A medio camino entre la monografía filosófica y la meditación memorística,
Qué es el arte pone en tela de juicio la creencia popular según la cual el arte
es un concepto indefinible, y tras ello nos expone las propiedades que
constituyen su sentido universal. Según Danto, y a pesar de las diversas
teorías, una obra de arte se define siempre por dos criterios esenciales: el
significado y la materialización, y a estos les suma un tercer criterio, el de la
interpretación que cada espectador aporta a esa obra. Con su peculiar estilo
claro y accesible, Danto combina la filosofía y el arte de épocas y géneros
diversos, y de este modo nos ofrece una clara panorámica de la
universalidad de la producción estética.
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Arthur C. Danto
Qué es el arte
ePub r1.0
Titivillus 31.05.16
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Título original: What Art Is
Arthur C. Danto, 2013
Traducción: Iñigo García Ureta
De la imagen de la portada: © 2013 Andy Warhol Foundation for the Visual Arts / ARS, NY/ VEGAP,
Barcelona
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
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Para Lydia Goehr
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AGRADECIMIENTOS
El único capítulo que ha visto la luz en forma de una publicación previa es «El
futuro de la estética», que sirvió como discurso en una conferencia internacional
sobre estética en la Universidad de Cork. Sólo el primer capítulo, «Sueños
despiertos», no se ha presentado nunca en forma de conferencia. «Restauración y
Significado», un análisis de la polémica restauración de la capilla Sixtina de Miguel
Ángel, fue presentado en la Universidad Washington and Lee en 1996, en honor de
Cy Twombly y Nicola del Roscio, aunque, al igual que el resto de capítulos, ha sido
revisado posteriormente. El caso es que mi esposa y yo estábamos invitados en Gaeta,
adonde había ido a escribir un texto sobre esculturas de Twombly, y éste me
convenció de que los que denunciaron la limpieza estaban equivocados. Yo no soy
historiador del arte y mi argumento es filosófico, y ésta es mi única contribución al
debate. Aquí sirve para apoyar mi afirmación de que la definición del arte es
universal. Si hubiera sabido lo suficiente sobre las cuevas de Ardèche como para
montar una tesis, se habría parecido a mi afirmación sobre el logro impresionante de
Miguel Ángel. O, en otro orden de cosas, a mi largo escrutinio de la Brillo Box de
Andy Warhol.
Compré mi primer ordenador en 1992, lo que significa que la revisión desde
entonces ha sido incesante. «El cuerpo en la filosofía y en el arte» fue entregado bajo
el título «El cuerpo, el problema del cuerpo» en una conferencia en la Universidad de
Columbia y mantuvo dicho título cuando, después de muchas presentaciones, impartí
la misma conferencia en un congreso sobre religión y filosofía llamado Divine
Madness [Locura divina], que se celebró en la Universidad de Minnesota en
Mineápolis y fue organizado por Tom Rose del departamento de arte. Tom y yo
teníamos muchos intereses comunes, sobre todo en «lugares con pasado», por tomar
prestado el título de una exposición comisariada por Mary Jane Jacob. Eso propició
una especie de colaboración, en el sentido de que escribí algunos textos para varios
de sus proyectos de libros de artista. Le pedí a Tom que leyera y comentara el
manuscrito de este libro antes de darlo a la imprenta.
El capítulo titulado «El final del torneo: el paragone entre pintura y fotografía»,
fue presentado en una conferencia organizada por Lydia Goehr en el Museo
Metropolitano de Arte de Nueva York. Se basaba en algunas observaciones críticas
que hice en Columbia al hecho de que el libro de Peter Gay sobre la modernidad no
hablara de fotografía. He dedicado este libro a Lydia por nuestros mutuos intereses
filosóficos en filosofía del arte y filosofía de la historia y también por la larga
amistad, su ingenio y generosidad, y, qué duda cabe, por el hecho de que ambos
somos Capricornio.
Estoy profundamente agradecido a mi editor, Jeffrey Schier, por su lectura
maravillosa de este texto filosófico, aunque a veces yo mismo me resistí a aportar
más claridad, forzando al lector a reflexionar sobre la Brillo Box, como yo hice la
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primera vez que la vi en 1964. Para mí, encerraba el secreto del arte.
No hubo ninguna circunstancia especial que propiciara la escritura de «Kant y la
obra de arte», que presenté en la Universidad de Maryland, y más tarde en el Museo
de Crystal Bridges en Bentonville, Arkansas. Mi opinión es que cualquier tipo de
público se siente halagado por una conferencia sobre Kant, aunque debo señalar mi
agradecimiento a Diarmuid Costello, de la Universidad de Warwick, por despertarme
de mi sueño dogmático y mostrarme cuánto tenemos en común Kant y yo, y sobre
todo lo cerca que están mis propios puntos de vista de las «ideas estéticas» de Kant.
La idea de este libro se debe a mi agente, Georges Borchardt, y a John Donatich,
director de la editorial Yale University Press, que pensaron que tal vez podría servir
como un compañero filosófico a mi texto Warhol, que fue publicado por la misma
editorial universitaria. En cualquier caso, me ha permitido desarrollar aspectos del
concepto de arte que han dominado mi filosofía y mi práctica crítica durante el último
medio siglo.
Randy Auxier pensó que mi volumen de la Biblioteca de los filósofos vivos debía
tener algo que decir sobre mi carrera como artista gráfico. Me resistí, apuntando que
el artista y filósofo no tenían nada que ver, pero Ewa Bogusz-Boltuc descubrió mi
trabajo en un anuncio de una imprenta, y logró que el Museo de la Universidad de
Illinois de Springfield me brindara la primera oportunidad de exponer mi obra desde
1960. También escribió un sentido ensayo sobre el arte del grabado sobre madera.
Sobre todo, su ensayo me hizo darme cuenta que los pasajes sobre el arte en mi
trabajo son siempre filosóficos, por lo que me vi forzado a reconocer que el arte y la
historia son filosóficamente inseparables. Debo agradecer a Sandra Shemansky por
haber incluido uno de mis grabados en la colección de la que es responsable, y por
sugerirme que done mis planchas, que llevaban décadas en un armario, a la
Universidad de Wayne State, mi alma mater.
Por último, debo gran parte de mi felicidad a la artista Barbara Westman, mi
esposa durante los últimos treinta y tantos años. Su buen humor, su talento y su amor
son los regalos que realmente hacen que la vida valga la pena.
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PRÓLOGO
Es un hecho ampliamente aceptado que Platón definió el arte como imitación,
aunque resulta difícil decir si se trata de una teoría o de una mera observación, ya que
en la Atenas de aquel tiempo no había nada más que fuera denominado arte. Lo único
que parece claro es que por imitación Platón entendía más o menos lo que significa
en nuestra lengua: algo que se parece a la cosa real, pero que no es lo real. En cierto
modo, Platón estaba interesado en el arte de forma negativa, ya que estaba tratando
de diseñar una sociedad ideal —una República, ¡nada más y nada menos!— y se
mostraba ansioso por deshacerse de los artistas con el argumento de que el arte tenía
una utilidad práctica desdeñable. Para lograr este objetivo trazó un mapa del
conocimiento humano, colocando el arte en el nivel más bajo posible, junto con los
reflejos, las sombras, los sueños y las ilusiones. Platón juzgaba todo esto meras
apariencias, categoría a la que también pertenecía el tipo de cosas que un artista sabía
hacer. Así, los artistas podían dibujar una mesa, lo que significa que sabían qué
aspecto tiene una mesa. Pero ¿podían realmente hacer una mesa? No, no es probable.
Y ya puestos, ¿de qué sirve saber qué aspecto tiene una mesa? De hecho, existía un
conflicto entre el arte y la filosofía, pues en aquellos días los escritos de los poetas se
usaban para enseñar a los niños a comportarse en la vida. Y así Platón consideraba
que la pedagogía moral debía dejarse en manos de filósofos, que a la hora de explicar
cómo son las cosas utilizaban no meras imitaciones, sino la realidad.
En el libro décimo de La República, un personaje de Platón —Sócrates— afirma
que si se quiere imitar no hay nada mejor que un espejo, que brindará reflejos
perfectos de lo que uno coloque ante él, mucho mejores de lo que un artista suele
conseguir. Por consiguiente, deshagámonos de los artistas. Los griegos usaban textos
como La Ilíada pedagógicamente, para enseñar una conducta correcta. Pero los
filósofos dominan las cosas más elevadas, que Platón denomina ideas. Una vez que
los artistas quedaban fuera de juego, los filósofos podían enseñar y servir como
gobernantes sin riesgo de caer en la corrupción.
En cualquier caso, nadie puede negar que la práctica del arte consistía en
imitaciones o en capturar apariencias, por parafrasear a los historiadores de arte
contemporáneos. ¡Qué diferencia con la situación actual! «Estoy muy interesado en
ver cómo uno aborda este tema, porque ¿qué es el Arte?», me escribe mi amigo el
artista Tom Rose en una nota personal. «Es una cuestión que surge en cada clase y en
todo tipo de contextos». Es como si la imitación hubiera desaparecido, y otra cosa
ocupara su lugar. En el XVIII, siglo en que la estética se inventó o fue descubierta,
dominaba la idea de que el arte aportaba belleza, por lo que daba placer a aquellos
que poseían un gusto refinado. La belleza, el placer y el gusto eran una tríada
atractiva, que Kant se tomó muy en serio en las primeras páginas de su obra maestra,
la Crítica del juicio. Después de Kant —y Hume antes que él— vinieron Hegel,
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Nietzsche y Heidegger, Merleau-Ponty y John Dewey, cada uno con sus respectivas
tesis, todas maravillosas aunque conflictivas. Y luego estaban los propios artistas, con
pinturas y esculturas que ponían a la venta en galerías y ferias de arte y bienales. No
era de extrañar que la pregunta de qué es arte surgiera «en cada clase y todo tipo de
contextos». Así pues, ¿qué es el arte? Lo que sabemos de la cacofonía de argumentos
artísticos es que hay demasiado arte no imitativo, lo que nos fuerza a leer a Platón
sólo por conocer sus opiniones, y poco más. El suyo fue el primer paso. Fue
Aristóteles quien avanzó más allá, al aplicarlo a presentaciones dramáticas (las
tragedias y las comedias) que a su juicio eran imitaciones de acciones. Antígona era
el modelo de esposa ejemplar; Sócrates no era el modelo de marido perfecto y así
sucesivamente.
Yo sostengo que si algunas obras de arte son mera imitación y otras no, entonces
dicho término no pertenece a la definición de lo que se entiende filosóficamente como
arte. Una propiedad forma parte de la definición sólo si es común a todas las obras de
arte. Con el advenimiento de la modernidad, el arte dejó de ser un espejo de
imágenes, o, mejor aún, dejó paso a la fotografía como pauta de fidelidad con la
imagen real. Ésta aventaja a las imágenes que nos da el espejo, porque es capaz de
preservarlas, aunque por supuesto las imágenes fotográficas también pueden acabar
desapareciendo.
Hay grados de fidelidad en la imitación, por lo que la definición platónica de arte
se mantuvo apenas discutida hasta que dejó de captar la aparente esencia del arte.
¿Cómo pudo suceder esto? Pues porque coincidió históricamente con el advenimiento
de la modernidad, por lo que este libro se abre con ciertos cambios revolucionarios
que tuvieron lugar en Francia, principalmente en París. Platón había tenido una
carrera fácil, desde el siglo VI a. C. hasta los años 1905-1907, con los llamados fauves
—bestias— y el cubismo. En mi opinión, para alcanzar una definición mejor que la
de Platón, hay que mirar a los artistas más recientes, ya que son más propensos a
restar de sus teorías propiedades anteriormente consideradas esenciales para el arte,
como la belleza. Marcel Duchamp encontró la forma de erradicar la belleza en 1915,
y en 1964 Andy Warhol descubrió que una obra de arte podía ser clavadita a una cosa
real, aun a pesar de que los grandes movimientos de la década de 1960 —fluxus, pop
art, minimalismo o arte conceptual— hicieran un arte que no era lo que se dice
imitativo. Curiosamente, en los años setenta la escultura y la fotografía desplazaron el
centro artístico hacia la autoconciencia. A partir de ahí, todo era posible. Todo valía,
lo que nos lleva a preguntarnos si es posible alcanzar una definición de arte. Porque
todo no puede ser arte.
El primer capítulo (el más largo) podrá sonar a historia del arte, pero no lo es. En
un momento dado los principales esteticistas decidieron que el arte era indefinible, ya
que no presentaba ninguna característica primordial. Como mucho, el arte sería un
concepto abierto. Sin embargo, soy de la opinión de que tiene que ser un concepto
cerrado. Debe haber una serie de propiedades generales que de algún modo expliquen
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por qué el arte es universal.
Es cierto que hoy en día el arte es plural. Ciertos seguidores de Ludwig
Wittgenstein se fijaron en esto, en el pluralismo. Aquello que hace del arte una fuerza
tan poderosa como para impregnar tanto una canción como una historia debe ser lo
que a su vez lo convierte en arte. Realmente no hay nada igual cuando se trata de
agitar el espíritu.
Sirviéndome de Duchamp y Warhol para brindar mi propia definición de arte, he
intentado entresacar ejemplos de la historia del arte para mostrar que la definición
siempre ha sido la misma. Así, me ayudo de Jacques-Louis David, Piero della
Francesca, y la Capilla Sixtina de Miguel Ángel. Si uno cree que el arte es de una
sola pieza, debe demostrar que lo que lo hace arte se encuentra una y otra vez a lo
largo de la historia.
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1. SUEÑOS DESPIERTOS
A principios del siglo XX en Francia las artes visuales fueron objeto de una
revolución. Hasta entonces, las artes —que, a menos que se indique lo contrario, me
limitaré a designar en singular como «arte»— se habían dedicado a copiar las
apariencias visuales en distintos medios. Como se vio más tarde, la historia de dicho
proyecto comenzó en Italia, en la época de Giotto y Cimabue, y culminó en la época
victoriana, cuando los artistas visuales fueron capaces de lograr un modo ideal de
representación que el renacentista León Battista Alberti define en su ensayo De la
pintura de la siguiente manera: «No debería haber ninguna diferencia visual entre
mirar un cuadro y mirar por la ventana que muestra lo mismo que esa pintura. Así, un
retrato conseguido debe ser indiscernible del sujeto del retrato que nos observa a
través de una ventana».
Al principio esto no era posible. Las pinturas de Giotto pudieron deslumbrar a sus
contemporáneos, pero, por usar un ejemplo del historiador del arte Ernst Gombrich
en Arte e ilusión, las imágenes de Giotto se considerarían toscas en comparación con
la imagen de un tazón de copos de maíz hecha con aerógrafo por un artista comercial
de hoy en día. Entre ambas representaciones media una serie de descubrimientos: la
perspectiva, el claroscuro (el estudio de la luz y las sombras) y la fisonomía, o el
estudio de alcanzar representaciones naturalistas de rasgos humanos que expresen
sentimientos adecuados a una situación dada. Cuando Cindy Sherman visitó una
exposición de la obra de Nadar, el fotógrafo francés del siglo XIX, que mostraba a
personas reales expresando distintos sentimientos, dijo: «Todos se parecen. El
contexto, a menudo, nos revela lo que en verdad son los sentimientos de alguien: el
horror en una batalla podría expresar hilaridad en el Folies Bergère».
Hay límites a lo que el arte (compuesto por géneros como el retrato, el paisaje, la
naturaleza muerta o la pintura histórica, siendo ésta última, en las academias reales, la
que disfrutaba de la más alta estima) podía hacer para mostrar el movimiento. Se veía
que alguien se movía, pero no se podía ver moverse a esa persona. La fotografía, que
fue inventada en la década de 1830, fue considerada un arte por uno de sus
inventores, el inglés William Henry Fox Talbot, tal como está implícito en la
expresión que usó para definirla, «el lápiz de la naturaleza», como si la naturaleza
misma se retratara por medio de la luz, interactuando con alguna superficie
fotosensible. La luz era un artista mucho mejor que Fox Talbot, al que le gustaba
hacer fotos de lo que veía. Utilizando un grupo de cámaras, Eadweard Muybridge, un
inglés que vivía en California, fotografió un caballo al trote, produciendo una serie de
fotografías que muestran las distintas fases de su avance, lo que avivó la cuestión de
si los caballos en movimiento llegaban a tocar el suelo con las cuatro patas a la vez.
Publicó un libro titulado Animal Locomotion, que incluía fotografías similares de
animales en movimiento, además de seres humanos. Debido a que la cámara podría
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revelar cosas que parecían invisibles a simple vista, se la consideró más fiel a la
naturaleza que nuestro propio sistema visual. Y por esta razón muchos artistas
consideraron la fotografía el modo óptimo de mostrar cómo veríamos las cosas si
nuestros ojos fueran más nítidos de lo que en realidad son. Pero, como se observa a
menudo al revisar las hojas de contactos, las imágenes de Muybridge son con
frecuencia irreconocibles, ya que el sujeto —él o ella— no siempre contaba con el
tiempo necesario para componer sus facciones en una expresión familiar. Fue sólo
con el advenimiento de la cámara cinematográfica y sus tiras de película, que se
sucedían con regularidad mecánica, que se logró por fin un movimiento que podía ser
visto por todos cuando la película era proyectada. Con ese invento los hermanos
Lumière lograron crear verdaderas imágenes en movimiento que proyectaron en
1895. La nueva tecnología mostraba a hombres y animales en movimiento, vistos
más o menos del mismo modo en que el espectador realmente los veía, sin tener que
inferir el movimiento. No hace falta añadir que muchos podrían haber encontrado
empalagosas las escenas de los Lumière, esos trabajadores que salían de una fábrica,
lo que les llevó sin duda a aventurar que las imágenes en movimiento no tenían el
menor futuro. Por supuesto, el advenimiento de la película narrativa ha demostrado
justo lo contrario.
Sea como sea, el caso es que la imagen en movimiento se alió con las artes
literarias por medio del sonido. Al añadirle sonido al movimiento, las imágenes en
movimiento ganaron dos características que la pintura no podía emular, y tanto el
progreso de las artes visuales como el de la historia de la pintura y la escultura se
estancaron, dejando a los artistas que esperaban llevar la pintura más allá sin un lugar
adonde ir. Era el fin del arte tal como se entendía antes de 1895. Aunque en realidad
la pintura entró en una fase gloriosa al sufrir una revolución una década después de la
demostración de los Lumière de su «imagen en movimiento». Para los filósofos, el
dictado de Alberti dejó de tener prédica, lo que de alguna manera justifica las
connotaciones políticas de dicha «revolución».
Pasemos ahora a un paradigma de pintura revolucionaria: Las señoritas de
Aviñón, de Picasso, ejecutada en 1907 aunque permanecería en el taller del artista
durante los próximos veinte años. Hoy en día es una obra muy conocida, pero en
1907 fue como si el arte hubiera comenzado de nuevo. En ningún sentido parecía
seguir los criterios de Alberti. Mucha gente ha podido haber dicho que no era arte,
cosa que por lo general significa que no pertenecía a la historia que se abría con
Giotto. Una historia que había más o menos excluido del arte algunas de las más
grandes prácticas artísticas: la pintura china y japonesa eran excepciones, aunque no
encajaran exactamente en el progreso histórico, pues su sistema de perspectiva, por
ejemplo, parecía visualmente erróneo. Pero las obras de Polinesia o África estaban
más allá de los límites y en la actualidad se pueden ver en los llamados «museos
enciclopédicos», como el Metropolitan Museum o la National Gallery de
Washington. En la época victoriana, esas obras eran designadas como «primitivas»,
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es decir, trabajos que se correspondían con niveles europeos tempranos, como las
obras primitivas de la escuela de Siena. La idea era que dichas obras podían ser
consideradas arte en el sentido de que pretendían copiar con exactitud la realidad
visual, siempre y cuando los que las creaban fueran capaces de hacerlo. En el
siglo XIX, las obras de muchas de estas tradiciones se mostraban en los museos de
historia natural, como el de Nueva York, Viena o Berlín, y eran estudiadas por
antropólogos y no por historiadores del arte.
Aun así eran arte y, como tal, tiene una importancia considerable para este libro,
que pretende analizar el concepto de arte en un sentido mucho más amplio que mi
primer uso de la palabra. Las grandes diferencias entre el arte que pertenece a lo que
podríamos adscribir a la historia albertiana y la mayoría del arte que no lo hace nos
muestran que la búsqueda de la verdad visual no forma parte de la definición del arte.
El arte bien puede ser uno de los grandes logros de la civilización occidental, lo que
significa que es el sello distintivo de la técnica que se inició en Italia y fue impulsada
en Alemania, Francia, los Países Bajos y otros países, incluyendo a Estados Unidos.
Pero no es la marca del arte como tal. Sólo aquello que pertenece a todo el arte
pertenece al arte como Arte con mayúscula. Cuando la gente ve una obra que le
descoloca, se pregunta: «Pero ¿es arte?». En este momento tengo que decir que hay
una diferencia entre que algo sea arte y saber si algo es arte. La ontología estudia lo
que significa ser algo. Pero saber si algo es arte pertenece más bien al ámbito de la
epistemología —la teoría del conocimiento—, aunque en el estudio del arte a esto se
le llame sapiencia. Este libro pretende contribuir principalmente a la ontología del
arte, capitalizando el término para aplicarlo de forma amplia a todo lo que los
miembros del mundo del arte consideran digno de ser mostrado y estudiado en los
grandes museos enciclopédicos.
La mayoría de los veteranos de los cursos de iniciación a la Historia del Arte han
asumido que las Señoritas de Picasso es una obra maestra cubista temprana, cuyo
tema muestra a cinco prostitutas en un burdel muy conocido de Barcelona, en la calle
Aviñón. Su tamaño es de 243,9 x 233,7 cms, lo que lo sitúa en la escala de una
pintura bélica, lo que implica una declaración revolucionaria y lanza un claro
mensaje. Nadie podía suponer realmente que las mujeres se veían tal como las pintó
Picasso. Una fotografía del quinteto dejaría claro que Picasso no estaba interesado en
copiar las apariencias visuales, aunque no obstante el cuadro tiene su realismo. La
escena tiene lugar en el salón del burdel, donde dos de las mujeres levantan sus
brazos para mostrar sus encantos a los clientes. Hay un tazón con frutas sobre la
mesa, lo que sin duda simboliza que la escena sucede en un interior.
El cuadro cuenta con tres tipos de mujeres que se muestran en diferentes estilos.
Sería imposible ver lo que la pintura muestra a través de una ventana. Las dos
mujeres con los brazos levantados están pintadas en el estilo desarrollado por los
fauves, que describo a continuación. Sus rasgos faciales están delineados en negro, y
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sus ojos están exagerados. A la derecha de estas mujeres hay otras dos señoritas, una
con el rostro cubierto por una máscara africana y otra con una cabeza que pertenece a
las efigies de las diosas africanas. Una de ellas está en cuclillas. En la parte izquierda
del lienzo hay una atractiva mujer a punto de entrar en escena, si es que las dos
figuras centrales no logran atraer al cliente. Si leemos el cuadro de derecha a
izquierda, Picasso pintó una evolución de las mujeres: desde las salvajes, en un estilo
que coquetea con el de los fauves, hasta una atractiva mujer de las que pintó en su
época rosa. Las dos mujeres con los brazos alzados están bañadas en luz, como si una
lámpara de alta intensidad brillara sobre ellas, y esto divide la escena en tres áreas
verticales: la de la derecha es una especie de cortina compuesta por fragmentos
cubistas; la de la izquierda va hacia arriba y hacia abajo, como el ala de un escenario,
dando al espacio una sensación teatral. La secuencia de esos cuerpos —¡y esas
cabezas!— es como un esquema freudiano del ello, ego y superego. Si se hubiera
visto obligado a responder a las críticas de que en realidad las mujeres no tenían el
aspecto con el que la pintura las muestra, Picasso podría haber respondido que no
estaba interesado en la apariencia, sino en la realidad. La pareja africanizada parece
salvaje, feroz, agresiva. El par del medio son putas seductoras, esbeltas. Y a la
izquierda hay una chica parisina con rasgos regulares. Desde el punto de vista de la
perspectiva de la pintura tradicional, esto muestra cierta incoherencia estilística.
Picasso necesitaba esta incoherencia entre las tres clases de mujeres que representan
tres estratos psicológicos, o tres etapas en la evolución física de la mujer. Tanto la
tríada psicológica como la evolutiva tienen su escenario en un burdel. Si alguien
pregunta por el tema de la pintura, la respuesta correcta sería probablemente que trata
de las mujeres, tal y como Picasso cree que son realmente. Están destinadas para el
sexo. El arte de Picasso es una batalla contra las apariencias, y por lo tanto contra la
historia progresiva del arte. Las señoritas de Aviñón están pintadas en una nueva
forma de extraer la verdad sobre las mujeres, tal como lo veía Picasso.
Un segundo estado de ánimo revolucionario se encuentra en 1905, en el Salón de
Otoño, que se celebró en el Grand Palais de París. Una de las galerías en particular
despertó la hostilidad del público, tanta como para explicar por qué Picasso mantuvo
la obra maestra alejada del mundo. Los temas eran cotidianos: veleros, ramos de
flores, paisajes, retratos, comidas campestres. Pero no se mostraban como los advierte
la vista. Un crítico describió las obras de esta galería como «Donatello rodeado por
bestias salvajes (fauves)». El crítico Louis Vauxcelles, utilizaba el término
irónicamente, como cuando describió a Picasso y Georges Braque como «cubistas»,
voz que no estaba en el diccionario de la época. Hablar de «bestias salvajes» colocaba
de forma relativa aquellas pinturas con relación a las realizadas en la historia
posterior en términos del criterio de Alberti, incluso si el tema era aterrador, como
una pintura de Paul Delaroche de Lady Jane Grey, con los ojos vendados, sintiendo el
tacto de la tabla sobre la que iba a ser decapitada. En definitiva, que las «bestias
salvajes» eran los mismos artistas y no sus pinturas, lo que en el fondo hace de tal
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juicio un juicio amable.
Uno no puede sino alabar al curador que organizó esta sorprendente mezcla:
Donatello, un maestro renacentista, estaba rodeado por el trabajo de artistas que el
público pensaba que no sabían pintar ni esculpir. Ellos usaban colores brillantes, con
toda probabilidad exprimidos directamente de los tubos de pintura, y a menudo
bordeados por gruesas líneas negras: dos señoritas rosas de Picasso, delineadas en
negro y con los ojos bien abiertos, como las primeras esculturas españolas, muestran
el espíritu del fauvismo. Dos de las bestias salvajes eran Henri Matisse y André
Derain. Y tanto si los artistas lo apreciaban como si no, la estrategia de mostrar obras
marcadas por el mismo estilo extravagante, cuanto más salvaje mejor, daba a
entender que algo nuevo estaba sucediendo en el mundo del arte. Tanto mejor si los
visitantes se burlaban y se reían, ya que eso mismo daría autenticidad a aquel arte
revolucionario. Había una tradición para eso. Dado que jueces inusualmente severos
habían rechazado muchas grandes obras del Salón de 1863, el rey, Louis-Napoléon,
propuso un Salon des Refuses en el que los artistas excluidos del evento principal
podían exponer sus obras si así lo deseaban. Los parisinos, siendo como eran, se
echaron a reír ante aquellas pinturas, como la Olympia de Manet, que mostraba a una
conocida prostituta, Victorine Meurant, desnuda y bella, con los pies sucios y un lazo
alrededor del cuello, con la vista fija, por así decirlo, en sus espectadores, mientras
era atendida por un sirviente negro que le traía un ramo de flores, sin duda enviadas
por un cliente. Claude Monet más tarde organizó un grupo de admiradores que
compraron la Olympia, que sobrevivió como tesoro nacional.
Una pieza importante de la exposición de 1905, Mujer con sombrero, de Matisse,
fue adquirida por el coleccionista norteamericano Leo Stein —que no Gertrude, ¡ojo!
— que al principio se contaba entre quienes sentían que Matisse no sabía pintar. Leo
anotó así su primera impresión de Mujer con sombrero: «Brillante y de gran alcance,
pero la más repugnante mancha de pintura que jamás vi». Fue, según cuenta John
Cauman, la primera compra de un Matisse realizada por un estadounidense. La
modelo era la esposa de Matisse, y él debió haber querido mostrar a su personaje
como una mujer verdaderamente fuerte e independiente. Una vez más queda claro
que el artista no la pinta como se vería si fuera fotografiada, sino más bien como era,
proporcionando una interpretación de lo que está sucediendo en pintura. Matisse la
pintó con rasgos de carácter, en lugar de con rasgos visuales. Así que la pintura va
destinada a expresar su admiración, y deja a nuestro entendimiento qué quería decir
en lo que vemos. Yo creo que el sombrero muestra su extraordinario carácter. Una
mujer que lleva un sombrero como el que ella viste llama la atención sobre sí misma,
y esto se ve reforzado por el juego de colores del vestido, que es radicalmente
diferente del vestido negro estándar de las burguesas de entonces. Y el fondo consta
de una colección de muestras de colores que reflejan el vestido. Él no la pinta en una
habitación o en un jardín, sino ante un fondo de controvertidos brochazos de pintura
tomados de Cézanne. Tal como hacían ante cualquier arte que se desviara de las
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normas albertianas, el público francés se partió de risa por el modo en que Matisse
representó a su esposa. Pero Matisse era, en el fondo, humano, y había empezado a
dudar de sus dones. Que Stein le comprara el cuadro le devolvió la confianza. Las
ventas en exposiciones de arte jamás son un mero intercambio de arte por dinero en
efectivo. Especialmente en la primera época del movimiento moderno, el dinero
simbolizaba la victoria del arte frente a la risa, que en su mofa intentaba derrotar el
arte ahora adquirido.
Me gustaría hacer una pausa aquí para citar unos versos de «El hombre con la
guitarra azul», del poeta estadounidense Wallace Stevens, que entiende claramente las
pinturas que hemos estado analizando:
Ellos dijeron: «Tienes una guitarra azul,
No tocas las cosas como son».
El hombre respondió: «Tal como son
las cosas cambian con la guitarra azul».
Y dijeron entonces: «Pero toca, tienes que hacerlo,
Una melodía más allá de nosotros, y que sea como nosotros.
Una melodía en la guitarra azul
De las cosas tal y como son».
Y eso es en realidad lo que hicieron los primeros artistas modernos.
En 1910, el norteamericano Arthur Dove comenzó a pintar cuadros abstractos,
junto con el suprematista Malevich, quien pintó su Cuadrado negro en 1915: la
abstracción atraía a los pintores vanguardistas de la primera modernidad y más tarde
a los pintores del High Modernism o alto modernismo, los de la así llamada Escuela
de Nueva York, también conocidos en los años cuarenta y cincuenta como
expresionistas abstractos.
Hasta el advenimiento de la abstracción, los cuadros eran también imágenes. De
hecho, durante mucho tiempo ambos términos fueron intercambiables en leguna
inglesa. El crítico Clement Greenberg, por ejemplo, habló de las obras expresionistas
abstractas como «imágenes» [pictures], como si una pintura tuviera que ser una
imagen, aunque abstracta, planteando de paso la cuestión de cuál podría ser su tema,
ya que en realidad no se parecía a ningún objeto reconocible. Lo habitual era decir
que el artista pintaba sus sentimientos y no algo visible. En un famoso artículo el
rival de Greenberg, el crítico Harold Rosenberg sostuvo que los pintores abstractos
realizaban una acción en un lienzo, igual que un torero realiza una acción en el ruedo.
Esto explica, en cierto modo, la emoción de la pintura de Jackson Pollock, arrojando
sus manchas con un pincel, o las pinceladas fuertes de Willem de Kooning, que a
menudo se combinan para formar una figura, como en su serie Mujer de 1953. Pero
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dado el estado de la crítica en aquel momento, la teoría de Rosenberg fue derribada
por bromas como: «¿Quién ha colgado una acción en una pared?». Las pinceladas de
los pintores que Rosenberg tenía en mente representaban las huellas de una acción
igual que una marca de derrape es un rastro de un patinazo.
En Nueva York, en la década de 1940, existían dos conceptos de abstracción. El
sentido europeo de la abstracción era el siguiente: el artista crea un nuevo entorno
visual de la realidad para que haya un vínculo, un camino por decirlo de algún modo,
que conecte la superficie de la pintura con el mundo real, un camino sin embargo
distinto al de la ruta tradicional, donde la superficie de la pintura quedaba
«emparejada» con lo que podría llamarse la superficie de la realidad. Tal como se
señaló anteriormente esto se deriva de la tradición renacentista, que estipula que
mirar un cuadro debería ser como mirar a través de una ventana abierta al mundo. Era
como si el artista reprodujese en el panel o en la superficie de la tela la misma gama
de estímulos visuales que contemplarían sus ojos si se estuviera mirando el tema de la
imagen a través de una superficie transparente. La abstracción rompió este vínculo.
La superficie de la tela se parecía sólo de modo abstracto al objeto que se muestra en
la pintura. Pero aun así, había un camino en toda pintura, lo que explica por qué todo
el mundo seguía hablando de abstracciones como «imágenes». Una secuencia famosa
y conocida de pinturas de Theo Van Doesburg muestra las etapas por las que una
imagen de una vaca camina hacia el cubismo y de allí a una abstracción de la misma
materia, que ahora no tiene en absoluto el aspecto de una vaca. Al contrario que
Pasiphae, que se disfrazó de hermosa vaca, a la del lienzo final de Van Doesburg,
ningún toro del mundo la habría percibido como una ternera sexi. No había ninguna
semejanza evidente entre la vaca y la pintura, ya que no había ninguna entre la
primera imagen y la última de la serie. Pero la tesis de Van Doesburg era que el arte
abstracto tiene que partir de la naturaleza, con la realidad visual objetiva. En ese
momento, el camino hacia la abstracción era de una u otra forma el de la
geometrización, que casi significaba modernidad. El defensor principal de la
abstracción natural era Hans Hofmann, un artista y profesor que dirigía una exitosa
escuela en Greenwich Village, y durante el verano, en Provincetown, en Cape Cod.
Cuando Hofmann le soltó a Jackson Pollock que la abstracción proviene de la
naturaleza, éste respondió: «Yo soy la Naturaleza». Pero aquí Pollock se basaba en la
teoría del autonomismo, usada por los surrealistas. La mente, incluso la mente
inconsciente, ya formaba parte de la naturaleza.
Hofmann era escéptico con respecto al surrealismo, que hacía hincapié en la
superrealidad. La superrealidad era una especie de psicología de la realidad, oculta a
la mente consciente, y era esta realidad psicológica la que los surrealistas entendían
como origen del verdadero arte. Se basa en la naturaleza, que puede ser discernida
para que revele su base psíquica. En el caso de un individuo, su realidad psíquica
equivale a lo que en términos freudianos se denomina sistema inconsciente. Una vía
primordial para acceder al sistema inconsciente es a través de los sueños, el «camino
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real hacia el inconsciente», según Freud. Otra vía hacia el inconsciente es a través de
la escritura automática o el dibujo automático, lo que Robert Motherwell domesticó
bajo el calificativo de «garabatos» [doodles]. Frente a la abstracción europea, la
abstracción americana creía que el camino no era la geometría, sino la espontaneidad,
capaz de suspender el control consciente. El dibujo o la escritura automática
conectaban al artista con su yo interior.
Los surrealistas se exiliaron en Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial,
y allí tuvieron una enorme influencia entre los artistas locales, que se sintieron
deslumbrados con André Breton y por fin pudieron conocer a artistas realmente
famosos, como Salvador Dalí.
