Manuel Mejía Vallejo, el escritor que solo quiso vivir como un hombre | EL ESPECTADOR
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Manuel Mejía Vallejo, el escritor que solo quiso vivir como un hombre

Hoy se conmemora el centenario del natalicio del autor de “Aire de tango”, “La tierra éramos nosotros”, entre otras obras. En el marco de la Feria Internacional del Libro de Bogotá se le realizará un homenaje musical, de 12:30 a 1:30 p.m., en la carpa musical de Corferias.

Danelys Vega Cardozo
23 de abril de 2023 - 03:00 p. m.
"Vamos en fila india hacia la muerte, /en fila india vamos contra ella. / Quizá vivir es solo un vicio/ que curará la ausencia", escribió en uno de sus poemas Manuel Mejía Vallejo.
"Vamos en fila india hacia la muerte, /en fila india vamos contra ella. / Quizá vivir es solo un vicio/ que curará la ausencia", escribió en uno de sus poemas Manuel Mejía Vallejo.

“Sin la poesía no vale la pena vivir”, dijo algún día Manuel Mejía Vallejo. Y honrado a su palabra, poemas escribió. Pero primero fueron las cartas de amor, aquellas en las que él tan solo era un secretario, un intermediario que con su puño y letra ayudaba a la comunicación entre dos campesinos enamorados, sin importar que para ese entonces tuviera “mala letra y pésima ortografía”. Tiempo después aparecieron los cuentos, esos que relataba en los velorios. Pero si no hubiera sido por un elogio a temprana edad quizá no hubiera pensado en la escritura como una opción de vida, para su vida.

Tenía 13 cuando recibió una carta de su madre. La leyó y se encontró con encomios, con palabras que resaltaban su habilidad para describir lo que sucedía en la cotidianidad. Y, como quedó expuesto en el libro Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos, de Augusto Escobar Mesa, fue solo hasta ese momento en que comenzó “a pensar qué era esa vaina de escribir bien, y de ahí tal vez nació mi vocación”.

Nació, pero fueron pasando los años y pocas novelas leyó; a los 20 había leído, si acaso, cinco. No importó. Escribió su primera novela: La tierra éramos nosotros. La tierra que le traía recuerdos de su infancia y adolescencia, pero de la que le tocó desprenderse físicamente, porque de su memoria nunca lo logró. Y es que en aquel libro plasmó un suceso que lo marcó no solo a él, sino a su familia: la venta de la finca donde creció. Si hubiera sido por su padre, jamás lo hubieran hecho, pero el terreno había sido embargado y ya los alimentos ni les pertenecían, entonces la crisis económica era inminente. Sucedió. Y con ella también el pensamiento sobre la venta como una opción. Manuel Mejía Vallejo se animó a expresárselo a su padre.

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- Que me traigan un poder que yo lo firmo, pero que la venda Bernardo, porque yo no vendo eso. Vender Gibraltar, Monteloro, Pipintá, La India, es como venderlos a ustedes, es como vender a Rosana, la infancia, la vida que se vivió allí; yo no firmo, le dijo.

Y nunca lo firmó. Dio el poder para que otro lo hiciera, para que otro se desprendiera de su vida, de sus raíces como lo manifestó el mismo protagonista de La tierra éramos nosotros. “Hemos perdido la juventud. Ya no pertenecemos a la raza de los brazos abiertos, a la que tendió caminos de tentáculos de progreso, a la que con el hacha compuso un himno guerrero contra la selva, a la que con la pica horadó y preñó la montaña”. Tras aquel acontecimiento, José Manuel Mora Vásquez le dijo a Manuel Mejía que escribiera lo que había sucedido, que convirtiera la pérdida en palabras, pero él creyó que no era el momento para hacerlo y, la verdad, tampoco se sentía con ánimos como para emprender aquella tarea. Hasta que un día todo cambió.

Se encontraba estudiando pintura y escultura en la Escuela de Bellas Artes de Medellín, carrera que no culminó. Una tarde estaba aburrido, así que decidió ir a ver una película en el teatro Junín: La vuelta a la tuerca. La historia de aquella cinta era la suya, la de un hombre que debe abandonar la tierra que ama. Entonces, al salir de la función, compró un cuaderno cuadriculado. Esa misma noche escribió los dos primeros capítulos de La tierra éramos nosotros, de la obra que, muchos años después, lo colmaron de reflexiones. “He llegado a convencerme de que nunca se aprende a escribir ni a vivir ni a fabricar belleza, pues a esta la rige un poco el azar, un poco el genio, un poco la intuición repentina, y la vida y la literatura exigen para cada situación una solución distinta, difícil de hallarse en experiencias pasadas. Por ello me he convencido de que siempre seré aprendiz de mí mismo y de lo que me rodea”.

