El padre del cuento. Un punto de partida para la literatura. Antón Pávlovich
Chéjov y su universo. Por primera vez en español cuidados volúmenes reunirán
toda la narrativa breve del maestro ruso universal. Una selecta traducción
realizada por los mejores traductores y una rigurosa edición a cargo de Paul
Viejo, que servirá para conocer de principio a fin y cronológicamente la obra del
autor de La dama del perrito. Un primer volumen donde confluyen sus cuentos
iniciales, humorísticos y paródicos, junto a obras maestras como El camaleón, Se
fue o Flores tardías. El camino se abre aquí a una obra de referencia para la
modernidad. El camino de Chéjov. Chéjov completo.
Antón Chéjov
Cuentos completos (1880-1885)
ePub r1.0
Titivillus 24.06.15
Antón Chéjov, 2013
Edición: Paul Viejo
Retoque de cubierta: Wake
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
INTRODUCCIÓN
I
CONOCER A CHÉJOV
Conocemos a Chéjov. Conocemos a Chéjov y lo reconocemos, además. Sabemos —
aunque no lo hayamos leído incluso— quién es y dónde situarlo, junto a quién, contra
quién. Qué fácil y qué rápido lo situamos ahí arriba, justo al lado de Poe, justo al lado de
Maupassant, justo en esa puerta medio abierta que lleva hasta el cuento moderno, como si
tuviéramos ya claro qué es un cuento «moderno» y cuál se ha quedado viejo, anticuado,
limitado.
Conocemos a Chéjov. Y lo reconocemos, porque sabemos lo grande que es —con lo
pequeño que lo hacía todo—, y no es difícil encontrarse en medio de alguna polémica, del
tipo Chéjov contra Tolstói, Chéjov contra Dostoievski, Chéjov contra Gorki, contra Gógol.
Contra Turguéniev, Léskov, Gonchárov, Bulgákov. Contra toda la literatura rusa, si hace
falta, porque sabemos que bastan las pocas páginas de un cuento como «La dama del
perrito» para salvarlo. Que basta una ilusión como «Flores tardías» para salvarnos.
Conocemos a Chéjov, y sabemos que además de cumplir con la imagen que tiene que
dar, la del escritor perfecto, la del nunca sobra nada, mira cómo insinúa, y también la del
escritor de éxito, sabemos bastantes cosas de su vida —porque «basta el espacio de una
lápida para dejar encuadernada en musgo la vida de un hombre», ya lo dijo Nabokov—,
como que no fue sólo escritor, a quién se le ocurre, sino que fue también médico. Sabemos
lo de que estudió medicina en Moscú, y que ejerció como médico, y como médico rural, y
como médico retirado después, igual que sabemos lo de que nació en Taganrog en 1860, o
lo de que compatibilizó la literatura y la medicina dentro de una metáfora de amantes y
esposas que él mismo se inventó. Sabemos, igual, lo de sus mil seudónimos, lo de las
revistas y los periódicos, lo de la tuberculosis y los cientos de relatos, lo de sus viajes a
Sajalín, a Yalta, a todas las partes de Rusia; sabemos lo de sus problemas de dinero, y lo
del fracaso inicial de sus obras de teatro, y lo del amor último con la actriz Knipper;
sabemos incluso lo de su muerte en Badenweiler con sólo 44 años, un escritor joven, igual
que sabemos lo de la copa de champán y lo del ich sterbe, y sabemos incluso —aunque
depende del cuento que nos cuenten, la versión puede cambiar— lo del tren que
transportaba ostras y otras cosas y el cuerpo de Chéjov hasta Moscú, para que descansara
tranquilamente después de todo lo que había hecho, lo que había escrito para nosotros. Y
si no lo sabemos, cada vez es más fácil. Y si no hemos acudido a esa lápida biográfica de
las enciclopedias digitales, podemos —si queremos, no siempre es necesario— acudir al
Chekhov: A life de Donald Rayfield, que lo tiene todo o casi todo sobre su vida, o acudir al
Cechov de la italiana Ginzburg, que no contiene nada o casi nada, pero es simplemente
delicioso, como un relato del propio Antón.
Conocemos a Chéjov, sobre todo, porque lo hemos leído. Porque hemos tenido —los
lectores en español— la suerte enorme e inmensa de haberlo visto publicado desde hace
ya casi un siglo, de tener varias versiones de sus mejores relatos, de todos los que son
imprescindibles y alguno de los que menos, antologías grandes y antologías de bolsillo,
monjes negros y pabellones del 6, damas, señoras, doncellas y señoritas con perro y con
perrito y con cachorro, coristas, amores, grosellas. No nos podemos quejar, porque hemos
leído —si hemos querido— lo más grande y mejor de Chéjov y por eso sabemos que él
mismo es grande y el mejor, o de los mejores.
Conocemos a Chéjov, porque tenemos miles de detalles como los apuntados en estas
líneas. Muchos más, y con eso nos basta, o nos debería bastar. Pero a veces creemos
conocer de más, y reconocemos con exageración, aunque todavía queden huecos por
completar, espacios por rellenar. Y en parte por eso, casi solo, tiene sentido editar los
Cuentos completos de Chéjov, y en parte por eso, casi solo, tiene sentido esta edición y es
su propósito. Ofrecer, reunida por completo en cuatro volúmenes, la obra de Chéjov
después de ya haber leído sus mejores relatos, sus cuentos más valiosos, puede tener poco
sentido salvo para esa función necesaria —tan necesaria como todo lo que tenga que ver
con la literatura— que es conocer (ahora sí) a Chéjov desde el principio hasta el final,
ordenado, dejando claro y evidente y a veces incluso con sonrojo cómo se inicia un
escritor que acabará siendo un genio, qué poco redondos son algunos cuentos suyos que
casi ni parecen cuentos, y qué arriesgados o modernos o vanguardistas son otros, cuántos
tópicos se rompen (¿cómo que no sobra ninguna palabra?, ¿dónde, por qué no va a sobrar
ninguna palabra si nos las pagan al peso?) si uno recorre, en la lectura, el mismo camino
que Chéjov, y cuántas sorpresas también al paso, porque intuíamos que sus primeros
cuentos eran de risa —para reír, perdón— y muy graciosos, y que los últimos eran muy
tristes y muy largos y cuánta melancolía, cómo conoce este hombre el alma humana, y de
repente nos encontramos en medio de lo gracioso una cosa triste, tristísima, y en medio de
los cuentos menos buenos (o más ligeros) joyas, obras maestras que parecen de la última
época y que nosotros no distinguíamos mezclados como estaban entre tantas antologías.
Conoceremos a Chéjov en cuatro volúmenes ordenados cronológicamente, que
empiezan en este mismo con la «Carta a un vecino erudito» que fue el primero de los
cuentos suyos, y terminan allí a lo lejos, en el cuarto, con «La novia» que fue el último, y
cuando este acabe vendrán un buen número de inconclusos, inéditos y dudosos, atrapados
en un apéndice. Cuatro volúmenes que reunirán no sólo todos los cuentos, sino también a
todos los traductores, o casi todos, que se han ocupado de Chéjov, los que mejor conocen a
Chéjov, de varias generaciones, de varios acentos, de español variado y ruso variado,
como el de Chéjov. Cuatro volúmenes donde se irá apuntando la historia de estos cuentos,
todos los datos, todas las fechas, casi todas las anécdotas, y pequeñas introducciones que
nos vayan explicando cómo se publicaron los cuentos, qué pasó con sus libros, cuáles las
revistas, dónde los éxitos, hasta qué punto los fracasos. Cuatro volúmenes para ordenar,
por fin, a Chéjov. Cuatro volúmenes para leer, por fin, a Chéjov de arriba abajo y desde
cerca. Cuatro volúmenes de Cuentos completos. Para conocer a Chéjov.
Manuscrito del cuento «Dos novelas».
II
1880-1885
Este primer volumen de los Cuentos completos de Chéjov contiene lo que en la
nomenclatura tradicional de la obra chejoviana se ha venido llamando relatos, cuentos,
piezas humorísticas y parodias, todos correspondientes al periodo comprendido entre 1880
y parte de 1885. La mayoría de ellos aparecieron por primera vez en revistas y
publicaciones periódicas, sujetos a las habituales correcciones tipográficas y la enmienda
de erratas. Varios de los relatos (como «Una vida en preguntas y respuestas», «Flores
tardías», «El fin de un idilio», «Definiciones filosóficas de la vida», «El espejo torcido»,
«Dos novelas» o «Carta a la redacción») se han recuperado, sin embargo, desde los
originales autógrafos que se han conservado en los archivos de Moscú y Taganrog.
Un buen número de estas historias tempranas de Chéjov fueron corregidas por su autor
en varias ocasiones para su publicación en dos colecciones de relatos: Travesura (1882),
[1]
que permanecería inédito, y Cuentos de Melpómene (1884). «El espejo curvo»
[2]
aparecería por primera vez tan sólo en la edición de las Obras completas que Adolf
Marx publicó entre 1899 y 1903, y que Chéjov se encargó de preparar y seleccionar,
mientras que otros relatos, como «Juicio sumarísimo» o «Imprudencia», tuvieron que ser
recuperados a partir de las galeradas dispuestas para esa misma edición.
En los diferentes archivos donde se conserva la obra de Chéjov permanecen
numerosos recortes de las revistas donde se fueron publicando, copias manuscritas y
apuntes que el autor utilizó para seleccionar aquellos que se incluirían en sus obras
completas (o que Chéjov descartaba añadiendo una anotación: «N. B.: No incluir en obras
completas»), pero también para enmendar algunos de los recortes que estos relatos
humorísticos iniciales habían sufrido por parte de la censura que permitía su publicación
en las revistas, como en el caso de «Carta a un vecino erudito» o «El pecador de Toledo».
El primer volumen de cuentos de Antón Chéjov iba a llamarse Travesura, y estuvo
preparando su publicación a mediados de 1882, para incluir los doce cuentos que se
señalan en los apartados siguientes. Sin embargo, esta primera antología no llegó a ver la
luz nunca. En la Casa Museo Chéjov de Moscú se conservan dos copias (sin portada,
índice de títulos y algunas de las páginas finales) de 112 y 96 páginas respectivamente. En
una de las copias figura la inscripción «Edición del autor, 188—», mientras que en la
segunda una anotación manuscrita decía que las páginas supervivientes de este libro,
perteneciente a A. Chéjov, y que todavía no habían visto la luz, pasaron a formar parte de
su próximo libro, Cuentos de Melpómene. La nota estaba firmada por I. Chéjov en marzo
de 1931, y además añadía: «Ilustraciones de su fallecido hermano Nikolái».
[3]
Mijaíl Chéjov en sus memorias, Alrededor de Chéjov , habla de este libro inédito:
«Estaba ya impreso, encuadernado y sólo le faltaba la cubierta… No sé por qué no fue
nunca publicado ni cuál fue su destino». Y aunque sí se conservan documentos relativos a
la censura administrativa y la entrega del material, ni el propio Chéjov dejó más
información escrita sobre esta primera colección de cuentos.
El verdadero «primer libro» de Chéjov fue por tanto Cuentos de Melpómene. Seis
cuentos, de A. Chejonté, publicado en Moscú, por cuenta propia, en 1884. La aparición de
su ópera prima provocó diversas reacciones en la prensa que transitaban desde las
positivas «humor dickensiano» o «se leen con interés. El autor tiene un indudable sentido
del humor», hasta algunas menos complacientes como la que apareció ya en 1885 en El
observador donde se decía que, aunque interesantes, «estas historias están mal escritas».
[4]
En 1900, la editorial que publicaba la revista La libélula decidió lanzar una antología
titulada En un mundo de risas y bromas, donde reuniría algunas de las historias, poemas,
piezas humorísticas y caricaturas que habían visto la luz en sus páginas. De Chéjov
publicaron varios de los textos aparecidos en 1880, mientras colaboró con ella: «A la
americana», «Papá», «Antes de la boda», «Por unas manzanas» y «¿Qué es lo que más se
da en las novelas, relatos, etcétera?».
Todos los cuentos y piezas cómicas que Chéjov publicó entre 1880 y 1882 salieron
bajo seudónimo o sin firma, como damos cuenta en las siguientes páginas. La primera que
se reconoce como auténticamente chejoviana es una simple firma «… v’», en el primero
de sus cuentos publicados, mientras que el más frecuente y que usó con más insistencia
fue «Antosha Chejonté», o variaciones como «Antón Ch.», «Chejonté», «An. Ch.»,
«Antón W***», «Don Antonio Chejonté», etcétera, o completamente diferentes como «El
hombre sin bazo», «Un poeta prosaico» o «G. Baldastov».
Ni siquiera Chéjov, mientras preparaba la edición completa para Marx, pudo localizar
todos los textos que escribió a lo largo de veinte años de creación: «están repartidos por
todo el mundo», dejó escrito. Un buen número de textos publicados en estas fechas, de
forma anónima o con diversos seudónimos, se perdieron en los propios fondos de las
revistas donde fueron publicados y, sólo algunos de ellos, recuperados en épocas recientes,
a través de sistemáticos estudios y pruebas. También la atribución o las dudas respecto a la
autoría han dado un buen número de textos «dudosos» que, a modo de apéndice, se suelen
reunir en las ediciones chejovianas.
[5]
Desde finales de 1882 Chéjov comenzaría a colaborar en la revista Fragmentos , a
cargo del editor Nikolái Leikin, y con esto se iniciaría uno de los periodos más prolíficos
de su carrera. Entre principios de 1883 y principios de 1884 se pueden rastrear ciento
treinta cuentos, de diferentes géneros, extensiones e intenciones, de los cuales, sin
embargo, tan sólo veintiséis acabarían formando parte de las Obras completas, algo que
puede llegar a decir mucho de la exigencia de Chéjov, o de sus gustos o necesidades en
cada época. La estrecha colaboración entre Leikin y Chéjov, además de exitosa, les
proporcionaba a ambos una gran satisfacción. Si Chéjov sentía que podía desarrollar más
su faceta literaria que lo que había podido hacer en las revistas moscovitas en las que
colaboraba previamente, Leikin por su parte admiraba el ritmo y el número de
contribuciones de Chéjov, hasta que enseguida se convirtió en el principal colaborador de
Fragmentos. Hasta tal punto fue estrecha su colaboración que hoy sabemos que algunos
de los cuentos de Chéjov sufrieron una intensa intervención por parte del editor, muchas
veces sin consultarlo previamente. En ocasiones el objetivo era evitar la censura o
enmendar los textos de la forma en que ésta proponía (como en «Un esclavo jubilado»),
pero también únicamente por problemas de espacio («De paseo en landó», «Un liberal»), y
poder adaptarse a las cien o ciento cincuenta líneas que el diseño de la revista permitía. El
propio editor, para no excederse en esas funciones, le recomendó a Chéjov tenerlo en
cuenta, y así sabemos que gran parte de lo que hoy se reconoce como rasgo
importantísimo de su estilo compositivo se debe a esta razón, que condicionaba por
completo la escritura, y que historias tan valiosas como «La cerilla sueca» y «La muerte
de un funcionario», u obras maestras de la brevedad lacónica y el subtexto como «Se fue»
o «Un trágico» se beneficiaron de este tipo de «censura». Lo único que en ocasiones
Chéjov reprochaba era que la revista no pudiera publicar todo aquello que él enviaba, y
que muchos de los cuentos se retrasaran considerablemente o incluso no llegaran a ver la
luz.
Por ello, desde ese momento se hacen frecuentes las colaboraciones con otras revistas.
Breves fueron las colaboraciones con la Hojilla satírica rusa, editada por Abram
Lipskerov, donde aparecerían «La venganza de las mujeres» y «El vanka», y con Noticias
del día, donde aparecieron «Un examen» y «¡Oh, las mujeres, las mujeres!».
En 1883 aparecería, por fin, el primer relato de «Antón Chéjov», es decir, firmado con
su propio nombre, «En el mar», hecho que se volvería a repetir en «La cerilla sueca». Los
editores de Noticias del día y La hoja moscovita también colocaron deliberadamente la
firma «A. Chéjov», sin consultarlo, al pie de los relatos «Un examen» y «Un hombre
orgulloso». Pero la cuestión del nombre todavía sería un tema peliagudo.
Ni siquiera en la primera edición de su segundo libro de cuentos, Relatos
[6]
abigarrados , de 1866, figuraba de tal forma, sino que todavía se mantuvo el habitual «A.
Chejonté». Sólo en siguientes ediciones, guiado por los consejos del escritor Dmitri
Grigórovich y el editor Alekséi Suvorin, aparecería su nombre entre paréntesis y seguido
del seudónimo. Relatos abigarrados contenía setenta y siete relatos aparecidos entre 1883
y 1886, de los cuales cuarenta y siete se publicaron durante esta etapa de colaboraciones
con Fragmentos, incluidos sin apenas rectificaciones (salvo una excepción importante en
el relato «El gordo y el flaco»). Más significativas serían ya la revisiones a partir de la
segunda edición, reducida a cuarenta y un cuentos, cuya estructura se mantuvo hasta la
sexta edición (1895), para volver a modificarse en la décima (1897) y duodécima (1898).
Relatos abigarrados sería la primera obra que por fin proporcionó a Chéjov visibilidad y
numerosas menciones en prensa, reconociendo que los relatos incluidos (es decir, un gran
número de los que se recogen en este libro) demostraban que el autor «era capaz de
combinar la facilidad y elegancia de sus formas, con la gravedad de los contenidos», como
se publicó anónimamente en la revista El despertador. Hasta finales de la década de 1890,
cuando se iniciara la publicación de sus Obras completas, no se volvería a dar una
situación tan positiva, en número y contenido, en la recepción de las obras de Chéjov y el
renacimiento del interés por el autor.
En 1884 Chéjov era ya, desde luego, alguien a quien se leía con atención y cuyas
colaboraciones eran reclamadas desde distintas editoriales, lo que provocó no pocos
desencuentros con el editor de Fragmentos. Sus diferentes participaciones en otras
publicaciones, como la retomada con El despertador o las que se iniciarán con
Entretenimiento, El provecho ruso o Noticias del día, permitirán a Chéjov algo a lo que
cada vez le dará más importancia: no limitarse a textos breves de carácter humorístico,
sino poder experimentar con extensiones, puntos de vista y enfoques diversos. Habrá que
considerar estos años, 1884 y principios de 1885, como una de las primeras bisagras hacia
la obra mayor de Chéjov, como ya adelantan algunos de los cuentos. Dos de ellos, de entre
los incluidos aquí, se publicaron en el siguiente libro de cuentos de Chéjov, Discursos
inocentes (de A. Chejonté), publicado en 1887: «La noche antes del juicio» y «Una noche
de espanto».
Este volumen se detiene justo ante un relato mayor, tanto en su extensión como en su
calidad, «Un drama de caza», prácticamente una novela policiaca, con el que se abre la
segunda parte de esta edición y que incluye muchos de los cuentos que acabarían
formando parte, ya sí, de la colección que le daría el renombre definitivo y la fama
merecida, En el crepúsculo[7].
III
NOTAS, HISTORIA Y REFERENCIAS DE LOS CUENTOS PUBLICADOS
3000 VOCABLOS EXTRANJEROS INCORPORADOS A LA LENGUA RUSA. —
«3000 иностранных слов, вошедших в употребление русского языка»
(Traducción: Paul Viejo) se publicó el 23 de julio de 1883, en el número 30 de la revista
Fragmentos. En la publicación no aparecía firma alguna, pero se estableció su autoría a
partir de la mención a «El hombre sin bazo» en el propio texto.
A CUAL MEJOR. — «Оба лучше» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 30 de
marzo de 1885, en el número 13 de la revista Fragmentos, con el subtítulo «Relato» y la
firma «A. Chejonté». Sin el subtítulo se incluyó en la primera edición de Relatos
abigarrados (1886). Inmediatamente después de su publicación en el libro, la crítica lo
destacó como uno de los mejores cuentos de la colección. Otros títulos en español:
«Ambos son mejores».
A LA AMERICANA. — «По-американски» (Traducción: René Portas) se publicó
el 7 de diciembre de 1880, en el número 49 de La libélula, con la firma «Antosha Ch.».
Este cuento volvería a publicarse el 15 de abril 1886 en el número 4 de la revista
Entretenimiento.
ADIVINOS Y ADIVINAS. — «Гадальщики и гадальщицы» (Traducción: René
Portas) es el tercero de los relatos que aparecieron en el número 1 de la revista El
espectador, en enero de 1883, y también iba firmada como «El hombre sin bazo».
Apareció con el subtítulo de «Escenitas navideñas».
AGUINALDOS. — «Праздничные» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 23
de marzo de 1885 en el número 12 de la revista Fragmentos, con el seudónimo «El
hombre sin bazo». Otros títulos en español: «Los festivos».
ALEGRÍA. — «Радость» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) se publicó, con el
seudónimo «A. Chejonté», en el número 3 de la revista El espectador, en enero de 1883.