En su primer manifiesto surrealista de 1924, Breton definió el surrealismo
metodológicamente. Se trataba del «automatismo psíquico puro por cuyo medio se
intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento
real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora
de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral». Es importante destacar que
Breton entendía el inconsciente desde una perspectiva epistemológica: como un
órgano cognitivo que describe un mundo con el que hemos perdido el contacto, un
mundo maravilloso que se nos aparece en sueños y al que la escritura automática y el
dibujo nos brindan acceso. Es decir, no sólo el automatismo nos lleva simplemente a
la mente inconsciente, sino que a través de esa mente nos conduce al mundo con el
que está en contacto, más allá de lo real hasta lo superreal. A través de la mediación
del inconsciente, ese mundo nos habla por medio de la escritura automática. Practicar
el automatismo significa desengancharse de la razón, del cálculo, y de hecho de todo
componente de «los más altos centros cerebrales», por citar una expresión útil. Y
dado que Breton juzgaba primordial identificar automatismo con arte, el arte que
privilegiaba era el no premeditado, un torrente lingüístico descontrolado sin guía ni
censura: una especie de «habla incoherente», que, en su faceta espiritista, era en sí lo
que hacía el Espíritu Santo. Por tanto, no es de extrañar que los expresionistas
abstractos, los primeros en verse afectados profundamente por el tono del
pensamiento surrealista, aunque no tanto por su sustancia, se vieran a sí mismos
como chamanes a través de quienes se materializaban las fuerzas objetivas.
Sin embargo, el surrealista más cercano a los neoyorquinos fue Roberto Matta,
arquitecto y artista chileno, quien impartió una clase de dibujo automático. Entre los
asistentes estaban Robert Motherwell, Arshile Gorky, y Jackson Pollock. Motherwell
no admiraba a Matta como pintor: «Encontraba (sus obras) teatrales y lustrosas,
demasiado ilusionistas para mi gusto», pero tenía un alto concepto de sus dibujos a
lápiz en color: «Sus pinturas desmerecen en comparación con sus dibujos». Y el
dibujo permite «garabatear» mucho más que la pintura: la pintura tiene que ser
reinventada, por así decir, a fin de dar paso a garabatos pictóricos. (Dalí podía lograr
una pintura espléndida de un garabato, pero es difícil imaginárselo haciendo
garabatos tal cual). «El principio fundamental que él y yo discutimos sin cesar, para
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su revolución palaciega y para mi búsqueda de un principio creador original», le
escribió Motherwell a Edward Henning en una carta de 1978. «Lo que los surrealistas
llamaron automatismo psíquico, lo que Freud denominó libre asociación, en la forma
específica de los garabatos».
«Aquello de lo que carece el movimiento moderno americano —dijo en más de
una ocasión Motherwell—, es el principio creador original». Tenía que ser algo que
una vez descubierto permitiera a los artistas norteamericanos producir obras
originales modernas, a diferencia de lo que se estilaba entonces, que era pretender ser
moderno emulando obras europeas que eran modernas por definición. Y fue en esta
formulación que afloraron la formación filosófica y la sensibilidad de Motherwell.
«El problema de Estados Unidos —subrayó en un diálogo con Barbara Lee
Diamonstein—, es encontrar un principio creador que no sea un estilo, ni algo
estilístico, ni una estética impuesta». Formuló esto como un problema por lo menos
en dos ocasiones, pensando específicamente en Gorky. En su entrevista con
Diamonstein, dijo: «Durante la década de 1940 Gorky, con su enorme talento, había
pasado por un período a lo Cézanne y estaba en un período picassiano ya pasado de
moda, mientras que muchos europeos con menos talento ya habían encontrado su
propia “voz”, por decirlo de algún modo, porque estaban más cerca de las raíces
vivas del arte moderno internacional (y de hecho fue gracias a los surrealistas y, sobre
todo, al contacto personal con Matta que Gorky poco después saldría disparado como
un cohete)».
Motherwell dijo que Matta «ayudó a Gorky a pasar de copiar el Cahiers d’art —
una revista europea parecida al Artforum de hoy en día— a un desarrollo en toda
regla de su propia personalidad». Así que Gorky era un buen ejemplo de lo que podía
lograr el principio creador original. «Con semejante principio creador, los artistas
modernos estadounidenses podían dejar de ser manieristas», le dijo Motherwell a
Henning. Transformó a Gorky, le hizo ver su talento primario, y le convirtió en un
artista original cuando antes sólo era un manierista con dejes de modernidad (por
desgracia, a cambio perdió a su esposa a manos de Matta y se suicidó). El
automatismo psíquico era un dispositivo casi mágico que permitía a cada individuo
ser artísticamente auténtico, fiel a su yo verdadero, y al mismo tiempo moderno. «Y
—señaló Motherwell— lo “americano” se manifestaría sin duda, tal como sucedió».
En 1946, al principio de su matrimonio con una muchacha americana, Agnes
Magruder, Gorki fue con ella y sus hijos a la casa de verano de sus suegros en
Virginia. Allí le maravilló la similitud entre las flores de los prados alrededor de la
casa y las que recordaba de su Turquía natal, de la que tanto él como su madre se
habían visto obligados a huir por motivos religiosos. Como artista estaba influenciado
de un modo casi servil por la Escuela de París, y en particular por Picasso. «Si
Picasso gotea, goteo yo». Pero dibujó y pintó los campos que tanto le conmovieron
por su similitud con los de su tierra natal. Así que, en cierto modo, su «principio
creativo original» era turco-americano, tal como sugería Motherwell. Gorki se
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convirtió en uno de los primeros miembros de la Escuela de Nueva York.
En 1912 los hermanos de Marcel Duchamp, miembros de un grupo de cubistas
que se tomaba en serio las matemáticas, le presionaron para que retirara una pintura
cubista de una exposición en París, porque no encajaba. Esa pintura, Desnudo
bajando una escalera, n.º 2, se exhibió en Nueva York en el Armory Show de 1913, y
le hizo famoso en Estados Unidos. El problema era que Duchamp usaba tácticas
cubistas para transmitir el movimiento del desnudo que desciende por una escalera,
algo que contaminó el cubismo puro. La superposición de planos cubistas introducían
movimiento en escena, pero el movimiento —y la velocidad sobre todo— era la
marca central del futurismo. Y por lo tanto los cubistas doctrinarios se guardaban
muy mucho de traspasar los límites del movimiento. En Estados Unidos, los críticos
quedaron encantados con aquellos planos superpuestos, que describieron con agudeza
como «una explosión en una fábrica de tejas». Junto con la Mademoiselle Pogany de
Brancusi, aquella obra dio a América una primera introducción al arte moderno. Y si
bien ambas fueron tomadas a broma, lo cierto es que la risa americana sonaba muy
diferente de la risa francesa, siendo esta última su principal arma contra toda
innovación artística.
Comenzando por el cubismo y el fauvismo, a lo largo de los años hubo muchos
movimientos artísticos, cada uno de ellos con un estilo propio y a menudo también
con un manifiesto que abordaba las posturas sociales y políticas que el movimiento
consideraba idóneas. El futurismo apoyaba el fascismo con su pintura y arquitectura;
en cambio, el realismo social privilegiaba la mano de obra industrial y agrícola, tal
como simbolizaban la hoz y el martillo, aunque también había voces en Rusia que
consideraban el cubo-futurismo el futuro del arte. El criterio de Alberti pasó de ser un
canon artístico a convertirse en un movimiento más, ahora identificado como
realismo, y que contaba con maestros como Edward Hopper, que protestó frente al
Museo Whitney porque creía que sus comisarios tenían prejuicios y se posicionaban
claramente a favor de la abstracción. En Nueva York, en los años treinta, había
muchos artistas comunistas o al menos marxistas, cuyos trabajos Gorky tildó de
«pintura pobre para gente pobre». Los eruditos han identificado más de quinientos
manifiestos, aunque no todos los movimientos sacaron uno. No hay, por ejemplo, un
manifiesto fauve. Tras el cubismo y el fauvismo, vinieron el surrealismo, el
dadaísmo, el suprematismo, la abstracción geométrica, el expresionismo abstracto, el
Gutai en Japón, la pintura de campo de color (apoyada por Greenberg), el pop art, el
minimalismo y el arte conceptual en los años sesenta, el Irwin en Eslovenia y el
apropiacionismo en el SoHo, y luego los jóvenes artistas británicos en Inglaterra,
encabezados por Damien Hirst… y muchos más, muchos más.
Si bien la mayoría de ellos abandonó el criterio estricto albertiano de hacer
imágenes que coincidan con cómo se ven las cosas realmente al mirar por la ventana,
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y no estaban interesados en seguir la progresión que se daba por sentado en el
siglo XIX, en el ámbito de la pintura hubo una continuidad de materiales: óleo,
acuarela, acrílico (una vez que se inventó), pastel… Para el modelado la arcilla, el
yeso para molduras, el bronce para la fundición y la madera para la talla. Y la
impresión con ayuda de bloques de madera, placas de cobre y piedras litográficas.
El único cambio importante que caracterizó a los años setenta y que ha perdurado
hasta el presente es que muchos artistas empezaron a rechazar los tradicionales
«materiales para artistas», y empezaron a usar cualquier cosa en sus obras, sobre todo
objetos y sustancias de lo que los fenomenólogos denominan Lebenswelt: materiales
comunes de la vida cotidiana y del mundo en que vivimos. Esto plantea una cuestión
central de la filosofía contemporánea del arte: la de cómo distinguir entre el arte y las
cosas reales que no son arte, pero que muy bien podrían haber sido utilizadas como
obras de arte.
Esto me pareció un día en que había accedido a reunirme con algunos estudiantes
de arte, o tal vez de filosofía, en un seminario informal en Berkeley. Cuando entré en
el edificio, pasamos por delante de un aula grande que estaba siendo pintada. En
aquella estancia había escaleras, trapos, latas de pintura, aguarrás, brochas y rodillos.
De pronto pensé: «¿Y si se trata de una instalación titulada Trabajo de Pintura?». A
fin de cuentas los artistas suizos Fischli y Weiss hicieron una instalación en el
escaparate de una tienda en la calle mayor de una ciudad suiza, Zúrich, tal vez, que
consistía en escaleras, latas, salpicaduras de pintura, trapos, etc. Quienes conocían a
Fischli y Weiss fueron a verla como un objeto cultural. Pero ¿qué interés podría haber
tenido para los amantes del arte si aquello, en vez de arte, hubiera sido un mero
trabajo de pintura (en redonda y minúsculas)?
En los años setenta, el gurú alemán Joseph Beuys —que enseñaba en Düsseldorf
— declaró que cualquier cosa podía ser arte. Su trabajo respalda esta afirmación, ya
que hacía arte con grasa, como cuando en una exposición suya en el Museo
Guggenheim colocó allí mismo, en el atrio, un trozo de grasa del tamaño de un
pequeño iceberg. Su otro material preferido eran las mantas de fieltro. La explicación
—o leyenda— de su predilección por estos dos materiales proviene de un accidente
aéreo que sufrió en Crimea, siendo piloto de combate durante la Segunda Guerra
Mundial. Fue encontrado por un grupo de nativos, quienes lo cuidaron envolviéndolo
con grasa animal y mantas de fieltro. Así, la grasa y las mantas se convirtieron en
objetos cargados de significado, mucho más de lo que podría llegar a ser la pintura al
óleo, pues simbolizaban el calor como una necesidad humana universal.
Robert Rauschenberg escribió en el catálogo de Dieciséis americanos en el
Museo de Arte Moderno en 1955 que «un par de calcetines no es menos adecuado
para hacer pintura que la madera, los clavos, el aguarrás, el aceite o el lienzo». Y así,
en su arte utilizaba colchas, botellas de Coca-Cola, neumáticos o animales de
peluche. Llevar la realidad al arte, cuando en un principio la realidad era aquello que
el arte debía representar, cambió la forma de entender el arte. Esto suscita la cuestión
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de «qué es el arte» a día de hoy. Pero hay cuestiones que deben abordarse antes de
que pueda enfrentarme filosóficamente a dicha cuestión.
El primer artista que debemos tener en cuenta es el compositor John Cage, quien
planteó la pregunta de por qué los sonidos musicales se limitaban a las notas de las
escalas convencionales. El mundo auditivo estaba lleno de sonidos que no tenían
ningún papel en la composición musical. Planteó esta cuestión en una obra
interpretada por el pianista David Tudor el 29 de agosto de 1952, en Woodstock,
Nueva York.
La pieza se llama 4’33”, que corresponde al tiempo designado para su ejecución
por el propio Cage. Se componía de tres movimientos de diferente duración. Tudor
marcaba el comienzo cubriendo el teclado con la tapa del piano, y luego medía la
longitud del movimiento con un cronógrafo. Al final del movimiento, levantaba la
tapa del teclado. Luego hacía lo mismo una segunda vez, y una tercera. No tocaba
una sola nota, pero al terminar hacía una reverencia. Cage usó tantas partituras como
juzgó necesarias. A menudo se afirma que Cage estaba enseñando a su público a
escuchar el silencio, aunque ésa no era su intención. Más bien, quería enseñar al
público a escuchar la vida: los ladridos de los perros, los bebés que lloran, el trueno y
el relámpago, el viento en los árboles, los tubos de escape. ¿Por qué no podía ser todo
eso música? Woodstock no es París, pero el público podría haber estado compuesto
por parisinos. Salieron de allí en tropel. El consenso general, dicho en voz baja, fue
que «Cage se había pasado cuatro pueblos».
Cage había enseñado en el Black Mountain College, donde conoció al gran
bailarín Merce Cunningham y a Rauschenberg. Los tres participaron en una de las
primeras obras vanguardistas, Theater Piece, y se influyeron profundamente unos a
otros. Rauschenberg pintó un lienzo completamente blanco, que Cage describió como
una «pista de aterrizaje», con luces y sombras —o moscas— que formaban parte de
la pintura. En verdad, la pintura blanca inspiró el concepto de la pieza silenciosa de
música, donde los sonidos vernáculos se convertían en parte de la obra. Los ruidos se
convirtieron en parte de la música.
El uso de tales elementos, como los que Rauschenberg incorporó a su trabajo,
trajo la realidad al arte a principios de los años cincuenta. Además, por supuesto, la
pintura embadurnada y goteante de Bed, una cama de Rauschenberg que conecta su
obra con la de la Escuela de Nueva York. Jasper Johns utilizaba dianas, cifras y
banderas, ya que, a mi entender, una imagen de una bandera es una bandera, un
número es un número, y una pintura de una diana es una diana, por lo que el objeto
mantiene una posición ambigua entre arte y realidad. Y Cy Twombly, al menos en los
primeros años, hizo de los garabatos su objeto de estudio.
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En algún momento de los años setenta cambió la configuración social del mundo
del arte. Surgieron organizaciones que buscaban identificar a artistas emergentes,
quienes ahora tenían la oportunidad de montar exposiciones individuales en las
principales galerías y cuyo trabajo se coleccionaba como inversión. En su mayor
parte los movimientos dejaron de ser vistos como el futuro, y a partir de entonces la
gente se dedicó a la búsqueda de nuevos talentos. A finales de los años setenta el
artista Robert Rahway Zakanitch, cuya obra representa espacios y objetos
domésticos, se planteó empezar un movimiento artístico para oponerse a la estética
minimalista imperante… y el caso es que tuvo que preguntar cómo se echaba a andar
algo así. Por fortuna, había suficientes artistas afines y al final se formó P & D
(Patrón y Decoración). Éste fue, en mi opinión, el último movimiento significativo, al
menos en Estados Unidos.
Recuerdo cómo los neoyorquinos aguardaban las bienales Whitney para enterarse
de qué se cocía en el arte. Durante años, Greenberg fue la máxima autoridad en esto.
Pero en 1984 su reinado se había acabado. Ya no eran movimientos artísticos, sino
políticos, como el feminismo, los que empezaban a exigir espacio para mostrar sus
trabajos. El multiculturalismo no fue tanto un movimiento como una decisión
curatorial para mostrar el arte de los negros, los asiáticos, los indios americanos y los
homosexuales de ambos sexos. La bienal de 1983 —un año antes de que yo me
convirtiera en crítico de arte— me hizo sentir que los trabajos que se mostraban no
eran, por parafrasear una expresión del mundo del arte, lo que se supone que vendrá a
continuación, lo que a su vez planteaba la cuestión de qué iba a venir en vez de eso.
De repente «lo que está al caer» no parecía algo esperado, y el entramado artístico
consistía en un gran grupo de personas con talento, emergentes o ya conocidos,
protegidos por curadores con cada vez más poder que imponían sus gustos y sus
compromisos.
La cuestión de qué es el arte se ha convertido en un asunto muy distinto de lo que
fue nunca antes. Esto se debe a que, sobre todo a finales del siglo XX, el arte había
comenzado a revelar su verdad interior. Es como si después de siglos de progreso la
historia del arte finalmente hubiera comenzado a revelar su naturaleza. En la obra
maestra de Hegel, la Fenomenología del espíritu, el «espíritu» por fin encuentra lo
que queda al final de su búsqueda. El arte, en su filosofía, es un componente del
Espíritu, junto con la filosofía y la religión. En cierto modo, mi análisis hasta ahora
tiene algo de la Phänomenologie des Geistes, por usar el título original en alemán. He
intentado rastrear la historia del arte moderno con pasos de gigante, hasta un punto en
el que por fin puedo abordar la cuestión en sí. Había algo en la forma en que se
entendía el arte que responde a la pregunta de qué es en sí mismo.
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Quiero analizar con cierto detenimiento a los dos grandes artistas que, en mi
opinión, hicieron la mayor contribución a esta cuestión. Se trata de Marcel Duchamp,
en 1915, y de Andy Warhol en 1964. Ambos estaban vinculados a sendos
movimientos: el dadaísmo, en el caso de Duchamp, y el pop art en lo referente a
Warhol. Cada movimiento era hasta cierto punto filosófico, pues eliminaba
características que se habían considerado hasta ese momento intrínsecas al concepto
del arte. Duchamp, como dadaísta fiel a los principios del dadaísmo, renunció a hacer
arte hermoso. Lo hizo por razones políticas y como un ataque en toda regla a la
burguesía, a quien dicho movimiento hacía responsable de la Primera Guerra
Mundial y que muchos miembros tuvieron que pasar en Zúrich. O, en el caso de
Duchamp, en Nueva York desde 1915 a 1917, cuando Estados Unidos entró en
guerra. Dibujar un bigote en una postal de la Mona Lisa «afeaba» el famoso retrato
de una bella mujer. En 1912 —año en que fue presionado para retirar su Desnudo
bajando una escalera n.º 2 de una exposición cubista— Duchamp asistió a un
espectáculo aeronáutico en las afueras de París con el pintor Fernand Léger y el
escultor Constantin Brancusi. Según Marcel Duchamp: Artist of the Century, entre
otras muchas fuentes, los artistas se toparon con una gran hélice de madera. Duchamp
dijo: «La pintura se ha acabado —y añadió, señalando la hélice—: ¿Quién va a hacer
algo mejor que esa hélice? Decidme, ¿podéis hacer algo así?». Tal vez la hélice
significara la velocidad que los futuristas —y el propio Duchamp— entendían como
un símbolo de modernidad. O tal vez significara poder volar, algo entonces aún
bastante novedoso. O tal vez el poder. El episodio no fue comentado posteriormente.
Fue una declaración de principios en la que se comparó una pieza de maquinaria con
obras de arte.
En todo caso, aquella hélice no era, y no podía haber sido, un ejemplo de lo que
Duchamp llamó «ready-made», una expresión que leyó en el escaparate de una tienda
de ropa, para diferenciar unas prendas de otras hechas a medida. Esto sucedió en
1915, cuando arribó al puerto de Nueva York ahora convertido en un hombre famoso,
gracias al Desnudo bajando una escalera, n.º 2. En diversas entrevistas afirmó que la
pintura era europea, y que el arte europeo en su conjunto estaba «acabado». A los
periodistas les dijo: «Ojalá Estados Unidos se diera cuenta de que el arte de Europa
está acabado, muerto. Estados Unidos debe entender que es el país del arte del futuro,
en lugar de tratar de basar todo lo que hace en la tradición europea… ¡Mirad los
rascacielos!». Luego hablaría también de puentes y, a su vez, de la fontanería
americana.
También en 1915, Duchamp compró una pala de nieve en una ferretería en
Columbus Avenue, que cargó sobre los hombros hasta el apartamento de su mecenas,
Walter Arensberg. Le puso el título de «Antes de romperme el brazo», que
cuidadosamente rotuló en el mango de la pala. Muchos años más tarde, dijo en A
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propósito de los ready-mades —una charla dictada en el Museo de Arte Moderno de
Nueva York— que «un punto en el que deseo hacer hincapié es que la elección de
estos ready-mades no está dictada por ningún deleite estético. Esta elección se basa
en una reacción de indiferencia visual con una total ausencia de buen o mal gusto…
una anestesia completa, por decirlo claro». A Duchamp le molestaba profundamente
lo que él llamaba el «arte retiniano», el que satisface a la vista. Creía que la mayor
parte del arte desde Courbet era retiniano. Pero había otros tipos de arte (el arte
religioso, el filosófico) mucho menos interesados en agradar al ojo que en
profundizar en el modo en que pensamos.
Atentos a la fecha: 1915. Fue el segundo año de la Primera Guerra Mundial —«la
guerra para acabar con las guerras»— y Duchamp estaba haciendo de dadaísta y
pasaba de la belleza. Pero al atacar el «gusto» ponía en tela de juicio el concepto
central de la teoría estética de escritores filosóficos como Immanuel Kant o David
Hume, o el del artista William Hogarth. Más allá de eso, los veinte ready-mades que
Duchamp creó eran objetos del Lebenswelt elevados a obras de arte, lo que niega el
concepto de que todo arte tiene que ver con la maestría, la pericia y, sobre todo, con
la visión del artista. Por último, había algo más en aquel ataque a la belleza que la
mera decisión dadá de castigar a la burguesía por su decisión de ir a la guerra,
condenando a millones de jóvenes a la muerte en los campos de batalla de Europa.
Porque el ready-made era mucho más que una mera broma. No es de extrañar que
Duchamp afirmase: «No estoy del todo seguro de que el concepto de ready-made no
sea la idea más importante de mi trabajo». Sin duda, supone un problema para los
filósofos como yo que estudiamos la definición de arte. ¿Dónde están los límites del
arte? Si cualquier cosa puede ser arte, ¿qué distingue al arte de cualquier otra cosa?
Nos queda el pequeño consuelo de que el hecho de que cualquier cosa pueda
convertirse en arte no significa que todo sea arte. Duchamp logró tirar por tierra casi
toda la historia de la estética, desde Platón hasta nuestros días.
El ready-made más famoso es un urinario, tumbado y crudamente firmado con la
firma falsa «R. Mutt, 1917» en el borde mismo del mingitorio. Ése fue el año en que
Estados Unidos entró en guerra y cerró la galería 291 de Alfred Stieglitz (llamada así
por hallarse en el número 291 de la Quinta Avenida de Nueva York). Duchamp había
presentado el orinal en la exposición patrocinada por la Sociedad de Artistas
Independientes, al parecer, sobre todo, para poner en un brete a la organización, cuya
política era que toda obra presentada sería expuesta, siempre y cuando el artista
pagara la matrícula, y que no se darían premios. De hecho, ésta era también la
política de la Sociedad Francesa de Artistas Independientes, cuyos miembros no
tienen que ser miembros de la Academia de Bellas Artes. Como es bien sabido, la
Sociedad logró rechazar el Orinal, nombre que Duchamp le puso no sin cierta ironía.
El presidente del comité justificó su decisión diciendo que cualquier obra de arte era
aceptada, pero que un urinario es una pieza de fontanería, y no de arte.
La galería 291 era la principal institución dedicada al arte moderno, y exhibía la
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obra de artistas como John Marin, Marsden Hartley, Charles Demuth, y la esposa de
Stieglitz, Georgia O’Keeffe. Stieglitz era también artista, ya que, si las fotografías son
obras de arte, sus fotografías son arte, no cabe duda. Pero la fotografía no se veía
como arte en aquellos años, por lo que tal vez los mecenas de Duchamp llevaron el
ready-made a la 291 para que lo fotografiara Stieglitz, quien lo hizo en sepia, como
una obra de arte, colocándola como una escultura, justo debajo de una pintura de
Marsden Hartley. Se observa que se trata de un orinal Bedfordshire de fondo plano
que Duchamp afirma haber visto en el escaparate de una tienda de suministros de
fontanería. El misterio es que este modelo, supuestamente fabricado por las empresa
Mott Iron (cf. Mutt Iron Works), parece haber desaparecido de la faz de la Tierra. Ni
siquiera el Museo de Arte Moderno fue capaz de encontrar uno para una gran
exposición de la obra de Duchamp. Pero al menos sabemos qué aspecto tenía.
Acostado sobre su espalda, con los agujeros de drenaje en la base, parece una mujer
asumiendo la postura sumisa típica del misionero, aunque el urinario está diseñado
para la comodidad masculina. Duchamp jamás evitó la menor alusión sexual, si
podía. Su obra es rica filosóficamente, sobre todo en su actitud hacia la belleza, que
durante siglos se creyó inherente al concepto de arte. Después de todo, la mayoría de
las instituciones que formaban a artistas desde el siglo XVII tenían la palabra «bella»
en su título: bellas artes, beaux arts, belle arti, etc. Que algo pudiera ser arte sin ser
bello es una de las grandes aportaciones filosóficas del siglo XX. Arensberg trató de
defender a Duchamp en la reunión en la que se decidió no aceptar el orinal de «Mr.
Mutt»: «Ha revelado una forma encantadora, liberada ahora de su finalidad funcional,
por lo tanto, este hombre ha hecho claramente una aportación estética». En verdad, la
contribución de Duchamp fue lograr una obra de arte carente de estética. Aludió a «El
caso Richard Mutt» en The Blind Man, una publicación efímera que vio la luz junto
con «The Blind Man’s Ball»: que el señor Mutt hiciera el orinal con sus propias
manos o no carece de importancia. Él lo eligió. Tomó un objeto común y corriente y
lo colocó de tal manera que su significado útil desapareció bajo el nuevo título y el
insólito punto de vista para crear un significado nuevo para ese objeto. Concluía su
texto diciendo: «En cuanto a la fontanería […] Las únicas obras de arte que América
ha dado al mundo son la fontanería y los puentes». Al igual que los rascacielos, son
cosas buenas, prácticas. Y no se trata, como dijo Arensberg, de una contribución
estética. Al tumbarlo se aseguró de que «su significado útil desapareciera».
La contribución de Andy Warhol a la definición del arte no fue gracias a un texto,
sino a través de un cuerpo notable de esculturas, lo que constituye su primer proyecto
al tomar posesión de la Silver Factory en 1963. Estas esculturas se exhibieron en la
primavera siguiente en la Stable Gallery, sita en la calle 74, hoy la entrada de oficinas
del Museo Whitney. La Brillo Box se convirtió en una especie de piedra Rosetta
filosofal, ya que nos ha permitido enfrentarnos a dos lenguajes: el del arte y el de la
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realidad. La definición parcial de arte que yo mismo desarrollé en La transfiguración
del lugar común fue el resultado de mis reflexiones sobre los interrogantes que este
notable objeto suscita.
Antes de lo que podemos llamar la Edad de Warhol los esteticistas líderes en
América se vieron influidos en gran medida por un famoso análisis de las
Investigaciones filosóficas, en el que Ludwig Wittgenstein alimentaba lo que parecía
un poderoso ataque contra la búsqueda de definiciones filosóficas, lo que de alguna
manera equivale a la contribución de Sócrates a la filosofía, al menos tal como se
refleja en los diálogos de Platón. Los diálogos suelen mostrar a Sócrates dialogando
con un grupo de atenienses. Se ocupan de conceptos tales como la justicia, el
conocimiento, el valor, y otros, incluyendo el arte, —aunque los griegos no tenían
una palabra para el arte—, conceptos que todo el mundo sabía más o menos cómo
utilizar. No habría habido definiciones del diccionario, ya que la antigua Grecia no
tuvo diccionarios, pero de haberlos habido nadie se habría preocupado tampoco de
consultarlos, pues los términos en los que Sócrates estaba interesado eran los más
pedrestres, los que se utilizan en la conversación diaria. Así, en el diálogo de La
República, que se ocupa de un tipo de sociedad ideal, el tema es la justicia. Sócrates
le pregunta a un hombre de negocios mayor llamado Céfalo qué entiende por justicia.
Céfalo responde que ésta consiste en pagar lo que se debe y cumplir las promesas, lo
que sin duda es el código de un hombre recto de negocios. Sócrates entonces ofrece
un contraejemplo. ¿Sería justo devolverle un arma a un hombre que se ha vuelto
loco? Es cierto que es de su propiedad y que tiene derecho a tenerla, pero las armas
son peligrosas, y ya no se puede estar seguro de que el propietario del arma sepa
cómo usarla. El diálogo consiste en una tesis, una antítesis y una revisión de la tesis a
la luz de la antítesis, hasta que los participantes no pueden ir más allá. En el Teeteto,
Sócrates y un joven matemático definen el saber como una creencia auténtica y veraz,
aunque se dan cuenta de que el saber va mucho más allá. En los últimos tiempos los
epistemólogos han añadido aún nuevas condiciones, pero nadie piensa que hayamos
llegado al final del camino. En el décimo libro de La República, Sócrates define el
arte como imitación, lo que sin duda sirve para la escultura griega. Naturalmente,
Sócrates busca un contraejemplo y encuentra rápidamente uno: a saber, el espejo que
nos da un reflejo sin esfuerzo, y mejor que el que nadie pueda lograr con un dibujo.
Por lo general todos sabemos qué es la justicia, o qué es el saber. La definición de
saber en Teeteto consta de dos condiciones, pero la búsqueda de nuevas condiciones
es una parte vital de la epistemología. La definición de Sócrates del arte deja de tener
valor cuando a lo largo del siglo XX aparecen los ready-mades y la abstracción. Sin
lugar a dudas, la mayoría de las obras de arte en Occidente han sido miméticas —por
usar la palabra proveniente del griego— y los artistas occidentales han sido en su
mayor parte imitativos. Se inventó la cámara, y nos llevó algunas décadas lograr que
el rostro humano pudiera reflejarse de modo realista, pero en ningún caso invalida la
cámara los esfuerzos iniciales de arte imitativo, como los de Giotto o Cimabue. Pero
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la imitación ya no puede formar parte de la definición del arte, pues el arte moderno y
el contemporáneo están llenos de contraejemplos. ¡Ni tampoco puede uno esperar
para saber lo que será el arte dentro de dos milenios! Eso sólo podría suceder en el
caso de que el arte hubiera llegado a su fin. Sócrates, con toda su agudeza, tiene poco
que decir sobre el futuro del arte. Parece imaginar que las cosas seguirán básicamente
como hasta ahora en lo que al arte se refiere. Abstracción y ready-mades hacen cada
vez más difícil encontrar una definición del arte. Por eso, la pregunta «¿Qué es el
arte?» se ha planteado con mayor frecuencia y cada vez de forma más acalorada. Lo
bueno de la imitación es que la gente en general es capaz de identificar el arte en
culturas como aquella en la que Sócrates ofreció su definición del arte. Y aun así,
¿cuán útiles son en realidad las definiciones? Wittgenstein nos ofrece un ejemplo en
el que las definiciones parecen inútiles, ya que podemos prescindir de ellas: el
concepto de los juegos.
A simple vista podemos distinguir qué actividades son juegos y cuáles no. Pero si
tenemos en cuenta la gran variedad de juegos que hay (el truquemé, el póquer, la
petanca, la rana, la botella, el escondite y muchos otros) es difícil identificar qué
tienen en común. En consecuencia, cuesta ver cómo podríamos acuñar una
definición, por mucho que los niños rara vez tengan la menor dificultad para
identificar y jugar a juegos diferentes. Alguien podría decir que los juegos son sólo
eso, un juego, algo que no tiene la menor importancia. Pero dicho apunte no puede
formar parte de la definición, ya que la gente lo pone todo patas arriba cuando su
equipo pierde un partido. Si les dijéramos que es sólo un juego no nos harían ni caso.
De modo que no tenemos una definición válida, según Wittgenstein, y de tenerla
tampoco nos haría más sabios. Lo mejor que podemos hacer es encontrar un parecido
familiar. Así, un niño puede tener la nariz de su padre y los ojos de su madre. O
podemos imaginar un conjunto de cosas: a, b, c, d. Pero aunque a se asemeja a b, y b
se asemeja a c, y c se asemeja a d, a no se parece a d. Así que no hay propiedad
inherente en la que sustentar una definición. ¡Los seguidores de Wittgenstein
encontraban muy interesante que los juegos no compartan una propiedad común!
Incluso los mismos filósofos no fueron más allá.
En 1956 se hizo un esfuerzo para reemplazar el paradigma de los juegos con el
paradigma de obras de arte. Morris Weitz publicó un importante ensayo titulado «El
papel de la teoría en Estética», donde argumentaba que «el arte» es un concepto
abierto, lo que parece intuitivamente cierto si tenemos en cuenta la inmensa variedad
de objetos que caben en un museo enciclopédico. Weitz utilizó un ejemplo mucho
menos convincente, el de las novelas, pero si bien existen grandes diferencias entre
las novelas de Jane Austen y las de James Joyce, la historia del arte visual parece aún
más abierta, mucho más en realidad, sobre todo si observamos los cambios que
comienzan con Manet, hasta, por ejemplo, Las señoritas de Aviñón de Picasso. Más
aún, en las artes visuales, las tradiciones artísticas de distintas culturas fueron
englobadas en lo que he dado en llamar el «Mundo del Arte», que engloba todas las
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obras de arte del mundo. A la luz de los cambios en las adquisiciones del museo, ¿qué
se precisa para definir a un objeto como obra de arte? ¿Cómo se consigue que algo
empiece a formar parte del mundo del arte? En Estados Unidos a los negros y a las
mujeres se les negó el derecho al voto durante mucho tiempo, y por tanto se les privó
de sus derechos. Sin lugar a dudas esto se basaba en la extendida creencia que se
trataba de seres inferiores, aunque, de hecho, no fuera más que racismo y sexismo. En
última instancia, los negros, apoyados por los blancos, fueron capaces de ayudar a
otros negros para reclamar sus derechos civiles. La brutalidad, televisada para todo el
mundo, puso fin a la resistencia del Sur. Años más tarde, en 2008, la batalla por la
nominación demócrata a la presidencia se libró entre un negro y una mujer. La raza y
el sexo se habían convertido en algo jurídicamente irrelevante.
En los años sesenta el filósofo George Dickie desarrolló una teoría conocida
como la «teoría institucional del arte», con la que más o menos superó la teoría de
Weitz. En respuesta a las distintas críticas surgidas, Dickie ha desarrollado distintas
versiones del institucionalismo, pero básicamente todas apuntan a lo que el Mundo
del Arte —que define de manera diferente a la mía— es quien en última instancia
determina qué es el arte. Para Dickie, el Mundo del Arte es una especie de red social
que consiste en curadores, coleccionistas, críticos de arte, artistas (por supuesto), y
otros cuya vida está de alguna manera conectada con el arte. Por lo tanto, algo se
convierte en una obra de arte sólo si el mundo del arte así lo establece: la idea de
Duchamp de que el señor Mutt al tumbar un orinal transformó una mera pieza de
fontanería en una obra de arte. Pero tiene que haber alguna razón para que los
miembros del mundo del arte juzguen que algo es arte. Arensberg sentía que
Duchamp quiso expulsar la belleza del urinario. Alguien podría haber dicho que
quería llamar la atención sobre su erotismo al ponerlo tumbado con los orificios de
drenaje como un conducto urinario femenino. La idea de Dickie se asemeja de algún
modo a ser nombrado caballero: no todo el mundo puede hacerlo, tiene que ser obra
de reyes y reinas. Quien va a ser nombrado caballero se arrodilla, y luego se levanta
una vez que su título de caballero le ha sido conferido. Pero incluso entonces deben
sugerirse algunas razones para haberle otorgado el título: se dirá que mató dragones,
rescató doncellas o cosas por estilo. Algún rey chiflado podrá otorgar el título de
caballero a su propio caballo. Estará envestido del poder de hacerlo, pero aun así
deberá justificar el título de caballero afirmando por ejemplo que su caballo alejó a su
amo de un peligro inminente. En el diálogo platónico Eutifrón, Sócrates se enfrenta a
una especie de sacerdote que, basándose en la noción de que los dioses aman a la
gente, afirma saber qué cosas son justas. Sócrates le pregunta si sabe si los dioses les
quieren porque son justos, o si por el contrario son justos porque los dioses les
quieren. Si es porque la gente es justa, entonces todos podemos saber, al igual que los
dioses, lo que es justo. Pero si por el contrario la gente es justa sólo porque los dioses
les quieren, ¿por qué debemos aceptar que las personas son, de hecho, justas? Los
funcionarios de aduanas preguntaron al presidente de los Museos Nacionales de
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Canadá si los ready-mades eran esculturas, ya que lo consideraban un experto en la
materia. Él les respondió rotundamente que no. En cualquier caso, el hecho de
pertenecer al mundo del arte no valida necesariamente su dictamen. De modo que
existen algunas dificultades que deben ser resueltas si queremos aceptar la teoría
institucional del arte.
