• Así entrena Jake Gyllenhaal para estar como está
  • ¿A qué huele Jake Gyllenhaal? Al nuevo perfume de Prada
  • Jake Gyllenhaal: ranking de sus 10 mejores películas

Recojo a Jake Gyllenhaal en el Bajo Manhattan, no en la puerta de su edificio, una fábrica de ladrillo rojo convertida en condominios de lujo diseñados para la discreción, sino en la parada de taxis de un hotel a tres manzanas al sur. Salimos en mi destartalado Jeep hacia el Monticello Motor Club, un exclusivo circuito de carreras en el sur de las montañas de Catskill, a dos horas hacia el norte.

Se ofrece a tomar el volante –“Soy un buen conductor, ya verás”– y luego me indica la ruta. Al rato, parece molesto cuando se ve superado por Waze. “Quiero ser un buen copiloto”, suelta cuando nos acercamos al túnel Lincoln. El tráfico es malo, pero no se queja. El actor estaba deseando salir de la ciudad, alejarse de sus obligaciones y del acoso de los tabloides. Hoy también está trabajando, pero le compensa la diversión que da la adrenalina. Ignora las llamadas entrantes, sus mensajes quedan sin leer. A medida que subimos las Palisades de Nueva Jersey y perdemos de vista la ciudad, parece que se le relajan los hombros que oculta su chaquetón abombado.

Rebusca dentro de su mochila y saca una barrita energética. “Te he traído esto”, me ofrece. “Tengo una bolsa de frutos secos, por si te apetecen después”. Le gusta mucho la comida. En Acción de Gracias asó su primer pavo, “un asado muy intenso”. Está probando una serie de recetas que siempre pensó que serían difíciles, pero por ahora ninguna ha sido la catástrofe que él esperaba. ¿La crème brûlée? No es tan difícil. Me pregunta por mi trabajo, mi mujer, nuestro club de lectura. ¿Puede unirse? Estamos leyendo la nueva novela de Gary Shteyngart. ¡Le encanta Gary! “Somos muy buenos amigos”. A Gary le encanta Chéjov. ¿Y qué hay de la prolongada influencia literaria de los rusos? “Vamos a divertirnos”, sentencia, mientras dejamos la autopista y nos metemos por carreteras comarcales. “A la mierda”. Cerca de las laderas de las Catskills, me tiende una ofrenda sobre la palma: “¿Un Tic Tac?”.

A sus 41 años tiene un aspecto muy juvenil. Está delgado, en forma y lleno de energía. Se siente ágil. Tan fuerte como siempre. Apenas se le nota la edad. Lleva largo el pelo, castaño, salpicado de canas. Sus ojos, del color azul claro de una llama de butano, mantienen su expresividad equina. Pero ahora, cuando sonríe, se le marcan algunas arrugas.

En cuanto llegamos, Gyllenhaal se escabulle al baño que hay en la galería de coches de exposición y vuelve entusiasmado con los accesorios del lavabo. “¿No os parece que es una mala señal que haya tardado quince minutos en cerrar el grifo?”, pregunta al pequeño equipo que ha llegado para pasar el día. Se dirige a mí. “Tienes que ver esa grifería”.

—Acabo de ver Culpable —comenta Ionel, el director general del club—. Estoy viendo todas tus películas.

—Oh, gracias —responde Gyllenhaal, inclinando la cabeza.

—Todas y cada una de ellas.

—Gracias, tío —levanta la vista de sus zapatos—, pero no las veas todas. —Suelta una risa entrecortada, con la boca abierta, contagiosa. Ionel se ríe. Todos nos reímos.

Este no es el Jake Gyllenhaal que me esperaba. Durante dos décadas, en más de treinta películas, ha interpretado a hombres complicados de todo tipo: depravados, maltratadores, obsesivos, expresidiarios, esquizofrénicos, polis malos, polis buenos y a cinco viudos. En sus momentos buenos, es uno de los mejores actores de Hollywood, capaz de sondear las profundidades de los sentimientos masculinos que la mayoría nos pasamos la vida intentando enterrar. Su reputación se ha forjado gracias a esas interpretaciones. Ha recibido nominaciones a un Oscar y a un Tony. Es difícil encontrar una anécdota sobre él que no mencione su total dedicación al oficio, o la tristeza que se esconde tras esos ojos de cachorro. Se trata de un hombre que se ha ganado la fama, y también su cuota de poder, a la vez que ha evitado –hasta hace muy poco– las peores trampas de ser una celebridad. Una persona que protege ferozmente su vida personal, que una vez respondió a una pregunta sobre lo que había desayunado con un “hay cosas que me guardo para mí”.

jake gyllenhall en portada de la revista esquire
Cass Bird
Mono de Carhartt, camiseta de Dolce & Gabbana, reloj Santos de Cartier y pulsera del propio Gyllenhaal.

