� pod�a d�rsele... le�a para calentarse en invierno y algunos frutos que le ayudaran a pasar el verano, que otra cosa no consent�an los acreedores... y seguramente habr�a aducido estos hechos en descargo suyo. Se trataba de hechos p�blicos, de hechos que sin dificultad pod�an probarse; y si los hechos en cuesti�n justificaban ante el pueblo al administrador, huelga decir que eran patente de amigo del pueblo en favor de quien dict� las �rdenes a que aqu�l ajust� su conducta.

Estas consideraciones robustecieron la resoluci�n de hacer el viaje a Par�s que Darnay hab�a casi adoptado con anterioridad al recibo de la carta de Gabelle.

S�. Semejante al marino de la antigua leyenda, los vientos y las[216] corrientes hab�anle arrastrado hasta colocar su nave dentro del radio de influencia de la Monta�a Imantada, y �sta le atra�a cada vez con fuerza m�s irresistible. Cuantos pensamientos germinaban en su mente, le impel�an, le empujaban hacia el centro de aquella atracci�n terrible. Obedecieron sus impaciencias primeras al pensamiento de que su desdichada patria, guiada por instrumentos malos, persegu�a objetivos malos y corr�a desbocada al abismo, mientras �l, que acaso hubiese podido imprimir mejor direcci�n a las ansias nacionales, permanec�a en Londres sin intervenir, sin intentar algo que pusiera fin a la brutal efusi�n de sangre, algo que afianzase los derechos a la piedad, a la humanidad, desconocidos a la saz�n. Cuando ya en su alma se agitaban esos remordimientos, vino a centuplicar su fuerza la conducta del anciano Lorry, quien, d�cil a la voz del deber, se apresuraba a afrontar los riesgos tremendos que entra�aba un viaje a Francia en aquellas circunstancias, y por si esto no bastaba, vinieron los comentarios de los se�ores, comentarios que le hirieron profundamente, y los de Stryver, mil veces m�s duros que los de aqu�llos. A todo ello hab�a seguido la carta de Gabelle, la carta de un prisionero inocente que, vini�ndose al borde de la tumba, hac�a un llamamiento desesperado a su justicia, a su honor y a su apellido.

No tard� en resolverse; ir�a a Par�s.

S�. La Monta�a Imantada le arrastraba y no hab�a m�s remedio que enfilar hacia ella la proa de su esquife. Ignoraba que en los mares que iba a surcar hubiera escollos, no cre�a que la traves�a ofreciera peligros para �l. La intenci�n que le gui� al obrar como hab�a obrado, siquiera su obra hubiese quedado incompleta, parec�ale m�s que suficiente para conquistarle el agradecimiento de Francia, tan pronto como �l se presentase en su suelo e hiciera valer los derechos que le asist�an. Ante sus ojos se alzaba la visi�n gloriosa de haber obrado bien, y hasta lleg� a forjarse ilusiones de que tendr�a alguna influencia para encauzar aquella revoluci�n horrenda, que con furia tan incontrastable se hab�a alzado, amenazando acabar con todo lo existente.

Adoptada su resoluci�n, crey� que ni Luc�a ni el doctor Manette deb�an conocerla hasta que la hubiese puesto en pr�ctica. En cuanto a Luc�a, nada m�s natural que evitarla el dolor de la separaci�n, y en cuanto a su padre, cuya resistencia a pensar en los lugares donde tantos sufrimientos apurara en a�os pasados era tan viva, tampoco conven�a hablarle del proyecto, sino de la ejecuci�n del mismo, �nica manera de evitarle dudas dolorosas.

Tales fueron los pensamientos que le agitaron hasta que lleg�[217] la hora de despedirse de Lorry. Tampoco a �ste confiar�a sus intenciones. Las sabr�a en Par�s cuando estuvieran ya realizadas, cuando le hiciera una visita, y esta visita, se la har�a tan pronto como llegase a la capital de Francia.

Frente a la puerta del Banco Tellson esperaba una silla de posta. Junto a la portezuela, hac�a centinela Jerem�as Lapa.

—He entregado la carta al caballero a quien iba dirigida—dijo Darnay a Lorry.—No he querido traer contestaci�n escrita que acaso pudiera ser para usted causa de disgustos; pero he aceptado una respuesta verbal, confiando que usted no tendr� inconveniente en encargarse de transmitirla.

—Con mucho gusto, siempre que no sea muy peligrosa—contest� Lorry.

—No lo es, aunque debe recibirla un hombre que est� preso en la Abad�a.

—�C�mo se llama?—pregunt� Lorry, sacando del bolsillo un librito de memorias.

—Gabelle.

—Gabelle. �Y qu� es lo que debo decir al desgraciado prisionero Gabelle?

—Sencillamente estas palabras: �Ha recibido la carta y vendr�.�

—�Sin decir cu�ndo?

—Emprender� el viaje ma�ana por la noche.

—�No he de mencionar nombre alguno?

—No.

Despu�s de ayudar a Lorry a arrebujarse en dos o tres capas, debajo de las cuales llevaba ya dos o tres abrigos, sali� acompa��ndole hasta la calle Fleet.

—Haga presente mi cari�o a las dos Luc�as—dijo Lorry en el momento de partir la silla de posta.—Cu�demelas bien hasta que yo est� de regreso.

Carlos Darnay hizo un movimiento de cabeza, sonri� con expresi�n equ�voca, y qued� contemplando el carruaje que se alejaba al trote largo de los caballos.

Aquella noche, era la del d�a catorce de agosto, Carlos Darnay se acost� muy tarde, pues antes tuvo que escribir dos cartas; una dirigida a Luc�a, en la cual explicaba el deber ineludible en que se encontraba de ir a Par�s y detallaba con gran extensi�n los motivos que a su juicio alejaban de su persona toda clase de riesgos, y otra al doctor, a quien encomendaba el cuidado de Luc�a y de su hijita. A entrambos promet�a escribir nuevamente tan pronto como llegara al t�rmino de su viaje.

Fu� para Darnay d�a de prueba aquel que hubo de pasar entre su querida familia guardando en el fondo de su pecho un secreto que nadie pod�a sospechar; pero una mirada de cari�o dirigida a su esposa, tan alegre, tan confiada, robusteci� la resoluci�n que de no decirla nada hab�a formado, y el d�a pas� sin incidentes. Al obscurecer,[218] la abraz�, dici�ndola que un asunto imprevisto le obligaba a salir, pero que su ausencia ser�a muy breve, y se fu�. Ya antes hab�a sacado secretamente de su casa un ba�l con la ropa necesaria.

Confi� las dos cartas a un criado digno de toda confianza, con orden de entregarlas a media noche, ni un minuto antes, tom� un caballo, y emprendi� el viaje a Dover.

Sinti� desfallecimientos; pero el grito desesperado del pobre prisionero que apelaba a su justicia, a su honor, a su generosidad, di�le fuerzas para dejar a sus espaldas lo que m�s querido le era en el mundo y para dirigir su nave hacia la Monta�a Imantada que le atra�a.


[219]

LIBRO TERCERO
EL RUMBO DE LA TORMENTA

I.
EN SECRETO

Poco a poco abreviaba el viajero el camino que le separaba de Par�s. Estamos en oto�o del a�o mil setecientos noventa y dos. No le habr�an faltado caminos detestables, carruajes p�simos y caballos atacados de vejez que dificultasen su marcha, aun cuando el destronado rey de Francia hubiese continuado ocupando su trono y reinando entre esplendores de gloria; pero aparte de esos obst�culos, la alteraci�n de los tiempos hab�an acumulado otros mil. Todas las puertas de las ciudades, todas las entradas de los pueblos, contaban con sus bandas de ciudadanos patriotas, armados con mosquetes nacionales prontos a dispararse por s� solos, que deten�an a cuantas personas entraban o sal�an, para someterlas a r�gidos interrogatorios, examinar con detenimiento sus documentos, ver si figuraban sus nombres en las listas de que estaban provistos, y dejarlos en libertad de proseguir su viaje, o bien prenderlos, seg�n aconsejase su capricho, en bien de la reci�n nacida Rep�blica Una e Indivisible, de la Libertad, de la Igualdad, de la Fraternidad o de la Muerte.

Muy pocas leguas de terreno franc�s hab�a recorrido Carlos Darnay, cuando comenz� a darse cuenta de la imposibilidad en que se encontrar�a de volver a pisar aquellos caminos eternos, si antes no era declarado buen ciudadano de Par�s. Pero ya no pod�a retroceder; fuese la que fuese la suerte que el destino le tuviera deparada, no ten�a m�s remedio que continuar el viaje hasta el final. A sus espaldas dejaba un camino abierto, libre de barreras y de fosos, pero esto no obstante, sab�a que entre Inglaterra y su persona se alzaban obst�culos mil veces m�s infranqueables que las m�s s�lidas puertas de hierro. De tal suerte le rodeaba la vigilancia universal, que si hubiera viajado metido dentro de las mallas de espesa[220] red de acero, o bien acondicionado en el interior de una jaula, no hubiese considerado su libertad m�s perdida.

Esa vigilancia universal no s�lo le obligaba a detenerse veinte veces al d�a en los caminos reales, en los relevos de postas, si no que tambi�n entorpec�a y retardaba su marcha otras tantas veces en en cada jornada, ora alcanz�ndole y mand�ndole volver atr�s, ora acompa��ndole e impidi�ndole avanzar con la rapidez que �l deseaba. Varios d�as llevaba recorriendo territorio franc�s, cuando una noche se acost� temprano en la cama de una posada de una poblaci�n de poca importancia, situada bastante lejos de Par�s.

A la carta que desde la c�rcel de la Abad�a le dirigi� Gabelle, deb�a el haber llegado tan lejos, pero al llegar a la poblaci�n de que hablamos, opusi�ronle en las puertas tantas dificultades, que comprendi� que estaba muy pr�xima la crisis. No le sorprendi�, pues, gran cosa ser despertado a media noche en la cama de la posada en que se acost� con �nimo de dormir hasta la ma�ana siguiente.

Al despertar, tropezaron sus ojos con un funcionario local, de temperamento t�mido, y con tres patriotas armados hasta los dientes, cubiertos con gorros de color rojo rabioso y fumando descomunales pipas. Los tres de los gorros tomaron asiento sobre su cama.

—Emigrado—dijo el funcionario,—he decidido enviarte a Par�s con una escolta.

—Ciudadano, mi mayor deseo es llegar a Par�s, pero puedo prescindir perfectamente de la escolta.

—�Silencio!—grit� un gorro rojo dando un golpe a la cama con la culata del mosquete.—�A callar, arist�crata!

—Tiene raz�n este buen patriota—dijo el funcionario con timidez.—Eres arist�crata, y por tanto, debes hacer el viaje bajo la vigilancia de una escolta.

—No est� en mi mano la elecci�n—contest� Carlos Darnay.

—�Elecci�n!—exclam� uno de los gorros colorados.—�Habr�se visto? �Como si no se le hiciera un favor dispens�ndole de adornar desde este instante el gancho de un farol!

—La observaci�n del buen patriota no puede ser m�s justa—terci� el funcionario.—Lev�ntate y v�stete, emigrado.

Obedeci� Darnay, quien fu� conducido inmediatamente al cuerpo de guardia, donde encontr� a muchos patriotas que luc�an sus correspondientes gorros colorados, fumando unos y bebiendo otros al amor de la lumbre. Despu�s que se le oblig� a pagar una fuerte cantidad por una escolta que no hab�a pedido, emprendi� el viaje a las tres de la madrugada.

Constitu�an la escolta dos patriotas montados, que cabalgaban a sus lados, en cuyos gorros rojos luc�an escarapelas tricolores, e iban armados con mosquetes y[221] sables nacionales. El escoltado manejaba su caballo, pero en las bridas de �ste hab�a sujeta una cuerda cuyo extremo contrario llevaba uno de los patriotas amarrado a la mu�eca. En esta forma hac�an el viaje, sufriendo una llovizna helada que el viento lanzaba contra sus rostros, a un trote pesado, por caminos desiguales y alternados con extensos lodazales. Sin que en el viaje introdujeran m�s cambios que el de caballos, llegaron al fin a la capital.

Viajaban durante la noche, haciendo alto una o dos horas antes de romper el d�a, y durmiendo hasta el crep�sculo de la tarde. La escolta vest�a con pobreza tan extremada, que para abrigarse las piernas desnudas, hab�an de recurrir a la paja, con la cual las acolchaban. Aparte de las molestias consiguientes al viaje, a la contrariedad de ir escoltado y a los peligros inherentes a depender de patriotas cr�nicamente borrachos y armados con mosquetes que se disparaban solos, Carlos Darnay pod�a desechar toda clase de temores, toda vez que era de esperar que, en cuanto hiciera referencia a sus merecimientos, que confirmar�a al prisionero de la Abad�a, se apresurar�an a tratarle como a un hombre amigo del pueblo.

Sin embargo, cuando llegaron a la ciudad de Beauvais a la ca�da de la tarde, y por consiguiente, cuando las calles estaban llenas de gente, no pudo menos de comprender que las cosas presentaban cariz alarmante. En el patio de la casa de postas se reunieron muchos grupos que, contempl�ndole con expresi�n ce�uda al principio, concluyeron por gritar:

—�Muera el emigrado!

Det�vose Darnay en el instante en que iba a echar pie a tierra, y desde la silla, replic�:

—Emigrado no, amigos m�os. �No me est�is viendo aqu�, amigos m�os, en Francia, por mi libre y espont�nea voluntad?

—�Eres un emigrado maldito y un arist�crata canalla!—grit� un herrador, abalanz�ndose hacia �l con un martillo en alto.

Interp�sose el encargado de la casa de postas entre el furioso herrador y el jinete, y como quien desea evitar una escena desagradable, dijo:

—�Dejadle, amigos, dejadle! Le juzgar�n en Par�s.

—�Juzgar�n!—repiti� el herrador, blandiendo el martillo.—Le condenar�n por traidor.

Las turbas lanzaron feroces rugidos de aprobaci�n.

Darnay, tan pronto como pudo hacerse oir, exclam�:

—Est�is enga�ados, amigos m�os, est�is enga�ados. Yo no soy traidor.

—�Mientes!—rugi� el herrador.—�Seg�n el decreto, es un traidor!... �Su vida pertenece al pueblo... no es suya su existencia maldita!

En las miradas de las turbas ley� Carlos Darnay una de esas[222] arremetidas feroces cuyo desenlace es siempre un hombre hecho pedazos. Tal suerte le habr�a cabido de no haber sido por el encargado de la casa de postas, que oblig� al caballo a entrar en el patio. La escolta sigui� a nuestro amigo, y el de la casa cerr� y atranc� inmediatamente la puerta. El herrador descarg� sobre �sta los martillazos que no pod�a descargar sobre la cabeza del emigrado; las turbas rugieron indignadas, pero no pas� m�s.

—�Qu� decreto es �se que mencion� el herrador?—pregunt� Darnay al due�o de la casa de postas, despu�s de darle las gracias por su afortunada mediaci�n.

—Es el decreto que dispone la venta en p�blica subasta de los bienes de los emigrados—contest� el interrogado.

—�Cu�ndo se promulg�?

—El d�a catorce.

—El mismo que sal� yo de Inglaterra.

—Todo el mundo afirma que no es m�s que el primero de los de la serie, redactados ya... o que ser�n redactados en breve, los cuales destierran a los emigrados y condenan a muerte a los que vuelvan a pisar territorio franc�s. Es lo que quiso decir el herrador cuando afirm� que su vida de usted no era de usted, sino del pueblo.

—Pero supongo que no han sido promulgados todav�a semejantes decretos, �no es verdad?

—No puedo asegurarlo—respondi� el encargado de la casa de postas, encogi�ndose de hombros.—Puede que no hayan sido promulgados a�n, y puede que s�; pero es igual.

Darnay descans� hasta media noche tendido sobre un mont�n de paja, saliendo de la ciudad cuando los habitantes de �sta estaban entregados al sue�o. Entre los muchos cambios radicales de costumbres que pudo observar Darnay durante su accidentado viaje, cambios que daban a �ste fuerte color fant�stico, no era el menor la carencia de sue�o en los patriotas. Con frecuencia, despu�s de una larga y pesada caminata por veredas solitarias, llegaban a altas horas de la noche a un pueblo, cuyos habitantes, en vez de dormir tranquilamente, bailaban danzas fant�sticas en rededor de un �rbol de la Libertad, o entonaban himnos a la Libertad. Por fortuna, empero, aquella noche Beauvais crey� conveniente entregarse al reposo, merced a lo cual pudieron los excursionistas proseguir su viaje por caminos desiertos, cubiertos de barrizales y de agua, bordeando campos incultos que ninguna cosecha hab�an producido aquel a�o, entre caser�os incendiados, y con riesgo de recibir inopinadamente un balazo disparado por cualquiera de los innumerables patriotas que pululaban por todas partes.

Cerca de los muros de Par�s se encontraban, cuando recibieron el saludo de las primeras luces[223] del d�a. En la barrera encontraron fuerte guardia.

—�D�nde est�n los documentos del prisionero?—pregunt� con tono autoritario un hombre de aspecto resuelto, llamado por el centinela.

Carlos Darnay, disgustado al oir palabra tan poco grata, replic� que no era prisionero, sino un viajero que llegaba libre y espont�neamente, ciudadano franc�s, confiado a la custodia de una escolta que el estado perturbado del pa�s hac�a necesaria, y que hab�a pagado de su bolsillo.

—�D�nde est�n los documentos de este prisionero?—repiti� el mismo sujeto, sin hacer el menor caso de Darnay ni de sus palabras.

El patriota de la borrachera perpetua los sac� de su gorro, donde los llevaba, entreg�ndolos al personaje que los ped�a. La carta de Gabelle produjo en aqu�l cierto desconcierto y no poca sorpresa, a la par que despert� su atenci�n, que concentr� en Darnay.

Sin decir palabra dej� a la escolta y al escoltado y entr� en el cuerpo de guardia, dejando a los viajeros a caballo frente a la puerta. Carlos Darnay, mientras tanto, pudo observar que la guardia la formaban soldados y patriotas, m�s de estos �ltimos que de los primeros, y que, al paso que los carros que tra�an v�veres a la ciudad, o los que a cualquier clase de tr�fico se dedicaban, no tropezaban con dificultades de ning�n g�nero para entrar, en cambio los encontraban, y muy grandes, para salir, aun cuando se tratase de la gente m�s humilde. Hombres y mujeres, bestias de carga y de tiro y carretas y coches de toda clase esperaban que se les permitiera salir; pero con tal rigidez se cumpl�a la ley sobre la identificaci�n previa, que aunque a la barrera llegaban por cientos, la salida la hac�an de uno en uno y por largos intervalos. Los que sab�an que habr�a de pasar mucho tiempo antes que les llegase el turno, lo esperaban tendidos en la calle, donde dorm�an o fumaban, mientras otros entablaban animadas conversaciones o entreten�an el tiempo paseando. Los gorros colorados y escarapelas tricolores eran prenda obligada que ostentaba todo el mundo, sin distinci�n de edades ni sexos.

Durar�a media hora la espera de Carlos Darnay, quien en ese espacio de tiempo pudo hacer las observaciones que quedan apuntadas, cuando volvi� a salir el mismo personaje, jefe, al parecer, de la guardia de la barrera, quien, despu�s de dar a la escolta un recibo de la persona del escoltado, mand� a �ste que echara pie a tierra. Obedeci� Darnay, y los hombres que hasta all� le acompa�aron, hici�ronse cargo de su caballo y partieron sin entrar en la ciudad.

El jefe de la guardia condujo a Darnay al cuerpo de la misma,[224] que apestaba a vino ordinario y a tabaco, donde hab�a varios grupos de soldados y de patriotas, unos dormidos y otros despiertos, �stos borrachos y aqu�llos serenos, y algunos en los linderos de la vigilia y del sue�o, y de la sobriedad y la borrachera. Dos velones de aceite derramaban una claridad muy discutible sobre el cuerpo de guardia, en uno de cuyos testeros hab�a una mesa, sobre la cual se ve�an algunos registros. Un oficial de aspecto grosero, sentado frente a la mesa, era el encargado de los registros.

—Ciudadano Defarge—dijo el personaje que hab�a introducido a Darnay, mientras tomaba una hoja de papel—�es �ste el emigrado Evr�monde?

—Este es.

—�Cu�ntos a�os tienes, Evr�monde?

—Treinta y siete.

—�Casado, Evr�monde?

—S�.

—�D�nde?

—En Inglaterra.

—Lo creo. �D�nde est� tu mujer, Evr�monde?

—En Inglaterra.

—Lo creo tambi�n. Vas consignado, Evr�monde, a la prisi�n de La Force.

—�Dios del Cielo!—exclam� Darnay—�En virtud de qu� ley, y por qu� delito o falta?

Al cabo de algunos segundos de muda contemplaci�n, contest� el funcionario:

—Desde que saliste de Francia, Evr�monde, nos regimos por leyes nuevas y ha variado profundamente lo referente a delitos y faltas.

—Te ruego tengas presente, ciudadano, que he venido voluntariamente, cediendo a la s�plica escrita en ese papel que tienes ante tus ojos—replic� Darnay.—No pido otra cosa m�s que la ocasi�n de hacer lo que un compatriota m�o solicita. �No estoy en mi derecho?

—Los emigrados no tienen derechos, Evr�monde—fu� la est�lida contestaci�n del funcionario.

Despu�s de dirigir a Darnay una sonrisa siniestra, escribi� unos renglones, dobl� el papel, y lo entreg� a Defarge diciendo:

—Secreto.

Defarge indic� al prisionero que le siguiera. Obedeci� el prisionero, a quien acompa�aron adem�s dos patriotas armados, que se colocaron a su derecha e izquierda.

Mientras sal�an del cuerpo de guardia para entrar en Par�s, Defarge pregunt� al prisionero en voz baja:

—�Eres t� el que casaste con la hija del doctor Manette, prisionero en otro tiempo en la Bastilla, que ya no existe?

—S�—respondi� Darnay, mir�ndole con sorpresa.

—Me llamo Defarge y soy due�o de una taberna del barrio de San Antonio. Es posible que me conozcas de referencia.

—Mi mujer fu� a tu casa a reclamar a su padre... �S�, s�!

[225]

Parece que la palabra �mujer� despert� en Defarge recuerdos sombr�os, pues dijo con brusca impaciencia:

—�Quieres decirme, en nombre de esa mujer reci�n nacida llamada Guillotina, por qu� demonios has venido a Francia?

—No hace un minuto me oiste explicar cu�l fu� la causa de mi viaje. �Es que crees que no dije verdad?

—Verdad que no puede ser m�s fatal para ti—replic� Defarge, fruncido el entrecejo y mirando a su interlocutor con fijeza.

—Cierto es que me encuentro aqu� perdido. Lo veo todo tan trastornado, tan distinto de lo que antes era, tan desagradable, que confieso que ni s� a d�nde volver los ojos. �Quieres hacerme un peque�o favor?

—En absoluto ninguno—respondi� Defarge, con la mirada como perdida en el espacio.

—�Tampoco querr�s contestarme una pregunta, una sola?

—Veremos... Seg�n sea. Puedes hacerla.

—En la prisi�n en que tan injustamente me encierran, �podr� comunicar libremente con el mundo exterior?

—T� mismo lo ver�s.

—�Piensan sepultarme en ella, sin juzgarme, sin condenarme, sin concederme medios de justificarme y defenderme?

—Lo ver�s t� mismo... Pero si as� fuera, �qu�?; muchos otros tan buenos como t� se han visto sepultados en prisiones peores.

—Pero no por causa m�a, ciudadano Defarge.

La expresi�n sombr�a del rostro de Defarge se acentu� extraordinariamente al escuchar la respuesta, despu�s de lo cual prosigui� caminando en silencio. A medida que su taciturnidad aumentaba, se disipaban las esperanzas que en un principio tuvo Darnay de ablandar a aquel hombre.

—Para m� es de una importancia excepcional, como sabes tan bien como yo mismo, ciudadano Defarge, hacer saber al se�or Lorry, del Banco Tellson, un caballero ingl�s que en la actualidad se encuentra en Par�s, el hecho sencillo, sin comentario alguno, de que me han reclu�do en la prisi�n de La Force. �Me har�s el favor de encargarte de ponerlo en su conocimiento?

—No har� en tu obsequio nada absolutamente—replic� Defarge.—Me debo a mi patria y al pueblo. He jurado servir a los dos contra ti. Nada esperes de m�.

Call� Darnay, tanto porque di� por perdidas definitivamente todas las probabilidades de obtener de aquel hombre el favor m�s insignificante, cuanto porque su amor propio lastimado le movi� a considerar como humillaciones sus instancias. No pudo menos de reparar, mientras en silencio recorr�a las calles, en lo acostumbrado que el pueblo estaba al espect�culo de los prisioneros que por[226] ellas transitaban. Ni los ni�os se fijaban en �l. Algunos transeuntes volv�an sus cabezas y le apuntaban con el dedo indicando que era un arist�crata, y nada m�s. Verdad es que ver que un hombre bien vestido era conducido a la c�rcel era tan corriente y natural como ver a un obrero que se dirige al trabajo con las herramientas de su oficio en la mano. En una calleja estrecha, obscura y sucia que hubieron de atravesar, encontraron a un orador callejero excitad�simo, que dirig�a arengas excitadas a un auditorio excitado, ponderando los cr�menes que contra el pueblo soberano hab�an cometido el Rey, la familia real y los nobles. De las pocas palabras que llegaron a o�dos de Darnay pudo �ste colegir que el Rey hab�a sido encerrado en una prisi�n y que los embajadores extranjeros hab�an abandonado en masa a Par�s, noticias que desconoc�a en absoluto, pues durante su viaje, los individuos que le escoltaron, juntamente con la vigilancia universal, le tuvieron en un aislamiento tan absoluto, que nada hab�a o�do.

Como es natural, comprendi� que los peligros que le amenazaban eran infinitamente mayores e infinitamente m�s numerosos de lo que supuso al salir de Inglaterra; comprendi� que los peligros se multiplicaban con rapidez alarmante y que se multiplicar�an a�n m�s; no pudo menos de confesarse a s� propio que ni por las mientes se le hubiese pasado la idea de hacer el viaje de haber previsto los sucesos desarrollados en los d�as �ltimos. Y sin embargo, sus temores, examinados a la luz de los incidentes m�s recientes, no eran tan grandes como parece deber�an ser. Por nebuloso que el porvenir se le presentara, era un porvenir desconocido que en su misma obscuridad entra�aba cierta esperanza. Tan ajeno como los que vivieron millares de a�os antes que �l estaba a las horribles matanzas que, continuadas un d�a y otro d�a, una noche y otra noche, deb�an ahogar en caudalosos r�os de sangre la �poca siempre bendita de la recolecci�n de la cosecha. Apenas si de nombre conoc�a a la �mujer reci�n nacida llamada Guillotina�, como apenas si de nombre la conoc�a la generalidad del pueblo, pues por aquellos d�as, los mismos que la trajeron al mundo no imaginaban siquiera como probables las espantosas haza�as que muy en breve hab�an de envolverla en inmensa aureola sangrienta.

Sospechaba que ser�a v�ctima de una detenci�n arbitraria, que se le tratar�a con irritante injusticia, que habr�a de soportar privaciones y penalidades, de las cuales no ser�a la menor verse alejado de su adorada mujer y de su idolatrada hija; todo eso lo sospechaba; m�s a�n, lo consideraba indudable; pero fuera de ello, nada tem�a.

Tales eran las reflexiones que le embargaban, cuando lleg� a la[227] c�rcel llamada La Force. Un hombre de cara feroz abri� el postigo.

—El emigrado Evr�monde—dijo Defarge, haciendo la presentaci�n del preso.

—�Demonios coronados! �Pero es que no va a acabar nunca la procesi�n?—exclam� el de la cara de fiera.

Tom� Defarge el recibo que le alargaba el cancerbero, sin parar mientes en la exclamaci�n del mismo, y se retir� juntamente con los dos patriotas.

—�Rayos y truenos!—gru�� el carcelero, ya solo con su mujer.—�Esto es un r�o que corre siempre!

La mujer del carcelero, que en su dep�sito de contestaciones no deb�a tener la que cuadraba a la exclamaci�n anterior, se limit� a responder:

—Hay que tener paciencia, amigo m�o.

Los sonidos de una campana que la mujer hizo repicar evocaron a tres calaboceros, diciendo a coro:

—�Viva la Libertad!

El coro no parec�a el m�s apropiado para ser cantado en un sitio como aqu�l, pero mayores anomal�as se ven en el mundo.

Era la prisi�n de La Force un edificio t�trico, repugnante e inmundo, donde se respiraba la atm�sfera hedionda de la muerte. Asombra en realidad la rapidez con que percibe el olfato el olor a carne almacenada en lugares como aqu�l, sobre todo, cuando no reunen condiciones para el objeto, y por a�adidura est�n descuidados.

—�Y adem�s secreto!—murmur� el alcaide mientras le�a el papel.—�Como si no estuviera ya tan lleno de ellos que el mejor d�a doy un estallido!

Con muestras de p�simo humor ensart� el papel con una espiga que atravesaba a much�simos otros, y comenz� a pasear por la estancia abovedada sin hacer el menor caso del prisionero, a quien tuvo esperando m�s de media hora.

—S�gueme, emigrado—dijo al fin, tomando las llaves.

El alcaide condujo al nuevo pupilo por un corredor y una escalera, y al cabo de varios minutos, y no sin abrir durante la marcha muchas puertas y de cerrarlas de nuevo despu�s de franqueadas, lleg� a una pieza de grandes proporciones y techo bajo y abovedado, atestada de prisioneros de ambos sexos. Estaban las mujeres sentadas en torno a una mesa, leyendo o escribiendo, haciendo media, cosiendo o bordando, mientras los hombres, en su mayor parte, se hallaban de pie detr�s de las sillas ocupadas por aqu�llas, excepto algunos que se entreten�an paseando.

Tan t�trica era la sala, tan sombr�a la expresi�n de las personas all� hacinadas, tan acentuada la amarillez que en sus rostros hab�an creado las privaciones y miseria a que estaban sometidas que Carlos Darnay crey� que se[228] encontraba entre una colecci�n numerosa de muertos. All� no hab�a m�s que fantasmas. Fantasmas de belleza, fantasmas de la elegancia, fantasmas de la altivez, fantasmas del orgullo, fantasmas de la frivolidad, fantasmas del talento, fantasmas de la juventud, fantasmas de la vejez, todos ellos esperando llegase la hora de abandonar la playa inhospitalaria del mundo, todos ellos clavando en el reci�n entrado unos ojos que la muerte hab�a alterado en cuanto penetraron en la antesala de los dominios de aqu�lla.

Darnay qued� inm�vil, yerto, por efecto de su estupefacci�n. El aspecto del alcaide, que permanec�a a su lado, no menos que el de los calaboceros que andaban de una parte para otra, en pleno ejercicio, sin duda, de sus altas funciones, eran tan rudos, tan brutales, tan feroces, sobre todo puestos en parang�n con el de las atribuladas madres y de las hermosas hijas all� almacenadas, con la coqueter�a, la distinci�n propias de las j�venes bien nacidas y con la delicadeza de modales de la dama de alto rango, que Darnay hubo de afianzarse en la creencia de que le hab�an reclu�do en la mansi�n de los espectros.

—En nombre propio y en el de todos los compa�eros de infortunio aqu� amontonados—dijo un caballero de modales cortesanos, dando un paso al frente,—tengo el honor de dar a usted la bienvenida a La Force, y de lamentar con usted la calamidad que aqu� le trae. �Ojal� sea de breve duraci�n y termine con felicidad! Ahora bien; manifestarle nuestros deseos ser�a imperdonable impertinencia en cualquier otra parte, pero no aqu�. Nos permitimos preguntarle su nombre y condici�n.

Darnay se apresur� a acceder a los deseos manifestados por el caballero.

—Supongo que no estar� usted aqu� �en secreto�—repuso el caballero, siguiendo con la vista al alcaide que en aquel momento cruzaba la estancia.

—Dos o tres veces he o�do pronunciar esa consigna refiri�ndose a m�, pero ignoro lo que puede significar.

—�Oh, que l�stima! Muy de veras lo lamentamos... Pero no se desanime usted. Son muchos los que han venido aqu� �en secreto� y luego se ha modificado su situaci�n.

Seguidamente a�adi� alzando la voz:

—Con profundo pesar informo a mis compa�eros que... en secreto.

Mientras Carlos Darnay se dirig�a a la puerta defendida con gruesa reja junto a la cual le esperaba el alcaide, alz�ronse fuertes murmullos de conmiseraci�n, mezclados con frases de piedad de las mujeres, que se esforzaban por infundirle aliento. Llegado a la puerta mencionada, volvi�se Carlos y di� las gracias a los que dejaba desde el fondo de su cora[229]z�n. Cerr�se la puerta empujada por la mano del alcaide, y las apariciones espectrales se borraron para siempre.

Daba acceso la puerta a una escalera de caracol, por la cual subi� Darnay siguiendo a su gu�a. Despu�s de subir cuarenta pelda�os, contados concienzudamente por el prisionero de media hora, abri� el alcaide una puerta baja y muy negra y entr� en una celda solitaria. Era muy fr�a, ol�a a moho, pero no estaba obscura.

—La tuya—dijo el alcaide.

—�Por qu� me encierran solo?

—Eso es lo que yo no s�.

—�Supongo que se me permitir� comprar papel, pluma y tinta?

—Por el momento no. Te visitar�n... no s� cuando, y entonces podr�s solicitar ese favor. Puedes comprar comida, pero nada m�s.

En la celda hab�a una silla, una mesa y un jerg�n de paja. El alcaide, despu�s de someter a escrupulosa inspecci�n el mobiliario de la celda, sali� dejando solo a Darnay.

—Puedo decir que estoy muerto y sepultado—murmur� el infeliz.—Cinco pasos por cuatro y medio... cinco pasos por cuatro y medio—repet�a maquinalmente, recorriendo la celda en todos sentidos y contando al propio tiempo.

El ruido de la ciudad llegaba a sus o�dos convertido en una especie de sordo redoblar de tambores mezclado con estridentes voces humanas.

—Cinco pasos por cuatro y medio... Hac�a zapatos... cinco pasos por cuatro y medio... hac�a zapatos... zapatos...

El prisionero aceleraba el paso y procuraba contar, a fin de ahuyentar la idea del que hac�a zapatos, que amenazaba convertirse en idea fija.

—Los espectros se han desvanecido en cuanto traspas� la puerta de la reja—segu�a pensando.—Vi entre ellos el de una se�ora vestida de negro, que estaba apoyada sobre el alf�izar de la ventana. La luz daba de lleno sobre su cabellera de oro, y parec�a a... �Dios m�o... Dios m�o!... �Volver� alg�n d�a a transitar por las aldeas visitadas por la luz del sol, por las aldeas donde despiertan las gentes? Hac�a zapatos... hac�a zapatos... hac�a zapatos... Cinco pasos por cuatro y medio... cinco pasos por cuatro y medio...

Caminaba el prisionero cada vez con mayor celeridad, siempre embebido en las mismas ideas, siempre contando, siempre teniendo ante los ojos de la imaginaci�n la visi�n del zapatero, mientras el estruendo de la ciudad continuaba sonando en sus o�dos como sordo redoblar de tambores mezclado con llantos de voces que conoc�a y quer�a, con ayes desgarradores emitidos por gargantas que hasta entonces apenas dieron salida a sonidos que no fueran reflejo de la alegr�a del coraz�n.

[230]

II.
LA PIEDRA DE AFILAR

El Banco Tellson, establecido en el Barrio Saint Germain de Par�s, ocupaba un ala de un edificio inmenso, precedido por un jard�n separado de la calle por un muro de bastante altura y una verja muy s�lida. Era el inmueble propiedad de un noble de los m�s poderosos del reino, que hab�a vivido en �l hasta que las perturbaciones de la �poca le obligaron a emprender la fuga, envuelto en la indumentaria de su cocinero, y a cruzar la frontera. Aunque en realidad quedaba reducido a la condici�n de pieza de caza que consigui� burlar las acometidas de los ojeadores y de los monteros, no por ello dejaba de ser el mismo se�or, cuya importante operaci�n de preparar el chocolate y de llevarlos a sus gloriosos labios, exig�a los esfuerzos de tres servidores, aparte de los del cocinero.

Hab�ase ido el se�or; sus servidores se absolvieron a s� mismos del horrendo pecado de haber recibido los salarios de aqu�l mostr�ndose perfectamente dispuestos a rebanarle el pescuezo sobre el flamante altar de la Rep�blica Una e Indivisible, de la Libertad, de la Igualdad, de la Fraternidad o Muerte, y el suntuoso inmueble del se�or fu� primero secuestrado y luego confiscado. Las cosas se hac�an con tan vertiginosa rapidez, y los decretos se suced�an con precipitaci�n tan fiera, que a la tercera noche del mes de septiembre, patriotas emisarios de la ley se hab�an posesionado de la casa en cuesti�n, la hab�an purificado haciendo tremolar sobre ella la bandera tricolor, y fumaban y se emborrachaban bonitamente en sus suntuosas habitaciones.

Si la Casa Tellson de Londres se hubiese parecido a la Casa Tellson de Par�s, a buen seguro que los londinenses la hubiesen visto figurar muy en breve entre los quebrados que merec�an aparecer en la Gaceta. �Qu� habr�a dicho la espetada respetabilidad inglesa, si en el vest�bulo de un Banco hubiese encontrado abundantes macetas plantadas de naranjos, y... �horror! la figura de un Cupido presidiendo la caja? Y, sin embargo, por inconcebible que parezca, tal ocurr�a en el Banco Tellson de Par�s. Cierto que Tellson hab�a blanqueado con algunas manos de cal el Cupido del testero, pero quedaba el del techo, muy ligero de ropas, contemplando con mirada ansiosa la caja (es lo que suele hacer de ordinario) desde que amanec�a hasta que cerraba la noche. La quiebra m�s tremenda hubiese sido consecuencia fatal e inevitable de la presencia de aquel agradable pagano en la calle Lombard de Londres, si ya no hubieran bastado para producirla una alcoba medio oculta entre[231] ricos cortinones, delante de la cual estaba el ni�o de las travesuras, el inmenso espejo que en el muro hab�an dejado, y los empleados mismos, no tan viejos como era de desear, que no ten�an el menor reparo en bailar en p�blico a poco que se les instase a hacerlo. Verdad es que un Tellson franc�s pod�a permitirse todo eso y a�n m�s, sin esc�ndalo de nadie, sin que capitalista alguno so�ase siquiera en retirar por causas tan insignificantes sus capitales.

Cu�nto dinero saldr�a en lo sucesivo de las cajas de la Casa Tellson de Par�s, cu�nto habr�a de quedar all� perdido y olvidado, cu�nta plata, cu�ntas joyas perder�an su brillo inmaculado en las c�maras secretas del establecimiento, mientras sus due�os lo perd�an en los calabozos o en el cadalso, cu�ntas cuentas corrientes del Banco quedar�an sin saldar en este mundo y pasar�an al otro, es lo que ning�n mortal hubiese podido decir, lo que ni aproximadamente logr� conjeturar aquella noche el mism�simo Mauricio Lorry, no obstante haberse repetido cientos de veces estas preguntas. Sentado junto a la chimenea en la que ard�an chisporroteando algunos le�os (aquel a�o est�ril e infecundo hab�a adelantado la estaci�n de los fr�os), su rostro, reflejo de honradez, presentaba sombras que no proyectaba la l�mpara pendiente del techo ni ninguno de los objetos que en la estancia hab�a.

Ocupaba Lorry habitaciones en el edificio del Banco, a lo que le daba derecho indiscutible su probada fidelidad a la casa de la cual formaba parte integrante. Cre�an muchos que era garant�a de seguridad para el establecimiento la ocupaci�n patri�tica de casi todo el edificio, aunque el leal Lorry jam�s particip� de semejante creencia. Cuanto ocurr�a en Par�s �rale indiferente, pues para �l, lo �nico que excitaba su inter�s, era el cumplimiento de su deber. En el fondo del jard�n, bajo una techumbre sostenida por graciosas columnas, hab�a una cochera, en la cual quedaban algunos de los carruajes del se�or. Sujetas a dos columnas hab�a dos antorchas encendidas, y al pie, colocada de manera que recibiera la luz de aqu�llas, una piedra de afilar, montada de cualquier manera, que sin duda hab�a sido tra�da de cualquier herrer�a o carpinter�a inmediata. Lorry, que se levant� del asiento y se asom� a la ventana, retir�se con un estremecimiento al ver aquel objeto inofensivo.