Apareció con un título diferente, «Un gran honor», al que adquiriría definitivamente tras
las numerosas correcciones de Chéjov para su publicación en las Obras completas
editadas por Marx. En vida de Chéjov fue traducido al búlgaro, alemán, polaco,
serbocroata y checo.
ALGO. — «Кое-что» (Traducción: René Portas) apareció en junio de 1883 en las
páginas de El despertador, número 24. La firma utilizada fue «El hermano de mi
hermano».
AMOR NO CORRESPONDIDO. — «Отвергнутая любовь» (Traducción: Luis
Abollado) se publicó el 16 de enero de 1883, en el número 2 de El provecho mundano,
dentro de la sección «Tornillo del n.° 1». La firma en esta ocasión fue «Tuerca del n.° 6»,
y llevaba el subtítulo «(Traducción del español)». Otros títulos en español: «El amor
rechazado».
ANSIEDAD. — «Пережитое» (Traducción: Luis Abollado) fue la primera
colaboración de Chéjov en la revista El espectador. Fue en su número 1, de enero de 1883,
y apareció bajo la firma de «Antón Chejonté». Otros títulos en español: «Lo sobrevivido
(Esbozo psicológico)».
ANTES DE LA BODA. — «Перед свадьбой» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó el 12 de octubre de 1880. En el número 41 de La libélula, con la firma «Antosha
Chejonté». El texto original incluía un subtítulo, «Dedicado a un dulce corazón», que
eliminó de la versión que se iba a publicar en el volumen Travesura.
ANUNCIOS EQUIVOCADOS. — «Перепутанные объявления» (Traducción:
René Portas) se publicó en el número 2 de la revista Fragmentos, bajo la firma «El
hombre sin bazo», que apareció el 14 de enero de 1884. Sin embargo, a juzgar por la
correspondencia de Chéjov con Leikin, editor de Fragmentos, se desprende que su
escritura es anterior a agosto de 1883 y que su publicación tuvo que ser pospuesta.
BIBLIOGRAFÍA. — «Библиография» (Traducción: René Portas) se publicó en El
provecho mundano, número 2, del 16 de enero de 1883. Salió dentro de la sección
«Tornillo del n.° 1», pero en una parte de la tirada original aparecía la firma
«Champagne», en otra «Tuerca del n.° 8». A finales de 1882, Chéjov escribió un texto
titulado «Promociones y anuncios», que acabaría siendo esta «Bibliografía» tras
correcciones no posteriores al 14 de enero, según las fechas de aprobación de la censura.
BLANDURA. — «Размазня» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 19 de
febrero de 1883 en el número 9 de la revista Fragmentos, con la firma «A. Chejonté». El
cuento, con pocos cambios de puntuación, se publicó en la primera edición del libro
Relatos abigarrados (1886). En vida de Chéjov se tradujo al rumano, serbocroata y
eslovaco. Otros títulos en español: «La calzonazos».
BODA POR INTERÉS. — «Брак по расчету» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar)
se publicó el 8 de noviembre de 1884 en el número 43 de la revista Entretenimiento. Lo
firmaba «El hombre sin bazo» y su título completo era «Boda por interés, o Para gente que
teme (Novela en dos partes lamentables)». En 1886, Chéjov lo incluyó en su libro Relatos
abigarrados, y también en 1903 se publicó en un cuadernillo sin autorización. En 1899
Chéjov lo recopiló, con el título y subtítulo definitivos, en el primer volumen de sus Obras
completas. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro, rumano, serbocroata y checo. Otros
títulos en español: «Matrimonio de conveniencia», «Matrimonio por interés».
BREVE ANATOMÍA HUMANA. — «Краткая анатомия человека» (Traducción:
René Portas) se publicó el 20 de agosto de 1883, en el número 34 de Fragmentos, con el
seudónimo «El hombre sin bazo».
BUENA COLECCIÓN. — «Коллекция» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el
18 de febrero de 1883 en el número 13 de la revista El espectador, bajo el seudónimo de
«El hombre sin bazo». En el cuento aparece «el periodista Misha Krovov», que sería uno
de los seudónimos utilizados por Chéjov para escribir varios artículos en El espectador.
Otros títulos en español: «La colección».
CABALLEROS SIN MIEDO Y SIN TACHA. — «Рыцари без страха и упрека»
(Traducción: Luis Abollado) se publicó con el seudónimo de «A. Chejonté» en el número
14 de la revista Fragmentos, que salió el 2 de abril de 1883. Durante la preparación de sus
Obras completas en la edición de Adolf Marx, el autor anotó en su copia: «N. B.: no
incluir en las obras completas. Ant. Chéjov». Otros títulos en español: «Caballero sin
miedo ni reproche».
CALENDARIO EL DESPERTADOR DE 1882. — «Календарь Будильника на
1882 год» (Traducción: René Portas) se publicó entre marzo y abril de 1882, en los
números 10, 11 y 12 de El despertador bajo la firma de «Antosha Chejonté» y en el
número 14 como «G. Baldastov», con la intención de parodiar a partir de hechos reales los
habituales «Calendarios» que las revistas, incluida El despertador, publicaban en sus
páginas. Las «Anotaciones al calendario», que en ocasiones se colocaban en una línea
ideológica contraria a la propia revista, provocaron fuertes críticas por su cantidad de
alusiones y críticas, o ataques casi explícitos a escritores como Saltikov-Schedrín o la
literatura realista.
CANTORES. — «Певчие» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) se publicó el 25 de
febrero de 1884, en el número 8 de la revista Fragmentos, con el seudónimo de «A.
Chejonté». Se incluyó en las diferentes ediciones de Relatos abigarrados, desde la
primera de 1886, y en el tomo tercero de las Obras completas. En vida de Chéjov se
tradujo al serbocroata. Otros títulos en español: «Cantantes».
CARTA A UN REPORTERO. — «Письмо к репортеру» (Traducción: Paul Viejo)
apareció en el número 23 de la revista Fragmentos, del 9 de junio de 1884, con la firma en
el texto.
CARTA A UN VECINO ERUDITO. — «Письмо к ученому соседу» (Traducción:
Jesús García Gabaldón) se publicó por primera vez el 9 de marzo de 1880, en el número
10 de la revista La libélula, bajo el seudónimo «… v’». Su título original era «Carta del
terrateniente Don Stepán Vladimirovich N. a su vecino erudito el doctor Friedrich» y se le
ofreció un pago de cinco kopeks por línea. En 1882 Chéjov lo incluyó en Travesura, el
primer libro que reuniría sus relatos, pero que nunca vio la luz. Otros títulos en español:
«Carta a un vecino científico», «Carta a un vecino ilustrado».
CIRUGÍA. — «Хирургия» (Traducción: Víctor Gallego Ballestero) fue escrito,
probablemente, el 4 de agosto de 1884, según una carta de Leikin, el editor, a Chéjov. Se
publicó el 11 de ese mismo mes en el número 32 de la revista Fragmentos, con el subtítulo
«Escena» y la firma de «A. Chejonté». Sin el subtítulo se incluyó en la primera edición de
Relatos abigarrados (1886) y, con algunos cambios y recortes, en el segundo tomo de las
Obras completas. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro, polaco y serbocroata. Otros
títulos en español: «La cirugía».
COMO EL ABUELO. — «Весь в дедушку» (Traducción: Luis Abollado) se publicó
el 18 de junio de 1883 en el número 25 de la revista Fragmentos. Usó el seudónimo «A.
Chejonté». Para la edición de Marx de sus Obras completas, Chéjov corrigió galeradas,
pero finalmente no se incluyeron los cambios en el tomo II donde apareció. Otros títulos
en español: «Igualito al abuelito».
CONFESIÓN, U OLIA, ZHENIA, ZOIA. — «Исповедь, или Оля, Женя, Зоя»
(Traducción: James у Marian Womack) se publicó en el número 12 de El despertador, en
marzo de 1882, y sin firma. El nombre que figura al final del relato no se corresponde con
el autor, sino con un personaje que reaparecerá más adelante, en abril del mismo año, en
las «Observaciones al calendario de El despertador». Chéjov lo incluyó en su recopilación
Travesura, y durante las correcciones añadió la firma y el subtítulo «(Carta)», además de
ciertas correcciones de estilo.
CONGRESO
DE
NATURALISTAS
DE
FILADELFIA.
—
«Съезд
естествоиспытателей в Филадельфии» (Traducción: René Portas) apareció el 30 de
abril de 1883, en el número 18 de la revista Fragmentos. Utilizó el seudónimo «El hombre
sin bazo». Según su correspondencia, Chéjov lo escribió entre el 16 y el 20 de abril.
CONSEJOS PARA AUTORES NOVELES. — «Правила для начинающих
авторов» (Traducción: Luis Abollado) aparece en marzo de 1885, en el número 12 de la
revista El despertador, que estaba dedicado al vigésimo aniversario de la revista. El
cuento se presentaba con un regalo conmemorativo. El 18 de julio de 1904, tras el
obituario a Chéjov, se volvió a publicar, junto con los dos «Brindis». Otros títulos en
español: «Reglas para autores principiantes».
CONTRATO DEL AÑO 1884 CON LA HUMANIDAD. — «Контракт 1884 года с
человечеством» (Traducción: René Portas) se publicó el 14 de enero de 1884, en el
número 2 de la revista Fragmentos, con la firma en el propio texto.
¿CUÁL DE LOS TRES? — «Который из трех?» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó el 13 de julio de 1882 en el número 14 de la revista Sputnik, con el seudónimo de
«Antosha Chejonté». El mismo seudónimo fue utilizado por Chéjov en el cuento
«Confensión, u Olia, Zhenia, Zoia», con tratamiento muy diferente. Incorpora el subtítulo
«Historia vieja, pero siempre nueva».
CUENTO DIFÍCIL DE TITULAR. — «Рассказ, которому трудно подобрать
название» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 12 de marzo de 1883 en el número
11 de la revista Fragmentos. Lo firmaba «A. Chejonté» y en vida de Chéjov se tradujo al
polaco.
DE CAZA. — «На охоте» (Traducción: René Portas) apareció en febrero de 1884, en
el número 6 de la revista El despertador, con la firma de «A-n Ch-té». El título original
con el que fue publicado en la revista era «Un tío y un perro (Con motivo de una
exhibición de perros)». En abril de 1899 lo corrigió, y cambió el título, para su inclusión
en las Obras completas que editaría Adolf Marx. Pero el cuento no llegó a salir en esa
edición, por decisión de Chéjov.
DE MAL EN PEOR. — «Из огня да в полымя» (Traducción: Víctor Gallego
Ballestero) se publicó el 20 de septiembre de 1844, en el número 37 de la revista
Entretenimiento, con la firma «A. Chejonté». Mientras preparaba, en 1899, el primer
volumen de sus Obras completas, solicitó el recorte de la revista donde apareció porque
había recordado este cuento. Sin embargo, lo rechazó, y no fue hasta el segundo volumen
cuando, enmendado, lo incluyó en la recopilación. En vida de Chéjov se tradujo al alemán,
serbocroata, polaco, eslovaco y checo. Otros títulos en español: «De la sartén al fuego».
DE MAL HUMOR. — «Не в духе» (Traducción: Víctor Gallego Ballestero) se
publicó el 29 de diciembre de 1884, en el número 52 de la revista Fragmentos. Lo firmaba
«A. Chejonté» y figuraba el subtítulo «Relatillo». En 1899 Chéjov lo incluyó en el primer
tomo de sus Obras completas, y en vida se tradujo al búlgaro, serbocroata y checo.
DE PASEO EN LANDO. — «В ландо» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 24
de septiembre de 1883, en el número 39 de la revista Fragmentos, con la firma «A.
Chejonté». El final del relato no es el original, que no se conserva, sino una intervención
del editor, Leikin, que lo recortó tal como le explica a Chéjov en una carta de octubre de
ese mismo año. Otros títulos en español: «En landó».
DE PASEO EN SOKÓLNIKI. — «На гулянье в Сокольниках» (Traducción: Luis
Abollado) se publicó originalmente con el título «En Sokólniki», en el número 17 de El
despertador, en mayo de 1885. Lo firmaba «El hermano de mi hermano». Chéjov corrigió
el cuento en 1899, cambiándole entre otras cosas el título, para incluirlo en el primer
volumen de sus Obras completas, pero en el último momento decidió descartarlo. Ya no se
volvería a reimprimir hasta 1929.
DEFINICIONES FILOSÓFICAS DE LA VIDA. — «Философские определения
жизни» (Traducción: R. Portas) se publicó en el número 1 de la revista El espectador, en
diciembre de 1883, con la firma de «Antosha Chejonté». Se conserva una variante previa a
su publicación donde figuraba bajo la cabecera de «Propagandas y anuncios cómicos»,
parodiando la publicación de un libro reciente titulado Razonamientos. En el original
manuscrito la firma que figuraba al pie era la de «El hombre sin bazo».
DEL DIARIO DE UN AYUDANTE DE CONTABLE. — «Из дневника
помощника бухгалтера» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) se publicó el 18 de junio
1883, en el número 25 de la revista Fragmentos, con el seudónimo «El hombre sin bazo».
Chéjov utilizó el recurso del «diario» en tres ocasiones durante este mismo año: en
«Veintiséis» y en «Del diario de una señorita», además de éste, que fue incluido en la
edición de A. Marx de sus Obras completas. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro,
alemán, polaco, serbo— croata y checo.
DEL DIARIO DE UNA SEÑORITA. — «Из дневника одной девицы»
(Traducción: Paul Viejo) apareció con el seudónimo de «El hombre sin bazo» en el
número 44 de la revista Fragmentos, el 29 de octubre de 1883.
DISFRACES. — «Ряженые» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en enero de
1883, en el número 2 de la revista El espectador, con la firma «El hombre sin bazo».
Sobre el mismo tema y con el mismo título, Chéjov escribió en 1886 otro cuento
humorístico que, aunque se diferencia en gran medida estilísticamente, comparte la misma
intención. Otros títulos en español: «Los disfrazados».
DIVAGACIONES DE UN LECTOR. — «Мысли читателя газет и журналов»
(Traducción: Luis Abollado) apareció el 15 de enero de 1883, en el número 3 de la revista
El espectador, firmado por «El hombre sin bazo». Otros títulos en español: «Las ideas del
lector sobre los periódicos y revistas», «Pensamientos del lector de periódicos y revistas».
DOS CARTAS. — «Два письма» (Traducción: René Portas) se publicó el 10 de
marzo de 1884, en el número 10 de la revista Fragmentos. Aparecía la firma «Con
auténtica veracidad, El hombre sin bazo». No apareció en las Obras completas que Chéjov
pudo preparar en vida para el editor A. Marx, sino posteriormente en el tomo XIX de
1911.
DOS EN UNO. — «Двое в одном» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en el
número 3 de El espectador, en enero de 1883. El seudónimo utilizado fue «A. Chejonté».
Por el tipo de protagonista, este relato siempre se relaciona con otro de 1883 titulado «La
pura verdad». El texto original, como se puede comprobar en el manuscrito conservado,
tenía un estilo mucho más hiperbólico que aquel que apareció finalmente tras las
correcciones.
DOS ESCÁNDALOS. — «Два скандала» (Traducción: Luis Abollado) se publicó
en el número 46 de El provecho mundano, el 16 de diciembre de 1882. Lo firmó como «A.
Chejonté», y en 1884 Chéjov lo dispuso para su publicación en el volumen Cuentos de
Melpómene, para el que apenas realiza cambios estilísticos.
DOS NOVELAS. — «Два романа» (Traducción: Luis Abollado) fue publicado el 8
de enero de 1883, en el número 2 de la revista Fragmentos, con el seudónimo «El hombre
sin bazo». Se sabe que se escribió con seguridad en diciembre de 1882, por una carta de su
editor, Leikin, fechada el 31 de ese mes, en la que le comunicaba la decisión de publicarla
en el número 2 del año siguiente. En la copia manuscrita se puede comprobar que la
«Novela de un periodista» antecede a la «Novela de un médico». Otros títulos en español:
«Dos historias de amor».
EJERCICIOS VERANIEGOS DE LA COLEGIALA NADIENKA N. —
«Каникулярные работы институтки Наденьки N» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó el 15 de junio de 1880, en el número 24 de La libélula, con el seudónimo
«Chejonté» que ya figuraba en el propio texto.
EL ABETO. — «Елка» (Traducción: Paul Viejo) se publicó, con el seudónimo «El
hombre sin bazo», el 27 de diciembre de 1884, en el número 50 de la revista
Entretenimiento.
EL ÁLBUM. — «Альбом» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) parece estar escrita,
según su correspondencia con el editor Leikin, a finales de abril de 1884. Se publicó el 5
de mayo de ese mismo año, en el número 18 de la revista Fragmentos, con el seudónimo
«A. Chejonté», y posteriormente fue editada por A. Marx en el primer tomo de sus Obras
completas. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro, alemán, polaco, serbocroata, checo,
sueco y japonés.
EL ALEMÁN AGRADECIDO. — «Признательный немец» (Traducción: Luis
Abollado) se publicó el 1 de octubre de 1883, en el número 40 de la revista Fragmentos,
con el seudónimo «El hombre sin bazo».
EL BANQUETE. — «Закуска» (Traducción: Luis Abollado) apareció publicado, con
el subtítulo «Recuerdo grato», en el número 17 de la revista Fragmentos, publicado el 23
de abril de 1883. Según su correspondencia, Chéjov lo escribió entre el 16 y el 20 de abril,
y firmó como «El hombre sin bazo». Durante la preparación de las obras completas para
Adolf Marx, decidió excluirlo de éstas, dejando anotado: «N. B.: no incluir en las obras
completas. Ant. Chéjov». Otros títulos en español: «El fiambre (Recuerdo agradable)».
EL BARÓN. — «Барон» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en el número 47 de
El provecho mundano, el 20 de diciembre de 1882, con la firma de «A. Chejonté». Fue
incluido en el libro Cuentos de Melpómene, aunque reducido signficativamente, lo que
contribuyó a que en la historia adquiriera mayor importancia el amor por el teatro.
EL BENEFICIO DEL RUISEÑOR. — «Бенефис соловья» (Traducción: Luis
Abollado) se publicó el 21 de mayo de 1883, en el número 21 de la revista Fragmentos,
con el seudónimo de «A. Chejonté». Al preparar la reunión de todos sus cuentos, Chéjov
escribió «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
EL BRINDIS DE LOS PROSISTAS / EL BRINDIS DE LAS MUJERES. — «Тост
прозаиков / Женский тост» (Traducción: René Portas) se publicaron, ambos, en
marzo de 1885, en el número 12 de la revista El despertador, que estaba dedicado al
vigésimo aniversario de la revista, donde, junto a numeroso material extra, se describía la
cena de celebración y los diferentes «brindis» que en ella tuvieron lugar.
EL BUEN CONOCIDO. — «Добрый знакомый» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó el 25 de diciembre de 1882, en el número 52 de la revista Fragmentos. Parte de
esta historia humorística ya había sido abocetada en la pieza humorística «Esto y aquello.
Poesía y prosa» de 1881. La firma utilizada en esta ocasión fue «El hombre sin bazo».
EL CABALLERO Y LA SEÑORITA. — «Баран и барышня» (Traducción: Luis
Abollado) apareció el 18 de febrero de 1883, en el número 8 de la revista Fragmentos. Lo
firmaba «El hombre sin bazo» y figuraba el subtítulo «Episodio de la vida de los muy
señores míos». Otros títulos en español: «El camero y la señorita».
EL CAMALEÓN. — «Хамелеон» (Traducción: Víctor Gallego Ballestero) se
publicó el 8 de septiembre de 1884, en el número 36 de la revista Fragmentos, con el
subtítulo «Escena» y el seudónimo «A. Chejonté». El subtítulo se descartó en la primera
edición de Relatos abigarrados (1886) y sucesivas, además de en el segundo tomo de
Obras completas. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro, húngaro, alemán, polaco,
serbocroata, finlandés y checo.
EL CARBÓN RUSO. — «Русский уголь» (Traducción: René Portas) se publicó en
el número 30 de la revista Fragmentos, con la firma «A. Chejonté», que apareció el 28 de
julio de 1884. Después sería incluido en la primera edición de la recopilación Relatos
abigarrados.
EL CERTIFICADO. — «Справка» (Traducción: René Portas) se publicó, con la
firma de «A. Chejonté», el 3 de septiembre de 1883, en el número 36 de la revista
Fragmentos, con el título original de «El error». Además de revisarlo sustancialmente, fue
durante la revisión del cuento para incluirlo en sus Obras completas cuando cambió el
título. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro, polaco, serbocroata, eslovaco y checo.
EL CÓMICO. — «Комик» (Traducción: René Portas) se publicó el 28 de enero de
1884, con la firma «A. Chejonté», en el número 4 de la revista Fragmentos. En 1886 se
incluiría en la primera edición del libro Relatos abigarrados.