Es difícil conciliar todo eso con el tipo generoso, autosuficiente y divertido que tengo delante. Alguien que cita, en una conversación sobre pulseras de cuero, La sirenita.

Nos dirigimos a la línea de salida de la pista principal y subimos a un coche de carreras. Esta vez, Gyllenhaal está en el asiento del conductor. “Tienes que ponerte el cinturón de seguridad”, me pide.

“Lo exijo”. Mientras tanto, Chris, nuestro guía turístico de Monticello, cuyo puesto de trabajo se denomina, literalmente, ‘director de diversión’, se acerca a nuestro vehículo –un BMW M5– y comprueba la temperatura de los neumáticos. Es una gélida tarde de diciembre, y cuando los neumáticos están fríos, dice, pierden su agarre, se vuelven “como de plástico”.

—¿Están ya a punto? —pregunta Gyllenhaal.

—Ya empiezan a calentarse —responde Chris, mientras vuelve al coche con el que nos guiará por la pista de carreras, el camino más rápido alrededor del circuito—. Muy bien —añade—, seguidme.

—Que empiece la fiesta —suelta Gyllenhaal sin mucha convicción. Despegamos...

Veremos s Gyllenhaal pronto en Ambulance. Plan de huida (se estrena el 13 de abril). Trata de unos atracadores de bancos bien avenidos cuyo plan se desmorona nada más empezar, lo que les lleva a una persecución de película que, sí, se hace en una ambulancia y, sí, la dirige Michael Bay. Eiza González y Yahya Abdul-Mateen II son los protagonistas. “El otro día, Eiza y yo estábamos hablando de la pronunciación de los nombres”, me comentaba Abdul-Mateen, “y bromeamos con que nadie tiene problemas para pronunciar el nombre de Jake, porque lo conocemos de toda la vida. Es todo un icono de Hollywood”. González tiene 32 años; Abdul-Mateen, 35. Ese es el efecto de la larga e imprevisible carrera de Gyllenhaal. Da la sensación de que lleva ahí toda la vida. Aún estaba en el instituto cuando alcanzó el estatus de protagonista encarnando a un joven constructor de cohetes de Virginia Occidental en Cielo de octubre. Su gran actuación llegó dos años después, en 2001, como el taciturno y quizás esquizofrénico Donnie Darko. Sigue siendo uno de sus papeles más reconocidos. Hace poco, alguien le dijo que solo había visto la cinta estando colocado. “Oh, genial”, espetó. “Prueba a verla sin estarlo. Ya verás qué experiencia”. Aunque no le gusta volver a ver sus propias películas, es una de las que repite y luego piensa: “¡Caray!”. La personalidad de Darko se solapó con la suya propia en ese momento: “Filosófico y angustiado”, confiesa.

Por aquel entonces acababa de empezar la era de los superhéroes en el cine. Muchos actores prometedores seguían el camino de Hulk, de las precuelas de La guerra de las galaxias y de otros clásicos modernos, pero Gyllenhaal emprendió un camino diferente, más melancólico. Aunque no lo supo hasta años más tarde, le movía el deseo de demostrarse –a sí mismo, pero también a sus compañeros de Hollywood y a los que ostentaban el poder– que se tomaba su trabajo muy en serio, y que su intención era seguir haciéndolo y llegar hasta donde fuera necesario para lograrlo. Estudiaba a sus compañeros de reparto. “Lo que le pasa a Jake es que tiene una gran inteligencia emocional”, asegura Maggie, su hermana, tres años mayor. “Te lee como si fueras un libro abierto”. En el plató del drama El compromiso (2002) vio a Dustin Hoffman hacer ejercicios de tríceps sobre un andador antes de una escena para aumentar su ritmo cardiaco. “Me dije: ‘Esto es lo que hace un buen actor’”, comenta Gyllenhaal. Al final del rodaje, Hoffman le regaló un ejemplar de la obra de Konstantin Stanislavski Un actor se prepara (con una dedicatoria: “Eres bueno, pero tienes que mejorar”) y su propio andador. Durante el rodaje de Brokeback Mountain, de 2005, en plena naturaleza canadiense, Gyllenhaal tomó nota de la meticulosa e intensa técnica de Heath Ledger. “Cuando estábamos en el plató, Heath se metía en el papel, y luego seguía en el papel”, asegura. Tanto él como Ledger recibieron nominaciones al Oscar por su interpretación de dos pastores enamorados.