Hasta en la habitaci�n que trabajaba Lorry llegaba el sordo rumor de las calles, al que de vez en cuando se un�an ruidos que parec�an proceder de un mundo fant�stico, ruidos inauditos por lo terribles que se elevaban desde la tierra al cielo.

—Gracias a Dios—dijo Lorry juntando las manos,—ninguna persona querida tengo a mi lado[232] esta noche pavorosa. �Mire el Alt�simo con ojos compasivos a cuantos se ven en peligro!

Apenas hab�a pronunciado estas palabras, cuando son� la campana de la verja.

—Sin duda vuelven—pens� Lorry.

Permaneci� sentado y escuchando; mas como no oyera rumor de pasos en el vest�bulo, como esperaba, ni sonara tampoco la verja al ser cerrada de nuevo, asaltaron al buen Lorry temores vagos con respecto al Banco. Tranquiliz�se, sin embargo, convencido de que estaba bien guardado por hombres de confianza absoluta. Iba a reanudar sus tareas, cuando bruscamente se abri� la puerta de su habitaci�n y en su umbral aparecieron dos personas, a cuya vista retrocedi� Lorry, presa del pasmo m�s violento que en su vida experimentara.

Luc�a y su padre; Luc�a, que le tend�a con adem�n suplicante las manos y le miraba con expresi�n de quien en sus ojos tiene concentrada su vida entera.

—�Luc�a... Manette!... �Qu� es esto?—exclam� Lorry, con asombro indescriptible—�Qu� pasa? �Qu� ocurre? �Qu� les trae aqu�?

Luc�a, p�lida como un cad�ver, cay� sollozante en los brazos del anciano amigo de su infancia.

—�Oh... amigo querido! Mi marido...

—�Su marido, Luc�a?

—Carlos.

—�Qu� hay de Carlos?

—Aqu�... en Par�s.

—�En Par�s?

—Lleva aqu� algunos d�as... tres o cuatro... no s� cu�ntos... Me es imposible poner orden en mis pensamientos... Le trajo aqu� una idea generosa que nos es desconocida; fu� detenido en la barrera y conducido a la c�rcel.

El anciano lanz� un grito de espanto. Casi al mismo tiempo son� la campana de la verja y se oyeron en el jard�n voces mezcladas con rumor de pasos.

—�Qu� ruido es �se?—pregunt� el doctor, dirigi�ndose a la ventana.

—�No se asome usted! �No mire fuera!... �Por lo que m�s quiera, Manette, por su vida... no toque la persiana!

Volvi�se el doctor, sin separar la mano de la falleba de la ventana, y con sonrisa fr�a y osada, contest�.

—Mi querido amigo, en esta ciudad, mi vida es sagrada. He sido prisionero de la Bastilla. No hay un patriota en Par�s... �qu� digo en Par�s? en �toda la Francia!... No hay un patriota en toda la Francia que, sabiendo que he sido prisionero de la Bastilla, se atreva a tocarme, como no sea para estrujarme a fuerza de abrazos o para llevarme en triunfo por las calles. Mis torturas antiguas me han dado influencia bastante para llegar hasta aqu� sin encontrar obst�culos en las barreras y para obtener noticias sobre Carlos. Sab�a yo que as� ser�a, sab�a[233] yo que me ser�a f�cil librar a Carlos de los peligros que le amenazan, y as� se lo asegur� a Luc�a... �Pero qu� ruido es ese?—termin�, volvi�ndose hacia la ventana.

—�No mire usted!—grit� Lorry con acento desesperado—�Usted tampoco, Luc�a, mi querida Luc�a!—a�adi�, pasando su brazo al rededor de su cintura.—Pero no tema... no se asuste. Juro que no s� que a Carlos le haya ocurrido mal alguno... que ni sospechaba siquiera que la fatalidad le hubiese tra�do a esta ciudad. �En qu� c�rcel est�?

—En la Force.

—La Force. Si alguna vez ha sido usted valiente, Luc�a, hija m�a, si alguna vez se ha considerado con fuerzas para hacer algo �til, hoy m�s que nunca es preciso que recurra a todo su valor y a todo su esfuerzo para cumplir al pie de la letra lo que yo le diga, pues le aseguro que de ello depende mucho m�s de lo que usted pueda suponer, mucho m�s de lo que yo pudiera decirle. Lo que voy a suplicarle que por su Carlos haga, es lo m�s duro, lo m�s dif�cil que cabe pensar, porque precisamente voy a mandarle que se tranquilice, que no haga nada, que me obedezca, que me permita que la lleve a una habitaci�n retirada de esta casa y que permanezca tranquila en ella, dej�ndonos solos a su padre y a m� por espacio de algunos minutos. �Por su Carlos querido, por la muerte, que hoy anda suelta por esta desdichada ciudad, seguro estoy que me obedecer�!

—Acato sumisa sus deseos, porque veo en su cara que no puedo ni debo hacer otra cosa, y que en mi conveniencia inspira usted sus palabras.

Lorry bes� a Luc�a e inmediatamente la acompa�� a su habitaci�n donde la dej�, cerrando, al salir, con llave la puerta. Volvi� presuroso a reunirse con el doctor, abri� la ventana que daba al jard�n, puso su diestra sobre el hombro de su amigo, y se asom�, indicando a �ste que hiciera lo propio.

Ante sus ojos hab�a un grupo compacto de hombres y de mujeres, no muchos, es decir, no los bastantes, ni con mucho, para llenar el jard�n, pues no pasar�an de cuarenta o cincuenta. Las personas que ocupaban la casa les hab�an franqueado la entrada para que utilizasen la piedra de afilar, instalada all� para el servicio p�blico, sin duda.

Parece que nada de particular deber�a tener una piedra de afilar, ni mucho menos que a ella se acercasen afiladores; pero hiela la sangre pensar en aquellos horribles afiladores, tanto por su aspecto cuanto por la �ndole del trabajo, mejor dicho, por el objetivo del trabajo que realizaban.

Daban vueltas a la piedra dos hombres cuyas caras eran m�s horribles y de expresi�n m�s cruel que las de los salvajes m�s feroces cuando ostentan sus prendas y pinturas m�s b�rbaras. Falsas[234] cejas y bigotes falsos serv�an de adorno a unos rostros repugnantes, todos salpicados de sangre, rostros contra�dos por la ira y el desenfreno. Mientras aquellos desalmados daban a la piedra vueltas y m�s vueltas, algunas mujeres aproximaban a sus labios vasijas llenas de vino. La escena no pod�a ser m�s nauseabunda ni m�s feroz. Sangre, vino y fuego eran los elementos constitutivos del cuadro; sangre que llenaba las caras y las manos de todos los monstruos que all� hab�a, vino que rezumaban sus hediondas bocas, y fuego que brotaba en chispas brillantes de la piedra de afilar. Empuj�ndose y atropell�ndose unos a otros en su af�n de afilar cuanto antes sus instrumentos de matanza, se ve�an hombres desnudos de cintura arriba, tintos en sangre los brazos, los cuellos, las caras y el cuerpo; hombres cubiertos de harapos, con los harapos tintos en sangre; hombres engalanados con prendas de vestir mujeriles, con encajes, cintas y sedas, y las sedas y las cintas y los encajes tintos en sangre. Hachas, cuchillos, bayonetas, sables, espadas, todos los instrumentos que afilaban estaban tintos en sangre. Algunos llevaban las espadas o las hachas sujetas a las mu�ecas con tiras de tela o pedazos de vestidos; las ligaduras variaban, pero no el color, todas eran rojas.

Lorry y el doctor retrocedieron no bien tropezaron sus ojos con la repugnante escena.

—Est�n asesinando a los prisioneros—dijo Lorry, contestando a la pregunta muda que el doctor acababa de dirigirle.—Si tiene usted seguridad de lo que dice, si realmente posee la influencia que cree poseer, y que yo tambi�n creo que posee, d�se a conocer a esos demonios y h�gase llevar a La Force. Puede que sea ya tarde, qui�n sabe; pero de todas suertes, no pierda ni un segundo.

El doctor Manette estrech� la mano de su amigo y, sin contestar palabra, sin cubrirse siquiera, baj� al jard�n.

Su pelo blanco como la nieve, su rostro, que no pod�a menos de llamar la atenci�n, la decisi�n con que apart� las armas de aquella turba de monstruos, le abrieron el camino hasta el centro de la reuni�n, hasta la misma piedra de afilar. Lorry observ� que callaban todos, que en medio de un silencio solemne se alzaba vibrante la voz del anciano, que todos escuchaban atentos, que todos miraban al orador con el respeto m�s profundo; y al cabo de breves minutos, vi� que m�s de veinte hombres formaban compacto grupo, que rodeaban al doctor y, entroniz�ndolo sobre sus hombros, sal�an a la calle gritando con entusiasmo delirante:

—�Viva el prisionero de la Bastilla!

—�Queremos al pariente del de la Bastilla preso en La Force!

—�Paso al prisionero de la Bastilla!

[235] —�Libertad al prisionero Evr�monde, encerrado en La Force!

Lorry cerr� la ventana muy esperanzado, y se apresur� a reunirse con Luc�a, a la que refiri� que su padre, auxiliado por el pueblo, hab�a ido a buscar a su marido. Con Luc�a estaba su hija y la se�orita Pross, pero tal era la confusi�n del buen Lorry, que ni le sorprendi� siquiera encontrarlas all� hasta mucho rato despu�s.

La noche fu� horrible. Luc�a, presa de estupor, estaba sentada en el suelo retorci�ndose las manos, y la se�orita Pross, despu�s de acostar a la ni�a, cedi� al sue�o que la acosaba y qued� dormida con la cabeza doblada sobre la camita de la ni�a. �Noche horrible, durante la cual Lorry hubo de escuchar los constantes sollozos de la desventurada Luc�a! �Noche horrible, noche eterna, noche de angustias, noche de ansiedad, noche pasada esperando la llegada de un padre que no llegaba, la llegada de noticias de un marido colocado al borde del sepulcro, y las noticias no ven�an!

Dos veces m�s repic� con violencia la campana de la verja, dos veces m�s se repiti� la irrupci�n, dos veces m�s pusieron en movimiento la piedra de afilar. Luc�a se asust�.

—�Qu� es eso?—pregunt�.

—�Silencio!—respondi� Lorry.—Son los soldados que afilan sus espadas. La casa es hoy una propiedad nacional, hija m�a.

Albore� el nuevo d�a. Lorry pudo desasirse de las crispadas manos de Luc�a y se asom� a la ventana. Junto a la piedra de afilar, un hombre, cubierto de sangre de pies a cabeza, semejante a un soldado herido que recobra el conocimiento en el campo de batalla, se levantaba del suelo sobre el que hab�a estado tendido y miraba con expresi�n est�pida en rededor. Aquel asesino cansado de matar vi� los soberbios carruajes del se�or, se dirigi� a uno de ellos con paso vacilante, abri� la portezuela, y se encerr� en su interior dispuesto a descansar de las fatigas de la noche sobre los mullidos almohadones.

III.
LA SOMBRA

Una de las reflexiones primeras que sugiri� al se�or Lorry su entendimiento pr�ctico, tan pronto como son� al d�a siguiente la hora de dar comienzo a las operaciones del Banco, fu� que carec�a de derecho para crear dificultades y atraer peligros sobre el Banco Tellson, concediendo albergue en el edificio del mismo a la esposa de un emigrado preso. Sin un segundo de vacilaci�n, con alegr�a, con toda su alma, hubiese sacrificado ante el altar del cari�o que a Luc�a y a su hija profesaba todo cuanto pose�a, incluso su libertad y su vida; pero el gran esta[236]blecimiento bancario no era suyo, y en lo referente a negocios, Lorry era r�gido, inflexible.

Consecuencia de sus cavilaciones, fu� pensar en Defarge, y al pensamiento sigui� la decisi�n de llegarse a la taberna y rogar a su due�o que le indicase un refugio seguro para Luc�a, si es que lo hab�a en aquella ciudad perturbada, refugio que muy bien pod�a ser, si a ello se prestaba Defarge, el mismo sotabanco en que en tiempos pasados vivi� el doctor Manette. Desech�, empero, este proyecto, apenas concebido, en atenci�n a que la taberna estaba enclavada en el barrio m�s peligroso de la ciudad y a que Defarge, persona influyente, a no dudar, entre los habitantes de aquella regi�n violenta, andar�a metido de lleno en las empresas que all� se fraguaban y maduraban.

Pr�ximas ya las doce de la ma�ana, como el doctor no pareciera, y cada minuto que pasaba tend�a a multiplicar el compromiso en que hab�a colocado al Banco Tellson, Lorry decidi� celebrar consejo con Luc�a. Manifest� �sta que su padre le hab�a hablado de alquilar una habitaci�n en aquel mismo distrito, no lejos del Banco. Visto que el proyecto del doctor no estaba en oposici�n con los negocios del Banco, y previendo Lorry que por bien que la situaci�n de Carlos se solucionara, aun cuando merced a la intervenci�n e influencia del doctor fuese puesto en libertad, habr�a de serle imposible escapar de la ciudad, sali� inmediatamente a buscar habitaci�n conveniente y la encontr� en una calle aislada rodeada de edificios deshabitados.

Sin perder momento traslad� a la habitaci�n mencionada a Luc�a, a su hija y a la se�orita Pross, a las cuales di� cuantos consuelos pudo, que fueron m�s de los que �l mismo ten�a. Dej� con ellas a Jerem�as Lapa y volvi� a engolfarse en sus ocupaciones.

Pas� el resto del d�a triste, preocupado y receloso, hasta que lleg� la hora de cerrar el establecimiento. Retir�se entonces a su habitaci�n, como el d�a anterior, y estaba pensando en las resoluciones que le convendr�a adoptar, cuando oy� ruido de pasos en la escalera. Segundos despu�s se le presentaba un hombre que, mir�ndole con mirada penetrante, se le dirig�a por su nombre.

—A su disposici�n, se�or Lorry. �Me conoce usted?

Era un individuo de constituci�n s�lida, de pelo negro naturalmente rizado y de unos cuarenta y cinco a�os de edad.

—�Me conoce usted?—repiti�.

—He visto a usted en alguna parte.

—�En mi tienda de vinos, quiz�s?

M�s interesado que nunca, y no poco agitado, pregunt� Lorry:

—�Viene usted de parte del doctor Manette?

—S�; vengo de parte del doctor Manette.

[237]

—�Y qu� dice? �Me env�a algo?

Defarge puso en la mano que anhelante le tend�a Lorry un pedazo de papel, que conten�a las palabras siguientes, escritas de pu�o del doctor:

�Carlos sin novedad, pero no puedo yo abandonar el sitio en que me encuentro. He logrado que el portador de esta lleve dos l�neas de Carlos para su mujer. Haga que el dador se vea con mi hija.�

Estaba fechada la misiva en La Force una hora antes.

—�Tiene usted la bondad de acompa�arme a la casa en que reside la esposa de Carlos?—pregunt� Lorry, sin ocultar la alegr�a que la lectura del billete le hab�a producido.

—S�—contest� Defarge.

Sin parar mientes en el tono reservado y curiosamente mec�nico con que Defarge hablaba, Lorry se encasquet� el sombrero y baj� con su visitante al jard�n, donde encontraron a dos mujeres, una de ellas haciendo calceta.

—�La se�ora Defarge?—pregunt� Lorry, quien la hab�a dejado ocupada en lo mismo diez y siete a�os antes.

—La misma—contest� el marido.

—�Viene con nosotros su se�ora?—pregunt� Lorry, al observar que las mujeres echaban a andar.

—S�. Viene para reconocer las caras y conocer a las personas. Es una medida que conviene a la hija del doctor.

Lorry, a quien comenzaron a parecerle extra�as la actitud y palabras de Defarge, dirigi�le una mirada recelosa y continu� andando. Siguieron las dos mujeres, una de las cuales era la llamada La Venganza.

Cruzaron las calles inmediatas con cuanta rapidez les fu� posible, subieron la escalera del domicilio de Luc�a, Jerem�as les franque� la entrada, y encontraron a la esposa de Carlos sola y llorando. Las noticias que acerca de su marido la di� Lorry la llenaron de alegr�a, y estrech� con efusi�n la mano que la entregaba las breves palabras escritas por su Carlos... sin pensar en lo que la noche anterior hab�a estado haciendo aquella mano muy cerca de la persona de su marido, ni en lo que con �ste hubiese hecho de no impedirlo una casualidad feliz.

�Valor, queridita m�a. Estoy bien, y tu padre goza de influencia sobre los que me rodean. No puedes contestarme. Besa por m� a nuestro �ngel.�

Nada m�s dec�a el billete. Era, sin embargo, tanto para la desventurada que acababa de recibirlo, que en su agradecimiento se volvi� hacia la mujer de Defarge y bes� con efusi�n las manos que hac�an calceta. Fu� un acto de esposa apasionada, amante, agradecida; pero la mano que de aquel fu� objeto no lo contest�. Separ�se de sus labios pesada, fr�a como el hielo, y continu� haciendo media.

[238]

Algo encontr� Luc�a en aquella mano que la estremeci�. En el instante mismo en que llevaba la diestra a su seno para guardar all� el billete recibido, sus ojos, clavados en el rostro de la tabernera, reflejaron un terror infinito. La se�ora Defarge contest� a su mirada con otra que rebosaba impasibilidad, hielo.

—Mi querida Luc�a—dijo Lorry, tratando de explicar la presencia de las mujeres,—son muy frecuentes las conmociones en las calles, y aunque no es probable que nadie moleste a usted, ha venido la se�ora Defarge con objeto de ver a las personas hasta las cuales puede extender su protecci�n, pues conviene que las conozca bien a fin de poder identificarlas en cualquier momento dado. Creo, ciudadano Defarge—termin� sin atreverse a prodigar nuevas palabras de consuelo,—que he expuesto la verdad del caso, �no es cierto?

Defarge dirigi� a su mujer una mirada sombr�a y se limit� a exteriorizar su conformidad por medio de un gru�ido.

—Creo, Luc�a, que ser�a conveniente que salieran la ni�a y la se�orita Pross—repuso Lorry.—Nuestra excelente Pross, Defarge, es una se�ora inglesa, que desconoce por completo el franc�s.

La se�ora en cuesti�n, en cuyo pecho arraigaba muy honda la creencia de que se bastaba y hasta se sobraba para poner en cintura a cualquier extranjero, y no hab�a perdido su serenidad de �nimo, no obstante las perturbaciones y anarqu�a reinantes en Par�s, se present� con los brazos cruzados, y dirigi� una mirada castizamente inglesa a La Venganza, con cuyos ojos tropezaron desde el primer momento los suyos.

—�Hola, descarada!—dijo en ingl�s.—Me alegro de verla buena.

Tambi�n dirigi� una o dos palabras a la se�ora Defarge; pero ni la una ni la otra tuvieron por conveniente contestar.

—�Es �sa la ni�a?—pregunt� la se�ora Defarge, suspendiendo por primera vez su tarea y apuntando a Luc�a con la aguja de hacer media cual si fuera el dedo de la Fatalidad.

—S�, se�ora—contest� Lorry.—Esa es la hija adorada y �nica de nuestro pobre prisionero.

La sombra que acompa�aba a la se�ora Defarge y compa�eros tom� tonos tan t�tricos y amenazadores, que la pobre madre cay� instintivamente de rodillas al lado de su hija y la estrech� contra su amante pecho. La sombra que acompa�aba a la se�ora Defarge y compa�eros pareci� extenderse entonces negra, amenazadora, sobre la madre y la hija.

—No hace falta m�s—dijo la tabernera.—Los hemos visto ya. V�monos.

Aquellas palabras entra�aban amenazas muy encubiertas, s�, pero no tanto que no las penetrase el instinto maternal. He aqu� por qu� Luc�a, tendiendo sus brazos[239] suplicantes hacia la se�ora Defarge, dijo:

—�Tratar�n con bondad a mi pobre marido? �Verdad que no le har�n da�o? �Que me conseguir�n que pueda verle, si de ustedes depende?

—No es tu marido el que aqu� me ha tra�do—replic� la se�ora Defarge, mirando a Luc�a con calma espantosa.—Lo �nico que me interesa es la hija de tu padre.

—Por m�, pues, sea compasiva con mi marido... �por m� y por mi pobre hijita! �Mi hija tiende conmigo hacia ustedes sus manecitas y las suplica que no cierren su coraz�n a la voz de la piedad! �M�s miedo nos inspiran ustedes que toda la ciudad junta!

La Defarge recibi� esta frase �ltima como un cumplimiento, y volvi� sus ojos hacia su marido. Este, que escuchaba a Luc�a mordiendo la u�a de su pulgar, acentu� la expresi�n dura de su rostro al sentir sobre �l la mirada de su mujer.

—�Qu� es lo que en esa cartita te dice tu marido?—pregunt� la tabernera con sonrisa sarc�stica.—�No habla sobre influencia?

—Dice que mi padre goza alguna influencia sobre los que le rodean—contest� Luc�a, sacando apresuradamente el billete del pecho, pero con sus ojos llenos de alarma puestos sobre su interlocutora y no sobre el papel.

—En ese caso, �l le salvar�—observ� la tabernera;—no tenemos por qu� mezclarnos nosotros.

—Como esposa y como madre—exclam� Luc�a con expresi�n de ansiedad inmensa,—imploro la piedad de ustedes y les pido de rodillas que no empleen el poder que poseen en contra de mi marido, sino en su favor. �Hermanas m�as... hermanas m�as! �Acu�rdense de que es una esposa y una madre la que se lo ruega!

La se�ora Defarge mir� a la suplicante con la frialdad de siempre, y dijo, volviendo su rostro hacia La Venganza:

—Las esposas y madres que desde que nacimos, o poco menos, estamos acostumbradas a ver, han sido tratadas con grandes consideraciones, �verdad? �No es cierto que con gran frecuencia hemos visto a sus maridos y a sus padres sepultados en inmundos calabozos? Desde que vinimos al mundo, �no hemos visto sufrir a nuestras hermanas, en sus personas y en las de sus hijos, pobrezas, desnudeces, hambres, sed, enfermedades, miserias, opresiones y desprecios de toda clase?

—Jam�s vimos otra cosa—respondi� La Venganza.

—Todas esas cosas las hemos sufrido durante mucho, much�simo tiempo—repuso la tabernera dirigi�ndose a Luc�a.—Ahora dime, juzga por ti misma; �crees probable que el dolor de una esposa y la ansiedad de una madre hagan mella en nosotras?

Continu� haciendo media y sali�. Tras ella ech� a andar La Venganza y Defarge sali� el �lti[240]mo, cerrando la puerta al salir.

—�Valor, mi querida Luc�a!—exclam� Lorry, alz�ndola del suelo.—�Valor y valor! Hasta ahora todo va bien... mucho, much�simo mejor de lo que pod�amos prometernos. �Levante su coraz�n, querida Luc�a, y demos gracias al Cielo!

—No me falta un coraz�n agradecido ni dejo de abrigar esperanzas; pero aquellas mujeres horribles son como sombras negras que obscurecen el cielo de mis esperanzas.

—�Chit�n, chit�n!—exclam� Lorry—�C�mo se entiende? �Es posible que en ese bravo corazoncito tenga entrada el abatimiento? �Sombras! Las sombras nada significan, Luc�a, son inconsistentes... �nada!

Pese a sus palabras �l mismo sent�a tambi�n la influencia, la opresi�n, de aquellas sombras fat�dicas y, aunque no lo confesaba, es lo cierto que le preocupaban y perturbaban en extremo.

IV.
CALMA EN LA TORMENTA

Cuatro d�as dur� la ausencia del doctor Manette.

Con tal diligencia ocultaron a Luc�a la mayor parte de los horrorosos acontecimientos ocurridos en ese lapso de tiempo, que hasta mucho tiempo despu�s, cuando ya se encontraba a gran distancia del territorio franc�s, no supo que mil cien prisioneros indefensos, de ambos sexos y de todas las edades, hab�an sido brutalmente asesinados por un populacho ebrio de sangre, que durante aquellos cuatro d�as con sus noches no cesaron ni por un segundo las haza�as de horror, que las calles de la ciudad en que viv�a estaban inundadas de sangre y que la atm�sfera que respiraba era una atm�sfera saturada de emanaciones de sangre. Las �nicas noticias que a sus o�dos llegaron fueron que el populacho hab�a atacado las prisiones, que todos los presos pol�ticos hab�an corrido serios peligros, y que algunos hab�an sido arrastrados por las calles y asesinados.

El doctor comunic� al se�or Lorry, no sin exigirle el secreto m�s absoluto, que las turbas le obligaron a presenciar brutales escenas de carnicer�a y de sangre en la prisi�n de La Force; que all� hab�a encontrado en funciones permanentes a un Tribunal, ante el cual eran presentados uno a uno los prisioneros, que inmediatamente eran condenados a muerte y ejecutados, o puestos en libertad (muy pocos), o bien encerrados de nuevo en sus celdas. A�adi� que, habi�ndole presentado al Tribunal en cuesti�n los patriotas que le acompa�aban, expuso �l su nombre y su profesi�n e hizo constar que, sin previa acusaci�n, y como consecuencia sin previa sentencia, hab�a sido por[241] espacio de diez y ocho a�os prisionero secreto de la Bastilla; y que uno de los individuos que compon�an el Tribunal se levant� y le identific�, resultando ser Defarge el individuo de referencia.

Dijo que por los registros que sobre la mesa del Tribunal hab�a pudo cerciorarse de que su yerno figuraba entre los prisioneros vivos, y que le defendi� con gran calor ante el Tribunal, algunos de cuyos miembros roncaban desaforadamente mientras otros estaban despiertos, y entre los cuales los hab�a manchados con sangre de pies a cabeza y limpios de cr�menes (muy pocos), algunos sobrios y otros borrachos (casi todos), en honor a la Libertad. Que en el primer momento de entusiasmo, consiguiente a la presencia en aquel lugar de un hombre que tanto hab�a sufrido, de un m�rtir torturado por la situaci�n derribada, le concedieron que Carlos compareciera inmediatamente ante aquel Tribunal extra�o y fuera examinado. Que cuando todo hac�a suponer que iban a decretar su libertad, las corrientes decididamente favorables tropezaron con obst�culos, cuyo origen y naturaleza eran misterios para el doctor, los cuales dieron margen a una conferencia secreta. Que el sujeto que ocupaba el sill�n presidencial manifest� seguidamente al doctor que el prisionero deb�a continuar reclu�do, aunque, en atenci�n a las torturas del doctor, la persona de aqu�l ser�a inviolable. Que inmediatamente, a una se�al del presidente, el prisionero fu� conducido de nuevo a su calabozo, pero que �l, el doctor, con tal insistencia solicit� permiso para permanecer all� a fin de asegurarse de que su yerno, por equivocaci�n o por malicia, no era entregado a las turbas, cuyos feroces aullidos ensordec�an a los jueces, que le fu� concedida la autorizaci�n solicitada, y que no se movi� de la Sala de la Sangre hasta que finaliz� la escena �ltima del sangriento drama.

Imposible detallar todas las brutalidades, todos los actos de feroz salvajismo que hubo de presenciar el doctor durante aquellos cuatro d�as con sus noches. La loca alegr�a a que se entregaban los prisioneros que consegu�an un fallo absolutorio le impresion� casi tanto como la loca ferocidad con que el populacho hac�a pedazos a los que resultaban condenados. Hubo un prisionero a quien el Tribunal declar� absuelto y que, al salir libre a la calle, un monstruo, por equivocaci�n sin duda, le asest� una lanzada. El doctor Manette, a quien rogaron que saliera a curar al herido, sali� inmediatamente a la calle y le encontr� rodeado y atendido por infinidad de compasivos Samaritanos, sentados todos ellos sobre los cad�veres de sus v�ctimas. Dando pruebas de una inconsistencia inconcebible por lo monstruosa, ayudaron al doctor, atendieron al herido con solicitud[242] ejemplar, improvisaron una camilla y lo transportaron... pero hundiendo una vez m�s sus armas asesinas en los cad�veres que llenaban la calle y realizando otras brutalidades tan repugnantes, que el doctor hubo de cubrirse los ojos con las manos, y ni aun as� pudo evitar caer desmayado en medio de aquellas fieras.

Vivos temores asaltaron al buen Lorry, mientras escuchaba el pavoroso relato de labios de su amigo, cuya edad frisaba ya en los sesenta y dos a�os, de que las espantosas escenas que hab�a presenciado dieran vida nueva al peligro antiguo. Acaso se equivocase, sin embargo, y la causa de su equivocaci�n fuera el hecho de no haber visto nunca a su amigo bajo el aspecto y car�cter en que entonces le ve�a. Por primera vez en su vida comprend�a el doctor que sus sufrimientos pasados eran para �l fuente de energ�as y de influencia; por primera vez sinti� que en aquella fragua ardiente forjaba poco a poco los hierros que hab�an de quebrantar las puertas de la prisi�n en que estaba encerrado el marido de su hija y concederle la libertad.

—En medio de todo fu� un bien, amigo m�o; no todo han sido calamidades y ruinas. De la misma manera que mi hija idolatrada hizo cuanto humanamente pod�a hacer para que yo recobrara la salud del cuerpo y la del alma, yo no descansar� hasta que la devuelva a ella lo que constituye la porci�n m�s querida de s� misma. �Con la ayuda del Cielo lo har�!

Tales fueron las palabras pronunciadas por el doctor Manette, una vez hubo terminado la exposici�n de hechos. Y cuando Mauricio Lorry vi� chispear en sus ojos el fuego del entusiasmo, y cuando repar� en la serenidad tranquila de aquel hombre, cuya vida, paralizada por espacio de varios a�os, resurg�a de nuevo plet�rica de energ�as, abri� su pecho a la esperanza, y crey�.

Obst�culos mucho mayores que los que ante el doctor se alzaban habr�an cedido ante una perseverancia tan indomable como la suya. Sin rebasar los linderos de su profesi�n como m�dico, cuya misi�n es alternar con todas las clases y condiciones sociales, tanto con los presos como con los que de libertad gozan, lo mismo con los ricos que con los pobres, sin distinci�n de opresores y de oprimidos, de buenos y de malos, de sabios y de ignorantes, con tal sagacidad supo emplear su influencia, que no tard� en ser nombrado m�dico inspector de las c�rceles, y como consecuencia, de la de La Force. Pudo asegurar a Luc�a que su marido ya no permanec�a solo en una celda aislada, sino mezclado con la generalidad de los prisioneros; pudo visitar una vez a la semana al marido de su hija y transmitir a �sta mensajes de aqu�l; consigui� que Luc�a recibiera algunas cartas de su ma[243]rido, bien que nunca por conducto del mismo doctor, pero no consinti� que aqu�lla las dirigiera a Carlos, pues entre todos los emigrados que sufr�an en las c�rceles, ninguno despertaba en el populacho tantas sospechas como aquellos de quienes se sab�a que ten�an parientes fuera.

No cabe dudar que aquella fase nueva de la vida del doctor llevaba consigo ansiedades sin cuento, pero Lorry, a quien no faltaba sagacidad, comprendi� desde el primer momento que a las ansiedades se un�a cierto orgullo que actuaba en ella como poderoso sost�n. Nada de inconveniente ten�a aquel orgullo, al contrario, era un orgullo natural y digno. Sin embargo, Lorry lo observaba como curiosidad digna de estudio. Sab�a el doctor que hasta entonces, tanto su hija como su amigo hab�an atribu�do a sus largos a�os de encierro su aflicci�n personal, su debilidad, su agotamiento. Pero las circunstancias hab�an variado radicalmente; y persuadido de que sus antiguas torturas le hicieron due�o de fuerzas que pod�a poner al servicio de la causa de Carlos, de fuerzas que bien empleadas pod�an dar como resultado la libertad del marido de su hija, lleg� a exaltarse en tales t�rminos, que tom� la direcci�n del asunto y acept� a los dem�s en calidad de cooperadores secundarios, como acepta el que se considera fuerte el auxilio de otras personas a quienes tiene por d�biles. Se invirtieron las posiciones respectivas del doctor y de su hija, bien que solamente en lo que pod�an invertirse sin menoscabo del cari�o m�s tierno y del amor m�s acendrado, pues el padre cifraba todo su orgullo en prestar alg�n servicio a la que tan inmensos se los hab�a prestado a �l.

—El fen�meno es muy curioso—pensaba Lorry;—pero muy natural y muy noble. Toma, pues, la jefatura, mi querido amigo, enc�rgate de la direcci�n y cons�rvala: no puede estar en mejores manos.

Mucho trabaj� el doctor para conseguir que su yerno fuera puesto en libertad, o bien para que compareciera ante el Tribunal que decidiera su suerte, mas no logr� vencer las corrientes arrolladoras entonces desencadenadas. Hab�a alboreado una era nueva, el Rey hab�a sido sentenciado, condenado y decapitado; la Rep�blica de la Libertad, de la Igualdad, de la Fraternidad o la Muerte hab�a declarado que vencer�a al mundo alzado en armas contra ella o morir�a; en lo alto de las torres de Nuestra Se�ora flameaba d�a y noche la bandera negra; trescientos mil hombres, evocados por el soplo potente que los llamaba para combatir a los tiranos de la tierra, brotaron de las distintas provincias de Francia, cual si los dientes del feroz drag�n, sembrados al vuelo, hubiesen nacido y fructificado por igual en las monta�as y en las llanuras, en las rocas y en la grava, en los[244] terrenos secos y en los pantanosos, bajo el hermoso cielo meridional y bajo el brumoso del norte, en los eriales y en los bosques, en las vi�as y en los olivares, entre los trigos y entre las hierbas, en las hermosas vegas ba�adas por los r�os y en las arenosas playas besadas por el mar. �Qu� esfuerzo particular, por inmenso que fuera, era capaz de luchar contra el diluvio del A�o Uno de la Libertad... un diluvio que brotaba abajo en vez de venir de las nubes, un diluvio que anegaba a Francia estando cerradas las compuertas de los cielos?

Del suelo franc�s hab�an quedado desterradas la pausa, la piedad, la compasi�n, la paz, el descanso, el sosiego, la medici�n del tiempo. Los d�as y las noches se suced�an como siempre, es verdad; a la noche segu�a la ma�ana y comenzaba un d�a nuevo, pero la cuenta del tiempo no pasaba de all�, pues su percepci�n se hab�a perdido en la fiebre devoradora de una naci�n, de la misma manera que la pierde un enfermo en su fiebre individual. Hoy interrump�a el silencio sobrenatural de toda una ciudad el verdugo, mostrando al pueblo la cabeza del Rey, y otro d�a presentaba la cabeza de una Reina c�lebre por su hermosura, que no necesit� m�s que ocho meses de viudez y de miserias para que sus cabellos s� trocaran de rubios que eran en blancos como la nieve.

Sin embargo, cumpli�ndose una vez m�s la ley extra�a de las contradicciones, el tiempo, no obstante volar con vertiginosa rapidez, parec�a arrastrarse con lentitud desesperante. Un tribunal revolucionario en la capital y cuarenta y cinco mil comit�s revolucionarios funcionando en la naci�n; una Ley de Sospechosos que barri� las garant�as en que descansan la libertad y la vida y entreg� a toda persona buena o inocente en manos de cualquier malvado, de cualquier criminal; prisiones atestadas de gente que no hab�an cometido falta alguna y a quienes se cerraban todos los caminos que pudieran conducir a su justificaci�n, tales eran los principios en que descansaba el orden social establecido, principios que parec�an de uso antiguo a las pocas semanas de implantados. Por encima de todo, descollaba una figura fat�dica que con rapidez brutal se hizo tan familiar a los franceses como si fuera anterior a los fundamentos del mundo; la figura de la esposa llamada Guillotina.

El pueblo la hab�a convertido en manantial inagotable de chistes. Era el remedio m�s eficaz para curar el dolor de cabeza, el preventivo m�s infalible contra las canas y la calvicie, daba al cutis una delicadeza especial, era la Navaja Barbera Nacional que mejor afeitaba, el que ten�a la suerte de besar a la Guillotina, miraba por un agujerito y estornudaba dentro de un cesto; era[245] el signo de la regeneraci�n del g�nero humano y hab�a eclipsado a la Cruz. Muchas gargantas que antes llevaron crucecitas ostentaban ahora dijes-guillotina y eran infinitos los que jam�s creyeron en la Cruz y, sin embargo, cre�an en la Guillotina y ante ella se postraban.

Tantas eran las cabezas que cortaba, que lo mismo que el feroz aparato como el suelo que deshonraba rezumaban sangre. Formada de varias piezas desmontables, como los rompe-cabezas, la armaban cuantas veces deb�a entrar en funciones. Era una se�ora cuya misi�n principal consist�a en hacer enmudecer a la elocuencia, en humillar a los poderosos y en concluir con la hermosura y con la bondad. En una ma�ana, y en veintid�s minutos, hab�a rebanado veintid�s cabezas de otros tantos amigos del bien p�blico, de ellos veintiuno vivos, y uno muerto antes de subir al tablado fatal. El funcionario p�blico encargado de manejarla hab�a heredado el nombre de aquel prodigio de fuerzas de que nos habla el Antiguo Testamento; pero el Sans�n franc�s, armado de la Guillotina, era mucho m�s fuerte y robusto que su tocayo israelita, y m�s ciego y m�s bruto, pues todos los d�as y a todas horas arrancaba las puertas del mismo Templo de Dios.

Caminaba el doctor Manette entre estos horrores y entre la ralea que los produc�a con la cabeza firme, lleno de confianza en su poder, siempre tendiendo al fin que se hab�a prefijado, bien que cautelosamente, y sin poner en tela de juicio que el resultado de sus esfuerzos ser�a en definitiva la libertad del marido de Luc�a. Era, empero, tan impetuosa la corriente del tiempo, tan profundas las aguas, volaba aqu�l con furia tan tremenda, que Carlos continuaba pudri�ndose en la c�rcel a los quince meses de haber entrado en ella sin que la robusta confianza del doctor se conmoviera. Durante el mes de diciembre, la Revoluci�n arreci� de tal manera en sus furias, que los r�os del Sur con dificultad pod�an correr por sus espaciosos cauces, llenos de montones de cad�veres de los que durante la noche eran ahogados violentamente en sus aguas. Los prisioneros eran arcabuceados por docenas, por cientos, por millares; pero el doctor continuaba avanzando entre tantos horrores con paso firme y cabeza s�lida. En Par�s no hab�a hombre m�s conocido que �l ni que en situaci�n m�s extra�a se encontrase. Silencioso, humano, indispensable en los hospitales y en las c�rceles, prodigando los auxilios de la ciencia lo mismo a los asesinos que a las v�ctimas, puede decirse que era un hombre aparte. En el ejercicio de su profesi�n, el cautivo de la Bastilla era el �dolo del pueblo. M�s que hombre, parec�a Esp�ritu que se mov�a entre los mortales.

[246]

V.
EL ASERRADOR

Un a�o y tres meses. No disfrut� Luc�a de un minuto de tranquilidad durante todo ese tiempo, pues jam�s pudo hoy asegurar que la cabeza de su marido no rodar�a al d�a siguiente. A todas horas rebotaban sobre el empedrado de las calles carretas de la Muerte llenas de condenados. Lindas muchachitas, se�oras en el apogeo de su hermosura, cabezas de pelo negro, de pelo casta�o, de pelo rubio, de pelo blanco; j�venes robustos, plet�ricos de vida, y ancianos encorvados bajo el peso de los a�os, caballeros y labriegos, damas y campesinas, todos proporcionaban vino rojo a la Guillotina, saliendo diariamente de las obscuras cuevas de sus inmundos calabozos y conducidos en procesi�n interminable por las calles para apagar la sed devoradora de aqu�lla. Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte... M�s frutos has dado de Muerte que de Libertad, Igualdad ni Fraternidad, �oh Guillotina!

