Meninas, Las [Velázquez] - Museo Nacional del Prado
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Meninas, Las [Velázquez]

Francisco Calvo Serraller


1656, óleo sobre lienzo, 320,3 x 279,1 cm [P1174].
Este cuadro no siempre fue conocido como Las meninas, sino que su título ha ido cambiado a lo largo de los años. En el inventario del Alcázar de 1666 se menciona como Retrato de la señora emperatriz con sus damas y una enana y de esta misma forma aparece en los inventarios sucesivos hasta el año 1700. Tras el incendio del Alcázar en la Nochebuena de 1734, aparece citado como La familia del Señor rey Phelipe Quarto y cuando se le cita en el nuevo Palacio Real se le titula unánimemente La familia. No será hasta el año 1843 cuando en el catálogo del Museo del Prado, redactado por Pedro de Madrazo, aparezca por primera vez con el título de Las meninas. Esta denominación hará tal fortuna que permanecerá hasta nuestros días. Para intentar conocer el significado de la palabra menina, nada mejor que acudir al Tesoro de la Lengua Castellana, de Sebastián de Covarrubias, publicado en 1611. Según él, «Menino. El pagecito que entra en palacio a servir, aunque de poco, al príncipe y a las personas reales. Éstos son de ordinario hijos de señores. Es nombre portugués, y de allá se devió introduzir; y díxose menino de meu nino, que quiere dezir mi niño, si no queremos que se diga de mínimo, por ser pequeñitos». Pintado por Velázquez en 1656, durante la que fue la última década de su existencia, cinco años después de regresar de su segundo viaje italiano y del nacimiento de la infanta Margarita -la luminosamente palmaria protagonista del cuadro, aunque haya otros mimbres soterrados en la penumbra- y a tan solo cuatro de la muerte del artista, acaecida en 1660 tras regresar del solemne acto que se celebró en la isla de los Faisanes por el que se entregaba en matrimonio a la infanta María Teresa al rey Luis XIV de Francia, este retrato de la familia real y su cortejo puede considerarse la obra maestra del pintor sevillano, una de las mejores de la historia de la pintura y, en fin, la más deslumbrante evidencia de cómo un cuadro refleja una moderna consciencia de lo que significa la pintura como representación. Consta de once fi­guras, más la acostada de un somnoliento mastín, distribuidas en los dos ejes, frontal y transversal, que articulan la composición del cua­dro. En primer término, siguiendo un orden compositivo ­ondulante, de izquier­da a derecha, según la visión del espectador, virtualmente previsto por el artista a través del palpitante reflejo especular de los reyes, nos encontramos con el propio Velázquez pintando frente a un gran lienzo de espaldas; a su lado, ocupando el centro, está la infanta Margarita, flanqueada a ambos lados por dos meninas que la atienden, respectivamente, María Agustina Sarmiento, que es la que le ofrece agua en un búcaro, e Isabel de Velasco. Inmediatamente después, aparecen una enana, Mari­bárbola, y un diminuto bufón, Nicolasito Pertusato, que patea al adormilado mastín; por detrás de éstos, distinguimos, en un plano umbrío, a Marcela de Ulloa, «guarda menor de damas» y a un guardadamas varón sin identificar. Por último, al fondo de la estancia, que es el obrador del pintor en el Alcázar, vemos la silueta a contraluz de José Nieto, jefe de tapicería de la reina, que abre o cierra la puerta del alargado cuarto. Estos dos grupos de personajes se distribuyen a lo largo y a lo ancho del espacio abarcado, cuya profundidad y altura de techo generan un gran vacío por encima de las cabezas, pero cuya penumbra ambiental está sabiamente animada por un haz luminoso lateral, que, procedente de una ventana a nuestra derecha, incide de lleno sobre la infanta Margarita, mientras que otro eje luminoso atraviesa la escena, en este caso, procedente de la ­radiante puerta del fondo y, a su vez, del halo que, desde el foco que irradia el entorno virtual de los reyes, ­rebota en el espejo. Estos efectos claroscuristas y la superposición de sendas perspectivas, lineal y aérea, logran una sensación de rea­li­­dad casi mágica. Emplazado originalmente, el cuadro, en el casi inac­cesible despacho del rey, las