EL CORRESPONSAL. — «Корреспондент» (Traducción: Luis Abollado) apareció
en los números 20 y 21 de El despertador, a lo largo de mayo de 1882, con el seudónimo
de «Antosha Chejonté».
EL DELEGADO O ¡ADIÓS, VEINTICINCO RUBLOS! — «Депутат, или
Повесть о том, как у Дездемонова 25 рублей пропало» (Traducción: Luis
Abollado) se publicó el 28 de mayo, en el número 22 de la revista Fragmentos, con el
seudónimo de «A. Chejonté». Decidió no incluirlo en sus obras completas, anotando en la
copia de la revista que usaba para la revisión: «N. B.: no incluir en las obras completas.
Ant. Chéjov». El cuento está dedicado al poeta Liódor Palmin, con quien Chéjov mantuvo
estrecha amistad, durante los años en que ambos colaboraron en las mismas revistas (La
libélula, El despertador, Fragmentos, etcétera).
EL DEMONIO INGENUO. — «Наивный леший» (Traducción: René Portas) se
publicó el 18 de febrero de 1884 en el número 7 de la revista Fragmentos, con el
seudónimo «El hombre sin bazo».
EL DÍA DE SAN PEDRO. — «Петров день» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó el 29 de junio de 1881, en el número 26 de la revista El despertador con el
seudónimo de «Antosha Ch.». En él aparecía aún el subtítulo «Una broma» y la
dedicatoria «Dedicado con placer a los señores cazadores que tienen mala puntería y no
saben disparar». Ambos paratextos los retiró de cara a su publicación en el libro
Travesura.
EL DISCURSO Y LA CORREÍTA. — «Речь и ремешок» (Traducción: René
Portas) fue la primera colaboración de Chéjov en la revista Fragmentos. Se publicó en el
número 44, con fecha 24 de noviembre de 1884, y la firma «A. Chejonté». En un recorte
de la revista Fragmentos donde aparecía el relato, figura la inscripción autógrafa «N. B.:
No incluir en las obras completas. A. Chéjov». En una carta del editor Leikin a Chéjov
queda claro que la historia se escribió antes del 11 de noviembre de 1882, pero que por
problemas con la censura acabó retrasándose su publicación dos años.
EL DOTE. — «Приданое» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) se publicó, con el
subtítulo «Historia de una obsesión», en julio de 1883, en el número 30 de la revista El
despertador, con la firma «A. Chejonté». Se publicó, reducido significativamente, en el
primer volumen de sus Obras completas. En vida de Chéjov se tradujo al italiano y al
búlgaro. Otros títulos en español: «La dote».
EL ECLIPSE DE LUNA. — «Затмение Луны» (Traducción: René Portas) se
publicó el 29 de septiembre de 1884 en el número 39 de la revista Fragmentos, con el
seudónimo de «El hombre sin bazo».
EL ENCUENTRO DE LA PRIMAVERA. — «Встреча весны» (Traducción: Jesús
García Gabaldón) se publicó en marzo de 1882, en el número 12 de la revista Moscú, con
el subtítulo «Razonamiento», acompañado por ilustraciones del pintor I. Klang. Chéjov
utilizó el seudónimo «El hombre sin bazo».
EL ESPEJO TORCIDO. — «Кривое зеркало» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar)
apareció, con el subtítulo «Historia fantástica de Navidad», en enero de 1883, dentro del
número 2 de El espectador, con la firma «A. Chejonté». Con seguridad fue escrito antes
de 1883 y aunque su publicación estaba destinada a un número de la revista con tema
navideño, fue pospuesta por razones desconocidas. Nikolái Chéjov realizó una ilustración
para este relato. «El espejo torcido» fue incluido en las Obras completas editadas por
Marx, pero Chéjov modificó el subtítulo suprimiendo la palabra «fantástica».
EL ESPIGÓN VERDE. — «Зеленая коса» (Traducción: Luis Abollado) apareció en
los números 15 y 16 del «Suplemento literario» de la revista Moscú, en abril de 1882.
Chéjov utilizó la firma «Antosha Chejonté» y se publicó con el subtítulo «Pequeña
novela». Junto al relato se incluyó un dibujo de Nikolái Chéjov titulado «Después del
encuentro (en el cuento “El espigón verde”)».
EL FIN DE UN IDILIO. — «Идиллия — увы и ax!» (Traducción: Luis Abollado)
se publicó en el número 51 de la revista Fragmentos, el 15 de diciembre de 1882, firmado
como «Antosha Chejonté», reducido respecto a la copia manuscrita que se conserva.
Existe un recorte de la revista donde Chéjov anotó: «N. B.: No incluir en las obras
completas. A. Chéjov». Otros títulos en español: «El idilio, ¡ah y ah!».
EL GATO. — «Кот» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 14 de mayo de 1883,
en el número 20 de la revista Fragmentos con el seudónimo de «A. Chejonté». No fue
incluido en sus obras completas, dejando escrito Chéjov: «N. B.: no incluir en las obras
completas».
EL GORDO Y EL FLACO. — «Толстый и тонкий» (Traducción: Jesús García
Gabaldón) se publicó el 1 de octubre de 1883, en el número 40 de la revista Fragmentos,
con el seudónimo «A. Chejonté». Se incluyó en la primera edición de Relatos abigarrados
(1886), con cambios significativos, y en el primer tomo de las Obras completas, editadas
por A. Marx. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro, húngaro, alemán, polaco,
serbocroata, finlandés y checo.
EL HERMANITO. — «Братец» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 12 de
marzo de 1883 en el número 12 de la revista Fragmentos, con el seudónimo de «A.
Chejonté». Otros títulos en español: «El hermano».
EL HOMBRE ORGULLOSO. — «Гордый человек» (Traducción: René Portas) se
publicó el 24 de abril de 1884 en el número 112 de La hoja moscovita. Y, pese a las
discrepancias del autor, apareció con la firma «A. Chéjov».
EL HOMBRE Y EL PERRO. — «Разговор человека с собакой» (Traducción:
Luis Abollado) se publicó el 9 de marzo de 1885 en el número 10 de la revista
Fragmentos, con el seudónimo «El hombre sin bazo». Chéjov lo incluyó en la primera
edición de su libro Relatos abigarrados (1886), pero lo descartó para su posterior reunión,
con una nota en la copia conservada de la revista: «N. B.: no incluir en las obras
completas. Ant. Chéjov». En vida del autor se tradujo al serbocroata. Otros títulos en
español: «Conversación de un hombre con un perro».
EL JEFE DE ESTACIÓN. — «Начальник станции» (Traducción: René Portas) se
publicó el 5 de noviembre de 1883, en el número 45 de la revista Fragmentos. Apareció
con la firma de «A. Chejonté». Durante su revisión, Chéjov dejó anotado: «N. B.: no
incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
EL JOVEN. — «Молодой человек» (Traducción: René Portas) se publicó el 4 de
febrero de 1884, en el número 5 de la revista Fragmentos, con el seudónimo de «El
hombre sin bazo».
EL LETRERO. — «Вывеска» (Traducción: René Portas) se publicó, con la firma en
el texto, el 27 de octubre de 1884, en el número 43 de la revista Fragmentos.
EL LIBRO DE RECLAMACIONES. — «Жалобная книга» (Traducción: Jesús
García Gabaldón) se publicó el 10 de marzo de 1884 en el número 10 de la revista
Fragmentos. Figuraba el subtítulo «Copia» y la firma era la de «A. Chejonté». Para
publicarlo en el primer tomo de sus Obras completas, Chéjov corrigió y redujo
considerablemente el texto. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro y al checo. Otros
títulos en español: «El libro de quejas».
EL MONTECILLO ROJO. — «Красная горка» (Traducción: René Portas) se
publicó en el número 13 de la revista Fragmentos, el 30 de marzo de 1885, con el
seudónimo «El hombre sin bazo».
EL NABO. — «Репка» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 19 de febrero de
1883 en el número 9 de la revista Fragmentos, con la firma «El hombre sin bazo» y el
subtítulo «Traducción del lenguaje infantil». Otros títulos en español: «El nabito».
EL PATRIOTA DE SU PATRIA. — «Патриот своего отечества» (Traducción:
René Portas) se publicó en El provecho mundano, número 8, el 27 de febrero de 1883. El
seudónimo utilizado fue «H. S. B.», siglas de «El hombre sin bazo». La revista debía
haber aparecido a mediados de enero, pero problemas con la censura retrasaron su
publicación con la revista ya impresa: toda la sección «Tomillo del n.º l» fue prohibida,
hasta que, entre otras cosas, se modificó la cabecera por «Historias de humor». Con alguna
corrección significativa, fue incluido en el libro Relatos abigarrados (1886) pero, sin
embargo, durante la preparación de sus obras completas, Chéjov anotó en el recorte de la
revista: «N. В.: no incluir en las Obras completas».
EL PECADOR DE TOLEDO. — «Грешник из Толедо» (Traducción: Luis
Abollado) se publicó en los números 25 y 26 de El espectador, en diciembre de 1881, con
la firma de «Antosha Ch.». Como en otros de los cuentos de Chéjov que figuran como
«traducciones», esta «Traducción del español» sirve para perfilar personajes y temas
rápidamente. En 1882 quiso incluirlo en el volumen Travesura.
EL PERDÓN. — «Прощение» (Traducción: René Portas) se publicó en el número 7
de la revista Fragmentos, aparecida el día 18 de febrero de 1884. Se utilizó el seudónimo
«El hombre sin bazo».
EL PÍCARO. — «Хитрец» (Traducción: René Portas) se publicó en el número 13 de
la revista Fragmentos, que apareció el 26 de marzo de 1883. La firma utilizada fue «A.
Chejonté».
EL PROCESO DEL AÑO 1884. — «Дело o 1884 годе» (Traducción: Luis Abollado)
se publicó en el número 1 de la revista Fragmentos, del 5 de enero de 1885, con el
seudónimo «El hombre sin bazo» y el subtítulo «De nuestro corresponsal». Otros títulos
en español: «La causa del año 1884».
EL REPETIDOR. — «Репетитор» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) apareció el
11 de febrero de 1884, con el subtítulo «Escena», en el número 6 de la revista
Fragmentos. Lo firmaba «A. Chejonté», y se incluyó tanto en la primera edición de
Relatos abigarrados (1886), como en el primer tomo de sus Obras completas, y no tuvo,
en general, una buena recepción crítica. Parece estar claro que parte de lo que cuenta está
basado en sus propias experiencias como tutor en Taganrog y, al llegar a Moscú, a tenor de
lo contado por su hermano Mijaíl en sus memorias Alrededor de Chéjov y otros
testimonios directos. En vida del autor se tradujo al búlgaro, alemán y eslovaco. Otros
títulos en español: «El tutor» (no confundir con el cuento de 1883).
EL SAUCE. — «Верба» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 9 de abril de
1883, en el número 15 de la revista Fragmentos, con el seudónimo «A. Chejonté». Fue
incluido en la primera edición del libro Relatos abigarrados de 1886. Durante la
preparación de sus Obras completas en la edición de Adolf Marx, el autor anotó en su
copia: «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov». Cuando Chéjov lo envió a
la redacción de la revista, el editor N. Leikin le escribió que tanto «Un ladrón» o «El
sauce» eran «un poco serios para Fragmentos».
EL SIGNO DE LOS TIEMPOS. — «Знамение времени» (Traducción: Paul Viejo)
apareció con la firma de «El hombre sin bazo» el 22 de octubre de 1883, en el número 43
de la revista Fragmentos.
EL SUEÑO DEL REPORTERO. — «Сон репортера» (Traducción: René Portas) se
publicó en febrero de 1884, en el número 7 de El despertador, con la firma «A. Chejonté».
Para su publicación en las Obras completas, Chéjov reescribió este cuento, eliminando
sobre todo aquellas referencias que ya no eran de actualidad, como queda constancia en la
correspondencia con su editor, Marx. Sin embargo, el relato no llegó a incluirse en dicha
edición.
EL TABERNERO COMPASIVO. — «Добродетельный кабатчик» (Traducción:
Luis Abollado) se publicó el 6 de agosto de 1883, en el número 32 de la revista
Fragmentos, firmado por «A. Chejonté», y con el subtítulo «Llanto de un arruinado». En
1886, Chéjov lo incorporó a la primera edición de su libro Relatos abigarrados, pero
durante la preparación de sus Obras completas indicó «N. B.: no incluir en las obras
completas. Ant. Chéjov». Otros títulos en español: «El tabernero virtuoso (El llanto de un
depauperado)».
EL TRÁGICO. — «Трагик» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) se publicó el 8 de
octubre de 1883, en el número 41 de la revista Fragmentos, con el subtítulo «Historieta» y
la firma «A. Chejonté». Se incluyó en la recopilación de 1884 Cuentos de Melpomene, y
también en el segundo volumen de las Obras completas de Chéjov, sustancialmente
revisado. En vida de Chéjov se tradujo al serbocroata. Otros títulos en español: «El actor
trágico».
EL TRIUNFO DEL VENCEDOR. — «Торжество победителя» (Traducción: E.
Podgursky/Aguilar) se publicó con la firma de «A. Chejonté» y el título, en plural, de «El
triunfo de los vencedores». Apareció en el número 9 de Fragmentos, el 26 de febrero de
1883, y Chéjov lo incluiría más tarde en el segundo volumen de las Obras completas,
editadas por Adolf Marx. Es al preparar esta edición cuando se añade el subtítulo «Retrato
de un legislador colegiado en retiro». En vida de Chéjov se tradujo al polaco y eslovaco.
EL TUTOR. — «Опекун» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en el número 43
de la revista Fragmentos, el 22 de octubre de 1883, con el seudónimo de «A. Chejonté».
Se conserva la nota que Chéjov escribió durante su revisión: «N. B.: no incluir en las
obras completas. Ant. Chéjov». Otros títulos en español: «El preceptor».
EL ÚNICO REMEDIO. — «Единственное средство» (Traducción: Luis Abollado)
se publicó, con el subtítulo de «A propósito del proceso de la Sociedad de crédito mutuo
de San Petersburgo», en el número 4 de la revista Fragmentos, el 22 de enero de 1883. Lo
firmaba «A. Chejonté» y se incluyó en su primera edición de Obras Completas. Chéjov lo
envió a la revista junto a dos cuentos más: «Manías» y «En la noche oscura», además de
una carta en la que se lamentaba de la poca extensión —100 líneas— que le concedían.
Otros títulos en español: «El único medio (À propos del proceso…)».
EL VANKA. — «Ванька» (Traducción: René Portas) se publicó el 9 de febrero de
1884 en el semanario La hojilla satírica rusa, en su número 5, con el seudónimo de «A.
Chejonté». Chéjov decidió no incluirlo en sus Obras completas editadas por Adolf Marx,
y dejó escrito: «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov». No confundir con
el cuento de 1886 titulado «Vanka». Otros títulos en español: «El cochero».
EL VEINTINUEVE DE JUNIO. — «Двадцать девятое июня» (Traducción: Luis
Abollado) publicado el 29 de junio de 1882 en el número 12 de la revista Sputnik, con la
firma de «Antosha Chejonté» y el subtítulo «Relato de un cazador que nunca dio en el
blanco».
EL VODEVIL. — «Водевиль» (Traducción: René Portas) apareció el 30 de junio de
1884 en el número 26 de la revista Fragmentos, firmado como «A. Chejonté». Chéjov
anotó en su copia de la revista: «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
ÉL Y ELLA. — «Он и она» (Traducción: Luis Abollado) se publicó por primera vez
en El provecho mundano, número 26, del 23 de julio de 1882. Lo firmó como «A.
Chejonté» y recibió numerosas menciones en los medios de la época destacando el gran
interés de Chéjov en el teatro, la psicología y las escenas cotidianas. Durante la segunda
mitad de ese mismo año, entregaría nuevos cuentos donde mostraba su familiaridad con la
vida teatral, como «Dos escándalos», «El barón» o «Vil venganza». Chéjov incluyó este
relato en su primer libro, Cuentos de Melpómene, que apareció en 1884.
EN EL CEMENTERIO. — «На кладбище» (Traducción: E. Pod— gursky/Aguilar)
se publicó el 6 de octubre de 1884, en el número 40 de la revista Fragmentos, con la firma
de «A. Chejonté», y se sabe que fue escrito a finales de septiembre, entre el 23 y el 26. En
1897 apareció, revisado en una antología benéfica, con el seudónimo de «Laertes» y,
finalmente, publicado en el primer tomo de las Obras completas de 1899. En vida de
Chéjov se tradujo al búlgaro, finlandés y sueco.
EN EL CLAVO. — «На гвозде» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en el
número 6 de la revista Fragmentos, el día 5 de febrero de 1883, firmado como «A.
Chejonté». Fue incluido sin cambios en el tercer libro de Chéjov, Relatos abigarrados, en
su primera edición de 1886.
EN EL DEPARTAMENTO DE CORREOS. — «В почтовом отделении»
(Traducción: E. Podgursky/Aguilar) se publicó el 29 de octubre de 1883, con la firma de
«A. Chejonté», en el número 44 de la revista Fragmentos. Se incluyó en el primer
volumen de las Obras completas editadas por A. Marx. En vida de Chéjov se tradujo al
búlgaro, alemán, serbocroata, finlandés, checo y sueco. Otros títulos en español: «En la
oficina de correos», «En la administración de correos».
EN EL HOSPICIO DE ANCIANOS Y ENFERMOS INCURABLES. — «B приюте
для неизлечимо больных и престарелых» (Traducción: René Portas) se publicó,
con el seudónimo de «A. Chejonté», el 27 de octubre de 1884, en el número 43 de la
revista Fragmentos. Chéjov decidió no incluirlo en sus Obras completas editadas por
Adolf Marx, y dejó escrito: «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
EN EL MAR. — «В море» (Traducción: Luis Abollado) apareció por primera vez el
29 de octubre de 1883 en el número 40 de El provecho mundano, con la firma «A.
Chéjov», sin el subtítulo «Relato de un marino». En 1901, a petición del escritor Iván
Bunin, se publicó en la antología Flores del norte, que éste preparó para la editorial
Escorpión. Apareció con un título diferente «Polla noche», con el nombre del autor
completo, y se produjo una curiosa confusión mientras la editorial lo publicitaba, al
intercambiar el título del cuento con el de la antología. En 1899, Chéjov se lo había
enviado ya al editor de sus Obras completas, Adolf Marx, para su publicación. Sin
embargo, no llegaría a aparecer ni en el primer tomo ni en los siguientes, y hubo que
esperar hasta la segunda edición de 1903 para su incorporación. En vida de Chéjov este
cuento se tradujo al búlgaro.
EN EL SALÓN. — «В гостиной» (Traducción: Paul Viejo) apareció originalmente
con el título «Ironía del destino», con la firma «A. Chejonté», en el número 48 de
Fragmentos, el 26 de noviembre de 1883. Chéjov cambió el título e hizo algunas
correcciones para su publicación en las Obras completas, pero finalmente nunca se
incluyó en la edición.
EN EL VAGÓN. — «В вагоне» (Traducción: René Portas) se publicó en el número 9
de la revista El espectador, en septiembre de 1881, con un título diferente: «Extracto de un
registro de viaje» y la firma «Antosha Ch.». Sin embargo, para su publicación en
Travesura, Chéjov no sólo modificó el título sino que cambió y eliminó numerosos
detalles y personajes que aparecieron en la versión original.
EN ESTE SIGLO PRÁCTICO. — «Жених» (Traducción: Luis Abollado) se publicó
el 5 de marzo de 1883 en el número 10 de Fragmentos, firmado por «A. Chejonté».
Cuando Chéjov recopilaba sus cuentos para la publicación en las Obras completas,
numeró este relato como el 154. Fue en ese momento cuando cambió el título por el de
«Un novio».
EN LA BARBERÍA. — «В цирульне» (Traducción: Víctor Gallego Ballestero) se
publicó en el número 10 de la revista El espectador, el 7 de enero de 1883. Su título
original era «Drama en la barbería» y lo firmaba «El hombre sin bazo». Las numerosas
correcciones y cambios, incluido el título, se realizaron de cara a la publicación en sus
Obras completas. En vida de Chéjov se tradujo al húngaro, alemán, polaco, serbocroata,
finlandés, checo y sueco. Otros títulos en español: «En la peluquería».
EN LA NOCHE OSCURA. — «Темною ночью» (Traducción: René Portas) se
publicó en el número 4 de la revista Fragmentos, el 22 de enero de 1883, con el
seudónimo de «A. Chejonté». En 1886 fue incluido, sin correcciones, en la primera
edición de Relatos abigarrados, el tercero de los libros de Chéjov.
EN LAS HABITACIONES NUMERADAS. — «В номерах» (Traducción: Paul
Viejo) se publicó el 18 de marzo de 1885 en el número 20 de la revista Fragmentos. Lo
firmaba «A. Chejonté». Para su publicación en el primer tomo de sus Obras completas
(1899), Chéjov lo reescribió concienzudamente, cambiando incluso los nombres de los
personajes y su forma de hablar. En vida del autor se tradujo al búlgaro, alemán,
serbocroata, checo y sueco.
