La expansión de la Corona de Aragón

Jaime I el Conquistador

Entrada de Jaime I en Valencia. Óleo de Fernando Richart Montesinos pintado en 1884, Museo de Bellas Artes de Castellón

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Pocos soberanos dejaron tan profunda huella en su tiempo como Jaime I el Conquistador. Heredó extensos dominios: por parte de su padre, el reino de Aragón y los condados de Barcelona y Urgel; de su madre, María, el señorío de Montpellier.Territorios que amplió con una serie de campañas de conquista contra los musulmanes, que le llevaron a incorporar dos nuevos reinos: el de Mallorca y el de Valencia.

El recuerdo de estas victorias y de su poderosa personalidad (caracterizada, a la vez, por la fuerza física y la devoción religiosa) cristalizaron en la imagen de un rey ideal, santo y conquistador, justiciero y providencial. Una imagen legendaria que el propio Jaime I contribuyó a crear en la crónica de su vida que supervisó, el Llibre dels Feyts del rei en Jacme, documento único que permite conocer los actos y los pensamientos de uno de los soberanos más destacados de la Corona de Aragón en la Edad Media.

Cuando tenía tres años, el futuro Jaime I quedó bajo la custodia de Simón de Montfort y fue recluido en el castillo de Carcasona. A la muerte de su padre Pedro II en Muret, Montfort se vio obligado a entregarlo a los aragoneses contra su voluntad por orden del papa Inocencio III.

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Jaime I nació el 1 de febrero de 1208, en Montpellier, la ciudad de su madre, María. Las crónicas medievales envuelven su concepción en un aura milagrosa. Se dijo, en efecto, que su padre Pedro II, ardiente amante de cualquier hermosa dama salvo de su esposa, cayó en una estratagema planeada por los cónsules y prohombres de Montpellier con el fin de procurar un heredero legítimo a la corona. Una noche, el rey entró en un aposento de palacio creyendo que una noble doncella consentía a sus deseos. Pero, al despuntar el nuevo día, los cortesanos irrumpieron en la cámara real para notificar al atónito soberano que la cortesana que tenía a su lado no era sino la reina María. De aquel engaño nacería don Jaime nueve meses después. También su nombre fue escogido de forma sorprendente; como cuenta el cronista Jerónimo de Zurita, nada más nacer, María de Montpellier «mandó encender doce velas de un mismo peso y tamaño, y ponerles los nombres de los doce Apóstoles para que de aquélla que más durase tomase el nombre: y así fue llamado Jaime».

Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y yerno de Jaime I por su boda con su hija Violante. Biblioteca nacional, Madrid.

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Las crónicas insisten en envolver su figura de una sacra protección que ya se constata a los pocos meses de vida, cuando alguien le arrojó una piedra que hizo pedazos la cuna en la que descansaba el infante, aunque por fortuna se salvó. Las intrigas que rodearon al pequeño Jaime se agudizaron si cabe tras la muerte de su padre en la batalla de Muret, en 1213, que significó su acceso al trono cuando sólo tenía cinco años. Su madre había muerto poco antes, y Jaime I, bajo la tutela teórica del Papa, quedó en la práctica bajo el control de un consejo de regencia que no era sino la expresión del poder de los grandes linajes nobiliarios aragoneses y catalanes.

ENFRENTADO A LA NOBLEZA

A principios del siglo XIII, los reinos de Jaime I estaban dominados por los barones feudales. El poder del rey dependía del consentimiento de la nobleza, que era capaz de imponer duras condiciones a cambio de prestarle homenaje y prometerle consejo y ayuda, como ocurrió en el juramento que los estamentos del reino prestaron al joven monarca en 1214. La promesa de ayuda era, sobre todo, de índole militar, puesto que el ejército se reclutaba a través de mesnadas de caballeros encabezados por linajes aristocráticos como los Montcada, los Cardona o los Lizana.