Si lo brusco e inesperado de sus calamidades y el rodar vertiginoso de las ruedas del tiempo hubieran aturdido a la hija del doctor, sumi�ndola en ese estado de desesperaci�n ociosa, seguramente la habr�a enviado a la tumba o al manicomio, como ha enviado con menos motivos a tantas otras, pero desde el instante en que estrech� contra su pecho juvenil aquella cabeza de cabellos de nieve en el sotabanco de la taberna del barrio de San Antonio, se hab�a consagrado al cumplimiento estricto de sus deberes, y los cumpli� con tanta abnegaci�n en los d�as de prueba, como en los de calma y felicidad.

No bien se instalaron en su nueva residencia, y tan pronto como su padre entr� de lleno en el ejercicio de su profesi�n, Luc�a arregl� su reducido hogar exactamente lo mismo que si a su lado hubiese tenido a su marido. El orden era perfecto en aquella casa. Lucita daba sus lecciones con la regularidad misma de su casa de Londres. Los inocentes artificios con que la desolada esposa pretend�a enga�arse a s� misma, infiltrando en su pecho la creencia de que muy pronto tendr�a la dicha de abrazar a su marido, los preparativos de marcha que todos los d�as hac�a... juntamente con las plegarias solemnes que todas las noches dirig�a al Cielo en favor de un prisionero especial, en favor de un desgraciado determinado de los muchos que gem�an en las t�tricas antesalas de la muerte, eran los consuelos �nicos de su conturbada alma.

Su aspecto exterior vari� muy poco. Su sencillo vestidito negro, muy semejante a los crespones de la viudez, as� como el de su hija, negro como el suyo, refleja[247]ban tanta limpieza y tanto esmero como reflejaron los que us� en sus d�as m�s felices. Perdi� la frescura de su rostro, constantemente triste y deca�do, pero en nada decayeron su hermosura y gentileza. A veces, por la noche, en el momento de besar a su padre, buscaba salida por sus ojos el llanto almacenado en su pecho durante las horas interminables del d�a, pudiendo decirse que aqu�l era su �nico consuelo en la tierra. El doctor contestaba invariablemente con decisi�n:

—Nada puede sucederle sin que yo lo sepa, y yo s� que puedo salvarle, hija m�a.

No hab�an transcurrido muchas semanas, cuando una noche, al regresar a casa, la dijo su padre:

—Mira, querida; en lo m�s alto del edificio de la c�rcel hay una ventana, hasta la cual puede llegar algunas veces Carlos a las tres de la tarde. Cuando lo consigue, lo que depende de circunstancias e incidentes ocasionales, y como consecuencia inciertos, cree que podr�a verte, si estuvieras en un sitio determinado de la calle que yo te indicar�. En cambio t�, pobre hija m�a, no podr�s verle a �l, fuera de que, aun cuando pudieras, ser�a peligroso que hicieras la se�al m�s insignificante de reconocimiento.

—�Oh padre m�o! Ens��ame el sitio, y all� estar� yo todos los d�as.

A partir de aquella noche, Luc�a, todos los d�as, fueran buenos o malos, de sol o de lluvia, de calor o de fr�o, pas� en el sitio que le indic� su padre dos horas. All� estaba en el momento que los relojes de la ciudad dejaban oir las dos campanadas, y all� continuaba hasta las cuatro, hora en que se retiraba con santa resignaci�n. Cuando el tiempo no estaba excesivamente malo, llevaba consigo a Lucita; en caso contrario, iba sola; pero no falt� ni un solo d�a.

El lugar de espera era un sitio obscuro y sucio de una calleja estrecha y tortuosa. No hab�a en ella m�s que una casa habitada por un hombre que se dedicaba a aserrar le�os para la lumbre; todo lo dem�s de la calle era muro correspondiente a edificios que ten�an la entrada por otra paralela.

Al tercer d�a de acudir Luc�a al sitio indicado por su padre, la vi� el aserrador.

—Buenas tardes, ciudadana.

—Buenas tardes, ciudadano.

Era la salutaci�n prescripta nada menos que por un decreto. Hab�anla implantado alg�n tiempo antes los patriotas m�s exaltados, pero por la �poca a que nos referimos, era obligatoria para todo el mundo.

—�Paseando por aqu�, ciudadana?

—Ya lo est�s viendo, ciudadano.

El aserrador, que en tiempos anteriores hab�a sido pe�n caminero, alz� los ojos, extendi� el[248] brazo en direcci�n a la c�rcel, llev� ambas manos a la cara colocando los dedos en forma que representasen una reja, mir� a trav�s de los mismos, y solt� una risotada significativa.

—No es asunto m�o—dijo,—y continu� aserrando.

Al d�a siguiente, parece que el aserrador estaba esperando a Luc�a, pues se aboc� con ella no bien hizo su aparici�n en la calleja.

—�Otra vez de paseo por aqu�, ciudadana?

—S�, ciudadano.

—�Ah! �Y con una ni�a? Tu mam�, ciudadanita, �no es verdad?

—�Contesto que s�, mam�?—pregunt� en voz baja la ni�a, acerc�ndose a su madre.

—S�, querida, s�.

—S�, ciudadano—respondi� Lucita.

—�Ah! No es asunto m�o. Lo �nico que me interesa es trabajar... Mira mi sierra, ciudadana... La llamo mi querida Guillotina... La, la, la, la, la... y cae una cabeza.

En efecto; mientras hablaba, cay� el trozo de le�o, y el aserrador lo meti� en un cesto.

—Yo me doy el nombre de Sans�n el de la Guillotina del combustible. Manejo mi aparato, y cae una cabeza... Ahora cae una cabeza de mujer... �est�s viendo, ciudadana? Llega el turno a la ni�a... �paf! �Adi�s, cabecita! Conclu� con toda la familia.

Repugnaba a Luc�a ver aserrar los le�os y no pod�a ver sin sentir un estremecimiento el acto de ponerlos en el cesto, pero le era imposible permanecer en aquel sitio durante las horas de trabajo del aserrador sin que �ste la viese. En lo sucesivo, a fin de conquistarse sus simpat�as, no s�lo era ella la que se adelantaba a dirigirle la palabra, sino tambi�n le daba algunas monedas para beber, que �l aceptaba sin hacerse de rogar.

Era el aserrador un sujeto sumamente curioso. Muchas veces, cuando Luc�a, olvidada de su presencia permanec�a largo rato con la vista fija en las rejas de la c�rcel y el coraz�n puesto en su marido, al darse cuenta de su imprudencia, bajaba la vista y ve�a al aserrador que la miraba sonriente, puesta la rodilla sobre el banco y empu�ando la sierra, pero sin trabajar. Cuando esto ocurr�a, por regla general dec�a �no es asunto m�o,� y reanudaba el trabajo sin m�s comentarios.

En todo tiempo, lo mismo durante las nieves y hielos del invierno que aguantando los furiosos vendavales de la primavera, tanto bajo el sol abrasador de verano como bajo las torrenciales lluvias del oto�o, ni un solo d�a dej� Luc�a de pasar dos horas en aquel sitio, ni un solo d�a dej� de besar, al marcharse, los muros de la c�rcel. Ve�ala su marido (lo sab�a Luc�a por conducto de su padre) una vez por cada cinco o seis que sal�a, dos o tres d�as consecutivos algunas veces, aunque tambi�n ocurr�a que se viese privado de[249] esa dicha durante una semana entera. Luc�a estaba satisfecha con que la viese cuantas veces tuviera oportunidad de llegar hasta la ventana, y a trueque de no defraudarle una sola, hubiese salido no un d�a, no una semana; a�os enteros.

Lleg� el mes de diciembre. Su padre continuaba caminando entre espantosos horrores, siempre con paso firme, siempre con cabeza s�lida. Una tarde fr�a y lluviosa, Luc�a lleg� al rinconcito de costumbre. Era un d�a de regocijo general. Hab�a visto aqu�lla las casas engalanadas con profusi�n de gorros atravesados en peque�as lanzas, y adornados con cintas tricolores y con la inscripci�n, tambi�n tricolor (las letras tricolores estaban en gran moda): �Rep�blica Una e Indivisible. Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte.�

Tan m�sero y reducido era el taller del aserrador, que toda su superficie resultaba casi insuficiente para la inscripci�n copiada. Coronaba la casa su correspondiente lanza provista de su indispensable gorro colorado, cual cuadraba a todo ciudadano que por bueno se tuviera, y en una ventana hab�a colocado su sierra, bajo la cual se le�a la inscripci�n siguiente: �La Santa Guillotina.� El taller estaba cerrado, el aserrador se encontraba ausente, y Luc�a pudo saborear el placer de verse completamente sola.

No estaba, empero, muy lejos el aserrador. Duraba la espera de Luc�a contados minutos, cuando sonaron en la calle recios gritos que la llenaron de terror. Segundos despu�s, doblaban la esquina de la c�rcel compactas muchedumbres, en cuyo centro iba el aserrador dando la mano a La Venganza. No bajar�an las personas de quinientas, y bailaban como pudieran hacerlo quinientos mil demonios. Ni llevaban tampoco m�sica, que para sus endiabladas danzas bast�bales el ronco y discordante gritar de sus gargantas. Cantaban el himno popular a la Revoluci�n, y se acompa�aban con feroz entrechocar de dientes. Bailaban una danza feroz, que no describiremos, pues a nuestro prop�sito basta decir que el salvajismo reinante hab�a convertido una distracci�n inocente en medio eficaz de encender la sangre, embotar los sentidos y endurecer el coraz�n.

Era la Carma�ola. Luc�a, horrorizada, yerta de espanto, hab�ase refugiado en el hueco de la puerta del aserrador, cubri�ndose el rostro con las manos.

—�Oh padre m�o!—exclam� al separar las manos, y encontrarse inopinadamente frente al doctor.—�Qu� espect�culo tan cruel, tan repugnante!

—Lo s�, queridita m�a, lo s�. Lo he presenciado muchas veces. No te asustes, que nadie ha de hacerte el menor da�o.

—No me asusto por m�, padre m�o; pero cuando pienso en mi[250] marido y en los arrebatos de esas gentes...

—Pronto le pondremos a cubierto de sus arrebatos. Le he dejado subiendo a la ventana y he venido a dec�rtelo. Como hoy nadie queda por aqu� que pueda verte, no importa que env�es un beso con la mano a lo m�s alto del tejado, al mismo alero.

—Lo enviar�, padre m�o, y con el beso enviar� mi alma entera.

—No puedes verle, pobre hija m�a; �verdad?

—No, padre m�o, no puedo—contest� Luc�a llorando.

Sonaron algunos pasos y apareci� la se�ora Defarge.

—Salud, ciudadana—dijo el doctor.

—Salud, ciudadano—contest� la tabernera, continuando la marcha sin detenerse.

—Dame el brazo, querida m�a. Sal de aqu�, pero fingiendo alegr�a, aunque ya s� que no puedes sentirla... As�, muy bien. Ma�ana comparecer� Carlos ante sus jueces.

—�Ma�ana!

—No se puede perder tiempo. Todo lo tengo admirablemente dispuesto, pero hay necesidad de adoptar precauciones que es imposible ultimar hasta el momento mismo en que Carlos se presente ante el Tribunal. No ha recibido a�n la citaci�n, pero me consta que le citar�n para ma�ana y que ser� trasladado a la Conserjer�a. Como ves, recibo las noticias con oportunidad. Supongo que no te asustar�s, �eh?

A duras penas pudo balbucear la infeliz.

—Conf�o en ti.

—Puedes confiar, en la seguridad de no salir defraudada. Tus agon�as tocan a su fin, amor m�o. Dentro de breves horas le tendr�s en tus brazos. Le he rodeado de todas las protecciones imaginables. Necesito ver a Lorry...

Interrumpi�se el doctor. En la calle inmediata sonaba pesado ruido de carros. Una... dos... tres... Tres carretas cargadas de condenados conducidos al suplicio.

—Necesito ver a Lorry—repiti� el doctor, volviendo la cabeza al lado contrario para no ver el f�nebre convoy.

El buen Lorry continuaba inm�vil en el edificio del Banco. Tanto �l como los libros eran objeto de frecuentes requisas en calidad de bienes confiscados y convertidos en nacionales, lo que no fu� �bice para que salvase cuanto le fu� posible, a fuerza de entereza y de abnegaci�n.

Estaba obscureciendo cuando el padre y la hija llegaron al Banco. La suntuosa residencia del se�or continuaba desierta. Sobre la verja del jard�n hab�a una inscripci�n que dec�a as�: �Propiedad Nacional. Rep�blica Una e Indivisible. Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte.�

�Qu� era del se�or Lorry, que no se encontraba en su despacho? �A qui�n acababa de despedir[251] cuando sali�, agitado y sorprendido, para estrechar entre sus brazos a su idolatrada amiguita? �A qui�n repiti� las palabras que con balbuciente voz acababan de dirigirle a �l, diciendo desde la puerta que estaba traspasando: �Trasladado a la Conserjer�a y citado para ma�ana?�

VI.
TRIUNFO

Sin exageraci�n puede afirmarse que el formidable Tribunal de los Cinco no ya s�lo funcionaba todos los d�as, sino tambi�n estaba en funci�n permanente. Las relaciones de los prisioneros que deb�an comparecer ante el Tribunal al d�a siguiente eran entregadas todas las tardes a los alcaides de las c�rceles, quienes, a su vez, le�an a los interesados. En la jerga de la c�rcel, a las listas en cuesti�n se las llamaba �Diarios de la noche.�

�Carlos Evr�monde, alias Darnay.�

Tal era el nombre que encabezaba el �Diario de la noche� correspondiente a La Force.

Apenas pronunciado el nombre, separ�se el interesado del grupo de sus compa�eros de infortunio y se coloc� en el sitio destinado a los nombrados. Como Carlos Darnay hab�a presenciado aquella escena centenares de veces, dicho se est� que le sobraban motivos para conocer la costumbre.

El rechoncho alcaide le dirigi� una mirada a trav�s de los sucios cristales de las antiparras, sin las cuales no pod�a leer, a fin de cerciorarse de que hab�a pasado al lugar que deb�a ocupar, y comprobado ese extremo, continu� leyendo la lista, haciendo una pausa parecida despu�s de cada nombre. Veintitr�s fueron los nombrados, pero como de ellos hab�a fallecido uno en la c�rcel, y la Santa Guillotina hab�a hecho rodar las cabezas de otros dos, aunque ni de �stos ni de aqu�l se acordaba nadie, s�lo veinte contestaron al llamamiento. La lista fu� le�da en la misma pieza abovedada donde Carlos encontr� reunidos a tantos prisioneros la noche de su ingreso en la c�rcel. Todos ellos hab�an sido despedazados por las turbas el d�a de la matanza general, y los que con posterioridad entraron, volvieron a salir para tomar en el cadalso el pasaje para el otro mundo.

Cruz�ronse entre los que sal�an y los que quedaban algunas frases de despedida y de aliento, no muchas, pues aparte de tratarse de un incidente que se repet�a todos los d�as, la sociedad de La Force ten�a en proyecto para aquella noche la celebraci�n de algunos juegos, y hab�a que aprovechar el tiempo para ultimar el programa. Los que quedaban acompa�aron a los que se iban hasta la reja de salida de la sala, vertieron algunas l�grimas, y se volvieron, pues era preciso rellenar los[252] veinte huecos que los ausentes dejaban vacantes, si no quer�an renunciar a los esparcimientos de la velada, y hab�a que hacerlo antes de la hora de silencio, en que se confiaba la vigilancia del establecimiento a ej�rcitos de feroces mastines que llenaban los corredores y salas contiguas. Y no es que los prisioneros fueran insensibles ni duros de coraz�n; pero en su car�cter, en su manera de ser, influ�a, como no pod�a menos, la condici�n de la �poca. De la misma manera que aqu�llos vieron salir punto menos que impasibles a sus compa�eros de infortunio, hubo muchos que, intoxicados, cediendo sin duda a una especie de fervor que hoy apenas se comprende, pero muy natural en aquel tiempo, desafiaron sin ninguna necesidad al pueblo, y corrieron espont�neamente en busca de las caricias de la guillotina, sin que en su acto influyera poco ni mucho la jactancia, sino la infecci�n general consiguiente al brutal sacudimiento del alma p�blica. En �pocas de pestilencia, se ven personas a quienes atrae misteriosamente el contagio, personas que desear�an morir de �l. Y es que todos llevamos encerradas en el fondo de nuestras almas rarezas dormidas que no necesitan m�s que el concurso de determinadas circunstancias para despertar.

Breve y obscuro era el paso desde La Force a la Conserjer�a, largas y fr�as las noches pasadas en las pestilentes celdas de la �ltima. Quince prisioneros comparecieron ante el Tribunal a la ma�ana siguiente, antes que fuera llamado a comparecer Carlos Darnay. Las vistas de los quince duraron hora y media, y los quince fueron condenados a muerte.

�Carlos Evr�monde, alias Darnay,� llamaron al fin.

Luc�an los jueces sombreros adornados con plumas, pero fuera de ellos, toda la concurrencia llevaba gorros de lana colorados con sus correspondientes escarapelas tricolores. Bastaba dirigir una mirada al Tribunal para sospechar que hab�a sido invertido el orden natural de las cosas y que los criminales juzgaban a los hombres honrados. Inspiraba las sentencias el populacho m�s vil, m�s cruel, m�s criminal de la ciudad, y las inspiraba poniendo en sus inspiraciones cantidades inmensas de bajeza, de crueldad y de ruindad, ora comentando a grito herido, ora aplaudiendo, ora anticipando y precipitando el resultado de las deliberaciones. Todos los hombres que llenaban la sala iban armados hasta los dientes; todas las mujeres llevaban cuchillos y dagas, algunas com�an, otras beb�an, otras hac�an calceta. Entre estas �ltimas hab�a una que se distingu�a por su laboriosidad. Estaba sentada en una de las primeras filas junto a un hombre a quien Carlos no hab�a vuelto a ver desde el d�a que lleg� a la Barrera de Par�s, pero que le recordaba a Defarge. Observ� aqu�l que la[253] mujer habl� dos o tres veces en voz muy baja a su vecino de asiento, lo que le hizo suponer que era su mujer, pero lo que m�s poderosamente llam� su atenci�n, fu� que no obstante encontrarse lo m�s cerca posible de �l, ni una sola vez le miraron. Volv�a con frecuencia los ojos a los jueces, como si esperasen algo, pero nada m�s. Cerca del Presidente del Tribunal estaba sentado el doctor Manette, tranquilo como siempre y vestido como siempre. El prisionero repar� en que solamente el doctor y el se�or Lorry, sentado a su lado, vest�an como de ordinario, y no ostentaban la soez indumentaria de la Carma�ola.

Carlos Evr�monde, llamado tambi�n Darnay, fu� acusado por el Fiscal p�blico de emigrado cuya vida correspond�a a la Rep�blica a tenor del decreto que proscrib�a a todos los emigrados bajo pena de muerte. Que el decreto en cuesti�n hubiese sido promulgado cuando ya el acusado estaba en Francia, era circunstancia trivial que no merec�a tenerse en cuenta. Exist�a el decreto, ten�an delante al acusado que hab�a sido preso dentro de las fronteras de Francia, y la Rep�blica ped�a su cabeza.

—�Que ruede su cabeza!—rugi� el p�blico—�Muera ese enemigo de la Rep�blica!

El Presidente agit� la campanilla para acallar aquellos gritos, y pregunt� al acusado si no era cierto que hab�a residido muchos a�os en Inglaterra.

Darnay contest� afirmativamente.

—�Y dices que no eres emigrado? �Qu� nombre te das, pues?

—No me tengo por emigrado a tenor de la letra y del esp�ritu de la ley.

—�Por qu� no? Eso es lo que deseo saber.

—Porque libre y espont�neamente renunci� un t�tulo que no era de mi gusto y una posici�n social que me desagradaba, y sal� de mi patria para vivir de mi trabajo en Inglaterra antes que de rentas cobradas al pueblo de Francia, agobiado bajo el peso de tantos tributos y gabelas.

—�C�mo pruebas la exactitud de tus manifestaciones?

—Con el testimonio de Te�filo Gabelle y de Alejandro Manette.

—Pero t� casaste en Inglaterra—objet� el Presidente.

—Cierto; pero no con mujer inglesa.

—�Con una ciudadana de Francia?

—S�.

—�Su apellido y familia?

—Luc�a Manette, hija �nica del doctor Manette, del excelente m�dico aqu� presente.

Esta contestaci�n produjo en el auditorio un efecto imposible de pintar con palabras. Retemblaba la sala bajo los gritos de entusiasmo delirante que arranc� el solo nombre del doctor Manette. Tan[254] caprichosos eran los movimientos del pueblo, que inmediatamente se llenaron de l�grimas muchos ojos que un segundo antes contemplaban con ferocidad al acusado cual si se desbordase la impaciencia porque les fuera entregado para despedazarlo.

Carlos Darnay, en sus manifestaciones, hab�a seguido al pie de la letra las instrucciones del doctor.

—�Por qu� regres� el acusado a Francia cuando lo hizo, y no antes?—pregunt� el Presidente.

—No regres� antes—contest� Carlos—sencillamente porque en Francia no pose�a otros medios de vida que los bienes que hab�a renunciado, al paso que en Inglaterra ganaba lo necesario para mi subsistencia dando lecciones de franc�s y de literatura francesa. Si regres� cuando lo hice, fu� cediendo a una s�plica escrita de un ciudadano franc�s, quien me manifest� que mi ausencia compromet�a muy seriamente su vida. Regres� para salvar la vida al ciudadano en cuesti�n, y para declarar la verdad sin reparar en peligros ni molestias. �Qu� crimen ven en esto los ojos de la Rep�blica?

El populacho grit� ebrio de entusiasmo:

—�Ninguno... ninguno!

Agit� el Presidente la campanilla, mas no logr� imponer silencio hasta que el auditorio se cans� de gritar.

—�C�mo se llamaba el ciudadano a quien el acusado se refiere?—pregunt� el Presidente.

—Te�filo Gabelle, aqu� presente. Comprueba mis manifestaciones la carta a que he aludido, la cual, si bien me fu� quitada en la Barrera, no dudo que figurar� entre los documentos que el Presidente tiene sobre la mesa.

Buen cuidado hab�a tenido el doctor de que la carta de referencia estuviera sobre la mesa. El Presidente la encontr� sin esfuerzo, y la ley� en voz alta. Seguidamente fu� llamado Gabelle para que confirmara las manifestaciones del acusado y se declarara autor de la carta, lo que hizo aqu�l con gran precisi�n y acento de verdad. Insinu� el ciudadano Gabelle con delicadeza y tacto exquisitos, que el Tribunal, falto de tiempo como consecuencia de los infinitos enemigos de la Rep�blica que exig�an toda su atenci�n, hab�ale dejado en la c�rcel de la Abad�a hasta tres d�as antes, olvido insignificante y muy natural; y que, cuando compareci� ante el Tribunal, fu� declarado inocente y puesto en libertad, por haber disipado a satisfacci�n de sus jueces las acusaciones que sobre �l pesaban.

Fu� interrogado a continuaci�n el doctor Manette. Su gran popularidad personal y la claridad y precisi�n de sus respuestas ejercieron en el auditorio sensaci�n indescriptible; pero cuando demostr� que el acusado fu� el que con mayor eficacia contribuy� a liber[255]tarle de su eterno cautiverio, cuando manifest� que el acusado permaneci� en Inglaterra rodeando de tierna solicitud y de cari�o abnegado, no ya s�lo a su hija, sino tambi�n a �l mismo, cari�o y solicitud que les hicieron dulce el destierro, cuando a�adi� que lejos de ser partidario y defensor del gobierno arist�crata del pa�s en que viv�a fu� procesado y estuvo a punto de ser condenado a muerte como enemigo de Inglaterra y amigo de los Estados Unidos. Luego que hizo una exposici�n clara y elocuente de todas estas circunstancias, Tribunal y auditorio se identificaron. Tanto es as�, que cuando invoc� el testimonio del se�or Lorry, caballero ingl�s all� presente, testigo, como �l, del proceso seguido en Inglaterra contra Darnay, y dispuesto a corroborar todas sus manifestaciones, contestaron los jueces que les bastaba lo que hab�an o�do, y que con gusto votar�an, si el Presidente ten�a a bien recibir los votos.

A medida que los jueces votaban (hac�anlo individualmente y en voz alta), el auditorio prorrump�a en aplausos fren�ticos. Por unanimidad declararon inocente al prisionero, y como consecuencia el Presidente le declar� libre.

Sigui� entonces una de esas escenas extraordinarias que ponen de relieve la volubilidad del populacho, o los impulsos hacia la generosidad y la piedad, dormidos en el fondo de su alma, o bien lo que a juicio suyo es a manera de demostraci�n de que no se deja arrastrar por la fuerza explosiva de una rabia cruel. Imposible precisar cu�l de estos tres motivos influy� por modo decisivo en las escenas extraordinarias que siguieron; probablemente influir�an los tres, bien que predominando el segundo. El hecho es que, no bien fu� pronunciado el fallo absolutorio, brotaron las l�grimas en tanta abundancia como en otras ocasiones brotaba la sangre, y fueron tantos y tan apretados los abrazos que el prisionero recibi� de todos, sin distinci�n de sexos, que corri� verdadero peligro de que su dilatado cautiverio tuviera como desenlace una asfixia en toda regla; siendo de notar que aquellos abrazos se los daban las mismas personas que, impulsadas por otra corriente distinta, se habr�an lanzado sobre �l con id�ntica intensidad, para destrozarle entre sus u�as y arrastrar sus restos palpitantes por las calles.

Gracias a que hubo de salir de la sala para ceder el puesto a otros acusados que esperaban sentencia, pudo librarse por el momento de aquel torrente deshecho de caricias.

Comparecieron a continuaci�n cinco acusados juntos, sobre los cuales pesaba la inculpaci�n de enemigos de la Rep�blica, no porque hubiesen trabajado en su contra, sino porque nada hab�an hecho, ni de palabra ni de obra, en su favor. Tal prisa se di� el Tribunal para compensar a la naci�n[256] por la libertad concedida a un acusado, que no hab�a salido �ste de la sala cuando ya pesaba sobre los cinco infelices sentencia de muerte, que deb�a ejecutarse a las veinticuatro horas. El primero de los condenados manifest� a Darnay la suerte que le esperaba alzando un dedo, s�mbolo de muerte entre los encarcelados, y sus compa�eros gritaron a coro con acento sarc�stico:

—�Viva la Rep�blica!

Cierto que no dispuso Darnay de m�s tiempo para escuchar las explicaciones que pudieran o desearan darle los condenados, pues no bien sali� a la calle en compa��a del doctor Manette, se vi� rodeado de compacta muchedumbre, en la que vi� casi todas las caras que antes viera en la sala, excepci�n hecha de dos, que en vano busc� con la mirada. Nuevamente le envolvi� el furioso torbellino que antes estuvo a punto de asfixiarle, para besarle, abrazarle, llorar, gritar y entregarse a otras expansiones m�s propias de locos que de personas cuerdas.

Sent�ronle a viva fuerza en un gran sill�n que, o hab�an sacado de la sala del Tribunal, o tomado de cualquiera de las casas pr�ximas. Engalanaron el sill�n con una bandera roja y una lanza en cuyo hierro se ve�a un gorro colorado atravesado. Todas las s�plicas del doctor no bastaron a impedir que fuera conducido en triunfo a su casa, sentado en aquel sill�n que, llevado en hombros, semejaba trono emplazado sobre agitado mar de gorros rojos.

Adelant�ndose a aquella procesi�n salvaje, que abrazaba a cuantos topaba en el camino, el doctor lleg� a su casa a fin de preparar convenientemente a su hija. Esto no obstante, cuando Carlos pudo bajar de su improvisado trono y abri� los brazos a su amante esposa, �sta cay� en ellos desvanecida.

Mientras Darnay sosten�a a Luc�a apoy�ndola contra su pecho, doblada la cabeza a fin de que el populacho no viera las l�grimas que copiosas corr�an por sus mejillas, algunos de los que le hab�an llevado en triunfo comenzaron a bailar, contagi�ronse los dem�s, y segundos despu�s se improvisaba en el patio de la casa una desenfrenada Carma�ola. M�s tarde instalaron sobre el sill�n vacante a una joven, a la que proclamaron Diosa de la Libertad, llev�ndola en hombros por las calles adyacentes, entre gritos ensordecedores y cantos discordantes.

Carlos, despu�s de estrechar entre sus brazos al doctor, cuya cara ofrec�a aires de vencedor, despu�s de abrazar al se�or Lorry, que jadeante y sin aliento consigui� llegar hasta �l nadando contra el inmenso oleaje que bailaba la Carma�ola, despu�s de besar a Lucita, a la que alz� del suelo para que pudiera rodear con sus bracitos su cuello, despu�s de abrazar a la fiel Pross, alz� entre sus brazos a Luc�a y la condujo a sus habitaciones.

[257]

—�Luc�a... mi Luc�a... Libre... Libre!...

—�Oh mi querido Carlos! �Perm�teme que hincada de rodillas d� gracias a Dios con el mismo fervor con que le ped� por ti!

Cay� de hinojos Luc�a. Todos los presentes doblaron reverentes las cabezas y rezaron desde el fondo de sus corazones. Cuando, terminada la oraci�n, Luc�a volvi� a sus brazos, dijo Carlos.

—�Da ahora las gracias a tu padre, mujercita m�a! �Ning�n hombre de Francia habr�a podido hacer por m� tanto como �l ha hecho!

Reclin� Luc�a la cabeza sobre el pecho de su padre, de la misma manera que la hab�a reclinado largos a�os antes. El doctor se consider� feliz al poder pagar de alguna manera las muestras de cari�o abnegado de su hija, di� por bien empleados todos sus sufrimientos y sinti� noble orgullo al pensar en sus fuerzas.

—S� fuerte en la bonanza como lo fuiste en la tormenta, hija m�a. No tiembles... No llores. Le he salvado yo.

VII.
VISITA INESPERADA

No era un sue�o como tantas otras veces; all� estaba Carlos, y sin embargo, temblaba su mujer presa de un terror vago pero intenso.

Respir�base una atm�sfera tan negra y corrompida, eran las gentes tan brutalmente vengativas y crueles, con tan terrible regularidad eran llevados al matadero los inocentes que ten�an la desgracia de inspirar cualquier sospecha, por vaga que fuera, o de despertar la malicia, tan imposible era olvidar cuantos, tan limpios de culpa como su marido, y tan idolatrados por los suyos como Carlos lo fuera por Luc�a, ca�an a los golpes que el yerno del doctor Manette hab�a conseguido eludir, que el coraz�n de su afligida esposa no consegu�a verse libre del peso horrible que lo oprim�a. Las sombras del crep�sculo vespertino de invierno comenzaban a envolver la ciudad, y aun continuaban rodando por las calles las fat�dicas carretas de la muerte. Con la imaginaci�n las segu�a Luc�a, los ojos del alma buscaban a su marido entre los condenados, y al verlo con los de la carne a su lado, se estrechaba contra �l y temblaba m�s que nunca.

Su padre, esforz�ndose por tranquilizarla, ri�ndose de sus temores daba muestras de una superioridad compasiva admirable, de una entereza varonil que contrastaba con la debilidad mujeril de su hija. El sotabanco, la banqueta de zapatero, al anciano que se pasaba los d�as cosiendo zapatos, el Ciento Cinco, Torre del Norte, eran sucesos pasados de los que ni rastros quedaban. Hab�a acabado felizmente la empresa que con �nimo varonil aco[258]metiera, hab�a redimido su promesa, Carlos estaba en libertad, �por qu� temer? Fuerzas le sobraban al doctor para servir de robusto sost�n a todos los que sintieran decaer las suyas.

El menaje de su casa no pod�a ser m�s modesto; no s�lo porque la prudencia as� lo aconsejaba, para no herir la pobreza del pueblo, sino tambi�n porque no eran ricos, pues Carlos, durante el per�odo dilatado de su cautiverio, hab�a tenido que pagar a precio exorbitante la comida, las dietas de sus guardianes, y una parte proporcional para sufragar los gastos de los prisioneros m�s pobres que �l. Debido en parte a los motivos apuntados, y en parte a evitar el peligro de ser espiados dentro del mismo hogar, no ten�an criados. El ciudadano y la ciudadana encargados del servicio de la porter�a prestaban a la familia los servicios necesarios, si las circunstancias lo exig�an, aparte de Jerem�as, que les hab�a sido cedido casi por completo por el buen Lorry, y estaba durante el d�a a su disposici�n y dorm�a en la casa por las noches.

Hab�a dispuesto la Rep�blica Una e Indivisible de la Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte, que sobre las puertas de todas las casas y a una altura determinada, hubiese un cartel�n, en el cual estuvieran inscriptos, con letras de tama�o tambi�n determinado, los nombres de cuantas personas las habitasen. Como consecuencia, entre los nombres inscriptos en el cartel�n puesto en la puerta del domicilio del doctor, figuraba el de Jerem�as Lapa, y en la ocasi�n a que se refiere esta historia, no s�lo el nombre, sino tambi�n el propietario del nombre se hallaba plantado junto a la puerta, contemplando al pintor llamado por el doctor Manette para que a�adiera al cartel�n el nombre de Carlos Evr�monde, llamado tambi�n Darnay.

La atm�sfera de terror y de desconfianza en que se viv�a hab�a alterado profundamente hasta los h�bitos m�s inocentes y m�s inofensivos de la vida. En la casa del doctor, como en casi todas las dem�s, los art�culos de primera necesidad y de consumo diario se compraban todas las tardes por cantidades peque�as y en distintas tiendas peque�as. Era la manera de no llamar la atenci�n y de suministrar la menor ocasi�n posible a las murmuraciones y a la envidia.

Desde algunos meses antes, estaban encargados de la compra la se�orita Pross y Jerem�as Lapa; este �ltimo llevaba la cesta, la primera el dinero. Todas las tardes, cuando se encend�an los faroles del alumbrado p�blico, sal�an ambos y tra�an a la casa los art�culos de consumo necesario para el d�a siguiente. Aunque la se�orita Pross, dados los muchos a�os que llevaba viviendo con una familia francesa, parece que deb�a hablar el franc�s con tanta correc[259]ci�n y soltura como el ingl�s, sab�a exactamente lo mismo que Jerem�as Lapa, quien no conoc�a ni una palabra, y es que, o carec�a de talento, o no quer�a aplicarlo a tonter�as (tal era el nombre que ella le daba) como aqu�lla. Como consecuencia, su sistema comercial consist�a en disparar un nombre substantivo a quema ropa, en cuanto se encaraba con el tendero, y si el nombre no cuadraba con el art�culo que necesitaba, como ocurr�a casi siempre, tend�a en derredor sus miradas, agarraba el art�culo, y no lo soltaba hasta despu�s de cerrado el trato. En cuanto al precio, se entend�a sin dificultad, alzando un dedo menos que el tendero, fuera el que fuera el n�mero de los que aqu�l levantase.

—Se�or Lapa—dijo la se�orita Pross, en cuyos ojos chispeaba la felicidad,—yo estoy dispuesta; �y usted?

Jerem�as contest� que estaba a las �rdenes de la se�orita Pross.

—Hoy nos hace falta de todo,—observ� la se�orita Pross,—y entre otras cosas, vino. Mal rato nos espera. En cualquier parte que lo compremos, hemos de encontrar abundantes gorros colorados brindando como condenados.

—No se romper�n mucho los cascos para encontrar sus brindis—observ� Jerem�as.—Siempre les oigo brindar por el mismo; por el Unico.

—�Y qui�n es ese �nico?

—Vaya usted a saber. Como no se refieran a No�... el que plant� la primera vi�a...

—�Ah... ya! No hace falta ser muy sabio para comprender por qui�n brindan esos desdichados. Brindan por el Asesino... por el Malvado.

—�Cuidado, amiga m�a!—terci� Luc�a—�Prudencia, por favor, mucha prudencia!

—�S�, s�, s�! ser� muy prudente; pero me parece que entre nosotros puedo decir que no es muy grato recibir por esas calles suspiros que apestan a cebolla, a aguardiente y a tabaco, mezclados con abrazos. Voy a salir; pero no se mueva usted de junto a la lumbre hasta que yo vuelva, mi querida se�orita. Cuide del marido que ha recobrado y nada tema. �Puedo hacer una pregunta antes de marchar, se�or doctor?

—Me parece que puede usted tomarse esa libertad—respondi� el doctor con tono humor�stico.

—Por todos los santos del Cielo, no hable usted de libertad, se�or doctor. Estoy de libertad hasta la coronilla—exclam� la Pross.

—Por Dios, querida; �otra vez?—dijo Luc�a.

—Vaya, se�orita—replic� la Pross, moviendo la cabeza con aire solemne;—si quiere que diga lo que siento, manifestar� que yo, como s�bdita que soy de Su Graciosa Majestad el Rey Jorge III, me r�o de esos descamisados. Mi m�xima es: �Maldita de Dios sea su pol�tica; quiera Dios frustrar sus criminales prop�sitos; en Dios[260] tengo puesta mi confianza, y viva el Rey.�

Lapa, en un arrebato de lealtad a su soberano, repiti� el viva con voz estent�rea.

—Celebro que sea usted un ingl�s castizo, se�or Lapa,—dijo la se�orita Pross con tono de aprobaci�n,—aunque hubiese sido de desear que no hubiera puesto tanta energ�a en su grito. Pero vamos a la pregunta, se�or doctor; �no ha encontrado usted a�n el medio de salir para siempre de esta maldita ciudad?

—No, por ahora; salir en estas circunstancias, ser�a peligroso para Carlos.

—�Qu� se le va a hacer!—exclam� la se�orita Pross, conteniendo un suspiro y mirando a Luc�a.—Tendremos paciencia y esperaremos... Animo, y que ruja la tempestad sobre la cabeza del vecino, como sol�a decir mi hermano Salom�n. V�monos ya, se�or Lapa... No se mueva, se�orita.

Salieron la Pross y Lapa, dejando a Luc�a, al marido de �sta, al doctor y a Lucita, sentados al amor de la lumbre. Esperaban que de un momento a otro llegase el se�or Lorry. Hab�a encendido una luz la se�orita Pross, pero la coloc� en un rinc�n, a fin de que la familia disfrutara exclusivamente de la d�bil que irradiaba la chimenea. Lucita, sentada sobre la rodilla de su abuelo, escuchaba la historia de un hada grande y poderosa que en una ocasi�n rompi� los robustos muros de un calabozo, para libertar a un cautivo que en otros tiempos hab�a prestado al hada un servicio.

—�Qu� es eso?—exclam� de pronto Luc�a.

—�Querida m�a!—contest� el doctor, suspendiendo la narraci�n de la historia—Tranquil�zate. El desorden de tus nervios es extraordinario. La cosa m�s insignificante... hasta sin motivo alguno... te alarma. Me tienes a m�... a tu padre, hija m�a.

—He cre�do oir rumor de pasos en la escalera—balbuce� Luc�a.

—�Tontuela...! La escalera est� tan silenciosa como una tumba.

Mientras sal�a de sus labios la palabra �ltima, son� un golpe en la puerta.

—�Oh, padre... padre m�o! �Qu� ser�? �Que se esconda Carlos...! �S�lvalo!

—�Hija querida!—contest� el doctor levant�ndose y poniendo su mano sobre el hombro de Luc�a.—Le he salvado ya. No comprendo tu debilidad... Voy a abrir la puerta.

Tom� en su mano el candelero, cruz� las dos habitaciones intermedias y abri� la puerta. Cuatro hombres de aspecto salvaje, cubiertos con gorros rojos y armados de sables y pistolas penetraron en el recibimiento, desde donde pasaron a la habitaci�n en que se hallaba la familia.

—�El ciudadano Evr�monde?—pregunt� el que entr� primero.

—�Qui�n le busca?—pregunt� Darnay.

[261]

—Yo... nosotros le buscamos. Te conozco, Evr�monde; te vi ayer en la sala del Tribunal. Vuelves a ser prisionero de la Rep�blica.

Los cuatro hombres rodearon el grupo formado por Darnay, su mujer y su hijita, que se hab�a abrazado a �l.

—�C�mo y por qu� vuelvo a ser prisionero?

—Ven con nosotros a la Conserjer�a, y ma�ana podr�s satisfacer tu curiosidad. Ma�ana debes comparecer ante el Tribunal.