Ha habido veces en las que he seguido la regla de George Clooney de ‘haz una película comercial, y luego una para ti

Gyllenhaal probó suerte en grandes producciones. “Ha habido veces en las que he seguido la regla de George Clooney de ‘haz una película comercial, y luego una para ti’”, reconoce. Cuando comenzó el rodaje de El día de mañana, la superproducción del verano de 2004 en la que el enemigo es el cambio climático, se acercó a Dennis Quaid para preparar con él sus escenas, y Quaid “se puso en plan ‘tranquilo, tío’”. La película sobre la guerra de Afganistán de 2009, Brothers (Hermanos), vista por solo unos cuantos y poco recordada, marcó un punto de inflexión para Gyllenhaal, que cambió por completo su forma de actuar. Con el estímulo del director Jim Sheridan, el actor Tobey Maguire se preparó sumergiéndose de lleno en el mundo de los veteranos que sufrían trastorno de estrés postraumático y metiéndose en cualquier lugar que considerara necesario para hallarle el sentido y ser fiel a la honestidad y la verdad. “Me influyó ver a Tobey”, reconoce Gyllenhaal, “así que yo también empecé a hacer lo mismo”. Hizo otras dos grandes producciones, ambas estrenadas en 2010: la comedia romántica Amor y otras drogas y Príncipe de Persia. Las arenas del tiempo, tan mala que es divertida –qué va, es horrible–. Hacia el final de la década, hizo sobre todo películas para sí mismo. Buscó directores inconformistas que le ofrecieran la libertad de profundizar en sus papeles. Incluso eligió a Duncan Jones, el hijo de David Bowie, para el infravalorado thriller sobre viajes temporales Código fuente. La prensa no se cansó de ver hasta dónde llegaba Gyllenhaal para prepararse. En 2014, para encarnar a un advenedizo videógrafo de la miseria de los demás en Nightcrawler, corría más de 20 km al día, mascaba chicle para no comer y perder así los 14 kilos que le dejaron como una calabaza hueca.

entrevista a jake gyllenhall
CASS BIRD
Chaqueta y pantalón de Dries Van Noten, sneakers de Converse, calcetines de Wigwam y reloj Santos de Cartier.

Después, para su siguiente papel, el de un boxeador venido a menos en Redención (2015), se llenó de músculos y subió a 80 kilos. “Dios mío, eso es extremo. Es peligroso”, señala el director de Redención, Antoine Fuqua. “Los actores lo hacen, ya, pero Jake va directamente al límite”. Y añade: “Y a veces tienes que apartarlo porque es como un cartucho de dinamita”. Denis Villeneuve, que lo ha dirigido dos veces seguidas –en Prisioneros (2013) y Enemy (2014)–, define a Gyllenhaal como “un caballo salvaje”. “No conozco a nadie que diga: ‘¿Sabes cómo es Jake? Un tipo que va de relajado en el trabajo’”, comenta Jeanine Tesori, compositora y productora teatral que en 2017 colaboró con él en su debut musical en Broadway: Domingo en el parque con George, de Stephen Sondheim, una obra sobre la agonía y el éxtasis de la vida artística. Gyllenhaal tenía un talento natural sobre el escenario. En 2020 recibió una nominación a los Premios Tony por su desgarradora y sutil interpretación en Sea Wall / A Life. En cierto modo, lo disfrutó más que la actuación en el cine. En el teatro podía ver –sentir– cómo reaccionaba el público en cada representación. Maggie recuerda haberlo visto en su primera obra en Broadway, Constelaciones (2015). Él salía todas las noches con su coprotagonista, Ruth Wilson, “cenaba muy bien, bebía una botella de vino, no se estresaba por tener todos y cada uno de sus átomos concentrados en la obra. Me encantaba verle tan despreocupado. Prefería salir con él cuando estaba así”.

