Joseph E. Stiglitz, La Gran Brecha. Qué hacer con las Sociedades Desiguales. México: Taurus, 2015
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Joseph E. Stiglitz, La Gran Brecha. Qué hacer con las Sociedades Desiguales. México: Taurus, 2015
Denarius. Revista de Economía y Administración, vol. 2, núm. 41, pp. 193-199, 2021
Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, Departamento de Economía

Reseñas

Stiglitz Joseph E.. La Gran Brecha. Qué hacer con las Sociedades Desiguales. 2015. México. Taurus

El libro que aquí comentamos trata sobre la desigualdad. Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía 2001 y actual catedrático de la Universidad de Columbia, aborda el tema de la desigualad económica y política en Estados Unidos en los últimos años. Si bien es cierto que considera que el problema de la desigualdad es en parte consecuencia de problemas estructurales propios del sistema económico estadounidense desde hace décadas, profundiza en el estudio de las causas y efectos de la crisis financiera, y después económica, de 2008 - 2009, a la que se conoce como la “Gran Recesión”.

El libro es una recopilación de diversos artículos organizados en ocho partes con diversos temas, desde el preludio de la Gran Recesión en el gobierno de Bush (2001-2009), hasta como “poner a funcionar” de nuevo la economía norteamericana, pasando por el estudio de las causas y consecuencias del aumento de la desigualdad y la contribución del aparato político al ensanchamiento de la brecha de desigualdad.

El argumento fundamental del libro es que el nivel de desigualdad que existe en en ese país y en el mundo no es inevitable ni tampoco es consecuencia de las leyes inflexibles de la economía; más bien es el resultado de políticas y estrategias diseñadas por intereses humanos.

Stiglitz denomina la “gran brecha” al abismo que separa a los más ricos, el 1%, del 99% restante, y expone que las diferencias entre estos dos grupos no se limitan al nivel de ingreso percibido, sino que tienen distintas preocupaciones y estilos de vida. Mientras la inmensa mayoría de la población se preocupa por cómo pagar la educación universitaria de sus hijos o la hipoteca de la casa que habitan, o por las dificultades económicas que enfrentarían si algún miembro de la familia se enferma gravemente. Mientras tanto, los integrantes del 1% se preocupan por el nuevo auto o avión a comprar, por el destino turístico de sus próximas vacaciones o por la mejor manera de proteger su dinero frente a los impuestos.

La gran brecha lleva mucho tiempo formándose y ensanchándose. El autor describe, a manera de anécdota, cómo fue vivir las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, época conocida como la “edad de oro” para Estados Unidos, periodo en que la tasa de crecimiento estadounidense aumentó a ritmos nunca vistos y los beneficios de ese crecimiento se repartieron “equitativamente” entre los diferentes segmentos sociales; de hecho, “las rentas de los más pobres crecieron más deprisa que las de los más ricos” (p. 12). Sin embargo, y a pesar de que creció en una familia de clase media alta, como el mismo apunta, le fue evidente que Estados Unidos no era la tierra de las oportunidades que decía ser, porque algunos tienen muchas y bastantes muy poco. Esto lo motivó a dedicar sus estudios doctorales, en el Massachussets Institute of Technology (MIT) a analizar los determinantes de la distribución de las rentas y la riqueza. En palabras del autor: “Me hice economista no sólo para comprender las desigualdades, sino también con la esperanza de poder hacer algo para remediar los problemas de ese tipo que asolaban al país” (p. 14).

Sin embargo, el estudio de la desigualdad económica no era un tema que interesara a los economistas de aquella época. El argumento generalizado que se esgrimía era que la mejor manera de ayudar a las personas en situación de pobreza era aumentar el tamaño del “pastel” (PIB) y así, todas las partes recibirían una parte mayor. Aquí surgen dos aspectos fundamentales: la eficacia y la distribución; es decir, buscar aumentar el beneficio económico y cómo distribuirlo. El argumento es el punto de inflexión en la concepción sobre el manejo de la economía: debido a que las posturas del crecimiento económico estaban en auge, y dominaban en gran parte la opinión pública, la mayoría de los economistas no prestaba atención a las desigualdades crecientes en el mundo. Una característica fundamental de esa postura es el papel que ocupa el economista: la única tarea del economista era descubrir como aumentar al máximo el tamaño de la tarta. La forma de repartirla y distribuirla era una cuestión política, ámbito del que los economistas debían mantenerse alejados.