De este modo, las relaciones del Conquistador con la nobleza estuvieron llenas de tensiones, que derivaron a menudo en la sublevación abierta. Las crónicas de la época recogen numerosos episodios de esta naturaleza. Así, cuando tenía 15 años, Jaime estuvo tres semanas en Zaragoza prisionero de algunos ricoshombres aragoneses junto a su joven esposa, para quien llegó a organizar un plan de evasión. Las campañas de reconquista sirvieron a veces para encauzar estas energías contra el enemigo de la fe, pero era una solución efímera.

Jaime I recibe una embajada musulmana en las cantigas de Alfonso X el Sabio, escritas entre 1270 y 1282. 

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Los vasallos no siempre estaban dispuestos a ayudar a su rey. En una ocasión, por ejemplo, don Jaime se indignó con Ramón de Cardona cuando éste se negó a colaborar en la campaña para ayudar a Alfonso X de Castilla, el yerno del monarca aragonés: «Y mandamos nuestra corte en Barcelona primero –cuenta el rey en el Llibre dels Feyts–.Y cuando se celebró con ricos hombres, y ciudadanos, y clérigos, les rogamos que del mismo modo que siempre nos habían ayudado en nuestras empresas ellos y sus linajes [...] que también me ayudasen en eso, que era gran menester. El acuerdo de Ramón de Cardona, y los de su linaje, fue que nosotros le aderezásemos de un agravio que le habíamos hecho [...].Y nosotros dijimos que todos los de nuestra tierra que tuviesen demandas, que viniesen a nosotros y que lo repararíamos. [...]Y se reunieron otra vez, y nos respondieron tan mal y peor como la primera». Pero también son muchos los episodios que ilustran la devoción de los súbditos hacia su rey. El conde don Nuño, por ejemplo, aseguraba a don Jaime que lo acompañaría en la conquista de Mallorca y que lo defendería mientras le quedase un hálito de vida.

UN GIGANTE VALEROSO

La admiración que causó su figura entre los cronistas medievales estimuló la redacción de descripciones que elogian no sólo su cualidad de buen monarca, sino también su presencia física. Quizás la más conocida sea la que ofrece Bernat Desclot: «Fue el hombre más hermoso del mundo; era un palmo más alto que el resto, y muy bien formado, y perfecto en todos sus miembros.Tenía un gran rostro, sonrosado y fresco, la nariz larga y bien recta, la boca grande y bien dibujada, y dientes grandes, bonitos y blancos que parecían perlas, y ojos verdes y bonitos cabellos rubios semejantes al hilo de oro, y anchas espaldas y cuerpo largo y delgado, y los brazos fuertes y bien contorneados, y bellas manos y largos dedos, y los muslos gruesos, y piernas largas, rectas y gruesas de acuerdo con su estatura; y pies largos y bien formados y calzados con elegancia».

Numerosas referencias atestiguan igualmente su coraje, valentía y conveniente actitud ante sus huestes en los momentos de mayor dificultad. En el curso del sitio de Valencia, en 1238, recibió un disparo de ballesta en la cabeza y, para evitar que sus mesnadas se derrumbaran moralmente, se arrancó la flecha de cuajo para seguir al mando de las operaciones durante la jornada. En su crónica, el monarca explica que no pudo ver durante cuatro o cinco días con el ojo de la zona lesionada y que, una vez recuperado, cabalgó por todo el campamento «para que la gente no se desanimara». Curiosamente, siglos más tarde este incidente sirvió para identificar los restos del rey, cuando el panteón real del monasterio de Poblet fue saqueado a resultas del decreto de desamortización de 1835; al descubrirse un cráneo que mostraba una cicatriz muy marcada en su lado izquierdo, se dedujo que era el del Conquistador gracias a los detalles ofrecidos en el Llibre dels Feyts.

Panteón real del monasterio de Poblet (Tarragona). Pedro IV ordenó construir los panteones reales bajo los arcos del crucero.