El doctor Manette, a quien la inesperada visita hab�a dejado en estado perfectamente at�nito, hasta el punto de parecer una estatua con un candelero en la mano, sacudi� su marasmo despu�s de escuchar las palabras �ltimas, dej� el candelero sobre la repisa de la chimenea, encar�se con el que llevaba la voz cantante, y, asi�ndole por la pechera de su camisa, roja como el gorro, dijo:

—Has dicho que le conoces; �me conoces tambi�n a m�?

—S�; te conozco, ciudadano doctor.

—Todos te conocemos, ciudadano doctor—a�adieron los tres restantes.

Pase� el anciano su mirada por las caras de los cuatro hombres, y despu�s de una pausa, repuso, bajando la voz:

—�Quieres contestarme a m� la pregunta que �l te ha hecho? �Por qu� se le prende de nuevo?

—Ciudadano doctor,—contest� con repugnancia manifiesta el que habl� primero,—ha sido denunciado por la Secci�n de San Antonio... a la que pertenece este ciudadano—a�adi�, se�alando con la mano al individuo que estaba a su lado.

El ciudadano aludido hizo un movimiento afirmativo de cabeza, y dijo:

—Ha sido acusado por San Antonio.

—�De qu�?

—Ciudadano doctor—replic� el primero,—no preguntes m�s. Si la Rep�blica te exige sacrificios, t�, como buen patriota que eres, te tendr�s por feliz haci�ndolos. Ante todo y sobre todo la Rep�blica. El Pueblo es soberano. Evr�monde, tenemos prisa.

—Una palabra m�s—objet� el doctor.—�Quieres decirme qui�n le ha denunciado?

—Faltar�a a mi deber... Ma�ana podr�s preguntarlo a San Antonio.

Dirigi� entonces el doctor una mirada a otro de los hombres, quien se movi� con cierta expresi�n de malestar, se frot� la barba, y dijo:

—�Vaya! Verdad es que no podemos decirlo sin faltar a nuestro deber; pero no tengo inconveniente en manifestar que le ha acusado... por cierto de grandes cr�menes, el ciudadano y la ciudadana Defarge... y adem�s, otra persona.

—�Qui�n es esta otra persona?

—�Lo preguntas t�, ciudadano doctor?

[262] —S�.

—Lo sabr�s ma�ana—contest� el de San Antonio con entonaci�n extra�a.—�Ahora, soy mudo!

VIII.
UNA PARTIDA ORIGINAL

Sumida en la feliz ignorancia de la nueva desgracia acaecida a la familia, la se�orita Pross dejaba a sus espaldas una porci�n de callejuelas estrechas y atravesaba el r�o por el Puente-Nuevo, repasando en su imaginaci�n el n�mero de compras que ten�a que hacer. A su lado caminaba Lapa, portador de la cesta. Uno y otro, aunque al parecer no ten�an ojos m�s que para examinar las tiendas abiertas a derecha e izquierda de las calles que atravesaban, avizoraban las manadas de patriotas, sobre todo, si eran muy numerosas, y variaban con frecuencia el itinerario a fin de evitar el encuentro de los que hablaban con animaci�n excesiva. Era una tarde fr�a y h�meda. Los puntos de luz que salpicaban la capa gris que cubr�a el r�o indicaban los sitios donde estaban ancladas las barcazas convertidas en talleres por los que fabricaban armas para el ej�rcito de la Rep�blica. �Desgraciado el mortal que osase burlarse de aquel ej�rcito! �Desgraciado del que ocupase en aquel ej�rcito un grado que no mereciera! Vali�rale m�s que nunca le hubiese crecido la barba, pues la Navaja Barbera Nacional se la afeitaba que era una bendici�n.

Luego que compr� una porci�n de art�culos de comer, y una cantidad de aceite para la l�mpara, la se�orita Pross pens� en adquirir el vino que le hac�a falta. Desde�� una porci�n de tabernas y al fin mereci� su preferencia una, puesta bajo la advocaci�n del Buen Republicano Bruto de la Antig�edad, situada a corta distancia del Palacio Nacional, antes de las Tuller�as, establecimiento m�s tranquilo que ninguno de sus similares encontrados hasta all�, en el cual es cierto que se ve�an bastantes gorros colorados, pero abundaban menos que en los otros. Consultado Lapa, y visto que era de su misma opini�n, la se�orita Pross penetr� en el templo del Buen Republicano Bruto de la Antig�edad, acompa�ada por su caballero.

Sin reparar apenas en las luces mortecinas, en los hombres que pipa en boca jugaban con barajas mugrientas o con domin�s amarillentos, en el jornalero que, arremangadas hasta los hombros las mangas de la camisa y con el pecho desnudo le�a a gritos un peri�dico a un grupo de tipos que escuchaban con la boca abierta, en las armas que llenaban las mesas o pend�an de las cinturas de los bebedores, ni en los tres o cuatro parroquianos que dorm�an sus monas, tendidos de bruces en[263] el suelo, y que, m�s que hombres, ten�an aspecto de osos o de mastines yacentes, los dos compradores se acercaron al mostrador y pidieron lo que necesitaban.

Mientras el tabernero med�a el vino, un sujeto, que con otro hablaba en un rinc�n del establecimiento, se levant� y ech� a andar. Para salir a la calle ten�a que pasar forzosamente junto a la se�orita Pross, lo que nada tiene de particular, pero s� lo tuvo el que, no bien tropez� con ella, rasg� los aires un alarido penetrante seguido de un semi-desmayo de la se�orita.

Cuantas personas hab�a en la taberna se pusieron en pie. Tan corriente era ver que las personas se asesinaban bonitamente por motivo tan justificado como defender una opini�n cualquiera, que todos miraron para ver qui�n era el mortal que ca�a sin vida en tierra, pero con asombro general, lo �nico que vieron fu� a una pareja, hombre y mujer, que se miraban mutuamente con extraordinaria fijeza, y que el hombre parec�a franc�s, y republicano rojo, y la mujer era a no dudar inglesa.

Las frases pintorescas con que expresaron su desencanto los buenos disc�pulos del Buen Bruto Republicano de la Antig�edad, sonaron en los o�dos de la se�orita Pross y de su acompa�ante como si en hebreo o en caldeo hubieran sido dichas. No se enteraron sino de que fueron pronunciadas a gritos, que no otra cosa les consinti� su sorpresa. Hablamos en plural porque, si la se�orita Pross qued� sorprendida, Jerem�as Lapa estuvo a dos dedos de caer al suelo bajo el golpe violento de su estupefacci�n.

—�Qu� hay?—pregunt� el hombre que fu� causa del chillido de la se�orita Pross.

Las dos palabras hab�an sido pronunciadas en ingl�s, con acento brusco y amenazador y tono de voz muy bajo.

—�Oh Salom�n... Salom�n querido!—exclam� la se�orita Pross, juntando las manos.—�Al fin te encuentro, despu�s de tantos a�os de ausencia, despu�s de tantos a�os pasados sin noticias tuyas!

—No me llames Salom�n. �Buscas mi muerte, desgraciada?—pregunt� aquel hombre, dirigiendo en derredor miradas de espanto.

—�Hermano... hermano m�o!—exclam� la se�orita Pross, hecha un mar de l�grimas—�Tan mal me he portado contigo para que me hagas una pregunta tan cruel?

—�Pues m�tete en el bolsillo esa lengua endiablada!—gru�� Salom�n.—Si quieres decirme algo, salgamos fuera. Paga el vino y v�monos... �Qui�n es ese hombre?

—Es el se�or Lapa—contest� con desaliento la se�orita Pross.

—Pues que salga tambi�n... �Pero qu� es eso? �Me toma ese individuo por un aparecido?

La pregunta estaba muy en su lugar, pues Lapa le miraba en realidad como se mira a un es[264]pectro. No despeg�, sin embargo, los labios, y la se�orita Pross, derramando l�grimas, pag� el vino. Mientras tanto, Salom�n se dirigi� a los disc�pulos del Buen Bruto Republicano de la Antig�edad y les di�, en lengua francesa, algunas explicaciones que bastaron para que todos ellos volvieran a sus puestos respectivos.

—Veamos—dijo Salom�n, una vez lleg� a un rinc�n obscuro de la calle—�Qu� es lo qu� quieres de m�?

—�Es horroroso encontrarse con un hermano querido que no da la menor muestra de afecto a la hermana que siempre fu� con �l tierna y cari�osa!

—�Bah! �Tonter�as!—exclam� Salom�n, rozando con sus labios la frente de la se�orita Pross—�Est�s contenta ahora?

La se�orita Pross movi� la cabeza y rompi� a llorar de nuevo.

—Si te figuras que me has dado una sorpresa, te enga�as de medio a medio; no me ha sorprendido encontrarte. Sab�a que estabas en Par�s, pues bueno es que sepas que son muy pocos los que en Par�s viven sin que lo sepa yo. Si no quieres poner en peligro grave mi existencia... tentado estoy de creer que esa es tu intenci�n... sigue tu camino lo m�s pronto posible, y deja que yo siga el m�o. Tengo muchas ocupaciones... Soy funcionario p�blico.

—�Mi hermano Salom�n, ingl�s de nacimiento y de alma, mi hermano Salom�n, que en su patria hubiera podido ser uno de los m�s grandes hombres, funcionario p�blico en pa�s que no es el suyo, dependiendo de hombres que no son ingleses... y qu� hombres, Cielo santo! �Hubiese preferido encontrarte muerto en su...!

—�Lo creo!... �Lo supon�a!... �Lo sab�a de cierto!—exclam� su hermano interrumpi�ndola.—Lo que t� quieres es mi muerte. Mi tierna, mi cari�osa hermana har� que me hagan figurar entre los sospechosos... Es decir; lo est� haciendo ya.

—�No lo permita Dios!—grit� la se�orita Pross.—Mucho te he querido, Salom�n, mucho te quiero; pero hubiese preferido no volver a verte m�s, a encontrarte como te encuentro. Dime una palabra de cari�o, dime que no me aborreces, que no nos separa el odio, y me voy sin detenerte un segundo m�s.

Salom�n estaba pronunciando la palabra de cari�o solicitada, dando pruebas de una condescendencia que seguramente no habr�a tenido de haber estado invertidas las posiciones respectivas, cuando inopinadamente terci� Jerem�as Lapa en la conversaci�n, poniendo una zarpa sobre el hombro del cari�oso hermano y diciendo con voz ronca:

—Me parece que tambi�n a m� se me permitir� colocar una pregunta. �Quiere usted decirme si su nombre es Juan Salom�n o Salom�n Juan?

El funcionario p�blico, por to[265]da contestaci�n, se volvi� hacia quien romp�a su mutismo para dirigirle una pregunta que le intranquiliz�, y qued� mir�ndole de hito en hito con visible recelo.

—Estoy esperando—repuso Lapa.—�Ha quedado usted mudo de repente? �Juan Salom�n o Salom�n Juan? �En qu� quedamos? La se�orita le llama Salom�n, y es de suponer que conozca bien su nombre, toda vez que es su hermana, seg�n veo. Pero es el caso que yo le conozco como Juan. �Cu�l de los dos nombres es el verdadero? Otro tanto digo acerca del apellido. En Inglaterra no se llamaba usted Pross.

—�Pero qu� est� usted diciendo?

—Ni yo mismo lo s� muy bien, pues confieso que no recuerdo el apellido que usted llevaba en la orilla opuesta del Canal.

—�Lo ha olvidado?

—S�; pero jurar�a que era un apellido de dos s�labas.

—�De veras!

—De veras. Pross no tiene m�s que una s�laba; el otro ten�a dos... En nombre del Padre de la Mentira, que indudablemente es su padre de usted, �quiere decirme c�mo se llamaba cuando ejerc�a el honroso ejercicio de sopl�n del Old Bailey?

—�Barsad!—contest� otra voz, terciando en la conversaci�n.

El que acababa de hablar era nuestro antiguo amigo Sydney Carton. Colocadas ambas manos a la espalda bajo los faldones de su levita, hab�ase puesto junto a Lapa, afectando la misma negligencia con que sol�a asistir a las vistas del Old Bailey.

—No se alarme usted, se�orita Pross—repuso.—Ayer tarde me present� en el domicilio del se�or Lorry, con no poca sorpresa de este se�or, que estaba muy lejos de esperar mi vista. Convinimos los dos en que no me dejar�a ver en parte alguna hasta despu�s que el asunto estuviera resuelto definitiva y satisfactoriamente, o bien hasta tanto no fuera necesaria mi presencia. Ateni�ndome a lo pactado, me he personado aqu�, porque es indispensable que cruce cuatro palabras con su hermano. Muy de veras lamento que sea usted hermana de un sujeto tan poco recomendable; muy de veras lamento que tenga por hermano a un mirlo del verdugo.

Era �ste el nombre con que sol�an designarse los esp�as.

—�C�mo se atreve usted—pregunt� el esp�a, p�lido como un difunto—a decirme...?

—Me explicar�, para que vea usted que no hablo a tontas y a locas—contest� Carton.—Me hallaba yo hace media hora contemplando los muros de la Conserjer�a, cuando vi salir a usted por sus puertas. Entre otras cualidades, buenas unas, malas otras, tengo la de recordar bien las caras, y cuente que la suya es de las que con dificultad se despintan. Me sorprendi� ver a usted en aquel lugar, y como por otra parte, ten[266]go mis motivos para relacionar la persona de usted con las desgracias de un amigo, en este instante m�s desgraciado que nunca, se me ocurri� la idea de seguirle. Pis�ndole los talones entr� tras de usted en la taberna y me sent� a su lado. De la conversaci�n de usted, y de los rumores de admiraci�n que arranc� a sus oyentes, no me fu� dif�cil inferir cu�l es el oficio de usted. Lo que en un principio hab�a yo hecho al azar, fu� convirti�ndose gradualmente en objetivo determinado, se�or Barsad.

—�Y ese objetivo?...—pregunt� el esp�a.

—Ser�a molesto, y hasta peligroso, explicarlo en la calle. �Tiene usted la bondad de favorecerme con su compa��a durante algunos minutos... hasta el Banco Tellson, por ejemplo?

—�Bajo amenaza?

—�Bah! �He hablado de amenazas?

—Entonces, �a santo de qu� voy a ir all�?

—Con franqueza, se�or Barsad; no puedo decirlo.

—�No puede, o no quiere, se�or?—pregunt� con cierta indecisi�n el esp�a.

—Me interpreta usted maravillosamente bien; no quiero.

Fu� auxiliar muy poderoso de la habilidad prodigiosa de Carton el tono de glacial indiferencia con que hablaba. Su vista de lince lo advirti� desde el primer momento, y dicho est� que sac� de ello todo el partido posible.

—�Acu�rdate de lo que te digo y no lo olvides nunca!—exclam� Barsad, dirigiendo a su hermana una mirada de furiosa reconvenci�n.—Obra tuya ser�, si me ocurre una desgracia.

—�Vamos, vamos, se�or Barsad!—dijo Carton—No sea usted ingrato. Agradezca el respeto que su hermana me inspira la benignidad con que me conduzco haci�ndole una proposici�n que ha de dejarnos satisfechos a todos. �Me acompa�a al Banco?

—S�; le acompa�o. Estoy pronto a escuchar lo que desee decirme.

—Ante todo, escoltaremos a su hermana de usted hasta la esquina de la casa donde vive. Tenga la bondad de aceptar mi brazo, se�orita Pross. Dadas las circunstancias por que la ciudad atraviesa, no debe usted ir sola y sin protecci�n, y como quiera que el hombre que la acompa�a a usted conoce al se�or Barsad, me tomo la libertad de invitarle a venir con nosotros al domicilio del se�or Lorry. �Estamos dispuestos? �S�? Pues en marcha.

M�s tarde record� la se�orita Pross, y no lo olvid� en su vida, que al aferrarse al brazo de Carton y mirarle a la cara para dirigirle una s�plica muda, pero elocuente, en favor de su hermano, observ� en la fortaleza del brazo y en la expresi�n de los ojos de aquel algo[267] que no s�lo estaba re�ido con la ligereza de tono y de modales de Carton, sino tambi�n transformaba y elevaba al hombre. Si por el momento no le llam� la atenci�n, fu� porque la preocupaban demasiado los temores que la inspiraba la suerte de un hermano tan poco merecedor de su afecto para hacer observaciones.

Despu�s de despedirse de la se�orita Pross en las inmediaciones de la casa del doctor, Carton, caminando entre Barsad y Jerem�as Lapa, dirigi�se hacia el edificio del Banco Tellson, muy poco distante.

Lorry, que acababa de comer, y se hallaba sentado al amor de la lumbre, volvi� la cabeza al oir los pasos de los que le visitaban, y no pudo evitar un gesto de extra�eza al ver una cara desconocida.

—Le presento al hermano de la se�orita Pross—dijo Carton,—el se�or Barsad.

—�Barsad?—repiti� Lorry.—�Barsad? Me parece recordar ese apellido... y el rostro de quien lo lleva.

—�No dije antes a usted que tiene una cara de las que dif�cilmente se despintan, se�or Barsad?—pregunt� con frialdad Carton.—H�game el favor de sentarse.

Carton, al mismo tiempo que acercaba una silla, suministr� a Lorry el eslab�n que �ste andaba buscando para enlazar la cadena de sus recuerdos.

—Testigo de aquella causa—dijo sencillamente Carton.

Fu� lo bastante para que Lorry recordara, y tambi�n para que mirase a Barsad con repugnancia visible.

—La se�orita Pross ha reconocido en el se�or Barsad al hermano cari�oso de quien tantas veces la ha o�do usted hablar—observ� Carton.—No ha negado Barsad el parentesco... Pero pasemos a otras noticias peores; Darnay ha sido encarcelado de nuevo.

—�Qu� me dice usted!—exclam� Lorry, profundamente consternado.—No hace dos horas que le dej� en su casa libre y contento, y ahora mismo me dispon�a a ir a verle.

—Pues est� preso. �Cu�ndo le prendieron, Barsad?

—En todo caso, habr� sido hace un momento.

—Barsad es en este asunto fuente de informaci�n segura—observ� Carton.—De sus labios escuch� la noticia cuando se la contaba, entre copa y copa de aguardiente, a un amigo suyo, sopl�n como �l. Parece que acompa�� a los encargados de prenderle hasta la puerta de la casa del doctor, alej�ndose al ver que el portero les franqueaba el paso. La duda, pues, es imposible.

Lorry comprendi� que la desgracia era cierta. En su cerebro sinti� el rudo batallar de mil ideas confusas y contradictorias, pero se di� cuenta de lo much�simo que le conven�a no perder la presencia de esp�ritu y, a costa de esfuerzos tit�nicos, se domin�,[268] recobr� la serenidad, y permaneci� callado y atento.

—Es de esperar... esa confianza abrigo—repuso Carton—que el nombre del doctor y su influencia en las masas sean tan eficaces ma�ana... �No dijo usted, Barsad, que ha de comparecer ma�ana ante el Tribunal?

—S�; creo que la comparecencia ser� ma�ana.

—... Tan eficaces ma�ana, y tan decisivas, como hoy; pero no es imposible que ocurra lo contrario. Confesar�, se�or Lorry, que me inspira vivos temores el hecho de que el doctor no haya podido impedir la prisi�n.

—Quiz� no sospechase siquiera la posibilidad del peligro—contest� Lorry.

—Lo que, a juicio m�o, ser�a circunstancia altamente alarmante, visto lo identificado que est� con su yerno.

—Es verdad—contest� Lorry, apoyando la barbilla sobre la palma de la mano y mirando a Carton con expresi�n de abatimiento.

—En suma—continu� Carton:—cuando se entabla una partida desesperada y se cruzan apuestas desesperadas, fuerza es recurrir tambi�n a medidas desesperadas. Juegue en buena hora el doctor con las cartas de ganar, que yo manejar�, mientras, las de perder. Empe�e el doctor la partida encaminada a sacar a su yerno de la Conserjer�a; que yo, mientras tanto, jugar� otra independiente y con vistas a encerrar a un amigo en la Conserjer�a. El amigo que me propongo encerrar, se�or Barsad, es usted.

—Muy buenas cartas tendr� usted que reunir para ganar ese juego, replic� el esp�a.

—Las he reunido ya, y voy a ponerlas boca arriba... pero ya sabe usted, se�or Lorry, lo torpe que soy si no aplico a mi cacumen el acicate de unas copas. Si me diera una copita de brandy, se lo agradecer�a.

Fu�le servido el licor, del que tom� dos copas consecutivas.

—El se�or Barsad—dijo, separando la botella y hablando como si en la mano tuviera una colecci�n de cartas,—mirlo del verdugo, emisario de los comit�s republicanos, hoy calabocero, ayer prisionero, siempre esp�a y sopl�n secreto, cuya val�a aqu� aumenta considerablemente por la circunstancia de ser ingl�s, y por tanto, menos expuesto a sospechas que ning�n franc�s, se presenta a los mismos a quienes sirve bajo nombre supuesto; este triunfo es de primer orden. El se�or Barsad, a sueldo hoy del Gobierno revolucionario franc�s, sirvi�, no ha mucho tiempo, al Gobierno aristocr�tico ingl�s, enemigo jurado de Francia y de sus libertades; me parece que acabo de ense�ar otra carta que dif�cilmente se falla. Si ahora entramos en el terreno de las sospechas y deducciones, encontraremos una, clara como la luz del sol, sospecha[269] que expresar� con las palabras siguientes: el se�or Barsad, sopl�n asalariado del Gobierno aristocr�tico ingl�s, lo es al mismo tiempo de Pitt, enemigo artero que herir� a la Rep�blica en medio del coraz�n, ingl�s traidor, agente, instrumento, autor de todas esas indignidades de que todo el mundo habla y nadie es capaz de probar. Este es un triunfo que casi asegura la partida. �Va usted siguiendo mi juego, se�or Barsad?

—Voy haci�ndome cargo de la importancia de las cartas, pero aun ignoro c�mo piensa usted jugarlas—contest� el esp�a visiblemente intranquilo.

—Principio jugando el triunfo siguiente: Denuncia contra el llamado Barsad ante el Comit� del distrito m�s pr�ximo. Vea usted sus cartas, Barsad, y juegue... sin precipitaciones, que nadie nos corre.

Tom� de nuevo la botella, se sirvi� otra copa, la bebi� con calma imperturbable y esper�. Vi� que el esp�a tem�a que de las libaciones resultase una denuncia inmediata, y, sin duda para acrecentar el temor, se sirvi� y apur� la cuarta copa.

—T�mese todo el tiempo que quiera, Barsad, no sea que pierda la partida a la primera jugada.

Era Barsad adversario m�s d�bil de lo que Carton hab�a supuesto. A decir verdad, en su juego ten�a cartas muy malas, y �l lo sab�a, aunque no lo supiese Carton. Sab�a, por ejemplo, que, destitu�do de su honroso cargo en Inglaterra, como resultados de imperdonables torpezas cometidas en el ejercicio de aqu�l, atraves� el Canal y ofreci� sus servicios en Francia, donde fueron aceptados, al principio, para tentar y sonsacar a sus compatriotas, y m�s tarde, para tentar y sonsacar a los franceses. Sab�a que, durante el gobierno derribado, estuvo encargado de vigilar el barrio de San Antonio y la taberna de Defarge; que recibi� de la polic�a los datos necesarios acerca del cautiverio, libertad e historia del doctor Manette, merced a los cuales crey� que conseguir�a hacerse amigo confidencial de los Defarges, aunque muy pronto hubo de convencerse de que, en algunas ocasiones, el que va por lana vuelve trasquilado. Siempre record� con terror que aquella tabernera terrible hab�a hecho calceta mientras �l intentaba sonsacarla, y se echaba a temblar cada vez que se acordaba de que le miraba con expresi�n sombr�a mientras sus dedos se mov�an vertiginosos. Hab�ala visto desde entonces infinidad de veces en el distrito de San Antonio, armada de sus registros hechos a punto de media y denunciando personas cuyas cabezas no tardaba en cercenar la guillotina. Sab�a, como lo saben todos los que ejercen empleos como el suyo, que sobre su cabeza rug�a a todas horas la tormenta; que su cabeza corr�a peligro, que la fuga era imposible, que por[270] momentos acercaba su pescuezo a la cuchilla, y que, pese a los servicios prestados a la causa del terror imperante, una sola palabra bastaba para llevarle al pat�bulo. No bien le denunciasen, fulminando contra �l todos o parte de los grav�simos cargos que acababan de insinuarle, comprendi� que aquella formidable mujer, de cuyo car�cter implacable hab�a visto pruebas sobradas, exhibir�a el registro fatal que disipar�a la �ltima posibilidad de salvaci�n. Unase a esto la ley, mil veces comprobada, de que todos los soplones, todos los delatores secretos, son cobardes por temperamento, hombres que se amedrentan sin dificultad, y se comprender� la la disposici�n de �nimo en que qued� Barsad.

—Parece que no son muy de su gusto sus cartas—dijo Carton con la calma de siempre.—�No juega usted?

—Creo, se�or—respondi� Barsad, volvi�ndose hacia Lorry y hablando con humildad rastrera,—que me veo en el caso de solicitar de un caballero de sus a�os y de su benevolencia el favor de que recabe de este otro caballero, mucho m�s joven que usted, que desista de jugar la carta de que acaba de hablarme. Confieso que soy un esp�a, y reconozco que el oficio a nadie honra, aunque me admitir�n ustedes que alguno ha de desempe�arlo; pero este caballero no es esp�a, este caballero no es delator; y puesto que ahora no lo es, �que necesidad tiene de serlo en lo sucesivo?

—Jugar� mi carta, se�or Barsad—dijo Carton, sin esperar a que contestase Lorry,—sin el menor escr�pulo y dentro de cinco minutos.

—Yo hab�a dado cabida a la esperanza, se�ores, de que, por consideraci�n a mi hermana...

—El mayor favor que podemos hacer a su hermana, es librarla para siempre de un hermano como usted—replic� Carton.

—�Lo cree usted as�, se�or?

—Estoy convencid�simo de ello.

El esp�a, con toda su humildad, que tanto contrastaba con su indumentaria de terrorista y probablemente con su manera ordinaria de ser, recibi� golpe tan rudo de la inescrutabilidad de Carton, que siempre fu� un misterio para hombres m�s honrados y m�s listos que �l, que vacil�, tembl�, y se di� por perdido. Mientras desconcertado, estupefacto, callaba sin saber c�mo salir del atolladero, repuso Carton:

—Estoy examinando otra vez mis cartas, y encuentro una, tan buena como las enumeradas, de la que no hab�a hecho menci�n. �Qui�n es aquel colega suyo, que hablaba como quien toda su vida se la ha pasado paciendo en las c�rceles?

—Es un franc�s; no le conoce usted—respondi� vivamente el esp�a.

—�Franc�s, eh?—exclam� Carton, como si no pensase en lo que estaba diciendo—puede ser.

[271]

—Lo es... se lo aseguro... aunque eso es lo de menos—dijo el esp�a.

—Aunque eso es lo de menos...—repiti� Carton como maquinalmente—aunque eso es lo de menos... S�... es lo de menos... Pero es el caso que yo conozco esa cara.

—Creo que no... Desde luego aseguro que no... No es posible...

—No es posible...—murmur� Carton, llenando por quinta vez su copa, que por fortuna era peque�a.—No es posible... Habla franc�s con correcci�n... pero con acento ligeramente extranjero...

—Acento provinciano—explic� el esp�a.

—�No! �Acento extranjero!—replic� Carton, descargando un pu�etazo sobre la mesa.—�Es Cly! �Disfrazado, desfigurado, pero el mism�simo Cly! Lo he tenido muchas veces ante mi vista en el Old Bailey.

—Se arrebata usted con facilidad, se�or—dijo Barsad con sonrisa que acentu� la inclinaci�n hacia un lado de su nariz aguile�a,—lo que pone en mis manos una ventaja sobre usted. Cly, mi colega en otro tiempo, no tengo inconveniente en confesarlo, muri� hace una porci�n de a�os. Le cuid� yo mismo durante su �ltima enfermedad. Fu� enterrado en Londres, en el cementerio de la parroquia de San Pancracio. No le acompa�� hasta el cementerio, porque tem� a las muchedumbres, pues mi amigo y colega tuvo la desgracia de hacerse extraordinariamente impopular; pero ayud� a los que le encerraron en el ata�d.

De pronto Lorry vi� proyectada en la pared la sombra de un trasgo o cosa an�loga. Volvi� la cabeza buscando el origen de la proyecci�n, y con sorpresa que no es para ser descrita, advirti� que estaba en la cabeza de Jerem�as Lapa, cuyos cabellos, semejantes a aceradas p�as, se hab�an puesto de punta.

—P�ngase usted en raz�n, se�or, y no se deje enga�ar por suspicacias que no tienen base racional—repuso el esp�a.—Para demostrar a usted cu�n enga�ado est�, y la ninguna base de su suposici�n, voy a presentarle un certificado en regla de la defunci�n de Cly, certificado que siempre llevo en el bolsillo. T�melo usted—a�adi�, ofreciendo a su interlocutor un papel doblado.—�L�alo, l�alo... t�melo en sus manos, exam�nelo con detenimiento... no es falso, no, sino aut�ntico y muy aut�ntico!

Lorry observ� que la sombra proyectada en la pared se prolongaba. Era que Lapa se hab�a levantado del asiento y se aproximaba al esp�a, a cuyo lado se coloc� sin ser visto ni o�do por �l. Poniendo su diestra sobre el hombro de Barsad, pregunt�:

—�Conque fu� usted el que puso a Rogerio Cly dentro del ata�d?

—Yo fu�; s�.

—�Y qui�n le sac� de �l?

Barsad, ech�ndose sobre el respaldo de su silla, balbuce�:

[272]

—�Qu� significan sus palabras?

—Significan—contest� Lapa—que el cad�ver de Cly nunca estuvo dentro del ata�d. �No... y no! �Que me corten la cabeza si estuvo!

El esp�a mir� alternativamente a los dos caballeros, los que, a su vez, contemplaban con estupefacci�n infinita a Lapa.

—Y a�ado—repuso Jerem�as Lapa—que enterrasteis adoquines de calle y tierra dentro de aquel f�retro. No me venga aqu� con monsergas ni con pretensiones de hacerme creer que enterraron a Cly, que yo, y dos hombres m�s, sabemos muy bien lo que hab�a dentro del ata�d.

—�Pero c�mo lo sabe usted?

—�Y a usted qu� le importa?—gru�� Lapa.—Hace mucho tiempo que aborrezco a usted, s�, se�or, porque hasta en asuntos tan graves como la muerte se atreve a enga�ar a menestrales honrados que s�lo ambicionan trabajar. �Sepa usted, se�or m�o, que por menos de media guinea lo agarrar�a por el pescuezo y lo estrangular�a!

Tanto Carton como Lorry, cuyo asombro hab�a llegado al colmo, rogaron a Jerem�as Lapa que se moderase y que les explicase lo que para ellos era enigma de imposible soluci�n.

—Otro d�a lo har�, se�or—replic� Lapa, poco propicio a dar las explicaciones que se le ped�an,—que no es esta ocasi�n conveniente para entrar en explicaciones. Lo que yo quiero dejar sentado es que ese individuo sabe muy bien que Cly no pens� nunca en ser encerrado en aquel ata�d. Que se atreva a repetirlo ese embustero, y lo ahogo entre mis zarpas o salgo corriendo a delatarlo.

—�Hum!—gru�� Carton.—Me encuentro con otro triunfo, Barsad. Aqu� en Par�s, donde se respira la atm�sfera de las sospechas, bien seguro es que no sale con vida de una denuncia el que, como usted, sostiene relaciones estrechas con otro esp�a arist�crata de su misma cala�a, sobre quien pesa el misterio de haberse fingido muerto y enterrado para resucitar contra todas las leyes divinas y humanas. Maquinaciones contra la Rep�blica fraguadas por extranjeros que la Rep�blica tiene a sueldo... �Malo, malo! Es un triunfo muy grande... el triunfo de la Guillotina, Barsad. �No juega usted?

—�No! �No juego!—contest� el esp�a.—�Me rindo! Confieso que nos hab�amos hecho tan impopulares con la vil gentuza, que yo logr� escapar de Inglaterra donde corr�a riesgo de ser ahorcado, y Cly se vi� tan comprometido, que si no se muere es bien cierto que ni por los aires habr�a podido salir. Lo que me maravilla, lo que me aturde, lo que me vuelve loco, es que ese hombre sepa que Cly no fuera enterrado. �C�mo lo averigu�?

—No se caliente usted los cascos, se�or m�o—contest� Lapa—Harto har� con prestar atenci�n[273] a lo que �stos caballeros le dicen. Pero no olvide que por menos de media guinea le estrangulo con mis propias manos.

El mirlo del verdugo se volvi� hacia Carton, y dijo con decisi�n que hasta aquel instante no hab�a tenido:

—Entro de servicio dentro de muy poco, y no me es posible entretenerme m�s. Me dijo usted que deseaba hacerme una proposici�n; �tiene la bondad de formularla? Principiar� por decirle que no me pida grandes cosas, que no pretenda exigirme nada que est� re�ido con mi cargo, nada que ponga mi cabeza en mayor riesgo del que ahora corre, pues prefiero abandonar mi vida a las contingencias de una negativa que a las de un consentimiento. Antes habl� usted de una partida desesperada; ya estamos todos desesperados; por mi parte, confieso que lo estoy como el que m�s. Otra cosa; sin el menor escr�pulo delatar� a usted si veo que me conviene, pues cuando se hunde la casa, uno busca salida entre los montones de ruinas. Hechas estas advertencias, que conviene que no pierda usted de vista, d�game qu� desea de m�.

—Muy poca cosa. �No es usted calabocero de la Conserjer�a?

—En vez de contestar su pregunta, le dir� que no hay escape posible—replic� con entereza el esp�a.

—Y yo exijo que conteste lo que acabo de preguntar.

—Lo soy algunas veces.

—�Puede serlo cuando quiere?

—Puedo entrar y salir de la Conserjer�a cuando quiero.

Carton llen� otra copita de licor, la verti� gota a gota en el suelo, y al cabo de algunos instantes de reflexi�n dijo:

—Hasta aqu�, hemos hablado en presencia de estos dos se�ores, porque me conven�a que alguien, adem�s de nosotros dos, tuviera noticia del valor de las cartas que tengo, pero lo que falta, es cosa que debe quedar entre usted y yo. Acomp��eme a esa habitaci�n, donde cambiaremos las pocas palabras que faltan.

IX.
HECHO EL JUEGO

Mientras Sydney Carton y el mirlo del verdugo, encerrados en la habitaci�n contigua, conferenciaban con voz tan baja que ni el rumor m�s insignificante se filtraba por las rendijas de la puerta, Lorry contemplaba a Jerem�as Lapa con recelo manifiesto y profunda desconfianza. Bueno ser� advertir que el efecto producido por la insistente mirada del buen banquero sobre el honrado menestral no era el m�s indicado para disipar prevenciones; variaba la pierna sobre la cual gravitaba el peso de su cuerpo con tanta frecuencia como si hubiese dispuesto de cincuenta extremidades y desease probar la robustez de todas;[274] examinaba sus u�as con atenci�n tan escrupulosa, que llegaba a inspirar sospechas, y cuantas veces sus ojos tropezaban con los escrutadores de Lorry, acomet�ale un acceso de tos que le obligaba a llevar la mano a la boca, s�ntoma que rara vez, acaso nunca, acompa�a a la franqueza perfecta de car�cter.

—�Jerem�as!—exclam� de pronto Lorry.—�Venga usted ac�!

Aproxim�se Lapa caminando a la usanza cangrejil, es decir, de costado.

—�Qu� oficios ha tenido usted adem�s de ordenanza del Banco?

A vuelta de una meditaci�n bastante detenida, y despu�s de buscar una idea luminosa en la mirada fija de su superior, contest� Lapa:

—He sido agricultor.

—Abrigo fundados temores—replic� Lorry, moviendo con fiero adem�n la mano—de que usted ha sido ordenanza del respetable Banco Tellson para despistar, para tener una pantalla que encubriera otras ocupaciones contrarias a la Ley, ocupaciones sencillamente infames. Si as� es, no espere de m� consideraci�n alguna tan pronto como lleguemos a Inglaterra; si as� es, no espere tampoco que yo guarde el secreto. Debe conocerlo Tellson, y lo conocer�.

—No puedo creer, se�or,—contest� con humildad Lapa—que un caballero como usted, un caballero en cuyo servicio he encanecido, se resuelva a causarme perjuicios de tanta consideraci�n sin antes pensarlo muy bien..., aun cuando lo que sospecha fuera cierto. Yo no digo que lo sea; pero si lo fuese, siempre confiar�a que usted no me hab�a de tratar tan mal. Suponiendo que fuera lo que usted teme, aun entonces habr�a que estudiar el asunto desde dos puntos de vista, puesto que no tiene uno solo, sino dos. Doctores en medicina hay, y no pocos, que encuentran guineas de oro all� donde un menestral honrado no halla m�s que m�seros peniques... �Ni peniques siquiera! Medios peniques... Y ni medios peniques; cuartos de penique... y gracias. �Y qu� me dice usted de los que entran y salen del Banco Tellson pasando delante del honrado menestral que est� junto a la puerta, sentado en un banquillo viejo, mientras ellos van arrellanados en lujosos carruajes? �No es un espect�culo para despertar el apetito m�s dormido? A�ada usted a todo eso la presencia en Inglaterra de una se�ora Lapa que se pasa el d�a y la noche de rodillas y rezando para estropearle todos los negocios al marido, mientras las mujeres de los m�dicos y las de los que pasean en carruajes lujosos, rezan para que prosperen los asuntos de sus casas respectivas. Otra cosa; si lo que usted sospecha fuese cierto, que yo no digo que lo sea, �cree usted que me har�a muy rico tomando los desperdicios de los empresarios de[275] pompas f�nebres, lo que no quisieran los sacristanes, lo que desde�asen los vigilantes de los cementerios? �No, se�or Lorry, no! es un oficio perdido; cr�ame usted.

—�Uf!—exclam� Lorry—�Me horroriza verle a usted!

—El ofrecimiento que con toda la humildad me atrevo a hacer a usted, aun cuando fuera cierto lo que usted sospecha, que yo no digo que lo sea, es...

—�No venga usted con embustes!

—No, se�or; hablar� con verdad. El ofrecimiento que humildemente deseo hacer es el siguiente: sobre el banquillo emplazado en la acera del Tribunal, se sienta un hijo m�o, que ya casi es un hombre, que har� recados, vigilar� y se desvivir� por desempe�ar las funciones que hasta aqu� he desempa�ado yo, si as� lo quiere usted. Si lo que usted teme fuera cierto, que yo no digo que lo sea, ni tampoco que no lo sea, porque no quiero mentirle a usted, den a mi hijo el cargo de su padre y que se encargue al propio tiempo de su madre, y mientras, deje al padre en libertad de cavar la tierra como se le antoje. Esto es, se�or Lorry—a�adi� Lapa, sec�ndose el sudor de la frente con el dorso de la mano,—lo que yo deseo ofrecer a usted.

—�Calle, Jerem�as! �Calle y no diga ni una palabra m�s! Qui�n sabe si me decidir� a tratarle como hasta aqu�, si con obras, no con palabras, me demuestra su arrepentimiento. Palabras no las quiero; no me convencen.

Salieron en aquel instante Carton y Barsad.

—Adi�s, Barsad—dijo el primero;—quedamos entendidos. Nada tema de m�.

Tom� asiento junto a Lorry, quien le pregunt�.

—�Qu� han hecho?

—Poca cosa; si la suerte del prisionero se pone obscura, me permitir�n hacerle una visita; nada m�s.

El desaliento de Lorry se acentu�.

—No puedo hacer m�s—repuso Carton.—Pedir demasiado, equival�a llevar a ese hombre a la guillotina, y, como dijo muy bien �l, mayor desgracia no podr�a sobrevenirle aun cuando le delat�semos. Demos gracias a lo comprometido de su posici�n, pues de otra suerte, nada habr�amos conseguido.

—Pero llegar hasta �l, en el caso de que le condenen, no es salvarle—objet� Lorry.

—Nunca dije que le salvar�a—replic� Carton.

