Frank Lloyd Wright (1867-1959): nostalgia del futuro – Cultura y vida cotidiana

Frank Lloyd Wright (1867-1959): nostalgia del futuro

Con motivo del 150 aniversario del nacimiento de Frank Lloyd Wright, presentamos este ensayo que indaga en la turbulenta vida del célebre arquitecto, al tiempo que explora su cosmovisión estética y su singular personalidad. Como todos los genios, Wright fue todo un excéntrico, palabra que los mortales usamos para nombrar a los visionarios.

Son 150 pero podrían ser 148. Todo arquitecto, se sabe, juega a ser dios. Frank Lloyd Wright pensó que con solo decirlo podía cambiar su fecha de nacimiento. Nació en Wisconsin, en 1867 —y este año se cumple uno de esos aniversarios redondos, estéticos—, pero él se pasó la vida diciendo que había nacido en 1869. Pudo ser por vanidad: Wright usaba zapatos con tacón para parecer más alto. Pero también pudo haber sido para mostrar cierta precocidad: el inicio de cualquier carrera suena más dramático entre menos años se tengan.

Su padre era un pastor itinerante, aunque la madre era la verdadera creyente: estaba convencida de que Frank sería un gran arquitecto. Antes de que naciera el bebé, decoró su cuarto con grabados de catedrales inglesas. Unos años después le compraría, en vez de juguetes, un set de Froebel: esas figuras geométricas de madera que todavía se ven en las escuelas Montessori o en alguna aplicación de iPad. Ese regalo, según Wright, cambiaría su vida.

Pero todo lo que dijo el arquitecto, se ha visto ya, debe ser tomado con pinzas. Dijo, por ejemplo, que había estudiado tres años y medio en la Universidad de Wisconsin-Madison, hasta que decidió abandonar las clases porque no le enseñaban nada valioso. Cuando alguien decidió mirar en los archivos de la universidad, descubrió que Wright solo había estudiado ahí dos semestres.

En todo caso, llegó joven a Chicago, la gran ciudad del medio oeste; era 1887. Su primera noche la pasó con tres dólares en los bolsillos, todo lo que tenía. Pronto lo contrataron como dibujante en el despacho del arquitecto más importante de aquel entonces, Louis Sullivan, con quien forjó un vínculo inmediato y profundo que sería determinante en su carrera. En el día trabajaba y aprendía del maestro; por las noches dibujaba y construía sus propias casas. Cuando en el despacho se enteraron de esta doble vida lo corrieron. A partir de entonces, para Frank Lloyd Wright será difícil mantenerse trabajando o evitar que sus números cayeran en rojo. Es trillado pero cierto: Wright era capaz de poner atención al diseño de la vajilla con la que se serviría el desayuno en un hotel que había trazado, pero nunca dominó los detalles del gasto corriente. La paradoja, en ese rubro, es cruel: para 1926, el arquitecto estadounidense más famoso del mundo tenía una deuda tan grande que ningún banco quiso prestarle dinero y, por ello, fue desalojado de su propia casa.


Una muestra de “American System-Built Homes”, 1911-1917. Foto cortesía de: The Frank Lloyd Wright Foundation website.

Fue una vida dramática, la suya. Sus padres se separaron pronto porque el pastor era pobre, vivía deprimido, y la familia de su mujer lo despreciaba. El padre se fue y años después Wright haría lo mismo al escaparse a Europa con su amante Martha Borthwick Cheney, dejando en Chicago a su esposa, hijos y deudas. Pasó casi un año fuera de Estados Unidos, y cuando volvió no tenía ninguna intención de regresar a su casa en Oak Park, así que construyó una casa-estudio, Taliesin, en su natal Wisconsin. Ahí, en 1914, un empleado doméstico asesinaría a Borthwick, a dos de sus hijos que estaban de visita y a otros cuatro empleados de Wright en un ataque sin motivación clara. Más tarde, un segundo incendio destruiría el ala residencial de la construcción. Wright, en el periodo en el que todo le pasaba, sería echado de su casa, y el FBI habría de perseguirlo por violar una ley de la época que dictaba que era ilegal transportar mujeres de un estado a otro con propósitos inmorales. El arquitecto pasaría dos noches en la cárcel por ir de paseo con una amante.