En 2019, ya estaba listo para realizar su mayor proyecto hasta la fecha, si se tiene en cuenta la recaudación de taquilla: Spider-Man. Lejos de casa, en la que interpreta al enemigo de Tom Holland, Mysterio. Después, hizo una película para él mismo, el drama policial psicológico Culpable, también dirigido por Fuqua, rodado durante la pandemia y estrenado en Netflix en otoño de 2021 –casi 70 millones de personas lo vieron en cuatro semanas–. Entonces Gyllenhaal pensó: “¿Por qué no hacer una película de Michael Bay?”. Reconoce que aunque “Michael puede ser brutal, e incómodo trabajar con él”, se lo pasaron en grande juntos. Abdul-Mateen recuerda haber visto con asombro cómo Gyllenhaal “hacía de todo el plató su patio de recreo”, y no solo delante del objetivo: “A Jake le encanta la cámara”. Lo dice en sentido figurado, pero también en el literal. “Había momentos en los que se la quitaba a Mike. Y entonces mirabas a tu alrededor y Jake estaba rodando la escena. Nunca había visto nada igual. A mí también me interesan esas cosas, pero nunca le preguntaría al director si me deja rodar una escena”.

De todas sus actuaciones, la más cercana en espíritu al Gyllenhaal de 2021 que veo en el hipódromo no es Donnie Darko ni Jack Twist ni el príncipe Dastan de Persia. Es Mr. Music, su cameo en el musical de Netflix John Mulaney y la pandilla del táper. El nervioso, atolondrado y frustrado Mr. Music, que lleva un xilófono en la parte delantera de su chaqueta y una melodía siempre lista en la punta de la lengua. A Gyllenhaal no le gusta cantar, pero le encanta cantar. Le encanta desde que vio por primera vez la película biográfica La bamba. De niño, cantaba el tema principal una y otra vez al compás de una raqueta de tenis, haciendo su mejor versión de Ritchie Valens a la manera de Lou Diamond Phillips. “Le gustaba mucho esa película”, recuerda Maggie. En la fiesta de Navidad de su productora, que ha estado parada durante los dos últimos años debido a la pandemia, anima a los asistentes a cantar villancicos. Sabe que eso hace que todos se sientan mejor, incluso los que al principio se niegan. “Aunque la gente solo cante un poquito, eso me hace sentir bien”, confiesa Gyllenhaal. “Cuando cantas, no hay más camino que el de abrirse. Primero va el corazón”. Maggie dice que cuando su hermano canta, “casi parece un canal transparente a través del que se expresa. No hay nada que lo bloquee”.

En un momento dado, cuando le pregunto si está preparado para más preguntas, dice: “Claro, podemos hacer eso. O podemos cantar en un karaoke”. Había actuado en algunos musicales escolares, pero Gyllenhaal no volvió a cantar ante un público hasta décadas más tarde, cuando Jeanine Tesori se enteró y le preguntó si se animaba a probarlo de adulto. Y cuando lo hizo, la gente lo escuchó. Su voz, escribió The New York Times en su reseña sobre Domingo en el parque con George, es “un timbre ricamente flexible que de verdad suscita los más delicados matices de pasión y desesperación”. Y seguía: “¿Quién es su profesor de voz? ¿No podría enviar su tarjeta a los actores que conozca de Broadway?”.

“Ese encuentro con Jeanine acabó cambiando mi vida”, explica Gyllenhaal. Desde entonces, le ha devuelto el favor. Hace cinco años, Tesori sufrió una hemorragia cerebral. “No quería que nadie lo supiera”, comenta la compositora, “pero él se enteró. Tiene sus maneras”. Gyllenhaal se presentó en el hospital llevando comida para las enfermeras y les insistió en que la cuidaran bien. “Llegó y se fue, tras asegurarse de que yo estaba bien”.