Volviendo, pues, a la teoría de Weitz, 1956 no fue un buen año para teorizar sobre
el arte. El expresionismo abstracto estaba en su apogeo. Aunque todo cambió en la
década siguiente, cuando en el arte pop, el minimalismo y el arte conceptual
aparecieron algunas obras de arte que no se parecían a nada visto antes. El pintor
Barnett Newman definió la escultura como aquello con lo que te tropiezas cuando te
retiras un poco para obtener una mejor visión de un cuadro. Pero en los años setenta
la escultura experimentó un gran avance, empezando por Eva Hesse. Luego vinieron
Robert Smithson, Gordon Matta-Clark, Richard Serra, Sol LeWitt, y Charles
Simonds. Matta-Clark cortó casas; Smithson hizo Spiral Jetty; Serra usó la pared y el
piso del almacén de Leo Castelli como molde para fundir lingotes; LeWitt utilizó
bloques de cemento para hacer monumentos, y Simonds hizo viviendas pequeñas de
arcilla en las grietas de los edificios de lo que iba a ser el SoHo, mientras insistía que
estaban ocupadas por «gente pequeña».
Weitz y sus partidarios podrían afirmar que las décadas de los sesenta y los
setenta refrendan aún más la idea de que el arte es un concepto abierto, lo que a veces
se entiende como «antiesencialismo». Yo, en cambio, soy esencialista. En mi opinión
la lógica de la historia del arte realmente hace que parezca que el arte es un concepto
abierto: incluso si el arte griego era mimético, el arte románico apenas lo era. La
abstracción demuestra que la imitación no pertenece a la esencia del arte, como
tampoco la misma abstracción pertenece a ella. No se sabe muy bien lo que pertenece
y lo que no. Mi opinión, sin embargo, es que Warhol nos ayuda a ver algo que
probablemente pertenece a la esencia del arte mientras el arte ha sido hecho. El
problema es que los filósofos, y sobre todo ellos, han llegado a la conclusión de que
el arte es un concepto abierto, porque no han logrado encontrar un conjunto de
propiedades comunes visuales. Creo que tiraron la toalla en algún momento, pues yo
al menos sé de dos propiedades inherentes a las obras de arte, y que por tanto
pertenecen a la definición del arte. Todo lo que tenemos que hacer es buscar un poco
y encontrar una propiedad que las obras de arte compartan entre sí. En los días de
Wittgenstein, los filósofos confiaban en su capacidad para escoger qué creaciones
eran verdaderas obras de arte. Pero escogerlas no les fue de provecho. Uno tiene que
tratarlas como obras de arte. Hay que tratarlas como lo haría un crítico de arte. Uno
quiere mantener una mente abierta, en lugar de un concepto abierto.
La Stable Gallery se encuentra en la planta baja de una elegante casa de piedra.
Tiene un damero de mármol en el suelo del vestíbulo y una escalera de caracol con
barandilla de bronce pulido. La galería en sí quedaba a la izquierda, detrás de una
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puerta señorial de caoba barnizada. Estaba muy lejos de ser el establo en el que la
galería había tenido antes su sede y del que había sacado su nombre. Era una de las
galerías más bonitas de Nueva York, aunque al entrar uno creía haber cometido un
error, pues aquello parecía un almacén de supermercado. Todos los muebles habían
sido retirados y sólo había hileras de cajas apiladas de las marcas Brillo, Kelloggs,
Del Monte, Heinz, etc. Los visitantes, encantados tras haber adquirido las cajas en la
galería, atraían la atención en la calle al caminar cargando con las obras envueltas en
plástico.
Las cajas individuales se parecían tanto a las cajas comerciales reales como les
fue posible a Andy y a sus ayudantes. Las fabricaron en un taller de carpintería bajo
las especificaciones de Andy. Fotografiaron las cajas reales e imprimieron con una
plantilla las etiquetas sobre las cajas fabricadas, por lo que, como dijo Gerard
Malanga, el ayudante de Warhol, eran ahora fotografías en tres dimensiones. A
excepción de alguna gota de pintura, esas cajas eran idénticas a las reales, diseñadas
éstas, en el caso de Brillo, por James Harvey, que en realidad no era sino un
expresionista abstracto de segunda generación. El objetivo del trabajo consistía en
esquivar las diferencias de percepción entre el arte y la realidad. Una fotografía
maravillosa de Fred McDarrah nos muestra a Andy de pie entre sus cajas, como un
niño en la zona de carga de un almacén, con su pálido rostro que nos observa. Nadie
presta atención a las gotas, si es que llegaban a verse.
La pregunta, entonces, era, ¿en qué se diferenciaban las cajas de Factory de Andy
de las cajas de fábrica? Es decir, ¿qué propiedades visibles separaban a unas de otras?
Las cajas de Factory eran de madera, mientras que las hechas en fábrica eran de
cartón ondulado. Pero la diferencia entre unas y otras podría haberse invertido. Las
cajas de la Factory estaban pintadas de blanco, con el diseño impreso con plantilla en
los cuatro lados y en la parte superior, lo que también sucedía en muchas de las
hechas en una fábrica. Otras cajas reales hechas en una fábrica estaban sin pintar a
excepción del logo: eran de cartón ondulado normal y corriente sin pintar. Las cajas
comerciales contenían estropajos, mientras que las de Andy no tenían nada dentro,
aunque podía haber llenado sus cajas con estropajos y aun así hubieran seguido
siendo arte. ¿Podían los miembros del Mundo del Arte diferenciarlas como arte? Tal
vez, pero les habría dado qué pensar. Por fuera ambos grupos se parecían mucho.
Yo sospecho que, si no hay diferencias visibles, tendría que haber diferencias
invisibles: no invisibles como los estropajos de Brillo embalados dentro las cajas
Brillo, sino propiedades que quedaran siempre invisibles. He propuesto dos
propiedades que son invisibles en su naturaleza. En mi primer libro sobre filosofía del
arte sugerí que las obras de arte trataban sobre algo, y decidí que en consecuencia las
obras de arte tenían un significado. Deducimos significados, los percibimos, pero eso
no significa que los significados sean algo material. Entonces pensé que, a diferencia
de las oraciones con su sujeto y su predicado, los significados se encarnan en el
mismo objeto. Y por consiguiente declaré que las obras de arte son significados
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encarnados. La mayoría de los filósofos del lenguaje estaban obsesionados con la
semántica, analizaban oraciones de tal manera que el objeto caía dentro del alcance
del predicado. A excepción de Wittgenstein, quien en su primera gran obra, el
Tractatus Logico-Philosophicus, aventuraba la tesis de que las oraciones son
imágenes y el mundo mismo se compone de hechos que coinciden con esas frases
pictóricas, planteándonos la cuestión de qué sucede cuando no lo hacen. La frase
inicial del Tractatus reza: «El mundo es la suma total de los hechos, no de las cosas».
La semántica se sirve de relaciones exteriores, acuña conceptos como «denotación» o
«extensión». Pero el tipo de relación de la que depende el arte es interna. El objeto de
arte encarna el significado, o al menos lo encarna parcialmente. Supongamos que un
artista se dispone a pintar unos murales para celebrar las importantes leyes científicas.
Supongamos que pinta una sola línea horizontal en una pared y, en la pared de
enfrente, pinta un punto. Las dos paredes juntas representarán la primera ley del
movimiento de Newton: «Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o
movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por
fuerzas impresas sobre él».
Debo admitir que he hecho relativamente poco por analizar la encarnación, pero
mi intuición es la siguiente: la obra de arte es un objeto material, algunas de cuyas
propiedades pertenecen al significado, y otras no. Lo que el espectador debe hacer es
interpretar las propiedades que proveen el significado, de tal manera que llegue a
comprender el significado esperado que encarnan. Un ejemplo que utilizo a menudo
es el del cuadro de Jacques-Louis David de 1793, La muerte de Marat. La muerte de
Marat representa una escena de la Revolución francesa, entonces aún en curso. De
intentar definirlo en términos actuales, diríamos que Marat fue un blogger
incendiario, que escribía para una publicación llamada Amigo del Pueblo. Fue
apuñalado hasta la muerte por un aristócrata, Charlotte Corday, que había visitado a
esta figura poderosa para solicitarle un favor para su hermano. Se cuenta que Marat
había empezado a escribir un pase para el hermano de Corday cuando éste lo mató a
puñaladas. Dado que Marat representaba a los revolucionarios, la sensación general
era que aquel suceso debía pintarlo David, también del lado revolucionario, así que
cuando la gente gritó: «David, a tus pinceles», no tuvo otra opción que ponerse
manos a la obra. Pero no pintó la escena del crimen, sino otra, sin duda metafórica,
del significado de la obra.
He aquí una interpretación del cuadro. David retrata a Marat en la bañera, donde
pasaba un tiempo considerable, pues el agua le ayudaba a aliviar el dolor que sufría
por una enfermedad cutánea. Frente a él queda la daga de Corday y unas gotas de
sangre derramada. Marat está recostado, ya difunto, con el arma homicida frente a él.
Yo considero que Marat en su bañera es comparable a Jesús en su sepulcro. El cuadro
sugiere que él volverá tal como hizo Jesús, aunque, en cualquier caso, también apunta
la idea de que Marat murió por el espectador, como Jesús murió por los cristianos,
por lo que Marat es el mártir de los sans-culottes, nombre que recibían los
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revolucionarios. Pero así como Jesús esperaba algo de los presentes, a saber, que
siguieran sus pasos, aquí también se infiere que, dado que Marat había muerto de
forma violenta por la Revolución, usted, el espectador, deberá seguir los pasos de
Marat. Los espectadores son parte del cuadro, a pesar de que no se ven. David se
dirigía a ellos mientras se reunían ante la convincente representación de un momento
en verdad decisivo. La escena va dirigida a un público revolucionario. Se puede decir
que el hecho de que esté pintada en un lienzo no guarda relación con su significado.
Sólo es el medio que soporta la pintura. Incluso siendo parte del objeto que encarna el
significado no forma parte del significado. La explicación de que un significado
encarnado es lo que convierte un objeto en una obra de arte sirve tanto para la obra de
David como para la de Warhol. De hecho, sirve para todo lo que es arte. Cuando los
filósofos supusieron que no existe ninguna propiedad que compartan todas las obras
de arte estaban buscando sólo propiedades visibles. Pero son las propiedades
invisibles las que convierten algo en arte.
Por supuesto, una propiedad podría ser a la vez parte del objeto y del significado.
Un ejemplo conveniente sería una escultura de Donald Judd, que consiste en la típica
fila de compartimientos uniformes hechos de chapa metálica y recubiertos de
esmalte, que con frecuencia miran al espectador. Normalmente se titula «Sin título»,
sobre todo, me imagino, para evitar que el espectador les otorgue un significado
específico, como el de «escritorio». Judd quería que se observaran como «objetos
específicos», y no como imitaciones de objetos específicos. Es decir, quería que
sirvieran para enriquecer el inventario del mundo. Judd enviaba sus piezas a un taller
mecánico para que allí las fabricaran, ya que hacer cantos lo suficientemente afilados
le quedaba grande. Los cantos eran naturalmente una propiedad del objeto, pero
compartían el significado de la obra, contribuyendo a su especificidad.
Pronto me di cuenta de que debía de haber más condiciones para una definición
del arte. Nos llevó milenios añadir condiciones a las dos que Sócrates y Teeteto
encontraron para la definición de saber. Y puedo imaginar a esteticistas de varias
culturas afirmando que mi definición no explica por qué algunas personas se
conmueven o se rebelan con una u otra obra. Por supuesto, los esteticistas no explican
cosas como éstas. Ayudan a identificar las obras de arte de una cultura determinada,
pero estas cosas, que varían de una cultura a otra, no pertenecen a la definición del
arte. La definición tiene que capturar la cualidad artística universal de las obras de
arte, con independencia del momento en que fueron o serán realizadas. Tenemos que
aprender, de cultura a cultura, cómo interpretarlas y cómo enmarcarlas dentro de esa
misma cultura, como los iconos, por ejemplo, o los fetiches. Y, por supuesto, tienen el
estilo apropiado para la cultura en cuestión. Tienen que tener el estilo que pertenece a
esa cultura.
Desde esa perspectiva vale la pena considerar el estilo de caja Brillo, diseñada por
James Harvey, cuyo trabajo diario era el de diseñador gráfico comercial.
Para empezar, la caja Brillo no es simplemente un contenedor para los estropajos
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Brillo, sino una celebración visual de la marca Brillo. Usted puede comprobar esto
observando el modo en que se envuelven los productos Brillo hoy en día, en un
envoltorio marrón claro como el de la literatura pornográfica. La diferencia entre la
caja de 1964 y la de hoy expresa de forma elocuente la diferencia entre el entonces y
el ahora. La caja de 1964 está decorada con dos zonas onduladas de color rojo,
separadas por una de color blanco, que fluye entre ellas y por toda la superficie de la
caja como un río. La palabra «Brillo» está impresa en letras de distintos colores sobre
el caudal blanco: las consonantes en azul, las vocales —i y o— en rojo. Rojo, blanco
y azul son los colores de patriotismo americano, del mismo modo que la onda es una
propiedad del agua y de las banderas al viento. Esto nos habla de limpieza y servicio,
y transforma cada lado de la caja en una bandera de higiene patriótica. El río blanco
implica metafóricamente cómo la grasa es arrastrada, dejando a su paso una estela de
pureza. La palabra «Brillo» transmite una emoción que se observa también en otras
palabras —los usos de la publicidad— que se distribuyen sobre la superficie de la
caja del mismo modo en que los usos de la revolución o de la protesta se muestran
audazmente en las pancartas y los carteles que portan los manifestantes. Los
estropajos son enormes: «giant». El producto es nuevo: «new». Y pule el aluminio en
un abrir y cerrar de ojos: «shines aluminium fast». La caja de cartón exuda éxtasis y
es a su manera una obra maestra de la retórica visual, destinada a conmovernos y a
hacer que compremos el producto para usarlo de inmediato. Y ese maravilloso río de
pureza tiene un origen histórico artístico en la abstracción de Ellsworth Kelly y Leon
Polk Smith. Como he sugerido anteriormente, su diseño exalta su contemporaneidad
y la de sus clientes, que pertenecen al presente, al igual que los miembros de aquello
que se llamó la «generación Pepsi» eran felicitados por pertenecer al ahora.
Sin embargo, los factores que resaltan la bondad de las cajas Brillo no
contribuyen en nada a lo que sea que convierte las Brillo Box de Warhol en arte del
bueno o incluso del muy bueno. Todas las cajas de comestibles comparten las mismas
propiedades filosóficas. Conviene recordar que la aportación filosófica que las Brillo
Box nos ayudan a ver podría haber sido realizada por medio de cualquiera de las cajas
más monótonas también fabricadas para aquel show de la Stable Gallery. ¡No
podemos permitir que aquello que convierte la caja de Harvey en algo tan exitoso se
cuele en la crítica de arte de la caja de Warhol! La crítica de arte para la Brillo Box no
puede en realidad diferir significativamente de la crítica de arte de cualquier otra de
las cajas que hizo Warhol, o que pudo haber hecho en su lugar. Hablando
filosóficamente, las diferencias de diseño entre los distintos conjuntos de cajas de
cartón resultan irrelevantes. Warhol no estaba influido por la abstracción más
contundente: reprodujo las formas de un artista que ya existía (Harvey), sólo porque
las formas ya estaban allí, del mismo modo en que el logotipo de la Unión de Rabinos
Ortodoxos ya estaba allí, certificando que Brillo era kosher (como sucedía en 1964).
Era esencial que Warhol reprodujera los efectos de aquello que impulsó a Harvey a
hacer lo que había hecho, sin que las mismas causas explicasen por qué estaban allí,
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en su Brillo Box de 1964.
Entonces, ¿dónde entra la crítica de arte? Entra porque gracias a su cotidianeidad
el arte comercial era de alguna manera aquello que impulsaba el arte de Warhol. Él
veía el mundo normal y corriente como algo estéticamente hermoso, y admiraba de
veras cosas que Harvey y sus héroes expresionistas abstractos habrían pasado por alto
o rechazado de lleno. A Andy le encantaban las superficies de la vida diaria, lo
nutritivo y previsible de los alimentos enlatados, la poética de lo cotidiano. Roy
Lichtenstein dijo una vez en mi presencia: «¿No es éste un mundo en verdad
maravilloso?», y agregó que se trataba de algo que Andy afirmaba sin cesar. Pero en
términos de normalidad no hay nada entre lo que elegir al considerar las diversas
cajas de cartón que había fabricado para su exposición. Este enfoque muestra un
cambio de filosofía que va desde el rechazo de la sociedad industrial —como era la
actitud de William Morris y los prerrafaelitas— a su ratificación, que es lo que uno
podría esperar de alguien que nació en la pobreza y que por lo tanto podría estar
enamorado del calor de una cocina en la que se almacenan todos esos nuevos
productos. Así que sus cajas son tan filosóficas como el papel pintado de William
Morris, destinado a transformar la vida diaria en lugar de celebrarla, por supuesto. Y
en el caso de Morris a redimirla de su fealdad ofreciendo a cambio una especie de
belleza medievalizada. Las cajas de Warhol eran una reacción al expresionismo
abstracto, pero sobre todo en el sentido en que enaltecían aquello mismo que el
expresionismo abstracto despreciaba. Eso es parte de la crítica de arte a las Brillo
Box, aunque hay mucho más. Pero las dos piezas de la crítica de arte no encajan: no
hay superposición entre la explicación de Harvey y la explicación de Warhol. La
retórica de Warhol en sus Brillo Box no guarda ninguna relación inmediata con la de
las cajas Brillo.
Hay un problema con afirmar que la Brillo Box de Warhol trata sobre la caja
comercial Brillo. Aunque yo hubiera esperado que el contraste se diera entre el arte y
la realidad, resulta difícil negar que la caja Brillo de Harvey es arte. Es arte, aunque
arte comercial. Una vez que el diseño está cerrado, las cajas se fabrican a millares.
Están hechas de cartón ondulado para proteger su contenido sin dejar de ser lo
bastante ligeras para su manipulación y traslado, y para permitir una fácil apertura.
Nada de eso es cierto de las cajas de Andy, de las que sólo se hicieron unas pocas, y
su propósito era simplemente ser vistas y entendidas como arte. Negar que el arte
comercial es arte sólo porque además es utilitario es puro esnobismo. Y, además, las
cajas de cartón forman parte del Lebenswelt. Las Brillo Box de Andy no lo son.
Forman parte del mundo del arte. La caja de Harvey pertenece a la cultura visual, eso
se entiende, pero la caja de Andy pertenece a la alta cultura.
Lichtenstein, que tenía una agenda revolucionaria, quiso llevar el arte popular a
las galerías de arte, que hasta entonces sólo habían abierto sus puertas a las bellas
artes. Así que pintó paneles de cómic, como en su maravillosa pintura El beso, que
muestra a un piloto besando a una chica. El piloto va de uniforme; la chica lleva un
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vestido rojo y lápiz de labios rojo. Pero eso no es popular, como lo sería una página
de un cómic de, digamos, El guerrero del antifaz, que se publicaba por miles. La
pintura es única de Roy. Podemos colocar hojas de tiras cómicas en una galería
abierta al arte popular, pero desde los años sesenta hemos abierto las galerías a las
pinturas de arte popular, sobre todo en pop arte. Envolvemos alimentos en tiras
cómicas o dejamos caer manchas de café sobre ellas, pero sería una barbarie hacer
algo así con El beso de Roy Lichtenstein.
En realidad no soy historiador del arte, así que no me interesan las influencias de
Warhol cuando se le ocurrió la idea de hacer sus cajas, eso, si en realidad tuvo alguna
influencia. Estoy razonablemente seguro de que Warhol no había leído mucha
filosofía. Pero me pareció ver ciertas estructuras filosóficas en el apareamiento de una
obra de arte con el objeto al que se parece, aunque el objeto y la obra sean
perceptivamente indiscernibles. De hecho, la filosofía está llena de ejemplos de este
tipo, como el contraste entre el sueño y la percepción cuando el contenido es el
mismo: por ejemplo, en las Meditaciones metafísicas de René Descartes, un libro que
se compromete a encontrar lo que, sea lo que sea, su autor tiene la certeza de saber.
La mise-en-scène proporcionada por su Discurso del método deja a Descartes
regresando de las guerras en Alemania, cuando queda aislado por la nieve. Puesto que
no tiene nada más importante que hacer, se aplica «con seriedad y libremente a
deshacerme de todas mis antiguas opiniones».
Pela las capas de sus creencias como si de una cebolla se tratase. «Todo lo que he
tenido hasta hoy por más verdadero y seguro lo he aprendido de los sentidos o por los
sentidos; ahora bien: he experimentado varias veces que los sentidos son engañosos,
y es prudente no fiarse nunca por completo de quienes nos han engañado una vez».
Esto puede ser una acción demasiado rotunda. Puede que haya habido casos bajo
circunstancias menos que ideales en los que cualquiera puede haber cometido un
error. Y, sin embargo, hay cosas de las que honestamente no podemos dudar: «¿Y
cómo podría negar que estas manos y este cuerpo sean míos, si no es quizás
igualándome a esos insensatos cuyo cerebro está de tal modo turbado y ofuscado por
los negros vapores de la bilis, que aseguran constantemente que son reyes, cuando
son muy pobres […] o que se imaginan ser un cántaro, o tener un cuerpo de vidrio?».
Pero entonces se le ocurre que, a pesar de que se siente seguro de que está
sosteniendo un pedazo de papel que mira, dice: «¿Cuántas veces he soñado, durante
la noche, que estaba en este lugar, que estaba vestido, que estaba cerca del fuego,
aunque estuviese completamente desnudo en mi cama? Me parece ahora que no miro
este papel con ojos somnolientos; que esta cabeza que muevo no está adormilada; que
extiendo esta mano intencionadamente y con un propósito deliberado, y que la siento:
lo que ocurre en un sueño, sin embargo, no parece ser tan claro ni tan distinto como
todo esto. Pero, pensándolo cuidadosamente, recuerdo haber sido a menudo
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engañado, mientras dormía, por semejantes ilusiones. Y deteniéndome en este
pensamiento, veo tan manifiestamente que no hay indicios concluyentes, ni señales
suficientemente seguras por las que se pueda distinguir claramente la vigilia del
sueño, que me quedo totalmente asombrado; y mi asombro es tal, que es casi capaz
de persuadirme de que duermo».
No hay manera interna de distinguir entre el sueño y la vigilia. Al menos no
siempre, sólo a veces. A veces sueño que estoy escribiendo un libro en un ordenador
cuando en realidad estoy en la cama durmiendo. Hay casos en que las experiencias de
ensueño y vigilia son indiscernibles, que es lo que nos sucede de hecho con la Brillo
Box y la caja Brillo. Son en todos los aspectos prácticos —¡y filosóficos!—
enteramente iguales. Y eso equipara la primera meditación de las Meditaciones
metafísicas con el caso de unas obras de arte llamadas Brillo Box y una caja Brillo a
la venta normal y corriente. No podemos distinguir la obra de arte de la caja Brillo
ordinaria, al menos a juzgar por lo que cada uno de nosotros ve a simple vista.
Consideremos esos maravillosos dibujos de Saul Steinberg, en los que una caja
normal y corriente sueña el retrato perfecto, en el que todos sus bordes son perfectos.
En un primer momento Warhol pensó que podría ahorrar dinero y trabajo
comprándole unas cajas de cartón ordinario a un mayorista. Pero sus bordes y
esquinas eran demasiado blandos y redondeados. Eran incompatibles con la visión
que tenía. Así que tuvo que fabricar sus propias cajas y pintarlas. La plantilla le
brindaba una semejanza perfecta, pero uno no podía usar una plantilla para reproducir
las propiedades físicas de la caja. El cartón ondulado es perfecto para enviar bienes,
pero no para la geometría, y no brindaba las propiedades que Warhol quería en su
obra. Tal como sabía Judd, las esquinas y los bordes nítidos pertenecen a un sueño de
exactitud.
En el primer intento conocido por definir el arte, Sócrates, recordemos, lo explicó
como un ejercicio de mímesis. Pero aunque hijo de escultor, diseñó como ideal una
república donde no veía la necesidad de tener artistas, que bien podían exiliarse a otro
país. En un momento dado Sócrates describe las distintas divisiones del universo: un
nivel superior e inferior; el primero invisible, visible este último. El nivel superior de
visibilidad consta de las cosas que hacen los carpinteros, mesas y sillas. Éstos se
adecuan a los conceptos, que son invisibles aunque accesibles al intelecto. En la parte
inferior del mundo visible quedan las sombras y los reflejos, como las imágenes de
los espejos. En la época de Platón no existía las fotografía, pero bien podría haber
estado clasificada como un reflejo de las cosas, como las pinturas y el arte en general.
En algunas versiones, los sueños pertenecen a este nivel más bajo. Representan las
cosas. Están hechos de cualidades visibles, pero puede que no sean reales. Quiero
decir que yo podría soñar con mi difunta esposa, y en el sueño se me aparecería como
lo haría en una pintura al óleo.
Me gusta la forma en que en dos grandes visiones filosóficas el arte se asemeja a
un sueño. Al significado y a la encarnación podríamos agregar ahora también
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«onírico». Las novelas son como los sueños, igual que las obras de teatro. No es
necesario que sean verdad, sólo que sean posibles. Hay algo muy atractivo en la
relación entre el arte y el sueño. En contraste con los carpinteros y artesanos, los que
pintan sólo necesitan saber qué aspecto tienen las cosas. No tienen por qué saber
hacer un armario, pero pueden pintar el cuadro de un armario sin ese saber. Sócrates
sentía cierta debilidad por los artesanos. En el décimo libro de La República, que
comienza con el descrédito de Sócrates del arte mimético, cuenta una historia con la
que termina el gran diálogo. Es la historia de Er, un soldado heroico que parece haber
muerto en combate, pero cuyo cuerpo no se descompone, no huele, y por tanto no es
cremado en una pira funeraria. En su lugar, Er viajó a los abismos, uniéndose a los
espíritus de los muertos. Allí se les instruye en la forma de elegir su próxima vida. En
la «graduación», les conducen a un prado donde están dispuestas las vidas para que
ellos puedan elegir la que desean, como si se tratara de prendas de vestir. En cierto
modo, cada uno elige una vida que parece más deseable que la anterior. No puedo
hablar de todos, pero baste decir que hay un hombre llamado Epeo —un artista, de
hecho, el que diseñó el caballo de Troya con el que ayudó a los griegos a colarse en la
ciudad escondidos en el vientre del caballo— que tomó el alma de una mujer
«experta en todas las artes»: una artesana, por tanto. En otro diálogo, El político,
Sócrates decide que el gobernante debe ser un tejedor, ya que el arte del estadista es
tejer juntos los diferentes hilos que componen el Estado. La artesanía es mejor porque
es más útil que las artes, que tratan sólo con las apariencias.
He decidido enriquecer mi anterior definición de arte —significado encarnado—
con otra condición que define la habilidad del artista. Gracias a Descartes y Platón,
voy a definir el arte como «sueños despiertos». Uno quiere explicar la universalidad
del arte. Mi sensación es que todos soñamos, seamos de aquí o de allá, sin excepción.
Por lo general, esto requiere que durmamos. Pero los sueños durante la vigilia nos
exigen estar despiertos. Los sueños están hechos de apariencias, pero tienen que ser
las apariencias de cosas que están en su mundo. Es cierto, en el museo enciclopédico
las distintas artes pertenecen a culturas distintas.
He empezado a pensar sobre los sueños despiertos, que además tienen una ventaja
sobre los otros sueños: se pueden compartir. Por consiguiente no son algo privado, lo
que ayuda a explicar por qué todos entre el público se ríen al mismo tiempo, o gritan
en el mismo momento.
Hay otra ventaja, ya que plantean cuestiones importantes sobre el fin del arte, que
en su día daté en el año 1984. Un argumento a favor del fin del arte es que se basa en
el hecho de que arte y realidad son en algunos casos indiscernibles el uno de la otra.
Pensé que si arte y realidad era indiscernibles, de alguna manera habíamos llegado al
final. En principio arte y realidad podrían tener el mismo aspecto visible. Pero no me
di cuenta en aquel momento de que las diferencias son invisibles, como al diferenciar
la Brillo Box de la caja Brillo, pues ambas poseen diferentes significados y el modo
en que están hechas —encarnadas— es también diferente. La caja Brillo del
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supermercado glorifica el producto Brillo al incluir eslóganes escritos, tal como
vimos al analizar las cajas de los supermercados. Sin embargo, la Brillo Box de
Warhol no expresa el producto, sino las mismas cajas Brillo. Las encarna, en el
sentido de que tiene su mismo aspecto. El arte siempre está a cierta distancia de la
realidad. Así pues, dos cajas Brillo no se expresan la una a la otra.
Una obra de 2005 del apropiacionista Mike Bidlo se parece tanto a la caja de
Warhol como ésta se parecía a la del supermercado. Bidlo alude a todas las Brillo Box
de 1964, y esto es digno de mención. Él lo hizo porque quería entender qué sucedió
en su fabricación, igual que replicó algunos Jackson Pollock con el fin de aprender en
qué estaba involucrado el auténtico Jackson Pollock. En cierto modo, la Brillo Box de
Warhol fue la obra por excelencia de los años sesenta, así como la de Bidlo fue obra
definitoria de los años ochenta.
En 1990, el célebre curador Pontus Hultén —que expuso la obra de Andy en el
Moderna Museet de Estocolmo en 1968— hizo que unos carpinteros fabricaran unas
cien Brillo Box en Lund justo después de la muerte de Andy, y luego las autentificó.
Esas cajas eran falsas, tanto como sus certificados. En aquel momento, las Brillo Box
de 1964 rara vez llegaban a aparecer en ninguna subasta, y cuando así era su precio
de salida ascendía a 2 millones de dólares. Hultén murió antes de ser descubierto. Las
cajas autentificadas no eran auténticas. Sólo falsificaciones. Por lo que yo sé, no
tenían ningún valor. Sin embargo, puede que sigan apareciendo acá y allá, que a la
gente le divierta que sean como las de Andy, y que a la vez sean falsificaciones,
difíciles de distinguir de las verdaderas. De modo que ahora tenemos cuatro cajas
distintas. Y sin duda va a haber muchas más, y todas significarán algo diferente. ¡Eso
sí que parece el fin del arte!
Si mi tesis es cierta, toda obra de arte encarna significados. ¡Pero eso no quiere
decir que siempre tengan que parecerse entre sí! En el curso de una conferencia que
impartí en la Sorbona, invité a los miembros del público a visitar una muestra de mi
esposa, Barbara Westman, cuyos dibujos eran exhibidos en la Galería de MantouxGignac, en la parisina rue des Archives. Uno de ellos me escribió una nota, diciendo
que estaba feliz ¡de no haberse topado con ninguno de una Brillo Box! En realidad, es
esa inmensa variación en el aspecto de las obras de arte, probablemente, lo que llevó
a los filósofos a considerar el arte como un concepto abierto. Una contribución de
Cage fue el descubrimiento de que un ruido puede convertirse en un ruido musical si
sucede cada vez que alguien toca su obra 4’33”. En el Judson Dance Theater, era
posible realizar pasos de baile indiscernibles de acciones normales y corrientes, como
comer un sándwich o planchar una falda. Lo que ocurre en esos casos es que planchar
una falda es lo que en realidad significan los movimientos de esa bailarina, y por lo
tanto «planchar una falda» se encarna en su cuerpo. Eso no sucede cuando alguien se
limita a planchar una falda, pues aquí el acto de planchar una falda se lleva a cabo
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porque quien lo hace se propone únicamente que su prenda quede libre de arrugas.
Eso no es lo que hacía la bailarina del Judson. Ella realizaba un paso de baile clavado
a una tarea práctica. ¡Se trata de un claro caso de arte imitativo! Pero el acto al que se
parece no tiene nada de imitativo, en absoluto, aunque puede haber habido algo de
imitación cuando se puso a aprender a planchar. Recuerdo haber visto a Baryshnikov
imitar a un jugador de fútbol americano, alzando el brazo para defenderse de los
defensas. Jamás había visto nada parecido. Estaba imitando realmente a un jugador
de fútbol, aunque el jugador de fútbol al que imitaba se limitaba simplemente a
mantener a los defensas a distancia.
Lo que brinda un carácter onírico a la imitación moderna es que no pretende
incorporarse a, pongamos por caso, un partido de fútbol, incluso cuando un jugador
de fútbol puede estar realizando los mismos movimientos. Es sólo un sueño despierto
en que el bailarín tiene la intención de que aquellos que están entre el público vean lo
que está siendo imitado, y que una gran parte de su público lea así ese movimiento
como un movimiento de fútbol, aunque no haya balón. Esta percepción se comparte
de un modo en que jamás se comparten los sueños, incluso cuando alguien sueña con
correr con el balón.
Cualquier movimiento puede ser un movimiento de danza y, por tanto, alcanzar
un grado onírico. Lo mismo puede decirse de toda actuación, como cuando, por
ejemplo, una actriz sirve cócteles que en realidad son vasos llenos de agua del grifo
(y en tal caso se saborearía lo insípido, una especie de pesadilla). En cualquier caso,
no es posible catalogar todas las diversas formas que los artistas han encontrado para
ensoñar sus trabajos. Voy a intentarlo con la obra maestra de Miguel Ángel, la gran
decoración de la bóveda de la Capilla Sixtina, con las escenas de una narrativa en la
que, cuando la vi por vez primera, las figuras entran y salen de una envolvente
oscuridad.
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2. RESTAURACIÓN Y SIGNIFICADO
La Capilla Sixtina parece un enorme dibujo de Daumier.
PABLO PICASSO
Un gran dibujante y un mal pintor.
JEAN COCTEAU
Estos juicios —que la bóveda de la Sixtina era básicamente un dibujo, algo en
esencia monocromo, al igual que los paneles pintados por Daumier en sepia— nos
hablan del pasado: nos dicen cómo se veía el techo en la década de 1930, cuando
ambos hombres pasaron un tiempo en Roma acompañando al Ballet Ruso de Monte
Carlo. Nos hablan del aspecto que tenía el techo antes de la limpieza más reciente,
aprobada en 1994. Visité Roma en 1996 como invitado del maestro norteamericano
Cy Twombly, quien se mostraba entusiasmado con una restauración, que, según él,
iba a demostrar que Miguel Ángel era en verdad un gran pintor. No obstante, antes de
dejar Nueva York mi colega James Beck me había persuadido de que la restauración
era en realidad una catastrófica metedura de pata. Yo la había visto cuando se parecía
a lo descrito por Picasso y Cocteau, salvo que a mí me pareció sublime. Y había
decidido darle un pase hasta poder discutirlo con Twombly y su socio, Nicola del
Roscio.
El exdirector general de los Museos Vaticanos, Carlo Pietrangeli, escribe en el
prólogo de una publicación sobre la restauración: «Es como abrir una ventana en un
cuarto oscuro y ver cómo lo inunda la luz». Pero ¿y si ha cambiado el significado de
lo que se veía antes de que se abriera esa ventana presumiblemente sucia? Entonces
hay una posibilidad de que durante siglos nos hayamos engañado en cuanto a cuáles
eran en realidad las verdaderas intenciones de Miguel Ángel. Algunos de los
argumentos relacionados con la restauración eran científicos, otros se adscriben al
ámbito de la historia del arte. Pero en ninguna parte vi ningún argumento filosófico y,
dado que mi definición pretende ser filosófica, quiero abordar esta restauración desde
la perspectiva de lo que es el arte, entendido aquí filosóficamente.