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Para 1987, 15 años después de haber publicado Aire de tango, quizá su novela cumbre, su casa ya estaba rodeada de libros, fotografías, pinturas y de recuerdos pasados por alcohol. Ya se había rodeado de escritores como León de Greiff y Gabriel García Márquez, a quien un día se animó a hacerle una advertencia. “Una vez le dije que se ganaría el Premio Nobel, pero que se iba a fregar la vida, porque le quitaban la privacidad. De las cosas que más me gusta a mí es conservar mi soledad”. Eso no quiere decir que evitara la conexión con las personas; sabía que era importante sostenerla, como él mismo lo dijo en una ocasión en un taller de escritura. “Creo que el hombre no puede ser un ser aislado y el que se aísla se equivoca, porque tiene que haber un compartir con la gente”.

Su pensamiento lo llevó a criticar la actitud de algunos escritores y artistas, a quienes consideró soberbios, creyéndose dioses, alejados de la gente. De hecho, cuando publicó La tierra éramos nosotros alguien le advirtió que iba a ingresar al “gremio más hijueputa, donde todo lo peor resulta”. Con los años y los encuentros que sostuvo se dio cuenta de que aquello era cierto. Por eso decía que quiso alejarse de la soberbia y, a pesar de los elogios y aplausos, ni siquiera llegó a considerarse como un ídolo para alguien. “La literatura es un camino largo y muy tropezado, y el que tiene la pequeña vanidad de mirar en un periódico o en un libro su nombre no está haciendo mayor cosa por la vida ni por él mismo”.

Y lo único que le bastaba para su vida era “vivirla como un hombre”, como uno de esos a los que no le daban miedo ser tierno y menos con sus hijos, así lo dijo un día para Telemedellín. “Una de las grandes cualidades del hombre es sentir ternura y el afecto por el hijo es irreemplazable”. Y entonces, en la mente de su hija Valeria Mejía Echeverría lo que abundan son recuerdos, aquellos que compartió en Generación, revista cultural de El Colombiano. Los recuerdos del padre que digita sin parar en una máquina de escribir, el que juega cartas, el que es peinado por una niña que se sube en una silla para lograrlo, el que relata historias de animales para complacer aquella voz que lo exige, el que le obsequia dulces, el que coge mandarinas de los árboles y luego las devora, hasta que, de repente, aparecen las últimas memorias, cuando lo querido ya no está porque la condena intrínseca de la vida se ha cumplido.

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“Recuerdo -con dolor agregado por el tiempo, ligado a la comprensión de las circunstancias-: los hijos (Mateo, María José, Adelaida o yo) empujando una silla de ruedas, el papá en ella, recién desempacado de la clínica; semanas, meses -que se convirtieron en años-, él obligado a caminar soportado -abrazado a alguien, a mi hermano casi siempre-... Cuatro años antes de morir un “derrame cerebral” le limitó el movimiento e hizo borrosas sus frases -porque la palabra también puede ser borrosa- y lo encerró en su cuerpo ... a él, un hombre cuya esencia era la palabra escrita, hablada, lo dejó ‘sin voz’”.

Porque para Manuel Mejía Vallejo la literatura era “una necesidad”. “Si me van a hacer un balance final, no importa si queda en saldo rojo mi nombre; no me importa absolutamente nada. Todo lo que he hecho ha sido honradamente. Cuando la honradez no es un mérito literario, sin esa honradez no puede haber buena literatura”. Y él era consciente de que su estilo para escribir tal vez era del agrado para muchos, pero también de desagrado para otros tantos. Le tenía sin cuidado, porque estaba convencido de que su compromiso “era escribir” y hacerlo con “mucho tacto, con mucha vigilancia sobre sí mismo, sobre su ambiente, que al firmar una obra se sepa que no es un egoísmo que salió firmado por uno, sino una propuesta. Y uno es el más exigente de todos los lectores: el peor lector de las obras de uno es el mismo autor”.

El saldo final de su obra, el que llega con la muerte, pareció haber sido positivo para sus hijos, como lo expresaron el día de su velorio, en 1998. En esa ocasión María José Mejía recordó al padre que no tuvo problema con ser él mismo. “Vos si sos la lección de vida: un hombre que de verdad vivió cada segundo de la vida”. Pablo Mateo Mejía quiso darle un parte de tranquilidad a su padre, de paz en su tumba, aunque ni siquiera todavía pudiera procesar su muerte. “Ándate tranquilo que dejas cuentas pagas. Ándate tranquilo que dejas lección de vida”. Y también podía irse tranquilo, porque tal vez no fue como una de esas personas que describió en el poema VII de su libro Memoria del olvido, una de esas que “jamás podrán morir porque nacieron muertas desde antes”.

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Danelys Vega Cardozo

Por Danelys Vega Cardozo

Comunicadora social y periodista de la Universidad de La Sabana con énfasis en periodismo internacional y comunicación política, y un diplomado en comunicación y periodismo de moda. Perteneció al semillero de investigación Acción social y Comunidades, bajo el proyecto Educaré.danelys_vegadvega@elespectador.com

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