Esa ausencia de un debate sobre las condiciones de la desigualdad económica fue lo que hizo al autor preguntarse por qué debía importarnos el enorme aumento de las desigualdades; y la respuesta no solo tiene que ver con aspectos relacionados a la justicia social, los principios y la moral, sino también con el funcionamiento de la economía y la sociedad en general. Además, argumenta que “la fuerza de Estados Unidos ha residido siempre en su poder blando y, sobre todo, en su influencia moral y económica” (p. 16), por lo que es inconcebible su nivel de desigualdad. El aumento de las desigualdades en Estados Unidos ha hecho evidente el fracaso de su modelo económico. Mientras China sacó a más de 500 millones de personas de la pobreza en los últimos años, el estancamiento se apoderó de la clase baja y media estadounidense. Una de las consecuencias de la desigualdad es la exclusión de grupos sociales vulnerables; entonces, un modelo económico que no beneficia a la mayoría de sus ciudadanos no se puede convertir en un modelo que otros países tomen como ejemplo.

A partir de experiencias personales y académicas expuestas en el libro, el autor explica que las políticas aplicadas por el modelo económico dominante sólo han provocado el ensanchamiento de las brechas desigualitarias. Sin embargo, también argumenta que políticas diferentes podrían traer beneficios diferentes, como un mejor desempeño económico y una consecuente disminución de las desigualdades.

El libro funciona con cierta línea cronológica: inicia con un preludio compuesto por cinco artículos cortos al que intitula “Asoman las grietas”, y termina con una sección de seis artículos a la que intitula “Poner a Estados Unidos a Trabajar de nuevo”, para después agregar un epílogo-entrevista “Sobre la mentira de que el 1% más rico impulsa la innovación y por qué la presidencia de Reagan fue el punto de inflexión para las desiguualdades de Estados Unidos”. Las primeras páginas exponen que un grupo de economistas al que pertenecía el autor llevaba más de tres años advirtiendo a las autoridades sobre la magnitud de la crisis que se avecinaba. La Gran Recesión fue el momento en que el nivel de desigualdad estadounidense reveló parte del verdadero funcionamiento del sistema económico actual. Stiglitz argumenta que: “La construcción de la Gran Recesión está íntimamente unida a la creación de la gran brecha en Estados Unidos” (p. 27).

Para él, la gran culpable de la crisis y del aumento de la desigualdad en general fue una combinación entre ideología y presión por parte de los grupos de interés. Específicamente, se centra en la creencia que los mercados sin regular son forzosamente eficientes, creencia muy arraigada en el ideario del economista conservador, a pesar de que hay extensos debates que muestran que no es así: el sistema capitalista se ha caracterizado desde su creación por enormes fluctuaciones económicas y una tendencia inherente al aumento de la desigualdad.

Además de la carga ideológica descrita, otro elemento que conformó la crisis fue la no poca hipocresía de quienes argumentan que el Estado no debe intervenir en el funcionamiento de los mercados. Pero, en cuanto los embates de la crisis comenzaron, los defensores de la “economía libre” no dudaron en recibir ayuda del Estado en forma de muy costosos rescates financieros. Es decir, la clase dominante, ese 1%, los causantes de la crisis, lograron algo: privatizar las ganancias y socializar las perdidas. Todos pagamos, y seguimos pagando, la avaricia de unos cuantos.

El autor argumenta que el funcionamiento del sistema financiero es un factor importante para el aumento de la desigualdad y una causa fundamental del mal desempeño económico de los últimos 30 años. El sector financiero tiene la cualidad de captar rentas y apropiarse de la riqueza; hay dos formas de volverse rico: aumentando el tamaño del “pastel” o tomando un pedazo más grande, aunque el pastel no cambie de tamaño o incluso se vuelva más pequeño. Y, en la cima del sector financiero, los ingresos tienen más que ver con la segunda forma, donde gran parte de lo que se obtiene es gracias a la manipulación de los mercados en perjuicio de la base de la pirámide económica.

Las políticas impuestas por el modelo económico actual han fracasado en gran parte del mundo: en África disminuyó la renta per cápita, en América Latina surgió el estancamiento (incluso se habla de “décadas perdidas”) y, mientras tanto, Asia siguió un camino diferente. Mientras que en Estados Unidos la población observaba cómo sus ingresos se estancaban, China sacó a 93 millones de personas de la pobreza y pasó a ser la mayor economía del mundo. Se estima que, al terminar el siguiente cuarto de siglo, la producción china duplicaría la de Estados Unidos.