Pocos años después de que terminara la muy controvertida limpieza de la Capilla
Sixtina, un libro —tan caro, que los ejemplares para su reseña se prestaban, y eran
entregados por mensajeros que sus editores se jactaban de que también eran
«guardianes»— se comprometía a responder definitivamente a las críticas
reproduciendo la belleza que supuestamente vieron los contemporáneos de Miguel
Ángel. El folleto de publicidad para el libro muestra la famosa cara de Eva de Miguel
Ángel, tanto antes como después, como los de Antes y Después de todas esas
yuxtaposiciones que cómicamente se aprovechan de nuestras esperanzas secretas y de
nuestras agonías: la rana a la izquierda, el príncipe a la derecha; un enclenque de
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cuarenta kilos a la izquierda, el muy cachas Míster Universo a la derecha; una nariz
ganchuda a la izquierda, la tía buena de nariz roma a la derecha, como en el Before &
After de Andy Warhol de 1961. Eva Antes difiere de Eva Después porque una capa de
cola animal, imprudentemente aplicada alrededor de 1710 (unos dos siglos después
de que la finalización de la gran bóveda) le dejó un parche triangular a Eva en la
mejilla.
Las diferencias, parche incluido, apenas parecen lo bastante dramáticas como
para justificar el antes y después del formato: no da la impresión de que Eva Después
nos muestre algo no visible en Eva Antes, y el propio parche sería en gran parte
invisible para los que estaban sesenta y ocho metros más abajo, en el suelo de la
capilla. Un proyectil de cañón atravesó el techo durante la guerra de Unificación,
arrancando un segmento bastante grande del Diluvio, pero esto apenas lo advierten
quienes quedan atrapados en la gran epopeya que transcurre sobre sus cabezas. Si lo
que se retiró del techo de la Sixtina Antes para dar lugar al techo de la Sixtina
Después se ilustra por las dos caras de Eva, difícilmente podría haber motivo para la
controversia. Nadie habría cambiado de opinión por ver ese rostro tras la limpieza o
restauración. Si ésta es la prueba, nada en verdad crucial para la interpretación de la
obra habría cambiado del todo. Las caras difieren en tonalidad y calidez, pero la
estética difícilmente puede discriminar si eso es mejor o peor. Se supone que Eva
Antes correspondería mejor a lo que eran las verdaderas intenciones de Miguel
Ángel, pero ¿se escapa ese Después tanto de esas intenciones como para justificar los
inmensos riesgos a los que se expuso esta obra irremplazable con dicha restauración?
No hay una respuesta fácil. Unos veían las manchas propias del paso del tiempo antes
de la restauración; otros, por el contrario, veían ese techo como una especie de
metafísica crepuscular ligada a la expresión de Miguel Ángel: las figuras parecían
pugnar por salir de la oscuridad o se hundían en ella, como esclavos encadenados
juntos que luchan por liberarse de la piedra en algunas de las esculturas destinadas a
la tumba de Juliano el Apóstata. Para ellos, el techo en conjunto tenía una dimensión
heroica ahora arrasada por la restauración y conllevaba una pérdida tal que ni siquiera
valía la pena el riesgo de recuperar los colores originales, especialmente si, como
Platón, pensamos en nosotros mismos como prisioneros en una caverna, de la que
unos pocos afortunados pueden salir a la luz. Ahora bien, si lo que parecía un
ejercicio de transfiguración metafísica no era en realidad más que hollín de velas y
humo de incienso, la obra puede haber perdido ahora una sublimidad incorrectamente
atribuida durante mucho tiempo.
De modo que ese libro tan caro con sus imágenes del Antes y el Después en mitad
de la limpieza no resulta concluyente. Parece un contraste entre rotograbados y
páginas en color, pero puede deberse a un error de primer orden. En verdad, el libro
mostraba en general figuras rígidas y torpes, pintadas en colores manieristas y
despojadas en su mayoría de cualquier arrebato cósmico. Si esto es de verdad lo que
pintó Miguel Ángel, uno tiene la sensación de hallarse ante un artista mucho menor
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de lo que creía, con alguien que en realidad, y por decirlo de algún modo, estaba en
deuda con el tiempo y la suciedad, que habían acudido en su ayuda. O supongamos
por un instante que lo que le había sido arrebatada a esa capilla era la sombra
metafórica de la condición humana tal y como quedaba reflejada en la caverna de
Platón, y que la intensificación del color nos había costado en realidad una tremenda
pérdida de significado. A menudo de cerca las figuras parecen bastas, y sobre la base
del libro uno se siente tentado a mostrarse de acuerdo con quienes afirman que la
restauración destrozó la obra. Tengo que admitir que yo mismo estaba convencido de
ello, y que compartía el criterio de muchos expertos críticos con la restauración, uno
de los cuales la describía como un Chernobyl artístico, tanto como para negarme al
principio a visitar la capilla, prefiriendo mi recuerdo al escenario de una pérdida
terrible. Y además no me creía aquello de que había pruebas de que el techo estaba en
grave peligro de hundirse, pruebas basadas en un pequeño trozo de yeso pintado
hallado en el suelo de la capilla. ¿Acaso alguien no podría haber dejado aquello allí,
para aprovecharse de los temores y la codicia de aquellos ansiosos por limpiar esta
obra maestra a cualquier precio?
Así pues, debemos decidir si lo que se ha quitado es suciedad o significado. Es
aquí, supongo, que la cadena de esclavos llega a ser importante para nosotros, ya que
nos proporciona una analogía con las figuras en el techo —unos luchando por
liberarse de la materia y otros de la oscuridad, siendo la oscuridad envolvente la
equivalencia a la piedra sin tallar de la esculturas— inherente, en ambos casos, al
sentido de ambas obras. La restauración de esculturas puede plantearse de dos formas
distintas, siendo una mucho más radical que la otra. Se puede frotar la pátina de
mugre, lo que las deja brillantes y en cierto modo más rudimentarias, tal como las
vieron los contemporáneos de Miguel Ángel. Semejante acción no ocasiona una
pérdida de sentido, por lo que si uno prefiere un estado al anterior queda solamente
como una mera cuestión de gusto. Pero supongamos que en vez de eso alguien decide
tallar toda la piedra que queda sin tallar, para liberar la figura tal como pretendía
Miguel Ángel. Él pronunció la célebre frase que su objetivo como escultor era liberar
la figura de la piedra, y bien podría nuestro imaginado «restaurador» decir que se
limita a ayudar a cumplir los deseos de Miguel Ángel. Sin duda no veríamos la
escultura ahora restaurada como la vieron los contemporáneos de Miguel Ángel. Y, lo
que es mucho más importante, al perder la parte del bloque que estaba sin tallar,
podríamos haber perdido un significado incalculable. El problema con el techo es que
la oscuridad puede ser entendida como una mera pátina de suciedad, en términos
generales, o como algo metafísicamente análogo a la piedra sin tallar y que por lo
tanto encierra parte del significado total de la obra. Una vez escuché a un guardia en
los Uffizi responder a la pregunta de un turista sobre el «Miguel Ángel inacabado»
con estas palabras: «Si Miguel Ángel è finito, è finito!». La dualidad de lo terminado
frente a lo no terminado queda esbozada por lo que vemos, sí. Pero también otra
dualidad —la de la mugre y la metafísica— queda esbozada por lo que vimos, pero
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ya no vemos. De modo que volvemos a enfrentarnos a la misma pregunta: ¿era la
oscuridad una consecuencia física de los estragos del tiempo, y por tanto existían
razones para usar una ciencia avanzada y restaurar la obra, o por el contrario formaba
parte de la intención artística de la obra, y por consiguiente es algo que hemos
perdido de forma irreparable por culpa de la arrogancia de algunos?
Hay que dar por sentado que uno no puede limpiar algo que pertenecía al fresco,
pues debido a la interacción química entre la cal y el agua se crea una costra de
carbonato cálcico que da al fresco su permanencia. Es como lavar porcelana. Pero la
pintura puede ser aplicada a secco, sobre el pigmento carbonizado. ¿Y qué hubiera
sucedido si Miguel Ángel hubiese añadido a secco aquello que da lugar a las
interpretaciones metafísicas, después de que los frescos individuales estuvieran
fijados indeleblemente? Esto no se resuelve apelando a la observación objetiva con la
misma facilidad con la que se observa el estado de la piedra en el caso de la cadena
de esclavos. De hecho, podría ser una cuestión lo bastante abierta como para asumir
que el supuesto más conservador debería haber sido también el más procedente, pues
siempre sería posible que al eliminar la suciedad estuviéramos lavando algo que
había sido puesto allí por Miguel Ángel, con la intención de recrear un juego de luces
y sombras que sirviera como metáfora de las luchas del alma encarcelada. Y entonces
la pregunta sería si, al eliminar esa mugre, no estamos quitando algo más.
¿Cómo puede ser ésa una pregunta cerrada? A mi juicio, habría que determinar si
tal intención metafísica casa de verdad con el significado de los episodios reales
representados por Miguel Ángel en la bóveda, si guarda relación con ellos. En esto
discrepo con Gianluigi Colalucci, que se encargó de la restauración, y que trató de
evitar toda interpretación al atender únicamente a la condición de la pintura, tratando
la bóveda como un mero objeto físico. «En la conservación del arte, la objetividad es
en la actualidad la base del método de trabajo adecuado», nos asegura Colalucci. A
pesar de que «el debate sobre la limpieza del techo de la Sixtina adquiere matices
violentos e incluso apocalípticos», sólo procediendo objetivamente —«paso a paso y
pincelada a pincelada»— podremos llegar al conocimiento de la verdadera naturaleza
del arte de Miguel Ángel. Y aquí Colalucci expresa su credo restaurador: «Creo que
la mejor manera de trabajar en Miguel Ángel es la pasividad absoluta […]. Si
tratamos de interpretar una obra de arte, dicha interpretación acaba imponiendo sus
condiciones durante el proceso de limpieza». Mi opinión, sin embargo, es
precisamente que la interpretación debe imponer sus condiciones durante el proceso
de limpieza, y que todo lo logrado por Colalucci podría haberse defendido con el
argumento de que nada relativo al significado de las imágenes de Miguel Ángel
implica una interpretación del techo basada en la obra como un juego casi
monocromático de luces y sombras que requiere una lectura neoplatónica. Hay
razones para temer el plan trazado por este restaurador amante de la pasividad, que
trata de responder a preguntas sobre la obra «objetivamente», en referencia a la
pintura sola, sobre todo porque la propia mano de Miguel Ángel podría haber
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colocado allí algunas adiciones a secco sobre la superficie de la pintura. Pero
Colalucci declara que «nueve años y medio de contacto diario con los frescos de
Miguel Ángel me acercaron, si es que tal cosa es posible, al artista y al hombre». Y
nos ofrece como prueba la forma en que (Antes) «lo que era una mancha banal de
color ocre pálido quemado» del disco solar en el panel en el que Dios dicta que se
haga la luz se puede ver ahora (Después) «brillante como un horno ardiente con su
resplandor amarillo claro, el núcleo rojizo oscuro, e imperceptibles haces circulares
de color verde». No tengo razones para negar que se haya conseguido así, de hecho,
acercarse a través de la limpieza, a Miguel Ángel, al artista y al hombre, sobre todo si
el artista y el hombre estaban ante todo principalmente interesados en el color, como
si Miguel Ángel fuera un impresionista y esto fuera una obra de Monet en proceso de
restauración. El poco caso que Colalucci le prestó al «Miguel Ángel, artista y
hombre» se ve cuando describe la secuencia de escenas que cubren la bóveda central.
«Miguel Ángel pintó las escenas del techo de la Sixtina en orden inverso, es decir,
empezó por el Diluvio universal y acabó por el primer día de la Creación». En otras
palabras, comenzó por el final de la narración, y terminó por el principio. Pero lo
cierto es que Miguel Ángel no empezó por el Diluvio universal, ni es ésa la secuencia
final. Empezó, y así acaba la secuencia de nueve escenas, por la embriaguez de Noé.
El Diluvio va segundo en el orden de la creación artística y es la octava en el orden de
la narración que comienza con la Creación. Eso demuestra cuán manierista era
Miguel Ángel al empezar su inmensa tarea. Al eliminar este dato de su propia
narrativa, Colalucci hace que sea difícil seguir la propia evolución estilística de
Miguel Ángel, y más aún su propio plan, pues, después de todo, él decidió cuál iba a
ser la última escena antes de pintar cualquiera de las demás.
De modo que esa frase de Colalucci me dejó helado: nueve años y medio,
pincelada a pincelada, ¡y el restaurador jefe se hace un lío con el comienzo y el final!
Me parece que si uno no da con la secuencia correcta bien podría meter la pata hasta
el fondo, por muy colorido que el sol pueda lucir ahora. Y sentí que esta víctima de
un ideal erróneo de objetividad me provocaba sensaciones de pérdida, de desliz, casi
de tragedia. El error radica en la fe de que la objetividad es una cuestión de pincelada
a pincelada, centímetro a centímetro. Pero, en realidad, este plan de trabajo es deudor
de una interpretación de Miguel Ángel como un tipo muy diferente de pintor del que
podemos creer que era. El pintor Maurice Denis acuñó la famosa y reduccionista
sentencia de que «cualquier cuadro, antes de ser un caballo de batalla, una mujer
desnuda o una anécdota, es esencialmente una superficie plana recubierta de colores
reunidos en cierto orden». Mi sensación es que esto define precisamente la actitud de
Colalucci hacia la pintura a la que fingió haber rescatado del «velo turbio que la
estaba ahogando». ¡Tú ocúpate de las manchas de color, y el significado se ocupará
de sí mismo!
Quiero detenerme aquí y considerar un hecho: en el techo de la Sixtina no hay
«superficies planas». El espacio fue construido atendiendo a las proporciones del
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templo de Salomón, tal como se describe en la Biblia, en 1 Reyes: su longitud es dos
veces su altura y tres veces su anchura. El templo tomaba como modelo el
tabernáculo cuyo sumamente exigente arquitecto era Dios mismo, ya que iba a ser su
lugar de residencia. Y el tabernáculo era una especie de tienda de campaña, algo que
(en mi opinión) se insinúa en las complejas curvaturas de la bóveda de Sixto IV.
Tiene la compleja geometría de un baldaquín. La decoración original que lucía
adecuadamente era un cielo azul salpicado de estrellas doradas, lo que da la sensación
de mirar hacia arriba a través de una especie de apertura a lo que Kant denominó «los
cielos estrellados en las alturas». El papa Julio II quería una decoración más
«moderna», y sabemos que Miguel Ángel explotó las curvaturas al esbozar los
motivos que iba a pintar. Transformó el techo, que de parecer un trampantojo de cielo
abierto se iba a asemejar ahora a un trampantojo de la falsa arquitectura, con un techo
falso sostenido por falsas columnas. ¡Después de todo no se pueden colgar cuadros
del cielo! Y encontró la manera de iluminar los espacios curvos con imágenes.
¿En qué medida estas curvaturas contribuyeron a perfilar las propias imágenes?
Esto, por supuesto, no habría sido un problema para Maurice Denis, quien pintaba
sobre lienzos planos. Dado que los lienzos, tal como eran comprados en las tiendas de
artículos de arte de París, eran invariablemente planos, su condición plana no era algo
con lo que las imágenes pudieran interactuar. Las imágenes podían interactuar con los
bordes, pero no con las superficies, que eran siempre más o menos las mismas. Pero
éste no es el caso de las superficies curvas, como veremos más adelante —a pesar de
que a Miguel Ángel le tomó cierto tiempo reconocer las posibilidades de las curvas a
las que se enfrentaba. El modo en que llegó a aprovecharse de ellas fue una de las
razones principales a la hora de que sus contemporáneos apreciaran los logros de
Miguel Ángel.
Veamos la figura de Jonás, que no pertenece a la narrativa del techo, pero fue
pintada en el estilo de los últimos episodios que pintó Miguel Ángel (aunque de los
primeros en el orden de lo narrativo). Jonás queda justo sobre el Juicio Final, en un
espacio delimitado por dos pechinas, en lo que es la superficie cóncava de un
triángulo esférico truncado. Si pensamos en el espacio en términos abstractos, sería
como un lienzo en tres dimensiones, algo similar a ciertas piezas de Ellsworth Kelly.
Miguel Ángel muestra al profeta apoyado enérgicamente de nuevo en este nicho
triangular, y lo que asombró a sus contemporáneos, como Condivi, fue que «el torso
que parece ir hacia adentro está en la parte del techo más cercana al ojo, y las piernas
que pugnan por salir hacia el exterior se encuentran en la parte más distante. Un
trabajo estupendo, que demuestra el gran dominio de este hombre para el dibujo en
escorzo y la perspectiva». Hay una contradicción, en efecto, entre la superficie física
y la ilusión pictórica, lo que llevó a Vasari a considerar el panel con Jonás como la
«culminación y epítome» de la gran bóveda. ¿Podría estar Jonás luchando por
liberarse de la bóveda, por liberarse de la fisicidad de la bóveda, como los esclavos
luchaban unidos por liberarse de la piedra, para llegar, en efecto, a cobrar vida?
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Personalmente, yo no creo que un procedimiento de pincelada a pincelada pueda
responder a esa pregunta. En mi opinión, se puede responder sólo haciendo referencia
a una interpretación: acudiendo, en realidad, a la crítica de arte inferencial. Y voy a
argumentar que la respuesta será negativa.
Mientras tanto, llamo la atención sobre el hecho de que en la descripción de
Condivi no se alude para nada al color, que no juega ningún papel. Lo que quiero
subrayar es que el escorzo y la perspectiva son principalmente logros del dibujo,
enfatizados por el efecto del claroscuro, el «arte del diseño, las luces y las sombras»,
que, aunque ciertamente alcanzables en la pintura mediante la adición de cantidades
de negro a un color determinado, no son en ningún sentido un logro del color como
tal, sino de los valores de los colores en lo que tienen de luces y sombras. Pero en
segundo lugar debemos recordar que Condivi era escultor y Vasari arquitecto, y por
consiguiente ambos eran sensibles a toda transformación de espacios
tridimensionales. ¿Sería esto aún visible desde el suelo? La máxima Maurice Denis
personifica una postura moderna, iniciada por Manet, cuyas telas fueron descritas por
Zola como «un conjunto de manchas delicadas y precisas» (House, p. 75). Monet
interiorizó este ideal en 1890, el mismo año de la declaración de Denis, en su consejo
a una estudiante estadounidense, Lilla Cabot Perry: «Cuando vayas a pintar, trata de
olvidar los objetos que tienes ante ti: el árbol, la casa, el campo o lo que sea.
Simplemente piensa: he aquí un pequeño cuadrado de color azul, he ahí un rectángulo
de color rosa, allí una raya de color amarillo, y debes pintarlo como lo veas, el color
exacto y la forma, hasta que te dé la impresión de tener esa ingenua escena delante de
ti». Zola agregó esto a su caracterización: «Al dar unos pasos hacia atrás, (las
manchas) le dan un alivio notable a la imagen». Miguel Ángel no tenía nada delante
de él. La interacción entre la superficie y la imagen era demasiado intrincada y
compleja como para imaginar que podría haber pintado del modo en que Lilla Perry
pintaba una casa o un árbol, siguiendo las instrucciones de Monet. Contrariamente al
dictum de Denis, la pintura fue primero Jonás, y luego manchas. Tenemos que
preguntarnos qué significa la imagen antes de poder pensar en el pigmento.
He elegido a Jonás sobre todo porque la energía de la figura hace que entre toda
la población del techo sea un buen candidato para mostrar a alguien que lucha por
salir de las tinieblas. La figura protobarroca de Jonás parece estar realmente
luchando, como de hecho sucede, pues está siendo vomitada por una ballena algo
ornamental, y realmente ha salido de la oscuridad —del «vientre de la bestia»— a la
luz. Tras la restauración, la escena parece estar alumbrada por la pálida luz de la
aurora, no muy diferente de hecho de la luz en la que Cristo surge de la oscuridad del
sepulcro en la Resurrección de Piero. El paralelismo con la resurrección de Cristo es
intencionado y es por eso que Jonás está representado en primer lugar. Creo que
habría sido incompatible con el sentido de la resurrección haber puesto a Jonás-Cristo
entrando en una segunda oscuridad, en la oscuridad metafísica que una lectura
neoplatónica requiere. Pero si esto es cierto en el caso de Jonás, lo será aún más en
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otras figuras del techo que no parecen representadas en una lucha, como Zacarías,
colocado en el otro polo del eje que divide longitudinalmente el techo, y de perfil,
leyendo un libro, con un par de ángeles de lectura por encima del hombro. Hay que
prestar especial atención al complejo marco en el que se reparten las figuras y
escenas representadas. La bóveda está dividida mediante pesados marcos pintados,
como si todo el techo fuera una especie de galería de fotos, articulada en distintos
episodios relacionados. Una oscuridad total no tendría sentido. Podría tener sentido
con El Juicio Final, donde no hay ninguna de estas divisiones, pero sí masas de
figuras impulsadas por los vientos espirituales, y atrapadas en posturas de éxtasis y
agonía, alegría y desesperación, y donde la oscuridad y la luz pueden significar
condenación eterna o salvación. La bóveda implica una iluminación uniforme que
casa con la ilusión de una galería de imágenes, lo que permite a Miguel Ángel usar la
oscuridad y la luz dentro de los cuadros, de la manera que requiera la narrativa de
cada episodio individual, sin tener, además, que totalizar los episodios en uno solo
que como tal sugeriría una oscuridad implícita. Cada imagen tiene su propio espacio.
El espacio común pertenece a las imágenes, no a sus temas. Así que uno siente que
un poco de interpretación le habría ayudado a S. Colalucci a proceder con impunidad.
Todo argumento a favor de mantener la oscuridad fracasa precisamente contra una
interpretación basada en el sentido. De haber comprendido esto tal vez no hubiera
actuado de manera diferente, pero podía haber justificado lo que había hecho más allá
de los procedimientos empleados. En realidad, los críticos eran tan positivistas como
los restauradores. Ellos también entendían la obra como un mero objeto físico. Pero
una obra de arte no es sino un significado encarnado, y su significado está tan
intrincadamente relacionado con el objeto material como el alma lo está con el
cuerpo. Miguel Ángel creó un mundo así como un objeto, y uno tiene que intentar
adentrarse en ese mundo para ver qué partes de los objetos físicos tienen relevancia.
El agujero en el techo tiene una historia, pero no aporta un sentido que pertenezca a la
obra.
El sentido general del techo de hoy es el de una extensión decorada, el esquema
de color del cómo está ahora es bastante consistente con lo que uno ve en otros
lugares del Vaticano, en las estancias y los pasillos que rodean la impresionante
capilla, que fueron decoradas en la misma época. Opino que sólo por estas razones
los colores eran invisibles para los contemporáneos de Miguel Ángel, simplemente
porque eran colores que cualquiera se esperaba en un espacio «moderno», y no
resaltaban. De hecho, de haber tenido la bóveda el aspecto que tenía antes de la
reciente restauración —el que muchos de nosotros recordamos— entonces sí habría
llamado la atención a sus contemporáneos. Les habría parecido un dibujo sutil aunque
en cierto modo monocromo. Pero intuyo que dado que los colores eran compatibles
con los de la decoración interior del año 1508 nadie les prestó atención. Lo que
vieron, y así lo demuestran los testimonios de Vasari y Condivi, fue una calidad de
dibujo increíble y las antinomias entre los dos modos de componer una imagen: el
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modo físico —más o menos lo que Denis tenía en mente al hablar de colores
repartidos sobre una superficie— y el otro modo, el pictórico, tan sorprendente. Y
cómo interactuaban ambos modos en escenas como la de Jonás. A los espectadores
—o al menos los que interesaban a Miguel Ángel— les asombró menos el color que
el modo virtuoso en el que se manejaban la imagen y el espacio, como en Jonás. La
pregunta para mí es entonces, ¿qué papel jugaba el color en su experiencia de la
capilla? Y avanzo tentativamente esta respuesta: ninguno. Y desde ese punto de vista,
no se habría perdido mucho si el techo hubiera sido monocromo, salvo porque sus
contemporáneos se habrían visto desconcertados, acostumbrados como estaban a
ciertos tonos decorativos. Sorprendido por la magna obra, Goethe escribió esto en
1786: «¡Ojalá hubiera algún medio para fijar dichas imágenes en el alma! Pero por lo
menos me llevo conmigo todos los grabados y dibujos que he podido encontrar». En
1786 no había reproducciones a color, pero en mi opinión las reproducciones —
inevitablemente en blanco y negro, en sepia, en sanguina— le proporcionaron a
Goethe lo que quería y necesitaba (y por cierto había habido tres restauraciones antes
de que Goethe se sintiera abrumado por la «visión grandiosa» de Miguel Ángel). En
el momento del encargo, Miguel Ángel protestó afirmando que él no era pintor, y
creo que probablemente quería decir esto. Así es como Vasari, su más grande
admirador, describe el trabajo mayor de Miguel Ángel: «Cada espectador que sabe
juzgar estas cosas, ahora está sorprendido por la excelencia de las figuras, la
perfección de los escorzos, la redondez sorprendente de los contornos y la gracia y
flexibilidad, con la hermosa verdad de proporciones que se ven en las formas
exquisitas de los desnudos aquí expuestos, y para mostrar mejor los recursos de su
arte, Miguel Ángel les ha dado todas las edades y variedades de expresión, formas,
rasgos y características» (Vasari, p. 259).
En este comentario de Vasari no se hace mención alguna al uso del color, aunque
en la descripción de la sibila se apunta que Miguel Ángel se había mostrado «ansioso
por demostrar que la sangre se ha congelado en el Tiempo», lo que puede haber
requerido o no el uso de color. Así que lo que Goethe quiso recordar había sido
adecuadamente reflejado en los excelentes grabados a la venta en calcografía. Ésta es
una confirmación contundente de una curiosa opinión de Descartes, acerca de que en
lo referente a la representación objetiva, los grabados pueden representar «bosques,
pueblos, personas, e incluso batallas y tormentas» sin recurrir al color, con respecto a
la realidad objetiva de la que tenía grandes dudas, al igual que la mayoría de los
filósofos del siglo XVII. Según Veronique Foti: «La Real Academia, fundada menos
de dos décadas después de la muerte de Descartes, era completamente cartesiana en
su convicción de que, en pintura, el color, como un elemento puramente sensorial,
debe subordinarse a las consideraciones racionales». Supongo que privilegiaban la
perspectiva y la composición, la geometría del espacio. No estoy seguro de que el
escorzo pertenezca a esta lista, ya que apela precisamente a lo que en verdad advierte
el ojo.
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Sin embargo, la limpieza hizo las cosas más vivas, especialmente la compleja
arquitectura ilusionista que enmarca las diferentes imágenes, que son, por razones
que consideraremos en su momento, en realidad imágenes de imágenes. Quiero decir
que son doblemente ilusorias: ilusiones en las imágenes, e ilusiones de las imágenes.
Son, en este sentido, como esas pinturas de colecciones de pinturas, encargadas por
los coleccionistas en el próximo siglo. Puede parecernos extraño que la ilusión exija
que las pinturas cuelguen del techo, es cierto. Pero Miguel Ángel fue el más
visionario de los arquitectos manieristas. En la biblioteca Laurentina, por ejemplo,
llevó una voluta del techo al suelo y la convirtió en una especie de contrafuerte,
dándole una dimensión gigantesca. Así pues, ¿por qué no tratar el techo como una
pared? La limpieza deja claro el hecho de que se trata de imágenes de imágenes al
darle cierta claridad a los marcos pintados.
Ya se tratara de eso, ya de la atmósfera política que se respiraba en la década de
los noventa, lo cierto es que advertí algunos detalles a los que no había prestado
atención antes de que me convencieran de visitarla de nuevo, y ver con mis propios
ojos lo que habían restaurado. Al contemplar las nueve imágenes en la narrativa del
techo, desde la Creación hasta la embriaguez de Noé, lo que más me llamó la
atención fue el hecho de que la imagen en el centro de la narración, la que la divide
en dos y que corresponde a la posición longitudinal del centro de la capilla, en sí es la
Creación de Eva. Se ajusta al modelo feminista de nuestra visión actual de que de
alguna manera la creación de la mujer es el acontecimiento dominante de la gran
historia. Dios separó la luz de las tinieblas, creó los cielos, dividió las aguas, y forjó
al hombre a partir de un puñado de polvo. Eso son cuatro episodios, y en el quinto
Dios convoca la existencia de la mujer con un gesto de la mano, mientras Adán
duerme. Ése es el quinto episodio. Luego está la Tentación y la Caída, el Sacrificio de
Noé, el Diluvio universal, y, finalmente, Noé borracho tumbado en el suelo de piedra,
para consternación de sus tres hijos. Lo que me sorprende es que Dios está presente
en cada imagen hasta la creación de la mujer, y ausente de cada imagen después de
eso. Es como si hubiera una ruptura definitiva en el orden de las cosas. Una vez que
aparece la mujer comienza la historia. Antes de eso sólo había una cosmología, que
se regía por una especie de principio antrópico. Después de eso llegan el sexo, el
conocimiento moral, la piedad, la inundación, la embriaguez. Si el relato hubiera
terminado con el Diluvio, tendría, como destrucción, una correspondencia simétrica
con la Creación, pero también habría parecido algo sin sentido, un simple hacer y
deshacer. De alguna manera, parece importante que se terminara en La embriaguez de
Noé. Eso demuestra la inutilidad del diluvio universal como una forma de empezar
todo de nuevo. Se precisa un nuevo tipo de intervención, dada la realidad del género
humano. Que es algo que a mi parecer debe entenderse si queremos comprender la
historia, que es lo que en el fondo me alarmó cuando Colalucci no supo entender la
secuencia correctamente.
Lo confieso, no he visto en ningún lugar que nadie afirmara que el gran
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acontecimiento culminante, el que dividió el período de la cosmología de la época de
la historia, fuera en realidad la creación de la hembra humana. Esto es así
principalmente porque los eruditos leen los nueve paneles de distinta manera, como
un triplete de tripletes: con el triplete central de la creación del hombre y la caída de
la humanidad, con tres escenas de la creación de la materia en un lado y, en el otro,
tres escenas de la aparición de —aquí cito a Howard Hibbard—: «un nuevo hombre
elegido, Noé». Bueno, es verdad que Dios «eligió» a Noé y que después de todo no
eligió a Adán (a quien hizo), y obró así porque, a pesar de que «vio Jehová que la
maldad de los hombres era mucha en la Tierra, y que todo designio de los
pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal» (Génesis 6:5),
«Noé halló gracia ante los ojos de Jehová» (Génesis 6:8) porque era «varón justo, era
perfecto en sus generaciones; con Dios caminó Noé» (Génesis 6:9). Dios ahogó a
todos los demás, una chapuza. Entonces, ¿qué significa que la historia termina con
Noé borracho y desnudo junto a un barril de vino? La embriaguez no fue en sí misma
pecaminosa, salvo porque llevó a Noé a mostrarse desnudo, y por tanto expuso a
otros al peligro de contemplar su desnudez, una especie de peligro al que los hijos de
Noé respondieron cubriéndolo. La desnudez, por supuesto, se refiere específicamente
a mostrar los genitales, algo que puede tener cierta importancia extraña y tal vez mal
entendida hoy en día, y aquí cabe cuestionarse si este tema perderá su importancia a
medida que la desnudez frontal masculina se vuelva más y más común en el
escenario y en la pantalla. Lo que sin duda oscurece para nosotros el significado
demoledor que tenía en el Génesis, ya que Canaán, el hijo que contempla el pene de
su padre, aunque sea por accidente, sabe que pagará un precio terrible por haberlo
hecho: los otros dos hijos vuelven en presencia del padre mirando hacia otro lado,
con la capa de Noé para cubrir no su desnudez, pero sí el emblema y la realidad de su
poder: «Entonces Sem y Jafet tomaron la ropa, y la pusieron sobre sus propios
hombros y, andando hacia atrás, cubrieron la desnudez de su padre, teniendo vueltos
sus rostros, y así no vieron la desnudez de su padre» (Génesis 9:23). Eso fue una
suerte para ellos, pues Noé maldijo a Canaán «siervo de siervos será a sus hermanos»
(Génesis 9:25). La visión de su desnudez trae la desigualdad al mundo y, en
consecuencia, la realidad de la política en la vida humana. En cualquier caso, lo cierto
es que de haber puesto fin a la historia con el Diluvio, algo fundamental se habría
perdido, sea cual sea el significado de este panel final.
Posiblemente la imagen de Noé, borracho y desnudo, sugiere la irreducible
debilidad de los seres humanos; después de todo, Noé, el único que merecía la pena
conservar, al final ha salido también malo. Las catástrofes, si han de dejar algún
remanente humano, son soluciones insuficientemente radicales para el problema de la
maldad humana, y sólo el milagro de la salvación será capaz de trascender los
pecados de nuestra condición. Así que la historia que comienza con la creación
termina con la necesidad de intervenir en la historia de una manera nueva, con Dios
mismo tomando los atributos de la carne y renaciendo a través del sufrimiento. No
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obstante, ahí está Eva, a mitad de camino entre la creación y la precisa revelación, a
través de la debilidad, de la desesperada condición de la humanidad. Podemos
imaginar que si hubiera habido cuatro episodios antes de su creación, y sólo tres
después, como implicaba la versión de Colalucci, ella no habría tenido esa posición
central. Algo tan trascendental como la creación debe estar implicado en el último
episodio, y eso equivaldría al sacrificio de Dios en su hijo, como forma de redimir a
la humanidad de la condenación eterna.
Meyer Schapiro escribió que los lectores medievales entendían el «Ave»
pronunciado por el ángel en la Anunciación como «Eva» escrito al revés, como si
María invirtiera el acto de su hermana. Así que María y Eva serían la cara y la cruz de
un mismo ser moral. Y la llegada de la primera mujer que engendra una historia en la
que al final nada cambia en la condición humana se invierte gracias a María, por
medio de quien la historia se sitúa en un plano hasta entonces inimaginable. Hibbard
escribe: «La Creación de Eva es crucial para toda la decoración». Hay otra
consideración. Si Eva marca el punto medio, eso convierte el final en algo
especialmente sobresaliente. El primer panel es la Creación, y el de Eva queda justo a
la mitad, lo que convierte al de Noé borracho en una elección extraña para el último
panel, a menos que Noé y Cristo sean uno y el mismo, del mismo modo en que Eva y
María son una y la misma. Él es la humanidad pecadora. Así que Noé apunta a un
futuro que queda fuera de los paneles narrativos, y que nos recuerda que debe haber
alguna razón por la cual los paneles narrativos están rodeados por los profetas (siete)
y las sibilas (cinco), que se identifican por el hecho de que pueden predecir el futuro.
Y, por último, si pensamos en Eva como punto medio, los últimos cuatro paneles
forman una cierta unidad en la que la desnudez de Noé está unida al descubrimiento
de la desnudez a través de la vergüenza en la Caída y la Expulsión del Paraíso, el
primer panel tras la creación de Eva.
Es justamente aquí donde, con su punto de vista de la neutralidad objetiva, el
restaurador no tiene nada que decir, ni tampoco puede pretender haber conseguido
entender de cerca ni al hombre ni al artista. El artista y el hombre contaron una
historia a través de la pintura del techo, y nosotros debemos leer la historia para
aprender por qué pintó la bóveda como lo hizo. O bien nos queda tratar de acceder a
su mente a través de la proyección de hipótesis interpretativas sobre el significado de
la obra, ya que el artista nunca divulgó sus intenciones. Lo cual, de ser cierto, debe
ser resuelto en parte por la crítica de arte, y en parte por la historia del arte. Para mi
propósito inmediato no importa. Basta con recordar lo principal: que no hay una
lectura sin interpretación, aunque se pueda, como hace el restaurador, adoptar un
actitud pasiva y simplemente dejar que los ojos de uno registren las pinceladas y se
fijen en el sol ardiente y la luna plateada. Pero eso es apenas una mínima parte de
todo lo que Miguel Ángel tiene que ofrecer «como artista y como hombre».