EN LOS BAÑOS PÚBLICOS. — «В бане» (Traducción: E. Pod— gursky/Aguilar)
es la combinación de dos relatos, «En los baños» y «Acerca de los pretendientes», que
Chéjov unió en una sola historia para su publicación en 1899 en el primer volumen de sus
obras completas. El 9 de marzo de 1885, aparece en el número 10 de la revista
Fragmentos con el título «En los baños» y firmado por «A. Chejonté», mientras que,
previamente, se había publicado «Acerca de los pretendientes», con la misma firma, en el
número 42 de El despertador, de octubre de 1883. Apareció también en la antología de
varios escritores Homenaje a Belinski, publicada en 1899. En vida de Chéjov se tradujo al
búlgaro, serbocroata y sueco. Otros títulos en español: «En los baños».
EN MOSCÚ EN LA PLAZA TRÚBNAYA. — «В Москве на Трубной площади»
(Traducción: René Portas) se publicó en la sección «Caleidoscopio» de la revista El
despertador, en su número 43 de noviembre de 1883. Posteriormente fue incluido en el
segundo volumen de las Obras completas editadas por A. Marx.
EN OTOÑO. — «Осенью» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en septiembre de
1883, en el número 37 de la revista El despertador, con la firma «A. Chejonté». Se
incluyó en la primera edición del libro Relatos abigarrados (1886). La historia fue la base
para una de sus piezas teatrales breves, En el camino real, escrita entre 1884 y 1885, pero
prohibida por la censura.
ENCAJE DE BOLILLOS. — «Канитель» (Traducción: Paul Viejo) apareció
publicado el 27 de abril de 1885 en el número 17 de la revista Fragmentos, con la firma de
«A. Chejonté». Chéjov lo recopiló, desde 1886, en todas las ediciones de su Relatos
abigarrados, y en 1900 lo corrigió para su inclusión en el segundo volumen de las Obras
completas editadas por Adolf Marx.
ENTREVISTA VANA. — «Свидание хотя и состоялось, но…» (Traducción:
Luis Abollado) se publicó en el número 17 de la revista Moscú en mayo de 1882, con el
título «Una historia de vacaciones» y la firma de «Antosha Chejonté». Chéjov le puso al
cuento la numeración «I», que no continuó.
ESCENAS DEL PASADO RECIENTE. — «Картинки из недавнего прошлого»
(Traducción: René Portas) se publicó el 1 de diciembre de 1884, en el número 48 de la
revista Fragmentos, con la firma «A. Chejonté».
ESCULAPIOS RURALES. — «Сельские эскулапы» (Traducción: Luis Abollado)
se publicó el 18 de junio de 1882 como primera colaboración en la revista Luz y sombras
(número 178). En el relato figuraba la firma «Antosha», mientras que en el índice de la
revista aparecía «Antosha Ch.».
ESTO Y AQUELLO. — «И то и ce» (Traducción: René Portas) fue publicado en dos
partes. «Poesía y prosa» en el número 16 de El espectador (octubre de 1881), mientras que
«Cartas y telegramas» apareció en los números 24 y 25 de la misma publicación
(diciembre de 1881), ambos firmados como «Antosha Ch.».
EXAMEN DE ASCENSO. — «Экзамен на чин» (Traducción: E.
Podgursky/Aguilar) apareció publicado el 14 de julio, con la firma «A. Chejonté» y el
subtítulo «Una historia», en el número 28 de la revista Fragmentos. Se incluyó, sin el
subtítulo, en la recopilación Relatos abigarrados de 1886, y algo reducido en el primer
volumen de las Obras completas de 1899. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro y al
serbocroata. Otros títulos en español: «Exámenes para ascender de grado».
EXAMEN IDEAL. — «Идеальный экзамен» (Traducción: René Portas) se publicó
en junio de 1884, con la firma de «A. Chejonté», en el número 23 de la revista El
despertador. Chéjov decidió no incluirlo en sus Obras completas editadas por Adolf
Marx, y dejó escrito: «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
FECHA SOLEMNE. — «Мой юбилей» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 6
de julio de 1880, en el número 27 de La libélula, firmado como «Un poeta prosaico».
Chéjov recibió por él veintisiete rublos y treinta y dos kopeks. Otros títulos en español:
«Mi jubileo», «Mi aniversario».
FELICITACIONES. — «Лист» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en el número
16 de la revista Fragmentos, el 16 de abril de 1883, con el seudónimo de «El hombre sin
bazo». Otros títulos en español: «La hojita (Algo navideño)».
FERIAS. — «Ярмарка» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en julio de 1882, en
el número 28 de la revista Moscú, utilizando el seudónimo «Antón Chejonté».
FLORES TARDÍAS. — «Цветы запоздалые» (Traducción: Fernando Otero
Macías) se publicó en los números 37-39 y 41 de la revista El provecho mundano, entre el
10 de octubre y el 11 de noviembre de 1882, bajo el seudónimo «A. Chejonté». Se
conservan dos copias manuscritas de este cuento, una únicamente con el primer capítulo
de la historia, mientras que en la otra aparece el subtítulo «Pequeña novela», además de
percibirse los numerosos cambios que Chéjov incorporó de cara a la publicación en
revista.
FRUTOS DE LARGAS REFLEXIONES. — «Плоды долгих размышлений»
(Traducción: Paul Viejo) apareció el 14 de abril de 1884, en el número 15 de la revista
Fragmentos. El seudónimo utilizado fue «El hombre sin bazo».
GOZO EN LA DACHA. — «Дачное удовольствие» (Traducción: Paul Viejo)
apareció en el número 24 de la revista Fragmentos, del 16 de junio de 1884, con la firma
«El hombre sin bazo».
GRATITUD. — «Благодарный» (Traducción: Luis Abollado) se publicó, con el
subtítulo «Estudio psicológico», en el número 7 de la revista Fragmentos el 12 de febrero
de 1883, aunque Chéjov lo había enviado antes y no salió en el número previo por
problemas de espacio. Lo firmaba «A. Chejonté». Otros títulos en español: «El
agradecido».
¿HABLAR O CALLAR? — «Говорить или молчать?» (Traducción: Paul Viejo)
apareció con el subtítulo de «Cuento popular», en el tomo 1 de Archivo rojo, en 1925,
porque la censura detuvo su publicación, en abril de 1884, en Fragmentos. Lo firmaba «El
hombre sin bazo».
HASTA LA PERFECCIÓN DEBE TENER LÍMITES. —«И прекрасное должно
иметь пределы» (Traducción: Paul Viejo) se publicó el 3 de noviembre de 1884.
Apareció en el número 44 de Fragmentos, con el seudónimo «El hombre sin bazo».
HEROÍNAS. — «Герой-барыня» (Traducción: Luis Abollado) apareció el 4 de
junio de 1883, en el número 23 de Fragmentos. Firmó como «A. Chejonté» y lo incluyó
en la primera edición de Relatos abigarrados, su libro de 1886. Sin embargo, en la copia
de la revista aparece la anotación: «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
En vida del autor se tradujo al finlandés. Otros títulos en español: «La señora héroe».
HIPNOTISMO. — «На магнетическом сеансе» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó en el número 7 de El espectador, el 24 de enero de 1883. Firmaba «El hombre sin
bazo». La razón inmediata para la escritura de este cuento fue una sesión de un
hipnotizador apellidado Robert sobre la que habían escrito unos días antes en las revistas
El provecho mundano y Luz y sombras. Otros títulos en español: «En la sesión
magnética».
HISTORIA DE UN MATRIMONIO. — «О том, как я в законный брак
вступил» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 11 de junio de 1883, en el número
24 de la revista Fragmentos, con el seudónimo «A. Chejonté». La historia fue remitida a
la redacción el 25 de mayo; el día 26 Leikin, su editor, le respondía: «Hoy he recibido en
un sobre el cuento “De cómo me casé”, lo señalo para copiar y mandar a imprenta
mañana». En vida de Chéjov el relato se tradujo al eslovaco.
HISTORIA RUIN. — «Скверная история» (Traducción: Juan López-Morillas) se
publicó en los números 179 y 180 de la revista Luz y sombras, entre junio y julio de 1882.
Utilizó el seudónimo «Antosha Chejonté». Otros títulos en español: «Una historia fea».
IDEAS IMPROPIAS. — «Несообразные мысли» (Traducción: René Portas) se
publicó el 12 de mayo de 1884, en el número 12 de la revista Fragmentos, con el
seudónimo de «El hombre sin bazo».
IDILIO. — «Идиллия» (Traducción: Paul Viejo) se publicó el 25 de agosto de 1884
en el número 34 de la revista Fragmentos, con la firma «El hombre sin bazo».
IMPOSTORES A LA FUERZA. — «Мошенники поневоле» (Traducción: Luis
Abollado) se publicó, como el cuento anterior, en el número 1 de El espectador, en enero
de 1883, pero con el seudónimo «El hombre sin bazo» y el subtítulo «Historieta de año
nuevo». Un fragmento de este texto, el que habla de señores y señoras que juegan a la
lotería y el pequeño sin un kopek, servirá para desarrollar un relato en 1886, «Los niños».
IMPRUDENCIA. — «Нарвался» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 20 de
noviembre de 1882, en el número 47 de la revista Fragmentos, con el subtítulo «De los
anales del banco Ligovsky-Chemorechensk» y con el seudónimo «A. Chejonté». Chéjov
cobró este relato a ocho kopeks la línea y, aunque trabajó en él para la preparación de su
obra en la edición de Adolf Marx, finalmente escribió en un recorte de la revista: «N. B.:
No incluir en las obras completas. A. Chéjov». Otros títulos en español: «Se la buscó».
JUICIO SUMARÍSIMO. — «Суд» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en octubre
de 1881, en el número 14 de El espectador. Llevaba el título: «Estampas rurales: a) Un
juicio», debido a que la idea era realizar una serie continuada en esa publicación, que
finalmente no se llevó a cabo. Lo firmó como «Antosha Chejonté». Después revisaría todo
el texto de nuevo para su inclusión en la edición de Adolf Marx de sus Obras completas.
Otros títulos en español: «El juicio».
JUNTO A LA CAMA DEL ENFERMO. — «У постели больного» (Traducción:
René Portas) apareció el 1 de diciembre de 1884, en el número 48 de la revista
Fragmentos, con la firma «El hombre sin bazo».
LA BODA CON EL GENERAL. — «Свадьба с генералом» (Traducción: René
Portas) se publicó el 15 de diciembre de 1884, aunque según su correspondencia Chéjov
ya lo habría terminado a principios de noviembre. Apareció en el número 50 de la revista
Fragmentos con la firma «A. Chejonté».
LA CALUMNIA. — «Клевета» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) se publicó el 12
de noviembre de 1883 en el número 46 de la revista Fragmentos, firmado por «A.
Chejonté». Se incluyó en todas las ediciones de Relatos abigarrados desde su primera
edición en 1886, así como en el segundo volumen de las Obras completas de Adolf Marx.
En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro, húngaro, alemán, serbocroata, eslovaco y checo.
LA CERILLA SUECA. — «Шведская спичка» (Traducción: Víctor Gallego
Ballestero) se publicó en enero de 1884 (aunque por su correspondencia se desprende que
este relato fue escrito entre el 7 y el 20 de agosto de 1883) en el Almanaque de La libélula
del año 1884, firmado como «A. Chéjov». En 1886 lo incluyó en la primera edición de
Relatos abigarrados y, aunque lo retiró de la segunda edición, lo mantuvo en las
sucesivas. También lo recopiló para el segundo volumen de sus Obras completas. En vida
de Chéjov se tradujo al danés, alemán, polaco, rumano y checo.
LA CONVERSACIÓN. — «Разговор» (Traducción: René Portas) se publicó el 26 de
marzo de 1883, en el número 13 de la revista Fragmentos. Utilizó el seudónimo de «A.
Chejonté» y su título original era «Los benefactores». Chéjov lo modificó mientras
preparaba su publicación para las Obras completas editadas por Adolf Marx, aunque
finalmente no se incluyó en ellas.
LA CRONOLOGÍA VIVIENTE. — «Живая хронология» (Traducción: E.
Podgursky/Aguilar) se publicó en el número 8 de la revista Fragmentos, del 23 de febrero
de 1885, firmado por «A. Chejonté». Apareció en el libro Relatos abigarrados (1886), con
algunas modificaciones en las nuevas reimpresiones de la colección. Algún cambio más se
incluyó en el segundo volumen de sus Obras completas. En vida de Chéjov se tradujo al
húngaro, danés, alemán, polaco y serbocroata. Otros títulos en español: «Cronología
viva».
LA CRUZ. — «Крест» (Traducción: René Portas) se publicó el 12 de febrero de 1883
en el número 7 de la revista Fragmentos, bajo el seudónimo de «El hombre sin bazo».
LA HIJA DE ALBIÓN. — «Дочь Альбиона» (Traducción: Víctor Gallego
Ballestero) se publicó en el número 33 de la revista Fragmentos, el 13 de agosto de 1883,
con el seudónimo de «A. Chejonté». Chéjov lo incluyó en la primera edición de Relatos
abigarrados (1886) y lo mantuvo en las sucesivas, además de recopilarlo para el segundo
volumen de sus Obras completas, sin apenas cambios. En vida del autor se tradujo al
húngaro, alemán, polaco, rumano, serbocroata y checo.
LA HIJA DEL CONSEJERO COMERCIAL. — «Дочь коммерции советника»
(Traducción: René Portas) se publicó el 15 de octubre de 1883, con la firma «A.
Chejonté» y el subtítulo «Novela», en el número 42 de la revista Fragmentos.
LA LECTURA. — «Чтение» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) se publicó el 24 de
marzo de 1884 con un título diferente: «¡Atención con el fuego! (Cuento de “un viejo
pájaro”)». Apareció en el número 12 de la revista Fragmentos, y posteriormente fue
incorporado al primer tomo de sus Obras completas. En vida de Chéjov se tradujo al
búlgaro, serbocroata y checo.
LA LENGUA TE LLEVA HASTA KÍEV. — «Язык до Киева доведет»
(Traducción: René Portas) se publicó, con el seudónimo «El hombre sin bazo», en el
número 41 de la revista Fragmentos, que apareció el 13 de octubre de 1884.
LA MARISCALA. — «У предводительши» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar)
apareció el 9 de febrero de 1885, en el número 6 de Fragmentos. Llevaba el subtítulo
«Relato» y la firma de «A. Chejonté». Ya sin el subtítulo, Chéjov lo incorporó a su libro
Relatos abigarrados, realizando todavía alguna corrección en la segunda y en la
decimosexta edición. La censura lo calificó, a raíz de este libro, como «No apto para la
lectura popular». Se incluyó en el tercer volumen de las Obras completas editadas por
Adolf Marx. En vida de Chéjov se tradujo al húngaro, alemán, serbocroata, francés y
checo.
LA MÁSCARA. — «Маска» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) apareció el 27 de
octubre de 1884 con un título diferente, «Noli me tangere», en el especial aniversario de la
revista Entretenimiento, con el seudónimo «A. Chejonté». Éste es uno de los cuentos que
el escritor Lev Tolstói seleccionó para su lista de «los mejores» cuentos chejovianos.
Durante la preparación de sus Obras completas, Chéjov reescribió por completo el relato,
que aparecería en el segundo de los volúmenes editados por A. Marx. En vida del autor se
tradujo al búlgaro y checo.
LA MUJER DESDE EL PUNTO DE VISTA DE UN BORRACHO. — «Женщина с
точки зрения пьяницы» (Traducción: René Portas) se publicó en mayo de 1885, en el
número 17 de la revista El despertador, con el seudónimo «El hermano de mi hermano».
LA NOCHE ANTERIOR AL JUICIO. — «Ночь перед судом» (Traducción: E.
Podgursky/Aguilar) se publicó el 1 de febrero de 1886, pero fue escrito durante la primera
mitad de noviembre de 1884. Chéjov lo había enviado a la redacción de La libélula, pero
finalmente no fue publicado hasta años más tarde en el número 5 de Fragmentos. En 1887
Chéjov lo incluyó, con el subtítulo definitivo («Relato de un acusado»), en su nuevo libro
de relatos Discursos inocentes, publicado por la editorial de la revista El grillo en Moscú.
También apareció recogido en el primer volumen de sus Obras completas (1899). En vida
de Chéjov se tradujo al búlgaro, húngaro, polaco, serbocroata y checo. Otros títulos en
español: «La víspera de un juicio (Memorias de un reo)».
LA NOVELA DE UN ABOGADO. — «Роман адвоката» (Traducción: Luis
Abollado) se publicó el 5 de febrero de 1883, dentro del número 6 de la revista
Fragmentos, con el seudónimo de «El hombre sin bazo». Este cuento está concebido como
continuación de los publicados en la misma revista el mes anterior, «La novela de un
doctor» y «La novela de un periodista», juntos en «Dos novelas». Otros títulos: «El amor
de un abogado».
LA NUEVA ENFERMEDAD Y EL VIEJO MEDIO. — «Новая болезнь и старое
средство» (Traducción: René Portas) apareció por primera vez en el cuarto tomo de las
Obras completas, pero fue escrito, con seguridad, en septiembre de 1883 —según la
correspondencia con el editor— aunque la censura impidió su publicación.
LA OBCECACIÓN. — «Самообольщение» (Traducción: René Portas) se publicó,
con el seudónimo de «el hombre sin bazo», el 19 de mayo de 1884 en el número 22 de la
revista Fragmentos.
LA OFICINA DE ANUNCIOS DE ANTOSHA CH. — «Контора объявлений
Антоши Ч.» (Traducción: René Portas) se publicó en octubre de 1881, en el número 15
de la revista El espectador, que ya incluía la firma en la propia cabecera del texto, para
parodiar el popular género de los «anuncios», como los muy similares que firmaba
«Ukradulev» para la revista Entretenimiento.
LA PURA VERDAD. — «Сущая правда» (Traducción: Luis Abollado) se publicó
el 9 de julio de 1883, en el número 28 de la revista Fragmentos. Chejov usó el seudónimo
de «A. Chejonté». Cuando preparaba las Obras completas y recopilaba sus relatos, decidió
no incluirlo y anotó: «N. B.: no incluir en las obras completas».
LA SEÑORA. — «Барыня» (Traducción: Luis Abollado) se publicó por entregas en
los números 29, 30 y 31 de la revista Moscú, durante los meses de julio y agosto de 1882.
Aunque en el número 29 apareció sin firmar, el seudónimo utilizado en el resto fue
«Antón Chejonté».
LA SUEGRA ABOGADA. — «Теща-адвокат» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó en el número 18 de la revista Fragmentos, que salió el día 30 de abril de 1883, con
la firma de «A. Chejonté». Al preparar la reunión de todos sus cuentos, Chéjov escribió
«N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
LA «SUMA» DE LA FERIA. — «Ярмарочное “итого”» (Traducción: René
Portas) se publicó en el número 36 de la revista Entretenimiento, el 13 de septiembre de
1884, con la firma en el texto.
LA TONTA, O EL CAPITÁN RETIRADO. — «Дура, или Капитан в отставке»
(Traducción: Luis Abollado) se publicó el 17 de septiembre de 1883, en el número 38 de
la revista Fragmentos, firmado como «A. Chejonté». Buena parte de las situaciones
paródicas y algunas expresiones serían reutilizadas parcialmente en la primera parte del
relato «Un buen final», de 1887.
LA VENGANZA DE LAS MUJERES. — «Месть женщины» (Traducción: René
Portas) se publicó el 2 de febrero de 1884, en el número 4 de La hojilla satírica rusa, con
el seudónimo de «Anché», usado por primera vez.
LA VERANEANTE. — «Дачница» (Traducción: René Portas) apareció el 2 de junio
de 1884 en el número 22 de la revista Fragmentos, con la firma de «A. Chejonté». Se
publicó, en 1886, en la primera edición del libro Relatos abigarrados.
LA VIDA ES BELLA. — «Жизнь прекрасна!» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó, bajo el seudónimo de «El hombre sin bazo» y con el subtítulo «Consejo para
suicidas», en el número 17 de la revista Fragmentos, que apareció el 27 de marzo de 1885.
LAS ISLAS VOLADORAS. — «Летающие острова» (Traducción: Sebastián
Castro) se publicó por primera vez en marzo de 1883, en el número 19 de El despertador
y con la firma «A. Chejonté». Sin embargo, su escritura es anterior, porque, en junio de
1882, Chéjov ya lo había incluido para su publicación en el volumen Travesura, con el
subtítulo «Obra de Julio Verne (Parodia)». En su copia de la revista Chéjov anotó «N. B.:
no incluir en las obras completas. A. Chéjov». A principios de 1883 también se lo envió,
para su publicación, a la redacción de la revista Fragmentos, pero su director, Leikin, lo
rechazó y devolvió el manuscrito. Otros títulos en español: «Las islas voladoras».