Los ojos de Lorry buscaron gradualmente el fuego que ard�a en la chimenea. El dolor que le produjo la segunda prisi�n del marido de la ni�a que tanto amaba abati� todas sus energ�as. Ya no era un hombre joven, a pesar de sus muchos a�os; era un viejo aniquilado por la ansiedad. Las l�grimas almacenadas en su pecho subieron[276] hasta sus ojos y rodaron silenciosas por sus arrugadas mejillas.

—Tiene usted un gran coraz�n y es amigo leal de sus amigos—dijo Carton con voz alterada.—Perd�neme si he sido portador de una noticia que tan dolorosamente le ha afectado. Me ser�a imposible ver llorar a mi padre y conservar mi tranquilidad, y yo le juro que no respeto menos su dolor que respetar�a el de mi padre.

Tanto respeto, tanto inter�s, tanto sentimiento hab�a en el tono y en la expresi�n de las palabras que quedan transcriptas, que Lorry, que no hab�a tenido ocasi�n de apreciar el lado bueno de Carton, experiment� una de las sorpresas m�s grandes de su vida. Tendi� silencioso una mano a su interlocutor, quien la estrech� con efusi�n.

—Volviendo al pobre Darnay—repuso Carton,—dir� que no es conveniente que hable usted a su esposa de la conferencia que acabamos de tener, ni de lo que he conseguido del esp�a. Ella no podr�a llegar hasta el calabozo, y si sab�a que iba yo, acaso pensase que mi intenci�n era proporcionar a su marido los medios de adelantarse a la ejecuci�n de la sentencia.

No hab�a pensado en ello Lorry, quien al oir las palabras anteriores, volvi� con viveza sus ojos hacia Carton, como para cerciorarse de si lo que no quer�a que pensase Luc�a era precisamente lo que �l ten�a en su pensamiento.

—Pensar�a tal vez eso—a�adi� Carton,—y podr�a sospechar mil otras cosas, cada una de las cuales ser�a una tortura a�adida a las que ya la atosigan. No le hable siquiera de m�. Conforme dije a usted al llegar a Par�s, no la ver�; conviene que no la vea. Lo que yo pueda hacer por ella, lo har� mejor no vi�ndola. �Va usted ahora a visitarla? Vaya cuanto antes, s�, pues esta noche debe de estar desesperada.

—Voy ahora mismo.

—De lo que me alegro en el alma. Le quiere a usted mucho y tiene en usted confianza sin l�mites. �C�mo est� ahora?

—Nadando en espantoso mar de ansiedades, pero hermosa como siempre.

—�Ah!

Fu� una exclamaci�n profunda, larga, semejante a un gemido, a un sollozo ahogado. Los ojos de Lorry se volvieron hacia los de Carton con rapidez bastante para sorprender, mientras los de este �ltimo se clavaban en la lumbre de la chimenea, el paso por ellos, fugaz como una exhalaci�n, de una luz o de una sombra; el anciano caballero no se hubiese atrevido a precisar si fu� lo uno o lo otro.

—�Ha terminado usted ya la comisi�n que aqu� le trajo?—pregunt� Carton al cabo de breves segundos.

—S�. Conforme estaba diciendo a ustedes anoche, cuando tan ino[277]pinadamente lleg� Luc�a, he hecho cuanto pod�a hacerse. No esperaba m�s que verlos a cubierto de peligro y contentos para abandonar a Par�s. Pensaba marchar muy pronto; pero...

Ambos quedaron silenciosos.

—Largo es el libro de su vida, se�or Lorry, �verdad?—pregunt� Carton, sin duda por decir algo.

—He cumplido los setenta y ocho a�os.

—Setenta y ocho a�os bien empleados; setenta y ocho a�os durante los cuales ha sido �til a sus semejantes y respetado por �stos; �eh?

—Casi desde que tengo uso de raz�n me he dedicado a los negocios; sin exagerar puedo decir que, desde muchacho, soy hombre de negocios.

—Su laboriosidad le ha valido ocupar un puesto envidiable. �Cu�ntos le echar�n de menos cuando deje vacante ese puesto!

—No lo crea usted—replic� Lorry moviendo la cabeza—�Qui�n ha de verter una l�grima a la memoria de un solter�n viejo y solitario como yo?

—�No diga usted eso! �No llorar� por usted ella? �No llorar� su hija?

—S�... s�... Llorar�n... �gracias a Dios! Perdone usted; no sab�a lo que dec�a.

—Es un consuelo que bien merece que por �l se den a Dios las gracias; �no es cierto?

—Mucho, s�... de acuerdo.

—Si esta noche pudiera usted decirse con verdad las palabras siguientes: �No he sabido granjearme el cari�o, la estimaci�n, la gratitud ni el respeto de nadie; en ning�n coraz�n humano he conseguido despertar ecos de simpat�a, nada he hecho bueno, nada que sea �til a mis semejantes, nada digno de ser recordado�, sus setenta y ocho a�os de edad ser�an setenta y ocho mil a�os de remordimientos; �no es verdad?

—Tiene usted raz�n, Carton; creo que no me cansar�a de maldecirlos.

Clav� nuevamente Carton su mirada en la lumbre, permaneci� largo rato pensativo, y al fin, dijo:

—Otra pregunta desear�a hacerle; cuando se acuerda usted de su ni�ez, �la encuentra demasiado distante? �Le parece que ha transcurrido mucho tiempo desde los d�as felices en que se sentaba sobre las rodillas de su dulce madre?

Lorry, con tono de voz inseguro por el efecto de la emoci�n que le embargaba, contest�:

—Hace veinte a�os, s�; hoy, no. Me ocurre lo que al que viaja siguiendo un c�rculo; comienza alej�ndose del punto de partida; pero a medida que llega al final, se acerca m�s y m�s al principio. Con frecuencia despiertan hoy en mi coraz�n recuerdos tiernos largos a�os dormidos, con frecuencia veo a mi santa madre, tan joven, tan hermosa... mi madre muy joven y yo muy viejo... con frecuencia me acuerdo de incidentes de la vida ocurridos cuando el mun[278]do no era para m� tan real como es hoy, ni en m� hab�an echado ra�ces las faltas.

—Lo comprendo—exclam� Carton enrojeciendo vivamente.

—Y esos recuerdos, lejos de dejarle sabor amargo, le ser�n gratos, �verdad?

—En efecto; me producen una sensaci�n de pesar dulce.

Carton ayud� a poner el sobretodo a su interlocutor.

—Usted, en cambio, es muy joven—repuso Lorry, volviendo al mismo tema.

—S�... no soy viejo; pero mis caminos juveniles nunca fueron los que llevan a la vejez.

—�Va usted a salir?—pregunt� Lorry.

—Acompa�ar� a usted hasta la puerta de su casa. Ya conoce usted mi manera de ser inquieta y mis costumbres de vagabundo, as� que, si me paso muchas horas rondando al azar por esas calles sin volver a casa, est� usted tranquilo, que yo reaparecer� si no hoy, ma�ana. �Piensa asistir ma�ana a la vista de la causa?

—Con harto dolor de mi alma tendr� que asistir.

—All� estar� yo, pero entre el p�blico. Mi esp�a me encontrar� sitio... �Quiere usted aceptar mi brazo?

Cogidos del brazo bajaron la escalera y salieron a la calle. Minutos despu�s llegaban frente a la casa del doctor Manette, donde se separaron. Lorry entr� en la casa y Carton se alej� de ella pero por muy poco tiempo, pues breves instantes despu�s, volv�a a estacionarse junto a la puerta cerrada.

Ella sale todos los d�as por aqu�—se dijo Carton;—toma aquella direcci�n... �Cu�ntas veces habr� pisado esas piedras!... �Seguir� sus pasos!

Sonaban las diez de la noche en los relojes de la ciudad cuando Carton pon�a fin a su paseo frente a los sombr�os muros de la c�rcel de La Force. Un aserrador de madera, despu�s de cerrar su taller, fumaba tranquilo su pipa frente a su establecimiento.

—Buenas noches, ciudadano—dijo Carton, observando que el aserrador le dirig�a miradas inquisitivas.

—Buenas noches, ciudadano.

—�Qu� tal anda la Rep�blica?

—Supongo que te referir�s a la Guillotina... No anda mal. Hoy sesenta y tres; no tardaremos en llegar a cien por d�a. Sans�n y sus ayudantes se quejan de que el trabajo es excesivo, de que se les agotan las fuerzas... �Ja, ja, ja! �Qu� gracioso es el buen Sans�n! �Has visto en tu vida barbero m�s atareado?

—�Le ves con frecuencia...?

—�Afeitar? Todos los d�as... �Vaya un barbero! �Le has visto alguna vez en funciones?

—Nunca.

—Pues no dejes de ir a verle cuando tiene tarea por delante. Es una delicia verle trabajar... Fig�rate t�, ciudadano; hoy, se[279]senta y tres en menos de dos horas... �En menos de dos horas, palabra de honor!

En tal extremo repugn� a Carton la fruici�n con que el aserrador explicaba las faenas del verdugo, que le volvi� la espalda para no estrangularle, como era su deseo m�s ferviente.

—Pero t� no eres ingl�s, aunque como ingl�s vistes, �verdad?—pregunt� el aserrador.

—Ingl�s soy—contest� Carton, volviendo la cabeza.

—Pues hablas como un franc�s aut�ntico.

—Fu� estudiante aqu�.

—�Ah...! Casi franc�s, entonces. Buenas noches, ingl�s.

—Buenas noches, ciudadano.

—No dejes de ir a ver al amigo Sans�n.

Alej�se Carton, pero no se hab�a separado gran cosa del taller del aserrador, cuando se detuvo bajo un farol y escribi� algunas palabras con l�piz en un pedazo de papel. Cruzando a continuaci�n una porci�n de calles obscuras y sucias, con el paso decidido del que sabe perfectamente a donde va, hizo alto frente a una droguer�a, cuya puerta estaba cerrando en aquel momento el droguero.

Luego que di� las buenas noches al ciudadano droguero, cuyo aspecto nada ten�a que envidiar, por lo sucio y repugnante, a la tienda, puso sobre el mostrador el pedazo de papel en que poco antes escribiera con l�piz.

—�Demonio!—exclam� el droguero.—�Ji, ji, ji! �Es para ti, ciudadano?

—Para m�.

—�Tendr�s cuidado de guardarlos por separado, ciudadano? �Sabes las consecuencias de la mezcla?

—Perfectamente.

El droguero prepar� unos papeles, que Carton guard� en el bolsillo interior de su levita. Pag� su importe, y sin hablar m�s, sali� a la calle.

—Por esta noche, nada tengo ya que hacer—murmur�, alzando la cabeza.—Ma�ana continuaremos... Me es imposible dormir.

No reflejaba indiferencia ni aturdimiento el tono con que pronunci� Carton las palabras anteriores, ni hab�a en ellas desesperaci�n ni reto; vibraba en su acento la resoluci�n del hombre que, despu�s de largos a�os de viajar por caminos torcidos, sin rumbo ni direcci�n fijas, penetra al fin en uno cuyo t�rmino le es conocido.

Largos a�os antes, cuando descoll� entre los j�venes de talento, entre los estudiantes que promet�an grandes cosas, acompa�� a su padre al cementerio. Su madre hab�a fallecido mucho antes. Pues bien; aquellas palabras solemnes que el sacerdote ley� sobre la tumba del que le di� el ser, palabras olvidadas entre los des�rdenes de una vida licenciosa, surgieron potentes en su memoria mientras esta noche recorr�a las calles tristes y solitarias, bajo un cielo cubierto de negros nubarrones.

[280]

�Yo soy la resurrecci�n y la Vida; aquel que cree en M�, aun cuando haya muerto, vivir�; y el que vive y cree en M�, no morir� jam�s.�

No hubiera sido dif�cil encontrar la fuerza misteriosa que evoc� aquellos recuerdos en el fondo de su alma, semejante a la cadena que arranca de las profundidades del limo el ancla enmohecida, clavada largo tiempo atr�s, con s�lo reparar en que paseaba solo y de noche, por las calles de una ciudad sujeta a la ley de la cuchilla, recordando con dolor las sesenta y tres cabezas que aquel d�a hab�an rodado, y pensando en los desdichados que morir�an sobre el cadalso al d�a siguiente, y al otro y al otro. No intent�, empero, buscarla; limit�se a repetir una y otra vez las palabras que quedan copiadas, y prosigui� paseando.

Concentrando todo su inter�s en las ventanas iluminadas correspondientes a habitaciones donde hab�a personas que se dispon�an a descansar, afanosas por olvidar durante las breves horas de calma de la noche los horrores que las rodeaban durante el d�a, en las torres de las iglesias, donde no se celebraban ya cultos divinos, pues la revulsi�n popular hizo objeto preferente de sus iras a los sacerdotes, a quienes acus� de impostores, de libertinos y de ladrones; en aquellos lugares sagrados, destinados, seg�n las inscripciones colocadas sobre las puertas, al reposo eterno; en los calabozos, rebosantes de prisioneros, y en las calles, por las que las gentes corr�an al encuentro de una muerte considerada ya, en fuerza de la costumbre, tan corriente y natural, que ni los mismos encargados de manejar la guillotina ve�an turbados sus sue�os por apariciones espectrales; puesta, en suma, toda su atenci�n en la vida de aquella ciudad que corr�a desbocada a la muerte, Sydney Carton cruz� el Sena buscando calles mejor iluminadas y m�s animadas.

Eran muy contados los coches que se ve�an, pues los que pod�an permitirse el lujo de tenerlos, sabedores de que usarlos era tanto como solicitar ser inscriptos en el Libro de los Sospechosos, prefer�an caminar a pie, luciendo sendos gorros colorados y calzados con zapatos de lo m�s ordinario. Llenos estaban, empero, los teatros, que comenzaban a vaciarse a la hora en que Carton paseaba por las calles c�ntricas, donde aqu�llos estaban situados. Junto a la puerta de un teatro, por la cual sal�an compactas masas de gentes alegres que, canturreando, se dirig�an a sus casas, vi� Carton a una ni�a, de la mano de la madre, que buscaba un sitio que la permitiera atravesar la calle sin meterse hasta las rodillas en el fango. Carton tom� a la criaturita en sus brazos, la transport� a la acera opuesta, y antes que el t�mido angelito soltara los brazos que rodeaban su cuello, la rog� que le diera un beso.

[281]

�Yo soy la resurrecci�n y la vida; aqu�l que cree en M�, aun cuando haya muerto, vivir�; y el que vive y cree en M�, no morir� jam�s.�

Ya m�s avanzada la noche, cuando la tranquilidad en las calles era completa y el silencio absoluto, parec�ale que el rumor de sus propios pasos modulaba aquellas sentencias, que la brisa las tra�a envueltas entre sus sutiles susurros. Due�o de s� mismo, tranquilo, resuelto, la repet�a con frecuencia con los labios; pero en sus o�dos sonaban siempre.

Y continu� avanzando la noche mientras Carton, inclinado sobre el pretil del puente, escuchaba los besos rumorosos del r�o a los muros de la Isla de Par�s, y contemplaba la pintoresca confusi�n de edificios envueltos en sombras grises, sobre las cuales se alzaba arrogante la c�pula de la catedral ba�ada por la luz blanquecina de la luna. Vino el d�a. La noche, con la luna y las estrellas, palidecieron y murieron, y durante algunos minutos, pareci� que toda la creaci�n ca�a bajo el cetro amarillento de la Muerte.

La corriente del r�o, r�pida, impetuosa, profunda, pareci�le amigo cari�oso. Ech� a andar siguiendo sus m�rgenes y alej�ndose del bullicio de la ciudad. Durmi�se en la orilla; cuando despert�, continu� paseando algunos minutos m�s, fijos sus ojos en un remolino que giraba vertiginoso, hasta que se lo trag� la corriente y lo arrastr� al mar.

—�Como yo!—murmur� Carton.

Cuando lleg� a casa, Lorry hab�a salido ya. Carton no pregunt� ad�nde hab�a ido, pues sin grandes esfuerzos de imaginaci�n pod�a adivinarlo. Tom� una tacita de caf�, se lav� y arregl�, y se fu� sin p�rdida de momento al Tribunal. All� encontr� a Lorry, all� encontr� al doctor Manette, all� encontr� a ella, sentada junto a su padre.

Cuando compareci� Carlos Darnay, dirigi�le Luc�a una mirada tan alentadora, tan llena de amor sin l�mites y de tierna compasi�n, que hizo afluir la sangre a las mejillas del reo, anim� su mirada y alegr� su coraz�n. Si alguien hubiera tenido puestos sus ojos sobre Sydney Carton, habr�a reparado que aquella mirada, aunque no dirigida a �l, prod�jole los mismos efectos que al prisionero.

Ante aquel tribunal injusto, que hab�a principiado por desterrar el orden en los procedimientos, era perfectamente in�til que ning�n acusado pretendiera hacerse oir; que no hubiese valido la pena traer la Revoluci�n para no echar al propio tiempo a los cuatro vientos todas las leyes, reglamentos y ceremonias, para no abolir de una vez y para siempre el orden social del que tan monstruosamente hab�a abusado el mundo para no negar a los acusados el derecho de justificarse.

[282]

El Jurado fu� desde los primeros momentos el blanco de todas las miradas. Form�banlo los mismos patriotas resueltos, los mismos republicanos excelentes que lo formaban el d�a anterior, los mismos que lo formar�an al d�a siguiente. Entre ellos, descollaba un hombre de cara repulsiva, un can�bal feroz en toda la extensi�n de la palabra, un individuo que beb�a sangre, que se ba�aba en sangre, que respiraba sangre. Era Santiago Tercero, aquel a quien conocimos en el barrio de San Antonio. Los dem�s semejaban jaur�a de perros anhelando destrozar la pieza.

Todos los ojos estaban fijos en los cinco jurados y en el acusador p�blico, quien habl�, poco m�s o menos, en los siguientes t�rminos:

—Carlos Evr�monde, llamado tambi�n Darnay. Ayer se le puso en libertad, y ayer mismo fu� acusado de nuevo y vuelto a prender. Anoche se le hizo saber la acusaci�n fulminada contra �l. Pesan sobre su cabeza los cargos de enemigo de la Rep�blica, de arist�crata, de ser individuo de una familia de tiranos, miembro de una raza proscripta, que abus� de sus privilegios, hoy felizmente abolidos, oprimiendo de la manera m�s villana al pueblo. Carlos Evr�monde, llamado tambi�n Darnay, reo de los cr�menes mencionados, es hombre muerto a los ojos de la Ley. Su cabeza pertenece de derecho al verdugo.

—�La delaci�n contra el acusado, es p�blica o secreta?—pregunt� el presidente.

—�Qui�n la hizo?

—Tres personas. Ernesto Defarge, tabernero de San Antonio.

—Muy bien.

—Teresa Defarge, mujer del mencionado.

—Perfectamente.

—Alejandro Manette, m�dico.

Este �ltimo nombre alz� en la sala una tempestad de gritos ensordecedores. En medio del tumulto, vi�se que se levantaba el doctor, p�lido como un cad�ver y temblando como un azogado.

—Presidente—grit�,—protesto indignado contra la ruin mentira que acaba de pronunciarse aqu�. Yo no he podido delatar al marido de mi hija, y el Tribunal sabe muy bien que el acusado es mi yerno. Mi hija, y las personas que la son queridas, valen para m� mil veces m�s que mi misma vida. �D�nde est� el impostor que se atreve a afirmar que yo he denunciado al marido de mi hija? �D�nde el falso patriota que osa mentir con tanto descaro?

—Tranquil�zate, ciudadano Manette. Faltar al respeto que debe merecerte la autoridad del Tribunal, ser�a tanto como salirte fuera de la Ley. Has dicho que hay algo que para ti vale mil veces m�s que tu vida; y yo no s� que para un buen patriota haya nada que valga tanto como la Rep�blica.

Fren�ticos aplausos premiaron la r�plica del presidente. Este, luego que impuso silencio a fuerza[283] de campanillazos, prosigui� con calor:

—Si la Rep�blica te exigiera el sacrificio de tu misma hija, tu deber ser�a sacrificarla. Sigamos, y silencio.

El doctor Manette cay� desplomado en la silla. Sus labios temblaban, y sus ojos miraban despavoridos en derredor. El jurado de cara de can�bal se frotaba las manos con visible fruici�n.

Restablecido el silencio, present�se Defarge, quien hizo una historia sucinta del cautiverio y libertad del doctor; manifest� que hab�a sido su criado, y expuso el estado en que el cautivo se hallaba cuando se lo entregaron. Terminada la historia, el Tribunal le dirigi� las preguntas siguientes:

—�Prestaste buenos servicios en la toma de la Bastilla, ciudadano?

—Tal lo creo.

—�Fuiste uno de los mejores patriotas!—grit� una mujer, arrebatada por el entusiasmo—�Por qu� no decirlo as�? Aquel d�a fuiste artillero, te batiste con furia, y entraste el primero en la maldita fortaleza, luego que cay� en poder del pueblo. �Patriotas... creedme, porque digo la verdad!

La que acababa de hablar era La Venganza. Los aplausos de la concurrencia ensordec�an. Agit� el Presidente la campanilla, pero La Venganza, enardecida por las turbas, aull�:

—�No me da la gana callar! �Me r�o yo de la campana y de quien la toca!

Al fin call�, cuando se le agotaron las fuerzas.

—Da cuenta al Tribunal de lo que hiciste dentro de la Bastilla, ciudadano.

—Yo sab�a—respondi� Defarge, mirando a su mujer que desde poca distancia le estaba clavando con sus ojos—que el cautivo de quien hablo hab�a estado sepultado en una celda que llamaban Ciento Cinco, Torre del Norte. El secreto me lo revel� �l mismo, pues mientras permaneci� en mi casa, haciendo zapatos, no supo que tuviera otro nombre que el Ciento Cinco, Torre del Norte. El d�a de la toma de la Bastilla, mientras hac�a fuego con mi ca��n, decid� reconocer la celda en cuesti�n, tan pronto como la fortaleza cayera en poder nuestro. Cay�; e inmediatamente sub� al calabozo mencionado, juntamente con un compa�ero, que figura en el jurado, y un calabocero, que se encarg� de guiarnos. La reconoc� muy detenidamente, y en un agujero del muro, disimulado detr�s de un sillar que hab�a sido quitado y vuelto a colocar, encontr� un papel escrito. El papel escrito es �ste. He examinado varios escritos del doctor Manette, y la letra de este papel, es letra de pu�o del doctor Manette. Entrego este papel, escrito de pu�o y letra del doctor Manette, al Presidente.

—Que se lea.

El documento, le�do en medio de un silencio sepulcral, mientras el reo miraba con amor a su mujer,[284] y �sta miraba ora a �l ora a su padre, y el doctor Manette no separaba los ojos del lector, y la se�ora Defarge clavaba los suyos con insistencia en el prisionero, y Defarge no separaba los suyos de su mujer, y todos los que llenaban la sala contemplaban al doctor que no ve�a a nadie, dec�a as�:

X.
LA SUBSTANCIA DE LA SOMBRA

�Yo, Alejandro Manette, m�dico desventurado, natural de Beauvais, y residente en Par�s, escribo este doloroso documento en mi horrenda celda de la Bastilla en el mes �ltimo del a�o de 1767. Lo escribo aprovechando ratos que robo a la vigilancia y venciendo dificultades inmensas. Mi prop�sito es esconderlo en el interior del muro de mi tumba, donde a fuerza de trabajo he conseguido abrir un hueco. Tal vez lo encuentre alguna mano misericordiosa cuando yo y mis desventuras hayamos pasado al mundo del olvido.

�Trazo estos renglones con el �xido que he sacado de los enmohecidos hierros de la reja mezclados con sangre de mis venas, el mes �ltimo del a�o d�cimo de mi cautiverio. En mi pecho no queda ya ni un �tomo de esperanza. Fen�menos terribles que en m� mismo he observado me anuncian que muy en breve me abandonar� tambi�n la raz�n, pero declaro solemnemente que en este momento me hallo en posesi�n plena de mis facultades mentales... que mi memoria es exacta y circunstancial, que escribo la verdad, y que estoy pronto a responder de la veracidad de mis palabras, tanto si llegan a ser le�das alg�n d�a por los hombres, como si est�n condenadas al secreto eterno, ante el Juez Eterno cuya mirada lee en el fondo de los corazones.

�Una noche de la semana cuarta de diciembre (creo que el d�a veintid�s del mes) del a�o 1757, hall�bame yo paseando por un paraje retirado del paseo que bordea al Sena y a una hora de distancia de mi casa, sita en la calle de la Facultad de Medicina, cuando por mi espalda vi que se aproximaba un carruaje, tirado por dos caballos, a galope. En el momento de hacerme a un lado para dejar paso al carruaje y evitar ser atropellado, asom� en la ventanilla una cabeza, y una voz mand� al cochero que parase.

�Hizo alto el coche tan pronto como el cochero pudo refrenar a los caballos, y la misma voz que diera la orden de parar, me llam� por mi nombre. No par� el coche frente a m�, sino a distancia bastante para que dos caballeros tuviesen tiempo de abrir la portezuela y saltar al paseo antes que llegase yo, acudiendo al llamamiento. Observ� que ambos iban perfectamente embozados en sus capas y que procuraban recatar sus rostros. Al llegar yo a su lado[285] y encontrarlos de pie a uno y otro lado de la portezuela, repar� tambi�n en que los dos parec�an ser de mi misma edad, quiz� m�s j�venes, y que se parec�an mucho en estatura, movimientos, voz y (de lo poco que pude ver) hasta en rostros.

�—�Es usted el doctor Manette?—me pregunt� el uno.

�—Yo soy—contest�.

�—�El doctor Manette, natural de Beauvais, joven m�dico y cirujano h�bil y original, que desde hace uno o dos a�os es una verdadera notabilidad en Par�s?—terci� el otro.

�—Caballeros; soy, efectivamente, el doctor Manette, de quien ustedes hablan con benevolencia excesiva—contest�.

�—Hemos estado en su casa—repuso el que hab�a hablado primero,—y no habiendo tenido la suerte de encontrarle, aunque s� la de que nos indicaran que probablemente estar�a paseando por estos sitios, le hemos seguido llevados de la esperanza de alcanzarle. �Tiene usted la bondad de entrar en el carruaje?

�El tono de su voz era imperioso; mientras se cruzaron las palabras que dejo consignadas, se movieron en forma que me dejaron colocado entre ellos y la portezuela del coche, y adem�s, iban armados y yo no.

�—Ruego a ustedes que me perdonen, caballeros—respond�,—pero es el caso que tengo por costumbre preguntar qui�nes son las personas que me hacen el honor de pedir mis servicios y la �ndole del caso que hace necesaria o conveniente mi asistencia.

�Me contest� el que hab�a hablado en segundo lugar:

�—Sus clientes, doctor, son personas de alta posici�n social. Por lo que se refiere a la �ndole del caso que hace necesaria su asistencia, la confianza que en su ciencia y en su habilidad tenemos es para nosotros garant�a de que ha de comprenderla usted sin necesidad de explicaciones nuestras, que seguramente resultar�an deficientes. Creo que con lo dicho basta. �Tiene la bondad de montar?

�No me quedaba m�s recurso que obedecer, y lo hice sin hablar palabra. Inmediatamente me siguieron los dos caballeros, habiendo recogido el estribo el que entr� el �ltimo. El coche di� media vuelta y parti� a galope.

�Consigno aqu� la conversaci�n tal como fu�; puedo asegurar que la repito textual, palabra por palabra. Lo describo todo exactamente lo mismo que tuvo lugar, sujetando a mi imaginaci�n y evitando que divague. Los puntos suspensivos que en mi relato se encuentren, significan que suspendo la tarea para otra ocasi�n y que oculto el documento en el escondite abierto al efecto...

�El carruaje atraves� muchas calles, pas� por la Barrera Norte y no tard� en avanzar por un camino, fuera de la ciudad. A dos tercios de legua de la Barrera[286] (no calcul� entonces la distancia, pero s� cuando la volv� a recorrer) dej� el coche el camino real, y momentos despu�s hac�a alto frente a una casa solitaria. Saltamos a tierra los tres, y avanzamos por un mullido paseo de un jard�n, cubierto de hierba, en cuyo centro hab�a corrido una fuente en otros tiempos, hasta llegar a la puerta de la casa. Nos franquearon la entrada, no bien son� la campanilla, y el que nos la franque�, recibi� un bofet�n terrible de uno de mis acompa�antes.

�Confieso que no me llam� la atenci�n aquel acto, pues estaba muy acostumbrado a ver que los hombres de la clase baja eran tratados por los nobles con menos miramiento que si fueran perros. Una vez dentro de la casa, pude observar que el parecido entre mis dos acompa�antes era tan maravilloso, que desde luego los deput� por hermanos gemelos.

�Desde que saltamos del carruaje frente a la verja del jard�n, que encontramos cerrada y que abri� uno de los hermanos, cerr�ndola de nuevo luego que la franqueamos, ven�a yo oyendo gritos que ten�an su origen en una de las habitaciones altas de la casa. Conduj�ronme en derechura a la habitaci�n de la que part�an los gritos, donde encontr� tendida sobre el lecho a una enferma, presa de terrible fiebre cerebral.

�Era la paciente una mujer de belleza maravillosa y muy joven; seguramente no pasaba de los veinte a�os. Su hermosa cabellera ofrec�a un aspecto de desorden tan completo, que entristec�a el �nimo, y los brazos de la enferma estaban sujetos con tiras de tela. Observ� que estas tiras eran pedazos de traje de corte de caballero, en uno de los cuales vi el escudo de armas de un noble con la inicial E.

�Estas observaciones las hice todas al minuto escaso de haber entrado en la estancia. Ocurri� que la enferma, cuya agitaci�n era espantosa, se volvi� boca abajo, una de las fajas que la sujetaban se introdujo en su boca, y vi que corr�a peligro de morir asfixiada. Separ�, como es natural, la tira, y entonces fu� cuando descubr� el escudito de armas bordado en ella.

�Volv� boca arriba a la paciente, coloqu� mi mano sobre su pecho a fin de calmarla y obligarla a permanecer quieta, y mir� su rostro. Su mirada estaba horriblemente dilatada, y sus labios crispados repet�an a gritos estas palabras: �Mi marido... mi padre... mi hermano�. Luego contaba hasta doce, permanec�a unos segundos escuchando con toda la atenci�n de su alma, y comenzaba de nuevo a gritar �Mi marido... mi padre... mi hermano�, y de nuevo contaba hasta doce y de nuevo hac�a una pausa para escuchar. Ni en el tono, ni en los ademanes, ni en la voz hab�a la menor variaci�n.

�—�Cu�ndo comenz� este estado de cosas?—pregunt�.

[287]

�A fin de distinguir entre los dos hermanos, llamar� al uno el hermano mayor y al otro el menor, entendiendo por el mayor al que ejerc�a mayor autoridad.

�—Desde anoche a estas horas—contest� el hermano mayor.

�—�Tiene marido, padre y hermano?

�—Tiene un hermano.

�—�Y no estoy hablando con ese hermano en este instante?

�—No—replic� con tono de profundo desprecio.

�—�La ha ocurrido recientemente algo relacionado con el n�mero doce?�

�—�Con el n�mero doce?—repiti� con impaciencia el hermano menor.

�—Pueden convencerse ustedes, caballeros, de lo in�tilmente que me han tra�do aqu�, tal como estoy—dije, puestas a�n mis manos sobre el pecho de la enferma.—Si yo hubiese sabido lo que pasaba, habr�a venido provisto de lo necesario, mientras que ahora estamos perdiendo lastimosamente el tiempo. En un sitio tan solitario como es �ste, no es posible encontrar medicinas.

�El hermano mayor mir� al menor, quien replic� con voz altanera:

�—Tenemos aqu� un botiqu�n.

�Momentos despu�s lo sacaba de un armario y lo colocaba sobre la mesa...

�Abr� algunos frascos, los ol� y llev� sus tapones a mis labios. Si me hubiese hecho falta administrar a la enferma cualquier substancia no narc�tica ni t�xica, a buen seguro que no la hubiera medicinado con nada de lo que conten�a el botiqu�n.

�—�No le inspiran confianza?—pregunt� el hermano menor.

�—Viendo est� usted, caballero, que voy a utilizarlas—contest� sencillamente.

�No sin haber de luchar con grandes dificultades, y al cabo de largo rato, consegu� hacer tomar a la enferma la dosis de medicina que consider� conveniente. Como quiera que mi prop�sito era repetir la medicaci�n y observar los efectos que en la enferma produc�a la primera toma, me sent� a la cabecera de su lecho. Sentada con timidez y cortedad manifiestas en un �ngulo, hab�a una mujer que la cuidaba, casada con uno de los individuos de escalera abajo. La casa estaba sucia, mal cuidada y amueblada, s�ntomas evidentes de que la ocupaban desde fecha muy pr�xima y de que la intenci�n de sus ocupantes era permanecer en ella muy poco tiempo. Hab�an tendido provisionalmente algunas colgaduras delante de las ventanas, sin duda para que los gritos de la enferma no llegasen al exterior. Continuaba �sta gritando como cuando llegu�, repitiendo las mismas palabras y por el mismo orden: �Mi marido... mi padre... mi hermano�, y contando a continuaci�n hasta doce. Sus convulsiones eran tan violentas, que no juzgu� prudente librarla[288] de las tiras que la sujetaban, aunque las coloqu� de manera que la molestasen menos. La crisis no ced�a a la medicaci�n, pero observ� que la presi�n de mi mano sobre el pecho de la enferma ejerc�a sobre ella tanta influencia, que al cabo de algunos minutos se tranquilizaba. No la produjo, empero, sobre los gritos, que continuaban con la regularidad de un p�ndulo.

�Media hora llevar�a yo sentado junto a la cama y bajo las miradas de los dos hermanos, cuando dijo el mayor:

�—Tenemos otro enfermo.

�Me alarm� la noticia, y pregunt�:

�—�Es urgente el caso?

�—Mejor ser� que lo vea usted por sus ojos—me contest� con tono negligente tomando una luz...

�Yac�a el segundo enfermo en una habitaci�n situada a espaldas de la casa, habitaci�n que en rigor no era m�s que un desv�n emplazado sobre una cuadra. Parte del desv�n ten�a techumbre muy baja y parte no. Bajo la parte cubierta hab�a heno y paja almacenados, y el resto conten�a le�a y aperos de labor. Recuerdo tan bien todos estos detalles, que me parece que los estoy viendo en este instante tal como los vi aquella noche, no obstante hallarme encerrado desde hace diez a�os en mi calabozo de la Bastilla.

�Sobre un mont�n de heno y apoyada la cabeza sobre una almohada, yac�a tendido un mancebo de aspecto de aldeano, de rostro agraciado, y que no contar�a m�s de diez y siete a�os de edad. Estaba boca arriba, con los dientes apretados, la mano derecha crispada sobre el pecho y la mirada fija en el techo. Me arrodill� a su lado; y aunque no encontraba la herida que hab�a recibido, desde luego vi que mor�a a consecuencia de una herida producida con instrumento punzante.

�—Soy m�dico, pobre amigo m�o—dije;—deje que le reconozca.

�—No quiero ser reconocido; d�jeme en paz—replic�.

�Estaba la herida situada debajo de su mano derecha, que me cost� no poco trabajo y muchas instancias separar. Era una estocada recibida de veinte a veinticuatro horas antes, estocada mortal de necesidad, aunque le hubieran sido prestados todos los auxilios de la ciencia al segundo de ser inferida. Se mor�a a chorros. Busqu� con mi mirada la del hermano mayor, y observ� que �ste contemplaba al herido con la indiferencia misma con que contemplar�a a un p�jaro, a una liebre o a un conejo heridos. Claramente se advert�a que no ve�a en el muchacho a una criatura humana.

�—�Qui�n le ha causado esa herida, caballero?—pregunt� yo.

�—�Bah! �A qu� hablar de un siervo miserable... de un perro? Oblig� a mi hermano a cerrar contra �l, y cay� bajo su espada como si hubiese sido un caballero.

[289]

�En el tono de la contestaci�n no hab�a ni sombra de piedad, ni sombra de pesadumbre, ni sombra de remordimiento.

�Los ojos del moribundo se volvieron hacia el que acababa de hablar, fij�ndose a continuaci�n en m�.

�—Doctor—me dijo;—son muy altivos esos nobles; pero tambi�n nosotros, los perros miserables, tenemos nuestro orgullo. Nos roban, nos saquean, nos ultrajan, nos vilipendian, nos apalean, pero todo ello no basta para ahogar nuestra altivez. Ella... �la ha visto usted, doctor?

�Llegaban hasta all� los gritos de la infeliz, bien que muy amortiguados por la distancia. A la que los daba se refer�a el herido como si hubiera estado a su lado.

�—La he visto, s�—contest�.

�—Es mi hermana, doctor. Habr�n tenido esos nobles durante muchos a�os derechos vergonzosos sobre la modestia y la virtud de nuestras hermanas; pero entre nosotros quedan muchachas buenas, muchachas que saben resistir sus violencias. Yo lo s�, y he o�do a mi padre afirmarlo as�. Mi hermana es una de ellas. Ten�a relaciones amorosas con un joven, bueno tambi�n y honrado, vasallo de este noble que est� ah�... todos �ramos vasallos suyos... El otro es su hermano, el representante m�s vil de su despreciable raza.

�El desventurado ten�a que hacer esfuerzos verdaderamente sobrehumanos para poder hablar; pero si le faltaban energ�as corporales, sobr�banle las del alma, y hablaba con extraordinaria entereza.

�—Nos robaba ese hombre que est� ah� con la frialdad e indiferencia con que nos roban a los que somos perros vulgares esos seres de naturaleza superior a la humana... nos despojaba sin compasi�n, nos obligaba a trabajar sin pagarnos, a llevar nuestro trigo a su molino, a alimentar sus aves de corral con nuestras cosechas, pero imponiendo pena de muerte al que tuviera la osad�a de apoderarse de una de ellas, nos saqueaba y robaba hasta un grado tal, que si alguna vez, por misericordia de Dios, ten�amos una piltrafa de carne que llevar a la boca, la com�amos muertos de miedo, atrancando antes las puertas y las ventanas de nuestras pobres casas, a fin de que sus gentes no la vieran y nos la robaran. Repito que de tal suerte nos despojaban, de tal suerte nos acosaban, de tal suerte nos hac�an imposible la vida, que mil veces he o�do decir a mi padre que era para nosotros una desgracia inmensa traer a un hijo al mundo, y que debi�ramos suplicar a Dios condenase a la esterilidad a todas las mujeres de nuestra casta, a fin de que �sta se extinguiera de una vez y para siempre.

�Jam�s hab�a yo presenciado la explosi�n de los sentimientos de los infelices oprimidos; supo[290]n�a, s�, que en el fondo de su alma guardaban almacenadas cantidades inmensas de odio contra sus opresores; pero su estallido era para m� espect�culo nuevo hasta aquella noche.

�—Mi hermana, doctor, se cas�, a pesar de todo. Su pobre prometido andaba mal de salud por entonces, y mi hermana se cas� para atenderle y cuidarle en nuestra caba�a... nuestra perrera, como dir�a ese monstruo que tenemos delante. Pocas semanas llevaba de casada, cuando tuvo la desgracia de que la viera el hermano de ese hombre; le gust�, y con la mayor naturalidad del mundo pidi� a su hermano mayor que se la prestase. �Qu� importaba que estuviera casada? �Son tan poca cosa los maridos entre nosotros!... El hermano mayor accedi� sin inconveniente, pero mi hermana era buena y virtuosa, y por a�adidura, detestaba a su admirador con tanta fuerza como le detesto yo. �Qu� creer� usted que hicieron entonces los dos hermanos para recabar del marido de mi hermana que ejerciese sobre �sta toda su influencia hasta obligarla a rendirse a sus torpes deseos?

�Los ojos del muchacho, fijos hasta entonces en los m�os, volvi�ronse poco a poco hacia los del noble, en cuya cara no me fu� dif�cil leer la verdad de los cargos que se le hac�an. Aun aqu�, en el interior del sepulcro de la Bastilla en que me encuentro desde tantos a�os, creo ver las dos clases de orgullo, perfectamente distintas, que reflejaban las dos caras: indiferencia y hielo respiraba la del caballero; deseos furiosos de venganza la del muchacho campesino.