Taliesin, Winsconsin. Foto de Andrew Pielage, 2017. Cortesía de The Frank Lloyd Wright Foundation website.

Wright era uno de los consentidos de los tabloides de aquella época. Era también uno de los arquitectos más notorios. Ya en 1900, como una coincidencia matemática, perfecta con el nuevo siglo —que no se antoja accidental al conocer su obra y pensamiento—, había presentado sus primeras casas de la pradera, el estilo arquitectónico novísimo por el que aún muchos lo identifican. En su diseño, Wright se deshizo, de golpe, de las paredes interiores de la casa tradicional, a la que convirtió en una estructura baja y horizontal con un único espacio de convivencia: la chimenea central, el corazón del hogar. La semántica no es aleatoria: Wright pensaba su arquitectura en términos orgánicos. Había leído a Emerson, a Thoreau, a Whitman, a Ruskin, y para él la naturaleza era una fuente de realización física y espiritual. La casa debía contribuir a esa homeostasis.

Wright eliminó el sótano y las múltiples chimeneas. La casa empezaría a nivel de suelo y se acabarían las “cajas dentro de cajas”, que es como el arquitecto veía el resto de las construcciones. Había una intención simplificadora: incluso las puertas y techos habrían de responder al tamaño real de las personas. Fue, para Ada Louis Huxtable, crítica de arquitectura del New York Times, la aparición de un patrón de “contraste y sorpresa” que después sería central en toda la obra de Wright: “la entrada pequeña, ensombrecida, restringida, que se abre para revelar un gran salón, la secuencia controlada de luz y espacio”.

Wright, quien en su biografía dijo haber tenido que escoger muy temprano en la vida entre la “humildad hipócrita” y la “arrogancia honesta”, estaba convencido de que no había nada igual ni más original en la historia de la arquitectura. Huxtable —como todo mundo— reconoce el valor singular de las casas de la pradera, pero agrega que se tratan, sobre todo, de una “síntesis revolucionaria” de sus influencias. Para Anthony Alofsin, lo de Wright fue “emulación sin imitación”.

Frank Lloyd Wright era un arquitecto lírico. Sus planos eran ricos conceptualmente, pero los detalles eran otra historia; muchas de las soluciones que encontraba para ciertos desafíos puntuales de la construcción eran improvisaciones casi artesanales, respuestas in situ que no siempre salían bien: algunos materiales no podían conseguirse con un chasquido de los dedos. Sus trazos eran propuestas, no enciclopedias.

Las historias de los defectos en las casas que diseñó son legendarias. Como chiste alguien clasificaba las construcciones Wright en tres categorías: de una, dos o tres cubetas (por aquello de las goteras). Cuando un cliente se quejó de una que estaba arriba de su escritorio, el arquitecto contestó con sencillez: “Mueva el escritorio”. En uno de sus diseños para una tienda de regalos en San Francisco que nunca fue construida, Wright incluía una “Nota general”: “Antes de proceder con la remodelación aquí ilustrada y descrita, verifíquense todas las dimensiones”.

Este plano formó parte de la exposición Frank Lloyd Wright a los 150: Desempacando el archivo que presentó este año el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Hace cinco años, el MoMA y la Universidad de Columbia le compraron a la fundación Frank Lloyd Wright el archivo completo del arquitecto. La exposición fue el pretexto para celebrar la adquisición.

Sin embargo, en vida Wright siempre tuvo una relación tensa con el MoMA, sobre todo a partir de la primera exposición de arquitectura modernista que organizó el museo —recién creado– en 1932, para la que él no estaba contemplado. Después de un estira y afloja, Wright consiguió un sitio en el catálogo, pero el ego quedó herido para siempre. Como si quisiera limpiar ese pecado original, el MoMA lo ha incluido desde entonces en once exposiciones, más que a ningún otro arquitecto en la historia del museo.

En la muestra más reciente hubo visitantes hasta el último fin de semana. Un sábado de verano espléndido en Nueva York que la gente pasó viendo planos arquitectónicos: hablemos de triunfos póstumos.

Frank Lloyd Wright. St. Mark’s-in-the-Bouwerie Towers, New York Project 1927-1931. Cortesía de: The Frank Lloyd Wright Foundation Archives.