Maggie me habla de una reciente cena con una amiga de la infancia que conoce a Gyllenhaal desde que nació. “Me dijo: ‘¿Sabes lo que deberías hacer? Dirigir a tu hermano en algo divertido’. Yo sabía exactamente a qué se refería”, afirma. “Siempre fue muy gracioso. No es que nos hiciera reír, es que con él nos partíamos. Y se notaba que le encantaba”. Crecieron en Hancock Park, un barrio de amplias avenidas y frondosos árboles en el corazón de Los Ángeles. Su padre, Stephen Gyllenhaal, era director, sobre todo de telefilmes. Su madre, Naomi Foner, fue ayudante de producción en Barrio Sésamo antes de convertirse en guionista. Aunque sus carreras sufrieron altibajos, mantuvieron muy buenos contactos. Cuando Naomi necesitó un pediatra, pidió recomendaciones a Mel Brooks, quien además le recomendó la escuela progresista a la que iban sus hijos, a la que The Hollywood Reporter describió como “el gorila de 180 kilos de las escuelas primarias de Los Ángeles”. Durante un tiempo, Steven Soderbergh vivió en la habitación de encima del garaje. Una noche, cuando Gyllenhaal tenía diez años, hacia el final de una cena que celebraban sus padres, ofreció a Billy Crystal, uno de los invitados, una silla del comedor como regalo de despedida. “Creo que siempre he sido un poco absurdo. Así soy yo”, confiesa. Al actor le hizo gracia, y así fue cómo Gyllenhaal logró su primer papel, en 1991, como el hijo de Crystal en Cowboys de ciudad.

Los Gyllenhaal crecieron en un ambiente sociable, artístico y con conciencia política: “El ferrocarril subterráneo de los intelectuales de la costa este”, declaró Naomi a The New York Times en 2004. Organizó un evento en el salón de su casa para recaudar fondos en favor de un grupo activista chileno, en el que Kris Kristofferson tocó un set acústico. De niño y adolescente, Gyllenhaal veía cómo sus padres alternaban con gente como el escritor Michael Ondaatje o Ted Danson. Fue Paul Newman quien le enseñó a conducir. Los Gyllenhaal veraneaban en la parte occidental de Martha’s Vineyard, en Chilmark. “Los mejores momentos de mi niñez”, recuerda Gyllenhaal. “Jugaba y me divertía, y encima era gratis”. A Maggie también le encantaba: “Los Ángeles siempre me pareció un poco extraño Martha’s Vineyard era mucho más un hogar, en el que reinaba la libertad. Cuando éramos niños, la gente hacía autostop. Jake tenía allí un grupo de amigos íntimos. Eran una piña. Algunos siguen siendo sus mejores amigos. Jake sigue teniendo una conexión muy fuerte con esa isla”.

Mi familia, mis amigos y la gente que quiero son mi prioridad. He de decir que no siempre fue así

El rodaje de Cielo de octubre, que tuvo lugar en una zona rural de Tennessee, comenzó en la primavera del último curso académico de Gyllenhaal y terminó casi un mes antes de graduarse. “Recuerdo que volví a la escuela [Harvard-Westlake, una institución privada del Valle de San Fernando, cuya matrícula era entonces de 12.800 dólares al año (hoy es de 42.600 dólares)] y me pregunté: ‘¿Qué está pasando? ¿Dónde estoy? ¿Cómo encajo?’”, asegura. “Toda esa gente había logrado tanto durante todo el tiempo que estuve fuera. Estaba de vuelta y listo para asimilarlo, pero desde luego no fui capaz de hacerlo del todo”. El que había cambiado era él, no sus compañeros. “A cierta edad, me metí de lleno en un mundo muy adulto”. No solo estaba rodeado de profesionales, sino que también se esperaba de él que fuera profesional. Desde entonces se ha dado cuenta, dice, de que “debería haber tenido más espacio para jugar”. Villeneuve confirma: “Jake es sin duda más feliz, se siente más en paz”. Fuqua asegura que está “mucho más tranquilo, un poco más abierto” y que parece “divertirse más. Y creo que eso es madurez”. Jake reconoce que pasó demasiado tiempo “preparándose a fondo, centrándose al máximo, machacándose”. Está aprendiendo a desprenderse de todo eso. “Mi familia, mis amigos y la gente que quiero son mi prioridad”, afirma Gyllenhaal, “y no, odio decirlo, mi carrera. Y he de decir que no siempre fue así”. Se esfuerza en concentrarse en lo esencial y dejar de lado el ruido. Se ha dado cuenta de que las decepciones profesionales también pueden reportar beneficios personales. A través de su productora, Nine Stories, lleva casi tres años trabajando en una adaptación televisiva de Lake Success, una novela sobre el desmoronamiento de un especulador narcisista. HBO se había interesado por el proyecto, pero al final pasó. “Lo mejor que puedo decir es que Succession es una serie de tanto éxito que Lake Success ha de encontrar su sitio por otros derroteros”, lo que significa que se puede vender a otras cadenas. “HBO ya tenía una serie sobre el mercado financiero”. El destino del proyecto está en el aire, pero si no sale nada más, al menos habrá servido de algo: el autor de la novela es su ahora muy buen amigo Gary Shteyngart.

entrevista a jake gyllenhall
CASS BIRD
Camiseta y pantalón de Giorgio Armani y reloj Santos de Cartier.