�—Usted sabe, doctor, que uno de los derechos de esos nobles consiste en aparejarnos a los que somos perros miserables, engancharnos a sus carros y obligarnos a tirar. Pues bien; al marido de mi hermana lo engancharon, convenientemente atalajado, a un carro, y le obligaron a tirar de �l. Sabe usted, doctor, que entre los derechos de esos nobles figura el de obligarnos a pasarnos las noches en sus terrenos, imponiendo silencio a las ranas a fin de que sus cantos no perturben su noble sue�o; el marido de mi hermana se pasaba las noches a la intemperie y los d�as tirando del carro. No por ello se dej� persuadir... �No! Un d�a, cuando le libraron de los aparejos y le despidieron para que se fuera a comer... si encontraba qu�, exhal� doce sollozos, uno por cada campanada que daba el reloj—era mediod�a—y muri� en los brazos de mi hermana.

�S�lo las ansias de explicar el agravio recibido sosten�an la vida en aquel cuerpo moribundo. Buscando en su determinaci�n energ�as que no encontraba en su organismo, alej� las sombras de la muerte que le invad�an y oprimi� con mayor fuerza que nunca su herida por la cual escapaba su vida.

[291]

�—Muerto el marido de mi hermana, con la autorizaci�n de este hombre, y hasta con su apoyo material, su hermano se apoder� violentamente de la pobre viuda, a la que necesitaba para sus placeres, para su diversi�n de momento. La tropec� en el camino cuando se la llevaban. Llev� la noticia a nuestra casa, y al oirla mi padre, estall� en mil pedazos su coraz�n. Inmediatamente acompa�� a mi hermana menor, tengo dos... hasta un sitio donde no se hallara al alcance de ese hombre, hasta un sitio donde no fuera su vasalla. Volv� luego, segu� al hermano de ese noble, y anoche le sal� al encuentro, yo, un perro despreciable, pero con la espada en la mano... �D�nde est� la ventana?... �No hab�a aqu� una ventana?

�Abandon�bale la vida y con la vida la luz. Tend� yo en derredor mis miradas, y advert� que el heno y la paja que cubr�an el suelo estaban pisoteados y hollados, cual si all� hubiese te�ido lugar una lucha encarnizada.

�—Me oy� mi hermana y acudi� corriendo. Yo la dije que no se acercara hasta que estuviera muerto su infame raptor. Este me tir� algunas monedas, y a continuaci�n, me cruz� la cara con su l�tigo; pero yo, no obstante ser un perro despreciable, lo abofete� hasta obligarle a desenvainar su espada. �Que rompa ahora la hoja de una espada manchada con la sangre de un villano, que la haga mil pedazos, que siempre ser� cierto que hubo de desenvainarla para defender su vida, y que si me hiri�, fu� apelando a toda su habilidad!

�Momentos antes hab�a visto yo, desparramados por el suelo, pedazos de una espada; era de caballero. Un poco m�s all�, sobre la paja, hab�a otra espada vieja, una espada de soldado.

�—Incorp�reme, doctor, incorp�reme; �d�nde est� ese hombre?

�—No est� aqu�—contest� sosteniendo al moribundo, creyendo que se refer�a al hermano.

�—�Claro! �Con toda su altivez de noble me tiene miedo! �Y el hombre que estaba aqu�? �Vu�lvame hacia �l... quiero verle!

�H�celo as�, apoyando sobre mi rodilla la cabeza del muchacho; pero �ste, reanimadas por un momento todas sus energ�as, se puso en pie, oblig�ndome a hacer otro tanto para sostenerle.

�—�Marqu�s!—grit�, con mirada dilatada y levantando el brazo.—Llegar� d�a en que todos los hombres habr�n de dar cuenta estrecha de sus actos; para ese d�a te emplazo a ti y a todos los tuyos, desde el primero hasta el �ltimo de tu maldita raza, para que respond�is de vuestros cr�menes. Sea esta cruz que con sangre estampo sobre tu cara testimonio de mi emplazamiento. Para el d�a en que todos los hombres habremos de dar cuenta estrecha de nuestros actos emplazo tambi�n a tu[292] hermano, el m�s vil de una raza vil y miserable, para que responda de los suyos por separado; sobre su cara estampo esta otra cruz con mi sangre, como testimonio de mi emplazamiento.

�Dos veces llev� la mano a la sangrienta herida de su pecho y con el dedo �ndice traz� dos cruces en el aire. Permaneci� algunos segundos con el dedo �ndice r�gido, levantado y cay� muerto...

�Cuando volv� a la estancia donde dej� a la enferma, la encontr� delirando como la hab�a dejado, y repitiendo las mismas palabras y con el mismo orden de siempre. Desde luego adivin� que la crisis durar�a muchas horas y que, probablemente, terminar�a con su muerte.

�Repet� las medicinas y me sent� junto a la cama, donde permanec� hasta que la noche estaba ya muy avanzada. Los gritos de la enferma continuaron con la misma intensidad, con el mismo orden, sin variar una sola palabra. �Mi marido... mi padre... mi hermano... Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce.�

�Treinta y seis horas hac�a que la vi por primera vez, y el estado de la enferma en nada hab�a variado. Me encontraba sentado a la cabecera de su lecho cuando la crisis comenz� a ceder. Cesaron los gritos, terminaron los estremecimientos, y al poco rato qued� aletargada, como muerta.

�Llam� entonces a la enfermera para que me ayudara a colocarla bien en la cama y a ordenar sus vestidos, desgarrados por mil sitios, y entonces me di cuenta de que la desdichada estaba encinta, y perd� las pocas esperanzas que de salvarla abrigaba.

�—�Ha muerto ya?—pregunt� el Marqu�s, que acababa de entrar en la estancia, despu�s de un paseo a caballo.

�—No ha muerto, pero muerta parece—respond�.

�—�Qu� resistencia tienen estos villanos!—exclam�, contempl�ndola con curiosidad.

�—Las penas y la desesperaci�n suelen resistir lo indecible—contest�.

�Mis palabras excitaron en el primer momento su risa, pero luego frunci� el entrecejo. Acerc� con el pie una silla a la que yo estaba sentado, mand� a la enfermera que nos dejase solos, y dijo, con voz baja:

�—Doctor, al ver a mi hermano en la dificultad en que se encontraba, le aconsej� que buscase a usted. Goza usted de una reputaci�n envidiable, pero todav�a tiene que labrarse su fortuna, y supongo que no ha de serle indiferente lo que afecte a sus intereses. Est� usted presenciando cosas que pueden verse, pero nunca decirse.

�Yo fing� que prestaba atenci�n a la respiraci�n de la enferma y no contest�.

�—�Me dispensa usted el honor de escucharme, doctor?

[293]

�—En mi profesi�n, caballero, cuantas noticias se dan al m�dico referentes a los enfermos, se entiende que son confidenciales—contest�, evitando comprometerme a nada, pues lo que hab�a o�do y visto llenaba mi alma de recelos.

�La respiraci�n de la infeliz se iba dificultando en tales t�rminos, que hube de buscar s�ntomas de vida en su pulso y en los latidos de su coraz�n. Para ello me fu� preciso levantarme de la silla, y cuando volv� a sentarme me encontr� frente a frente de los dos hermanos...

�Tropiezo para escribir con dificultades horribles. En primer lugar, el fr�o es insoportable, y, como por otra parte, temo con fundamento que averig�en que escribo, en cuyo caso me encerrar�an en un calabozo subterr�neo adonde no llega ni un hilo de luz, concept�o prudente abreviar todo lo posible mi narraci�n. Mi memoria no puede ser m�s fresca; conservo en ella todos los detalles, todas las palabras que se cruzaron entre m� y los dos hermanos.

�Por espacio de una semana, estuvo la enferma entre la vida y la muerte; m�s cerca de la �ltima que de la primera. Hacia el final de la semana, logr� entender algunas palabras que me dijo, aplicando mi o�do a sus labios. Me pregunt� d�nde se encontraba, y se lo dije; dese� saber qui�n era yo, y satisfice su deseo; pero fu� en vano que yo la preguntara su apellido; cay� su cabeza sobre la almohada, y guard� su secreto, como lo guardara antes que ella su hermano.

�No tuve ocasi�n de hacerla nuevas preguntas hasta despu�s que manifest� a los hermanos que la enferma se mor�a, y que no vivir�a un d�a m�s. Hasta entonces, aunque ninguno de los dos se dej� ver de la enferma, unas veces el uno, otras el otro, se encontraban invariablemente detr�s de una cortina tendida en la cabecera de la cama; pero al comunicarles yo mi pron�stico, parece que ya no les import� que yo hablase con la moribunda; ya no trataron de impedir las confidencias que la que estaba para abandonar el mundo pudiera hacer a quien... se encontraba probablemente en el mismo caso.

�Siempre observ� que el hecho de que el hermano menor (continuar� llam�ndole as�) hubiera cruzado la espada con un muchacho, y por a�adidura labriego y plebeyo, her�a profundamente el orgullo de los dos. Lo que al parecer les afectaba, no eran las desgracias que hab�an ocasionado, sino el pensamiento de que el incidente aludido degradaba a la familia y la colocaba en situaci�n altamente rid�cula. Infinidad de veces sorprend� en los ojos del hermano menor miradas que rebosaban odio, aunque aparentemente me trataba con mayor finura que el mayor. Tampoco se me ocult� que para este �ltimo era yo estorbo molesto.

[294]

�Muri� mi enferma a las diez de la noche. Me encontraba yo solo a su lado, dobl� su juvenil cabeza, terminaron para siempre sus desdichas sobre la tierra.

�En la planta baja de la casa esperaban los hermanos.

�—�Ha muerto al fin?—pregunt� el mayor, al verme entrar.

�—Acaba de morir—contest�.

�—Sea en hora buena, hermano—repuso, volvi�ndose hacia el menor.

�Ya antes me hab�an ofrecido dinero, que yo no acept�, diciendo que ultimar�amos ese detalle al final. El hermano mayor me entreg� un cartucho de monedas de oro, que yo recib� de su mano, pero que dej� seguidamente sobre la mesa. Hab�a meditado el asunto, y de la meditaci�n result� el prop�sito decidido de no aceptar nada.

�—Disp�nsenme ustedes—dije;—dadas las circunstancias, nada debo aceptar.

�Los hermanos cambiaron una mirada, me hicieron una inclinaci�n de cabeza, que yo contest� con otra, montaron a caballo, y se fueron....

�Me siento cansado, rendido, extenuado... Ni leer puedo lo que mi descarnada mano ha escrito.

�A la ma�ana siguiente, muy temprano, trajeron a mi casa el cartucho de monedas de oro, colocado dentro de una cajita dirigida a mi nombre. Yo, entretanto, despu�s de largas meditaciones, hab�a resuelto ya la norma de conducta que habr�a de seguir. Decid� escribir aquel mismo d�a al Ministro, haci�ndole historia de los dos casos en que hab�a intervenido y detallando el lugar en que aqu�llos ocurrieron; en una palabra: enviarle una relaci�n circunstanciada, bien que con car�cter particular. Conoc�a yo hasta d�nde llegaban las influencias en la Corte, no eran para m� un secreto los privilegios e inmunidades de que gozaban los nobles, y, como consecuencia, supon�a que mi escrito no dar�a ning�n resultado; pero aun as�, quise tranquilizar mi conciencia. Decid� no revelar a nadie mi secreto, ni siquiera a mi mujer, y as� lo hice constar en la carta dirigida al Ministro. No cre� que a m� me amenazase peligro alguno; pero supuse que lo correr�an otros, si los compromet�a haci�ndoles due�os del secreto que yo pose�a.

�Estuve aquel d�a tan ocupado, que no me fu� posible terminar la carta hasta despu�s de cerrar la noche. A la ma�ana siguiente, dej� el lecho antes de la hora acostumbrada. Era el �ltimo d�a del a�o. Acababa de dar la �ltima mano a la carta, cuando me avisaron que me esperaba una se�ora que deseaba verme...

�Por momentos me considero m�s incapaz de dar cima a la tarea que me he impuesto. �Es tan insoportable el fr�o, tan escasa la luz, tan completa la par�lisis de mis facultades, tan horrible la obscuridad de mi alma!...

[295]

�Era una se�ora joven, simp�tica y hermosa, pero se�alada con el dedo descarnado de la muerte. La encontr� presa de intensa agitaci�n. Me dijo que era la esposa del marqu�s de Evr�monde. Yo relacion� el t�tulo de marqu�s que el muchacho moribundo diera al hermano mayor con la inicial que descubr� en la corbata blasonada y, con tales datos a la vista, no me fu� dif�cil adivinar que el hombre de quien me hab�a separado y el marqu�s de Evr�monde eran una misma persona.

�Aunque mi memoria contin�a despejada, me es imposible consignar aqu� las palabras que se cruzaron en nuestra conversaci�n. Parece que la se�ora ten�a noticia de la intervenci�n que yo hab�a tenido en un suceso que conoc�a en parte y en parte sospechaba. No sab�a que la infortunada joven hubiese muerto. Sus deseos, seg�n me manifest� anegada en l�grimas, eran visitarla en secreto y testimoniarla su simpat�a, y sus anhelos, desviar la c�lera de Dios suspendida sobre una casa que de antiguo ven�a siendo objeto del odio de tantos a quienes hab�a precipitado en los negros abismos de la desgracia.

�El objeto de la visita de aquella se�ora, que ten�a sus motivos para creer que la desdichada v�ctima de su marido dejaba una hermana m�s joven, era suplicarme que la indicase el nombre y lugar de la residencia de la hermana en cuesti�n, a fin de ayudarla y protegerla. No pude contestar otra cosa sino que, en efecto, exist�a aquella hermana; mas no facilitarla datos que desconoc�a entonces, y desconozco a la hora en que escribo estas l�neas...

�Me falta ya el papel. Ayer me quitaron una hoja, temo que la vigilancia de que me hacen objeto es m�s estrecha que nunca, y hoy mismo es preciso que termine mi relato.

�La se�ora era buena, de coraz�n compasivo, y desgraciad�sima en su matrimonio. El hermano de su marido la odiaba, desconfiaba de ella y empleaba en su contra toda su influencia. Ella le tem�a, y tem�a tambi�n a su marido. Cuando la acompa�� hasta la puerta de mi casa, despu�s de despedirse de m�, vi a un hijo suyo, que la esperaba en el coche, un ni�o precioso de dos a tres a�os de edad.

�—Por amor a este inocente, doctor,—me dijo la pobre madre hecha un mar de l�grimas,—he de llegar, en el camino de las reparaciones, hasta donde alcancen mis escasas fuerzas. Una voz interior me dice que ha de purgar el inocente hijo los delitos de su culpable padre, si oportunamente no ofrezco alguna expiaci�n por ellos. Mi preocupaci�n primera ha de ser inocular en su tierno coraz�n la compasi�n hacia sus semejantes, y mi postrer encargo, el de velar por la hermana que busco, si puedo encontrarla.

[296] �Bes� a continuaci�n al ni�o, y le dijo:

�—Por ti lo hago todo, Carlos. �Olvidar�s mis encargos?

�—Nunca—respondi� con resoluci�n el ni�o.

�No consign� en mi carta un nombre que me hab�an comunicado confidencialmente. La cerr�, y no queriendo confiarla a nadie, aquel d�a la llev� yo mismo a su destino.

�Por la noche, era la �ltima del a�o, a eso de las nueve, llam� en mi casa un hombre vestido de negro, dijo que necesitaba verme, y mi criado Ernesto Defarge lo condujo a mi presencia.

�—Un caso urgente en la calle St. Honor�—dijo.

�Sal� inmediatamente. En la calle me esperaba un coche... que me condujo aqu�, a la tumba. Apenas hab�amos perdido de vista mi casa, cuando inopinadamente me amordazaron y sujetaron con cuerdas los brazos. No tardaron en salir los dos hermanos al encuentro del coche. El Marqu�s sac� del bolsillo la carta que yo hab�a llevado al Ministro, me la ense��, la quem� con la llama de una linterna que llevaba en la mano, y pisote� las cenizas. No se habl� ni una palabra. Me trajeron a esta tumba, y en ella sigo.

�Si en el lapso de estos horribles a�os, Dios se hubiera dignado tocar el coraz�n de cualquiera de los dos hermanos, no para que pusieran t�rmino a mi espantoso cautiverio, sino para que me dieran noticias de mi adorada esposa... para que me dijeran, ya que no otra cosa, si vive o ha muerto, creer�a que, a pesar de sus maldades, no los ha dejado por completo de su mano; pero hoy creo que las cruces rojas trazadas con sangre por el muchacho moribundo han sido fatales para ellos, creo que el Cielo los ha condenado. Como consecuencia, yo, Alejandro Manette, cautivo infortunado, en la noche �ltima del a�o 1767, denuncio a los dos hermanos y a todos sus descendientes, hasta el �ltimo, a los tiempos que no pueden menos de llegar, en que los hombres castiguen maldades como las de que se han hecho reos. Tambi�n los denuncio al cielo y a la tierra.�

Terribles rugidos siguieron a la lectura de este documento. No se o�an palabras, que las gargantas no pod�an modular, sino rugidos que revelaban sed insaciable de sangre.

Ante aquel tribunal, y ante aquel auditorio, ninguna necesidad hab�a de explicar c�mo pose�a Defarge aquel terrible documento que acababa de hacerse p�blico, c�mo no lo hab�a tampoco de hacer saber que el nombre de aquella familia odiada figuraba desde largo tiempo antes en los formidables registros de San Antonio. No hab�a nacido el hombre capaz de defender al mortal sobre quien pesase tan grave denuncia.

Ven�a a agravar hasta lo infinito[297] la situaci�n del condenado la circunstancia de que su delator fuera un ciudadano conocid�simo y muy respetable, su amigo del alma, nada menos que el padre de su mujer. Una de las aspiraciones m�s corrientes en el populacho era la de imitar las virtudes p�blicas de la antig�edad, sacrificarse por la causa del pueblo, inmolar los efectos m�s tiernos en aras de la Rep�blica. He aqu� por qu�, cuando el Presidente dijo que el buen m�dico republicano no vacilaba en dejar viuda a su hija y hu�rfano a su nieto, a trueque de exterminar una familia de perniciosos arist�cratas, las turbas dieron rienda suelta a un fervor patri�tico salvaje, sin que en ning�n pecho vibrasen las cuerdas de la simpat�a humana.

—�Conque le has rodeado de influencias poderosas, eh, doctor?—murmur� la se�ora Defarge, mirando, sonriendo, a La Venganza—�S�lvale, doctor, s�lvale ahora, si puedes!

Los jurados se expresaron por medio de rugidos. Cada voto emitido fu� un rugido, la sentencia, una sucesi�n de rugidos.

Poco se hizo esperar el fallo. Carlos Evr�monde, por otro nombre Darnay, arist�crata de coraz�n y de sangre, enemigo de la Rep�blica y feroz opresor del pueblo, volver�a a la Conserjer�a para ser decapitado a las veinticuatro horas.

XI.
SOMBRAS

La feroz sentencia que condenaba a la �ltima pena a un inocente fu� para la esposa sin ventura agudo pu�al que traspas� su tierno coraz�n. No exhal�, sin embargo, la infeliz un quejido; en el fondo de su alma se alz� una voz potente que la marc� el camino de su deber, dici�ndola que su obligaci�n era sostener a su esposo adorado en vez de acrecentar con las suyas sus agon�as, y ante el conjuro de aquella voz, la joven se irgui� arrogante, sobreponi�ndose a los efectos del tremendo golpe recibido.

Los jueces levantaron la sesi�n para tomar parte en la bulliciosa manifestaci�n p�blica que no pod�a menos de tener lugar despu�s del incidente de la vista, y muy en breve, abiertas todas las puertas de la Sala de Justicia, sal�a el p�blico, indiferente al dolor de Luc�a, que tend�a sus brazos anhelantes hacia la plataforma donde quedaba su marido.

—�Si me fuera dado llegar hasta �l, Dios m�o! �Si pudiera darle un abrazo, uno solo! �Oh ciudadanos! �Buscad en vuestros pechos un resto de piedad y acceded a una s�plica que os hago de rodillas!

No quedaban all� m�s personas que un carcelero con dos de los cuatro individuos que el d�a anterior fueron a prender a Carlos, y[298] Barsad. El p�blico corr�a ya bullicioso por las calles.

—Dejemos que le d� un abrazo—propuso Barsad a sus compa�eros;—es cuesti�n de un momento.

Aquellas fieras se ablandaron. Luc�a pudo llegar hasta el pie de la plataforma, y su marido, inclin�ndose sobre la barandilla, la estrech� entre sus brazos.

—�Adi�s, dulce alma m�a!—dijo.—Abandono este mundo bendiciendo los amores que en �l dejo. En la mansi�n donde duermen los odios y las pasiones humanas volveremos a encontrarnos.

—Espantosa es mi desventura, Carlos querido; pero la recibo resignada. No sufras por m�, que Dios me protege y sostiene mis fuerzas. �La �ltima bendici�n para nuestro �ngel, y adi�s!

—Contigo se la env�o, y al besarte a ti, beso a las dos, y de las dos me despido al hacerlo de ti.

—�No... Carlos querido, no! �Un momento m�s!—exclam� Luc�a, al ver que el condenado intentaba desasirse de sus brazos.—Nuestra separaci�n no ser� larga. Presiento que mis amarguras pondr�n pronto fin a mi triste vida; pero mientras me quede un soplo de energ�a, cumplir� con mi deber, y cuando deje a nuestra hija, el Dios misericordioso que me depar� almas buenas que, con su cari�o y abnegaci�n alegraron mi existencia, no ha de regate�rselas a ella.

Hab�ala seguido su padre convertido en muda estatua del dolor, quien habr�a ca�do de rodillas a los pies de los dos, de no haberlo impedido Carlos.

—�No... no!—grit� �ste, tendi�ndole los brazos—�Ha cometido usted acaso alguna culpa, para postrarse de rodillas ante nosotros? �Ah, no! �Todo lo contrario! �Ahora es cuando me doy cuenta cabal de las torturas horribles que desgarraron su alma! �Ahora es cuando puedo aquilatar lo que usted sufri� cuando sospech� la sangre que por mis venas corr�a y la desesperaci�n que debi� sentir cuando las sospechas se trocaron en certeza! �Ahora es cuando comprendo las luchas encarnizadas que hubo de librar contra una antipat�a natural, los esfuerzos que necesariamente tuvo que hacer para vencerla! �Con todo nuestro coraz�n le damos las gracias! Suyo es todo nuestro agradecimiento, suyo todo nuestro cari�o. �Que el Cielo le bendiga, como le bendecimos nosotros!

No pudo contestar el anciano, pues ni su garganta agarrotada era capaz de articular palabra, ni en su cuerpo quedaban energ�as m�s que para mesarse los cabellos y lanzar alguno que otro quejido de angustia.

—Ten�a que suceder as�—repuso el reo.—Todo ha conspirado para llegar al fatal resultado a que llegamos. Han sido est�riles cuantos esfuerzos he hecho para satisfacer aquella aspiraci�n de mi santa madre a la que di� salida el d�a primero que usted la cono[299]ci� y me conoci�. Hubiera sido necio esperar bien alguno de una siembra tan abundante de males, hacerse ilusiones de que podr�a tener t�rmino feliz lo que se inaugur� con principios fatales. Tenga valor, y perd�neme. �El Dios misericordioso le colme de bendiciones!

Separ�ronse los esposos; y mientras el reo se alejaba entre sus guardianes, su esposa permanec�a mir�ndole, juntas las manos en actitud de s�plica y con rostro radiante en el que predominaba una sonrisa acariciadora y confortadora. Sin embargo, no bien desapareci� el condenado por la puerta que comunicaba con la c�rcel, Luc�a dobl� su cabeza cual flor segada por el tallo, intent� hablar, y cay� desplomada en tierra.

Del obscuro rinc�n donde hab�a permanecido oculto desde el comienzo de la vista, sali� entonces Sydney Carton y alz� a la desventurada del suelo. No quedaban con ella m�s que su padre y Lorry. Temblaba el brazo de Carton mientras la levantaba, y, sin embargo, su expresi�n no era s�lo de piedad; hab�a en ella fuerte mezcla de orgullo.

—�La llevo al coche?—pregunt�.—No sentir� su peso.

En sus brazos la condujo hasta el coche que esperaba en la puerta, donde la acomod�. El anciano doctor y el buen Lorry se sentaron a su lado, y Carton se acomod� en el pescante, junto al cochero.

Llegados frente a la verja, al sitio en que horas antes se detuviera Carton procurando adivinar qu� piedras hab�an hollado los pies de Luc�a, sac� a �sta del coche, y en sus brazos la subi� orgulloso hasta sus habitaciones, acost�ndola sobre un sof�. Lucita y la se�orita Pross lloraban desconsoladas.

—No haga nada por disipar su desmayo.—dijo Carton a la �ltima con voz muy baja.—Est� mejor as�.

—�Oh Carton, Carton!—grit� Lucita, saltando al cuello de Carton y rode�ndole con sus brazos.—Ahora que ha venido usted, no dudo que har� algo para consolar a mam�, para salvar a pap�. �V�ala usted, Carton! �Puede usted, puede nadie que la quiera contemplarla sin que salte hecho pedazos su coraz�n?

Carton di� un beso a la ni�a, separ� con dulzura sus bracitos, contempl� durante algunos segundos a la madre, y dijo:

—Antes de irme... �puedo besarla?

M�s tarde recordaron los testigos de esta escena que, mientras rozaban sus labios las mejillas de la desmayada, murmur� algunas palabras. La ni�a, que era la que se encontraba m�s cerca, dijo despu�s, y repiti� muchas veces a sus nietos, cuando era una viejecita encorvada bajo el peso de los a�os: �Es una vida que amas�.

En la habitaci�n inmediata, donde encontr� al doctor y a Lorry, dijo al primero:

[300] —Ayer ten�a usted mucha influencia, doctor Manette; debe usted ponerla toda en juego. Los jueces, y todos los que hoy tienen alg�n poder, son amigos suyos y est�n agradecidos a sus servicios; �no es cierto?

—Nada me ocultaron de lo que a Carlos se refer�a. Abrigaba yo esperanzas, casi seguridad absoluta de salvarle, y le salv�—contest� el doctor, hablando con mucha lentitud y con expresi�n conturbada.

—Pruebe otra vez. Breves son las horas que separan a hoy de ma�ana; pero pruebe.

—Probar�... No descansar� un instante.

—Es lo que debe hacer. He visto hacer grandes cosas a hombres dotados de las energ�as de usted, aunque nunca—a�adi�, sonriendo y suspirando al mismo tiempo—tan grandes como la que le propongo. Pruebe, sin embargo. La salvaci�n de una vida querida bien vale ese esfuerzo.

—Me presentar� al Fiscal de la Rep�blica y al Presidente—contest� el doctor Manette,—as� como tambi�n a otros que no es necesario nombrar. Escribir� tambi�n, y... Pero ahora recuerdo que hoy se celebran festejos p�blicos y que no podr� ver a nadie hasta que sea de noche.

—Es verdad. �Bah! De todas suertes, se trata de una esperanza muy remota; poco se pierde con esperar hasta la noche. Comienzo por decir que nada espero. D�game, doctor Manette, �cu�ndo cree que podr� ver a esas autoridades formidables?

—Inmediatamente despu�s de anochecido; yo creo que dentro de una o dos horas.

—Anochecer� poco despu�s de las cuatro... Aprovechemos la hora o dos horas que tenemos por delante. Si a las nueve me presento en casa del se�or Lorry, �podr� saber el resultado de sus gestiones?

—Desde luego.

—�Ojal� tengan buen �xito!

Acompa�� Lorry a Carton hasta la puerta de la calle, donde le dijo con voz muy baja y acento apesadumbrado:

—Nada espero.

—Ni yo.

—Aun cuando uno cualquiera de esos hombres... aun cuando todos esos hombres estuvieran dispuestos a concederle la vida... lo que es suponer demasiado, despu�s de lo ocurrido en la vista, dudo mucho que se atrevieran a hacerlo.

—Tambi�n lo dudo yo... La cuchilla no se detendr�.

Lorry llev� las manos a la cara y dej� escapar algunos sollozos.

—No se desespere usted... no ceda al abatimiento—dijo con dulzura extremada Carton.—Si he aconsejado al doctor que trabaje sin descanso, ha sido porque sus trabajos, aunque han de ser est�riles, han de consolar a su hija alg�n d�a. Si su padre se cruzara de brazos, podr�a pensar que ha[301]b�a sido sacrificada una vida sin que nadie se tomase el trabajo de disputarla al verdugo.

—�S�, s�, s�! �Tiene usted raz�n!—respondi� Lorry, sec�ndose los ojos.—Se trabajar�; pero morir�... �no resta un �tomo de esperanza!

—Es cierto. Morir�... �No queda un �tomo de esperanza!—repiti� Carton como un eco.

Seguidamente ech� a andar con paso firme.

XII.
TINIEBLAS

Muy poco trecho hab�a recorrido Carton cuando se detuvo, no bien decidido acerca del sitio al que se encaminar�a.

—A las nueve en el Banco Tellson—murmur�.—De aqu� a entonces, �ser� prudente que me deje ver? Creo que s�. No estar� de m�s que esas gentes tengan noticia de que por aqu� anda un hombre como yo... quiz� sea una precauci�n acertada... una precauci�n necesaria... �Cuidado, Carton, cuidado...! �Pens�moslo otra vez!

Suspendiendo la marcha ya iniciada en una direcci�n determinada, entr� en una calleja obscura y solitaria y procur� pesar el pro y el contra de su proyecto, midiendo con su imaginaci�n el alcance y las consecuencias probables que aqu�l pudiera tener.

—No hay duda; es lo mejor—pens�.—Esas gentes deben saber que por la ciudad anda un hombre que se llama Carton.

Con paso resuelto ech� a andar hacia San Antonio.

Como aquel mismo d�a hab�a dicho Defarge en la vista que era due�o de una taberna sita en el barrio de San Antonio, pocas dificultades hab�a de encontrar cualquiera que conociera bien la ciudad para dar con la taberna en cuesti�n, sin necesidad de preguntar a nadie. Carton, pues, sali� de la calleja obscura y comi� en una casa de comidas, descabezando a continuaci�n un sue�o. En muchos a�os no hab�a bebido tan poco como aquel d�a. Desde la noche anterior, s�lo hab�a tomado un poco de vino aguado.

A eso de las siete despert�, y reanud� su marcha. Al llegar al barrio de San Antonio, det�vose un instante frente a una tienda donde vi� un espejo, y alter� ligeramente el lazo de su corbata y desorden� su cuello y su cabello. Hecho esto, encamin�se en derechura a la taberna Defarge y entr� resueltamente en ella.

No encontr� en el establecimiento m�s que a Santiago Tercero, a quien record� haber visto aquella tarde entre los jurados, el cual estaba bebiendo y conversando con los Defarges, marido y mujer. La Venganza, en su calidad de miembro de la taberna, asist�a a la conversaci�n.

Carton, luego que tom� asiento, pidi� un vaso de vino. La se�ora Defarge le dirigi� una mirada[302] indiferente, luego otra m�s detenida, sigui� otra extraordinariamente penetrante, y termin� acerc�ndose a �l y pregunt�ndole qu� deseaba.

Carton repiti� lo que antes hab�a dicho.

—�Ingl�s?—pregunt� la tabernera, enarcando las cejas.

Carton, despu�s de mirarla un buen espacio, cual si le costase gran trabajo pronunciar una palabra francesa, contest� con acento extranjero marcad�simo:

—S�, se�ora, s�; ingl�s.

Fu� la tabernera al mostrador para servir el vino, y Carton, mientras tomaba entre sus manos un peri�dico jacobino y fing�a hacer esfuerzos por interpretar la lengua en que estaba escrito, oy� que dec�a la primera:

—Juro que se parece a Evr�monde.

Sirvi� el vino Defarge, dando las buenas noches al parroquiano.

—�Qu�?—pregunt� Carton.

—Buenas noches.

—�Oh... muy buenas noches, ciudadano... y muy buen vino! �Brindo por la Rep�blica!

Volvi� Defarge al mostrador, diciendo:

—Es cierto; se le parece un poco.

—�Y yo repito que se le parece mucho!—replic� con dureza la tabernera.

—Lo tienes tan presente en tu memoria...—observ� Santiago Tercero.

—�A fe que yo tampoco le olvido un momento!—exclam� La Venganza riendo.—Y si no me enga�o, est�s t� esperando llegue el d�a de ma�ana para verle otra vez.

Carton continuaba leyendo, siguiendo con el �ndice las l�neas del peri�dico y puesta en la lectura toda su atenci�n. Los Defarges, La Venganza y Santiago Tercero, juntas las cabezas y de codos sobre el mostrador, conversaban en voz muy baja. Despu�s de algunos momentos de silencio, durante los cuales las cuatro personas tuvieron sus ojos clavados en el aplicado lector, que no ten�a ojos ni o�dos m�s que para el peri�dico, reanudaron la conversaci�n.

—Opino que tiene raz�n tu mujer. �Por qu� detenernos hasta el final del viaje? El argumento es de gran fuerza.

—Todo lo que quieras—objet� Defarge—pero en una parte o en otra tendremos que hacer alto. En realidad, lo �nico que hay que acordar es d�nde se hace ese alto.

—�Despu�s del exterminio!—replic� la tabernera.

—�Magn�fico!—aull� Santiago Tercero.

—�Soberbio!—grit� La Venganza.

—Profeso la santa doctrina del exterminio, y dicho se est� que, en general, nada tengo que decir en su contra—observ� Defarge.—Pero hay que tener en cuenta que ese pobre doctor ha sufrido ya mucho. Hoy hab�is podido convenceros de ello, pues todos ha[303]br�is reparado en la expresi�n de su cara mientras se le�a el papel.

—�He reparado en la expresi�n de su cara, s�!—replic� la tabernera, poniendo en sus palabras todo el desprecio y todo el odio de su coraz�n de fiera.—He reparado en la expresi�n de su cara, s�; y he visto que no era la cara de un amigo verdadero de la Rep�blica; eso es lo que he visto.

—Y no te habr�n pasado inadvertidas las crueles agon�as de su hija, agon�as que habr�n exacerbado enormemente las suyas—repuso Defarge.

—Tambi�n he observado a su hija, s�—contest� la tabernera;—la he observado muchas veces; no hoy s�lo. La he observado hoy en el Tribunal, y la he observado otros d�as en la calle, contemplando los muros de la c�rcel. Me basta alzar un dedo, para que baje inmediatamente la cuchilla que haga rodar su cabeza.

—�Eres una ciudadana prodigiosa!—rugi� Santiago Tercero.

—�Un �ngel!—suspir� La Venganza.

—En cuanto a ti—prosigui� la tabernera implacable, dirigi�ndose a su marido,—segura estoy de que, si de ti dependiera... que por fortuna no depende... ser�as capaz de salvar a�n a ese hombre.

—�No!—protest� Defarge—�Si con levantar este vaso pudiera salvarlo, ten por seguro que no lo levantar�a! Pero me detendr�a all�; repito que dar�a mi obra por acabada.

—Ya lo est�s viendo, Santiago—exclam� la tabernera lanzando por los ojos llamaradas de rabia—Ya lo est�s viendo tambi�n t�, mi querida Venganza... Los dos lo v�is... Los dos lo o�s... Hace mucho tiempo que figura esa raza en mis registros condenada a la destrucci�n, al exterminio, por cr�menes que nada tienen que ver con los de la tiran�a y opresi�n. Preguntad a mi marido si miento.

—Es verdad—contest� Defarge, sin esperar a que le preguntasen.

—En los comienzos de los grandes d�as, cuando cay� la Bastilla, encuentra mi marido el papel que se ha hecho p�blico hoy, lo trae a casa, y despu�s de media noche, cuando el establecimiento est� cerrado y desierto, lo leemos en este mismo sitio y a la luz de esta misma l�mpara. Preguntadle si digo verdad.

—Es verdad, s�—contest� Defarge.

—Aquella misma noche, despu�s de le�do el papel y apagada la l�mpara, cuando comenzaba a filtrarse el d�a por entre las grietas de las ventanas y los hierros de las rejas, le dije que ten�a que comunicarle un secreto. Que os diga si miento.

—Es cierto—asinti� Defarge.

—Y le comuniqu� el secreto. Golpe� su pecho con estas dos manos, como lo golpeo ahora, y le dije: �Defarge; me cri� entre pescadores de la playa, y la familia labriega tan ultrajada por los[304] hermanos Evr�monde, esa familia que describe el papel encontrado en la Bastilla, es mi familia. Defarge, la hermana moribunda del muchacho campesino herido mortalmente era mi hermana, el marido era el marido de mi hermana, el fruto de sus amores que jam�s abri� los ojos a la luz, era el hijo de mi hermana, y aquel hermano labriego era mi hermano, y el padre muerto de dolor era mi padre, los que murieron eran mis muertos, y sus gritos de venganza a m� se han dirigido desde entonces...� Preguntadle si es verdad lo que digo.

—As� es—confes� Defarge.

—�Y ahora, decidme si es posible poner compuertas al vendaval o extinguir el fuego del infierno!—repuso la tabernera.—Pero no; no es necesario que me lo dig�is.

Los dos oyentes saboreaban un placer horrible al convencerse de la �ndole implacable del odio de la tabernera, cuya palidez de espectro estaba viendo el lector del peri�dico sin ver su rostro. Defarge, minor�a insignificante, aventur� algunas palabras haciendo resaltar la compasi�n de la esposa del Marqu�s; pero no consigui� m�s que la repetici�n de las palabras �ltimas de su mujer:

—�Dime si es posible poner compuertas al vendaval o extinguir el fuego del infierno!

La entrada de algunos parroquianos puso fin a la conferencia. El ingl�s pag� el gasto hecho y pregunt� d�nde estaba el Palacio Nacional. Acompa��le hasta la puerta la se�ora Defarge, y all�, poniendo su brazo sobre el de aqu�l, le indic� el camino que deb�a seguir. Ganas se le vinieron al parroquiano ingl�s de alzar aquel brazo y herir con mano segura a su propietaria.

Alej�se Carton de aquellos parajes, no tardando en rondar los muros de la c�rcel. A la hora convenida se present� en la casa de Lorry, donde hall� al anciano que le esperaba inquieto y lleno de ansiedad. Manifest�le el buen banquero que hab�a estado acompa�ando a Luc�a hasta momentos antes, y que se hab�a separado de ella para acudir a la cita convenida; que no hab�an visto a su padre desde que sali� a las cuatro de la tarde; que Luc�a abrigaba alguna esperanza de que, por mediaci�n del doctor, acaso se salvase Carlos, pero que las esperanzas eran muy d�biles.

Cinco horas duraba la ausencia del doctor: �d�nde podr�a estar? Lorry le esper� hasta las diez, y como no pod�a resignarse a dejar a Luc�a sola y sin noticias durante tanto tiempo, decidieron que Lorry volviera a la casa de la infeliz, y que Carton esperar�a la llegada del doctor. Lorry deb�a regresar al Banco a media noche.

Dieron las doce y el doctor no apareci�. Volvi� Lorry, y ni encontr� noticias, ni trajo ninguna. �D�nde estar�a?

Este era el punto que estaban discutiendo, casi abriendo sus pe[305]chos a la esperanza, fundada en lo prolongado de la ausencia, cuando oyeron sonar sus pasos en la escalera. No bien apareci� en la habitaci�n, vieron que todo estaba perdido.

Jam�s ha podido saberse si se pas� todas las largas horas de ausencia vagando al azar por las calles, o bien si visit� a sus relaciones. Entr� en la estancia, permaneci� con la mirada fija en los que le esperaban, y no despeg� los labios, ni nadie le dirigi� la palabra, pues bien claramente dec�a la expresi�n de su rostro que todo estaba perdido.

—No puedo encontrarlo—dijo.—�D�nde est�? Me hace falta.

Ven�a con la cabeza desnuda y abierta la pechera de la camisa. Despu�s de tender miradas de angustia en derredor, se quit� la levita y se sent� en el suelo.

—�Pero d�nde est� mi banqueta? Por todas partes la ando buscando sin poder dar con ella. �Qu� han hecho con mi labor? Necesito concluir esos zapatos... los esperan con urgencia.

Los dos oyentes se miraron consternados.

—�Vaya... vaya!—repuso el anciano.—�Mi banqueta... mi labor comenzada...! �Repito que es muy urgente!...