Dan ganas de pensar a Wright como un contemporáneo; o así es como ha querido presentarlo el museo en este aniversario. De ahí el énfasis en el proyecto de construcción de escuelas para la comunidad negra en el que estuvo involucrado, o en el de granjas autosuficientes, o aquellos de corte ecológico. Su influencia en el diseño de hoy día es notoria: los patrones geométricos repetidos como fractales, los triángulos superpuestos —de influencia navajo, fruto de sus estancias en Arizona— o las esferas a lo Kandisnsky con compás que podrían ser estampados de playeras, bolsas; cualquier logotipo de Coachella y derivados.

Pero el tiempo en que mejor se ubica Wright —el hombre que nació dos años antes de su cumpleaños— es el futuro. Casi la mitad de los edificios que proyectó —diseñó poco más de mil y se construyeron poco más de quinientos— nunca fueron construidos. Más que un fracaso, el dato podría considerarse bello: la utopía de pensar los edificios y  la alegría de nunca verlos llenos de moho o polvo. Si la novela perfecta es aquella que no se escribe, simplemente porque la tinta corre el riesgo de manchar la idea, así también pudo haber entendido Wright la arquitectura: en la casa inmaculada no hay espacio para las personas.

Es otra de las contradicciones de Wright, entre muchas. Por un lado, esa desconfianza implícita en sus clientes, en la especie: se sabe que, una vez entregadas las casas que había construido, el arquitecto entraba en ausencia de los dueños y reacomodaba muebles y elementos a su gusto. Durante el programa de becas/pasantías que implementó en su estudio de Arizona, alguien le preguntó qué tan horizontal era el proyecto. “Somos muy democráticos aquí”, contestó Wright, “cuando tengo hambre, todos comemos”. La de Wright es una obra cerrada en sí misma, autosuficiente. Es impensable imaginar remodelaciones caseras, encontrar repuestos en el Home Depot. El arquitecto no dejaba ningún margen de maniobra a sus usuarios. Podría decirse, quizá, que ahí hay otro precedente de la filosofía Apple que hoy está en todos lados.


Frank Lloyd Wright. March Balloons. 1955. Cortesía de: The Frank Lloyd Wright Foundation Archives.

Por otro lado, Wright estaba convencido del poder de la arquitectura como herramienta de transformación, y nadie que crea en el cambio, en el futuro, descree de la capacidad de los hombres para conducir la carabela. Uno mira sus planos de urbanismo, como el Point Park Civic Center de Pittsburgh, o su rediseño colorido del centro de Bagdad —un proyecto en el que también estaban involucrados otros optimistas como Alvar Aalto, Le Corbusier, Walter Gropius— y no puede sino compartir la ilusión febril de quien concibe la arquitectura como otra rama de la antropología, como un instrumento sociológico que es al mismo tiempo denuncia y solución.

Un mueble es capaz de convertirse en crítica práctica de la ideología: ahí está la Súpercaja de Ettore Sottsass: un armario único, comedido, para todas las posesiones materiales del dueño; lo que no cabe es superfluo, sobra. ¿Cómo entonces no va a ser una casa –el espacio que moldea y en algunos casos condiciona nuestro pensamiento– el principal medio de crítica contemporánea y propuesta de futuro? En el caso de Wright, el dibujo era el medio a través del cual podía construirse un hombre nuevo. En las casas de la pradera, el arquitecto se deshizo del ático y de los cuartos de servicio: quienes trabajaban en la casa serían, pues, parte de ella, y no un apéndice ignorado. Eso era, para la época, una revolución completa.

“You can own an American home”, decía un anuncio que compró Wright en el Chicago Sunday Tribune en 1917, y ese “Tú” hacía toda la diferencia. Era el mismo año en el que, al otro lado del mundo, los obreros asaltaban un palacio. Asomarse al archivo de Wright, a su obra, a las ideas que nunca saltaron del papel y que por ende no tuvieron la oportunidad de ensuciarse, es también sentir nostalgia del futuro al que no llegamos, que no construimos, en el sentido más literal de la palabra.

 

Luis Madrigal
Periodista. Cursa la maestría en Escritura Creativa en NYU, Estados Unidos.

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Publicado en: Curadero