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En consonancia con su naturaleza de seductor, la historiografía corrobora que sus brazos rodearon a hermosísimas mujeres. Se casó muy joven con la infanta Leonor, hija menor de Alfonso VIII de Castilla, y, como diría el rey acaso como un guiño mordaz: «Podíamos tener entonces doce años cumplidos y entrábamos en el decimotercero, así que durante un año estuvimos con ella aunque no podíamos hacer lo que los hombres deben hacer con su mujer, porque no teníamos la edad». Un año después de la boda, sin embargo, nació el príncipe Alfonso, pero más tarde el matrimonio fue anulado por razones de parentesco.

Luego se casó con Violante de Hungría, que le daría nueve vástagos. Además, sobre todo tras la muerte de Violante en 1251, Jaime I mantuvo numerosas relaciones con damas de alta alcurnia, como Aurembiaix de Urgel, Teresa Gil de Vidaure o Sibil·la de Saga. Su vida amorosa llegó a ser motivo de escándalo; en 1269, cuando Jaime se ofreció a lanzar una cruzada, el Papa le replicó: «Queremos que sepáis que el Crucificado no acepta el servicio de aquel que, maculándose con un contubernio incestuoso, lo crucifica nuevamente»; se refería a la relación de Jaime con Berenguera Alfonso, considerada incestuosa por tratarse de una prima del rey de Castilla, yerno a su vez de Jaime.

EL JUEZ Y EL LEGISLADOR

El principal cometido de un rey en la Edad Media era el gobierno de su pueblo. Por ello, era esencialla formación del príncipe para enseñarle a poner en práctica una serie de virtudes, inherentes a la «dignidad real», como la clemencia, la justicia y la prudencia. En la Corona de Aragón para el desempeño de las funciones regias era fundamental la consulta con los súbditos a través de la «curia regia» –formada por sus consejeros inmediatos– o bien de las Cortes, en las que estaban representados los tres estamentos de cada uno de los reinos: el clero, la nobleza y las ciudades. Durante su reinado, el Conquistador intensificó la celebración regular de estas reuniones de Cortes.

El Vidal Mayor es una compilación de leyes y decretos del reinado de Jaime I escrito entre 1290 y 1310. En este capítulo el rey prohíbe a los jueces aceptar sobornos y les exige que sean imparciales al dictar sentencia.

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Urgido por la necesidad de organizar y unificar sus vastos dominios, aunque respetando a la vez la autonomía de cada uno de ellos, Jaime I se sumergió, asimismo, en una intensa labor legislativa. Secundado siempre por la voluntad y el consejo de los prelados y prohombres de sus dominios –salvo de la nobleza aragonesa, de talante más conservador– reformó y corrigió los fueros antiguos de sus reinos. Así, en 1247 impulsó la redacción de un Fuero General de Aragón y cuatro años después promulgó los Fueros del reino de Valencia al poco de concluir la reconquista de la mayor parte del territorio. En Cataluña tuvo especial importancia la reforma por la que se constituyó el Consejo de Ciento, la asamblea municipal de Barcelona.

La aplicación de la justicia era el principal deber del rey, aunque en la práctica era extraño que rindiese justicia personalmente. Por ello, se había generado un complejo engranaje a través del cual, mediante delegados y otros subordinados, el soberano, fuente de derecho y entendido como la propia ley viviente, ejercía esta función. Aun así, Jaime I no renunció a intervenir en persona en cuestiones de justicia. Por ejemplo, después de la caída de Mallorca, cuando algunos de sus soldados arremetieron contra los musulmanes vencidos asaltándolos y despojándolos de todo cuanto llevaban, don Jaime, advertido de ello, propuso castigar a los culpables con tal severidad que, en términos de Zurita, «se abstuvieron de allí adelante de robar ni saquear ninguna cosa».