Al no recibir contestaci�n, se tir� del cabello y pate� el suelo, semejante a un ni�o enfadado.

—�No martiricen a un desgraciado!—exclam�, lanzando un grito formidable.—�D�nme mi labor... por Dios! �Qu� ser� de nosotros si esta noche no termino los zapatos?

�Perdido, perdido por completo!

Era in�til intentar encender una luz que el recio hurac�n de la desgracia hab�a extinguido para siempre. Con espanto de Lorry, con terror de Sydney Carton, el doctor Manette volv�a a ser el zapatero del sotabanco, el desventurado idiota que a�os antes entregaron al tabernero Defarge.

Impresionados ambos, afectados por la misma idea y comprendiendo la necesidad de sobreponerse a sus emociones, dedic�ronse, no a intentar reanimar aquella inteligencia, totalmente extinguida, sino a tranquilizar al infeliz anciano, prometi�ndole que muy en breve le ser�an devueltos la banqueta, las herramientas y los zapatos.

—Ha sucumbido al golpe, excesivamente rudo para �l—dijo Carton.—S�; no hay m�s remedio que llevarlo a su hija; pero antes de hacerlo, �tendr� usted la bondad de prestarme un momento de atenci�n? Necesito imponer algunas condiciones y arrancar a usted una promesa; pero no me pregunte el motivo de las primeras ni el por qu� de la segunda, que para callarlas tengo una raz�n... y de mucho peso.

—No lo dudo—respondi� Lorry.—Siga usted.

En una silla colocada entre los dos interlocutores estaba el anciano, meci�ndose con monoton�a[306] maquinal y sollozando. Los interlocutores hablaban con voz muy baja, cual si se hallaran junto al lecho de un enfermo.

Carton se baj� para alzar del suelo la levita del doctor. Al hacerlo, cay� al suelo una cajita donde el doctor ten�a la costumbre de guardar la lista de las visitas que deb�a hacer durante el d�a. La recogi� y abri�, encontrando dentro un papel doblado.

—�Quiere usted que veamos qu� es esto?—pregunt�.

Lorry asinti� con un movimiento de cabeza.

—�Gracias, Dios m�o!—exclam� Carton no bien desdobl� el papel.

—�Qu� es?—pregunt� Lorry con acento anhelante.

—Un poquito de paciencia; se lo explicar� a su tiempo. Ante todo—dijo, llevando la mano al bolsillo interior de su levita y sacando otro papel,—conviene que vea usted esto, que es un certificado, merced al cual puedo salir de la ciudad sin inconveniente. L�alo usted.... Sydney Carton, s�bdito ingl�s...

Lorry qued� contemplando el papel.

—Gu�rdelo usted hasta ma�ana. Recordar� usted que he de visitar al prisionero, y no creo prudente llevarlo conmigo a la c�rcel.

—�Por qu� no?

—No lo s�... Un capricho, quiz�, pero prefiero no llevarlo. Tome tambi�n el papel que el doctor Manette llevaba en su bolsillo, y que es otro certificado an�logo, un salvo conducto para que �l, su hija y su nieta, puedan franquear la Barrera y la frontera en cualquier momento. �Lo ve usted?

—S�.

—Probablemente se lo proporcionar�a ayer, a fin de adoptar toda clase de precauciones contra la tormenta. �Qu� fecha tiene? Pero no importa; no hay necesidad de tomar nota de ese dato. Lo esencial es que lo guarde usted juntamente con el m�o y el de usted. Ahora bien; escuche con atenci�n mis palabras, y no las olvide; hasta hace dos horas, no pas� por mi imaginaci�n que pudieran necesitar ese papel, que hoy es firme y valedero, y lo ser� mientras no lo revoquen. Pero pueden revocarlo; y es m�s: motivos poderosos me hacen creer que lo revocar�n muy pronto.

—�Est�n en peligro?

—Est�n en peligro inminente. Est�n en peligro de ser denunciados por la tabernera Defarge; no me lo ha contado nadie; lo he escuchado yo de sus propios labios. Esta noche he sorprendido una conversaci�n de esa mujer, y la conversaci�n me ha hecho ver el peligro que a la familia del doctor amenaza. Desde que la o�, no he desperdiciado el tiempo, he visitado a mi esp�a, y mis impresiones primeras se han confirmado plenamente. Sabe aqu�l que un aserrador de le�a, hechura de los Defarges, est� pronto a declarar que la ha visto (Carton no pro[307]nunciaba nunca el nombre de Luc�a) haciendo se�as a los prisioneros. No es dif�cil adivinar que sobran motivos para fundar sobre el hecho mencionado una acusaci�n cualquiera, un complot contra la Rep�blica, por ejemplo, cuya consecuencia ser�a la muerte de ella, qui�n sabe si tambi�n la de su hija... acaso hasta la de su padre, pues ambos han sido tambi�n vistos en el mismo sitio... No se asuste usted... que a todos los salvar� usted.

—�Qui�ralo el Cielo, Carton! �pero c�mo?

—Es lo que voy a decirle ahora mismo. F�o en usted, convencido de que no podr�a poner el asunto en mejores manos. La nueva delaci�n no ser� formulada hasta que pase el d�a de ma�ana... probablemente la dejar�n para dos o tres d�as despu�s, y aun es m�s probable que la dilaten una semana. Sabe usted perfectamente que incurre en pena de muerte en este bendito pa�s el que llora o simpatiza con una v�ctima de la guillotina. No cabe dudar que tanto ella como su padre se har�n reos del crimen mencionado, y desde luego aseguro que la tabernera, cuyo odio feroz llega a extremos inconcebibles, esperar� hasta contar con armas que aumenten la fuerza de su denuncia y hagan doblemente seguro el resultado. �Va usted comprendiendo?

—Con tanta atenci�n, y tan penetrado de la exactitud de lo que usted afirma, que hasta olvido moment�neamente esta desdicha—contest� extendiendo la diestra hacia la silla del doctor.

—No ha de encontrar dificultades usted, que dispone de dinero en abundancia, para ganar la costa utilizando los medios de locomoci�n m�s r�pidos. Hace ya d�as que tiene usted ultimados sus preparativos para regresar a Inglaterra. D� usted �rdenes para que ma�ana tengan enganchados los caballos para emprender el viaje a las dos de la tarde.

—Lo estar�n.

—�No dije antes que era imposible poner el asunto en mejores manos? Tiene usted un coraz�n todo nobleza. Esta noche, dir� a ella que conoce el peligro que se cierne sobre su cabeza, y que ese peligro puede envolver tambi�n a su hija y a su padre. Insista usted en este punto, pues de no hacerlo as�, es probable que nada consiguiera, porque ella, sin inconveniente, antes bien llena de alegr�a, colocar�a su hermosa cabeza junto a la de su marido, para que el mismo golpe hiciera rodar las de los dos. Insistiendo en el peligro que corre su hija y en el que amenaza a su padre, h�gala usted ver la necesidad imperiosa de salir ma�ana a la hora indicada de Par�s, con ellos y con usted. D�gala que es deseo de su marido, deseo expreso de cuyo cumplimiento depende mucho m�s de lo que ella puede suponer o esperar. �No le parece a usted que su padre, no obstante la lamen[308]table condici�n de su esp�ritu, se someter� a los deseos de la hija?

—Estoy seguro de ello.

—Lo supon�a. Sobre todo, t�ngalo todo dispuesto para la hora indicada. El coche preparado, enganchados los caballos y ustedes acomodados en sus asientos. En el momento que llegue yo, col�quenme en el coche, y en marcha.

—�He de esperar su llegada de usted, suceda lo que suceda?

—Tiene usted en su poder mi salvoconducto, juntamente con los dem�s, salvoconducto que me da derecho a un asiento. Esperar� usted hasta que ese asiento est� ocupado, y en cuanto lo est�, a Inglaterra lo m�s r�pidamente posible.

—En ese caso—observ� Lorry, dando un fuerte apret�n de manos a Carton,—ya no depende todo de un pobre viejo, puesto que llevar� a mi lado a un joven ardiente y decidido.

—�Con la ayuda de Dios, lo tendr� usted! Prom�tame ahora solemnemente que por nada del mundo alterar� ni modificar� nada de lo que hemos convenido.

—Nada, Carton; lo juro.

—Ma�ana, procure recordar con frecuencia estas palabras: �Una variaci�n... una demora... sea la que sea la causa a que obedezca, puede comprometer la salvaci�n de las vidas de todos y ocasionar el sacrificio inevitable de muchas otras.�

—Las recordar�. Espero que Dios me dar� fuerzas para llenar fielmente mi misi�n.

—Yo tambi�n espero que no me faltar�n para cumplir la m�a. Y ahora... adi�s.

No se fu�, sin embargo, aunque a continuaci�n de pronunciar la palabra de despedida, llev� a sus labios y bes� la mano que Lorry le tend�a. Antes ayud� a levantar al doctor de la silla, a ponerle la levita y el sombrero, y a inducirle a salir, dici�ndole que iban a buscar la banqueta y los zapatos que deseaba. Acompa�� a los dos ancianos hasta el jard�n de la casa donde lloraba un coraz�n lacerado, tan feliz en otros tiempos, y, cuando aquellos le dejaron solo, permaneci� algunos momentos contemplando una ventana, cuyas maderas dejaban escapar algunos hilos de luz, la ventana de la habitaci�n de ella. Antes de irse, su coraz�n envi� a la ventana un adi�s solemne envuelto en hermosa nube de bendiciones.

XIII.
CINCUENTA Y DOS

Encerrados en negruzcos muros, los condenados del d�a esperaban la hora de subir al cadalso en la siniestra c�rcel de la Conserjer�a. Eran tantos como semanas tiene el a�o. Cincuenta y dos vidas humanas deb�an perderse aquella tarde en el mar insaciable que las absorbe todas. Antes que se vaciasen sus celdas quedaban[309] designados los que habr�an de remplazarlos, antes que corriera su sangre sobre la sangre vertida el d�a anterior, hab�a sido puesta en sitio separado la que al d�a siguiente vendr�a a mezclarse con la suya.

Cincuenta y dos vidas segadas, cincuenta y dos v�ctimas, pertenecientes a todas las clases sociales; desde el rico propietario de setenta a�os, cuyas riquezas de nada le serv�an para prolongar la existencia, hasta el m�sero jornalero, a quien tampoco pod�a salvar su obscuridad y su miseria. De la misma manera que en las enfermedades f�sicas, que tienen su origen en los vicios y en los descuidos de los hombres, hacen sus v�ctimas sin reparar en categor�as ni edades, as� tambi�n las espantosas dolencias morales, engendradas por sufrimientos indecibles, opresiones intolerables e indiferencias crueles, hieren por igual y sin distinci�n de personas.

Carlos Darnay, encerrado en su celda a solas con sus pensamientos, no se hizo ilusi�n alguna desde que sali� de la Sala de Justicia. En cada palabra de la terrible narraci�n all� le�da vi� una sentencia de muerte, y no se le ocult� que no hab�a influencia humana capaz de salvarle, que virtualmente pesaba sobre �l una sentencia pronunciada por millones de votos, contra los cuales de nada serv�an los esfuerzos individuales.

No era, sin embargo, empresa f�cil resignarse a morir, el que como �l conservaba fresca en su mente la imagen de su adorada esposa. Lazos muy s�lidos le un�an a la vida, y era duro, muy duro, ver tan de cerca la cuchilla que los cortar�a para siempre. Sus pensamientos se atropellaban, se agitaban tumultuosos en su pecho, re��an entre s� rudas batallas, y a la postre un�an sus fuerzas para contender contra la resignaci�n. Si moment�neamente consegu�a calmarlos, brotaba inmediatamente la imagen de su mujer, la imagen de su tierna hija, acord�base de que las dejaba en el mundo, y protestaba contra ello con todas las fuerzas de su alma, ni m�s ni menos que si en su pecho alentase el ego�smo m�s agudo.

Verdad es que estas luchas no fueron de larga duraci�n. No pas� mucho rato sin que actuara en �l como estimulante poderoso la consideraci�n de que la muerte que le esperaba no llevaba consigo el ap�ndice de la deshonra, y el pensamiento de que muchos, tan inocentes como �l, recorr�an todos los d�as y con paso firme el mismo camino doloroso que �l deb�a recorrer. Pens� luego en la futura tranquilidad de esp�ritu de que, pasados los primeros momentos, disfrutar�an los seres queridos que dejaba en el mundo, si le ve�an aceptar la muerte con entereza varonil, y de esta suerte, poco a poco y por grados, fu� recobrando la calma y engolf�ndose en reflexiones de �ndole m�s elevada.

Antes que cerrase la noche, ha[310]b�a adelantado la mayor parte del camino en el viaje de su resignaci�n. Provisto de recado de escribir y de luz, tom� la pluma y no la dej� hasta que lleg� la hora en que el reglamento de la c�rcel obligaba a apagar las l�mparas.

Escribi� una carta muy extensa a Luc�a, demostr�ndola que jam�s tuvo noticia del eterno cautiverio de su padre hasta que lo oy� de los mismos labios de �ste, y que, con anterioridad a la lectura del documento encontrado en la Bastilla, estaba tan ignorante como ella misma de la culpabilidad directa de su padre y de su t�o en aquel triste acontecimiento. Ya antes la hab�a explicado que, si ocult� su apellido verdadero, apellido que hab�a renunciado, fu� para cumplir una condici�n, cuyo motivo comprend�a ahora perfectamente, impuesta por el doctor al dar su asentimiento a las relaciones amorosas con su hija, y ratificada la ma�ana de su boda. La suplicaba encarecidamente que, por amor a su padre, jam�s intentase averiguar si aqu�l hab�a olvidado la existencia del documento, o bien si se la record� la historia de la Torre de Londres narrada bajo el pl�tano del jard�n aquella noche de verano. Si del documento en cuesti�n conservaba alg�n recuerdo, indudablemente lo supuso destru�do con la Bastilla, al ver que no figuraba entre las reliquias de los prisioneros encontradas por el populacho y hechas tan p�blicas que las conoc�a el mundo entero. Inst�bala—bien que a�adiendo que ya sab�a que la recomendaci�n era in�til—a que consolase a su padre, convenci�ndole, por todos los medios imaginables, de que no s�lo no hab�a hecho nada vituperable, nada que hubiera ocasionado su desventura, sino que, por el contrario, se hab�a sacrificado siempre por la felicidad de su hija y del marido de su hija. Terminaba recomend�ndola que procurase sobreponerse a su dolor, que se consagrase a su querida hija, y sobre todo, que a fuerza de ternura consolase a su padre.

Escribi� al doctor otra carta inspirada en los mismos pensamientos y dici�ndole que confiaba a su cari�o a su mujer y a su hija. Con frase vibrante le hac�a ese encargo, no porque lo considerara necesario, sino m�s bien con objeto de levantar su �nimo y alejar de su mente pensamientos retrospectivos, que desde luego supon�a que se alzar�an con mayor fuerza que nunca.

Dirigi� una carta al se�or Lorry, encomendando a su solicitud los seres queridos que dejaba y explic�ndole todos sus asuntos terrenos. No se acord� de Carton. Eran tantos los pensamientos que le embargaban, que no dejaron hueco para una persona con la que nunca sostuvo relaciones frecuentes.

Cuando se apagaron las luces[311] y se tendi� sobre el m�sero jerg�n de paja, crey� que hab�a conclu�do ya con el mundo.

Resurgi�, sin embargo, �ste durante su sue�o, y resurgi� brillante, encantador. Encontr�se de nuevo en el tranquilo rinconcito de Soho, libre, feliz, contento, en compa��a de su Luc�a, la cual le aseguraba que todo hab�a sido un sue�o, una pesadilla, que nunca hab�an abandonado a Inglaterra, que nunca se hab�a separado de ella. A este sue�o sigui� una pausa de olvido completo, despu�s de la cual se imagin� que viv�a con su mujer, pero muerto, decapitado. Sobrevino otra pausa de olvido, y despert� al fin por la ma�ana, sin darse cuenta del sitio en que se encontraba sin acordarse de lo ocurrido la v�spera, hasta que brotaron en su mente con caracteres de fuego estas palabras: �Hoy es el d�a de tu muerte.�

Encontr�base en el d�a en que deb�an rodar cincuenta y dos cabezas, una de ellas la suya, y mientras, resignado a su triste suerte, hac�a acopio de alientos para sufrirla con tranquilo hero�smo, sus pensamientos, muy dif�ciles de dominar, emprendieron con actividad febril nuevos derroteros.

Nunca hab�a visto el terrible instrumento que horas m�s tarde segar�a su vida. Cu�nta ser�a la elevaci�n sobre el suelo de la l�gubre m�quina, cu�ntos pelda�os ten�a la escalera fatal, d�nde estar�a emplazada, qu� manos se encargar�an de colocarle sobre el tajo, si estar�an tintas en sangre, hacia qu� lado volver�a la cabeza, si ser�a �l el primero o si ser�a el �ltimo; �stas y otras preguntas semejantes se hac�a una y otra vez, atropelladamente, sin que en ello interviniera su voluntad, sino su imaginaci�n sobreexcitada. Tampoco las inspiraba el miedo, sino m�s bien un deseo extra�o de saber qu� era lo que har�a cuando llegase el caso, un deseo que no guardaba proporci�n con los fugaces instantes a los cuales se refer�a, una curiosidad inexplicable sentida por una alma distinta de la suya.

Pasaba el tiempo y el reloj sonaba horas que el infeliz no volver�a a oir sonar. Dieron las nueve, las diez, las once, y estaban para dar las doce. El reo paseaba cada vez m�s sereno. Lo peor de la lucha interna hab�a pasado. Ya no conturbaban su imaginaci�n pensamientos disparatados, ya pod�a rezar por s� y por los suyos.

Sonaron las doce.

Hab�anle dicho que la hora �ltima que para �l sonar�a en el mundo ser�an las tres, y sab�a que le sacar�an del calabozo con bastante anticipaci�n a la hora indicada, pues las carretas de la muerte recorr�an muy lentamente el camino del pat�bulo. Supuso, pues que le llamar�an a las dos.

Cruzados los brazos delante del pecho paseaba por su celda, cuando hiri� sus o�dos la una; no perdi� su calma heroica. Fervorosa[312]mente di� gracias a Dios por haberle dado fuerzas para recobrar la calma, y pens�:

�Me resta otra hora.�

Son� rumor de pasos en el pasadizo exterior. La puerta de su celda se abri� y volvi� a cerrar sin ruido. Alguien dijo junto a la puerta, abierta ya, o mientras la abr�an, estas palabras:

�No me ha visto nunca aqu�, pues he cuidado siempre de alejarme de su paso. Entre usted... Esperar� fuera... No pierda tiempo.�

Frente al prisionero brot� un hombre que le miraba sonriente, tranquilo. Era Sydney Carton.

Tal era la expresi�n de su rostro, tan notable su mirada, que en el primer instante temi� el prisionero que se tratase de una aparici�n no real, fruto de su imaginaci�n alborotada. Pero la aparici�n habl�, y el tono de su voz era el de Carton; estrech� la mano del reo, y su mano era una mano real, de carne y hueso.

—Apuesto a que soy yo el �ltimo ser humano a quien usted esperar�a ver: �me equivoco?

—No solo no esperaba ver a usted, sino que, aun vi�ndole, estoy dudando que frente a m� se encuentre el Sydney Carton a quien he conocido... �Es tambi�n prisionero?

—No. La casualidad me ha hecho due�o de uno de los calaboceros de esta c�rcel, y a esa circunstancia debo el encontrarme junto a usted. Vengo de parte de ella... de parte de su mujer, mi querido Darnay.

El reo le tendi� silenciosamente la mano.

—Y traigo el encargo de hacerle una s�plica.

—�Qu� es?

—Es la s�plica m�s fervorosa, la m�s apremiante, la m�s ardiente de las que le han sido dirigidas por aquella voz que tan querida le es. No la desoiga, porque esa voz querida se la dirige con el tono m�s pat�tico que nunca ha sonado en sus o�dos.

El reo dobl� la cabeza sin contestar.

—Ni usted tiene tiempo para preguntarme por qu� soy el emisario encargado de formular la s�plica en cuesti�n, o para pedirme explicaciones acerca de lo que signifique, ni lo tengo yo para d�rselas. Su obligaci�n... obligaci�n sagrada, es obedecer sin replicar... �Qu�tese las botas, y p�ngase las m�as!

Adosada a uno de los muros, a espaldas del reo, hab�a una silla. Carton, mientras hablaba con la rapidez del rayo, hab�a obligado a aqu�l a sentarse en la silla en cuesti�n.

—Desc�lcese y p�ngase estas botas m�as... �Pronto!...

—Carton... Es imposible escapar de aqu�—replic� Carlos, completamente desconcertado;—imposible de todo punto... No conseguir� usted otra cosa que morir conmigo... Es una locura....

—Ser�a una locura si yo le dije[313]ra a usted que escapara; �pero se lo he insinuado siquiera? Cuando le diga que franquee aquella puerta, cont�steme que es una locura y no me haga caso... Fuera esa corbata y p�ngase la m�a... Eso es... Ahora la levita... Haremos un cambio de levitas... �Magn�fico! Me permitir� que le quite esa cinta que sujeta su pelo, y que desordene un poquito su peinado... �eso es! Ya va usted tan mal peinado como yo.

Con celeridad portentosa, con una fuerza de voluntad que m�s que humana parec�a sobrenatural, transform� al prisionero en un abrir y cerrar de ojos. El reo parec�a ni�o sin voluntad en sus manos.

—�Carton... Mi querido Carton! �Es una locura... un desatino! No es posible llevarlo a cabo... Jam�s se ha conseguido... Docenas de veces lo han intentado y siempre fu� el fracaso m�s ruidoso el resultado... �Por Dios le pido, amigo querido, que no aumente mis amarguras sacrificando est�rilmente su vida...! �No basta con que muera yo?

—�Le he dicho por ventura, mi querido Darnay, que rebase aquella puerta? Cuando se lo diga, conteste rotundamente que no, y asunto conclu�do. Veo papel, tinta y pluma en aquella mesa; �tiene usted el pulso firme? �Podr� escribir?

—Firme lo ten�a cuando usted entr�.

—Pues es preciso que lo est� otra vez, para que escriba con letra muy clara lo que voy a dictar... �Pronto, amigo m�o, pronto!

Darnay, estupefacto, maravillado, aturdido, tom� asiento frente a la mesa. Carton, puesta la diestra sobre el pecho, qued� en pie al lado suyo.

—Escriba punto por punto lo que yo le dicte.

—�A qui�n dirijo el escrito?

—A nadie.

La diestra de Carton continuaba fija sobre su pecho.

—�Pongo fecha?

—No.

El reo alzaba la cabeza cada vez que formulaba una pregunta; Carton, sin mover la diestra, miraba al suelo.

�Si no ha olvidado usted las palabras que entre los dos se cruzaron—dijo Carton dictando,—comprender� sin esfuerzo esta carta, no bien la lea. S� positivamente que las recuerda, pues no es usted de los que olvidan pronto.�

El reo, que no comprend�a el sentido de lo que estaba escribiendo, alz� inopinadamente los ojos y sorprendi� a Carton en el momento que sacaba del pecho la mano. Esta se detuvo.

—�Ha escrito usted �olvidan pronto?�

—S�. �Tiene en su mano alg�n arma?

—No; no tengo armas.

—�Qu� tiene, pues?

—Dentro de un momento lo sabr� usted... Contin�e escribien[314]do, que son ya muy pocas las palabras que nos faltan... �Doy gracias a Dios que me permite probarlas con hechos. No quisiera que lo que hago fuera para nadie motivo de pesadumbre o de tristeza.�

Mientras dictaba estas palabras, clavados los ojos sobre el que escrib�a, su mano derecha fu� movi�ndose cautelosamente acerc�ndose a la cara del reo.

La pluma cay� de la mano de Darnay, quien mir� con expresi�n atontada en derredor.

—�Qu� vapor es �ste?—pregunt�.

—�Vapor?

—S�... un olor que me molesta y aturde.

—Nada percibo... No es posible que aqu� se respiren vapores... Tome de nuevo la pluma y terminemos... �Pronto, pronto!

El reo, cuya respiraci�n se hab�a hecho jadeante, y cuyo rostro reflejaba el desorden de sus facultades, se inclin� sobre el papel dispuesto a escribir.

�De haber sido otro el curso de los sucesos—continu� dictando Carton, cuya mano derecha estaba debajo de la nariz del escribiente,—es natural que me hubiese faltado esta oportunidad; de haber sido otro el curso de los sucesos...�

Fij� Carton sus ojos en la pluma, y vi� que garrapateaba signos ininteligibles.

El reo se enderez� de pronto dirigiendo a Carton una mirada llena de reconvenciones; pero la diestra del �ltimo se acerc� m�s y m�s a su nariz, mientras su brazo izquierdo rodeaba su cintura. Luch� el reo d�bilmente y durante breves segundos con el hombre que ven�a a dar su vida por la suya; pero antes que transcurriera un minuto, yac�a inm�vil sobre el suelo.

Carton visti� inmediatamente las ropas que el prisionero dejara minutos antes, se pein� mejor que nunca, at� su cabello con la cinta que antes sujetaba el de Darnay, y dijo con voz muy baja:

—�Entre... entre!...

Dos segundos despu�s, se presentaba el esp�a.

—�Lo ve usted?—pregunt� Carton alzando la cabeza, e hincando a continuaci�n una rodilla en tierra para colocar en el bolsillo de Carlos el papel que hab�a escrito.—�No le dije que su riesgo era insignificante?

—Mi riesgo, se�or Carton, no est� en esto—respondi� el esp�a,—sino en que usted cumpla fielmente lo estipulado.

—Est� usted tranquilo, que yo me atendr� a lo convenido hasta la muerte.

—As� debe ser para que resulte exacto el n�mero cincuenta y dos. Con que usted lo complete, vestido como est� en este momento nada temo.

—Nada debe temer. Yo, que podr�a perjudicarle, desaparecer� muy en breve de este mundo, gracias a Dios... Ahora, ay�deme; mejor dicho; ll�veme al coche.

[315] —�A usted?—pregunt� el esp�a con aprensi�n visible.

—�A �l, hombre de Dios, al reo con quien cambio la suerte! �Saldr� por la misma puerta por la que entr� yo?

—Claro que s�.

—Pues bien; como me encontraba d�bil y desfallecido cuando entr�, lo natural es que salga m�s d�bil y m�s desfallecido. La despedida eterna me ha impresionado tanto, que he perdido el conocimiento; esto ha ocurrido aqu� con mucha frecuencia... con demasiada frecuencia. Cuenta suya es no cometer ninguna torpeza... Pronto... Pida auxilio.

—�Me jura usted que no me traicionar�?—pregunt� el esp�a temblando.

—�Pero hombre! �No lo he jurado ya solemnemente?—replic� Carton, pateando con impaciencia.—�A qu�, pues, perder ahora momentos que son preciosos? S�quelo al patio que usted sabe, col�quelo en el coche, ll�velo al lado del se�or Lorry, d�gale que no le d� ninguna medicina, que lo �nico que necesita es aire, que recuerde mis palabras de anoche, que cumpla la promesa que anoche me hizo, y nada m�s.

Retir�se el esp�a, y Carton se sent� a la mesa, sobre la cual apoy� los codos. Segundos despu�s volv�a a entrar el esp�a con dos hombres.

—�Hombre!—exclam� el uno, al ver a Carlos tendido en tierra.—�Tanta impresi�n le ha hecho ver que su amigo ha sacado el gordo en la loter�a de Santa Guillotina?

—�A fe que no se hubiera afligido m�s un buen patriota si el arist�crata hubiese sido declarado absuelto!—observ� el otro.

Entre los dos colocaron al desmayado en una litera que hab�an tra�do y se lo llevaron.

—�Pocas horas de vida te quedan, Evr�monde!—dijo el esp�a.

—Lo s� muy bien—respondi� Carton.—Cuida de mi amigo y d�jame en paz.

—V�monos, hijos m�os—dijo el esp�a a sus compa�eros.—Andando.

Cerr�se la puerta quedando Carton solo. Concentr� en su o�do todas las facultades de su alma por si sonaba algo que indicase sospechas o alarmas; nada se oy�. Giraron llaves en las cerraduras, se cerraron puertas con estr�pito, los pasos se fueron alejando, pero ni se oy� un grito ni se perturb� el orden o la tranquilidad habitual. Carton, m�s tranquilo ya, permaneci� sentado frente a la mesa hasta que sonaron las dos.

A sus o�dos llegaron entonces ruidos que no le alarmaron ni sorprendieron, sencillamente porque sab�a perfectamente qu� significaban. Sucesivamente fueron abiertas muchas puertas, hasta que al fin lleg� el turno a la de su celda. Un carcelero, provisto de una lista, sin pasar del umbral, se limit� a decir:

—S�gueme, Evr�monde.

Carton sali� tras el calabocero[316] hasta llegar a una celda obscura, de grandes dimensiones, situada a bastante distancia, atestada de prisioneros. Aunque la luz era muy escasa, Carton pudo ver que todos ten�an atados los brazos, que unos estaban en pie y otros sentados, que �stos se quejaban y aqu�llos paseaban inquietos y nerviosos. La mayor parte, sin embargo, permanec�an silenciosos e inm�viles, con los ojos clavados en tierra.

Mientras de pie junto al negruzco muro, contemplaba a sus cincuenta y un compa�eros de cadalso, algunos de los cuales entraron despu�s que �l, un hombre se detuvo al paso para abrazarle. Carton se estremeci�, temiendo ser descubierto, pero aqu�l continu� su marcha luego que le hubo dado un abrazo. Momentos despu�s, una muchachita de cuerpo gracioso y lindas facciones se levant� del suelo y se acerc� a Carton.

—Ciudadano Evr�monde—dijo, alarg�ndole su mano helada;—soy una costurerita que fu� tu compa�era de prisi�n en La Force.

—�Ah, s�!—murmur� Carton.—�Es verdad! Lo que no recuerdo es la acusaci�n que te llev� a la c�rcel.

—Me acusaron de conspiradora; pero el buen Dios sabe que soy inocente. �Puede haber conspirador que conf�e sus maquinaciones a una ni�a d�bil como yo?

La sonrisa con que la jovencita acompa�� sus palabras conmovi� tan profundamente a Carton, que las l�grimas asomaron a sus ojos.

—No me da miedo morir, ciudadano Evr�monde, pero repito que nada he hecho. Hasta morir�a con alegr�a si la Rep�blica, que seg�n dicen, ha de hacer felices a los pobres, obtuviera alg�n provecho de mi muerte; pero si he de decir lo que siento, no creo que mi muerte sirva para nada, Evr�monde. �Qu� beneficios ha de reportar a la Rep�blica la muerte de una criatura d�bil como yo?

La compasi�n que la ni�a inspiraba a Carton era infinita.

—O� decir que te hab�an absuelto, ciudadano Evr�monde, y de veras siento que no sea verdad.

—Lo fu�; pero luego me prendieron de nuevo y me han condenado.

—Si nos colocan en el mismo carro, ciudadano Evr�monde, �me permitir�s que te coja la mano? No es que tenga miedo; pero como soy una ni�a, tu mano me dar� el valor que me falta.

Carton vi� que por los ojos de la ni�a, al clavarlos en su cara, pasaba una nube de duda primero, y de asombro despu�s.

—�Vas a morir por �l?

—�Y por su mujer y su hija... s�!

—�Oh! �Me permitir�s tener entre las m�as tu mano valerosa?

—S�, desventurada hermana m�a... hasta el postrer momento.


Las mismas sombras que en[317]vuelven a los condenados cercan a las turbas estacionadas a la misma hora en las inmediaciones de la Barrera en el momento que un coche de camino, procedente del interior de la ciudad, se acerca para presentar los documentos de los que lo ocupan.

—�Qui�nes son los viajeros? �A ver... los documentos!

Una mano presenta los documentos, que son le�dos.

—Alejandro Manette... m�dico... franc�s... Veamos; �qui�n es?

Un brazo extendido indica un viejo extenuado que murmura palabras ininteligibles.

—Parece que el ciudadano doctor tiene perturbadas las facultades, �eh? Le ha abrasado el cerebro la fiebre de la Revoluci�n.

—Eso parece.

—�Bah! Son muchos los que se encuentran en su caso... Luc�a, su hija... francesa... �Qui�n es?

—Esta.

—Muy bien. Evr�monde emprende otro viaje distinto... Luc�a, hija de Luc�a... inglesa... �Es esta?

—La misma.

—Dame un beso, hija de Evr�monde... Has besado a un buen republicano, cosa nueva en tu familia, no lo olvides. Sydney Carton, abogado, ingl�s... �Qui�n es?

—Este que yace tendido en el fondo del coche.

—�Va desmayado el abogado ingl�s?

—S�... su salud est� muy quebrantada, pero el aire puro le sentar� indudablemente bien. Acaba de despedirse de un amigo suyo que ha tenido la desgracia de incurrir en el desagrado de la Rep�blica.

—�Por tan poca cosa se desmaya? Muchos son los que incurren en el desagrado de la Rep�blica, y mal de muchos... Mauricio Lorry, banquero, ingl�s... �Qui�n es el banquero?

—Yo; no puede ser otro, puesto que nadie m�s queda en el coche.

Mauricio Lorry era el que hab�a contestado a las preguntas anteriores, Mauricio Lorry el que hab�a echado pie a tierra y, apoyada la diestra en la portezuela del carruaje, respond�a al interrogatorio del encargado de la vigilancia de la Barrera.

—Toma tus documentos, Mauricio Lorry... �Refrendados!

—�Podemos proseguir la marcha?

—Cuando os acomode. Adelante, postillones, y buen viaje.

—Salud, ciudadanos... Pas� el primer peligro.

—�No le parece que caminamos demasiado despacio?—pregunt� Luc�a llorando, asiendo el abrazo del buen Lorry.

—Si corri�ramos m�s, parecer�a que hu�amos; no conviene; excitar�amos sospechas.

—Vuelva la vista atr�s... �No nos persiguen?

—No, querida m�a, no; hasta ahora no nos persiguen.

Los fugitivos dejan a sus espaldas casas de uno o de dos pisos[318] que bordean la carretera, granjas, casas de labor abandonadas, tener�as en ruinas, campos solitarios, avenidas que serpentean entre hileras de �rboles sin hojas. Corren por caminos �speros y desiguales, cruzando malezas, ora saltando sobre espesa capa de piedras, ora atasc�ndose en profundos lodazales. Su impaciencia, su agon�a es tan grande, que no ven nada, en nada reparan, en nada piensan m�s que en llegar cuanto antes al puerto de salvaci�n.

Relevan los caballos. Nuevos postillones ocupan las sillas mientras quedan descansando los antiguos. Atraviesan una aldea, suben trabajosamente una rampa, coronan la colina, descienden por la vertiente opuesta, entran en terrenos menos �ridos... �Dios santo! �Los persiguen!

—�Ah del coche...! �Alto!

—�Qu� pasa?—pregunta Lorry, asomando la cabeza por la portezuela.

—�Cu�ntos han sido hoy?

—No comprendo.

—�Cu�ntos han besado hoy la Santa Guillotina?

—Cincuenta y dos.

—�Bien! �Buen n�mero! Ya hubieran querido mis buenos conciudadanos de aqu� despachar a tantos; pero han sido diez menos... La Guillotina marcha admirablemente... �Bien por la Guillotina...! �Viva la Guillotina...! �La adoro...! �Adelante!

Cierra la noche. Carlos comienza a moverse... revive... dice palabras inteligibles. Cree que contin�a al lado de Carton y le pregunta qu� es lo que tiene en la mano...

�Dios del Cielo! �Ten l�stima de los fugitivos!

Tras ellos vuela veloz el viento, tras ellos se precipitan las nubes, tras ellos corre la luna, las sombras de la noche los siguen incansables; pero, por fortuna, hasta entonces, nadie m�s corre en su seguimiento.

XIV.
FIN DE LA CALCETA

A la hora misma en que los cincuenta y dos esperaban el momento de trabar relaciones demasiado estrechas con la Guillotina, celebraban siniestro consejo secreto la se�ora Defarge, La Venganza y Santiago Tercero. La conferencia no ten�a lugar en la taberna, sino en el taller del aserrador de le�os, pe�n caminero en otros tiempos, y a ella no fu� admitido el aserrador, sino obligado a permanecer fuera, a distancia respetable.

—De todas suertes, nuestro Defarge es un buen republicano, �eh?—pregunt� Santiago Tercero.

—No lo hay mejor en toda Francia—respondi� con calor La Venganza.

—Calma, mi querida Venganza—replic� la tabernera, poniendo una mano sobre el brazo de su tenienta y frunciendo ligeramente el ce�o.—Antes de emitir opiniones, conviene que escuches lo que[319] voy a decir. Mi marido, como ciudadano, es un buen republicano y un hombre de valor; ha merecido bien de la Rep�blica y posee su confianza; pero mi marido tiene sus debilidades, y una de las mayores, la mayor seguramente, es la de querer al doctor.

—�Es una desgracia!—exclam� Santiago Tercero, moviendo con expresi�n enigm�tica la cabeza.—Esas debilidades desdicen de un buen ciudadano... �Qu� l�stima!

—Lo que menos me importa a m� es el doctor—repuso la tabernera.—Por m�, puede llevar la cabeza sobre los hombros, o perderla; me es completamente igual; pero la raza Evr�monde ha de ser exterminada, ha de desaparecer de la tierra, y como consecuencia, la esposa y la hija deben seguir al otro mundo al marido y al padre.

—Y que tiene una cabeza hermosa si las hay; una cabeza que est� pidiendo a gritos la Guillotina—contest� Santiago Tercero.—No hay nada que entusiasme tanto como ver pendiente de las manos de nuestro buen Sans�n una cabecita de ojos azules y cabellos de oro.

La se�ora Defarge baj� los ojos y permaneci� en actitud reflexiva durante algunos momentos.

—Tambi�n tiene cabellos de oro y ojos azules la ni�a—repuso Santiago Tercero.—Adem�s, pocas veces se nos concede el placer de ver sobre el tablado ni�as de sus a�os. Ser� un espect�culo soberbio.

—Hablando con franqueza—dijo la tabernera sacudiendo su abstracci�n,—en este asunto no me merece confianza mi marido. No s�lo estoy convencida desde anoche de que no debo confiarle los detalles de mis proyectos, sino tambi�n de que, a poco tiempo que perdamos, es muy capaz de advertirles del peligro que corren, en cuyo caso, se nos escapan.

—�No escapar�n, no... ni uno ni medio!—gru�� Santiago Tercero.—�Caer�n todos, hasta el �ltimo! �Es preciso llegar a sesenta diarios!

—En una palabra—a�adi� la tabernera,—ni mi marido tiene las razones que yo para exigir el exterminio total de esa raza, ni yo tengo las razones que �l para tratar con consideraci�n al doctor. De consiguiente, debo prescindir de �l y obrar por mi cuenta. Puedes entrar, ciudadano—termin� dirigi�ndose al aserrador.

Obedeci�, temblando, el aserrador, quien se present� con el gorro rojo en la mano.

—Respecto a las se�ales que viste que aquella mujer hac�a a los prisioneros, �est�s dispuesto a sostenerlas con tu declaraci�n en cualquier momento, ciudadano?—pregunt� la tabernera.

—�Por qu� no? Desde aqu� la he visto todos los d�as, lluviosos o serenos, fr�os o calurosos, desde las dos de la tarde hasta las cuatro, unas veces con la ni�a, otras sola, y siempre haciendo se�ales. Estos mismos ojos lo han visto.

Mientras hablaba, hac�a con las[320] manos gran variedad de se�as que jam�s hab�a visto.

—Complots... maquinaciones... es indudable—respondi� Santiago Tercero.

—�Podemos contar con el jurado?—pregunt� la tabernera.

—En absoluto. Es un jurado patriota, ciudadana. Respondo yo de todos los que lo forman.

—Otra cosa...—a�adi� la tabernera, meditando.—Veamos..... �Puedo perdonar al doctor en obsequio a mi marido? A m� me es igual... el doctor me es indiferente... �Puedo perdonarlo?

—Ser�a una cabeza m�s—observ� Santiago Tercero.—Principian a escasear las cabezas... dentro de poco escasear�n m�s a�n... Yo creo que ser�a una l�stima perdonarlo.