interpretaciones que se han hecho sobre su móvil y significación son, por numerosísimas y variadas, inabordables. Predominan, en todo caso, dos, que se pueden considerar como complementarias: una de carácter político, que sintetiza la esperanza de supervivencia de una dinastía cada vez más amenazada; y otra, que alegoriza el triunfo de la Pintura. La situación de la infanta Margarita en el centro del primer plano del lienzo, donde se cruzan los ejes frontal y transversal, evidencia que ella es el principal objeto de atención del cuadro. Su protagonismo reside, precisamente, en ser centro de atención de los demás; tanto Velázquez como el rey la miran depositando en su frágil figura la esperanza de la posible salvación del futuro de la dinastía. Nacida el año 1651, fruto del ­segundo matrimonio del monarca Felipe IV con su sobrina Mariana de Austria, cuando se pintó el cuadro todavía no había nacido Felipe Próspero, que lo haría el año 1657 y cuya temprana muerte, acaecida en 1661, truncaría la sucesión de un varón en el trono, aunque se vería garantizada ese mismo año con el nacimiento del príncipe Carlos que reinaría más tarde como Carlos II y con el que se extinguiría definiti­vamente la dinastía austriaca en España. Con respecto a la segunda interpretación anteriormente mencionada a propósito de Las meninas, la identificación de los dos cuadros de la pared del fondo como copias realizadas por Juan Bautista Martínez del Mazo, de sendos originales de Rubens y Jordaens representando dos episodios mitológicos, Palas Atenea y Aracne y Apolo vencedor de Pan, respectivamente, exaltan la nobleza de la pintura. Como acertadamente el profesor Gállego interpretó, ambas fábulas aluden al triunfo del arte sobre la artesanía y, en este caso concreto, a la superioridad de la pintura, por su naturaleza liberal, sobre la habilidad en la realización de las artes manuales. Velázquez se presenta a sí mismo, de pie con la paleta en la mano izquierda y el pincel suspendido en la derecha, en actitud de pensar, mostrando que la actividad artística es para él producto del intelecto antes que de la habilidad de la mano que la realiza que está supeditada a aquél. Por otra parte, de la obra se desprende la compleja trabazón íntima del soterrado diálogo entre Velázquez y Felipe IV, cuando ambos estaban, tras casi cuarenta años de relación, en las postrimerías de sus respectivas vidas, que se fueron anudando con creciente mutuo respeto e intimidad, como lo corrobora la decisiva intervención del monarca para lograr que le fuera concedida al pintor, en 1658, la orden de Santiago, que lleva el artista estampada en el pecho. Se trata, por lo demás, de un cuadro de sorprendente originalidad como género, a medias entre el retrato colectivo de aparato y una íntima «escena de conversación», que comenzaban a prodigarse en la pintura del norte de Europa. La técnica de Las meninas se corresponde con la utilizada por el artista en la dé­cada de los años cincuenta en la que se data la obra, caracterizada por una mayor soltura en la aplicación de los recursos pictóricos. Es una pintura que se puede calificar de borrones, en la más pura tradición tizianesca. Al utilizar una mayor dilución de los pigmentos, Velázquez consigue un prodigioso adelgazamiento de la capa pictórica. Aplica el pincel con un toque desenfadado y libre de forma que las pinceladas apenas dejan huellas. Como consecuencia, se produce una reducción o purificación en su pintura, que se traduce en «lograr más con menos». Su costumbre de pintar espontáneamente sobre el motivo alla prima, le lleva a realizar la obra con increíble rapidez. Esa delgadez y rapidez, al aligerar la materia pictórica, la hacen inaprensible produciendo, al mismo tiempo, la sensación de abocetamiento y verismo prodigioso. Con respecto a la fortuna crítica del lienzo, si bien gozó de reconocimiento tempranamente, no siempre ha merecido la misma consideración, sufriendo su apreciación altibajos. Ya Luca Giordano, cuando vino a España como pintor de cámara de Carlos II, lo apreció enormemente refiriéndose a él, según Palomino, como «la Teología de la Pintura: queriendo dar a entender que, así como la Teología es la superior