LAS LÁGRIMAS INVISIBLES DEL MUNDO. — «Еіевидимые миру слезы»
(Traducción: Jesús García Gabaldón) se publicó el 25 de agosto de 1884, y parece estar
claro que fue escrito antes del día 11 según una carta de Chéjov a Leikin, el editor de la
revista Fragmentos en cuyo número 34 aparecería publicado con la firma «A. Chejonté».
MIL Y UNA PASIONES O UNA NOCHE TERRIBLE. — «Тысяча одна страсть,
или Страшная ночь» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 27 de julio de 1880, en
el número 30 de La libélula, con la firma «Antosha Ch.». Decidió incluirlo en el volumen
Travesura, de 1882, momento en el cual modificó el subtítulo por «Tímida imitación de
Victor Hugo». Del manuscrito de Travesura, sin embargo, sólo se ha conservado una
página de este relato.
LIBRO PARA NIÑOS. — «Сборник для детей» (Traducción: René Portas) se
publicó en los números 49 y 50 de la revista Fragmentos, los días 3 y 10 de diciembre de
1883, con el seudónimo de «A. Chejonté».
LISTA DE CONDECORADOS… — «Список экспонентов, удостоенных
чугунных медалей по русскому отделу на выставке в Амстердаме» (Traducción:
Paul Viejo) se publicó el 15 de octubre de 1883, con el seudónimo «El hombre sin bazo»,
en el número 42 de la revista Fragmentos. El «Boletín Oficial del Estado» publicó el 23 de
septiembre la verdadera lista de condecorados en Ámsterdam que Chéjov parodia en este
cuento.
LOS TEMPERAMENTOS. — «Темпераменты» (Traducción: René Portas) se
publicó el 17 de septiembre de 1881 en el número 5 de la revista El espectador, con la
firma «Antosha C***». En 1882 lo preparó para su futura publicación en Travesura,
momento en el que eliminó algunos fragmentos (por ejemplo, el perteneciente al
«colérico-melancólico») por petición directa de la censura.
MANÍA GRANDIOSA. — «Случаи» (Traducción: Luis Abollado) se publicó, con el
subtítulo de «A la atención del periódico El médico», el 22 de enero de 1883 en la revista
Fragmentos, número 4. Lo firmaba “El hombre sin bazo”, y Chéjov lo envió a la
redacción junto a los cuentos “El único remedio” y “En la noche oscura”. Otros títulos en
español: “Casos de manía grandiosa”.
MAYONESA. — «Майонез» (Traducción: Luis Abollado) apareció con el
seudónimo de «El hombre sin bazo» el 17 de septiembre de 1883, en el número 38 de la
revista Fragmentos.
MEDIDAS SANITARIAS. — «Надлежащие меры» (Traducción: E.
Podgursky/Aguilar) apareció en el número 38 de la revista Fragmentos, el 22 de
septiembre de 1884, con el subtítulo «Escena» y la firma de «A. Chejonté». En la primera
edición de Relatos abigarrados (1886), donde se incluyó, se retiró el subtítulo, y así se
mantuvo hasta su inclusión en el primer tomo de sus Obras completas con algunos cortes
y modificaciones. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro, polaco, serbocroata, checo y
sueco. Otros títulos en español: «Medidas oportunas».
MERCANCÍA VIVA. — «Живой товар» (Traducción: Fernando Otero Macías) se
publicó en los números 28, 29, 30 y 31 de El provecho mundano, entre el 6 y el 27 de
agosto de 1882. Firmó el cuento como «A. Chejonté».
MI CONFESIÓN. — «Исповедь» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en la
revista El espectador, en el número 5 del 19 de enero de 1883. El seudónimo utilizado fue
«A. Chejonté». Otros títulos en español: «Confesión» (No confundir con el relato de
«Confesión, u Olia, Zhenia, Zoia»).
MI NANA. — «Моя Нана» (Traducción: René Portas) apareció el 21 de mayo de
1883, en el número 21 de la revista Fragmentos. Chéjov utilizó el seudónimo «El hombre
sin bazo», pero lo descartó al reunir sus obras completas, indicando en una copia de la
revista «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
MIS DEFINICIONES INGENIOSAS Y MIS DICHOS. — «Мои остроты и
изречения» (Traducción: Paul Viejo) se publicó el 15 de octubre de 1883, con el
seudónimo «El hombre sin bazo», en el número 42 de la revista Fragmentos.
MIS RANGOS Y TÍTULOS. — «Мои чины и титулы» (Traducción: René Portas)
apareció el 10 de septiembre de 1883, en el número 37 de Fragmentos, y aunque se
publicó sin firma, en el texto aparece uno de los seudónimos habituales de Chéjov, «El
hombre sin bazo».
MUERTE DE UN FUNCIONARIO. — «Смерть чиновника» (Traducción: Jesús
García Gabaldón) se publicó, con la firma de «A. Chejonté», en el número 27 de
Fragmentos, el día 2 de junio de 1883. Se incluyó tanto en las Obras completas editadas
por A. Marx, como en la primera edición de Relatos abigarrados (1886) y sucesivas,
recibiendo siempre muy buenas críticas. En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro, húngaro,
alemán, polaco, rumano, serbocroata, eslovaco, finlandés y checo.
MUJER SIN PREJUICIOS. — «Женщина без предрассудков» (Traducción: Luis
Abollado) se publicó el 10 de febrero de 1883 en el número 11 de la revista El espectador,
bajo la firma de «A. Chejonté».
NOTAS DEL SERVICIO. — «Служебные пометки» (Traducción: Luis Abollado)
se publicó el 2 de marzo de 1885 en el número 9 de la revista Fragmentos, con el
seudónimo «El hombre sin bazo». Otros títulos en español: «Acotaciones del servicio».
NOVÍSIMO EPISTOLARIO. — «Новейший письмовник» (Traducción: René
Portas) apareció el I de diciembre de 1884, en el número 48 de la revista Fragmentos, con
la firma «El hombre sin bazo».
¡OH, MUJERES, MUJERES! — «О женщины, жен-щины!» (Traducción: René
Portas) se publicó en Noticias del día, número 45, el 15 de febrero de 1884, y apareció
firmado como «Anché».
OSTRAS. — «Устрицы» (Traducción: James y Marian Womack) se publicó en
diciembre de 1884, en el número 48 de la revista El despertador, con el subtítulo «Un
bosquejo» y la firma «A. Chejonté». Sin el subtítulo, y con algunas modificaciones,
Chéjov lo incluyó en su libro Relatos abigarrados (1886), y vio la luz también, en 1895,
en la compilación Destellos. Antología de autores rusos. Con nuevas correcciones y
recortes se publicó también en el tercer volumen de las Obras completas editadas por
Adolf Marx. Para el escritor Iván Bunin este relato era, junto con «El libro de quejas»,
«los mejores, en mi opinión, de las obras de Chéjov». En vida del autor se tradujo al
búlgaro, húngaro, alemán, polaco, rumano, serbocroata, eslovaco, finlandés, checo y
sueco.
PÁGINA DE LA CRÓNICA JUDICIAL. — «Случай из судебной практики»
(Traducción: Luis Abollado) apareció, con el subtítulo «Historia penal», el 17 de marzo de
1883, en el número 20 de la revista El espectador. Lo firmaba «A. Chejonté», y en 1886
se recogió en la primera edición de Relatos abigarrados, en una versión recortada. En vida
de Chéjov se tradujo al serbocroata. Otros títulos en español: «Un caso de la rutina
judicial», «Un caso en la rutina de los juzgados».
PALABRAS, PALABRAS Y PALABRAS. — «Слова, слова и слова» (Traducción:
Luis Abollado) apareció el 23 de abril de 1883, en el número 17 de la revista Fragmentos,
con la firma «A. Chejonté». Por una carta de su editor parece que el relato fue escrito entre
marzo y la primera semana de abril. Al preparar la recopilación de todos sus cuentos,
Chéjov escribió «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
PAPÁ. — «Папаша» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 29 de junio de 1880,
en el número 26 de La libélula. Utilizó la firma de «An. Ch.» y lo incluyó en el volumen
Travesura, versión que retocó estilísticamente y en la que añadió algún pasaje nuevo.
Como figura en su correspondencia con el editor, también en esta ocasión recibió «los
honorarios normales de cinco kopeks por línea».
PARA LAS CARACTERÍSTICAS DE LOS PUEBLOS. — «К характеристике
народов» (Traducción: René Portas) se publicó el 17 de noviembre de 1884 en el número
46 de la revista Fragmentos. Lo firmaba «El hombre sin bazo».
PENSAMIENTOS NADA PERNICIOSOS. — «Не тлетворные мысли»
(Traducción: Paul Viejo) se publicó el 16 de marzo de 1885, con el seudónimo «El hombre
sin bazo», en el número 11 de la revista Fragmentos.
PERPETUUM MOBILE. — «Perpetuum mobile» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar)
se publicó el 17 de marzo de 1884, en el número 11 de Fragmentos, firmado como «A.
Chejonté». Aunque se escribió, casi con seguridad, en enero de 1884, Chéjov tuvo que
reescribir este cuento porque era demasiado extenso para la revista. En 1899 lo incluyó en
sus Obras completas, donde volvió a hacer cambios y recortes. En 1903, el Ministerio de
Educación consideró este cuento «no apto para la lectura de los estudiantes de las escuelas
secundarias». En vida de Chéjov se tradujo al serbocroata y al checo.
PLEGARIAS MODERNAS. — «Современные молитвы» (Traducción: René
Portas) se publicó en el número 10 de El espectador, dentro de la sección «Esto y lo otro»,
el 7 de febrero de 1883. Aparecía la firma «H[ombre] sin b[azo]».
POR UNAS MANZANAS. — «За яблочки» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó el 17 de agosto de 1880, en el número 33 de La libélula, con el seudónimo de
«Chejonté».
PREGUNTAS
ADICIONALES…
—
«Дополнительные
вопросы…»
(Traducción: René Portas) se publicó en enero de 1882, en el número 5 de El despertador,
después de que se celebrara un «censo estadístico» en Moscú entre los días 23 y 25.
PROPAGANDAS Y ANUNCIOS CÓMICOS. — «Комические рекламы и
объявления» (Traducción: René Portas), parodiando el estilo y contenido de anuncios
reales que habían aparecido en los periódicos moscovitas, se publicó en el número 7 de El
despertador, en febrero de 1882.
PROTECCIÓN. — «Протекция» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en el
número 35 de la revista Fragmentos, el 27 de agosto de 1883, utilizando la firma de «A.
Chejonté». Junto al original de la revista se conserva una nota de Chéjov donde excluye
este relato de sus Obras completas: «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant.
Chéjov».
¿QUÉ ES LO QUE MÁS SE DA EN LAS NOVELAS, RELATOS, ETCÉTERA? —
«Что чаще всего встречается в романах, повестях и т.п.?» (Traducción: Paul
Viejo) se publicó el 9 de marzo de 1880, en el número 10 de la revista La libélula, con el
seudónimo «Antosha».
¿QUÉ ES MEJOR? — «Что лучше?» (Traducción: Luis Abollado) apareció en el
número 6 de la revista Fragmentos, el 5 de febrero de 1883, con el seudónimo de «El
hombre sin bazo». Incluía el subtítulo «Divagaciones ociosas del cadete Krokodilov».
REGLAS DE DISCIPLINA CARNAVALESCA. — «Масленичные правила
дисциплины» (Traducción: René Portas) se publicó en el número 4, de enero de 1885,
de la revista El despertador, con el seudónimo «El hermano de mi hermano».
REGLAS VERANIEGAS. — «Дачные правила» (Traducción: René Portas) se
publicó el 26 de mayo de 1884, en el número 21 de la revista Fragmentos. Lo firmaba «A.
Chejonté» y, según sabemos por una carta al editor Leikin, su título original era «Higiene
veraniega».
SALON DES VARIÉTÉS. — «Салон де варьете» (Traducción: René Portas) se
publicó en octubre de 1881, en el número 11 de la revista El espectador, y le
acompañaban ilustraciones independientes realizadas por el hermano de Chéjov, Nikolái.
En el libro de memorias Alrededor de Chéjov, de Mijaíl P. Chéjov, se recuerdan las visitas
de Antón y Nikolái al salón de variedades, muy popular en su momento, y sobre el que
Chéjov escribiría unas pequeñas crónicas, entre 1883 y 1884, para el periódico
Fragmentos de la vida moscovita.
SE ESTROPEÓ EL ASUNTO. — «Пропащее дело» (Traducción: Luis Abollado)
se publicó el 22 de junio de 1882 en el número 11 de la revista Sputnik. Lo acompañaba el
subtítulo «Caso digno de un sainete».
SE FUE. — «Ушла» (Traducción: Jesús García Gabaldón) se publicó el 29 de enero
de 1883, en el número 5 de la revista Fragmentos, con la firma «A. Chejonté», y se
incluyó posteriormente en sus Obras completas. El nombre de uno de los personajes —
Tramb— se repetirá en otro cuento de 1883, «Una vez al año». Otros títulos en español:
«Se marchó».
¡SE OLVIDÓ! — «Забыл!!» (Traducción: René Portas) se publicó en febrero de
1882, como primera colaboración de Chéjov en la revista Moscú (número 8). En este
cuento utilizó por primera vez el seudónimo «El hombre sin bazo».
SE PELEÓ CON LA ESPOSA. — «С женой поссорился» (Traducción: René
Portas) se publicó el 9 de junio de 1884 —aunque por la correspondencia editorial se
desprende que fue escrito a principios de mayo— en el número 23 de la revista
Fragmentos.
SEMBLANZA DE LAS CELEBRIDADES CONTEMPORÁNEAS. —
«Жизнеописание достопримечательных современников» (Traducción: René
Portas) apareció en marzo de 1884 en el número 12 de La ola. A partir de su
correspondencia se deduce que Chéjov preparaba varias biografías de sus
contemporáneos, aunque sólo una apareció.
SETENTA Y CINCO MIL. — «75 000» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en
enero de 1884, con la firma «A. Chejonté», en el número 2 de El despertador. Al preparar
su recopilación, Chéjov dejó escrito: «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant.
Chéjov».
SIN REMEDIO. — «Безнадежный» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en el
número 15 de la revista El despertador, de marzo de 1885, con la firma «A. Chejonté» y
el subtítulo «Esbozo». Otros títulos en español: «El desesperado».
SOBRE EL DRAMA. — «О драме» (Traducción: René Portas) se publicó, con el
seudónimo de «A. Chejonté», el 3 de noviembre de 1884, en el número 44 de la revista
Fragmentos. Chéjov decidió no incluirlo en sus Obras completas editadas por Adolf
Marx, y dejó escrito: «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
SOBRE MARZO, ABRIL, MAYO… — «О марте. Об апреле. О мае…»
(Traducción: René Portas) se publicó entre 16 de marzo y el 24 de agosto de 1885 en la
revista El despertador (números 14, 18, 30 y 34), con la indicación «Notas filológicas» y
bajo el seudónimo «El hombre sin bazo».
SUEÑO. — «Сон» (Traducción: Luis Abollado) apareció con el subtítulo «Cuento de
Navidad» el 25 de diciembre de 1885, pero se sabe con seguridad que la historia estaba
escrita y preparada para su publicación exactamente un año antes y que fue enviada a la
redacción de Fragmentos. Su publicación se pospuso y apareció, finalmente, en La Gaceta
de San Petersburgo, número 354, un año después.
SUPER-EXTRAS. — «Обер-верхи» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 9 de
abril de 1883, en el número 15 de la revista Fragmentos, bajo el seudónimo de «El
hombre sin bazo». Otros títulos en español: «Los super-colmos».
TAREAS DE UN MATEMÁTICO LOCO. — «Задачи сумасшедшего
математика» (Traducción: René Portas) se publicó en febrero de 1882, en el número 8
de la revista El despertador, con el seudónimo «Antosha Chejonté», tal como figura en el
propio texto.
TESTAMENTO DEL VIEJO AÑO 1883. — «Завещание старого, 1883-го года»
(Traducción: René Portas) apareció en el número 1 de El despertador, en enero de 1884,
con la firma que se muestra en el propio texto. Se conserva una copia con la anotación:
«N. В.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
TRIBUTOS. — «Праздничная повинность» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó el 1 de enero de 1885, en el número 1 de la revista Entretenimiento, con la firma
«A. Chejonté». Otros títulos en español: «La obligación festiva».
UN ADICTO. — «Ревнитель» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 15 de
febrero de 1883 en el número 12 de la revista El espectador, bajo el seudónimo de «El
hombre sin bazo».
UN CASO VENENOSO. — «Ядовитый случай» (Traducción: René Portas) se
publicó en el número 14 de El espectador, el 22 de febrero de 1883. Lo firmaba «El
hombre sin bazo».
UN CONSEJO. — «Совет» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 12 de febrero
de 1883 en el número 7 de la revista Fragmentos, bajo el seudónimo de «El hombre sin
bazo». Se conserva la copia de la revista donde Chéjov anotó «N. B.: No incluir en las
Obras completas». Otros títulos en español: «El consejo».
UN DVORNIK INTELIGENTE. — «Умный дворник» (Traducción: E.
Podgursky/Aguilar) se publicó inicialmente con el título de «Moral» en el número 16 de
El espectador, el 3 de marzo de 1883. Lo firmaba «A. Chejonté». Se incluyó en el primer
volumen de sus Obras completas, y en vida de Chéjov fue traducido al búlgaro, rumano y
checo. Otros títulos en español: «El portero inteligente».
UN ESCLAVO JUBILADO. — «Отставной раб» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó el 10 de septiembre de 1883 en el número 37 de la revista Fragmentos, firmado
como «A. Chejonté». Se incluyó, desde la primera edición de 1886, en todas las ediciones
de Relatos abigarrados. Se han conservado las galeradas que Chéjov corrigió para su
publicación en las Obras completas editadas por A. Marx —con diferencias respecto a la
14.a edición del libro— aunque, en una carta de 1901 al editor, Chéjov le indica que no
será incluido en la recopilación. En vida de Chéjov se tradujo al húngaro, alemán y
serbocroata. Otros títulos en español: «El esclavo retirado».
UN EXAMEN. — «Экзамен» (Traducción: Paul Viejo) se publicó con el nombre
completo de Antón Chéjov el 25 de diciembre en Noticias del día, un diario fundado en
Moscú a mediados de ese mismo año. Apareció con el subtítulo «De una conversación
entre dos personas muy inteligentes».
UN FILÁNTROPO. — «Филантроп» (Traducción: Luis Abollado) se publicó el 14
de marzo de 1883, en el número 19 de El espectador, con el seudónimo «El hombre sin
bazo».
UN LADRÓN. — «Вор» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en el número 16 de
la revista Fragmentos, el 16 de abril de 1883. Firmaba «Antosha Chejonté». Con algunas
pequeñas reducciones, fue incluido en la primera edición de Relatos abigarrados en 1886.
«El ladrón» es el primer cuento de Chéjov donde todo se relata desde el punto de vista del
protagonista de principio a fin, lo que se convertiría con el tiempo en uno de los rasgos
compositivos del autor. Otros títulos en español: «El ladrón».
UN LIBERAL. — «Либерал» (Traducción: Luis Abollado) apareció el 7 de enero de
1884, en el número 1 de la revista Fragmentos, con la firma «A. Chejonté». Se sabe que la
historia está escrita después del 25 de diciembre de 1883 («Tengo exámenes», le decía
Chéjov a su editor en una carta, excusando su retraso) y no la envió a la redacción hasta el
día 31. Chéjov decidió no incluirlo en sus Obras completas editadas por Adolf Marx, y
dejó escrito: «N. B.: no incluir en las obras completas. Ant. Chéjov».
UN NIÑO MALIGNO. — «Злой мальчик» (Traducción: E. Pod— gursky/Aguilar)
fue publicado el 23 de julio de 1883, en el número 30 de la revista Fragmentos con la
firma de «A. Chejonté». Apareció posteriormente en sus Obras completas, edición de A.
Marx, con notables cambios estilísticos y varias reducciones. En vida de Chéjov se tradujo
al alemán, búlgaro, serbocroata, checo y sueco. Otros títulos en español: «Un niño malo»,
«Un chico malo», «Un muchacho protervo».
UN PARTE. — «Донесение» (Traducción: Luis Abollado) apareció, sin título y en la
sección «Curiosidades», en el número 13 de la revista Fragmentos, que se publicó el 30 de
marzo de 1885. Lo firmaba «El hombre sin bazo». Otros títulos en español: «El informe».
UNA CONDECORACIÓN. — «Орден» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar)
apareció el 14 de enero en el número 2 de la revista Fragmentos, firmado por «A.
