Crítica de 'El método Kominsky' (Temporada Final): "Para entrar a vivir"
'El método Kominsky'

Para entrar a vivir

La tercera y última temporada de 'El método Kominsky' ha conseguido superar la marcha de Alan Arkin siendo fiel a su estilo.
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Michael Douglas brinda con la sombra de su amigo en la temporada final de 'El método Kominsky' / Netflix

¿Qué sería de Epi sin Blas? ¿O de Don Quijote sin Sancho Panza? ¿Sería apenas concebible su existencia? Esa es la incógnita que se le debía plantear a Chuck Lorre a la hora de cerrar dignamente su creación más personal, El método Kominsky, cuando Alan Arkin anunció que no volvería a interpretar a Norman Newlander en la tercera y última temporada de esta fantástica comedia geriátrica, protagonizada por unos seres a los que Lorre se tiene que sentir por fuerza más cerca que a los eternos adolescentes nerd de The Big Bang Theory.

El profesor de actuación Sandy Kominsky al que da vida Michael Douglas iba a tener que llegar al ocaso de su ficción sin el contrapunto perfecto que suponía tener siempre cerca a su agente y mejor amigo, un tipo cascarrabias, huraño, lenguaraz y pese a ello, o quizás por todo ello, profundamente humano. Arkin tomó su decisión antes de empezar a rodar los últimos capítulos que se acaban de estrenar en Netflix, sin que nada en la segunda temporada hubiera permitido presagiar su deserción.

Para los seguidores de la serie la noticia fue un auténtico mazazo. No han podido despedirse en condiciones del gran personaje de Arkin, actor de sólida trayectoria, que ganó un Oscar por Little Miss Sunshine, y que no hace mucho puso voz a la versión más mediática y distorsionada del escritor J.D. Salinger en la genial Bojack Horseman, donde el autor de El guardián entre el centeno era el creador y productor ejecutivo de un concurso de televisión de nombre más explícito que Saber y ganar, en el que quien hacía las funciones de Jordi Hurtado era el no menos inmortal Mister Peanutbutter: «Celebridades y estrellas de Hollywoo… ¿Qué es lo que saben? ¿Saben alguna cosa? ¡Vamos a averiguarlo!«.

El papel de Norman Newlander había acumulado nominaciones a los Emmy, elogios de la crítica y sonrisas cómplices del público. Y a golpe de chascarrillo antisocial había permitido destilar toda la mala leche necesaria en esta mirada agridulce a la vejez, la pérdida constante de referentes cercanos, la amistad y la aceptación de la decadencia, capaz de bromear con naturalidad acerca de la impotencia masculina, los dolores de espalda o la incontinencia urinaria sin alejar por ello a público de diferentes edades. No es que Sandy Kominsky sea menos cínico, pero al lado de Norman era casi un maestro de la diplomacia.




La tercera temporada de El método Kominsky ha afrontado la despedida de Arkin, tan brusca e inesperada como lo son la mayoría en la realidad, de la manera más honesta y directa, la única posible si no nos la querían jugar. Norman, alma misántropa de esta ficción, ya no está: adiós a los diálogos hilarantes y a las llamadas de teléfono extemporáneas de un tipo que, pese a ser él quien te llama, parece estar riñéndote por estar al otro lado de la línea.

Aquella electricidad estática de la pareja formada por Michael Douglas y Kathleen Turner conserva intacta su polaridad

En su temporada final la serie cierra filas en torno a una galería de personajes que ya nos resultan familiares: Mindy, la hija solícita y sufridora a la que encarna Sarah Baker, una actriz de talla grande, alejada de ciertos cánones estéticos cansinos y discriminatorios; Martin, el yerno maduro que nos permitió reencontrarnos con el Paul Reiser de Mad about you; Alex, el impagable camarero tembloroso, capaz de no derramar ni una gota del Jack Daniel’s que uno de sus clientes habituales osa mezclar con Dr. Pepper Light…

Conscientes de que la sombra del ausente es alargada, y que intentar sustituirle hubiera sido una misión imposible, Norman deja su sello en dos nuevas tramas. Una tiene que ver con el reparto de su fortuna, codiciada por la hija díscola y el nieto devoto de la Cienciología, sorprendente dueto cómico formado por Lisa Edelstein y el recuperado Haley Joel Osment, a quien también vimos en The Boys, cada día un poco más alejado de seguir la estela de juguetes rotos liderada por un tal Macaulay Culkin.

La segunda trama relacionada con Norman, ese amigo que nunca te diría lo mucho que te quiere, por lo menos no a la cara, pero con el que puedes contar en cualquier circunstancia, le ofrece a Sandy una oferta de trabajo de esas que redimen y compensan cualquier crisis existencial, y que de paso nos recuerda que nunca es tarde si la dicha es buena. El rastro de Norman nos deja una herencia material y otra imposible de definir en términos contables.

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Michael Douglas y Kathleen Turner en una escena de ‘El Método Kominsky’ (T3) / Netflix

Pese a que su compañero fiel era irreemplazable, Sandy necesitaba contar con una voz de la conciencia, un Pepito Grillo que le acompañara por los meandros de la tercera edad, por este ejercicio de barranquismo que supone precipitarse hacia la última etapa de una vida. Al final no fue Pepito, sino Pepita. Este individuo de currículum sentimental tirando a desordenado, por no usar términos más duros, acaba reencontrándose con su ex mujer, la madre de Mindy, a la que habíamos visto fugazmente en un episodio anterior.