Sobre la base de alguna curiosa evidencia, san Agustín argumentaba que en el
Paraíso no existía la pasión sexual. Pensó que Adán poseía un control total sobre su
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cuerpo, incluyendo el aparato genital, y que no necesitó excitarse para plantar una
semilla en el vientre de su consorte. En el Paraíso no habría habido nada parecido a la
tentación sexual, por lo que la serpiente debería haberse visto necesitada de hallar
otra vía de acceso a la debilidad de Eva. Con los conocimientos impartidos por el
fruto prohibido, la pasión se coló en la mente humana, y la pasión nos llevó a hacer
aquello sobre lo que la razón nos habría aconsejado en contra. La historia humana —
aquella de la que Dios está ausente— es la historia de las pasiones. El pene es el
emblema de eso, un miembro rebelde sobre el que tenemos un control imperfecto.
Percibir la desnudez de Noé equivale a percibir toda su debilidad humana. Aquella de
la que Adán y Eva se avergonzaron. Frederick Hart, un historiador del arte, escribe de
la «desnudez masculina y femenina total y explícita» en la bóveda de Miguel Ángel,
como algo «sin precedentes y jamás repetido en la narrativa visual cristiana, por lo
que declara el propósito esencial de los instrumentos de generación a través de los
cuales se cumple la voluntad del Creador». Yo no lo veo, sobre todo, y una vez más,
por la importancia de la desnudez genital de Noé y sus consecuencias para la historia.
Y no puedo verlo como algo conectado a la intención divina, sino como algo que por
el contrario la frustra y le fuerza a recurrir a un método completamente nuevo para
tratar un defecto fatal en su creación. Si Hart tuviera razón, fuera de la narrativa
habría tantos ignude femeninos en los espacios como hay ignudi masculinos:
veintidós en total.
Pero no los hay femeninos.
¿Cómo podemos lidiar con semejante guirnalda de jeunes hommes en fleur? Yo
muy tentativamente ofrezco la idea de que ejemplifican una forma de amor más
elevada que el amor carnal incorporado en los paneles. Tal vez no pueda aceptarse
con facilidad la afirmación de que el amor homosexual guarda afinidades profundas
con el amor cristiano, salvo que lo que llamamos amor platónico, entre dos hombres,
no tiene nada que ver con la generación, por lo que permite la posibilidad de amor en
un plano moral mucho más alto. La antigua concepción de la amistad, tan
profundamente discutida por Aristóteles, era posible sólo entre miembros del mismo
sexo, y si bien esto tiene muy poco que ver con el sexo gay, tal como lo entendemos
hoy en día, orgiásticamente, debe en cualquier caso recordarse que los humanistas de
la cultura florentina eran platónicos hasta la médula, y que el techo fue pintado para
ellos. Era la historia del ascenso y trascendencia de la pasión sexual, y la
glorificación de la clase de amor que Cristo supuestamente tuvo para la humanidad,
un tipo de amor en el que, una vez más, la generación no jugaba ningún papel. De
este modo el platonismo se cuela en la interpretación, después de todo, pero de una
forma que no tiene nada que ver con lo que era una mera cuestión de guarrería:
materia confundida con sentido.
Como filósofo, preferiría apreciar un argumento que demuestre que la mente no
puede ser mapeada en el cerebro antes que defender que el techo de la Capilla Sixtina
puede mapearse en sus pinceladas, y que los eliminatistas están tan equivocados
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como Colalucci. Sería genial si la propia analogía fuera aceptada, incluso si después
no supiéramos qué hacer con ella.
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3. EL CUERPO EN LA FILOSOFÍA Y EN EL ARTE
[…] la vida sin el sentimiento del organismo corporal no es otra cosa que la
conciencia de la existencia, mas no el sentimiento del bien o del mal estar, es
decir, del ejercicio fácil o penoso de las fuerzas vitales; porque el espíritu por
sí solo es la vida (el principio de la vida), y los obstáculos o los auxiliares
deben buscarse fuera de él, pero siempre en el hombre, por consiguiente, en
su unión con el cuerpo.
IMMANUEL KANT, Crítica del juicio
En dos ocasiones me ha sucedido que un escrito de filosofía que estaba
desarrollando sobre el cuerpo pareció adquirir un significado muy distinto de lo que
en un principio me había propuesto. En ambos casos el resultado tuvo algo de
cómico. En 1960, por ejemplo, me interesé por la filosofía de la acción. Me atraía la
elaboración de diferencias entre los dos tipos de acción: las acciones que llevamos a
cabo haciendo otra cosa (las que logran que llegue a darse esa otra acción), y las que
simplemente realizamos sin hacer algo antes para que algo más vaya a suceder.
Encender una luz mediante la manipulación de un interruptor y propulsar una bola de
billar al golpearla con un taco son ejemplos del primer tipo de acción. Mover los
dedos o guiñar los ojos son ejemplos del segundo tipo. Llamé a estas últimas acciones
«básicas», y todos estamos dotados por la naturaleza con un repertorio de acciones
básicas, a través del cual hacemos estas cosas y algunas otras. Algunas personas
tienen alguna discapacidad —no pueden mover los dedos, por ejemplo— y otras
están especialmente dotadas y pueden, por poner un ejemplo trivial, mover las orejas.
Estas diferencias corresponden a discapacidades cognitivas, como no poder ver, y a
dones cognitivos, tales como la clarividencia, por la que algunas personas conocen
las cosas de cierta manera directa completamente vetada a otros (y si les preguntas
cómo lo saben, responden que lo saben sin más). Desarrollé estas estructuras
paralelas sistemáticamente y publiqué en 1973 mis resultados en un libro titulado
Analytical Philosophy of Action. No me propongo aquí discutir estas ideas, sólo decir
que cuando anuncié un curso de posgrado sobre filosofía de acción en la Universidad
de Columbia en los años sesenta me quedé asombrado por la multitud que acudió a la
sesión de apertura. Aquello no tenía ningún sentido, hasta que me di cuenta de que a
los estudiantes les entusiasmaba la idea del curso porque pensaban que sin duda
trataba sobre filosofía de la acción política. Eran tiempos revolucionarios en las
universidades, e imagino que pensaron que por fin un filósofo iba a hablar de algo
que apelaba a los corazones de los estudiantes. Mientras les explicaba que estaba
interesado en actos sencillos, como levantar las cejas o elevar la temperatura del
cuerpo, caí en la cuenta de que jamás había visto tanta gente aburrida y desilusionada.
La distancia entre estas preocupaciones y el derrocamiento del capitalismo —o de la
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industria armamentística— era demasiado pronunciada como para que quienes
estaban empeñados en cambiar el mundo pudieran tener paciencia con meras
distinciones que a mí, por otra parte, me parecían fascinantes. Hace poco, un filósofo
que por aquel entonces era estudiante, me recordaba de pie, delante de una pizarra
cubierta con estructuras lógicas.
La segunda vez que me sucedió algo así fue cuando publiqué una colección de
ensayos en un libro titulado El cuerpo. El problema del cuerpo. El título hace una
referencia indirecta a un tema filosófico eterno y manido aunque no resuelto, el
llamado problema «mente/cuerpo». En un principio presenté mis puntos de vista a un
público académico en la Universidad de Columbia en la década de 1980. Cuando este
libro se publicó en 1999, sin embargo, «el cuerpo» se había convertido en un tema
candente en nuestros diálogos culturales, en gran parte como consecuencia de los
estudios sobre género, gais y lesbianas y feminismo teórico, por no hablar de las
consideraciones de privacidad que garantizaban el derecho de la mujer al aborto,
temas que apenas tenían repercusión visible cuando impartí la conferencia por
primera vez. Todo el mundo consideró que mi libro tenía una actualidad que yo nunca
había pretendido, sobre todo porque por entonces ya había adquirido cierta reputación
como escritor sobre temas de arte. Por ejemplo, fui invitado a ser el orador principal
en la vigésimo octava conferencia anual de la Asociación Austriaca de Estudios
Americanos, a celebrarse en la Universidad de Klagenfurt, dirigida a «las distintas
fijaciones sobre el cuerpo en la cultura americana contemporánea». Los
organizadores de la conferencia citaban no sólo El cuerpo. El problema del cuerpo
como prueba de mi experiencia en el tema, sino también el hecho de que yo había
publicado un largo estudio sobre la fotografía de Robert Mapplethorpe. Me pareció
muy cómica la idea de un señor de cierta edad, cuyo cuerpo no mostraba ninguna
obvia dedicación a levantar pesas o a correr una maratón, ni mucho menos a hacer
dieta, presentándose en Klagenfurt para hacer frente a los sesudos estudiosos de las
preocupaciones estadounidenses con el cuerpo a finales del siglo XX. Declinar dicha
invitación fue un acto de caridad para todos los implicados.
Pero sí empecé a recibir invitaciones de diversos programas de arte, y aunque el
interés que los artistas tenían en el cuerpo provenía de inquietudes muy diferentes de
las de los filósofos de mi generación, la distancia entre ambos no era tan insuperable
como la que media entre flexionar un dedo y el derrocamiento revolucionario de los
opresores coloniales. Aunque las cuestiones de género, por ejemplo, no habían
jugado ningún papel en los debates filosóficos sobre el cuerpo que yo había abordado
en El cuerpo. El problema del cuerpo, sí se han convertido en una obsesión para
artistas contemporáneos como Matthew Barney o, antes que él, Judy Chicago. Y
también es cierto que los filósofos de una generación posterior, en particular aquellos
en los que el pensamiento feminista había tenido un gran impacto, estaban tratando
de ocuparse de las cuestiones de género de una manera fundamental. En este sentido
estos filósofos estaban mucho más cerca de los artistas contemporáneos que todos los
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que yo estudié en El cuerpo. El problema del cuerpo. Mi análisis se había ofrecido
como una manera de reducir la distancia entre el cuerpo como una interpretación
filosófica y el cuerpo tal como era interpretado por los artistas, y tal vez ya era hora
de que la filosofía comenzara a interesarse más por la clase de asuntos que incluso los
estudiantes serios de Klagenfurt se tomaban lo bastante en serio como para dedicarle
un curso de verano. Así que para bien o para mal decidí aceptar algunas de esas
invitaciones, y ver qué podía decir que nos ayudase a todos, artistas y filósofos por
igual, a pensar más claramente acerca de nuestra condición corporal. Este capítulo es
consecuencia de esa decisión.
En primer lugar, me llama la atención que nuestra condición corporal haya jugado
un papel muy importante en nuestra tradición artística, principalmente porque los
artistas visuales en Occidente tenían la tarea de representar el misterio en el que el
cristianismo, como la religión occidental por definición, se basa: el misterio de la
encarnación, en virtud del cual Dios, como acto supremo de amor y de perdón, decide
nacer en carne humana y hacerse carne para sufrir un calvario de sufrimiento del que
sólo la carne es capaz de experimentar, con el fin de borrar el estigma del pecado
original. Esta extensa narrativa nos fue revelada y los artistas se encargaron de la
tarea de hacerla creíble. En Burlington Magazine el gran crítico de arte británico
Roger Fry escribió un artículo sobre La Virgen con el Niño de Andrea Mantegna en el
que afirmaba lo siguiente: «En la carne arrugada y arrebujada de ese bebé recién
nacido, en su rostro arrugado, se observan toda la pena, la humillación y la miseria
inherentes a haber sido “hecho carne”». Los bebés son algo complicado, y es un
homenaje a Mantegna que su niño Dios muestre algo a lo que los padres y madres se
enfrentan a diario, al tener la obligación de cuidar de esa masa viva de apetitos y
exigencias que es cualquier bebé en sus primeros días. Hasta el mismo Dios, una vez
que decidió que era crucial encarnarse como ser humano, debió enfrentarse a la
misma impotencia con la que todos comenzamos nuestros días: estar hambriento,
mojado, sucio, confuso, con cólicos, con llanto, con babas, balbuciente, con
necesidad de ser alimentado, cambiado, lavado, y ayudado a eructar. La imagen de
Jesús como un bebé desnudo y mostrando el sello inconfundible de su género —que
el destacado historiador de arte Leo Steinberg abordó a conciencia en su libro La
sexualidad de Cristo en el arte del Renacimiento y en el olvido moderno— ha sido un
elemento básico del arte occidental exactamente igual que la imagen de Cristo con los
brazos extendidos, sangrante, en un estado de agonía absoluta al final de su vida. Por
razones inherentes al pensamiento cristiano, tenía que tratarse de una muerte dolorosa
(por razones más allá de nuestra comprensión Jesús no podía simplemente morir
mientras dormía, con una sonrisa en los labios, rodeado de sus discípulos, como
Buda, por poner un ejemplo), del mismo modo en que debía pasar por un verdadero
nacimiento: Dios debía venir a este mundo como un ser encarnado, entre las piernas
de una madre humana. Los gemidos de dios y de un bebé son indiscernibles, aunque
la diferencia entre ambos sea trascendental.
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La Navidad pasada escuché a un coro cantando villancicos en la iglesia Riverside,
cerca de donde vivo, en Nueva York, y me llamaron la atención las palabras de un
villancico para mí desconocido hasta entonces. El primer verso dice: «Un niño parido
en el suelo de un establo. Su lamento, el grito del recién nacido, es todo lo que Dios
puede decir del hambre, la sed y el dolor». Y el penúltimo verso reza: «Un hombre
que muere en una cruz. Su grito olvidado por Dios es todo lo que Dios puede decir de
la búsqueda, del amor lleno de cicatrices y redentor». Dios, que es eterno, no tendría
ni idea de qué es el hambre o el dolor y requeriría su encarnación física para saber lo
que significan. A través de la encarnación, es el mismo Dios quien tiene hambre, sed
y necesidad, y es Dios quien grita de dolor, de un dolor apenas imaginable para
aquellos de nosotros que nunca hemos sido sometidos a semejante tortura extrema.
Aun así, no habría forma de afirmar que ésos no eran los gritos de un bebé humano
como los demás, o de una víctima de tortura completamente humana. Esos sonidos
casi animales son la voz de Dios expresándose a sí mismo como ser humano.
Supongo que cuando pensamos en la voz de Dios, pensamos en él como en un ente
incorpóreo, que viene de la nada. Pero cuando entendemos la encarnación de un
modo literal, la voz de Dios no se puede discernir de la de un ser humano hecho
carne.
Es universal, todos comenzamos de la misma manera en la primera infancia,
desde el mismo lugar de impotencia radical. En su libro La pintura como arte, el
filósofo Richard Wollheim señala esto en un notable pasaje sobre el arte de Willem
de Kooning:
Las sensaciones que De Kooning cultiva son, en más de un sentido, las
más fundamentales de nuestro repertorio. Son esas sensaciones que nos dan
nuestro primer acceso al mundo exterior y también, ya que se repiten, nos
unen para siempre a las formas elementales de placer en que nos inician.
Demuestran ser básicas tanto en cómo nos enlazan con el conocimiento
humano como en la formación del deseo humano. De Kooning introduce en
sus cuadros las experiencias infantiles de chupar, tocar, morder, defecar,
retener, manchar, olfatear, revolcarse, gorjear, acariciar o mojar.
Y estos cuadros […] suponen un recordatorio. Nos recuerdan que, en su
primera aparición, dichas experiencias siempre anuncian una amenaza.
Cargadas de excitación, desafían con desbordar las frágiles barreras de la
mente que las contiene para inundar el yo inmaduro e inestable.
En el recuento extraordinariamente vívido de Wollheim, el mundo al que se
enfrenta el niño es tan plástico como un trozo de arcilla con una forma determinada,
si es que se puede hablar de forma, por la manera en que el niño se relaciona con él.
El mundo con que nos topamos, y nos topamos inmediatamente con él sirviéndonos
de los dedos, de la boca y de las vísceras, es muy diferente del mundo de la física
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clásica —por poner un ejemplo un tanto injusto—, en sí un sistema integrado de
matemáticas que implican relaciones entre la masa, la longitud, y el tiempo. Pero, en
contraste con la teología occidental, en la filosofía occidental los bebés no han
desempeñado ningún papel relevante. Los primeros empiristas suponen que debe de
haber una conexión que vaya de las sensaciones más simples a los conceptos
científicos, y si en realidad empezamos como Wollheim sostiene que lo hacemos,
resulta poco menos que milagroso que podamos adquirir la capacidad de comprender
la mecánica clásica en unos doce años. En contraste con la adquisición de un lenguaje
natural, sin embargo, la adquisición de la física clásica no parece ningún milagro. El
bebé de una estudiante mía nació sordo y, como filósofa, a la estudiante y a su marido
les aterrorizaba pensar que su hijo nunca sería capaz de adquirir el lenguaje sin
estímulos auditivos. Pero en general se sabe que incluso a partir de los estímulos más
degradados los niños construyen una gramática correcta, y, en verdad, cuando conocí
a su bebé, un niña ahora de dos años y medio, ella fue capaz de preguntarme si quería
tomar un poco de sopa wonton. Escritores como Locke no comenzaron tan
visceralmente como propone Wollheim, sino más bien con los llamados cinco
sentidos, pero tengo la impresión de conjunto de que, aunque la experiencia neonatal
pueda ser tal como la describe la psicología de Wollheim —un batiburrillo de olores,
dolores, calores, resistencias y demás— existe seguramente una dotación innata de
estructura que muy rápidamente nos permite dar un poco de forma común a la
experiencia y no sólo para revolcarnos en ella. Pero cito la fenomenología visceral de
Wollheim, porque de ser cierta los fundamentos de nuestro conocimiento del mundo
externo presuponen haber comenzado con el tipo de cuerpo que el cuadro de
Mantegna representa y la pintura de De Kooning parece denotar.
En una ocasión en que hablé de los pensamientos de Wollheim con un colega de
la rama de Ciencias Cognitivas, éste me mostró un vídeo impactante. En él un
hombre sostiene a un bebé con diez minutos de vida. El hombre abría y cerraba la
boca y el bebé, imitándolo, abría y cerraba la boca. El hombre sacaba la lengua y el
bebé sacaba la lengua. La imitación era tan exacta y tan poco premeditada que
parecía casi como si el bebé y el hombre estuvieran jugando a uno de los juegos de
lenguaje de Wittgenstein, aunque sin palabras, como si al abrir la boca el hombre
estuviera emitiendo una orden para que el bebé abriera la suya. Y si uno reconstruye
la estructura inferencial que conecta a las personas con sus bocas, los bebés deben de
venir al mundo con impresionantes poderes computacionales, y un lenguaje de
pensamiento que les hace deducir que deben sacar la lengua cuando otros lo hacen.
Pero ese vídeo contrasta tan vivamente con las palabras de Wollheim que
debemos inferir que éste usa la palabra conocimiento como lo hace la Biblia cuando
se dice que Adán «conoció» a Eva. Puede que su interpretación de la pincelada de
De Kooning sea buena, incluso inspirada, pero en psicología se limita a la forma en
que dos enamorados se dedican apasionadamente a explorar el cuerpo del otro, o el
bebé que le palpa los pechos a su madre. ¿Dónde está la amenaza de la que habla
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Wollheim? Si uno ha leído con detenimiento a Wollheim, se dará cuenta de que éste
está presuponiendo una consideración psicoanalítica que significaba algo bueno para
él, mientras que el bebé del vídeo ya lleva diez minutos de vida aprendiendo por
imitación a ser un humano como los demás, pues aprende lo que significan los gestos.
En contraste con el arte occidental y de la teología cristia-na, en la filosofía
occidental no hay bebés. Los filósofos de los siglos XVII y XVIII escribieron sobre el
entendimiento humano, la naturaleza humana y el conocimiento humano, pero lo
hicieron desde el punto de vista de la razón pura, considerada como nuestra condición
predeterminada. La genialidad de la religión cristiana es que, por mucho que sus
misterios esenciales queden fuera de nuestro alcance, encontró el modo, sobre todo a
través del arte, para traducirlos en términos que todo el mundo entiende, y en
situaciones en las que todos hemos participado, pues todos hemos sido bebés y hemos
crecido bajo el cuidado de alguien. Con esto me refiero a la imagen primordial del
arte occidental, que es la de la madre con el niño. En Ulises, Joyce habla de «la
palabra que todos conocemos», y los estudiosos se han preguntado qué palabra
tendría en mente Joyce al escribir eso. ¿Tal vez, esperaban, la palabra «amor»?
Sospecho que la palabra tendría que ser la misma en todos los idiomas, y que
probablemente sería «Ma-má», con esas dos sílabas repetidas que juntas recrean el
movimiento de los labios al hacer succión. Desde Vasari hemos pensado en el arte
occidental de forma victoriosa, como la conquista de las apariencias visuales
interpretadas en términos de espacio, forma y color, con el descubrimiento de la
perspectiva y el escorzo como momentos estelares. Y todo esto podría servir en lo
relativo a las figuras de un paisaje, pero la historia verdaderamente sorprendente es la
que tiene que ver con la representación de los seres humanos a través de sus estados
interiores: el sufrimiento en la crucifixión, el hambre del niño Jesús y, sobre todo, el
amor, en la forma en que la Virgen sostiene al Niño. Éste fue un descubrimiento de
Fra Angelico, que yuxtapone la Virgen y el Niño con unos egipcios Isis y Osiris,
entre los que no hay la menor señal de amor. Fra Angelico representa a las personas
de una manera que ha de entenderse sólo con referencia a sus estados interiores. Estos
estados interiores son universales humanos, pero por profundas razones culturales no
aparecen en otras tradiciones artísticas: desde luego no, por ejemplo, en el arte
clásico, por muy bello que sea, ni ciertamente en el arte africano, por poderoso que
nos parezca. Lo asombroso del arte occidental es que nos sentimos totalmente a gusto
con él. La Natividad es una escena totalmente familiar, con el bebé, la madre, y el
padre (un tanto fuera de ella), y con los amigos y familiares que admiran al recién
nacido, algunos de ellos trayendo regalos. De una manera general, sabemos lo que
todo el mundo siente más o menos, y lo que están haciendo, y por qué. Y lo sabemos
porque sabemos la forma en que el cuerpo expresa estos sentimientos totalmente
comunes.
Es sumamente instructivo yuxtaponer la gran obra filosófica de René Descartes
—sus Meditaciones filosóficas, publicadas en París en 1641— con pinturas de la
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época, una Natividad o, digamos, la pintura de su compatriota y contemporáneo
Nicolas Poussin titulada la Sagrada Familia (actualmente en el Instituto de las Artes
de Detroit), pintada en ese mismo año. El lienzo nos muestra a la Virgen jugando con
su bebé, mientras calienta algo en una escudilla con lo que le alimentará, pues está en
proceso de ser destetado. San José aparece apoyado en el alféizar de la ventana, tal
vez dando una pequeña cabezada, habiendo sido desvelado por los lloros de Jesús
durante la noche. Sabemos exactamente lo que todo el mundo está pensando y
sintiendo. Nada, por supuesto, revela que la Sagrada Familia sea santa, eso queda
para el ojo de la fe. Incluso para empezar a saber lo que significa que sean santos uno
precisa haber interiorizado un relato metafísico bastante complejo, que empieza con
la desobediencia, el pecado y el conocimiento que tenemos del bien y del mal. Pero
los artistas cristianos se las arreglan perfectamente para mostrar de qué manera los
personajes de la Sagrada Familia eran humanos. Hay una gran diferencia entre saber
que la Virgen y el Niño son felices y que se aman, y saber que la Virgen está libre de
pecado y es el instrumento escogido por el Espíritu Santo. Ambos conocimientos
pueden conllevar una inferencia, pero la inferencia primera es de las que hacemos
todos los días de nuestras vidas sin pensar. Nos enteramos de esto, por así decirlo,
sobre las rodillas de nuestra madre. Respondemos espontáneamente con amor a una
mirada llena de amor. Cuando alimenta o amamanta a su hijo el rostro de una madre
delata muchas cosas y el significado del amor se transmite en los primeros momentos
de interacción entre ellos. Esto, creo yo, es lo que Wollheim intentaba transmitir a sus
lectores. En alguna parte he leído —aunque parece un experimento peligroso— que si
la persona que da alimento lleva una máscara, el niño no querrá comer. Opino que
esto sería cierto incluso si se tratase de una máscara con una sonrisa, una «cara feliz».
Mucho depende del conocimiento inmediato del niño de los sentimientos de la madre
y de su expresión. ¡Así que tantos músculos faciales están involucrados en el aspecto
de la crianza y el amor! Parece que apenas hay margen de error en esto, aunque
lógicamente, por supuesto, es posible que estemos equivocados.
Descartes comienza con el miedo a equivocarnos, de ser engañados por un genio
maligno que redobla sus esfuerzos para conseguir que cometamos errores. Es como
un duelo entre el hombre y el diablo. ¿Puedo derrotar al demonio? ¿Hay alguna
manera de alcanzar cierta tranquilidad cognitiva? ¿Puedo estar seguro de algo? La
respuesta es sí. Si siempre estoy equivocado, por lo menos debo de estar pensando en
algo equivocado. Sólo puede estar equivocado alguien que piensa, y si alguien está
siempre equivocado, siempre debe de estar pensando. Así, una persona no puede estar
equivocada sobre el hecho de estar pensando, por muy equivocada que pueda estar
sobre lo que piensa. Supongamos que estoy equivocado también en esto. Entonces
pienso que no estoy pensando, ¡y eso significa que debo de estar pensando a pesar de
todo! La única cosa que no puedo dejar de pensar es en pensar. Así que en mi
naturaleza esencial soy —debo ser— aquello que Descartes denominó un «ente
pensante», un res cogitans. Puedo, con bastante facilidad, creer que no tengo cuerpo.
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Nada se deduce del hecho de que crea que debo de tener un cuerpo con el
pensamiento. Puedo negar que tengo cuerpo, y puedo estar equivocado, pero no voy a
estar equivocado de la misma manera que cuando pienso que no estoy pensando. Así
que puedo tener cuerpo o no tenerlo. Pero si estoy equivocado tengo que tener mente.
Sum res cogitans. El ser pensante es lógicamente distinto del cuerpo. Ésa es la
opinión de Descartes. Y éste es su argumento, en pocas palabras: no puedo dudar de
mi propia existencia de forma inteligible, ya que toda duda es una forma de
pensamiento y si pienso soy. Pero el ente inteligible puede dudar de que tenga un
cuerpo. Por lo tanto, yo no soy idéntico a mi cuerpo. De ahí que lógicamente pueda
existir sin cuerpo.
Distinto significa distinguible: la mente es distinguible del cuerpo, y lógicamente
independiente de ella. Uno tiene la sensación de que para Descartes se trataba de una
idea poderosa: es decir, en términos más tradicionales significaba que el alma es
independiente del cuerpo, lo que es un tipo de argumento lógico para la posibilidad
de que el alma pueda sobrevivir a la separación del cuerpo, y por tanto un argumento
a favor de la inmortalidad. Vale la pena subrayar que esto no tiene por qué ser tan
buena noticia como cree Descartes. La Iglesia cree firmemente en la supervivencia
del cuerpo: el cuerpo de Cristo sobrevivió a la muerte y en su condición corporal
ascendió al lado de su Padre. Y en el día del Juicio Final estamos supuestamente
unidos a nuestros cuerpos. A la Iglesia no le interesaba un cielo con espíritus
incorpóreos que revolotearan de un lado a otro. Si lo menciono de nuevo es por hacer
hincapié en la centralidad del cuerpo en la religión, que es sin duda fundamental
también para el islam, si se tiene en cuenta las promesas de un paraíso carnal que se
hacen a los terroristas suicidas, una importancia que la filosofía, como en el caso de
Descartes, podía en efecto desestimar.
¿Por qué lo desestimó? Para Descartes el cuerpo no era el cuerpo de Poussin o el
nuestro, no en lo que respecta a nuestra experiencia común. Es una máquina, una
especie de estatua con partes móviles, algo más complejo que un reloj, pero sólo por
cuestión de grado. Y es a través de los movimientos de sus diversas partes que
Descartes se propone explicar cómo esta máquina realiza sus funciones esenciales:
caminar, comer, respirar, etc. En su Traité de l’homme de 1664, Descartes se propuso
describir el cuerpo en términos completamente mecánicos. Todas estas funciones, nos
dice, no son sino el resultado natural de la disposición de nuestros órganos, igual que
los movimientos de un reloj o algún otro autómata, «obedecen al movimiento de
ruedas y contrapesos». Es todo perfectamente mecánico y debido, según él, al «calor
del fuego que arde continuamente en el corazón, que no es en absoluto diferente en su
naturaleza del fuego nos encontramos en los cuerpos inanimados». El motor de vapor
no se inventaría hasta un siglo más tarde, pero no hay duda de que si lo hubiera
conocido, Descartes lo habría utilizado como modelo para representar la forma en
que operamos. La historia del pensamiento sobre el cuerpo humano ha sido más o
menos la historia de esos modelos. En el siglo XVII los modelos disponibles eran los
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relojes. En los siglos XVIII y XIX eran mecanismos de autorregulación, como los
motores de vapor. Hoy en día los modelos son los ordenadores. Nadie puede decir
hoy lo que la tecnología de mañana nos brindará como modelos para la comprensión
de los procesos corporales. Así que por lo general nuestra comprensión del cuerpo ha
sido metafórica, y como consecuencia y gracias a los distintos avances tecnológicos
hoy sabemos muchísimo más sobre el cuerpo de lo que los antiguos sabían o podían
saber. Aristóteles habría tenido que ponerse al día si tuviera que volver a la Tierra: su
conocimiento del cuerpo está irremediablemente obsoleto.
Por otro lado, el cuerpo tal como se representa en el arte habría resultado —y en
efecto lo habría sido— totalmente accesible para él. No habría tenido la menor
dificultad en saber lo que sucede en la pintura de Poussin de la Sagrada Familia, al
igual que nosotros no tenemos la menor dificultad para comprender los
comportamientos de los personajes de La Ilíada y La Odisea, o de las tragedias
griegas. Él no habría tenido ninguna dificultad para entender lo que sucede en las
pinturas del período azul de Picasso. Habría tenido algunos problemas, tal vez, con el
cubismo, pero ¿qué pintaba Picasso sino hombres y mujeres y cosas para comer?
Cuando leemos a Aristóteles hablar sobre la digestión, o el color, no tenemos nada
que aprender. Tampoco tenemos nada que aprender cuando leemos sus escritos sobre
las emociones, como cuando habla sobre la retórica. Pero las razones son muy
diferentes. No tenemos nada que aprender de él sobre la digestión, ya que sus puntos
de vista han quedado totalmente superados. Por otro lado, no tenemos nada que
aprender sobre la retórica, porque desde sus días hasta hoy nada ha cambiado. El
material humano es hoy igual a como lo era en la Antigüedad, e igual a como lo era
en la época de Poussin. Y lo mismo sucede con Descartes. Su fisiología ha envejecido
de un modo que no afecta sin embargo a la fisonomía de Poussin: la naturaleza
humana sigue siendo igual a como Poussin la representó. Por supuesto, el cuerpo no
ha cambiado en los dos mil quinientos años desde Aristóteles. Pero el conocimiento
del cuerpo ha cambiado de tal modo que sería muy difícil creer que Aristóteles,
Descartes y un libro de texto médico estándar de hoy en día están hablando de la
misma cosa. Esto no se aplica a la poesía y a la pintura. No podemos adquirir un
mejor conocimiento de los seres humanos del que recibimos de Homero y Eurípides,
o de Poussin o del primer Picasso. Es esta disparidad a la que me refería con el
concepto del cuerpo en El cuerpo. El problema del cuerpo. Hoy en día los pintores
tratan de usar la ciencia para representar a los seres humanos. El marchante de arte
Max Protetch envió una tarjeta navideña, obra de un artista que pinta el ADN: es una
imagen que muestra su ADN, así como el ADN de su pareja, Heather, y sus dos hijos.
¡Por supuesto, con esto Aristóteles no habría sabido nada de la familia Protetch!
Nadie puede decir mucho sobre cómo son las personas a partir de su ADN. Pero no
voy a seguir por aquí.
La imagen cartesiana de la mente y el cuerpo es fácilmente caricaturizable
diciendo que nos representa como fantasmas que habitan en máquinas, y no hay duda
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de que la tesis de la independencia lógica de la mente y el cuerpo —por un lado—, y
su visión muy mecanicista del cuerpo —por el otro—, ciertamente parecen confirmar
dicho punto de vista. Pero a decir verdad su postura es realmente más compleja que
todo esto, y vale la pena extenderse un poco en su estudio. En la sexta (y última) de
sus Meditaciones, y de modo algo sorprendente, afirma: «No estoy en mi cuerpo
como un piloto en un barco», cuando hasta ahora su tesis de la independencia lógica
de la mente del cuerpo nos había animado a creer que sí. Pero no: Descartes quiere
decir que somos uno con nuestro cuerpo, que nosotros y nuestro cuerpo estamos
fusionados indisolublemente. En su opinión un piloto conoce sólo por inferencia que
su barco ha sido dañado, pues la nave comienza a escorarse, o tiene una fuga, o lo
que sea. Por el contrario, cuando nuestro cuerpo está dañado lo sentimos
directamente: sentimos dolor o nos sentimos mareados hasta el punto de que nuestra
mente no puede abrigar nada parecido a un pensamiento. Naturalmente, hay daños
corporales que no sentimos: no adivinamos que tenemos la presión alta por el
sentimiento, sino gracias a la lectura de un instrumento. O que nuestros niveles de
glucosa están por las nubes. Pero Descartes está pensando en ciertos casos
fundamentales en los que sabemos de inmediato que nuestro cuerpo ha sufrido
lesiones del mismo modo en que, por volver al tema de los bebés, un bebé llora
cuando tiene hambre o sed, o ha mojado el pañal o tiene cólicos. Y, aunque
desconozcamos a ciencia cierta qué le pasa, cuando escuchamos su llanto sabemos
que ha sucedido algo. El bebé no está en su cuerpo igual que está en su cuna. El bebé
no llora cuando la cuna tiene un agujero.
Es la mente encarnada la que Descartes intenta explicar, de forma un tanto áspera,
en su Traité de 1664. Lo que de verdad le interesa es qué tiene lugar en la mente
hecha carne: la pasión y el deseo, las sensaciones de los sonidos, los olores, los
sabores y los cambios térmicos; todas las sensaciones corporales a las que alude
Wollheim. Le interesan la vigilia y el sueño, que sólo se dan en mentes hechas carne.
Y por supuesto hay problemas, uno de los cuales se discute con una imagen brillante
algunas décadas más tarde, en 1714, en la Monadología de Leibniz. Esto nos lleva al
corazón del problema mente/cuerpo:
Hay que reconocer, por otra parte, que la percepción y lo que de ella depende
resultan inexplicables por razones mecánicas, esto es, por medio de las figuras
y de los movimientos. Porque, imaginémonos que haya una máquina cuya
estructura la haga pensar, sentir y tener percepción; se la podrá concebir
agrandada, conservando las mismas proporciones, de tal manera que podamos
entrar en ella como en un molino. Por supuesto, una vez dentro, no hallaremos
sino piezas que se impelen unas a otras, pero nunca nada con que explicar una
percepción. Así, pues, esto hay que buscarlo en la sustancia simple, no en lo
compuesto o en la máquina.
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Leibniz argumenta entonces que la percepción radica en lo que él llama la
«sustancia simple», pero no en la máquina. Y esto es en realidad una especie de teoría
del fantasma o del espíritu dentro de la máquina.
La imagen de colarnos en el cuerpo de la manera que se entra en un molino es
muy poderosa. La tecnología ha evolucionado de tal manera que podemos colarnos
en el cuerpo, al menos de forma óptica. Mientras escribía esto, me trataron unos
cálculos renales, una dolencia extremadamente dolorosa. La piedra era visible por
medio de un escáner CAT, y gracias a la exploración con fibra óptica a través de un
catéter. El urólogo la pudo ver, y sabía suficiente neuroanatomía como para saber que
yo experimentaba un dolor insoportable. Uno podría señalar el camino, desde los
nervios contra los que chocaba el cálculo a través de toda la red neuronal, y de ahí
inferir que yo debería estar dolorido. Por decirlo de otro modo, uno podría ver el
dolor. Pero ver y sentir son dos sensaciones muy distintas: uno puede ver la pluma
recorriendo la planta del pie, pero a través de las vías visuales no sentirá el cosquilleo
que la pluma suscita en la piel. Pensemos en la relación física más íntima que existe,
la relación sexual. Hemos entrado/cubierto el cuerpo del otro. Pero lo que el otro está
sintiendo es un misterio tan antiguo como nosotros mismos. No importa cuál sea el
comportamiento sexual de la otra parte, queremos saber si ha sido «bueno» para ellos.