El argumento anterior es una muestra de que, en muchas ocasiones, que las ideologías influyen en mayor medida que las pruebas fehacientes. A pesar de la contundente evidencia que argumenta lo contrario, los defensores del modelo económico actual están convencidos de que los mercados sin regulación funcionan de manera eficiente y estable y que, por lo tanto, los gobiernos deben asegurarse de promover la liberalización comercial y la privatización, limitar los impuestos progresivos ya que podían disminuir los “incentivos” a invertir, y centrar el funcionamiento de la política monetaria en el control de la inflación. Cuando la aplicación de esas políticas desencadenó la Gran Recesión, se optó por la reducción del gasto público, lo que perjudicó en gran medida a los ciudadanos, prolongando los efectos de la crisis sobre la población más vulnerable.

Además de las fallas estructurales del aparato económico y de las políticas diseñadas a partir de él, Stiglitz expone que hay otro gran grupo de culpables del ensanchamiento de la gran brecha: los economistas. Son culpables “los numerosos economistas que aseguraban que los mercados se regulaban a sí mismos, que proporcionaron los supuestos fundamentos intelectuales del movimiento desregulador, pese a la larga historia de fracasos de los mercados sin regulación o mal regulados, y a pesar de los importantes avances logrados en la teoría económica, que había explicado por qué es necesaria esa regulación de los mercados” (p. 39).

Algo que tienen en común los grupos mencionados en el párrafo anterior es su firme creencia en la economía de goteo; es decir, la aplicación de una política fiscal regresiva, donde se grave en menor medida a los grandes negocios y a los ricos como incentivo para estimular la inversión en el corto plazo y así esperar que los beneficios lleguen a la base de la pirámide social. Sin embargo, no fue así, la acumulación del 1% aumentó, presionando la capacidad económica de las clases bajas y medias y aumentando la desigualdad.

Entonces ¿cómo avanzar? La crisis comenzó en el mercado de la vivienda, por lo que era necesario, para tener una recuperación firme, detener las “ejecuciones hipotecarias”; no obstante, lo que sucedió fue lo contrario: los recursos destinados a la ayuda de los trabajadores con propiedad de una hipoteca en mora fueron destinados al rescate financiero de los bancos, a pesar de su comportamiento como principales creadores de la crisis. Como consecuencia, millones de familias estadounidenses perdieron sus hogares.

El argumento que los defensores de la decisión de rescatar financieramente a los bancos y no a los hogares estadounidenses era el “riesgo moral” de rescatar a los propietarios de casas en mora y fomentar así el animo a solicitar préstamos imprudentes. Es decir, se hizo muy poco para realmente ayudar a las familias mientras los verdaderos responsables y el verdadero riesgo moral había sido el rescate bancario.

El autor expone que la Gran Recesión fue un poderoso síntoma, pero que la economía ya estaba enferma desde antes; por lo que, en su opinión, era necesario un estímulo “realmente grande”, uno mucho más grande de lo que había propuesto inicialmente el gobierno y el Congreso había aprobado. Después de la crisis, la discusión giraba en torno a cómo evitar que los bancos hagan daño al resto de la sociedad, y casi no se discutía cómo hacer para que los bancos, y el sistema financiero en general, funcionaran como es debido y cumplieran con su importante papel para la economía.

La regulación bancaria y financiera debería ocupar un lugar prioritario en las reformas gubernamentales a nivel mundial, debido a que esas instituciones tienen una “tendencia histórica a la explotación”: sacan provecho de otros mediante la manipulación de los mercados, información privilegiada, desinformación de la mayoría de los usuarios de tarjetas de crédito así como concesión de préstamos discriminatorios y completamente abusivos; pero, sobre todo, por su tendencia hacia la acumulación monopolista. Uno de los mensajes centrales del libro es que, cuando el sistema financiero de un país funciona mediante la explotación, es responsable del posterior incremento en las desigualdades económicas y sociales de ese país. Por tanto, el autor establece que la regulación restringe el mal comportamiento del sistema financiero en general y que puede ayudar en dos direcciones: “disminuye su capacidad de aprovecharse y anima a los bancos a hacer lo que deben hacer, al reducir la posibilidad de que se obtengan beneficios de otras maneras” (p. 46).

El libro es una invitación a relacionarse más de cerca con los tópicos relativos con la desigualdad. La estructura misma de la obra así está prevista, incluyendo textos no abrumadores técnicamente ni con lenguaje especializado; con la esperanza de entender, en primera instancia, la causas y consecuencias para el desempeño de la economía, el funcionar con altos niveles de desigualdad y, consecuentemente, ofrecer alternativas para ir cerrando la gran brecha que a todos nos divide.



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