CAMPEÓN DE LA FE

Es verdad que Jaime I fue excomulgado por el Papa: había ordenado cortar la lengua a Berenguer de Castellbisbal, obispo de Girona y confesor del rey, por haberle traicionado al quebrantar el secreto de confesión. No obstante, no caben dudas sobre su sincera y fervorosa religiosidad. Devoto de la Virgen María, don Jaime creyó siempre ser objeto de la protección divina, manifestada, especialmente, durante sus campañas militares. Por ello, no le importaba poner su vida en peligro: «Y creed, verdaderamente, que dos veces nos descubrimos todo el cuerpo para que nos hiriesen, pero Nuestro Señor Jesucristo sabe cómo deben hacerse las cosas, y cómo deben ser, de modo que no quiso que nos hicieran daño ni nos golpeasen, y tomamos la villa», aseguraría el monarca en la narración del ataque a Burriana en 1233.

Considerándose como abanderado de la fe, se marcó como objetivo primordial y casi obsesivo la expansión territorial a costa de los musulmanes. La intensidad de este sentimiento se refleja en las palabras que recoge el cronista Muntaner, según el cual, el rey, recuperándose en su lecho de una grave herida en territorios de Valencia, exclamó: «Arrea mi caballo y apareja mis armas que quiero ir contra los traidores sarracenos que quieren que muera. ¡No lo crean! ¡Que antes los destruiré a todos!».

El reinado de Jaime I fue uno de los más largos que constan en los anales de la España medieval: nada menos que 63 años. El propio Conquistador se vanagloriaba de haber alcanzado esta edad, que interpreta de nuevo como un signo del favor divino: «Nuestro Señor nos había hecho reinar a su servicio más de sesenta años, más que no haya en memoria, ni encuentra hombre que ningún rey, desde David o Salomón hasta aquí, hubiese reinado tanto».

Salón de contrataciones en la Lonja de Barcelona. Esta sala gótica se realizó a finales del siglo XIV, en el reinado de un sucesor de Jaime I, Pedro IV.

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Finalmente, enfermo y fatigado, Jaime I fallecía el 2 de febrero de 1276, tras recibir «católicamente todos los sacramentos, y con mucha reverencia y devoción», en términos del cronista Lucio Marineo Sículo. Otro cronista, Bernat Desclot, cuenta que en ese instante «los ángeles del cielo vinieron con alegría, le tomaron el alma del cuerpo y se la llevaron al cielo ante Dios». Su desaparición fue recibida con desconsuelo generalizado en todo el reino: «Y los duelos, y los lloros, y los plantos, y los gritos comenzaron por toda la ciudad...Y así iban todos llorando y lamentando; y este duelo duró en la ciudad cuatro días», describía, melancólico, Ramon Muntaner respecto a los súbditos valencianos. Su sepultura, como había ordenado, se dispuso en Santa María de Poblet. En torno a ella se constituiría allí, décadas después, el panteón de la dinastía de la Corona de Aragón.

A la muerte de Jaime I su reino se dividió entre su primogénito Pedro (que recibió Cataluña, Aragón y Valencia) y su segundo hijo Jaime (quien sería rey de Mallorca y el Rosellón). Muerte del rey en un óleo de Ignasi Pinazo Camarlench pintado en 1881, Museo del Prado, Madrid.

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En una época de monarcas paladines de la fe católica, Jaime I bien habría podido alcanzar la santidad, como sucedió con Fernando III de Castilla y Luis IX de Francia. Si ello no ocurrió fue a causa de las diferencias políticas que había mantenido con el Papado. Aun así surgió una corriente de veneración popular por su memoria y de culto a las reliquias asociadas a su persona.

Uno de sus sucesores, Pedro IV, entrado ya el siglo XIV, no dudaba en calificar a Jaime I como lo sant rei, al tiempo que ordenaba que cada año se celebrase el aniversario de su muerte. Su obra de conquistador y legislador hizo que se le viera como el punto de arranque del período de máximo esplendor de la Corona de Aragón, que desde el reinado de su sucesor, Pedro el Grande, prolongaría las campañas de reconquista peninsular con una fabulosa expansión política y comercial por todo el Mediterráneo.

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