Sabemos lo que se siente. Pero lo que el otro siente ya es causa de duda: recordemos
el orgasmo fingido de Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally.
Aquí estamos en el mismo meollo del problema mente/cuerpo, y sin duda Leibniz
lleva razón al afirmar que no vemos la percepción de la persona en cuyo cuerpo
hemos «entrado». La percepción es experimentada sólo por esa persona, la que siente
dolor o cosquilleo, o éxtasis, y esto es a lo que Descartes se refería, en parte, al hablar
de la forma en que estamos íntimamente ligados a nuestro cuerpo. Cuando alguien
dice eso de «Siento tu dolor» está en realidad profiriendo una tontería amable.
Cuando Jesús suplica: «Aleja de mí esta copa» (Mateo 26:39), sabe que no hay forma
de que algo así pueda suceder. La totalidad del drama cristiano precisa que Dios
mismo sufra en el cuerpo de su Hijo la agonía terrible de morir en la cruz. Nadie
podría librarle de tal carga.
Creo que, salvando algunos detalles, Descartes probablemente ha exprimido el
tema hasta donde era posible hacerlo. Que las perturbaciones de los nervios puedan
percibirse como dolor o como cosquilleo por la persona en cuyos nervios sucede esto
sigue siendo un misterio. Es el misterio del tejido nervioso. Imaginemos que nos
adentramos en un molino de verdad, y que vemos la piedra donde se muele el grano.
Alguien podría decir: de ser un cuerpo humano, podríamos imaginar que aquel de
cuyo cuerpo se trata siente dolor. ¿El molino está sufriendo una agonía que no
podemos sentir? ¿Es como el hueso que choca contra hueso cuando hemos perdido el
cartílago y necesitamos que nos operen la cadera? Se puede ver de una u otra forma.
El sonido de las piedras equivaldría a los gemidos de un ser en plena agonía, o
simplemente podría tratarse del sonido de las piedras al moler. Tal especulación no es
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del todo ociosa, ya que plantea la cuestión de si existen organismos distintos de los
que poseemos, y sus propietarios —si es que tienen propietarios— pueden
experimentar el tipo de percepciones que experimentamos. Si no es así, Descartes y el
ser que describe en su Traité de l’homme son seres con los tipos de sentimientos que
nos muestran los personajes del cuadro de Poussin: sentimientos que nos resultan
transparentes, por muy poco que sepamos de lo que sucede en sus cuerpos para que
se produzcan dichos sentimientos.
Ahora quiero volver a la idea de Descartes de la independencia lógica de la mente
del cuerpo, que hoy tiene una aplicación que no habría tenido en el siglo XVII, y para
la que después de todo tiene cierta relevancia nuestra torpe especulación sobre si el
molino está en agonía o no. Hasta hace relativamente poco, los únicos seres de los
que sabíamos que eran capaces de pensar tenían el tipo de tejido nervioso que define
al cuerpo humano. Descartes estaba convencido de que el tejido nervioso lo era todo,
ya que se negaba a creer que los animales tuvieran mentes o fueran capaces de pensar
o incluso de sentir dolor. (Hoy, cuando sumergimos las langostas en agua hirviendo
nos gusta decir que no sienten nada). Kant habló de seres racionales —donde nos
incluía a nosotros y también a «seres superiores» como los ángeles— y aunque había
especulaciones sobre el tipo de cuerpo que poseían los ángeles, todo se refería a la
cuestión de si sentían dolor o incluso alguna especie de placer físico. Pero la cuestión
tomó un nuevo rumbo cuando los ordenadores empezaron a mostrarse capaces de
pensar, y los filósofos pronto dieron con la idea de que los procesos mentales se
podían realizar de múltiples formas: que el pensamiento puede ser una actividad del
cerebro o una actividad del ordenador, y realizable tanto con ayuda de neuronas como
de microchips.
Los filósofos y los empollones de todas las tendencias se han obsesionado por las
cuestiones de la realización múltiple, centrada en torno a la cuestión de si las
máquinas pueden pensar, jugar al ajedrez, y de si la inteligencia artificial es
inteligencia. Sobre estos asuntos existe una vasta bibliografía nada concluyente, y no
tengo intención de emprender su reseña aquí. La pregunta para mí no es si las
máquinas pueden pensar, sino qué pensamientos pueden tener. Y me parece claro que
no podrían tener pensamientos sobre el cuerpo como presupone la condición
encarnada de la que Descartes habla en la sexta de las Meditaciones filosóficas y en el
Traité de l’homme. No quiero decir que no haya «juegos de lenguaje» que una
máquina pueda dominar y que impliquen lo que podríamos dar en llamar el lenguaje
del cuerpo. La máquina puede decir «me duele la cabeza», y nosotros le
preguntaremos: «¿Es por algo que comiste?», y la máquina dirá que no, que se debe
al estrés, y replicaremos que debe relajarse y la máquina nos preguntará cómo va a
hacer tal cosa, con tantas responsabilidades como tiene. Pero esto equivale a fingir:
las máquinas no tienen dolores de cabeza, no comen, no tienen estrés, no pueden
tomarse unas vacaciones. Para entender estas expresiones uno tiene que tener un
cuerpo como el que tenemos nosotros. Uno tiene que ser humano. Uno tiene que ser
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como los personajes de las pinturas de Poussin, y pertenecer, por citar el título de una
famosa exposición de 1950 en el Museo de Arte Moderno, a La Familia del Hombre.
Cuando escribí El cuerpo. El problema del cuerpo, al final de mi análisis de la
bóveda de la Capilla Sixtina aludía a una posición filosófica llamada
«eliminativismo». En efecto, ésta considera que el lenguaje que usamos para
describirnos los unos a los otros, unido al lenguaje corporal que han utilizado los
pintores, se basa en lo que los autores de esta posición denominan psicología popular,
y que está completamente desfasada. En efecto, dijeron, debemos usar un lenguaje
basado en lo que podríamos encontrar al entrar en el molino de Leibniz: el lenguaje
del cuerpo que percibimos cuando vemos el ir y venir de los impulsos nerviosos. Y a
mi entender hay dos cuerpos: uno, el cuerpo al que se accede a través de la incisión y
la disección, así como por rayos X o resonancia magnética, y por otros modos de
obtener imágenes médicas, y otro, el cuerpo de la psicología popular, que expresa
cólera y dolor y similares. Si elimináramos la psicología popular, no tendríamos ni
idea del significado de lo que encontramos en el cuerpo. Si eliminamos lo que la
ciencia nos dice, no tendríamos ni idea de cómo estos significados son posibles.
El cuerpo que siente sed y hambre, pasión, deseo y amor. El cuerpo que
entendemos al leer los antiguos, que describían los hombres en la batalla, los hombres
y las mujeres en el amor y en el dolor. El cuerpo, diría yo, que nuestra tradición
artística ha tratado tan gloriosamente durante tantos siglos, y algo menos
gloriosamente en un cierto tipo de arte de performance en la actualidad.
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4. EL FINAL DEL TORNEO: EL PARAGONE ENTRE
PINTURA Y FOTOGRAFÍA
El arte pictórico ha muerto, pues esto es la vida misma, o algo incluso más
elevado.
CHRISTIAN HUYGENS, al mirar
por una camera obscura en 1622
El paragone —voz italiana que significa «comparación»— se utilizó en el
Renacimiento para proclamar la superioridad de una de las artes sobre las demás.
Leonardo, por ejemplo, elaboró un paragone entre la pintura y otras artes, como la
poesía, la música, la escultura y la arquitectura. El resultado fue que la pintura
mostraba su supremacía ante todas los demás. El objetivo de este ejercicio era
mejorar las circunstancias sociales y materiales de pintores como él mismo. En cierto
modo, la pintura era el arte dominante en Nueva York cuando florecieron los
expresionistas abstractos, y aunque no conozco que en su lugar de reunión habitual, el
Cedar Bar, se diera ningún paragone —de pintores frente a escultores, por ejemplo
—, existía cierto consenso innegable sobre que las mujeres no servían para la práctica
de este arte. Las mujeres se tomaron esto muy a pecho, y cuando empezaron a
estudiar arte de una manera seria, la pregunta era qué artes parecían adecuadas para
su sexo. Ni que decir tiene que las mujeres y tal vez sus partidarios masculinos
aborrecían la pintura, tanto que en los años setenta la escultura y la fotografía eran
aceptables para las mujeres, y la pintura para los hombres, aunque para entonces la
pintura había perdido el glamour que tuvo antes. Hoy, por supuesto, el arte no está
claramente dividido, y es difícil imaginar que la instalación supere al collage, y que
la performance supere a ambos. Pero en los siglos XIX y XX se dio un paragone
bastante largo entre fotografía y pintura.
Nadie podría aseverar que haya sido el último paragone de la historia del arte,
sobre todo cuando esa historia se entreteje con la historia de la política, pero sí difería
del típico paragone en que los términos de la comparación eran dos formas de arte,
pero sin embargo había una cierta resistencia algo persistente a clasificar la fotografía
como arte. Esto parece haberse resuelto con bastante rapidez en Francia, donde las
fotografías se exhibieron por primera vez en el Salón de 1857, junto con la pintura y
la escultura —el daguerrotipo se había inventado en 1839— mientras que en Estados
Unidos Alfred Stieglitz todavía se sentía rechazado como artista en 1917. No hay
ningún registro de las fotografías que se rechazaron para la exposición de Artistas
Independientes, celebrada en Nueva York en 1917, hoy famosa principalmente por
haber rechazado el Orinal de Marcel Duchamp (véase Capítulo 1). La exposición se
inspiraba en la Sociedad Francesa de Artistas Independientes, que tenía la política de
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carecer de jurados y no dar premios para prevenir sucesos como el del Salon des
Refuses de 1863 y su exigente y feroz jurado. Así que en Estados Unidos todavía se
discutía si la fotografía era o no una de las bellas artes cuando estalló la Primera
Guerra Mundial y cuando Stieglitz cerró su galería. Creo que aquello que los
filósofos consideraban discutible ya había sido resuelto por los museos de arte: en
1930 la Galería de Arte Albright-Knox de Búfalo, Nueva York, adquirió una
colección de fotografías de Stieglitz y en 1940 el Museo de Arte Moderno proclamó
su modernidad al crear un departamento de fotografía, comisariado por Edward
Steichen. Sin embargo, incluso en fecha tan tardía como en 1958 William Kennick
podía seguir sugiriendo a sus lectores que las fotografías eran en realidad un caso
límite filosófico de obras de arte. Esto es, sin duda, porque el alcance de la fotografía
va desde una instantánea de color amarillenta de tus tíos en su luna de miel en Cedar
Point, a Cent. 99 II, Diptychon de Andreas Gursky, que se vendió en Sotheby’s por
3 340 456 dólares en 2008. Así que tal vez dicha dificultad no se dio de inmediato en
Francia, pues la fotografía en cuestión habría sido uno de los primeros daguerrotipos,
probablemente más caro que el típico retrato en miniatura pintado a mano por algún
artesano, aunque sobre marfil.
El paragone terminó de inmediato cuando, al tener noticia de la invención de
Louis Daguerre, el pintor Paul Delaroche supuestamente certificó: «A partir de hoy,
la pintura ha muerto». Nadie, hasta donde he podido saber, ha podido asegurar que
Delaroche afirmara esto en realidad, y se desconoce cuáles fueron sus palabras
exactas. Delaroche era un pintor histórico en un tiempo en que la pintura histórica
todavía era considerada el género más prestigioso de la pintura por las diversas
academias de arte. Además, su práctica apenas se podía ver amenazada por la
fotografía, ya que la mayor parte de los eventos que él representaba habían tenido
lugar en el pasado, y él estaba más interesado en contar una buena historia que en
reproducir el pasado wie est eigentlich gewesen —«en la forma en que realmente tuvo
lugar»—, por utilizar la famosa definición de Von Ranke. Así, en 1833 Delaroche
representa la ejecución de Lady Jane Grey como algo que tuvo lugar en un calabozo,
lo cual contradice de plano la verdad histórica. Esta apuesta por la pintura iba a ser
central en el paragone entre pintura y fotografía desde 1839 hasta aproximadamente
1930, cuando terminó el paragone y a la fotografía se le concedió de mala gana la
categoría de arte. Seguramente que Delaroche pensaba en lo irracional que puede
resultar para un ser humano aprender a utilizar instrumentos como lápices y pinceles
con los que crear imágenes del mundo cuando con un mero clic del obturador —algo
para lo que no se requiere ninguna habilidad— podía hacerse un retrato o un paisaje
que excediera en fidelidad realista lo que la mayoría de los artistas podía conseguir.
Tal fue la actitud de William Henry Fox Talbot, el coinventor de la fotografía, que
simplemente quería capturar recuerdos de sitios sin tenerlos que dibujar él mismo,
por lo que inventó algo con lo que la naturaleza se retratara a sí misma, y de ahí la
expresión «el lápiz de la naturaleza», que era como él llamaba a la fotografía. Es
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obvio que no todo consiste en pulsar el disparador. Un daguerrotipo es una placa
metálica recubierta de partículas de haluro de plata depositadas por medio de vapor
de yodo. Se proyecta una imagen, lo que establece un proceso químico, y dicha
imagen queda fijada en unos segundos de exposición. Por otra parte, hay algo extraño
en la forma en que una semejanza completa podía perfilarse en una placa de metal en
un daguerrotipo. Esta técnica es mágica, en el sentido de que captura detalles
invisibles a simple vista, a diferencia de la fotografía de Talbot Fox, que utiliza
negativos de papel.
En este sentido, la superioridad de la cámara sobre el método de representación
anterior de usar mano y ojos nos conecta con una tradición que había desaparecido en
el Renacimiento, más o menos. En su obra maestra, Bild und Kult, Hans Belting
expone con brillantez cómo era dicha tradición, en la que las personas no estaban
interesadas en imágenes logradas por la mano de un artista, sino por intervención
mística, como en el caso del Velo de Verónica, en el que el sudor de la cara de Cristo
aparecía por transferencia mágica, al igual que como se creía sucedía en el caso de la
Sábana Santa de Turín. Lo mismo sucedía también con el retrato de la Virgen que san
Lucas —cuyas habilidades no estaban a la altura del encargo, como bien sabía la
Virgen— se dispuso a pintar, por lo que ésta, a través de un milagro de ternura,
permitió que su semejanza empezase a dibujarse sola en el panel, creando una imagen
que por supuesto se le parecía en todo. Eso es lo que a mi entender san Lucas está
demostrando en el maravilloso cuadro de Guercino: no es el cuadro en sí, sino algo
que la Virgen ha provocado y que es tan real que en la pintura el ángel tiene la ilusión
de hallarse ante algo tangible. La imagen está internamente relacionada con la Virgen,
del modo en que lo haría una imagen especular. La Virgen está presente en la imagen,
por lo que cuando uno está orando ante esa imagen, le reza directamente a la Virgen
y, en consecuencia, existe la posibilidad de que sus deseos le puedan ser concedidos.
Posiblemente el «retrato» es en sí una plegaria atendida a la oración de san Lucas. En
cualquier caso, decir que uno habría pensado que estaba hecho con una cámara
equivale, en efecto, a decir que parece como si la naturaleza lo hubiera pintado, como
si el artista no hubiese tenido nada que ver con eso. Se necesita una gran habilidad
para hacer que un cuadro parezca una fotografía.
Delaroche ayudó generosamente a lograr que a Daguerre le dieran una pensión
del gobierno. (Por cierto, Daguerre pensaba que su verdadero logro era su otro
invento, el diorama, y se dedicó a la fotografía sólo porque pensó que podría ayudar
en la creación de mejores dioramas). En 1839 Delaroche escribió una recomendación
al gobierno en apoyo de Daguerre en la que afirmaba que «el proceso de Daguerre
satisface completamente todas las exigencias del arte, llevando los principios
esenciales del arte a una perfección tal que debe convertirse en un tema de
observación y estudio incluso para los pintores más destacados». Con esto, podemos
empezar a montar el paragone, que consistía en que la fotografía se jactaba de ser
capaz de mostrar —más aún que la pintura— cómo son las cosas en realidad cuando
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se produce de un modo que no puede ser mejorado. William Mason Brown y John
William Hill, dos pintores prerrafaelitas estadounidenses no muy conocidos, son
buenos ejemplos de esto. Me interesé por ellos porque Russell Sturgis, crítico de arte
de Nation y uno de los fundadores de la crítica de arte profesional en Estados Unidos,
opinaba que el futuro de la pintura americana tendría que ver con ellos y no con el
arte que hacían los miembros de la American Academy of Design. Al igual que la
hermandad británica prerrafaelita, que había obtenido el respaldo de John Ruskin, el
crítico de arte más famoso en Inglaterra, creían en lo que denominaban «verdad
visual». En 1851 Ruskin escribió en el Times de Londres que si bien desde Raphael
los artistas habían intentado «pintar en sus cuadros algo bonito en vez de algo
probado», estos pintores estaban ahora decididos a pintar sólo lo que veían «con
independencia de las reglas convencionales de la pintura del momento». El mayor
cumplido que los American Pre-Rafs —como se hacían llamar— podían hacerse unos
a otros era que al ver su trabajo uno hubiera pensado que había sido hecho por una
cámara, lo que plantea la pregunta —supongo— de por qué no usaban simplemente
la cámara en lugar de pintar cuidadosamente lo que la cámara logra sin mayor
esfuerzo. La cámara, presumiblemente, sólo muestra lo que el ojo ve y nada más. Por
lo tanto, servía para establecer el criterio de verdad visual. Su importancia para el arte
radicaba en su capacidad de mostrar la verdad visual en un caso concreto.
Se me ocurrió hace poco que los pintores del siglo XIX debieron de creer que, por
muy lejano que esté lo que a menudo reproduce la cámara de lo que advierte la visión
humana, la fotografía definía la verdad visual. Las fotografías de caballos en
movimiento de Eadweard Muybridge habrían sido un buen ejemplo de esto. Los
pintores decidieron que las imágenes de Muybridge demostraban el aspecto real de
los caballos al trote, y en efecto copiaron las fotografías de Muybridge en sus cuadros
de caballos, a pesar de que ésa no es en absoluto la forma en la que vemos trotar a los
caballos. En verdad no vemos a los animales moverse como nos muestran las
fotografías de Muybridge; de lo contrario jamás habríamos tenido la menor necesidad
de contar con dichas fotografías: Muybridge realizó estos experimentos algo torpes
aunque aparentemente veraces que había diseñado realmente para responder a
preguntas tales como si las cuatro patas de un caballo llegaban a tocar el suelo a la
vez. Dicho en dos palabras, para probar fenómenos que el ojo humano no llega a
percibir. Y una vez publicadas, las imágenes de Muybridge tuvieron un gran impacto
en artistas como Thomas Eakins y los futuristas, y especialmente en Edgar Degas,
quien retrataba a veces un caballo en movimiento con las patas rígidas sobre el prado,
exactamente de la manera que se advierte en las fotografías de Muybridge, pero
jamás en la vida real. Degas, él mismo amante de la fotografía, habría argumentado
que incluso cuando son imágenes con un aspecto poco natural, las fotografías nos
enseñan cómo debemos ver las cosas. En esto confundía verdad óptica con verdad
visual. Muybridge se burlaba de los pintores victorianos, cuyas representaciones de
las carreras de caballos eran visualmente mucho más convincentes de lo que sus
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ópticamente correctas fotografías podrían haber sido jamás. Mostraban estereotipos
de caballos.
Tenemos otro ejemplo en los retratos. La mayor parte de lo que muestra el rostro
humano no es tanto el tipo de expresiones fisonómicas —pena, alegría, ira…— que
los artistas académicos tenían que dominar para mostrar en los cuadros narrativos
cómo se sentían las personas, como transiciones entre dos expresiones. Con una
velocidad de la película de ASA 160 y una velocidad de obturación de un sexagésimo
de segundo, ahora se puede capturar el rostro que aparece en modos que el ojo nunca
advierte: el rostro «entre expresiones», por decirlo de algún modo. Por eso
rechazamos muchas de las imágenes en una hoja de contactos como si no nos
pertenecieran, pues no se parecen a lo que vemos en el espejo. El resultado es que la
cámara ha desfamiliarizado los rostros, como sucede con el típico retrato de Richard
Avedon. Esto significa que, valiéndose de la cámara moderna, el fotógrafo detiene el
movimiento, por lo tanto, hace instantáneas (stills), con resultados que ni se
encuentran ni podrían haber surgido en los retratos pintados. (El caballo de Degas es
una instantánea tridimensional). La instantánea muestra una «verdad óptica», pero
que no se corresponde a la verdad perceptual, es decir, que no corresponde a cómo
vemos el mundo estereotipado. Me di cuenta de esto cuando vi una fotografía que le
hizo Avedon a mi amigo el filósofo Isaiah Berlin. La imagen no capta en modo
alguno el aspecto que conocíamos todos los que tratamos a Isaiah, sino en su lugar
nos muestra a un amargado irreconocible e invisible. Es, además, falso decir que «a
veces» tenía esa pinta. No, jamás le vieron los ojos de ese modo. De ese aspecto sólo
lo vio una cámara en ASA 160, F22 y en un sexagésimo de segundo, lo cual, por
supuesto, uno no ve. Desde esta perspectiva la cámara delata las limitaciones del ojo.
Nos muestra cómo se verían realmente las cosas si pudiéramos verlas como lo hace la
lente. Así que uno puede tomar una foto de una hoja de contactos con la confianza de
que muestra la realidad tal como es, mucho mejor que la falsa imagen de un sujeto
sonriente al que se pide que se quede «Así, justo así, no te muevas».
Recordé todo esto al pensar en las pinturas de Édouard Manet de la ejecución de
Maximiliano: cinco versiones realizadas de 1867 a 1869, que fueron exhibidas juntas
en la gran exposición didáctica que John Elderfield preparó en el Museo de Arte
Moderno en mayo de 2006. No había habido ninguna fotografía del suceso, ya que lo
prohibieron las autoridades mexicanas. Por lo tanto, Manet dependía de relatos de los
periódicos, y los detalles fueron cambiando a medida que llegaban nuevas noticias.
Al principio, Manet supuso que la ejecución se había llevado a cabo por las guerrillas
mexicanas, y pintó el pelotón de fusilamiento con el típico sombrero mexicano. Al
poco se supo que el pelotón de fusilamiento estaba formado por soldados mexicanos
de uniforme, aunque mucho más andrajosos, como sabemos hoy gracias a una
fotografía de la época, a como los muestra Manet en su versión final. Al ver las
versiones se me ocurrió que Manet estaba tratando de mostrar el caso tal y como se
vería de haberse fotografiado. Lo pintó justo en el momento en que se disparaban los
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mosquetes: el humo sale de los cañones, y una de las víctimas a la que están
ejecutando con Maximiliano cae al suelo, herido de muerte. La fotografía aún no era
capaz de registrar acontecimientos con tanta rapidez, pues la Leica no se inventaría
hasta un siglo más tarde. El proceso era demasiado lento, los tiempos de exposición
eran largos. Pero ciertas cosas relativas a la fotografía se observan en la forma en que
se dispone la pintura.
El crítico Clement Greenberg escribió en 1954 un brillante ensayo titulado
«Abstract and Representational», una semblanza de la historia de lo que denominó la
pintura moderna donde decía:
De Giotto a Courbet, la primera tarea del pintor había sido crear una ilusión
de espacio tridimensional. Esta ilusión estaba concebida más o menos como
un escenario, animado por un incidente visual, y la superficie del cuadro
como la ventana por donde se divisaba el escenario. Pero Manet empezó a
tirar del telón de fondo del escenario hacia delante, y los que vinieron después
de él […] siguieron tirando hacia delante, hasta hoy, en que ha llegado justo a
dar contra la ventana, bloqueándola y ocultando el escenario. Todo lo que el
pintor ha dejado ahora para trabajar es, por decirlo de algún modo, un cristal
más o menos opaco.
Nadie, hasta donde yo sé, describió jamás en estos términos la transición de la
representación tradicional a la moderna, ni nadie ha ensalzado a Manet como el
impulsor del programa moderno con semejante estrategia, y a pesar de que en
muchos otros puntos no estoy de acuerdo con Greenberg, éste me parece un enfoque
muy clarificador. En mi opinión explica esta nueva concepción trascendental del
espacio pictórico por parte de Manet, y lo que quiero hacer es proponer, o conjeturar,
que esto se debió a la fotografía, que como muchos admitirán, es el invento
verdaderamente revolucionario de la historia de la tecnología de representación en
tiempos modernos.
Greenberg es famoso por su afirmación de que la esencia por definición del
medio pictórico es lo plano, lo que implica en efecto la negación del espacio ilusorio
que era condición necesaria para el gran logro creativo de la pintura «de Giotto a
Courbet». Con independencia de todos los problemas que pueda suscitar, fue esta
observación la que animó a Greenberg a proponer que la pintura moderna comenzó
en Manet. Lo que se necesita para poner estas dos ideas juntas en una narración
causal es el reconocimiento de que la fotografía juega un papel operativo en la
transformación del arte tradicional en arte moderno. ¿Y qué, en definitiva, podría
haber sido más moderno que la cámara fotográfica, con esa capacidad para fijar
imágenes hasta entonces efímeras y fugaces, como sucedía en la cámara oscura? La
cámara acortaba la profundidad y traía «el fondo del escenario hacia adelante»
aplanando las formas, en gran parte, creo yo, porque las lentes de la época eran a
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menudo telescópicas y mostraban los objetos más cerca de lo que se verían con la
vista, casi uno encima del otro. En cierto modo, los miembros del pelotón de
fusilamiento parecen haber colocado los cañones de sus fusiles mucho más cerca de
las víctimas de lo que están. Esto se observa hoy en la televisión en los partidos de
béisbol, en los que por necesidad la cámara se encuentra a tal distancia que se precisa
el uso de lentes telescópicas que nos parecen mostrar al lanzador y al bateador uno
encima del otro. El Maximiliano de Manet se inspiraba en Los fusilamientos del 3 de
mayo de Francisco de Goya, que también muestra una ejecución y que Manet vio en
un viaje a Madrid. Pero en 1808, cuando Goya pintó su escena de la ejecución, la
cámara no existía. Las distancias no están distorsionadas en nombre de la verdad
visual.
Asimismo, Manet tendía a suprimir los tonos de transición, con lo que emula la
forma en que el objeto frontalmente iluminado en una fotografía impulsa las sombras
hacia los bordes, e inevitablemente se aplanan las formas, un efecto que Manet usó en
sus retratos. Greenberg escribe que «en aras de la luminosidad Manet estaba
dispuesto a aceptar lidiar con figuras planas» (The Collected Essays and Criticism,
Clement Greenberg, vol. 4, pág. 242). Una verdad adicional es que las lentes tendían
a impulsar la imagen hacia adelante, como en Gare de Saint Lazare de Manet, donde
todo está en primer plano. Yo tiendo a creer que la pintura de Manet debe mucho a
sus charlas con el fotógrafo Nadar, en cuyo taller tuvo lugar la primera exposición
impresionista en 1874. La cámara hizo que pudiera darse el arte moderno.
Honoré Daumier realizó una maravillosa caricatura de Nadar en globo sobre
París. Nadar fue el primero en hacer fotografía aérea, utilizando globos, y tenía una
idea clara de lo que sucede con la telefotografía. Daumier tituló su obra Nadar
elevant la photographie à la hauteur de l’art, lo que es una broma: «Nadar eleva la
fotografía a la categoría de arte». Yo sugeriría sustituir el nombre de Nadar por el de
Manet e invertir los términos. La ironía de la teoría de Greenberg sobre lo plano —
que establece en su ensayo de 1960 titulado «La pintura moderna»— es que se
suponía que debía reducir el medio pictórico a su esencia, que resultó haber sido algo
basado en otro medio muy distinto, la fotografía. Esto cuestiona esa pretendida
pureza de los medios que estaba destinada a ser el fundamento de su teoría crítica. Mi
conjetura es que Manet imitó a la cámara pintando como si la realidad visual fuera un
artefacto de los procesos fotográficos de la época.
Al mismo tiempo, el Museo de Arte Moderno montó simultáneamente dos
exposiciones: una de El fusilamiento de Maximiliano de Manet, en la que podemos
rastrear los inicios de la modernidad en pintura; y otra de Brice Marden, que
empezaba con sus monocromos de gris en gris, que yo al menos entendí como el fin
del arte moderno como un estilo que marcó una época. Están hechos exactamente en
gris sobre color gris, con manchas de color gris oscuro que habían servido a otros
pintores, como Jasper Johns o Alberto Giacometti, como fondos contra los que
pintaron los objetos o figuras que representaban el interés principal en sus obras.
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Marden parece haberlos traído hacia adelante para coincidir con las superficies de sus
cuadros, haciendo de esas superficies sus temas, convirtiendo sus cuadros en objetos.
Como dice Greenberg, la historia de la pintura moderna es la historia de
estrechamiento del espacio entre el fondo y el primer plano, un progreso en el que las
etapas importantes son Cézanne, que inclina la superficie de sus mesas hacia el
espectador, creando el tipo de espacio que explotaron los cubistas, especialmente en
sus collages; los trompe l’oeil americanos, trampantojos en los que objetos planos
como recortes de periódicos o billetes están prendidos o pegados sobre superficies
planas, permitiendo a los pintores eliminar las sombras y por lo tanto cargarse la
profundidad. Luego viene el inevitable aplastamiento con Paul Gauguin y los nabis,
que priorizaron la decoración y adoptaron el formato altamente decorativo del art
nouveau, como en el caso de Vincent van Gogh, cuya obra tomó prestado, además, el
aplanamiento de las formas de los grabados en madera japoneses. Los pre-rafs, en un
intento de emular a la cámara, habían eliminado también la profundidad, casi a la
manera de lo que sucede cuando uno mira un objeto a través de un microscopio.
Así que de Manet a Marden uno puede rastrear la narrativa de la modernidad
greenbergiana, entendida como el triunfo de lo plano en el espacio ilusionista que
culmina con el triunfo de la bidimensionalidad sobre la tridimensionalidad. Pero el
paragone siguió un camino más enrevesado. El pintor puede admitir la superioridad
de la cámara a la hora de captar la verdad visual. Pero Delaroche podría haber
argumentado que la superioridad de la pintura reside en su no estar atada a la verdad
vieja y aburrida. La pintura podía crear su propia verdad. El «lápiz de la naturaleza»
simplemente rastrea lo que existe delante del objetivo, sin mayor imaginación
creativa. El fotógrafo puede representar sólo lo que está ahí, mientras que el pintor es
libre de utilizar su imaginación y mostrar las cosas de manera distinta a como son o
fueron. Así, Delaroche se tomaba libertades con la verdad histórica. El pintor elige el
momento justo en que desea representar un acontecimiento, como en La ejecución de
Lady Jane Grey, donde la víctima tiene los ojos vendados y presa del pánico intenta
palpar dónde queda el tajo del verdugo. Es una pintura muy cruel. Ella quiere una
muerte rápida y limpia, y suplica al verdugo que se la dé. Delaroche pinta la paja que
absorberá la sangre de lady Jane y recibirá su cabeza. Sin embargo, para mayor efecto
dramático la escena se muestra en un calabozo y no sobre un andamio al aire libre. En
otra pintura nos muestra a un soldado de Cromwell soplándole el humo de su pipa en
la cara al rey Carlos. Trata sus cuadros como ficción. Los fotógrafos no tardaron en
demostrar que eran capaces de hacer lo mismo con la lente de la cámara y por lo tanto
debían ser considerados también artistas, si es que ése era el criterio que seguir. El
fotógrafo victoriano Henry Peach Robinson contrató a actores, montó una escena
emotiva y la fotografió, como es el caso de Fading Away, que retrata los últimos
momentos de la vida de una joven. Las composiciones de Peach Robinson han
influido en las grandes fotografías retroiluminadas de Jeff Wall, para las que la
pregunta de si son arte o no tiene poca importancia. Con el advenimiento del
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impresionismo, los fotógrafos encontraron medios para lograr algunos de sus efectos
a través de enfoques suaves, lentes con filtros y papeles de gran gramaje. Pero
Stieglitz seguía aún atrapado en su negativa de considerar la fotografía como arte, a
pesar de que Delaroche le había concedido esa condición en su carta de apoyo para la
pensión de Daguerre. Afortunadamente, la controversia se tornó irrelevante cuando la
modernidad la tornó irrelevante: cuando dejó de ser importante ganar concursos con
cámaras. Wall exhibe la tesis posmodernista —posGreenberg— de que todo lo que
funcione está bien. Y es curioso, para usar retroiluminación Wall se inspiró en las
paradas de autobús.
Mientras tanto, está claro por qué a la fotografía se le negó el estatus de arte,
sobre todo porque todo lo que parecía hacer de la pintura un arte había desaparecido
en lo que podemos llamar pictografía: toda la habilidad manual requerida era la
necesaria para apretar un botón o un pulsador. Eso significaba que pictográficamente
la mano era tan irrelevante como el pie. Todo lo que se necesitaba ahora era hacer que
el ojo fuera también irrelevante, lo que nos lleva de nuevo a Duchamp, que reinventó
el concepto de arte, por lo que la mano y el ojo, así como la estética, eran ahora
irrelevantes para la definición del arte. Y es en el espíritu que nos permite hacer arte
de los anuncios de la parada del autobús, que quiero acabar de hablar de un uso más
de la cámara, es decir, de la serigrafía en la década de 1960.
La serigrafía casa muy bien con lo que se podría considerar la filosofía personal
de Warhol. «Creo que sería genial que más gente se dedicara a la serigrafía, hasta que
nadie supiera si mi cuadro es mío o de alguien más», confesó en 1963. Así, según los
autores del catálogo razonado de Warhol, «[Warhol] no sólo enredó a aquellos que
intentaban conocer su trabajo o discernir su mano en una pieza concreta, sino que
cuestionó el papel del artista como autor de una obra de arte». También «cuestionó el
conocimiento del arte como forma de conocer los objetos a través de sus
características visuales» (Danto, Warhol). Dado que no existe un «toque» por el que
alguien pueda afirmar si una serigrafía es suya o de, por ejemplo, Gerard Malanga, la
mano del artista, al igual que el ojo del artista, no desempeña ningún papel en el
trabajo de Factory. Warhol literalmente dejó de dibujar desde 1963 hasta 1972.
El primer gran proyecto de los años de la Silver Factory fue fabricar facsímiles de
las cajas Brillo para la exposición de abril de 1964 en la galería Stable, que me causó
una enorme impresión. Esa exposición hubiera sido impensable sin la serigrafía: las
cajas se imprimieron con plantillas sacadas de fotografías de la tapa y los cuatro lados
de la caja Brillo: la tinta se aplicó a los lados de las cajas de contrachapado,
convirtiéndolas en réplicas de las de cartón.
Mi preocupación filosófica con el arte contemporáneo comenzó cuando visité
aquella exposición. No tenía mayor problema en aceptar que aquellas cajas fueran
arte, pero inmediatamente me pregunté qué diferencia podría haber entre ellas y las
cajas reales de la marca Brillo del supermercado, a las que se parecían visualmente.
La cuestión no era si se podía notar la diferencia —ésa era en realidad una cuestión
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epistemológica—, sino qué las hacía diferentes, que es algo a lo que los filósofos
denominan una cuestión ontológica y exige una definición del arte.