Chejonté». Además de en el segundo volumen de sus Obras completas, este cuento se
recogió en la primera edición de Relatos abigarrados, de 1886. A raíz de esta publicación,
el relato despertó numerosas críticas de todo tipo: desde «un talento indudable» a «carente
de interés» o «una creatividad deficiente». En vida de Chéjov se tradujo al búlgaro,
húngaro, alemán, polaco, serbocroata, finlandés y checo. Otros títulos en español: «La
orden».
UNA CONVERSACIÓN ENTRE GANSOS. — «Гусиный разговор» (Traducción:
Paul Viejo) apareció en el número 40 de la revista Fragmentos, el 6 de octubre de 1884,
firmado con el seudónimo «El hombre sin bazo».
UNA DE DOS. — «Козел или негодяй?» (Traducción: Luis Abollado) se publicó
en el número 30 de la revista Fragmentos, que apareció el 23 de julio de 1883, bajo la
firma de «A. Chejonté». Otros títulos en español: «Cabrón o canalla».
UNA ENIGMÁTICA CRIATURA. — «Загадочная натура» (Traducción: Jesús
García Gabaldón) se publicó el 19 de marzo de 1883 en el número 12 de la revista
Fragmentos, con el seudónimo de «A. Chejonté». En 1886 Chéjov lo incluyó en el
volumen de cuentos Relatos abigarrados y más adelante en sus Obras completas. Para
preparar esa edición Chéjov hizo numerosas correcciones reforzando el tono irónico. En
vida del autor fue traducido al búlgaro, alemán, polaco, serbocroata, checo, finlandés y
sueco. Otros títulos en español: «Una naturaleza enigmática», «Un carácter enigmático».
UNA JURISTA. — «Юристка» (Traducción: Paul Viejo) se publicó el 29 de octubre
de 1883, en el número 44 de la revista Fragmentos, con el seudónimo «El hombre sin
bazo». Se conservan las pruebas con correcciones que Chéjov preparó para sus Obras
completas, pero finalmente el cuento no fue incluido en ellas.
UNA NOCHE DE ESPANTO. — «Страшная ночь» (Traducción: S. Ximénez) se
publicó en la revista Entretenimiento, número 50, el 27 de diciembre de 1884, con el
subtítulo «Historia navideña» y la firma «Primero Ch. Jonte, y después A. Chejonté». Se
incluyó, sin el subtítulo, en el libro de relatos de 1887 Discursos inocentes, y en el primer
volumen de las Obras completas (1899), edición para la que cambió el final de la historia.
En vida de Chéjov se tradujo al inglés, alemán, polaco, serbocroata, eslovaco y checo.
UNA VEZ AL AÑO. — «Раз в год» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en la
revista La libélula, en su número 25 del 19 de junio de 1883. El subtítulo era «Cuento» y
lo firmaba «A. Ch.». La publicación de este cuento en La libélula le llevó a una pequeña
disputa por carta con N. Leikin, editor de Fragmentos, donde estaba publicando
regularmente. Con algunos cambios mínimos, Chéjov lo incluyó en su colección de 1886,
Relatos abigarrados, y en las sucesivas, aunque ya con más modificaciones. En 1899
comenzó a corregirlo en profundidad para publicarlo en las Obras completas editadas por
A. Marx. Sin embargo, sólo llegó a tiempo de corregir la primera parte de la historia y
decidió eliminarla, tachando todo el texto ya en las galeradas. En vida de Chéjov se
tradujo al alemán, húngaro, serbocroata y checo.
UNA VIDA EN PREGUNTAS Y EXCLAMACIONES. — «Жизнь в вопросах и
восклицаниях» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en febrero de 1882 en el
número 9 de la revista El despertador, con el seudónimo «Antosha Chejonté». En la copia
manuscrita que se conserva-muy corregida estilísticamente para su posterior publicación
— hay una anotación: «Novela». Durante la preparación de sus Obras completas en la
edición de Adolf Marx, el autor anotó en su copia: «N. B.: no incluir en las obras
completas. Ant. Chéjov».
VARIAS IDEAS SOBRE EL ALMA. — «Несколько мыслей о душе»
(Traducción: René Portas) apareció el 14 de abril de 1884, en el número 15 de la revista
Fragmentos. El seudónimo utilizado fue «El hombre sin bazo».
VEINTISÉIS. — «Двадцать шесть» (Traducción: Paul Viejo) apareció el 23 de abril
de 1883, en el número 17 de la revista Fragmentos, con la firma «El hombre sin bazo».
Incluía el subtítulo «Extractos de diario».
VIL VENGANZA. — «Месть» (Traducción: Luis Abollado) se publicó en El
provecho mundano, en su número 50 del 31 de diciembre de 1882, con el seudónimo de
«A. Chejonté». Para publicarlo en 1884 dentro de la colección Cuentos de Melpómene,
además de cambios estilísticos, Chéjov hizo cambios incluso en el tono del relato y en el
final. Otros títulos en español: «Venganza».
VISITA INFORTUNADA. — «Неудачный визит» (Traducción: Luis Abollado) se
publicó en Fragmentos, número 46, el 27 de noviembre de 1882, con el seudónimo de «El
hombre sin bazo».
WHIST. — «Винт» (Traducción: E. Podgursky/Aguilar) se publicó el 29 de
septiembre de 1884, con el título «Una novedad (A la atención de los jugadores de
whist)», en el número 39 de la revista Fragmentos, con la firma “A. Chejonté”. En 1886,
Chéjov lo incluyó en su libro Relatos abigarrados, momento en el que cambió el título,
que se mantendría ya en las sucesivas ediciones, hasta recopilarlo en el segundo volumen
de sus Obras completas. El cuento recibió numerosas críticas positivas y alabanzas, y en
vida de Chéjov se tradujo al búlgaro, polaco, serbocroata y checo. Otros títulos en español:
“El vint”.
Portadas de la primera edición de Cuentos de Melpomene.
Portada de la primera edición de Relatos abigarrados.
Portada de la primera edición de Discursos inocentes.
Portada de la primera edición de En el crepúsculo.
IV
RELACIÓN DE TRADUCTORES, FECHAS Y PUBLICACIONES DE LOS
CUENTOS
Para facilitar la consulta y la ordenación de los datos de los cuentos incluidos en el
presente volumen, se ha confeccionado una tabla donde se recogen los nombres de los
diferentes traductores que han participado en esta edición, la fecha de publicación original
de los cuentos —que es el criterio por el que están ordenados en el interior del libro—, la
revista o periódico donde se publicaron originalmente, así como el título del libro o
antología donde el propio Chéjov los incluyó en vida.
Se proporcionan a continuación las claves de las diferentes abreviaturas utilizadas en
el listado.
Revistas
DESP — El despertador
ENTR — Entretenimiento
ESPE — El espectador
FRAG — Fragmentos
GAZP — Gaceta de San Petersburgo
HOJA — Hoja moscovita
LAOL — La ola
LIBE — La libélula
LUZY — Luz y sombras
MOSC — Moscú
NOTI — Noticias del día
PROV — El provecho mundano
SATI — Hojilla satírica rusa
SPUT — Sputnik
Libros
ABIG — Relatos abigarrados (Пестрых рассказов), 1886
INOC — Discursos inocentes (Невинные речи), 1887
MELP — Cuentos de Melpómene (Сказки Мельпомены), 1884
TRAV — Travesura (Шалость) [No publicado], 1882
Traductores
[ABOL] — Luis Abollado Vargas
[CAST] — Sebastián Castro
[GGAB] — Jesús García Gabaldón
[MORI] — Juan López-Morillas
[OTER] — Fernando Otero Macías
[PODG] — E. Podgursky / A. Aguilar
[PORT] — René Portas
[VGAL] — Víctor Gallego Ballestero
[VIEJ] — Paul Viejo
[WOMA] — James y Marian Womack
[SXIM] — S. Ximénez
Título
3000 vocablos extranjeros
A cual mejor
A la americana
Adivinos y adivinas
Aguinaldos
Alegría
Algo
Amor no correspondido
Ansiedad
Antes de la boda
Anuncios equivocados
Bibliografía
Blandura
Boda por interés
Breve anatomía humana
Buena colección
Caballeros sin miedo y sin tacha
Calendario El despertador
Cantores
Carta a un reportero
Carta a un vecino erudito
Cirugía
Como el abuelo
Confesión, u Olia, Zhenia, Zoia
Congreso de naturalistas
Consejos para autores noveles
Contrato del año 1884
¿Cuál de los tres?
Cuento difícil de titular
De caza
De mal en peor
De mal humor
De paseo en landó
De paseo en Sokólniki
Definiciones filosóficas de la vida…
Del diario de un ayudante de contable.
Del diario de una señorita
Disfraces
Divagaciones de un lector
Dos cartas
Traductor Fecha
[VIEJ] 1883
[ABOL] 1885
[PORT] 1880
[PORT] 1883
[ABOL] 1885
[PODG] 1883
[PORT] 1883
[ABOL] 1883
[ABOL] 1883
[ABOL] 1880
[PORT] 1883
[PORT] 1883
[ABOL] 1883
[PODG] 1884
[PORT] 1883
[ABOL] 1883
[ABOL] 1883
[PORT] 1882
[PODG] 1884
[VIEJ] 1884
[GGAB] 1880
[VGAL] 1884
[ABOL] 1883
[WOMA] 1882
[PORT] 1883
[ABOL] 1885
[PORT] 1884
[ABOL] 1882
[ABOL] 1883
[PORT] 1884
[VGAL] 1884
[VGAL] 1884
[ABOL] 1883
[ABOL] 1885
[PORT] 1883
[PODG] 1883
[VIEJ] 1883
[ABOL] 1883
[ABOL] 1883
[PORT] 1884
Libro Revista
FRAG
[AB1G] FRAG
LIBE
ESPE
FRAG
ESPE
DESP
PROV
ESPE
[TRAV1 LIBE
FRAG
PROV
[ABIG] FRAG
[ABIG1 ENTR
FRAG
ESPE
FRAG
DESP
[ABIG] FRAG
FRAG
[TRAV] LIBE
[ABIG] FRAG
FRAG
ÍTRAV1 DESP
FRAG
FRAG
FRAG
SPUT
FRAG
DESP
ENTR
FRAG
FRAG
DESP
FRAG
FRAG
FRAG
ESPE
ESPE
FRAG
Dos en uno
Dos escándalos
Dos novelas
Ejercicios veraniegos
El abeto
El álbum
El alemán agradecido
El banquete
El barón
El beneficio del ruiseñor
El brindis de las mujeres
El brindis de los prosistas
El buen conocido
El caballero y la señorita
El camaleón
El carbón ruso
El certificado
El cómico
El corresponsal
El delegado o ¡Adiós, veinticinco rublos!…
El demonio ingenuo
El día de san Pedro
El discurso y la correíta
El dote
El eclipse de luna
El encuentro de la primavera
El espejo torcido
El Espigón Verde
El fin de un idilio
El gato
El gordo y el flaco
El hermanito
El hombre orgulloso
El hombre y el peno
El jefe de estación
El joven
El letrero
EL libro de reclamaciones
El Montecillo Rojo
El nabo
El patriota de su patria
[ABOL]
[ABOL]
[ABOL]
[ABOL]
[VIEJ]
[PODG]
[ABOL]
[ABOL]
[ABOL]
[ABOL]
[PORT]
[PORT]
[PORT]
[ABOL]
[VGAL]
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[ABOL]
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[GGAB]
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[ABOL]
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[GGAB]
[ABOL]
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[VIEJ]
[PORT]
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[GGAB]
[PORT]
[ABOL]
[PORT]
1883
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1883
ESPE
[MELP] PROV
FRAG
LIBE
ENTR
FRAG
FRAG
FRAG
[MELP] PROV
FRAG
DESP
DESP
FRAG
FRAG
[ABIG] FRAG
[AB1G] FRAG
FRAG
[ABIG] FRAG
DESP
FRAG
FRAG
[TRAV] DESP
FRAG
DESP
FRAG
MOSC
ESPE
MOSC
FRAG
FRAG
[ABIG] FRAG
FRAG
HOJA
[ABIG] FRAG
FRAG
FRAG
FRAG
FRAG
FRAG
FRAG
[ABIG] PROV
El pecador de Toledo
El perdón
El pícaro
El proceso del año 1884
El repetidor
El sauce
El signo de los tiempos
El sueño del reportero
El tabernero compasivo
El trágico
El triunfo del vencedor
El tutor
El único remedio
El vanka
El veintinueve de junio
El vodevil
Él y ella
En el cementerio
En el clavo
En el departamento de correos
En el hospicio de ancianos y
En el mar
En el salón
En el vagón
En este siglo práctico
En la barbería
En la noche oscura
En las habitaciones numeradas
En los baños públicos
En Moscú en la Plaza Trúbnaya
En otoño
Encaje de bolillos
Entrevista vana
Escenas del pasado reciente
Esculapios rurales
Esto y aquello (poesía y prosa)
Esto y aquello (cartas y telegramas).
Examen de ascenso
Examen ideal
Fecha solemne
Felicitaciones
[ABOL]
[PORT]
[PORT]
[ABOL]
[PODG]
[ABOL]
[VIEJ]
[PORT]
[ABOL]
[PODG]
[PODG]
[ABOL]
[ABOL]
[PORT]
[ABOL]
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[ABOL]
[PODG]
[ABOL]
[PODG]
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[ABOL]
[VIEJ]
[PORT]
[ABOL]
[VGAL]
[PORT]
[VIEJ]
[PODG]
[PORT]
[ABOL]
[VIEJ]
[ABOL]
[PORT]
[ABOL]
[PORT]
[PORT]
[PODG]
[PORT]
[ABOL]
[ABOL]
1881
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1883
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1883
1883
1884
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1884
1883
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1881
1883
1883
1883
1885
1885
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1881
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[TRAV] ESPE
FRAG
FRAG
FRAG
[ABIG] FRAG
[ABIG] FRAG
FRAG
DESP
[ABIG] FRAG
[MELP] FRAG
FRAG
FRAG
FRAG
SATI
SPUT
FRAG
[MELP] PROV
FRAG
[ABIG] FRAG
FRAG
FRAG
PROV
FRAG
[TRAV] ESPE
FRAG
ESPE
[ABIG] FRAG
FRAG
FRAG
DESP
[ABIG] DESP
[ABIG] FRAG
MOSC
FRAG
LUZY
ESPE
ESPE
[ABIG] FRAG
DESP
LIBE
FRAG
Ferias
Flores tardías
Frutos de largas reflexiones
Gozo en la dacha
Gratitud
¿Hablar o callar?
Hasta la perfección debe tener límites.
Heroínas
Hipnotismo
Historia de un matrimonio
Historia ruin
Ideas impropias
Idilio
Impostores a la fuerza
Imprudencia
Juicio sumarísimo
Junto a la cama del enfermo
La boda con el general
La calumnia
La cerilla sueca
La conversación
La cronología viviente
La cruz
La hija de Albión
La hija del consejero comercial
La lectura
La lengua te lleva hasta Kiev
La mariscala
La máscara
La mujer desde el punto de vista
La noche anterior al juicio
La novela de un abogado
La nueva enfermedad y el viejo medio
La obcecación
La oficina de anuncios de Antosha Ch.
La pura verdad
La señora
La suegra abogada
La «suma» de la feria
La tonta o El capitán retirado
[ABOL]
[OTER]
[VIEJ]
[VIEJ]
[ABOL]
[VIEJ]
[VIEJ]
[ABOL]
[ABOL]
[ABOL]
[MORI]
[PORT]
[VIEJ]
[ABOL]
[ABOL]
[ABOL]
[PORT]
[PORT]
[PODG]
[VGAL]
[PORT]
[PODG]
[PORT]
[VGAL]
[PORT]
[PODG]
[PORT]
[PODG]
[PODG]
[PORT]
[PODG]
[ABOL]
[PORT]
[PORT]
[PORT]
[ABOL]
[ABOL]
[ABOL]
[PORT]
[ABOL]
1882
1882
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1884
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1884
1885
1884
1885
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1884
1881
1883
1882
1883
1884
1883
[8]
[9]
MOSC
PROV
FRAG
FRAG
FRAG
ARCH
FRAG
[ABIG]
ESPE
FRAG
LUZY
FRAG
FRAG
ESPE
FRAG
ESPE
FRAG
FRAG
[ABIG]
[ABIG]
FRAG
[ABIG]
FRAG
[ABIG]
FRAG
FRAG
FRAG
[ABIG]
ENTR
DESP
[INOC]
FRAG
COMP
FRAG
ESPE
FRAG
MOSC
FRAG
ENTR
FRAG
FRAG
FRAG
LIBE
FRAG
FRAG
FRAG
LIBE
La venganza de las mujeres
[PORT] 1884
SATI
La veraneante
[PORT] 1884 FRAG
La vida es bella
[ABOL] 1885 FRAG
Las islas voladoras
[CAST] 1882 [TRAV] DESP
Las lágrimas invisibles del mundo
[GGAB] 1884 DESP
Las mil y una pasiones o Una noche terrible [ABOL] 1880
[TRAV] LIBE
Libro para niños
[PORT] 1883 DESP
Lista de condecorados
[VIEJ] 1883 FRAG
Los temperamentos
[PORT] 1881 [TRAV1 ESPE
Mania grandiosa
[ABOL] 1883 FRAG
Mayonesa
[ABOL] 1883 FRAG
Medidas sanitarias
[PODG] 1884 [ABIG1 FRAG
Mercancía viva
[OTER] 1882 PROV
Mi confesión
[ABOL] 1883 ESPE
Mi Nana
[PORT] 1883 FRAG
Mis definiciones ingeniosas
[VIEJ] 1883 FRAG
Mis rangos y títulos
[PORT] 1883 FRAG
Muerte de un funcionario
[GGAB] 1883 [ABIG] FRAG
Mujer sin prejuicios
[ABOL] 1883 ESPE
Notas del servicio
[ABOL] 1885 FRAG
Novísimo epistolario
[PORT] 1884 FRAG
¡Oh, mujeres, mujeres!
[PORT] 1884 NOTI
Ostras
[WOMA] 1884 [ABIG] DESP
Página de la crónica judicial
[ABOL] 1883 [ABIG] ESPE
Palabras, palabras y palabras
[ABOL] 1883 FRAG
Papá
[ABOL] 1880 [TRAV] LIBE
Para las características de los pueblos …
[PORT] 1884 FRAG
Pensamientos nada perniciosos
[VIEJ] 1885 FRAG
Perpetuwn mobile
[PODG] 1884 FRAG
Plegarias modernas
[PORT] 1883 ESPE
Por unas manzanas
[ABOL] 1880 LIBE
Preguntas adicionales
[PORT] 1882 DESP
Propagandas y anuncios cómicos
[PORT] 1882 DESP
Protección
[ABOL] 1883 FRAG
¿Qué es lo que más se da en las novelas?
[VIEJ] 1880 LIBE
¿Qué es mejor?
[ABOL] 1883 FRAG
Reglas de disciplina carnavalesca
[PORT] 1885 DESP
Reglas veraniegas
[PORT] 1884 FRAG
Salon des variétés
[PORT] 1881 ESPE
Se estropeó el asunto
[ABOL] 1882 SPUT
Se fue
[GGAB] 1883 FRAG
¡Se olvidó!
Se peleó con la esposa
Semblanza de las celebridades
Setenta y cinco mil
Sin remedio
Sobre marzo, abril, mayo
Sobre el drama
Sueño
Super-extras
Tareas de un matemático loco
Testamento del viejo año 1883
Tributos
Un dvornik inteligente
Un adicto
Un caso venenoso
Un consejo
Un esclavo jubilado
Un examen
Un filántropo
Un ladrón
Un liberal
Un niño maligno
Un parte
Una condecoración
Una conversación entre gansos
Una de dos
Una enigmática criatura
Una jurista
Una noche de espanto
Una vez al año
Una vida en preguntas y exclamaciones
Varias ideas sobre el alma
Veintiséis
Vil venganza
Visita infortunada
Whist
[PORT]
[PORT]
[PORT]
[ABOL]
[ABOL]
[PORT]
[PORT]
[ABOL]
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[PORT]
[PORT]
[ABOL]
[PODG]
[ABOL]
[PORT]
[ABOL]
[ABOL]
[VIEJ]
[ABOL]
[ABOL]
[ABOL]
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[ABOL]
[PODG]
[VIEJ]
[ABOL]
[GGAB]
[VIEJ]
[SXIM]
[ABOL]
[ABOL]
[PORT]
[VIEJ]
[ABOL]
[ABOL]
[PODG]
1882
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MOSC
FRAG
LAÓL
DESP
DESP
FRAG
DESP
GAZP
FRAG
DESP
DESP
ENTR
ESPE
ESPE
ESPE
FRAG
[ABIG] FRAG
NOTI
ESPE
[ABIG] FRAG
FRAG
FRAG
FRAG
[ABIG] FRAG
FRAG
FRAG
[ABIG] FRAG
FRAG
[INOC] ENTR
LIBE
DESP
FRAG
FRAG
[MELP] PROV
FRAG
[ABIG] FRAG
NOTA A LA EDICIÓN
Para llevar a cabo esta edición se ha tomado como referencia la que todavía hoy sigue
siendo la edición canónica de la obra chejoviana, Полное собрание сочинений и
писем: В 30 т (Obras completas у cartas en 30 tomos), Moscú, Editorial Nauka, 19741983. Es en esa publicación donde se fijan definitivamente los textos y, sobre todo, se
determinan cuáles de las colaboraciones de Chéjov son cuentos y cuáles no, algo que se ha
respetado aquí. El mismo criterio cronológico de escritura es el que hemos mantenido, con
las pocas excepciones que no se incluyen aquí y que se recogen en el último de los cuatro
volúmenes, dentro de un apéndice que reunirá inéditos, dispersos, inconclusos y
atribuciones dudosas aún a día de hoy. Se ha consultado también la reedición actualizada
de la citada anteriormente, Собрание сочинений в 15 томах (Obra en 15 tomos)
editada por el Club del Libro de Moscú en 2010, así como Полное собрание:
повестей, рассказов и юморесок (Obra completa: relatos, cuentos y piezas
humorísticas), publicada en dos tomos por Alfa-Kniga en 2010. Imprescindible para seguir
las últimas actualizaciones de los textos y recopilar mucha de la información ofrecida ha
sido la Фундаментальная электронная библиотека “Русская литература и
фольклор” (Biblioteca electrónica fundamental “Literatura y folclor ruso”, www.febweb.ru) y su fondo de obras digitalizadas.
