Que la afluencia o el abasto procurados por el hombre, en la “soledad primera” y suya, habría de frustrarse tras la incertidumbre que adquirió aquella en otras dimensiones, “ajenas a sus raíces”, el poeta José Enrique García nos emplaza con su expediente lírico, Aquel extraño, amasado en las páginas autobiográficas de ese hombre indeterminado y anónimo.

De entrada, ciertamente, ese hombre, desconocido y alegoría de todos, acude a un “Lugar sin nombre, incierto”, en búsqueda de esa pertenencia originaria que le asiste en un espacio que, “dejado ahí sobre la tierra”, en absoluto también nos toca, como amparo y hacienda, desde el primer soplo de polvo, la inexistencia de las pisadas y el vacío del habla. 

Aquel extraño, a pesar de lo improbable, echó andar en “aquellas superficies primigenias”, tumbándose su cuerpo contra el prado para construir la imaginería de sus sueños conforme a una honrada “mitad de la realidad toda…”, la cual le bastó, “cobijado por un cielo de estrellas…chillidos de pájaros”, en una aurora sosegada, llena, y donde la soledad primera, incipiente, de reboso, “igual que otras plenitudes”, habría de atraparlo repujado con un encaje de ensueños y añoranzas.

José Enrique García. Dibujo de Luis Ernesto Mejía.

De ahí que, precisamente, ese hombre, cuya imagen más de aprecio pueblerino que recuperable, desembocara el aflujo de sus bríos en el instinto urgente de toma y usufructo de la tierra al ritmo decidido del machete: “quitóse la camisa…cortó…una rama…la plantó en la tierra… le puso cobija… levantó casa”. Empero, estas necesidades perdurables “irían haciéndose plural” hasta alcanzar el punto de inflexión en el pináculo, extensión e influjo de una multitud exagerada, “personas, ciudades, pueblos”, la cual terminó desarraigando Aquel extraño de su entorno, “árboles…hierbas…arbustos…pájaros”, que el mismo, inocente,  había aparcelado sembrando “sus raíces”. Ocurrió, entonces, que el alborozo y el regodeo de aquella “soledad primera”, habrían de adquirir, en ese otrora “pernoctar de animales sueltos y de nadie”, el espectro de “otras plenitudes”, inciertas y desconocidas, asimismo como el hombre.

Aquel extraño

 

Ahí en el ámbito,

y pernoctar de animales sueltos

y de nadie,

y árboles,

arbustos, hierbas

un cielo amplio, cruzado por bandadas de pájaros,

y un horizonte que, desde el más alto promontorio,

se prolongaba a otros espacios similares.

Lugar sin nombre, incierto,

dejado ahí sobre la tierra desde las germinaciones,

desde la primera voz del polvo,

sin pasos humanos,

y sin palabras.

Y ahí, aquel hombre que de él no poseemos

ni siquiera un gastado daguerrotipo,

una vez tiró su cuerpo sobre la hierba,

sobre aquellas superficies primigenias

estiró piernas y brazos

y dejó abiertos los ojos para que entraran a su cuerpo

la noche y la sombra:

esa mitad de la realidad toda…

Y así cobijado por el cielo de estrellas

rodeado de chillidos de pájaros,

de dispersos ruidos,

el sueño:

un amanecer sereno y pleno…

Y la soledad era suya

igual que otras plenitudes.

Entonces, ese desconocido, imagen irrecuperable,

más sentida en afecto del pueblo,

quitóse la camisa, extrajo del bulto el machete

y cortó de un árbol una recia rama,

y la plantó en la tierra,

y le puso cobija, y sobre su sombra

dispuso las cosas que llevaba consigo.

Y con ese acto,

impulsado por el instinto de supervivencia,

levantó casa

e hizo posesión de la tierra…

Y en ese estado de franca inocencia

jamás pensó que tantas particularidades

irían haciéndose plural,

desmesuradamente

ajenas a sus raíces,

irían haciéndose personas, ciudades, pueblos,

donde esa soledad primera

adquirió otras plenitudes.

Piedra Blanca, Monseñor Nouel,

6 de abril de 2024