Lo bueno de los años sesenta fue el incipiente reconocimiento de que cualquier
cosa podía ser una obra de arte, algo que queda patente en todos los movimientos
importantes de la época: arte pop, minimalismo, fluxus, arte conceptual y así
sucesivamente. ¿Y qué explicaba la diferencia? El gran mantra del mundo del arte era
una hosca afirmación de Frank Stella que rezaba así: «Lo que ves es lo que ves». Pero
no había mucha diferencia entre lo que ves cuando ves una Brillo Box de Warhol y las
cajas Brillo diseñadas por James Harvey para que la gente pueda llevarse sus
productos a casa. Así pues, ¿por qué no eran obras de arte, si las de Andy producidas
en Factory sí lo eran? He respondido a esto en mi primer capítulo, así que lo que
quiero hacer ahora es pararme a admirar la forma en que la cámara ayudó a dar forma
a la pregunta filosófica que había estado dando vueltas durante unos cuantos
milenios: «¿Qué es el arte?». Y para explicar por qué el paragone entre fotografía y
pintura tenía que ser el último paragone. Para cuando pasaron de largo Duchamp y
Warhol todo había cambiado en el concepto de arte. Habíamos entrado en lo que se
puede denominar la segunda fase de la historia del arte.
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5. KANT Y LA OBRA DE ARTE
A pesar de que la Crítica del juicio de Kant es sin duda el gran texto de la
Ilustración sobre los valores estéticos de la época, al tratar sobre el gusto y el juicio
de la belleza, parece por esta misma razón, que poco tiene que decir sobre el arte de
hoy, en el que el buen gusto es algo opcional, el mal gusto es algo artísticamente
aceptable, y la kalliphobia (la aversión, si no desprecio, por la belleza) es algo cuando
menos respetado. Clement Greenberg afirmó que el libro de Kant es «la base más
satisfactoria para la estética con la que todavía contamos». Eso puede haber sido
cierto para el arte moderno, pero lo moderno como estilo de una época terminó más o
menos en la década de 1960, y los grandes movimientos que lo sucedieron (fluxus,
arte pop, minimalismo o arte conceptual, por no hablar de todo el arte realizado desde
lo que he dado en llamar «el fin del arte»), parecen escapar de Greenberg, y ni que
decir tiene de la filosofía del arte de Kant. Lo que Greenberg admiraba en Kant, o al
menos eso creo yo, habría sido el arte poseedor de lo que Kant distinguió como
«belleza libre», que también poseen ciertos objetos naturales, como las flores, los
pájaros y las conchas marinas. Kant habla de «bordes decorativos o papel de pared, y
“toda la música sin palabras”». De haber existido la pintura abstracta, sin duda habría
calificado algunos de sus ejemplos como «belleza libre». Es cierto, a Greenberg le
interesaba muy poco la belleza natural, y pensaba que uno no tiene que conocer nada
de la historia de una obra de arte para saber qué es bueno, y que aquellos que saben
qué es bueno tienen razón al estar de acuerdo entre sí, incluso si nadie puede poner en
palabras lo que hace que cierto arte sea bueno. Todo esto concuerda bastante bien con
lo que dice Kant sobre la belleza libre.
Pero Kant tenía dos concepciones del arte, y su segunda teoría de las obras de arte
no apoya sus razones para realizar juicios de belleza en primer lugar, a saber, los
paralelismos que sugiere con juicios morales y su universalidad, lo que hacía de la
belleza, así pensaba, un símbolo de moralidad. Al final de la Crítica del juicio
introduce un nuevo concepto: el concepto de espíritu, que poco tiene que ver con el
gusto, ni abarca en modo alguno la estética de la naturaleza. El gusto, escribe ahora,
«no es más que un juicio y no una facultad productiva». Por otro lado, cuando
hablamos de espíritu estamos hablando del poder creativo del artista. Al preguntarle
qué pensamos de una pintura, podríamos decir que carece de espíritu, «aunque no
encontremos nada que reprocharle en cuanto al gusto». Por lo tanto, una pintura
puede ser bella por lo que al gusto se refiere, pero imperfecta al carecer de espíritu.
Al lado de un Rembrandt, casi cualquier pintura holandesa parecerá carecer de
espíritu, por mucho que rezume gusto. Dado que el gusto tiene poco que ver con el
espíritu, Kant parece estar aquí distanciándose de la Ilustración, y yendo hacia lo que
afirma Hegel en sus Lecciones de estética: «El gusto alude sólo a la superficie
externa en la que los sentimientos aún juegan un papel determinado». El así llamado
«buen gusto» se estremece ante los efectos profundos de arte y calla cuando
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desaparece lo externo y los imprevistos». Al comienzo de sus grandes escritos sobre
estética, Hegel distingue claramente entre la belleza natural y la artística: la belleza
artística «nace del espíritu y nace de nuevo». Kant, como se puede deducir de los
ejemplos que he citado, incluye ciertos objetos naturales, así como ciertos tipos de
arte. Así, la segunda concepción kantiana del arte es de distinto orden de la
concepción del arte como un objeto estético bello, del modo en que los objetos
naturales son bellos.
En su libro El amante de Italia, Henry James escribe que el pintor barroco
Domenichino es «un ejemplo de esfuerzo ajeno a la inspiración y de mérito
académico divorciado de toda espontaneidad». Eso le convierte, según James, en «un
interesante caso de pintor fallido aunque interesante». No hay nada malo en la obra
de Domenichino. Había llegado a dominar todo lo que podía enseñarle la escuela de
arte. Pero el espíritu no es algo que se aprende y cuando falta no hay cura posible. En
consecuencia, afirmar que la obra de Domenichino carece de espíritu, equivale a
ejercer un tipo de crítica de un orden completamente diferente de la del habitual
crítico de arte académico. No poseer lo que Kant denomina «genio» —«la
originalidad ejemplar de los dones naturales de un sujeto en el libre empleo de sus
facultades cognitivas»— no es culpa de Domenichino, sino su tragedia. Debo hacer
hincapié en que en su opinión el espíritu está conectado internamente con las
facultades cognitivas. Y eso es, y así pretendo argüir, lo que conecta a Kant con el
arte contemporáneo o, mejor dicho, con el arte de cada época histórica, incluida la
nuestra como es natural.
Pero quedémonos un momento con Domenichino. Él era un artista boloñés que
siguió a Carracci a Roma y ayudó a ejecutar el programa del Concilio de Trento, que
confiaba en que el poder de las imágenes podría contrarrestar la Reforma. Sus frescos
de Santa Cecilia de 1615-1617 fueron considerados el apogeo de la pintura, según
Wittkower. Poussin consideraba su obra maestra, La última Comunión de San
Jerónimo, el mejor cuadro de su época, exceptuando la Transfiguración de Rafael.
Durante el siglo XVIII fue «a menudo clasificado en segundo lugar solamente detrás
de Raphael». Dos de sus pinturas estaban en la lista de obras que las tropas de
Napoleón debían entregar al Louvre. Él «creó un estilo de paisaje que iba a tener una
importante influencia en los primeros trabajos de Claude Gellée». Su estilo es
clasicista, y se destacó como tal en contraste con el estilo barroco adoptado con
entusiasmo por su rival, Lanfranco. El declive de su fama en el siglo XIX se debió casi
por completo a John Ruskin, el Hilton Kramer de la época en términos de
vehemencia crítica, que se vio obligado a vapulear a la Escuela Italiana para hacer
espacio los pintores modernos, en un libro del mismo título. Mi corazonada es que
Henry James sacó sus puntos de vista sobre Domenichino de la lectura de Pintores
modernos, más que de una meditada contemplación crítica. Al mostrarse despectivo
con Domenichino en la década de 1840, Ruskin escribió que las pinturas del
siglo XVII carecían de sinceridad, y que la escuela boloñesa se basaba en el
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eclecticismo. Esto fue un malentendido histórico: la escuela boloñesa se enorgullecía
de ser «ecléctica», es decir: de tomar lo mejor de todo.
Hubo otro elemento de la rivalidad entre Domenichino y Lanfranco, en efecto, la
rivalidad entre el clasicismo y el barroco: Lanfranco acusaba a su rival de plagio,
concretamente en su supuesta obra maestra, y afirmaba que Domenichino le había
robado la idea a su maestro, Agostino Carracci. Un contemporáneo, Luigi Lanzi, que
admiraba a Domenichino, escribió que no era tan grande en la invención como lo fue
en las otras partes de la pintura, y por eso a menudo tomaba cosas de otros, incluso de
los menos famosos. Así que era un imitador, pero «no es uno servil» (14). Lo que
robó fue la idea de Agostino, pero no la forma de llevarla a cabo. La ley sostiene que
una idea no puede tener copyright, por lo que cuando Domenichino pinta la
comunión de san Jerónimo no está robando. Por citar un ejemplo moderno, Saul
Steinberg estaba frustrado porque todo el mundo usaba su famosa portada del New
Yorker de la visión del mundo de un neoyorkino: un ejemplo maravilloso de cómo dar
representación visual a una verdad no visual. Al final obtuvo la satisfacción de que un
juez dictaminara que la copia no les daba licencia a todos los demás de copiar
también su enmarañada caligrafía. La forma de realización era de su propiedad,
aunque la idea —que sólo él había sido capaz de crear— pertenecía al dominio
público y mostraba el particular mapa del mundo de los neoyorquinos: está Nueva
York y luego, en segundo lugar, todo lo demás.
Llama la atención que nos encontremos con lo mismo en un retablo del siglo XVIII
y una caricatura del siglo XX: idea y realización, y que ambas cuestiones se
encuentren en la segunda visión de Kant, sobre el arte, y no en la primera. Resulta
que todo lo que Kant tiene realmente que decir sobre su segundo punto de vista del
arte en su libro se incluye en las páginas dedicadas al espíritu, y su presencia en
quizás el texto más grande de la Ilustración sobre estética es en sí misma un signo de
que los valores de la Ilustración comenzaban a ceder ante la llegada de una nueva era.
Es un homenaje a la sensibilidad cultural de Kant el que se diera cuenta de que tenía
que hacer frente a los valores románticos y a una forma totalmente nueva de pensar
sobre el arte, incluso si iba a abordarlos como algo cognitivo. Llama la atención que
en una parte muy diferente de Europa el artista Francisco de Goya estuviera
defendiendo una postura similar. Al redactar la memoria de 1792 para la Real
Academia de San Fernando en Madrid, Goya escribió que no hay reglas en el arte:
«No hay reglas en la pintura», fueron sus palabras. Esto explica, según Goya, por lo
que nos puede gustar menos un trabajo muy acabado que otro hecho con menor
esmero. El espíritu en el arte, la presencia de un genio, eso es lo que es realmente
importante. Al igual que Kant, cuya Crítica del juicio fue publicada en 1790, Goya se
consideraba una figura de la Ilustración —un lustrado—, por lo que llama la atención
que tanto el filósofo como el pintor deben lidiar con visiones del arte posteriores a la
Ilustración. Pero la gente estaba empezando a apreciar que el arte prometía algo más
que el buen gusto. Era algo que podía transformar a los espectadores, acercándolos a
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nuevos sistemas de ideas. Pero no había reglas para lograrlo, al menos no como las
hay para hacer algo de buen gusto. No tiene que ver con el juicio, por citar el término
de Kant. ¡Imagínese juzgando una obra de arte del modo en que se juzga una
exposición canina!
Uno siente que la Ilustración está definitivamente superada cuando lee una obra
como Le chef d’oeuvre inconnu, de Balzac, publicada en 1831. La historia trata sobre
tres artistas, dos de los cuales son figuras históricas: Nicolas Poussin, un joven pintor
que acaba de empezar; Frans Pourbus, un pintor flamenco de éxito, a punto de ser
reemplazado por Rubens como el favorito de María de Medici, reina de Francia; y un
pintor ficticio llamado Frenhofer, ahora ya viejo. Están discutiendo un cuadro de
María egipcíaca, que se muestra a punto de quitarse la ropa, e intercambiar sexo por
un pasaje a Jerusalén. Frenhofer se ofrece a comprarlo, lo que halaga a Pourbus, que
toma esto como una señal de que el maestro cree que la pintura es buena. Frenhofer
responde: «¿Buena? Sí y no. Su señora está bien pintada, pero no está viva».
Y continúa:
A primera vista parece muy admirable, pero si mira uno de nuevo puede ver
que está pegada al lienzo, que uno no podría caminar alrededor de ella. Es una
silueta plana, un recorte que no podría dar la vuelta o cambiar de posición
[…]. La perspectiva está perfecta y el sombreado se ha observado
correctamente; pero a pesar de todos sus loables esfuerzos, nunca lograría
creer que este cuerpo espléndido ha sido animado por un soplo de vida […].
¿Qué le falta? Un poco que no es nada en absoluto, y que sin embargo lo es
todo.
Frenhofer se arremanga y, con algunos toques aquí y allá, lleva la pintura a la
vida. Frenhofer da una lectura natural al «carecer de espíritu» que equivale a «carecer
de vida». Ésa es la dificultad de leer de Kant desde la perspectiva romántica, a la que
uno naturalmente podría pensar que aquél se había abierto. Aunque de hecho tiene
una concepción del espíritu muy distinta y, en cierto modo, también mucho más
profunda. Y dado que el espíritu es central en la concepción del arte que se propone,
tenemos que concentrarnos en las pocas obras que realmente discute.
Kant habla del espíritu como «el principio animador de la mente», que consiste en
«la facultad de presentar las ideas estéticas». Esto no significa: ideas sobre estética.
Lo que significa es una idea presentada a través de los sentidos y, por lo tanto, una
idea no aprehendida de forma abstracta, sino experimentada a través y por medio de
los sentidos. Ésta habría sido una fórmula audaz y casi contradictoria en la tradición
de la filosofía clásica, en la que los sentidos se consideraban irremediablemente
confusos. Las ideas eran captadas sólo por la mente, y el conocimiento se alcanzaba
alejándose de los sentidos. Al lector de hoy la expresión «idea estética» le suena muy
suave. Para los lectores de Kant, tuvo más bien que haber sido un emocionante
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oxímoron. Por lo menos sugiere que el arte es cognitivo, ya que se nos presenta con
ideas, y que el genio tiene la capacidad de encontrar arreglos sensoriales a través del
cual estas ideas se transmiten a la mente del espectador. En sus Lecciones de estética,
Hegel tiene otra manera de decirlo. Escribe que el arte hace esto de una manera
especial, «representa lo supremo sensiblemente, y así lo acerca a la forma de
aparición de la naturaleza, a los sentidos y a la sensación». Y «engendra por sí mismo
las obras del arte bello como reconciliador miembro intermedio entre lo meramente
exterior, sensible y caduco, por una parte, y el puro pensamiento, por la otra, entre la
naturaleza y la realidad finita, de un lado, y la libertad infinita del pensamiento
conceptual, de otro». Podemos ponerlo de esta otra forma: el artista encuentra la
manera de encarnar la idea en un medio sensorial.
Kant nunca fue generoso con los ejemplos, que desestimó en la primera crítica
como «la carretilla de juicio», y cuya necesidad «es una señal de la estupidez». Pero
creo que podemos ver qué está tratando de decirnos teniendo en cuenta el ejemplo
algo empobrecido que nos ofrece. Imaginemos que a un artista se le pide que
transmita a través de una imagen la idea del gran poder del dios Júpiter, y que nos
presenta la imagen de un águila con relámpagos entre las garras. El águila era el ave
de Júpiter, como el pavo real era la de su esposa, Juno, y la lechuza la de su hija
Atenea. Así que el artista representa a Júpiter gracias a este atributo, al igual que otro
artista representa a Cristo como un cordero. La noción de ser capaz de emitir
relámpagos transmite una idea de fuerza sobrehumana. Se trata de una «idea estética»
porque hace vívido el tipo de potencia poseída por Júpiter, ya que ser capaz de
mantener los relámpagos va mucho, mucho más allá de nuestras capacidades. Sólo un
dios supremo y poderoso sería capaz de algo así. La imagen logra lo que las meras
palabras «Júpiter es poderoso» no son capaces de transmitir. Kant habla de ideas «en
parte debido a que por lo menos se esfuerzan en ir tras algo que está más allá de los
límites de la experiencia», pero son ideas estéticas, porque con el fin de presentarlas
nos vemos obligados a usar aquello que queda dentro de la experiencia. El arte, en su
opinión, utiliza la experiencia de esta manera para llevarnos más allá de la
experiencia. De hecho, éste es el problema que Hegel encuentra en el arte con
respecto a la filosofía. No se puede prescindir de los sentidos. Uno puede presentar
ideas de gran magnitud, pero para hacerlo necesita «ideas estéticas». La
impresionante tesis de Hegel del fin del arte está internamente conectada a su
dependencia incurable en los sentidos, mientras que la superioridad de la filosofía,
supone él, emana de que no tiene tal necesidad.
Vamos a considerar una obra de arte realmente grande, La Resurrección de Piero
della Francesca. En este tremendo cuadro hay dos registros: uno, más bajo, en el que
un grupo de soldados fuertemente armados duerme al lado del sepulcro de Cristo, y
otro, superior, en el que Cristo se muestra saliendo de su tumba, sosteniendo su
bandera, y (con lo que yo entiendo como) una aturdida expresión de triunfo en el
rostro. Él y los soldados pertenecen a diferentes sistemas de perspectiva: hay que
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levantar los ojos para ver a Cristo. La resurrección tiene lugar con la «primera luz del
alba». Es, literal y simbólicamente, un nuevo día. Al mismo tiempo, también es literal
y simbólicamente una nueva era, ya que es un día frío en el tránsito entre el invierno
y la primavera. Los soldados estaban apostados allí para vigilar que nadie retirase el
cadáver de Cristo. Por así decirlo, los soldados conforman un sistema de alarma
programada para sonar en presencia de ladrones de tumbas. Poco importa. Cristo
regresa a la vida mientras duermen y están completamente inconscientes. Ni siquiera
perturba la tapa del sepulcro. Aunque Cristo sigue estando encarnado, y podemos ver
sus heridas, es como si fuera puro espíritu. Su lenguaje conecta estas ideas
extraordinarias con la experiencia común. Ideas complejas de la muerte y la
resurrección, la carne y el espíritu, un nuevo comienzo para la humanidad, se
materializan en una única imagen convincente. Podemos ver el misterio promulgado
ante nuestros ojos. Piero ha dado a la doctrina central de la fe una imagen local. Por
supuesto, es preciso interpretar lo que estamos viendo para entenderlo. Pero a medida
que avanza la interpretación, las diferentes piezas de la escena se ponen en su lugar,
hasta que reconocemos que estamos ante algo asombroso y milagroso. La brecha
entre el ojo y la mente ha sido salvada por «el término medio del arte».
Kant escribía para un público que tenía poco o ningún conocimiento de arte más
allá de Occidente. Es de suponer que sobre la base de las ilustraciones antropológicas
que debió haber visto, fue consciente de que había partes del mundo donde los
hombres iban cubiertos con una especie de tatuaje en espiral: «Se podría embellecer
una figura humana con toda especie de dibujos y rasgos trazados a la ligera pero con
regularidad (como hacen los habitantes de Nueva Zelanda con su picadura), si esta
figura no debiera ser la de un hombre», escribe en la Crítica del juicio, obviamente
pensando en el tatuaje como una forma de decoración o de ornamentación, como si el
cuerpo humano, hecho a imagen de Dios, no fuera lo suficientemente hermoso por
derecho propio. Habría requerido una reeducación considerable que Kant hubiera
sido capaz de pensar en el tatuaje como en una forma de arte, y por tanto, como una
idea estética, la conexión de la persona así adornada con las fuerzas invisibles del
universo. Pensemos en la popularidad del águila como tatuaje, o de una mujer
pechugona de dimensiones victorianas.
Lo que me impresiona es que la discusión altamente comprimida de Kant del
espíritu es capaz de hacer frente a la lógica de las obras de arte de forma invariable en
cuanto a tiempo, lugar y cultura, y también de explicar por qué está tan empobrecido
el formalismo como filosofía del arte. La ironía es que la Crítica del juicio de Kant es
a menudo citada como un texto fundamental para el análisis formalista. Lo que el
formalismo modernista sí logró, por otra parte —y Greenberg así lo reconoce— fue
la emancipación de una gran cantidad de arte que los victorianos, por ejemplo,
encontraban «primitivo», lo que significa que los artistas que lo hicieron hubieran
tallado o pintado como los europeos del siglo XIX si hubieran sabido cómo hacerlo.
La escultura africana llegó a ser apreciada por su «forma expresiva» por Roger Fry, y
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por Clive Bell, el severo formalista de Bloomsbury, en su libro Art. Esto significaba
que era algo ornamental, en efecto, como el tatuaje según Kant. A menudo me
pregunto si los que celebraban la estética de Kant leyeron hasta la sección cuarenta y
nueve de su libro, donde presenta su punto de vista sumamente condensado de lo que
convierte al arte en algo humanamente importante. Uno no habría tenido que ampliar
su gusto, tal como lo expresa Greenberg, sino más bien llegar a reconocer que el arte
africano u oceánico se compone en torno a ideas estéticas propias de dichas culturas.
Cuando Virginia Woolf visitó la exposición de escultura negra que Roger Fry reseñó
con tanto entusiasmo, le escribió a su hermana Vanessa que «vi vagamente […] que si
pusiera una en la repisa de la chimenea debería convertirme en alguien con otro
carácter, menos adorable de lo que se me ve, pero también alguien que no olvidarías a
toda prisa». Quería decir, supongo, que si aceptaba las ideas estéticas encarnadas en
las figuras africanas, no sería ya ese muy quebradizo personaje de Bloomsbury que
creemos que era, sino alguien que adoraría al dios del fuego y bailaría al son de
tambores salvajes (o de los ocupantes de Wall Street) o en todo caso respondería a los
imperativos de una cultura muy diferente.
En la vida de Fry hay una confrontación sumamente instructiva de distintas
sensibilidades en un episodio en particular infeliz. Viajó a Francia en los años veinte
para buscar ayuda para ciertos dolores persistentes, a través de una terapia de
autohipnosis. Se encontró con una francesa, Josette Coatmellec, con quien mantuvo
una relación romántica, aunque al parecer no de índole sexual. En la primavera de
1924 él le mostró una máscara africana que había adquirido. En Roger Fry, Art & Life
el biógrafo de Fry, Frances Spalding, escribe que «su expresividad salvaje la sacó de
sus casillas, dejándola asustada y alarmada». Josette Coatmellec malinterpretó
gravemente el gesto de Fry de compartir la máscara con ella, y pensó que se burlaba
de ella. Antes de que Fry pudiera hacer algo, se suicidó de un disparo, de pie sobre el
acantilado, en la costa de Le Havre, frente a Inglaterra. Fry diseñó su tumba.
El pluralismo de nuestra cultura ha ampliado en parte los medios a disposición de
los artistas para encarnar ideas estéticas —para transmitir significados— no
expresables fácilmente por medio de tableaux de estilo renacentista, que eran ideales
para la realización brillante de las ideas centrales del cristianismo. El espíritu los
lleva a hallar formas y materiales muy ajenos a dicha tradición: y a usar, por citar
sólo un material que difícilmente puede encontrarse en las tiendas de arte y que dio
lugar a un escándalo hace unos años, estiércol de elefante. En esa misma exposición
que incluía el trabajo del polémico Chris Ofili, otro artista, Marc Quinn, había
esculpido un autorretrato sobre su propia sangre congelada. (Era importante para el
artista que la sangre fuera suya). Algunos años antes, Joseph Beuys comenzó a
utilizar la grasa animal como un material marca de la casa, que simbolizaba el
alimento y ayuda, y también el calor.
Hoy el arte puede hacerse de cualquier cosa, con cualquier cosa, y para presentar
ideas de cualquier signo. Esta evolución pone grandes presiones interpretativas sobre
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los espectadores, a la hora de comprender la forma en que el espíritu del artista se
comprometió a presentar las ideas que le preocupaban a él o a ella. La encarnación de
ideas o, diría yo, de significados, es tal vez todo lo que necesitamos como teoría
filosófica de lo que es el arte. Pero hacer la crítica que consiste en encontrar la forma
en que una idea se encarna varía de una obra a otra. Kirk Varnedoe, en sus
conferencias en Mellon, tituladas «Pictures of Nothing» [Imágenes de nada], presentó
una defensa del arte abstracto: «Somos creadores de significado, no sólo creadores de
imágenes. No sólo reconocemos imágenes […] estamos hechos para sacar sentido a
las cosas, y podemos aprender cómo hacerlo de otros». Según esta visión, la segunda
visión kantiana del arte consiste en sacar significados, lo que presupone una
disposición humana en general no sólo para ver las cosas, sino para encontrar
significados en lo que vemos, aunque a veces nos equivoquemos, como en el caso de
la pobre Josette Coatmellec.
Si ésta es una lectura defendible de la segunda teoría kantiana acerca de la obra de
arte, entonces, en mi opinión, existe cierta afinidad entre la noción de Kant de la idea
estética como teoría del arte y mi propia contribución a una definición de la obra de
arte como significado encarnado. De hecho, en un artículo reciente vinculé los dos
conceptos de una manera que puede parecer implicar que Kant tiene una filosofía del
arte que está más cerca del arte contemporáneo que de la lectura que los formalistas
hicieron de Kant, o al menos Clement Greenberg, por muy cerca que dicha lectura
haya estado del arte modernista. Por otro lado, parece que para sus entusiastas —los
formalistas británicos Clive Bell y Roger Fry, así como para los estadounidenses
Greenberg y Alfred Barnes— el formalismo parecía capturar exactamente todo lo
moderno del arte moderno. Lo cierto es que el formalismo, o al menos lo que Kant
entiende por ello, parecía tener una conexión más obvia con la modernidad —la
abstracción, De Stijl, Henri Matisse— que con cualquier otra instancia del paradigma
del arte posmoderno o contemporáneo. Pero esto es tomar el formalismo como un
estilo, junto al posmodernismo, sin tocar en absoluto la filosofía del arte como tal.
Eso es característico en la historia de la filosofía del arte. Los filósofos han
aprovechado los cambios de estilo, y luego los han aprovechado para tratarlos como
indicios de lo que es filosóficamente distintivo en arte —como descubrimientos
filosóficos, de hecho, de lo que el arte es en realidad—, cuando lo que uno quiere y
necesita, filosóficamente hablando, es aquello que es cierto en el arte
independientemente del estilo: uno busca lo verdadero del arte como tal, en todas
partes y en todo momento.
El significado y la realización se entendían como condiciones necesarias para que
algo fuera una obra de arte en mi libro La transfiguración del lugar común, que tuvo
como misión ofrecer una definición filosófica del arte. El libro es un ejercicio
ontológico sobre qué es ser una obra de arte. Sin embargo, tener una idea estética —
que encarne, como diría Kant, el espíritu— no es ni necesario ni suficiente para ser
arte, tal y como la formulación de Kant admite.
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Recordemos lo que dice: «Al preguntarle qué pensamos de una pintura,
podríamos decir que carece de espíritu, aunque no encontramos nada que reprocharle
en lo relativo al gusto». De ahí que la pintura aún puede ser bella, por lo que al gusto
se refiere, pero defectuosa en cuanto al espíritu. Debe de haber un montón de arte
carente de espíritu. A María egipcíaca de Pourbus le faltaba espíritu en el sentido de
que carecía de vida, pero, como hemos visto, ésa no sería la concepción kantiana de
espíritu. Pero debe de haber un buen número de retratos y paisajes que sólo muestran
sus motivos, sin más. En cualquier caso, estamos hablando de algo más que la forma,
más que su diseño. Uno tiene que saber algo sobre los relámpagos para poder captar
el poder de Zeus en el hecho de que pueda coger relámpagos en sus manos. Uno tiene
que saber algo sobre el sacrificio para ver cómo Cristo puede ser representado como
un cordero. Y uno tiene que saber algo acerca de la vida para que una novela sea
considerada arte. En una maravillosa carta de 1866 a su amigo Frederic Harrison,
sólo cinco años después de haber acabado su obra maestra Silas Marner, George
Eliot escribió:
Ése es un problema difícil, sus dificultades me atacan a mí, que he pasado una
y otra vez por el intenso esfuerzo de tratar de lograr encarnar ciertas ideas
completamente, como si se me hubieran revelado a mí por primera vez en la
carne, y no en el espíritu. Creo que la enseñanza de la estética es la más alta
de todas las enseñanzas, porque trata de la vida en su máxima complejidad.
Pero si deja de ser puramente estética, si se detiene en cualquier lugar entre la
imagen y el diagrama, se convierte en la más ofensiva de todas las
enseñanzas.
Adoro este párrafo. Para mí es como si Kant estuviera hablando a través de la
gran novelista, quien se topó, en su descubrimiento de las ideas encarnadas, con el
gran secreto del arte. Eliot, por supuesto, conocía la filosofía alemana. No soy un
estudioso de la literatura, pero me imagino que debió considerar esto como un
hallazgo de valor incalculable.
Hace algunos años me encontré en una exposición de la obra reciente de David
Hammons consistente en abrigos de piel colgados sobre pedestales y untados de
pintura. ¿Qué idea se plasmaba en esta obra? «Un retrato de la moda y la crueldad»,
escribió Okwui Enwezor en Artforum, pero refiriéndose al hecho de que cada abrigo
manchado estaba iluminado, añadía: «Su porte señorial […] desmentía la extraña
aura mortal que emanaba de ellos». El exeditor de la misma revista, Jack Bankowsky,
vio la instalación de estos abrigos de piel artísticamente contaminados como «lo más
selecto de los emporios de lo más selecto», como un acto de secuestro, «una torsión
pública». Ambos escritores calificaron aquella exposición como una de las diez
mejores del año.
Explicar esta obra del siglo XXI a un filósofo del siglo XVIII habría requerido algo
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de esfuerzo, pero vamos a imaginar cómo lo haríamos. Lo primero sería encontrar
una manera de explicar la idea de los derechos de los animales a uno de los filósofos
morales más grandes de la historia. No fue hasta Jeremy Bentham que salió a la
palestra la pregunta de si los animales sufren, y si tenemos más derecho a causarles
sufrimiento del que tenemos a torturarnos y matarnos los unos a los otros. Habría que
explicarle que los activistas en favor de los derechos de los animales comenzaron a
atacar a las mujeres que vestían abrigos de pieles, hasta entonces considerados una
prenda de lujo. Su estrategia principal consistía en rociar la prenda con pintura,
arruinándola. Bankowsky dice que las pieles están «ingeniosamente definidas», lo
que implica que el artista las ha convertido en pinturas, y que Hammons las ha
montado en perchas, las ha colocado en una galería de arte, y de forma individual las
ha iluminado con las luces del techo. La instalación incorpora la idea de que los
animales no deberían ser perseguidos y masacrados para satisfacer la vanidad de
mujeres caprichosas. Kant lo pillaría al vuelo. Podría ver cómo una idea estética se
plasmaba en la pieza de David Hammons, e incluso aplaudirla como instrumento de
educación moral. Pero ¿vería esa exposición como arte? No es fácil imaginar una
conversación entre David Hammons y Kant, pero en mi opinión, Kant consideraría a
Hammons como el que ha ganado la discusión. Diría, en efecto, a Herr Hammons
que había encontrado un contraejemplo inteligente: una idea estética que no era una
obra de arte. Porque ¿cómo podría una constelación de arruinadas prendas femeninas
«ser una obra de arte»?
El problema estriba en intentar embutir una obra de arte del siglo XXI en el mundo
del arte del siglo XVIII: la edad del Rococó. La discontinuidad entre el arte de hoy y el
del siglo XVIII es demasiado grande. Aunque hubo problemas similares en el siglo XX.
Andy Warhol intentó regalar a un tal Charles Lisanby un retrato de Elizabeth Taylor,
pero Lisanby lo rechazó por considerar que no era arte, y que «Andy sabía en su
corazón que no era arte». En mi primer ensayo de filosofía del arte, avancé que ver
algo como arte requiere una calidad invisible al ojo: un poco de historia, un poco de
teoría. Lo que Kant necesitaría, por decirlo de algún modo, sería un curso intensivo
en Iniciación al arte moderno. Debería ser llevado al punto en el que pudiera ver qué
puede ser arte. Para ello sería necesaria una educación en la que sistemáticamente se
eliminaran las razones que podrían llevarle a pensar que algo no podía ser arte. Y lo
mismo para el señor Charles Lisanby. En 1962 un retrato de Liz valía en el primer
show de Andy en la Galería Stable doscientos dólares. Hoy, en una subasta, valdría
entre dos y cuatro millones.
El punto filosófico básico, sin embargo, es que el arte es siempre más que las
pocas condiciones necesarias requeridas para el arte. Consideremos un caso sencillo,
las latas de sopa Campbell de Warhol de 1962. La idea era desconocida hasta que él
la llevó a la práctica. Podría haberlas pintado como un viejo maestro, en claroscuro.
Hay infinitas formas de realizarlas, pero él eligió pintar las latas en una matriz de
ocho en cuatro filas, sin dejar espacio para una trigésima tercera lata. Él pintó las
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latas sin inflexiones, como si fueran a ir impresas en el libro de colorear de un niño.
Dada la abundancia de opciones, debe parecer imposible de definir el arte. Cualquier
elección es consistente con ser arte, pero no es necesariamente arte. Lo más que se
puede lograr es lo que Kant y yo hemos hecho: haber descubierto algunas
condiciones necesarias. No tengo el menor deseo de juzgar entre la propuesta de Kant
y la mía. Hammons podría decirle a Kant que su instalación sería arte en 2008. Hay
razones por las que las latas Campbell de Warhol no habría sido arte en la época del
rococó. Alguien podría haberlas pintado, por supuesto. Pero lo que él o ella habrían
pintado no podrían haber sido pinturas de objetos comunes: paquetes con los que
todos en Königsberg estarían familiarizados, como todo el mundo en Estados Unidos
estaba familiarizado con las latas de sopa en 1961. No habría sido arte pop en 1761.
No podían tener, en 1761, el significado que iban a tener más tarde, en el año 1961.
El arte es esencialmente la historia del arte. Estaba destinado a ser conservado en
museos de arte. Es posible que ya no quepan en dicho destino, pero ésa es otra
historia.
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6. EL FUTURO DE LA ESTÉTICA
Hace unos años, la Sociedad Americana de Estética publicó en su página web dos
anuncios de solicitud de trabajos académicos, cada uno para una conferencia que
versara sobre la estética como tema abandonado en el tratamiento del arte. Ambas
conferencias estaban organizadas por dos disciplinas que normalmente no comparten
una misma perspectiva: la historia del arte y la filosofía. Los organizadores de cada
una de las conferencias parecían estar de acuerdo en que la estética tiene más
importancia para el arte de lo que cualquier disciplina hubiera reconocido
recientemente. Por un lado, los historiadores del arte, que ya se venían aproximando
al arte principalmente desde posiciones políticas y sociales, ahora están empezando a
apreciar una aproximación a lo estético. Y por otro, los filósofos del arte, que se
venían centrando casi exclusivamente en «cómo definimos una obra de arte y el papel
que desempeñan las instituciones del mundo del arte en esa definición», se preguntan
hoy si no han perdido de vista «lo que es importante sobre arte», que identifican
ahora con la estética. La pregunta que me interesa es cuál será el impacto si la estética
realmente es restaurada a su previo y prioritario estatus.