—Cuando yo le encontr� frente al sitio donde estamos, hac�a las mismas se�as que su hija—dijo la se�ora Defarge.—Si hablo de la una, forzosamente he de hablar del otro. Por otra parte, no me es posible callar, as� es que, descargo toda la responsabilidad del caso sobre este ciudadano. El declarar� lo que quiera. De m�, lo �nico que puedo decir es que nunca ser� testigo falso.

La Venganza y Santiago Tercero demostraron claro como la luz del sol que, lejos de ser testigo falso, siempre hab�a sido espejo de testigos admirables y maravillosos, y el ciudadano aserrador, no queriendo quedar atr�s, protest� ante el cielo y la tierra que la se�ora Defarge era un testigo celestial.

—�Que se cumpla su destino!—dijo la tabernera.—No; no puedo perdonarle... Supongo, ciudadano, que para las tres de hoy no puedes disponer de tu persona, pues creo que no te privar�s del gusto de contemplar la hornada del d�a, �eh?

Contest� inmediatamente el aserrador que por nada del mundo se privar�a de tan hermoso espect�culo, lo que le di� pie para a�adir que era el republicano m�s fervoroso, y que se considerar�a el m�s desolado de los republicanos, si alg�n d�a le imped�an fumar su pipa mientras contemplaba el hermoso funcionamiento de la Navaja Barbera Nacional.

—Tambi�n asistir� yo—respondi� la tabernera.—Luego que termine la funci�n... a las ocho... s�; es buena hora... a las ocho vendr�s a buscarme a San Antonio para delatar a esos individuos en mi secci�n.

Contest� el aserrador que ser�a para �l honor alt�simo y viva satisfacci�n acudir a la cita que le daba la ciudadana.

La se�ora Defarge se acerc� a la puerta del taller, llam� por medio de una se�a a Santiago Tercero y a La Venganza, y luego que estuvieron �stos a su lado, exp�soles con toda claridad sus puntos de vista.

—Seguramente se encuentra en este instante en su casa, esperando la noticia de la muerte de su mari[321]do—dijo.—En su dolor y desesperaci�n, no s�lo llorar� la desgracia que la aflige, sino que tambi�n censurar� la justicia de la Rep�blica. Todas sus simpat�as estar�n de parte de los enemigos del pueblo; as�, que voy sin p�rdida de momento a verla.

—�Qu� mujer tan admirable! �Qu� patriota tan adorable!—exclam� Santiago Tercero, cuyo entusiasmo lleg� a lo indecible.

La Venganza la abraz� llorando en un rapto de admiraci�n.

—Toma mi calceta—repuso la se�ora Defarge, deposit�ndola en manos de La Venganza,—y t�nmela preparada en mi asiento de costumbre. Vete all� en derechura, no pierdas tiempo, pues es casi seguro que hoy haya m�s concurrencia que de ordinario.

—Con toda mi alma obedecer� las �rdenes de mi jefe—contest� La Venganza, besando a la tabernera en la mejilla.—�Tardar�s mucho?

—All� estar� antes que comience la funci�n.

—Procura llegar antes que las carretas—replic� La Venganza.

La tabernera sali� del taller a buen paso, no tardando en perderse de vista.

Muchas fueron en aquella �poca las mujeres cuyas siluetas morales no es posible contemplar, no obstante la distancia del tiempo, sin horror y asco; pero entre ellas, no hubo ninguna tan inhumana, tan feroz, tan despiadada, como la que dejamos en este instante dirigi�ndose al domicilio del desventurado doctor Manette. Era mujer inaccesible al miedo, inflexible, inteligente, astuta y resuelta, dotada de esa hermosura especial que infiltra en el �nimo de quien la posee firmeza y animosidad que fuerza a los dem�s a rendir homenaje instintivo a las cualidades expresadas. De haber vivido en �poca menos conturbada, de haberse movido en otro teatro, qui�n sabe si hubiese sido la gloria de su sexo; pero v�ctima desde ni�a de las injusticias sociales, crecida en una atm�sfera de odio implacable de clase, se convirti� en tigre. Desconoc�a en absoluto la piedad; y si alguna vez anid� en su alma la virtud, hab�ala extirpado muchos a�os antes no dejando de ella ni rastros.

�Qu� importaba que muriera un inocente por pecados cometidos por sus antepasados? Su furia implacable no ve�a al primero, sino a los �ltimos. Ni ten�a importancia dejar viuda a una infeliz mujer o hu�rfana a su hija; antes bien conceptuaba insuficiente el castigo desde el momento que se trataba de sus enemigos naturales, de su presa, de seres que no ten�an derecho a vivir. Intentar aplacarla, era in�til, pues carec�a de la facultad de compadecerse, no ya solo de los dem�s, sino hasta de s� misma. Si en alguno de los muchos encuentros en que tom� parte hubiese ca�do bajo la mano de sus enemigos, hubiera acepta[322]do su desgracia como cosa natural y corriente, y si la hubiesen obligado a subir la escalera fatal que terminaba en la guillotina, habr�a tendido su cuello sin que en su fiera alma nacieran otros sentimientos que un deseo rabioso de cambiar de puesto con el hombre que all� la enviara.

Tal era el coraz�n que palpitaba bajo el tosco vestido de la se�ora Defarge. Sucio, harapiento, no por eso dejaba de ser vestido, siquiera ofreciera un aspecto l�gubre como no dejaba de ofrecer alg�n atractivo su abundante masa de cabellos negros, mal encerrados dentro del gorro colorado. Oculta en su seno llevaba siempre una pistola cargada y en la cintura una daga de hoja larga y afilada. As� ataviada, caminando con paso seguro, con esa libertad de movimientos propia de la mujer que desde ni�a ha ido donde la han llevado sus deseos o sus caprichos, desnuda de pie y pierna, la tabernera Defarge dejaba atr�s calles y m�s calles.

Fuerza ser� que hagamos una peque�a digresi�n, a fin de aclarar algunos puntos que pudiera el lector encontrar obscuros. La noche anterior, cuando Lorry ultimaba los preparativos del viaje de los fugitivos, fu� para �l motivo de grandes preocupaciones la dificultad de llevar consigo a la se�orita Pross. No s�lo era muy de desear evitar excesos de carga que acaso entorpecieran la marcha, sino tambi�n reducir al m�nimum el tiempo que en la Barrera emplear�an para examinar los documentos y reconocer a los viajeros, pues la salvaci�n de todos pod�a depender de aprovechar o de perder breves segundos de tiempo. Tras largas consideraciones, y no sin medir detenidamente los inconvenientes y las ventajas, hab�a propuesto dejar a la se�orita Pross y a Jerem�as Lapa, que pod�an salir de la ciudad cuando les acomodase, con orden de emprender el viaje a las tres de la madrugada, utilizando uno de los carruajes m�s ligeros entonces conocido. Libres del engorro de equipajes, no tardar�an en dar alcance a los se�ores, y hasta en dejarlos rezagados.

La se�orita Pross acept� con alegr�a una proposici�n que la deparaba oportunidad de prestar alg�n servicio de importancia a las personas queridas. Ella y Jerem�as hab�an conocido a la persona que su hermano Salom�n hab�a tra�do desmayada en un coche, hab�an despedido a los viajeros, hab�an pasado diez minutos de terrible ansiedad, y estaban haciendo los �ltimos preparativos para ponerse en camino y alcanzar el coche en el momento que la tabernera Defarge se acercaba por momentos a la casa, con las intenciones que los lectores conocen perfectamente.

—�Qu� opina usted, se�or Lapa?—pregunt� la se�orita Pross, cuya agitaci�n era tan grande que,[323] ni la dejaba hablar, ni moverse, ni permanecer en pie, ni vivir.—�Qu� opina usted de nuestro viaje? La salida de dos carruajes en tan breve espacio de tiempo ha de despertar sospechas; as� lo temo, al menos.

—Mi opini�n, se�orita, es que tiene usted raz�n—contest� Lapa—Tambi�n opino que siempre apoyar� lo que usted diga, tanto si tiene raz�n como si se equivoca.

—Hasta tal extremo me enloquecen el temor y la esperanza por la suerte que puedan correr nuestros se�ores—repuso la se�orita Pross llorando desconsoladamente,—que soy incapaz de formar ning�n plan racional. Y usted, se�or Lapa, mi querido se�or Lapa, �se siente con capacidad bastante para formar alg�n plan medianamente racional?

—Con respecto a la vida futura, se�orita, creo que s�—respondi� Jerem�as Lapa;—pero con respecto al uso presente de esta bendita cabeza que llevo sobre los hombros, me temo que no. �Quiere usted hacerse cargo, se�orita, de dos promesas o votos que es mi deseo hacer, como recuerdo perpetuo de la crisis en que nos encontramos?

—�Dios nos tenga de su mano!—exclam� la se�orita Pross, llorando a grito herido.—Vengan en seguida esos votos o promesas, h�galos sin perder instante como buen cristiano que es.

—Lo primero que prometo—dijo Lapa temblando como un azogado y con expresi�n pat�tica,—lo primero que juro, es no volver a hacer nunca m�s algunas cosillas que antes hac�a... No; nunca m�s.

—Bien segura estoy, se�or Lapa, de que no ha de hacerlas nunca m�s, sean lo que sean esas cosillas, que no es necesario mencionar.

—No, se�orita; no las mencionar�. Lo segundo que prometo, lo segundo que juro, es no volver a mezclarme m�s en los rezos de la se�ora Lapa. No; nunca m�s la impedir� que se pase la vida entera de rodillas.

—Har� usted muy bien.—contest� la se�orita Pross, secando las l�grimas que la cegaban.—Deje que de las cosas del hogar cuide su se�ora... �Oh... mi pobre se�orita!

—Creo conveniente hacer constar, se�orita—repuso Lapa cual si estuviera hablando desde lo alto de un p�lpito,—y desear�a que usted transmitiera mis palabras a la se�ora Lapa, que mis opiniones con respecto a los rezos han sufrido un cambio radical, y que con toda mi alma desear�a que la se�ora Lapa estuviera de rodillas y rezando en este instante.

—�Oh, s�! �Ojal� est� rezando, y ojal� el Cielo escuche benigno sus oraciones!

—�Maldigo—prosigui� el se�or Lapa con mayor solemnidad que nunca—maldigo cuanto he hecho y dicho contra las buenas almas que rezan y se pasan el tiempo de[324] rodillas! �Maldigo a todos los mortales que en este mismo momento no est�n de rodillas y rezando para que el Se�or nos saque con bien de este riesgo mortal en que nos encontramos! �Maldigo, se�orita... maldigo...!

El buen Lapa baj� la cabeza despu�s de buscar en vano durante una porci�n de segundos otra cosa que maldecir.

—Si la misericordia divina quiere que alguna vez lleguemos a nuestra patria—contest� la se�orita Pross,—puede usted abrigar la seguridad m�s absoluta de que repetir� a la se�ora Lapa cuanto usted acaba de decir con lenguaje tan elocuente; y suceda lo que suceda, en todo momento me encontrar� dispuesta a dar testimonio de sus excelentes prop�sitos... �Pero pensemos, se�or Lapa.... pensemos!

Al cabo de largo rato de profunda meditaci�n, dijo la se�orita Pross:

—�No le parece acertado, se�or Lapa, dar orden de que el coche, en vez de venir aqu�, espere en cualquier parte? Si mi proposici�n le agrada, podr�a salir usted a dar el aviso, y yo acudir�a al punto que convini�ramos.

Jerem�as Lapa contest� que el plan le parec�a acertado.

—�D�nde podr�an esperarme?—pregunt� la se�orita Pross.

Tan aturdido estaba el se�or Lapa, que no se le ocurri� indicar lugar m�s a prop�sito que la acera del Tribunal del Temple de Londres, junto al Banco Tellson.

�Suerte infausta! El Tribunal del Temple estaba a cientos de millas de distancia, y en cambio la tabernera Defarge se encontraba muy cerca de la casa.

—Junto a la puerta de la catedral—dijo la se�orita Pross.—�Le parece a usted buen sitio la puerta de la catedral, entre las dos torres?

—Me parece inmejorable, se�orita.

—Entonces, ll�guese a la casa de postas, y d� las �rdenes convenientes.

—Lo �nico que me intranquiliza—dijo Lapa rasc�ndose la cabeza,—es dejar a usted. No sabemos lo que puede suceder.

—S�lo Dios lo sabe, es verdad; pero no tema por m�. Esp�reme con el coche a las tres en punto junto a la puerta de la catedral, o lo m�s cerca que le sea posible, que desde luego ser� menos expuesto a contratiempos que si sali�ramos de aqu�. �Que Dios le bendiga, se�or Lapa! Piense, no en nuestras vidas, que poco valen, sino en las otras m�s preciosas que probablemente dependen de las nuestras.

Estas palabras, y la actitud de la se�orita Pross, que tend�a hacia �l sus manos suplicantes, acabaron de decidir a Lapa, quien sali� inmediatamente, dispuesto a cumplir la comisi�n.

No contribuy� poco a tranquilizar a la se�orita Pross ver en camino de ejecuci�n las medidas[325] de precauci�n adoptadas. Tambi�n hall� consuelo en la necesidad de componer su aspecto exterior a fin de no llamar en las calles una atenci�n que pod�a ser peligrosa. Consult� el reloj y vi� que eran las dos y veinte. No pod�a perder tiempo.

Asustada al pensar en la soledad de aquellas habitaciones desiertas, temiendo ver por todas partes ojos que la acechaban, presa de terrores indecibles, la se�orita Pross puso agua fr�a en una jofaina y principi� a lavarse los ojos, rojos e hinchados de tanto llorar. Acosada por sus aprensiones, a cada segundo interrump�a el lavatorio para dirigir en torno suyo miradas de espanto. En una de esas interrupciones, retrocedi� y lanz� un alarido penetrante, pues, en realidad, descubri� a una persona que de pie, en el centro de la habitaci�n, la estaba mirando.

La jofaina se hizo mil pedazos y el agua derramada lleg� a besar los pies desnudos de la tabernera Defarge. Aunque parezca extra�o, aquellos pies, que iban a buscar sangre, se encontraban con agua.

—�D�nde est� la mujer de Evr�monde?—pregunt� la tabernera con frialdad.

R�pida como el rayo penetr� en la mente de la se�orita Pross la idea de que, la circunstancia de que estuvieran abiertas de par en par todas las puertas, har�a sospechar prop�sitos de fuga. Comenz�, pues, por cerrarlas todas, y a continuaci�n, se coloc� frente a la puerta que daba acceso a la habitaci�n que hasta aquel d�a hab�a ocupado Luc�a.

Con mirada llameante sigui� la tabernera Defarge todos los movimientos de la se�orita Pross, fij�ndolos en su cara luego que la vi� inm�vil junto a la puerta.

Limpia de toda clase de atractivos f�sicos estaba la se�orita Pross. Los a�os no hab�an amansado su r�stica rudeza ni suavizado la hosquedad ce�uda de su cara. Era al propio tiempo mujer resuelta, los peligros personales no la asustaban, y lejos de amilanarse al ver a la se�ora Defarge, midi�la de alto abajo con una mirada de profundo desd�n.

—Por tu aspecto, podr�as ser la mujer del mism�simo Lucifer—se dijo para sus adentros la se�orita Pross.—Pero si crees que me das miedo, te equivocas; soy inglesa.

Contempl�bala la tabernera con el desprecio en la mirada, aunque comprendiendo que se encontraba frente a un enemigo de cuidado. Sab�a muy bien que la se�orita Pross era capaz de perder la vida por la familia del doctor, de la misma manera que la se�orita Pross sab�a que la tabernera Defarge era capaz de todo lo malo trat�ndose de la familia indicada.

—Iba al lugar donde tengo reservada una silla—dijo la Defarge, extendiendo un brazo en direcci�n al sitio donde estaba emplazada la guillotina,—y de paso,[326] he querido dar mi enhorabuena a la mujer de Evr�monde. Necesito verla.

—S� que tus intenciones son malas, y puedes contar desde luego con la seguridad de que encontrar�s en m� quien se oponga a que las realices—replic� la se�orita Pross.

Cada cual hablaba en su lengua patria. Ni la tabernera entend�a una palabra de las pronunciadas por la se�orita Pross, ni �sta las pronunciadas por aqu�lla. Sin embargo, acech�banse mutuamente con mirada tan intensa, que sus gestos, su expresi�n, hac�an inteligibles las palabras que nada dec�an a sus o�dos.

—Peor para ella si no me la dejas ver ahora mismo—repuso la tabernera.—Los buenos patriotas sabr�n muy pronto lo que eso significa. Quiero verla... necesito verla... Ve y dila que no me voy de aqu� sin verla. �No me oyes?

—Te empe�as en quedarte sin ojos, y lo vas a conseguir—replic� la se�orita Pross.—M�rame, m�rame con esos ojos de bestia feroz, pero no me tientes el bulto, que tengo malas pulgas. Puede que vengas por lana y dejes la tuya entre mis u�as.

Claro que la Defarge no entendi� palabra de las frases que quedan copiadas, pero s� se di� cuenta cabal de que su interlocutora se negaba en redondo a obedecer sus mandatos.

—�Imb�cil... cara de marrana hambrienta!—barbot�.—�Quiero ver a la mujer de Evr�monde! �O vas ahora mismo a dec�rselo, o te separas de esa puerta y me dejas paso franco!

—Nunca me imagin� que pudiera hacerme falta entender esa lengua est�pida que hablas; pero la verdad es que dar�a ahora mismo todo lo que tengo, excepto la camisa que llevo puesta, por saber si sospechas toda la verdad o parte de ella.

Las dos mujeres se clavaban mutuamente con la vista. La tabernera, que hasta aqu� no se hab�a movido del sitio en que la vi� la se�orita Pross cuando se lavaba los ojos, avanz� un paso.

—Soy bretona y estoy furiosa—dijo la se�orita Pross.—Mi vida me importa un r�bano. S� que cuanto m�s tiempo te detenga, m�s aseguro la salvaci�n de mi se�orita... Como te acerques, yo te aseguro que no te dejo un pelo en esa cabeza.

Era el valor de la se�orita Pross de �ndole sentimental, un valor que llen� de l�grimas sus ojos. Poco pr�ctica la tabernera en fen�menos de sentimiento, tom� las l�grimas por debilidad.

—�Ja, ja, ja, ja! �Pobrecilla, y qu� poco vales!—exclam�.—No quiero nada contigo... �Ciudadano doctor!—grit�.—�Mujer de Evr�monde, hija de Evr�monde! �Contestad a la ciudadana Defarge, miserables habitantes de esa casa!

Acaso el silencio que sigui� a sus gritos, acaso la expresi�n de la se�orita Pross, acaso presenti[327]mientos nacidos en su negra alma, sugirieron a la tabernera la sospecha de que las personas cuya sangre buscaba hab�an hu�do. El hecho fu� que de las cuatro puertas que ten�a la habitaci�n en que se encontraba, abri� tres y mir� al interior de las estancias a las cuales daban acceso.

—�Todo lo veo en desorden, en estas habitaciones no hay nadie, y sospecho que tambi�n est� desierta la que t� guardas! �Quiero reconocerla!—grit�.

—�Nunca!—respondi� la se�orita Pross, quien entendi� las palabras de la tabernera tan bien como �sta entendi� su respuesta.

—Si no est�n en esa habitaci�n, se han ido; y aun es tiempo de perseguirlos y de darles alcance—pens� la Defarge.

—Mientras no averig�es si est�n o no en esta habitaci�n, no sabr�s qu� partido tomar—se dijo a s� misma la se�orita Pross;—y yo te aseguro que no has de averig�arlo si en mi mano est� impedirlo. Otra cosa; de aqu� no has de salir mientras me queden manos con que sujetarte.

—No he encontrado hasta hoy muro capaz de cerrarme el paso; ten por seguro que te har� pedazos si no sales de esa puerta—rugi� la tabernera.

—Estamos solas en una habitaci�n interior de una casa solitaria y en un barrio solitario. No es probable que nos oigan. De aqu� no saldr�s, fiera, pues cada minuto que te detenga, vale un mundo para mi querida se�orita.

La tabernera, perdida la paciencia, avanz� con paso resuelto hacia la puerta. La se�orita Pross, guiada por el instinto de momento, la agarr� con entrambos brazos por la cintura. En vano intent� resistirse y herir la primera, pues su antagonista, con esa tenacidad de gigante que da el amor, siempre m�s fuerte que el odio, no s�lo la sujet�, sino que tambi�n la alz� del suelo entre sus brazos. Debati�se furiosa la Defarge, descarg� bofetones y m�s bofetones sobre la cara de su enemiga, la ara�� despiadada, pero la se�orita Pross, que para defenderse hab�a bajado la cabeza, estrechaba cada vez m�s el cerco de acero con que aprisionaba su cintura.

Las manos de la tabernera dejaron de golpear y bajaron a la cintura.

—No te molestes—dijo la se�orita Pross;—est� por bajo de mi brazo y no has de poder desenvainarlo. Soy m�s fuerte que t�, gracias a Dios, y no te soltar� hasta que caigas desmayada o muerta.

La se�ora Defarge llev� la diestra al seno. La se�orita Pross vi� el objeto que aquella mano sacaba. R�pida como un rayo alz� un brazo, descarg� un golpe, y... brot� una llamarada, son� un trueno, y retrocedi�. La estancia qued� llena de humo.

Todo ello no dur� m�s de un segundo. El humo principi� a salir por la ventana, llevando entre[328] sus negras espirales el alma de la mujer que yac�a sin vida sobre el pavimento.

Lo terrible de la situaci�n en que se ve�a, hizo que la se�orita Pross, en el primer momento, intentara huir del cad�ver y bajara corriendo la escalera con �nimo de pedir socorros innecesarios y tard�os; pero afortunadamente h�zose cargo de las consecuencias a tiempo para detenerse y volver sobre sus pasos. Horrible era pasar sobre el cad�ver, tendido a trav�s de la puerta; pero pas� para recoger el sombrero y otros objetos que deb�a llevarse. Los sac� al descansillo de la escalera, cerr� la puerta con llave, se sent� con objeto de dar salida por los ojos al espanto que la ahogaba, y ya m�s tranquila, se levant� y se fu�.

Por fortuna para ella, el velo del sombrero era bastante tupido, pues en caso contrario, lo probable es que la hubieran detenido en la calle. Por fortuna para ella, era tan fea, que los ara�azos profundos que en la contienda hab�a recibido no dejaron en su cara las huellas que en otro rostro m�s favorecido por la naturaleza habr�an dejado.

Al cruzar el puente, arroj� al r�o la llave de la casa. Lleg� frente a la puerta de la catedral algunos minutos antes de la hora convenida con Lapa, y esper�, llena de terror, al pensar que acaso pescasen la llave que acababa de arrojar, y descubriesen a qu� casa pertenec�a, y abriesen la puerta, y encontrasen un cad�ver, y la prendieran y condenaran a muerte por el delito de asesinato. Tales eran los pensamientos que la agitaban cuando lleg� Lapa.

—�Hay ruido en las calles?—pregunt� la se�orita Pross.

—El ordinario—respondi� Lapa, no poco sorprendido tanto por la pregunta cuanto por el aspecto de quien la hizo.

—No le oigo... �Qu� me dice?

En vano repiti� Lapa una y otra vez lo que hab�a dicho; la se�orita Pross no le o�a.

—�Vaya!—pens� Lapa.—Me har� entender por se�as.

—�Hay ruido en las calles?

Lapa movi� afirmativamente la cabeza.

—No oigo nada.

—�Sorda como una tapia en una hora? �Es extra�o!—pens� Lapa—�Qu� la habr� pasado?

—He visto un rel�mpago, he o�do un trueno; y el trueno fu� lo �ltimo que o� en mi vida—explic� la se�orita Pross.

—La encuentro completamente cambiada... �Qu� habr� podido tomar para cobrar aliento? Porque la verdad es que no parece que tenga ni pizca de miedo... �El ruido de esas malditas carretas...! �Las oye usted, se�orita?

—No oigo nada, absolutamente nada—contest� la buena Pross, reparando en el movimiento de los labios de su compa�ero.—Un rel�mpago, un trueno, y nada m�s.

[329] —Si no oye el rodar de esas horribles carretas, opino que no volver� a oir nada en este mundo—murmur� Lapa.

No se enga�aba. La se�orita Pross qued� sorda para siempre.

XV.
LOS ECOS SE APAGAN PARA SIEMPRE

Rebotan sobre el empedrado de las calles de Par�s los veh�culos de la muerte chirriando l�gubremente. Seis carretas llevan a la guillotina la raci�n de vino con que diariamente se entretiene su sed. Los monstruos devoradores, los monstruos insaciables que han forjado las imaginaciones humanas desde el instante primero de su actividad se han fundido en una realizaci�n �nica, y esta realizaci�n �nica se llama guillotina. Y, sin embargo, en Francia, con toda su rica variedad de clima y de suelo, no hay una brizna de hierba, una hoja, una ra�z, un renuevo, susceptible de llegar a saz�n y madurez bajo condiciones m�s favorables que aquellas que produjeron aquel horror. El d�a que martillos semejantes aplasten y machaquen a la humanidad, retorci�ndola y borrando su forma, reaparecer� aqu�lla bajo las mismas formas violentas y contrahechas bajo las cuales reapareci� entonces, el d�a que se siembre la semilla de la licencia rapaz y de la opresi�n, florecer�n y sazonar�n los mismos frutos que entonces florecieron y sazonaron.

Seis carretas ruedan chirriando a lo largo de las calles. �Transf�rmalas en lo que antes fueron, t�, Tiempo, encantador poderoso, reint�gralas a su forma y condici�n anterior, y las veremos trocadas en otras tantas carrozas soberbias de monarcas absolutos, en trenes de nobles feudales, en lujosas galas de deslumbradoras Jezabeles, en Sinagogas que han dejado de ser la Casa de Mi Padre para convertirse en cavernas de ladrones, en m�seras chozas de millones de fam�licos campesinos! No; el gran mago que majestuosamente trastorna el orden establecido por el Creador, jam�s destruye sus transformaciones. �Si la voluntad de Dios te ha dado la forma que afectas, no intentes variarla; pero si la debes a pasajeras conjuras humanas, recobra la que recibiste del Alt�simo,� dicen los magos a los seres encantados en los cuentos �rabes.

Las ruedas sombr�as de las carretas al dar vueltas sobre el empedrado semejan potente arado que abre un surco profundo entre el populacho que llena las calles, a uno y otro lado del que quedan cabezas humanas. Tan habituados est�n al horrendo espect�culo los vecinos de las casas, que en muchos balcones no se ve una sola cara, y es muy frecuente ver personas empleadas en alguna ocupaci�n que no suspenden el movimiento de sus manos al paso[330] de aqu�llas, aunque sus ojos se vuelvan a las carretas para ver qui�nes son los desgraciados que las ocupan.

Entre los que montan las fat�dicas carretas, los hay que contemplan lo que les rodea con mirada impasible y los hay que concentran en ello un inter�s pasajero. Dan pruebas palpables unos de desesperaci�n silenciosa haciendo el viaje postrero con las cabezas dobladas sobre el pecho, al paso que otros las llevan arrogantemente erguidas y dirigen a las turbas miradas de altivo desd�n. Muchos meditan o procuran recoger sus pensamientos empe�ados en vagar sin freno, y a ese fin cierran los ojos, mientras uno, uno solo, m�sero ser de aspecto repugnante, parece tan enloquecido de terror, que canta y hasta intenta bailar. Las expresiones de los condenados var�an hasta el infinito, pero ni uno solo despierta piedad en los diamantinos pechos del pueblo.

Rompen la marcha algunos jinetes de aspecto embrutecido a quienes los curiosos dirigen de vez en cuando preguntas. Sin duda �stas son siempre las mismas, pues a la contestaci�n sigue invariablemente un movimiento de las turbas en direcci�n a la tercera carreta. Los jinetes de rostro embrutecido que cabalgan delante tambi�n se�alan con frecuencia con la punta de sus sables a un hombre de los que la ocupan. El condenado en cuesti�n ha excitado la curiosidad general; todos desean saber qui�n es el hombre que, apoyada la espalda contra el respaldo de la tercera carreta, conversa con una muchachita sentada a su lado. No parece que le interese la escena ni que le importe nada de cuanto le rodea. En la calle de San Honorato gritan las turbas contra �l; a los gritos contesta con una sonrisa y con movimientos en�rgicos de cabeza que desordenan m�s sus largos cabellos, ca�dos sobre su cara, hasta la cual no puede llevar las manos, pues sus brazos est�n amarrados.

En lo alto de una escalinata de una iglesia espera el paso de la f�nebre comitiva el esp�a a quien Sydney Carton llamaba el mirlo del verdugo. Clava sus miradas en la primera carreta: no est� all�. Mira con ansiedad a la segunda... Tampoco. Su rostro refleja el temor que comienza a invadirle, cuando, al escudri�ar la tercera, sonr�e complacido.

—�Qui�n es Evr�monde?—pregunta un hombre colocado a su espalda.

—Aquel... el de la tercera carreta.

—�El que habla con la chicuela?

—S�.

—�Muera Evr�monde!—vocifera inmediatamente el hombre en cuesti�n.—�A la guillotina todos los arist�cratas! �Muera Evr�monde!

—�Calla.... calla...!—exclama con timidez el esp�a.

[331] —�Por qu� he de callar?

—Porque va ya a pagar sus cr�menes... Dentro de cinco minutos los habr� purgado... D�jale ahora en paz.

—�Muera Evr�monde!—contin�a gritando aquel b�rbaro.

Evr�monde vuelve la cara hacia el que vocifera; ve al esp�a, le mira con atenci�n, y prosigue imp�vido su camino.

Los relojes de la ciudad est�n para dar las tres, y el arado se desv�a de la recta para llegar al sitio designado para las ejecuciones. Las l�neas de cabezas humanas que flanqueaban hasta all� el surco abierto por el arado se agrupan en tropel rodeando a la guillotina que va a entrar en funciones. En primera fila, c�modamente instaladas en sillas, exactamente lo mismo que si estuvieran en el teatro, hay una porci�n de mujeres, que hacen calceta con verdadero ardor; entre ellas no era dif�cil ver a La Venganza, que parece inquieta y nerviosa.

—�Teresa!—grita apelando a su registro m�s estridente.—�Qui�n ha visto a Teresa... a Teresa Defarge?

—Es la primera vez que falta—contesta una de las trabajadoras.

—�No... no faltar� hoy tampoco...! �Teresa!—ruge La Venganza.

—Grita m�s—aconseja la mujer que habl� antes.

�Ah! Grita, Venganza, grita: �que por altos que tus gritos sean es dif�cil que te oiga! �Grita, Venganza, grita... no importa que acompa�es tus gritos con maldiciones; que ni aqu�llos ni �stas han de llegar a o�dos de tu jefe! �Env�a emisarios que la busquen por todas partes; que esos emisarios, aun cuando no puede negarse que han dado cima a empresas dif�ciles, es seguro que no han de ir a buscarla donde est�! �Ha hecho un viaje demasiado largo!

—�Mala suerte!—acalla La Venganza, pateando con furia—�Y ya est�n aqu� las carretas...! �Y Evr�monde ser� despachado sin que est� ella!

Mientras La Venganza llama a grito herido a Teresa Defarge, son descargadas las carretas. Los ministros de Santa Guillotina est�n vestidos y dispuestos a trabajar... Se oye un golpe, rueda una cabeza que inmediatamente alza en su mano uno de los ministros, y las mujeres, sin mirar apenas, contin�an haciendo calceta, diciendo por todo comentario:

—Una.

La escena se repite varias veces, sin que las mujeres interrumpan su labor ni dejen de contar.

Sube al tablado fatal el supuesto Evr�monde, dando la mano a la desventurada ni�a, seg�n la hab�a ofrecido, a la que coloca de espaldas a la terrible cuchilla, que sube y baja sin interrupci�n.

—De no haber sido por ti, mi querido desconocido, no tendr�a yo la calma y resignaci�n que tengo, pues soy una pobre ni�a y mi coraz�n es d�bil. Tampoco habr�a sabido elevar mis pensamientos[332] hacia Aqu�l que muri� por nosotros, a Aqu�l cuya misericordia es hoy mi �nica esperanza. Yo creo que son los Cielos los que te han enviado a m� en este d�a de prueba.

—Quiz� seas t� el mensajero que los Cielos me han enviado a m�—replic� Carton.—Fija en m� tus ojos, ni�a querida, y no te acuerdes de nada m�s.

—Mientras tenga entre mis manos la tuya, estar� tranquila; y si al separarla para emprender el viaje, el golpe es r�pido, tampoco temer�.

—El golpe ser� r�pido; pierde cuidado.

Aunque se encontraban entre las dem�s v�ctimas, hablaban con tanta libertad como si hubiesen estado solos. Aquellos dos hijos de la Madre Universal, desconocidos hasta entonces el uno al otro, iban a hacer juntos el �ltimo viaje, a comparecer juntos ante el Creador, a reposar juntos en el Cielo.

—�Valiente y generoso amigo!—exclam� la ni�a—�Me permites que te haga una pregunta? Soy muy ignorante, y se trata de una cosa que me turba y mortifica... un poquito.

—Pregunta lo que quieras.

—Tengo una prima, mi �nico pariente, hu�rfana como yo, a quien quiero mucho. Tiene cinco a�os menos de edad que yo y vive en una casa de labor, por el Mediod�a. La pobreza nos separ�; ignora mi desgracia y yo no puedo escribirla... y, aunque pudiera... �qu� iba a decirle? Mejor es as�.

—Es verdad: mejor es as�.

—Lo que he estado pensando mientras nos tra�an aqu�, y lo que segu�a pensando ahora, es lo siguiente: si en realidad la Rep�blica ha de hacer la felicidad de los pobres, si gracias a ella padecen menos hambre y se alivian sus sufrimientos, mi prima puede vivir a�n muchos a�os; hasta es posible que llegue a vieja.

—�Y qu�, mi querida hermanita?

—Si as� es, �no te parece que se me har� muy larga la espera, all� en aquel mundo mejor en que conf�o ser misericordiosamente acogida contigo, en aquel mundo donde viviremos eternamente t�, ella y yo?

—No, hija m�a, no; en aquel mundo mejor a que aludes, no existe el Tiempo ni tienen cabida los sufrimientos.

—�Cu�nto me consuelan tus palabras! �Soy yo tan ignorante! �He de besarte ya? �Lleg� el momento?

—S�, hija m�a, s�.

La ni�a besa los labios de Sydney Carton y Sydney Carton besa los labios de la ni�a. No tiemblan sus manos al separarse. �Adi�s�. Rueda primero la cabeza de la ni�a... Las mujeres que hacen calceta cuentan VEINTID�S.

�Yo soy la Resurrecci�n y la Vida; aqu�l que en M� cree, aun[333]que haya muerto, vivir� eternamente; y todo el que vive y cree en M�, no morir� jam�s.�

Desciende otra vez la cuchilla, y las mujeres cuentan; VEINTITR�S.


Aquella noche, no se habla de otra cosa en la ciudad. Todos dicen que jam�s vieron rostro humano que reflejase tanta calma, tanta serenidad de esp�ritu. Muchos a�ad�an que su aspecto era sublime y que en sus ojos brillaba la luz prof�tica.

Alg�n tiempo antes, una de las v�ctimas m�s notables de la guillotina, una mujer, hab�a consignado por escrito, puesta sobre el tablado pavoroso, los pensamientos que la horrible m�quina le inspiraba. Si Sydney Carton hubiese dado expresi�n sensible a los suyos, y �stos hubieran sido prof�ticos, habr�an sido los siguientes:

�Veo a Barsad, a Cly, a Defarge, a La Venganza, a los Jurados, a los Jueces, a todos los nuevos opresores de la humanidad que se han alzado terribles para destruir a los antiguos, caer bajo la afilada cuchilla del instrumento justiciero. Veo que del fondo del negro abismo surge una ciudad hermosa y un pueblo instru�do que, en sus luchas por la libertad verdadera, en sus triunfos y derrotas, exp�a, durante largos a�os, los horrores de la �poca actual y los de las �pocas anteriores, y concluye por borrarlos.

�Veo las vidas de aquellos por quienes doy la m�a, desliz�ndose tranquilas, pr�speras y felices, en aquella Inglaterra que mis ojos no volver�n a ver jam�s. Veo a ella meciendo dulcemente en su regazo a un ni�o que lleva mi nombre. Veo a su padre doblegado bajo el peso de los a�os, pero prodigando hasta el �ltimo momento de su vida los auxilios de su ciencia a sus semejantes. Veo al buen anciano, que durante tantos a�os ha sido su amigo tierno y abnegado, enriqueci�ndoles con todo cuanto posee y volando al mundo en que le espera la recompensa a que sus virtudes le hicieron acreedor.

�Veo que en sus corazones me han erigido un altar, y que este altar lo transmiten a sus descendientes, y que, muchas generaciones despu�s, todos los descendientes de aquella familia querida rinden culto de gratitud sincera a la memoria del hombre que sacrific� su vida en aras de un afecto santo. La veo a ella, ya muy anciana, llorando por m� todos los aniversarios de mi muerte. La veo a ella y a su marido, durmiendo en la tierra el sue�o �ltimo, y s� que, aun despu�s de muertos, honran y enaltecen mi memoria.

�Veo al ni�o que ella mec�a en su regazo y que lleva mi nombre hecho var�n fuerte que se abre camino en el mundo dedicado a la carrera que fu� mi carrera en[334] otro tiempo, y se lo abre tan brillantemente, que los resplandores que ilustran su nombre ilustran tambi�n el m�o. Veo borradas las manchas que empa�aron el brillo de mi alma. Veo al ilustre abogado que lleva mi nombre, al que es el m�s justo de los jueces de la tierra, al que ha sabido conquistarse el respeto y la admiraci�n de sus conciudadanos, ya viejo, muy viejo, teniendo sobre sus vacilantes rodillas a un ni�o de cabellos de oro, que tambi�n lleva mi nombre, y narr�ndole con voz balbuciente mi historia.

�Mil veces m�s hermoso es lo que hago ahora que lo que nunca hice.

�La santa dicha que ahora saborea mi alma no la hubiera encontrado jam�s en la tierra.�

FIN


[335]

INDICE

LIBRO PRIMERO
VUELTA A LA VIDA
P�GS.
I. —El per�odo. 7
II. —La diligencia. 10
III. —Las sombras de la noche. 15
IV. —La preparaci�n. 19
V. —La taberna. 30
VI. —El zapatero. 39
LIBRO SEGUNDO
EL HILO DE ORO
I. —Cinco a�os despu�s. 49
II. —Una visita. 54
III. —Decepci�n. 60
IV. —Enhorabuena. 72
V. —El chacal. 78
VI. —Centenares de visitas. 83
VII. —El se�or en la ciudad. 94
VIII. —El se�or en el campo. 102
IX. —La cabeza de Gorgon. 106
X. —Dos promesas. 116
XI. —Entre compa�eros. 122
XII. —El caballero delicado. 125
XIII. —El sujeto no delicado. 131
XIV. —El honrado menestral. 136
XV. —Haciendo calceta. 144
XVI. —M�s punto de media. 154
XVII. —Una noche. 164
XVIII. —Nueve d�as. 168
XIX. —Una opini�n. 174
XX. —Una s�plica. 181
XXI. —Pasos que resuenan. 185
XXII. —Sube la marea. 195
XXIII. —El incendio adquiere incremento. 201
XXIV. —Atra�do por la monta�a imantada. 207
LIBRO TERCERO
EL RUMBO DE LA TORMENTA
I. —En secreto. 219
II. —La piedra de afilar. 230
III. —La sombra. 235
IV. —Calma en la tormenta. 240
V. —El aserrador. 246
VI. —Triunfo. 251
VII. —Visita inesperada. 257
VIII. —Una partida original. 262
IX. —Hecho el juego. 273
X. —La substancia de la sombra. 284
XI. —Sombras. 297
XII. —Tinieblas. 301
XIII. —Cincuenta y dos. 308
XIV. —Fin de la calceta. 318
XV. —Los ecos se apagan para siempre. 329





End of Project Gutenberg's Una historia de dos ciudades, by Charles Dickens

*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK UNA HISTORIA DE DOS CIUDADES ***

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