A esta edición le acompaña en cada uno de los volúmenes un apartado explicativo
sobre la procedencia de cada cuento publicado, con todos los detalles que se hayan podido
recabar, así como varias tablas e índices en los que poder consultar toda la información
posible: fechas, títulos originales, revistas donde aparecieron publicados, libros en los que
se incluyó y, por supuesto, el nombre del traductor que se ha encargado de volcarlo al
español. En muy pocos casos, cuando la traducción ya había sido publicada anteriormente,
se han enmendado títulos o se han añadido subtítulos que por diversas razones se habían
omitido, aunque se ha querido mantener los rasgos característicos y particularidades de
cada uno de los traductores; y se ofrece en las notas títulos alternativos con los que el
lector en español ha podido conocer esos mismos relatos, para evitar confusiones o
facilitar la localización.
Paul Viejo
Antón P. Chéjov
Cuentos completos
(1880-1885)
CARTA A UN VECINO ERUDITO
(Письмо к ученому соседу)
Aldea de Bliny-Siédeny
Querido vecino:
Maxim… (he olvidado su apellido paterno, tenga la bondad de excusarme por ello).
Excuse y perdone a este viejo viejales y a esta absurda alma humana por atreverse a
importunarle con sus lamentables balbuceos epistolares. Hace ya un año que tuvo usted a
bien fijar su residencia en esta parte del orbe, en vecindad con este hombre menudo que
sigue sin conocerle, y a esta deplorable libélula a la cual usted no conoce.
Permita, distinguido vecino, que aunque sea mediante estos seniles jeroglifos, le
conozca, bese mentalmente su erudita mano y salude su llegada desde San Petersburgo a
este indigno continente, habitado por muzhiks y campesinos, esto es, por elementos
plebeyos. Ha tiempo que buscaba la ocasión de conocerle, la ansiaba, puesto que la ciencia
en cierto modo es nuestra madre natural, al igual que la cibilización, y puesto que respeto
cordialmente a las personas cuyo nombre y título ilustres, coronados por la aureola de la
gloria popular, por los laureles, los timbales, las órdenes, las condecoraciones y los
diplomas, retumban como el trueno y el relámpago por todas las partes de este orbe visible
e invisible, es decir, sublunar. Amo apasionadamente a los astrónomos, a los poetas, a los
metafísicos, a los profesores asociados, a los químicos y a otros sacerdotes de la ciencia,
entre los cuales se cuenta usted por sus inteligentes hechos y ramas de la ciencia, esto es,
por sus productos y sus frutos. Dicen que usted ha publicado muchos libros en el curso de
su labor intelectual en compañía de probetas, termómetros y un montón de libros
extranjeros con atractivos dibujos.
Hace poco recibí en mis modestas posesiones, en mis ruinas y escombros, la visita del
[10]
pontifex maximus local, el padre Guerásim, y con el fanatismo propio de él, criticó y
censuró sus pensamientos e ideas sobre el origen del hombre y otros fenómenos del
mundo visible, y se indignó y acaloró contra su propia esfera intelectual y su horizonte
mental lleno de astros y aeroglitos. No estoy de acuerdo con el padre Guerásim en lo que
respecta a sus ideas, porque sólo vivo y existo para la ciencia, que la Providencia concedió
a la especie humana para la extracción desde las profundidades del mundo visible y del
invisible de metales preciosos, metaloides y brillantes. Sin embargo, perdone a este
insecto apenas visible, si me permito refutar, al modo de los viejos, algunas de sus ideas
concernientes a la esencia de la Naturaleza.
El padre Guerásim me ha comunicado que usted ha escrito una disertación en la que se
permite exponer ideas nada sustanciales sobre los hombres, su estado primitivo y su modo
de vida antediluviano. Se permite escribir que el hombre procede de la raza simiesca de
los macacos, orangutanes, etcétera. Perdone a este anciano, pero respeto a este punto no
estoy de acuerdo con usted y puedo refutárselo a mi modo. Pues, si el hombre, el soberano
del universo, el más inteligente de los seres vivos, procediera de un simio tonto e
ignorante, tendría rabo y una voz salvaje. Si procediéramos del mono, los gitanos nos
llevarían para mostrarnos por las ciudades y pagaríamos dinero por exhibimos bailando a
las órdenes de un gitano o metidos en una jaula de fieras. ¿Acaso estamos completamente
cubiertos de pelo? ¿Acaso no vamos vestidos y los simios no van desnudos? ¿Acaso
amaríamos y no desdeñaríamos a una mujer que oliera, aunque sólo fuera un poco, como
la mona que vemos cada martes en casa del Decano de la Nobleza? Si nuestros
antepasados procedieran de los monos, no les habrían enterrado en un cementerio
cristiano. Por ejemplo, mi tatarabuelo Ambrosi, que vivió en tiempos remotos en el reino
de Polonia, no fue enterrado como un simio, sino junto al abate católico Yoakim Shostak,
cuyas notas sobre los climas templados y el uso desmedido de bebidas ardientes conserva
mi hermano Iván (que es comandante). Abate quiere decir pope católico. Discupe al
ignorante que soy si me inmiscuyo en sus asuntos científicos e interpreto las cosas como
un anciano y le impongo mis ideas silvestres y un tanto chapuceras, las cuales consideran
los eruditos y la gente cibilizada que residen más en el estómago que en la cabeza. No
puedo callar y no soporto cuando los sabios razonan altivamente y no puedo no
contradecirle a usted.
El padre Guerásim me ha comunicado que usted tiene ideas equivocadas sobre la luna,
es decir, el astro que reemplaza al sol en las horas de oscuridad y tiniebla, cuando la gente
duerme, y que usted lleva la electricidad de un lugar a otro y fantasea. No se ría de este
anciano por escribir de manera tan tonta. Usted escribe que en la luna, es decir, en ese
astro, viven y residen gente y pueblos. Eso nunca puede suceder, porque si viviera gente
en la luna nos taparían la luz mágica y fantástica con sus casas y sus fértiles pastizales. Sin
la lluvia, la gente no puede vivir, y cuando llueve, el agua cae hacia abajo, a la tierra, y no
hacia arriba, a la luna. La gente que viviera en la luna se caería abajo, a la tierra. Y eso no
sucede. Las basuras y las aguas residuales caerían en nuestro continente desde la luna
habitada. ¿Puede vivir gente en la luna si ésta sólo existe de noche y de día desaparece? Y
los gobiernos no pueden permitir que se viva en la luna, porque, debido a su larga
distancia y a la imposibilidad de llegar hasta ella, se podría escapar fácilmente de las
obligaciones. Usted se ha equivocado un poco.
Usted ha escrito e impreso en su sabia disertación, como me ha dicho el padre
Guerásim, que sobre la faz de la más grande luminaria, el sol, hay pequeñas manchas
negras. Eso no es posible, porque nunca será posible. ¿Cómo podría ver usted manchas en
el sol, si no se puede mirar al sol con los simples ojos de los hombres? ¿Y para qué sirven
esas manchas, si se puede pasar sin ellas? ¿De qué cuerpo húmedo están hechas esas
manchas si no brillan? ¿Quizás es que, según usted, viven peces en el sol? Perdone a este
bruto por haber hecho una broma tan tonta. Soy un devoto acérrimo de la ciencia. El rublo,
esa gran vela del siglo XIX, no tiene para mí ningún valor, la ciencia lo ha eclipsado, a mi
modo de ver, con sus velas ulteriores. Cada descubrimiento me tortura como un clavo en
la espalda. Aunque soy un ignorante propietario chapado a la antigua, sin embargo, este
viejo pillo cultiva la ciencia y realiza descubrimientos con sus propias manos, y llena su
disparatada cabecita, su cráneo salvaje, con pensamientos y una serie de conocimientos
sublimes.
La madre Naturaleza es un libro que hay que leer y ver. He realizado muchos
descubrimientos con mi propia inteligencia, los cuales no han sido inventados aún por
ningún reformador. Diré, sin vanagloriarme de ello, que no soy uno de los últimos en lo
que respecta a la erudición, extraída de los callos y no de la riqueza de los padres, esto es,
padre y madre o tutores, que arruinan a sus hijos por medio de la riqueza, el lujo y las
viviendas de seis pisos con esclavos y timbres eléctricos. He aquí lo que ha descubierto mi
insignificante cerebro. He descubierto que nuestra gran y radiante clámide de fuego, el sol,
en el día de la Santa Pascua juega de manera curiosa y pintoresca con los colores
multicolores y produce con su asombroso centelleo una viva impresión. Otro
descubrimiento: ¿Por qué en invierno el día es corto y la noche larga, y al contrario en
verano? El día invernal es corto porque, de modo similar a como ocurre con los demás
objetos visibles e invisibles, se contrae con el frío y por eso se pone el sol tan pronto,
mientras que la noche se dilata con el calor de candiles y farolas. También he descubierto
que en primavera los perros comen hierba como las ovejas y que el café es perjudicial para
las personas que tienen mucha sangre, porque produce vértigos en la cabeza y nubla la
vista, entre otras cosas. He hecho muchos otros descubrimientos, aun cuando no poseo
certificados ni diploma alguno. Visíteme cuando quiera, querido vecino. Descubriremos
alguna cosa juntos, haremos literatura, y usted me instruirá un poco sobre diversos
cálculos.
Recientemente he leído en un sabio francés que el morro de los leones no se semeja en
nada al rostro humano, como creen los eruditos. También podremos hablar de eso. Venga a
verme, se lo ruego. Venga, aunque sea, por ejemplo, mañana. Ahora observamos la
Cuaresma, pero para usted prepararemos otra comida con carne. Mi hija Natáshenka le
pide que traiga consigo algunos libros inteligentes. Es una muchacha emancipada, cree
que todos son imbéciles y que sólo ella es inteligente. La juventud de hoy —le diré—
manifiesta sus ideas. ¡Que Dios la guarde! Dentro de una semana vendrá a mi casa mi
hermano Iván (que es comandante), un buen hombre, aunque entre nosotros le diré que no
le gusta el bourbon ni la ciencia. Esta carta debe entregársela en mano mi encargado
Trofim a las ocho en punto de la tarde. Si llega más tarde, dele un cachete, como hacen los
profesores, con esta gente no hay que andarse con ceremonias. Si se la lleva más tarde,
quiere decir que el anatema ha ido a la taberna. La costumbre de visitar a los vecinos no la
hemos inventado nosotros y no se acabará con nosotros. Por eso, es indispensable que se
traiga sus máquinas pequeñas y sus libros. Yo iría de buen grado a visitarle, pero soy
demasiado tímido y no me atrevo a hacerlo. Disculpe a este pillo por la molestia.
Respetuosamente queda a su disposición,
Vasili Semi-Bulátov
Suboficial de los Cosacos del Don y Decano de la Nobleza.
¿QUÉ ES LO QUE MÁS SE DA EN LAS NOVELAS,
RELATOS, ETCÉTERA?
(Что чаще всего встречается в романах, повестях и т.п.?)
Un conde, una condesa con señales de la belleza que tuvo alguna vez, un vecino barón,
un escritor liberal, un noble arruinado, un músico extranjero, unos sirvientes poco
avispados, unas niñeras, institutrices, un administrador alemán, un squire y un heredero de
América. Rostros feos pero simpáticos y atractivos. Un héroe que salva a una heroína de
un desbocado corcel, brioso y resuelto a mostrar la fuerza de sus puños cuando se presenta
la ocasión.
Alturas celestiales, una lejanía impenetrable, enorme… inconmensurable, en una
palabra: ¡la naturaleza!
Amigos rubios y enemigos pelirrojos.
Un tío rico, liberal o conservador, dependiendo de las circunstancias. Sus enseñanzas
no le son tan útiles al héroe como lo es su muerte.
Una tía en Tambov.
El doctor con el semblante preocupado, que da esperanzas durante una crisis;
habitualmente tiene calvicie y un bastón con pomo. Y donde hay un doctor, también hay
reuma por trabajos duros, migrañas, derrames cerebrales, curas a un herido por duelo, y el
inevitable consejo de ir a los baños.
Un sirviente que ya sirvió a los antiguos señores, preparado a meterse en lo que sea
por ellos, incluso en el fuego. Bastante ingenioso.
Un perro al que sólo le faltaría hablar, un loro y un ruiseñor.
Una dacha en los alrededores de Moscú y una hacienda hipotecada en el sur.
Electricidad, en la mayoría de los casos encendida sin sentido.
Un billetero de piel rusa, porcelana china, una silla de montar inglesa, un revólver que
no falla, una condecoración en el ojal, pifias, champán, trufas y ostras.
Grandes descubrimientos conseguidos por escuchar algo inintencionadamente.
Una cantidad incalculable de interjecciones e intentonas de dejar caer un tecnicismo.
Sutiles insinuaciones sobre situaciones bastante densas.
Muy a menudo, ausencia de final.
Los siete pecados capitales al inicio y una boda al final.
Un final.
EJERCICIOS VERANIEGOS DE LA COLEGIALA
NADIENKA N.
(Каникулярные работы институтки Наденьки N.)
LENGUA RUSA
a) Cinco ejemplos de unión de oraciones:
1. Recientemente, Rusia tuvo guerra con el extranjero, y fueron muertos muchos
turcos.
2. El ferrocarril chirría, lleva gente y está hecho de hierro y materiales.
3. La carne de sopa es de vaca o de buey, y la de los pinchos morunos, de oveja y
carnero.
4. A papá le han echo un feo en la oficina y no le han concedido una condecoración,
pero él se ha enfadado y ha pedido la jubilación por motivos familiares.
5. Adoro a mi amiga Duna Peshemoreperejadiaschenskaia por lo aplicada que es
durante las lecciones y por lo bien que sabe representar al húsar Nikolai Spiridonich.
b) Régimen de palabras:
1. Durante la Cuaresma, los popes y los diáconos se niegan a celebrar casamientos.
2. Los muzhiks viven en casas de campo en invierno y en verano y pegan a las bestias,
pero están horriblemente sucios a causa de la brea y de que no tienen criadas ni porteros.
3. A los padres les gusta casar a sus hijas con militares que disponen de una fortuna y
de casa propia.
4. Niño: respeta a tu papá y a tu mamá; si así lo haces, serás un niño modelo y te
amarán todos tus conocidos.
5. Antes de que se diera cuenta se le hecho el oso encima.
Composición:
¿Cómo he pasado las vacaciones?
Apenas aprobé mis exámenes, me marché con mi madre, con los muebles y con mi
hermano Iván, estudiante de tercer grado de bachillerato, a una casa de campo. Se vinieron
con nosotros Katia Kuzevich con su papá y su mamá, Zina, el pequeño Yegórushka,
Natasha y muchas otras amigas mías que paseaban y bordaban conmigo al aire libre.
Había muchos hombres, pero las chicas nos manteníamos apartadas de ellos y no les
prestábamos la menor atención. Yo leí una infinidad de libros de Mescherski, de Maikov,
de Dumas, de Livanov, de Turguéniev y de Lomonósov. La Naturaleza estaba en su
apogeo. Los árboles jóvenes crecían muy juntos; ningún acha había tocado todavía sus
esbeltos troncos. Una sombra no muy oscura, pero casi completa, formada por las hojas,
caía sobre la yerba, blanda y fina, toda salpicada de doradas cabecillas de hemeralopia, de
blancas campanillas y de crucecillas escarlata, de clavellinas silvestres (copiado de
Quietud, de Turguéniev). El sol salía y se ponía. Por la parte donde apuntaba el alba,
bolaba una bandada de pájaros. Un pastor apacentaba sus revaños en el campo, y unas
nubecillas flotaban un poco más abajo del cielo. Me gusta la naturaleza una barbaridad.
Mi papá se ha pasado todo el verano con una gran preocupación: al maldito Banco, sin
encomendarse a Dios ni al Diablo, se le ocurrió intentar vender nuestra casa, y mamá iba
siempre detrás de papá no fuera a ser que tratara de suicidarse. Total, que si he pasado
unas buenas vacaciones, ha sido porque me he portado bien y me he dedicado a las
ciencias.
ARITMÉTICA
Problema.— Tres comerciantes han aportado a un negocio un capital que al cabo de
un año proporciona un beneficio de 8000 rublos. ¿Cuánto corresponderá a cada uno de
ellos si sabemos que el primero aportó 35 000 rublos, el segundo 50 000 y el tercero 70
000?
Solución.— Para resolver este problema ha de saberse cuál de ellos aportó más; para
ello hay que restar las tres cifras entre sí, y sabremos que el tercer comerciante aportó más
que ninguno porque no puso 35 000 ni 50 000, sino 70 000. Ahora procuraremos conocer
cuánto recibió cada uno. Para ello dividimos 8000 en tres partes de modo que la mayor
corresponda al tercero, 8 entre tres, a 2 (3 x 2 = 6). Muy bien. Restamos 6 de 8 y nos
quedan 2. No nos llevamos nada. Restamos 18 de 20 y otra vez nos da 2. No nos llevamos
nada, y así hasta el fin. Obtenemos un resultado de 2666 con 2/3, que es lo que se trataba
de demostrar, es decir, que cada comerciante recibió 2666 rublos con 2/3, y el tercero,
probablemente, un poco más.
Certifica su autenticidad,
Chejonté
PAPÁ
(Папаша)
Mamá, seca como una sardina, entró en el gabinete de papá, gordo y redondo como un
escarabajo, y tosió, para dar cuenta de su presencia. Al entrar ella, la criada saltó de las
rodillas de papá y se escondió tras una cortina. Mamá no le prestó la menor atención:
estaba acostumbrada a las pequeñas flaquezas de papá y las miraba desde el punto de vista
de una esposa inteligente, que sabe comprender a un marido moderno.
—Papaíto —dijo, sentándosele en las rodillas—: Vengo a pedir tu consentimiento,
querido. Límpiate los labios, que quiero darte un beso.
Papá pestañeó, sorprendido, y se limpió la boca con la manga.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Pues verás, papaíto: ¿qué vamos a hacer con el niño?
—¿Sucede algo?
—¿Y no lo sabes? ¡Dios santo, qué despreocupación la de los hombres! Pues bien
podías cumplir tu papel de padre, ya que no quieres…, no puedes cumplir el de marido.
—¿Otra vez con lo mismo? Ya lo he oído mil veces.
Papá se removió inquieto, y mamá estuvo a punto de caerse de sus rodillas:
—Todos los hombres sois iguales. No os gusta que os digan la verdad.
—¿A qué has venido tú? ¿A hablar de la verdad o de tu hijo?
—Bueno, bueno, me callaré… Papaíto, tu hijo ha vuelto a traer malas calificaciones
del instituto.
—Está bien. ¿Y qué?
—¿Cómo que qué? No le permitirán presentarse a exámenes. Y no podrá pasar al
cuarto curso.
—Pues que no pase. No se va a hundir el mundo. Lo que hace falta es que estudie y
que no dé mucha guerra en casa.
—Pero, papaíto, ¡si tiene quince años! ¿Cómo va a continuar en el tercer curso con esa
edad? Ya lo ves: ese miserable del profesor de aritmética ha vuelto a ponerle un dos. ¿Qué
te parece?
—Lo que me parece es que el niño se merece una buena tunda.
Mamá pasó el dedo meñique por los carnosos labios de papá, y le pareció haber
fruncido las cejas con un gesto de coquetería:
—¡No, papaíto! ¡No me hables de castigos! Nuestro hijo no tiene ninguna culpa…
Aquí hay una intriga… El niño, modestia aparte, posee tales dotes que es imposible que no
sepa cosas tan simples como la aritmética. De fijo que la sabe. Estoy segura.