A los 41 años, dice Gyllenhaal, “vives la mortalidad de una manera diferente”. Para empezar ha perdido amigos y compañeros de profesión: Heath Ledger. El director Jean-Marc Vallée. Penny Allen, su profesora de interpretación durante más de una década, que también había trabajado con Maggie y su marido, Peter Sarsgaard. La vida tiene una forma de contrarrestar el dolor que producen esas pérdidas; no siempre, pero sí a veces. Gyllenhaal es el padrino de Matilda, la hija de Ledger y Michelle Williams. Y antes de morir, Allen celebró su cumpleaños con una reunión de actores con los que había trabajado durante años. Allen fue la jefa de caja del banco en Tarde de perros. Fue una tierna despedida. También piensa mucho más en su padre y su madre. “Cuando te haces mayor, llegas a un punto en el que te ves a ti mismo como veías a tus padres de niño. Y esa es una perspectiva realmente hermosa”. Pero también: “He estado en esta tierra con mis padres durante cuarenta y un años, y es una relación realmente profunda y compleja”.

En 2008, tras treinta y un años de matrimonio, Naomi y Stephen se divorciaron. Naomi, que ahora tiene 65 años, se mudó a Nueva York para estar cerca de Maggie y su familia. Poco después, Gyllenhaal vendió su casa en Hollywood Hills e hizo lo mismo. Cuando sus padres pusieron a la venta la casa de Martha’s Vineyard se planteó comprarla, pero decidió no hacerlo. Maggie afirma que es mejor así: “Creo que habría sido muy triste. Ya era hora de dejar atrás ese lugar”. Stephen, que ahora tiene 72 años, sigue viviendo en Los Ángeles. Se ha vuelto a casar, y él y su mujer tienen un hijo, Luke, de siete años. Gyllenhaal ve a su hermano cada vez que va a Los Ángeles o cuando ellos visitan Nueva York. “Ha sido muy bonito ver, desde mi punto de vista, a mi padre ser padre”, asegura. “Eso no se ve nunca”.

La primera noche de Hanukkah del año pasado, Naomi organizó una fiesta familiar. Gyllenhaal acudió con su novia, la modelo francesa Jeanne Cadieu. También estaban Maggie y Peter y sus dos hijas: Ramona, de 15 años, y Gloria, de 9. Naomi había preparado latkes y un asado, y todos intercambiaron regalos. Gyllenhaal regaló a sus sobrinas entradas para Hadestown en Broadway; ya la había visto con ellas una vez. “Me insistieron”, se justifica. Maggie les regaló a él y a Cadieu una mezuzá originaria de la puerta de un edificio de apartamentos en Alemania. Ramona repartió citas de Shakespeare escritas a mano que había elegido para cada miembro de la familia. La de Gyllenhaal era de Hamlet. Él y su hermana están muy unidos, “y no puedo decir que haya sido así siempre”, explica. De niños, se peleaban; cuando eran jóvenes actores, competían. Hoy, “hemos llegado a un punto en el que lo que de verdad somos es amigos. Confiamos el uno en el otro”. Por su parte, Maggie dice sentirse “más cerca de él que nunca. Le estoy muy agradecida. Últimamente está genial: generoso y cariñoso. Siempre está ahí para mi familia y para mí”.

Cadieu, de 25 años, pasó los primeros meses del confinamiento con Gyllenhaal en la casa para invitados que tiene en Los Ángeles su madrina, Jamie Lee Curtis. Sin nada que hacer y sin ningún sitio al que ir, Gyllenhaal empezó a hacer pan de masa madre. “Sin saberlo, me subí a un tren en el que ya estaba todo el mundo”, señala. Todas las tardes, horneaba dos panes y le llevaba uno a Curtis. Se lo pasaba por la ventana. “Eso se convirtió en nuestra ofrenda de amistad”. Después de un tiempo, empezó a regalar el otro pan a amigos, “no solo para que todos esos carbohidratos acabaran en ellos y no en mí, sino también como una forma de conectar y comunicarse”. Mientras horneaba, llamaba a la persona que tenía en mente y le preguntaba si quería un pan. “Y luego se lo llevaba en coche. Así que esas fueron mis interacciones durante la pandemia”.