de las Ciencias, así aquel cuadro era lo superior de la Pintura». Durante la Ilustración, el cuadro mereció también los elogios y el aprecio de personalidades tan singulares como el pintor bohemio Anton Raphael Mengs, que le dedicó extensos elogios, compartidos por Jovellanos, Ceán Bermúdez y el mismo Goya, que lo copió en un grabado. Sin embargo, el reconocimiento internacional de Las meninas fue tardío debido, en parte, a que siempre estuvo a resguardo de la contemplación pública, en un espacio perteneciente al más estricto ámbito privado de palacio, en el despacho del rey. A partir de la fundación del Museo del Prado, el 19 de noviembre de 1819, esta circunstancia cambió y el cuadro pudo ser contemplado en público y copiado por estudiosos y artistas. Más tarde, el desarrollo de la corriente naturalista preimpresionista hizo interesarse por la pintura de Velázquez a una serie de pintores entre los que se encontraba Manet, quien lo calificó de «pintor de pintores». En resumen, el reconocimiento de Velázquez coincidió con el desarrollo del arte europeo de fin de siglo y paralelamente al redescubrimiento internacional del artista se produjo el de Las meninas. Como consecuencia de ello, el lienzo sería exaltado desde muy diferentes puntos de vista por la historiografía y la crítica y también desde lo que filosóficamente se consideró la conciencia moderna de la representación artística. El interés contemporáneo sobre la significación de Las meninas no se limitó al campo de la investigación y la crítica, sino que se trasladó al de la práctica por algunos de los más insignes pintores del siglo XX, entre los cuales cabe destacar a Pablo Picasso, que realizó, una serie completa sobre dicho tema. El lienzo fue restaurado en 1984 en el taller del Prado por el equipo del propio Museo, dirigido por el especialista John Brealey del Metropolitan Museum of Art de Nueva York. El cuadro se encontraba en condiciones excepcionales de conservación, teniendo en cuenta los más de tres siglos trans­curridos desde su realización y su ubicación en el Alcázar durante el incendio de 1734, que no pareció afectarle. Tan solo se apreciaban ligeros desgarros y arañazos con pérdida de capa pictórica. Antes de su restauración se procedió, en 1982, a un ­estudio técnico riguroso realizado por el equipo del Museo en colaboración con la Universidad de Harvard, del que se conserva amplia documentación. El estudio radiográfico del cuadro, además de dar cuenta de las variaciones y arrepentimientos durante el proceso de creación, permitió conocer los viejos repintes procedentes de antiguas restauraciones. La mayor parte de ellos se percibía a simple vista, ya que su tonalidad había variado y se había oscurecido con el paso de los años. La reflectografía sirvió para demostrar la falta de dibujo subyacente. A través de los análisis químicos de pigmentos se pudo estudiar la preparación del lienzo con blanco de plomo y mezcla de ocres, calcita y negro orgánico. Los pigmentos utilizados en la elaboración de la obra han sido poco molidos, por lo que son gruesos y desiguales y el barniz es resinoso. La restauración comenzó con el levantamiento del antiguo barniz por parte de John Brealey, a continuación se comenzó la reintegración de faltas y zonas desgastadas, estucando las costuras y unificando el tono. El barnizado final estuvo a cargo de John Brealey, realizado con resina natural damar, apli­cado con pistola para conseguir una superficie uniforme. Con tal motivo se realizó una exposición para explicar al público en qué había consistido el proceso de restauración, aprovechando la ocasión para mostrar la transformación sufrida por la obra y la mejora en la percepción de las calidades de la misma que el tiempo y la suciedad habían desvirtuado.

Bibliografía

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  • Mena Marqués, Manuela, «La restauración de Las meninas de Velázquez», Boletín del Museo del Prado, vol. V, n.º 14, Madrid, mayo-agosto de 1984, pp. 87-107.
  • Palomino, Antonio, El museo pictórico y escala óptica. El parnaso español pintoresco laureado, [1715-1724], Madrid, Aguilar, 1988, t. III.
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