Por estética entiendo esto: el modo en que las cosas se muestran, junto con las
razones para preferir una forma de mostrarse a otra. He aquí un buen ejemplo. En
1992 yo era el presidente de la Sociedad Americana de Estética cuando la
organización cumplió cincuenta de vida. Me ofrecí a convencer al artista Saul
Steinberg, un buen amigo, para que nos diseñara un cartel para celebrar el
aniversario. Dado que no era un trabajo muy duro Saul aceptó de buen grado asumir
la tarea y, puesto que no estaba del todo seguro de qué era la estética, en lugar de
tratar de explicarle su significado, hice que la plantilla del Journal of Æsthetics and
Art Criticism le enviara algunos números de la revista para que pudiera hacerse una
idea de lo que piensan los esteticistas. Eso era mucho pedir para alguien que no
quería trabajar duro, pero al final, fiel a su estilo, Saul quedó mucho más fascinado
por el diptongo Æ en la portada de la revista que por cualquier cosa que hubieran
escrito entre sus páginas, si es que alguna vez abrió alguno de los números que le
enviamos (la amistad tiene sus límites). Me llamó un día para decirme que había
resuelto el problema, y tengo que decir que, como esteta, se acercó al centro de la
cuestión tanto como cualquier persona que trabaja exclusivamente con palabras
podría haberlo hecho. Le había pedido al artista Jim Dine que le devolviera un dibujo
que había hecho para él, y que mostraba un paisaje con una casa con una gran E
mayúscula al lado, escrita en una tipografía de palo seco como la que se ve en la parte
superior de la tabla optométrica en una óptica. Esa E está soñando con una E
estéticamente mejorada y más elegante de lo que le permite su actual tipografía de
palo seco. Esa letra mejorada aparecía en el cielo, dentro de un bocadillo, como un
pensamiento en un cómic. Todo lo que hizo Saul fue reemplazar la E elegante por el
diptongo Æ de la revista, y ahora la E mayúscula de palo seco soñaba con ser un
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diptongo al igual que un enclenque de cuarenta kilos de peso de los anuncios sueña
con tener esas abdominales y esos bíceps que hacen desmayarse a las niñas. Eso era
la estética, en resumidas cuentas. Aunque, por supuesto, también podría ir en sentido
contrario. El diptongo en su nube tal vez desee tener la mirada honesta y moderna de
la E de palo seco. Vale la pena señalar que en mi lengua no hay una pizca de
diferencia de sonido entre una palabra que contiene el diptongo Æ y la misma palabra
con una A y una E separadas. Pero las diferencias en tipografía no obedecen a un
mero adorno, como diría el lógico Gottlob Frege: contribuyen a enriquecer el
significado de un texto. Siempre hay razones para preferir un aspecto u otro. Mientras
haya diferencias visibles en el aspecto de las cosas, la estética será ineludible. De
modo que acabé con tres mil carteles impresos que intenté vender a los miembros de
la organización. Lo que descubrí, cosa que no debería haberme sorprendido, es que
los esteticistas no estaban lo bastante interesados en el arte como para pagar por un
póster, y hasta donde yo sé, en la actualidad montones de ellos siguen acumulando
polvo en un almacén de la organización. Mucho me temo que a los historiadores del
arte les habría asombrado conocer el verdadero valor del trabajo de Steinberg, que
murió en 1999.
Esto nos lleva a la diferencia global entre las dos disciplinas en el estado actual de
las cosas. La filosofía ha sido casi inmune a los efectos de lo que desde 1970 se ha
dado en llamar «Teoría», un conjunto de estrategias en gran parte deconstructivistas,
que ha influido en casi todas las otras ramas de las humanidades, como la
antropología, la arqueología, la literatura, la historia del arte, los estudios de cine y
similares. Todos los cuales se han visto refractados a través de los prismas de
actitudes que eran apenas visibles antes de la década de 1960 y que desde entonces
han florecido en las disciplinas académicas con cánones y planes de estudios propios
en la estructura de la universidad americana, comenzando con los estudios de la
mujer y los estudios afroamericanos, y diversificándose hacia las variedades de
estudios de géneros y estudios étnicos: queer, chicanos y demás. Éstos, puede
decirse, han sido impulsados por diversas tendencias de carácter activista, que en lo
relativo a becas artísticas, crítica y práctica, han tratado de modificar las actitudes
sociales, librándolas de prejuicios y tal vez de injusticias cometidas quizá con dichos
grupos. La deconstrucción, después de todo, se considera un método que cuestiona la
forma en que la sociedad ha avanzado reforzando los intereses de un grupo en
especial —los blancos, por ejemplo, o el macho— a lo largo de una coordenada
diferente, occidental o de América del Norte.
En este contexto diversificado, vale la pena reflexionar sobre lo que puede
significar un nuevo enfoque en la estética de la historia del arte. ¿Va a suponer
simplemente más carnaza para estas nuevas disciplinas (una estética afroamericana,
una estética latina, una estética homosexual) como parecen sugerir programas como
Queer Eye for the Straight Guy (Una visión gay para tipos heteros), donde la estética
se toma como uno de los atributos que definen al gay, y donde se ponen en
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perspectiva nuevas actitudes de género, como en la categoría que se ha identificado
recientemente como metrosexual, y que define a heterosexuales con sensibilidad
estética? ¿O significará el abandono de la reorganización deconstruccionista del
conocimiento, por lo que el arte ya no se verá, como en las últimas décadas, a través
de las perspectivas de activistas, para ser tratado ahora «por sí mismo» como algo que
da placer a los ojos y a los oídos, independientemente de lo que pueda ser
considerado según una visión de género, o étnica, o racial, etc.? ¿O marca la vuelta a
la estética no tanto el fin de las lecturas sociales y políticas del arte, sino más bien su
prolongación en dimensiones que hasta ahora podrían haber quedado descuidadas, a
saber, la estética femenina, la estética negra, la estética queer y cosas por el estilo? Y,
en tal caso, ¿es este giro de timón en estética realmente un cambio de dirección, o no?
La «teoría» se coló en la conciencia académica en los años setenta. Los primeros
escritos de Jacques Derrida y Michel Foucault aparecen entre 1961 y 1968, este
último, un año de revueltas universitarias en todo el mundo. Los sucesos y
movimientos que le dan a su teoría su perfil agitador en Estados Unidos tienen lugar
entre mediados y finales de los sesenta: 1964 fue el «Verano de la Libertad»; el
feminismo radical surgió con fuerza a partir de 1968; los disturbios de Stonewall, que
provocaron la liberación gay, acontecieron en 1969, y el movimiento contra la guerra
se prolongó hasta la década siguiente. La Teoría iba entonces a definir la actitud de
muchos de quienes accedieron a la vida académica en los años ochenta, y se convirtió
en una especie de punto de inflexión que solían dividir los departamentos, en general
sobre la base de la edad, entre tradicionalistas (quienes solían a considerar el arte
como algo formalista) y activistas (cuyo interés por el arte se basaba en su relación
con las políticas de identidad). Sé que la estética se politizó en la crítica de arte a
mediados de los ochenta. Los críticos conservadores de arte insistieron en enfatizar el
papel de la estética ante aquellos críticos de izquierdas que en su opinión la
descuidaban o pasaban por alto. Desde el punto de vista conservador, la vuelta a la
estética significaría el retorno a las formas tradicionales. El hecho de que aparezca
una convocatoria de ponencias sobre estética en un departamento de historia del arte
podría ser entendido como una buena noticia por los conservadores. Esto significaría,
en efecto, lo que después de la Primera Guerra Mundial se llamó en Francia «rappel
à l’ordre», una llamada al orden en la que a los artistas de vanguardia se les ordenó
dejar de lado sus experimentos y representar el mundo de una manera tranquilizadora
para aquellos cuyo mundo había sido desgarrado por la guerra. Para quienes ven las
cosas de esta manera sería muy decepcionante, entonces, que la estética en sí fuera
sólo una forma más de pensar en el arte desde la perspectiva de la Teoría. Por la
misma razón, no sería concebible que aquellos historiadores del arte cuyos planes de
estudio, bibliografías y reputación se hayan basado hasta la fecha en planteamientos
políticos vayan de inmediato a dar la espalda a todo esto y adoptar un enfoque no
sólo totalmente nuevo, sino que aborde, por otra parte, el arte como si ya no
importaran lo más mínimo el género, el origen étnico y similares. Esto significaría
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que al final habían arrojado la toalla ante los tradicionalistas. Tal como está
estructurada la vida académica y cultural, algo así sería una transformación tremenda,
sí, aunque también dudosamente realizable.
La situación en el campo de la filosofía es del todo diferente. Como ya he
mencionado, la Teoría como disciplina académica no ha tenido virtualmente el menor
impacto en la filosofía en las universidades angloamericanas. Los jóvenes que
accedieron a cursos de posgrado en filosofía surgían de las mismas matrices
históricas que los que entraron en disciplinas como historia del arte o estudios
culturales, pero por alguna razón los tipos de problemas que ocasionaron divisiones
en otras artes liberales nunca tuvieron ninguna repercusión en la filosofía, y los
departamentos de filosofía rara vez se vieron divididos como otros de les sciences
humaines. Simplemente, los filósofos de los países de habla inglesa no se tomaron en
serio como filosofía aquellos textos que dividieron en dos facciones irreconciliables
al resto de la vida académica. En parte, creo que esto se debió a que el estilo en que
estaban escritos era percibido como grotesco y en clara contradicción con las normas
de claridad y consecuencia que se espera de cualquier escrito filosófico. Estas normas
estaban controladas por los consejos editoriales de las principales revistas por las que
los artículos acababan adquiriendo relevancia. Los principios darwinistas de
«publicar o perecer» remataron los trabajos aderezados con estridentes vocablos de
nuevo cuño. Y puesto que salvo otros filósofos nadie más leía ya filosofía, no había
más revistas que las estándar.
Además, la filosofía nunca se presentó como candidata a la deconstrucción. La
razón de esto es que la mayoría de los principales movimientos filosóficos del
siglo XX reclamaban programas para la reforma de la disciplina. Wittgenstein había
declarado que «la mayor parte de las proposiciones y preguntas que se han escrito
sobre cuestiones filosóficas no son falsas, pero sí carecen de sentido. No podemos,
pues, responder a preguntas de este tipo en absoluto, sino sólo indicar su falta de
sentido». Ésta era una afirmación contundente, de un escepticismo radical con
respecto a la filosofía tradicional, y nos planteaba el problema de encontrar algo que
los filósofos pudieran hacer en su lugar. Por su parte, la fenomenología buscó un
modo de describir la estructura lógica de la experiencia consciente. El positivismo se
dedicó a la aclaración lógica del lenguaje de la ciencia. «La filosofía se recupera —
escribió el pragmatista John Dewey— cuando deja de ser un dispositivo para hacer
frente a los problemas de los filósofos y se convierte en un método, cultivado por
éstos, para hacer frente a los problemas de los hombres». Richard Rorty propuso que
los filósofos participaran en conversaciones edificantes con aquellos de disciplinas
donde la gente supiera lo que hace. Por eso, cuando aparecieron Derrida o Foucault,
la filosofía había sobrevivido a tantas críticas que era, para bien o para mal,
prácticamente inmune a sus ataques. Lo que quedaba era un método más o menos
neutral de análisis que, de haber estado alguien interesado, podría haberse aplicado
con interesantes resultados a algunos de los principales elementos de la Teoría, como
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la famosa tesis de Derrida de que «il n’y a pas de hors-texte» o esa notable idea de
Foucault de las epistemes, que definen los períodos históricos. El feminismo en
filosofía se convirtió en un campo de la filosofía analítica más que en un desafío
radical a la filosofía como algo inaceptablemente machista, y si bien es cierto que hay
formas de saber que son inherentemente femeninas, esto no podría haberse debatido
sin revisar si hay una manera abierta a hombres y mujeres por igual de discutir tal
posición polémica. Hoy en día la mayoría de las filósofas son feministas y, según
creo, no ven la necesidad de una profunda alteración de la naturaleza de la disciplina.
Ahora bien, por otra parte, llama la atención que en las publicaciones estándar el
pronombre estándar para la tercera persona sea «ella», a menos que el sujeto esté
especificado por el nombre.
Excepto en la gran época del idealismo alemán, la estética ha sido considerada en
filosofía como una subdisciplina marginal, y sus problemas no se han considerado lo
suficientemente importantes para la práctica de la filosofía, ni otros filósofos que no
fueran especialistas han visto motivos para interesarse por ellos. Así que en la
actualidad una reconsideración de la estética tendrá poco o ningún impacto en la
filosofía tal como se practica, en contraste con el impacto que podría tener en la
historia del arte. Pero la premisa de la conferencia de Londres era que, por decirlo de
manera paradójica, la estética parece haberse esfumado de la estética. Es decir, según
los organizadores de la conferencia los esteticistas han hecho de la estética algo tan
marginal para su análisis del arte que se han olvidado o han dejado de reconocer hasta
qué punto la estética es realmente importante en el arte y el lugar del arte en la
experiencia humana. La convocatoria de ponencias se hacía con el fin de corregir esta
situación: era una llamada a incluir de nuevo la estética en la filosofía del arte, de un
modo más relevante de lo que la práctica reciente había reconocido hasta la fecha.
Aquí es donde entro yo en escena, ya que se me señaló junto con Marcel
Duchamp como alguien al menos en parte responsable de la manera en que han
sucedido las cosas. Duchamp había afirmado que «el deleite estético es el peligro que
hay que evitar», y en cierto modo la intención de los famosos ready-mades de
1913-1917 era la constitución de un corpus artístico en el que las consideraciones
estéticas no tuvieran ninguna relevancia. Duchamp aclaró esto en la conferencia que
he citado más arriba, dictada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1961:
«Un punto en el que deseo hacer hincapié es que la elección de estos ready-mades no
está dictada por ningún deleite estético. Esta elección se basa en una reacción de
indiferencia visual con una total ausencia de buen o mal gusto […] una anestesia
completa, por decirlo claro». Si todo el arte fueran ready-mades, como una vez
imaginó Dalí que podría suceder, la estética no tendría ninguna relevancia, o al
menos tendría una relevancia mínima. Pero a pesar de la sugerencia un tanto
maliciosa de Duchamp en «A propósito de los ready-mades» de que «ya que los tubos
de pintura empleados por el artista son productos manufacturados y confeccionados
debemos concluir que todas las pinturas en el mundo son en realidad ready-mades,
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ensambladas de un modo determinado», era evidente que se requería cierto esfuerzo
especial para identificar obras de arte con un nulo grado de interés estético. Una cosa
era dar con un arte en el que la ausencia de interés estético sea el hecho más
interesante, y otra muy distinta afirmar que la estética no tiene ningún papel que
desempeñar en el arte. En sus diálogos con el crítico de arte Pierre Cabanne,
Duchamp deja claro cuál es su objetivo general, que no es otro que modular lo que él
considera la excesiva importancia dada a lo que denomina «la retina». En cierto
modo, él y los organizadores de la conferencia de Londres tenían intereses
inversamente recíprocos. Ellos insistían en que se prestaba poca atención a algo que
él sentía que recibía demasiada atención. Él afirmaba que la pintura tenía otras
funciones que aquellas que proporciona la gratificación estética: «podía ser religiosa,
filosófica, moral». Ellos opinaban que, por el contrario, Duchamp había ido
demasiado lejos. En realidad el desacuerdo entre unos y otro no era tan pronunciado.
Para mí, en una época en que se creía ampliamente que la delectación estética era
el fin último del arte, el descubrimiento filosófico de Duchamp fue que el arte podía
darse, y que su importancia no tenía nada que ver con ninguna distinción estética.
Eso, en lo que a mí respecta, fue el mérito de sus ready-mades. Despejó el aire
filosófico al reconocer que dado que podía haber arte anestésico, el arte es
filosóficamente independiente de la estética. Este descubrimiento sólo significó algo
para los interesados, como yo, en una definición filosófica del arte, es decir, en cuáles
son las condiciones necesarias y suficientes para que algo sea una obra de arte. Esto,
tal como sabe el lector, es de lo que trata este libro.
El problema, tal como lo vi y todavía lo veo, surgió inicialmente con Warhol y su
Brillo Box, que era perceptivamente idéntica a las cajas cotidianas en las cuales el
producto Brillo era enviado desde la fábrica hasta el almacén y de ahí al
supermercado; tan parecida que la cuestión de cómo diferenciar una de otra se
complicaba: y esto lo entendí como la cuestión de distinguir el arte de la realidad. Y
no me refiero a distinguirlos epistemológica sino ontológicamente, pues más tarde o
más temprano alguien descubriría que una estaba hecha de madera contrachapada, y
la otra no. La cuestión era si la diferencia entre el arte y la realidad podría consistir en
unas diferencias detectables como esa misma. Yo no lo creía, pero desde el principio
mi estrategia fue averiguar cómo puede haber diferencias que no sean diferencias de
percepción. En mi opinión tenía que haber una teoría del arte que pudiera explicar la
diferencia. En los años sesenta había un puñado de filósofos siguiendo esta pista.
Richard Wollheim lo expresó en términos de «criterios mínimos», que en verdad era
un enfoque de Wittgenstein, y que realmente no respondía a la pregunta en tanto en
cuanto para Wollheim los criterios mínimos serían formas de entresacar el arte
partiendo del no arte, y por lo tanto perceptuales, lo que equivalía a una petición de
principio. George Dickie lo expresó explícitamente en forma de definición, en un
momento en que los seguidores de Wittgenstein y otros veían la definición de arte
como algo imposible e innecesario. Felicité a Dickie por su osadía, pero critiqué su
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definición, que era institucionalista: algo es una obra de arte si el mundo del arte así
lo decreta. Pero ¿cómo puede alguien decretar consistentemente que la Brillo Box es
una obra de arte, y no las cajas de cartón en la que vienen los estropajos Brillo? Algo
me decía que tenía que haber razones para llamar arte a la Brillo Box, y si el arte se
basa en razones, ya no podía tratarse simplemente de una cuestión de decretar esto o
aquello porque sí.
Éstas, según creo, eran las principales posturas, y quienes redactaron aquella
solicitud de trabajos académicos tenían razón al suponer que las cualidades estéticas
no desempeñaban ningún papel en dichos debates. Dickie integró en su definición
que una obra de arte es «una candidata para la apreciación», y esto podría muy bien
ser una valoración estética, pero Dickie nunca quiso ser demasiado explícito.
He dicho a veces que si se tratara de objetos indiscernibles el uno del otro —la
Brillo Box idéntica en todo a la caja de cartón Brillo— deberían ser también
estéticamente iguales, pero ya no creo que esto sea cierto, sobre todo por haber traído
un poco de mejor filosofía a la cuestión. Pero esto, como veremos, convierte el tema
de la estética en algo más irrelevante que nunca.
Vamos a tratar de distinguir entre obras de arte y objetos: la Brillo Box, por
ejemplo, y en particular la caja estampada de madera contrachapada en la que
consiste cualquier ejemplar dado de dicha obra. Hubo, quizá, trescientas cajas de ese
tipo creadas en 1964, y un centenar más en 1970. En 1990, después de la muerte de
Warhol, el curador Pontus Hultén encargó alrededor de cien de las llamadas Brillo de
Estocolmo, pero su condición de arte es bastante discutible ya que eran falsas, así
como falsos eran también los certificados de autenticidad que Hultén hizo para ellas.
Esto complica de algún modo la relación de indiscernibilidad que se da entre los
artículos que son arte y las cajas Brillo ordinarias, las cuales pasan a ser símbolos de
una obra de arte diferente, a saber, una pieza de arte comercial. Gerard Malanga y
Billy Linich fabricaron las Brillo Box de Warhol en la fábrica sita en el número 231
de la calle 47 Este de Manhattan; aplicando primero una capa de Liquitex, y
utilizando más tarde técnicas de la serigrafía fotográfica, con una plantilla, para
lograr que se parecieran a las cajas de comestibles. Había unos seis tipos de cajas de
comestibles de Warhol en la exposición de la Stable Gallery: eran lo que Malanga dio
en llamar «fotografías tridimensionales». Mientras tanto, al mismo tiempo, en
Estados Unidos, había muchos miles de cajas de cartón Brillo (probablemente)
realizadas e impresas en varias fábricas diferentes. Las dos cajas, una perteneciente a
las bellas artes y la otra al arte comercial, forman parte de la cultura visual, sin que
esto difumine de ninguna manera la diferencia entre las bellas artes y el arte
comercial. Sabemos quién fue el artista comercial: James Harvey, cuya identidad se
complica por el hecho de que fuera un gran artista del expresionismo abstracto que
también se ganaba la vida como diseñador freelance de paquetes. Y Warhol se
apropió del trabajo de Harvey, junto con las obras de diversos diseñadores de otros
paquetes para su exposición de 1964 en la Stable: cajas de cartón de cereales Kellogg,
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de melocotones Del Monte, de tomate Heinz…, pero la única caja que quedó en la
memoria es la Brillo Box, la estrella de la serie y casi un atributo de Warhol, como lo
es la etiqueta de la sopa Campbell. Y esto es debido a su excelencia estética. Su
diseño en rojo, blanco y azul fue un golpe de gracia. Como una pieza de retórica
visual celebra su contenido, es decir, Brillo, un producto de la casa que se utilizaba
para dejar el aluminio brillante. La caja versaba sobre el producto Brillo y la estética
de la caja estaba calculada para disponer favorablemente a los consumidores hacia un
producto llamado Brillo. Warhol, sin embargo, no tiene ningún mérito en lo referente
a la estética de la que Harvey era responsable. Ésa es la estética de la caja, pero si eso
forma parte o no de la estética de la obra de Warhol es otra cuestión. Es verdad que
Warhol eligió la caja Brillo para su Brillo Box. Pero él la eligió como eligió otras
cinco cajas, la mayoría de las cuales son estéticamente mediocres. Creo que esto
formaba parte de su igualitarismo profundo, pues consideraba que todo debía ser
tratado de la misma forma. La verdad, sin embargo, es que no sé qué propiedades
estéticas de la Brillo Box en sí pertenecen a Warhol. Era, aunque el término no existía
aún en 1964, una obra de arte conceptual. Fue también una obra de arte de
apropiación, aunque este término no llegara a acuñarse hasta 1980. Un cuadro de
Warhol era una obra de arte pop, llamado así porque recogía imágenes de la cultura
popular. La caja de Harvey formaba parte de la cultura popular, pero no era una obra
de arte pop, ya que no trataba de la cultura popular. Harvey creó un diseño que,
obviamente, hacía un llamamiento a la sensibilidad de la gente. Warhol llevó esas
sensibilidades a la conciencia de la gente. Warhol fue un artista muy popular porque
la gente sentía que su arte trataba sobre ellos. Pero la caja de Harvey no trataba sobre
ellos. Tenía que ver con un producto llamado Brillo, que pertenecía a su mundo, ya
que el aluminio brillante pertenecía a la estética de la existencia doméstica cotidiana.
Una necrológica de la joven y brillante escritora de moda Amy Spindler la
acredita con el reconocimiento de que «la moda es un barómetro cultural tan
importante como la música o el arte». La pregunta que nos queda es, ¿qué marca la
diferencia, si es que la hay, entre la moda y el arte? Un vestido puede ser una obra de
arte, así como un indicador cultural, pero ya que no todos los vestidos son obras de
arte, ¿dónde estriba la diferencia? Hegel estableció una distinción entre las dos clases
de lo que él denomina el espíritu: el espíritu objetivo y espíritu absoluto. El espíritu
objetivo consiste en todas esas cosas y prácticas en las que encontramos la mente de
una cultura hecha objetivo: su lengua, su arquitectura, sus libros y prendas de vestir,
su gastronomía, sus ritos y sus leyes, todo lo que comprenden les sciences humaines,
o lo que los seguidores de Hegel dieron en llamar Geisteswissenschaften. El espíritu
absoluto trata de nosotros, cuyo espíritu está meramente presente en las cosas que
componen nuestro espíritu objetivo. Las cajas de Harvey pertenecen al espíritu
objetivo de Estados Unidos en la década de 1960. Lo mismo sucede en cierto modo
con las de Warhol. Pero las cajas de Warhol, tratando sobre el espíritu objetivo,
pertenecen al absoluto, pues hacen que el espíritu objetivo tome conciencia de sí
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mismo. La conciencia de sí mismo es el gran atributo del espíritu absoluto, del que,
según Hegel, las bellas artes, la filosofía y la religión son los principales y tal vez
únicos momentos estelares. La estética de las cajas de Brillo nos dice mucho acerca
del espíritu objetivo al que pertenecen. Pero ¿qué sucede si no nos dice gran cosa
sobre el espíritu absoluto?
Basta de metafísica por ahora. Si he tratado lo anterior ha sido para ayudar a
explicar por qué hasta que escribí El abuso de la belleza mi trabajo ha tenido
relativamente poco que decir sobre la estética. La explicación es que, impulsado por
el estado del mundo del arte en la década de 1960, mi principal preocupación
filosófica era la definición del arte. Por decirlo claro, mi definición tiene dos
componentes principales: algo es una obra de arte cuando tiene un significado —trata
de algo— y cuando ese significado se encarna en la obra, lo que significa que ese
significado se encarna en el objeto en el que consiste materialmente la obra de arte.
En resumen, mi teoría es que las obras de arte son significados encarnados. Debido a
obras como la Brillo Box de Warhol, yo no podía afirmar que la estética forme parte
de la definición del arte. Esto, ¡ojo!, no equivale a negar que la estética forme parte
del arte. Es definitivamente una característica de las cajas Brillo como piezas de arte
comercial. Fue gracias a la estética del arte popular que los artistas pop se vieron
fascinados por las imágenes populares comerciales: los logos, los dibujos animados,
lo kitsch. Sin embargo, y por mucho que me encante la imaginería popular, eso no
quiere decir que el arte popular sea sólo estético. Eso sería una locura, y además
falso. Como también es falso afirmar que el objeto del arte visual es la estética. ¡No
es en absoluto el propósito de la Brillo Box! Tampoco es el objeto ni el propósito de
la mayor parte del arte del mundo. Esto es lo que más o menos decía Duchamp en sus
diálogos con Pierre Cabanne. La estética formó parte del objeto del arte en el
Renacimiento, y luego, cuando la estética se descubrió realmente en el siglo XVIII, los
principales actores sostuvieron que el objeto del arte era provocar placer. Dado que el
arte se entendía como imitación, su propósito era traer ante los ojos del espectador lo
que era estéticamente agradable en todo el mundo: gente guapa, escenas, objetos. En
su libro Bild und Kult el gran Hans Belting discute el «objeto» de las imágenes
devocionales desde el cristianismo temprano hasta el Renacimiento, en donde la
estética no tenía ningún papel. A esas imágenes se les oraba y adoraba por sus
milagros, como los Heiligen Vierzehn (catorce ayudantes santos) del barroco alemán.
Pero los adoradores de los Heiligen Vierzehn los amaban porque les brindaban ayuda
en los partos difíciles, las enfermedades o la mala suerte. Su inconfundible belleza no
es más que lo que se esperaba de la estatuaria en el siglo XVIII, pero más allá no da
sentido a las estatuas. Aunque, si la estética no es el objeto del arte, ¿cuál es el objeto
de la estética?
Esto es terreno resbaladizo. No quiero negar que puede existir arte cuyo objetivo
final sea estético. No estoy seguro de querer aportar ejemplos de esto todavía, pero
puedo decir que la mayoría del arte que se hace hoy en día no tiene como objetivo ni
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propósito final la experiencia estética. Y no creo que éste fuera el objetivo principal
de la mayoría del arte realizado en el curso de la historia del arte. Por otro lado, existe
sin lugar a dudas un componente estético tanto en el arte tradicional como en una
parte del contemporáneo. Ahora bien, sería una gran transformación en la práctica
artística si los artistas fueran a hacer arte con el mero propósito de brindar y exaltar la
experiencia estética. Eso sí que sería una revolución. Al prestar atención a la estética,
los filósofos se equivocan al creer estar prestando atención al principal punto
abandonado del arte. Pero puede ser o, mejor aún, creo que es cierto que existe un
componente estético en todo arte, que funciona como medio para alcanzar el objetivo
final del arte, sea éste el que sea. E, incluso cuando la estética no forma parte de la
definición del arte, a esto sin duda vale la pena prestarle atención filosófica. Y si, una
vez más, la estética no es en realidad sino un medio para alcanzar objetivos artísticos,
entonces, al prestarle atención, la historia del arte no estará sino prestando atención a
cómo el arte, considerado política o económica o socialmente, logra sus objetivos. En
resumen, la revisión de la estética, ya sea en filosofía o en estética, puede decirnos
mucho sobre el arte, sea cual sea nuestro enfoque, así como sobre el mundo social, o
sobre el mundo como espíritu objetivo.
Ahora quiero pasar a un nivel bastante profundo, a un concepto de la estética que
casi seguro afecta a nuestra forma de pensar sobre el arte filosófico, pero que podría
afectar de forma aún más significativa al modo en que pensamos sobre algunos de los
temas centrales de la filosofía misma. Éste es un acercamiento a la estética que, ya
que se asocia con uno de los nombres más respetados de la filosofía moderna, podría
recomendarse a aquellos filósofos inclinados a desdeñar la estética como una
disciplina menor, preocupada en banalidades y demás zarandajas. En 1903, William
James consiguió que el genio filosófico Charles Sanders Peirce diera una serie de
conferencias en la Universidad de Harvard sobre el significado del pragmatismo. En
sus conferencias, Peirce especificó tres disciplinas normativas: la lógica, la ética y la
estética (lo que es correcto en el pensamiento, en la acción y en el sentimiento,
respectivamente), y de ellas la estética era la fundamental. Peirce creía que la lógica
se basa en la ética, de la cual no es un desarrollo superior. Y luego, en una carta a
James en noviembre de 1902, le dice sorprendentemente que «la ética se basa de la
misma forma en la estética, con lo que, huelga decirlo, no me refiero a la leche, al
agua o al azúcar». A Peirce, por cierto, le incomodaba el término «estética» y propuso
en su lugar una voz claramente antiestética, axiagastics, que es la ciencia que estudia
lo que es digno de adoración. En su quinta conferencia, Peirce afirmaba:
Me parece que se me ha encomendado la misión de definir lo estéticamente
bueno […]. Debería decir que un objeto, para ser estéticamente bueno, debe
tener una multitud de partes tan relacionadas entre sí como para brindar una
cualidad positiva inmediata simple a su totalidad, y todo lo que logre esto es
estéticamente bueno, sin importar cuál sea la calidad particular que el total
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puede tener. Si esa calidad lo es hasta tal punto que nos da náuseas, nos
asusta, o de otra manera nos molesta hasta lograr evitarnos el disfrute estético,
y nos altera el estado de ánimo con simplemente contemplar la realización de
dicha calidad, como por ejemplo, los Alpes solían afectar a los habitantes en
los viejos tiempos, cuando el estado de la civilización era tal que una
impresión de gran poder se asociaba inseparablemente con la aprensión y el
terror, entonces el objeto permanecerá sin embargo como estéticamente
bueno, aunque la gente en nuestro estado sea incapaz de una calmada
contemplación estética del mismo. [213]
Peirce avanza la consecuencia de que «no existe la maldad positiva estética […]
En todo caso habrá tal vez varias cualidades estéticas». En tono de broma le escribió
a James que «en mis juicios estéticos me inclino a pensar como un verdadero vecino
de Kentucky acerca del whisky: posiblemente algunos puedan ser mejores que otros,
pero todos son estéticamente buenos».
No soy experto en Peirce, y no tengo ni idea de en qué medida desarrolló en
detalle estas ideas en otra parte de sus voluminosos escritos. Pero tengo la sensación
de que lo que Peirce entendía por cualidades estéticas era cercano a lo que en Ser y
tiempo Heidegger denominó como «Stimmung», o «estados de ánimo». Heidegger
escribe: «Un estado de ánimo pone de manifiesto cómo es uno y cómo le va a uno».
Existir en lo que él llama «Dasein» —«estar allí»— es siempre hallarse en un cierto
estado de ánimo: «La quieta y uniforme falta de un estado de ánimo, que suele ser
persistente y que no debe ser confundida con el mal humor, está lejos de ser nada en
absoluto». En su ensayo de 1929 «Was ist Metaphysik», uno de los estados de ánimo
que Heidegger explora es el «aburrimiento». En la sección 40 de Sein und Zeit trata
de la ansiedad, o Angst. El estado anímico que explora Sartre como Nausea sería otro
ejemplo. Creo que el terror, tan explotado por el Departamento de Seguridad
Nacional, es un Stimmung, un estado de ánimo en el que todo se revela como una
amenaza. Creo que lo que Kant denomina «Bewunderung und Ehrfurcht» ante «el
cielo estrellado en lo alto» es un estado de ánimo en el que lo sublime se hace sentir.
Cuando Wittgenstein dice, en el 6:43 del Tractatus, «que el mundo de los felices es
otro muy distinto del de los infelices» yo sigo creyendo que una vez más nos habla de
estados de ánimo, aunque los hechos sean exactamente los mismos.
No hay duda de que ciertas obras de arte han sido hechas para suscitar
determinados estados de ánimo, estados de ánimo a veces muy poderosos. Los
mítines nazis de Nuremberg son claros ejemplos de manipulación del estado de
ánimo. En la estética de la música, en algunos casos en la arquitectura, y en muchos
casos en las películas se nos inculcan ciertos estados de ánimo. El libro II de la
Retórica de Aristóteles —desde el cual, según Heidegger, «apenas se ha dado un paso
adelante digno de mención»— se ocupa de cómo esto nos afecta de una manera
sistemática. Lo que admiro de Peirce y Heidegger es que pretendían liberar a la
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estética de su preocupación tradicional por la belleza, y la limitación tradicional de la
belleza por calmar el desapego, y al mismo tiempo situar la belleza como parte de la
ontología del ser humano. Pero esto la relacionaría con los días bellos o las escenas
bellas. Y esto la relacionaría con los objetos naturales, desde las flores hasta el Gran
Cañón. Y no guarda relación con lo que Hegel denomina «nacer del Espíritu y nacer
de nuevo». Salta por encima de la creatividad artística.
Mi propósito, al trasladar al arte el doble criterio de significado y encarnación, es
trasladar al arte una conexión con el conocimiento: con lo que es posible y, a los
fieles, con lo existente. Gregorio el Magno habló de los capiteles esculpidos en la
basílica románica como la Biblia de los analfabetos: muestran lo que la Biblia nos
dice que sucedió. Les cuentan a los ignorantes lo que deben saber. Es decir, les
cuentan lo que tienen que profesar como verdadero. La belleza no tiene nada que ver
con todo eso, aunque un escultor capaz presentará a la Reina de Saba como la gran
belleza que fue. Es posible que tuviera ese aspecto. Pero puede ser arte sin ser bello
en absoluto. La belleza fue un valor del siglo XVIII.
«Al definir la pintura expresionista abstracta como un suceso psicológico negó la
eficacia estética de la pintura misma y trató de expulsar al arte de la única esfera en la
que puede ser verdaderamente experimentado, que es la esfera estética», dijo Hilton
Kramer al recibir un premio de la Fundación Nacional para las Humanidades en
2004. «Redujo así el objeto de arte a la condición de un dato psicológico». Si eso es
precisamente lo que es la estética, una cantidad ingente de arte posmoderno no tiene
la menor dimensión estética, comenzando por la obra de Marcel Duchamp. La
instalación de Duchamp en el Museo de Arte Filadelfia titulada Étant donnés: 1) la
chute d’eau, 2) le gaz d’éclairage, a la que el espectador accede a través del ojo de
una cerradura, tiene poca estética pero mucho erotismo. Gran parte del arte
contemporáneo no es estético en absoluto, pero en su lugar tiene el poder del
significado y la posibilidad de la verdad, y de la interpretación depende que dichas
cualidades afloren o no.
En mis veinticinco años como crítico de arte para la revista The Nation, mi
propósito fue describir el arte de manera distinta a la del gusto conservador de la
mayoría de los críticos de Nueva York. Desde mi punto de vista, la estética no
formaba parte de la escena del arte. Es decir, mi papel como crítico era contar de qué
trataba la obra —lo que significaba— y si merecía la pena explicar esto a mis
lectores. Algo que, por cierto, aprendí de Hegel en su discusión sobre el fin del arte.
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ARTHUR COLEMAN DANTO (Ann Arbor, Míchigan, 1 de enero de 1924 - 25 de
octubre de 2013) fue un crítico de arte y profesor de filosofía de los Estados Unidos.
Danto nació en Ann Arbor, Míchigan, en 1924, y creció en Detroit. Después de pasar
dos años en la Armada, Danto estudió arte e historia en la Wayne University (ahora
Universidad Estatal Wayne) para luego seguir sus estudios de graduación en filosofía,
en la Universidad de Columbia. Desde 1949 a 1950, Danto estudió en París con una
beca Fulbright (Maurice Merleau-Ponty), y en 1951 regresó a enseñar en Columbia,
donde ejerció como Profesor Johnsonian Emérito de Filosofía.
Danto alcanzó notoriedad por su trabajo en Estética Filosófica, aunque incursionó en
otras áreas como la Filosofía de la Historia, las Teorías de la Representación, la
Psicología Filosófica, la Estética de Hegel y los filósofos Maurice Merleau-Ponty y
Arthur Schopenhauer.
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