Gyllenhaal y Cadieu vieron escenas del debut como directora de Maggie, La hija oscura, y le dieron su opinión. El pasado septiembre, asistieron al estreno en el Festival de Cine de Nueva York. Fue la primera vez en sus tres años y medio de relación que se los vio juntos en una alfombra roja. “En muchos sentidos, somos familia”, comenta. “Estoy en una relación llena de amor y comprensión. Me siento muy a gusto”.

Mientras Gyllenhall nos lleva a toda velocidad por la pista en el BMW, siguiendo a Chris, el director de diversión, no está pensando en su personaje en The Interpreter, de Guy Ritchie, que empieza a rodarse dentro de unas semanas en Valencia, ni en la larga lista de tareas de su productora. No está pensando en la posibilidad de trabajar con Doug Liman en un remake aún no confirmado de De profesión: duro –“que me entusiasma”, según contó antes– ni en Taylor Swift. Está pensando en los frenos. Agarra el volante con las manos a las 10 y 10 y se inclina hacia delante con los ojos muy abiertos para estudiar cada movimiento que hace Chris. “Ves, acaba de frenar”, se dice a sí mismo tanto como a mí. “Creo que freno demasiado suave. Míralo. No está frenando. Ahora sí… aquí”. Sigue así durante diez minutos. “Freno fuerte. Freno más fuerte. Vale, ahora noto que estoy parando”, explica mientras gira el volante en una curva en zigzag, “pero ¡qué va!”.

Aunque el frío le impide ir a tope, Gyllenhaal va a más de 130 kilómetros por hora. Es lo más rápido que ha conducido nunca. “Esto es enfermizo”, suelta. “Y ahora se pone a nevar”. Le pregunto si le gusta cómo funciona el coche. “No puedo opinar”, responde con¡ una risa entrecortada. ¿Se siente cómodo? “La respuesta a esa pregunta es no”, añade con sorna. ¿Aguantó todo esto Paul Newman?

Para rematar el día, Chris nos lleva a dar una vuelta alrededor de la pista para que probemos la conducción drifting, es decir, perder la tracción de los neumáticos mientras se mantiene el control del coche. Cuando entramos en boxes, Gyllenhaal empieza a aplaudir. Nunca he actuado con él en una escena ni he presentado un proyecto a su productora. No sé de primera mano cómo se comporta cuando trabaja. Estoy seguro de que es tan intenso y serio, e incluso salvaje, como se le suele representar. Pero creo que lo que le sucede a Jake Gyllenhaal es que con demasiada facilidad se le asocia a su trabajo, se confunde al actor con sus personajes. Solo he pasado un día con él; ¿qué sabré yo? Sé que veo en él calidez, amabilidad y gansadas escénicas. Y también algo de testarudez. Es todo eso y mucho más, envuelto en un complejo paquete. Como el resto de nosotros.

jake gyllenhall en portada de la revista esquire
Cass Bird
Albornoz y camiseta de Louis Vuitton Men’s, jeans de Lee y reloj Santos de Cartier.

En el camino de vuelta a mi Jeep, veo que sus Stan Smith blancas están cubiertas de barro rojo de cuando hemos estado antes corriendo en el circuito de karts. Recuerdo haber visto, conmocionado, cómo Gyllenhaal se me acercaba por detrás y me adelantaba, y cómo, después, se había mostrado modesto pero orgulloso. También recuerdo lo que me dijo antes sobre que no le preocupaba la falta de premios, o incluso de nominaciones, desde que hizo Brokeback Mountain. “¿Hay ventajas si te nominan a algo o ganas? Claro, es bonito si tu película va muy bien y alguien te dice: ‘Aquí tienes tu premio’”. Para explicar su postura recurrió a una cita de Philip Roth: “Los premios son maravillosos para el niño que llevas dentro, pero luego, al día siguiente, tienes que volver al trabajo”. Y añadió: “Joder, este trabajo es fantástico”.

Está agotado. Ambos lo estamos. Aun así, está a dos horas de distancia de cualquier responsabilidad. Se vuelve hacia mí. “¿Cantamos una canción?”, me pregunta, creo que con mucho empeño, y sus ojos centellean a la luz de la tarde de invierno.

Este artículo aparece publicado en el número 161 de Esquire.

esquire marzo 2022
Esquire