Para aquellos nostálgicos de los años 80, un segmento amplísimo de la población en el que se incluyen personas que aún no habían nacido en aquel entonces, ha sido una satisfacción comprobar que aquella electricidad estática que mantenía en permanente estado de tensión a la pareja formada por Michael Douglas y Kathleen Turner conserva intacta su polaridad, pese al modo injusto en que la industria ha tratado a una estrella víctima del paso de los años, la artritis reumatoide y los prejuicios a los que se enfrentan la mayoría de actrices a partir de una determinada edad.

La actriz le dedica un enérgico corte de mangas a aquello que Hollywood suele considerar atractivo

Fue su complicidad con Douglas en comedias como Tras el corazón verde, La joya del Nilo y la negrísima La guerra de los Rose, la que consiguió rescatar a Turner de su encasillamiento en la categoría resbaladiza de mito sexual, etiqueta incómoda y caduca por definición de la que conviene huir cuanto antes (en todas estas películas, por cierto, quien asumía las funciones de carabina era Danny De Vito, que en El método Kominsky fue visto ejerciendo de médico del protagonista).

A punto de cumplir 67 años, si de algo es icono Kathleen Turner es de la superación de las adversidades. La actriz le dedica un enérgico corte de mangas a aquello que Hollywood suele considerar atractivo. No olvidemos que, en un alarde de autoparodia respecto a su apariencia física, llegó a ser el padre transformista de Chandler en Friends, un papel que asegura que actualmente rechazaría, no sabemos si a causa de una reflexión meditada, o por el temor a las furibundas y previsibles críticas en redes sociales, ahora que además de lo políticamente correcto cabe tener en cuenta lo genéricamente correcto.

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Danny De Vito en su papel de carabina en ‘La Guerra de los Rose’ (1989).

La conexión entre Douglas y Turner reaparece de manera platónica y natural, sin forzar ninguna situación dictada por el manual del romanticismo más convencional. Su relación fogueada en mil batallas cotidianas transpira la calma de quien goza de la perspectiva del tiempo. Quizás si los Rose se hubieran descolgado sin problemas de aquella dichosa araña de cristal, unas décadas más tarde hubieran llegado a compartir la pastilla de las cinco, sonriendo con el recuerdo de cuitas pasadas.

Debemos agradecer a Kominsky su empatía con los alumnos, cuando nos han hecho creer que es preceptivo contar con un maestro riguroso hasta la exageración

En comparación con tanta dramedia de diseño, en esta serie las reacciones de cada personaje transmiten la autenticidad de quien ve venir el final. No es necesario haber superado la barrera de la jubilación para conectar con esa inquietud de quien va pasando pantallas sabiendo que no hay vidas extra, y en el balance de su experiencia vital acumula un buen número de errores propios y ajenos, en parte resarcibles gracias a las segundas, terceras y hasta cuartas oportunidades. Es por eso que aceptamos el final feliz que le regala Lorre a una de sus criaturas más queridas, un desenlace propio del sueño americano más tradicional, que en otras condiciones podría sonar a impostado.

Igual de creíbles resultan las lecciones de Kominsky en su escuela. Debemos agradecerle su nivel de empatía con los alumnos, justo cuando nos habían hecho creer que para dominar una disciplina artística es preceptivo contar con un maestro riguroso hasta la exageración, que te haga brotar sudor y lágrimas (lo que en términos técnicos podríamos denominar un capullo). Kominsky es exigente pero amable, se alegra de los logros de los alumnos y cuando conviene comparte sus emociones en clase. La sabiduría obtenida a base de golpes no le legitima para torturar a aquellos que llegan pidiendo paso.

En estos tiempos de competitividad a toda costa, en el que sólo los mejores parecen tener derecho a salir a flote, la figura del mentor inflexible y algo sádico se ha sacralizado demasiado. Desgraciadamente, el profesor de batería de Whiplash, por mencionar el ejemplo más evidente, es un reflejo de tantos aprendices de dictador que andan agazapados en nuestro entorno, en academias, escenarios, platós y medios de comunicación. De esos que convierten una supuesta lección magistral en una novatada pesada o una situación de abuso.

Nada de eso sucede en el aula de Kominsky, el actor frustrado que se había acabado convenciendo, por puro instinto de supervivencia, de que su vocación era la enseñanza. Al verlo junto a algún ilustre colega de profesión que se interpreta a sí mismo en un breve cameo, llegamos a olvidar la auténtica trayectoria de Douglas. Él pudo demostrar su innegable talento partiendo de una relativa situación de privilegio, la de ser hijo de una leyenda de Hollywood a la cual cada día que pasa se asemeja más, el verdadero capitán Kirk («oh, capitán, mi capitán», ya que hablamos de maestros empáticos… aunque el Keating de El club de los poetas muertos se pasaba un poco de la raya).

Sin querer idealizar tiempos pasados, alguna trama de esta tercera temporada subraya el cambio de valores de una sociedad cada vez más abocada al éxito obtenido a base de codazos como única vara de medir. Quizás lo mejor que le ha podido pasar a Kominsky es que ese éxito, el triunfo profesional pero también el de estar en paz con sus seres queridos, le haya llegado rebasados los 70, cuando levantarse cuatro o más veces en plena noche para ir al baño aporta generosas dosis de humildad. El método Kominsky cierra el telón después de tres temporadas que nos han sabido a poco, algo cada vez menos habitual en el panorama seriéfilo. En nuestro recuerdo será una de esas ficciones en las que no nos importaría habernos quedado a vivir, para poder seguir bebiendo Martinis o Jack Daniel’s con soda, compartiendo anécdotas de la era hippie y otras lecciones de vida.

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