—No es más que un charlatán. Si jugara menos y estudiara más… Haz el favor de
sentarte en una silla… No creo que estés muy cómoda en mis rodillas.
La madre abandonó las rodillas del padre y, con paso que a ella le pareció de cisne, se
dirigió a una butaca.
—¡Dios mío, qué falta de sensibilidad! —murmuró, sentándose y cubriéndose los ojos
con la mano—, ¡No, tú no quieres a tu hijo! ¡A un hijo tan bueno, tan listo, tan hermoso!
… ¡Intriga, intriga! ¡No, no debe repetir el curso! ¡Yo lo impediré! ¡No lo permitiré!
—Lo permitirás, porque el muy granuja estudia mal… ¡Ay, las madres! Bueno,
márchate con Dios. Tengo que hacer unas cosillas…
Papá se volvió hacia la mesa, se encorvó sobre un papel; y, con el rabillo del ojo, miró
hacia la cortina como un perro a un plato de carne.
—Papaíto, no me voy, no me voy… Ya veo que te estorbo, pero has de aguantarte.
Debes ir a ver al profesor de aritmética y ordenarle que ponga buenas calificaciones al
niño… Tienes que decirle que nuestro hijito conoce bien la aritmética; pero está delicado
de salud y por eso no puede satisfacer a todos. Oblígale. ¿Cómo va a estar un hombre
hecho y derecho en el tercer curso? ¡Muévete, papaíto! ¿Querrás creerlo? Sofía
Nikoláievna encuentra a nuestro hijo un parecido con Paris…
—Lo celebro mucho, pero no pienso ir. No puedo perder el tiempo yendo y viniendo
de un lado para otro.
—¡Irás, papaíto!
—De ningún modo… Lo dicho, dicho está. Bueno, anda, márchate, alma mía… Mira
que tengo aquí unos asuntillos que resolver…
Mamá se levantó y alzó el tono:
—¡He dicho que irás!
—¡Ni hablar de eso!
—¡Irás! —gritó ella—; y si no vas, si no tienes compasión de tu único hijo…
Pronunció las últimas palabras como un alarido; y, con un gesto de trágica teatralidad,
señaló a la cortina… El papaíto, desconcertado y confundido, se puso a cantar, muy a
despropósito, por cierto; y se quitó la levita. Se aturdía, convirtiéndose en un idiota
rematado, cada vez que la mamaíta le señalaba la cortina, y capituló. Llamaron al niño y le
exigieron un juramento. El angelito se enojó, arrugó el ceño, puso una cara muy seria; y
declaró que sabía más aritmética que el profesor y que él no tenía la culpa de que en este
mundo las calificaciones de sobresaliente fueran tan sólo para las señoritas, los ricos y los
aduladores. Dicho esto, rompió a llorar; y, acto seguido, indicó la dirección del profesor de
aritmética, con todos sus detalles. El papaíto se afeitó, se pasó el peine por la calva, se
vistió lo mejor que pudo y se fue a «tener compasión de su único hijo».
Siguiendo la costumbre de la mayoría de los papás, entró a ver al profesor sin
anunciarse. ¡Y qué cosas se ven y se oyen cuando uno no se anuncia! El papá oyó al
profesor decir a su mujer: «Me cuestas muy cara, Ariadna… Tus caprichos no tienen
límite». Y vio cómo la mujer se lanzaba al cuello del marido diciendo: «¡Perdóname! Tú
me sales muy barato, pero te aprecio muchísimo». El papá encontró muy bella a la señora
del profesor, y pensó que de haber estado totalmente vestida no le hubiera parecido tan
hermosa.
—Buenos días —dijo avanzando con desenvoltura hacia el matrimonio y arrastrando
un poco los pies. El profesor se sorprendió por un instante, y la señora, ruborizada, huyó a
la habitación contigua, con celeridad de relámpago.
—Usted perdone —comenzó el papá sonriendo— Quizá…, quizá les haya
importunado… Me hago cargo… ¿Qué tal la salud?… Tengo el honor de presentarme a
usted… Como verá, no soy del todo desconocido… Funcionario también… ¡Ja, ja, ja!
Pero no se moleste…
El profesor, por puro decoro, sonrió y le ofreció una silla. El papá giró sabré una
pierna y tomó asiento.
—He venido a hablar con usted —continuó, mostrando al profesor su reloj de oro—.
Sí, señor. Discúlpeme, por favor… No soy un maestro en el arte de expresarse. Ya sabe
usted que los de nuestro gremio somos gente sencilla. ¡Ja, ja, ja! Usted habrá estudiado en
la universidad.
—Pues sí, señor.
—Ya, ya… Naturalmente… ¿Sabe que hoy hace calor?… Pues verá, Iván Fiódorich:
ha puesto usted unos cuantos doses a mi hijo… ¡Ejem!… Sí, señor… Pero la cosa carece
de importancia… A cada cual lo que se merece… Para él será una lección, un favor… ¡Je,
je, je! Sin embargo, sabe usted, resulta desagradable. ¿Tan mal comprende el chiquillo la
aritmética?
—¿Qué quiere que le diga? No es que la comprenda mal; pero no estudia.
Efectivamente, sabe muy poco.
—¿Y eso, por qué?
El profesor puso ojos de asombro.
—¿Cómo que por qué? Pues porque sabe muy poco y no estudia.
—Perdone usted, Iván Fiódorich. Mi hijo estudia admirablemente. Yo mismo le
dirijo… Se pasa las noches enteras con los libros… Lo sabe todo a las mil maravillas. Y
en cuanto a que retoce un poco…, son cosas de la juventud. ¿Quién de nosotros no ha sido
joven? ¿Le molesto?
—¡Ni mucho menos! Hasta le agradezco esto… Ustedes, los padres, son nuestros
huéspedes con tan poca frecuencia… Por otra parte, ello da idea de la confianza que tienen
ustedes depositada en nosotros. Y la confianza es esencialísima en todas las cosas.
—Evidentemente… Lo principal es no entrometerse… ¿Quiere decirse que mi hijo no
pasará al cuarto curso?
—No, señor. No pasará. Tenga en cuenta que no sólo en aritmética le han puesto un
dos.
—Habrá que visitar a los restantes profesores. Pero en lo que se refiere a la
aritmética… ¡Ejem! ¿Lo arreglará usted?
—Imposible, señor —sonrió el profesor—. No puedo. Yo deseaba que su hijo pasase.
Hice lo que pude; pero el chico no estudia, es insolente… He tenido varios disgustos con
él.
—Cosas de chiquillos, ¡qué se le va a hacer! Pero usted cambie el dos por un tres.
—No puedo, no.
—¡Tonterías! ¿Me lo va a decir a mí? Como si yo no supiera lo que se puede y lo que
no. Usted puede arreglar eso, Iván Fiódorich.
—De ningún modo. ¿Qué dirán los otros suspendidos? Mírese por donde se mire, es
una injusticia. De veras que no puedo.
El papá hizo un guiño maligno.
—¡Ya lo creo que puede usted, Iván Fiódorich! ¡Iván Fiódorich! No perdamos el
tiempo hablando. No es cosa de estar dándole a la lengua tres horas… Dígame; ¿qué es lo
que usted, como profesor, considera justo? Ya conocemos la justicia de ustedes. ¡Je, je, je!
Bien podía usted hablar sin equívocos, Iván Fiódorich. Usted le ha puesto al chico un dos
con toda intención… ¿Qué justicia es ésa?
Al profesor se le desorbitaron los ojos… y nada más. ¿Por qué no se enfadó? Esto será
siempre para mí un secreto del corazón del profesor.
—Con toda intención —prosiguió el papá— Esperaba usted esta visita, ¡je, je, je!
Bueno, bueno, de acuerdo. Un tributo es un tributo… Como ve, comprendo las cosas. Por
mucho que busquen ustedes el progreso…, a pesar de todo…, sabe, las viejas costumbres
son las más útiles… Lo que hay le ofrezco.
El papá, entre resoplidos y jadeos, sacó la cartera del bolsillo; y un billete de
veinticinco rublos buscó la mano del profesor.
—Tenga, por favor.
El profesor enrojeció, arrugó el entrecejo… y nada más. ¿Por qué no le mostró al papá
la puerta? Esto será siempre para mí un secreto del corazón del profesor.
—No se avergüence —continuó el papaíto— Lo entiendo todo muy bien… Quien dice
que no acepta, acepta… ¿Hay alguien que lo rechace? No es posible rechazarlo, amigo
mío… ¿No está usted acostumbrado todavía? Ande, tómelo.
—No, por Dios…
—¿Le parece poco? Pues no puedo ofrecer más. ¿Lo acepta usted?
—Perdóneme…
—Bueno, pues allá usted… Pero rectifique el dos. Si viera cómo está la madre…
Lloros, palpitaciones y mil cosas más.
—Lo siento en el alma por su esposa, pero no puedo.
—¿Qué va a ser de nosotros si él no pasa al cuarto curso? ¿Se imagina? Pero usted
hará que pase…
—De buena gana le ayudaría; pero es imposible. ¿Quiere un cigarrillo?
—Grande merci… ¡Qué bien estaría que lo pasara! ¿Y cuál es el rango de usted?
—Consejero titular…, aunque ocupo un cargo de octava clase. ¡Ejem!
—Vaya, vaya… Usted y yo haremos trato… De un plumazo, ¿oh?, ¿vale? ¡Je, je, je!
—¡No puedo! ¡Aunque me maten!
El papá guardó un breve silencio, meditó un poco y reanudó su ofensiva. Los ataques
continuaron largo tiempo. El profesor hubo de repetir alrededor de veinte veces su
invariable «no puedo». Por último, el visitante se puso pesado: trató de besar al profesor,
pidió que lo examinara de aritmética a él; y llegó, incluso, a contar algunos chistes
subidos de tono. Al profesor le daban mareos.
—¡Vania, ya es hora de que te marches! —gritó su esposa desde la habitación vecina.
El papá, adivinando la maniobra, interpuso su gruesa humanidad entre el profesor y la
puerta. Iván Fiódorich, exasperado, comenzó a quejarse. Y, por último, creyó haber
encontrado una salida genial.
—Mire usted —dijo al papaíto—: sólo le rectificaré la calificación a su hijo cuando los
demás profesores le pongan un tres en sus asignaturas.
—¿Palabra de honor?
—Palabra. Si mis compañeros lo hacen, yo también lo haré.
—¡Trato hecho! ¡Venga esa mano! ¡No es usted un hombre, sino un tesoro! Les diré
que usted ha rectificado ya la calificación. Tras la soga vendrá el caldero. Le debo una
botella de champaña. ¿A qué hora suelen estar los profesores en sus casas?
—Quizá ahora.
—Magnífico. Y en cuanto a nosotros, seamos amigos. ¿Pasará usted por nuestra casa?
Sin cumplidos.
—Con mucho gusto. Que le vaya bien.
—Au revoir. ¡Je, je, je! ¡Adiós, mi joven amigo! Por supuesto, transmitiré un saludo de
usted a sus señores colegas. Lo haré sin falta. A su esposa preséntele de mi parte un
respetuoso resumé. Pasen a vernos…
El papaíto dio la vuelta, se puso el sombrero y salió a escape.
«Un tipo simpático —pensó el profesor, al verlo salir—. Un tipo simpático. Dice lo
que piensa y no tiene pelos en la lengua. Se ve que es bueno y sencillo. Me gusta esta
clase de gente».
Aquella misma tarde, mamá estaba sentada en las rodillas de papá (después le llegaría
el tumo a la criada); y papá le aseguraba que «el niñito» pasaría al cuarto curso y que a los
científicos no es tan fácil doblegarlos con dinero como con un trato agradable y un cortés
asedio en regla.
FECHA SOLEMNE
(Мой юбилей)
¡Jóvenes amables!
Hace tres años sentí el calor de este fuego sagrado por el que Prometeo fue
encadenado a la roca… Y hace tres años que, con mano generosa, envío a todos los
rincones de mi inmensa patria mis obras literarias, que han pasado por el purgatorio del
fuego a que acabo de hacer alusión. He escrito en prosa, he escrito en verso, he escrito en
todos los estilos, maneras y dimensiones, de balde y con esperanza de sacar dinero; y he
escrito a todas las revistas; pero ¡ay!, los envidiosos han considerado necesario no publicar
mis creaciones, y si alguna vez las han sacado a la luz ha sido en la sección Cartas de los
lectores.
Habré gastado medio centenar de sellos de correos en escribir a Niva, un centenar
entero en escribir a Neva, una decena en escribir a La llama y cerca de quinientos en
escribir a La libélula. Resumiendo: desde el comienzo de mi labor literaria he recibido
exactamente dos mil respuestas de diferentes periódicos y revistas. Ayer me llegó la que
redondeaba la cifra y que, por su contenido, era análoga a las demás. Ni una sola de estas
contestaciones contenía ni siquiera una remota alusión a un sí.
Muchachas y muchachos:
Económicamente cada envío a una redacción me ha costado, por lo menos, diez
kopeks. Quiere decirse que los devaneos literarios me han salido por doscientos rublos. ¡Y
por doscientos rublos se puede comprar un caballo! ¡Además, mis ingresos anuales no
pasan de ochocientos francos, fijaos bien! O sea, que he tenido que pasar hambre por
cantar la Naturaleza, el amor y los ojos de las mujeres, por lanzar flechas envenenadas
contra la codicia de la soberbia Albión y por compartir mi fuego con…, con los señores
que me enviaban las contestaciones.
¡Sí, dos mil respuestas, doscientos rublos y pico, y ni un solo sí! ¡Puf! Y, además, una
experiencia aleccionadora. ¡Jóvenes amables! Hoy celebro la recepción de la respuesta
número dos mil. Brindo por la terminación de mis actividades literarias y me echo a
dormir sobre los laureles. Indicadme alguien que en tres años haya recibido tantos noes
como yo o erigidme una estatua sobre un pedestal inconmovible.
Un poeta prosaico
LAS MIL Y UNA PASIONES
О
UNA NOCHE TERRIBLE
(NOVELA EN UN ACTO Y EPÍLOGO)
(Тысяча одна страсть, или Страшная ночь. Роман в одной части с эпилогом)
A Victor Hugo
En la torre de los Ciento Cuarenta y Seis Santos Mártires dio la medianoche. Yo
temblé. Había llegado la hora. Agarré febrilmente de un brazo a Teodoro y salí a la calle
con él. El cielo estaba negro como tinta china. La oscuridad era mayor que dentro de un
sombrero puesto. Una noche tenebrosa es un día metido en una cáscara de nuez.
Nos arrebujamos en las capas y nos pusimos en camino. El fuerte viento nos calaba
hasta los huesos. La lluvia y la nieve —estas hermanas húmedas— azotaban con furia
nuestros rostros. Aunque era en invierno, los rayos surcaban el cielo en todas las
direcciones. El trueno —temible y majestuoso compañero del relámpago, bello como el
parpadeo de unos ojos azules y rápido como el pensamiento— conmovía terriblemente el
aire. Las orejas de Teodoro se iluminaron con una luz de eléctrico resplandor. Sobre
nuestras cabezas volaban, fragorosos, los fuegos de Santelmo. Miré adelante y me
estremecí. ¿Quién no se estremece ante la magnificencia de la naturaleza? Pasaron por el
cielo varios fulgurantes meteoros. Los conté; y resultaron ser veintiocho. Se los mostré a
Teodoro. «Mal augurio», murmuró, pálido como una estatua de mármol de Carrara. El
viento gemía, aullaba, sollozaba… El sollozo del aire es el de la conciencia hundida en un
mar de horribles crímenes. A corta distancia de nosotros, un rayo destruyó y quemó una
casa de ocho pisos. Oí los alaridos que provenían de ella. Pasamos de largo. ¿Qué me
importaba a mí que ardiera una casa, cuando en mi pecho ardían doscientas? En un lugar
impreciso tañía una campana lentamente, con sonido melancólico y monótono. Era una
lucha de elementos. Diríase que unas fuerzas ignotas elaboraban la horrible armonía de la
Naturaleza. ¿Qué fuerzas eran? ¿Llegaría a conocerlas el hombre?
¡Medrosa, pero osada ilusión!
Llamamos a un cochero. Subimos al coche y nos lanzamos. Un cochero es un hermano
del viento. Volamos como vuela un pensamiento audaz por las circunvoluciones del
cerebro. Puse en la mano del cochero un bolsillo de oro. El oro ayudo al látigo a duplicar
la velocidad de las patas de los caballos.
—¿Adónde me llevas, Antonio? —gimió Teodoro—, Tienes la mirada de un genio
maligno… En tus ojos negros relumbra el infierno… Me va entrando miedo…
¡Vil cobardía! Yo guardé silencio. Él la amaba, ella también le quería fervorosamente.
Yo debía matarle a él; porque la amaba más que a mi vida. La amaba a ella y le odiaba a
él. Teodoro debía morir aquella horrible noche y pagar su amor con la vida. En mi interior
hervían el amor y el odio. Eran mi segunda existencia. Estos dos hermanos, nacidos en la
misma entraña, lo devastan todo a su paso. Son vándalos espirituales.
—¡Para! —grité al cochero, cuando llegamos al lugar fijado. Teodoro y yo nos
apeamos. Velada por las nubes, la luna nos echó una mirada fría. La luna es testigo
silencioso e indiferente de los dulces momentos del amor y de la venganza. Ahora debía
serlo de la muerte de uno de los dos. Ante nosotros se abría un precipicio, un abismo sin
fondo, como los toneles de las criminales hijas de Danao. Nos hallábamos al borde del
cráter de un volcán apagado. Un volcán del que cuenta la gente aterradoras leyendas. Hice
un movimiento con la rodilla; y Teodoro se precipitó en la espantosa sima. El cráter de un
volcán son las fauces de la Tierra.
—¡Maldición! —gritó en respuesta a la maldición mía. Un hombre vigoroso arrojando
a su enemigo a un volcán por los ojos adorables de una mujer, constituye un cuadro
soberbio, grandioso e instructivo. ¡Sólo faltaba que hubiese lava!
¿El cochero? Un cochero es una estatua erigida por los hados a la ignorancia. ¡Fuera
rutinas! El cochero siguió el mismo camino que Teodoro. Noté que en mi pecho quedaba
tan sólo amor. Me postré en tierra y lloré de júbilo. Las lágrimas de júbilo son el resultado
de una reacción divina en el interior de un corazón amante. Los caballos relincharon
alegres. ¡Qué duro es no ser hombre! Yo los liberé de su existencia, animal y sufrida. Los
maté. La muerte es un grillete y es también la liberación de los grilletes.
Entré en la hostería del Hipopótamo Violeta; y me tomé cinco vasos de buen vino.
Tres horas después de haberme vengado, llegué a la casa de ella. El puñal, amigo de la
muerte, me ayudó a abrirme paso hasta su puerta por encima de los cadáveres. Puse oído.
Ella no dormía.
Estaba entregada a sus ensueños. Permanecía en silencio. El silencio duró cuatro
horas. Cuatro horas, para un enamorado, son cuatro siglos diecinueve. Por último llamó a
la doncella. La doncella pasó ante mí. Le lancé una mirada demoníaca; y ella la captó.
Perdió el juicio. La maté. Más vale morir que vivir en la demencia.
—¡Anetta! —gritó ella—, ¿Qué pasará que no viene Teodoro? La tristeza me agobiaba
el corazón. Me ahogaba un horrible presentimiento. ¡Ay, Anetta! Ve por él. De seguro que
estará divirtiéndose con ese terrible ateo de Antonio.
En este momento penetré en la estancia. Ella palideció.
—¡Fuera! —me gritó. Y el terror deformó sus rasgos faciales, nobles y bellos.
La miré. La mirada es el machete del alma. Se estremeció: había visto en mi mirada la
muerte de Teodoro, la pasión demoníaca y mil deseos humanos… Mi postura era soberbia.
En mis ojos brillaba la electricidad. Mis cabellos, de punta, se movían. Ella vio ante sí al
demonio con envoltura terrenal. Noté que me contemplaba admirada. Cuatro horas duró el
silencio de tumba y la mutua contemplación. Resonó un trueno; y ella cayó sobre mi
pecho. El pecho del hombre es la fortaleza de la mujer. La estreché en mis brazos. Los dos
exhalamos un grito. Sus huesos crujieron. Una corriente galvánica pasó por nuestros
cuerpos. Un beso ardiente…
Ella amó en mí al demonio. Yo quise que amase en mí al ángel.
—Doy a los pobres millón y medio de francos —le dije.
Y amó en mí al ángel. Y rompió a llorar. Yo también lloré. ¡Qué lágrimas fueron
aquéllas! Un mes más tarde se celebró la solemne ceremonia nupcial en la iglesia de San
Tito y Santa Hortensia. Me casé con ella. Y ella se casó conmigo. Los pobres nos
bendecían. Ella me pidió que otorgase mi perdón a mis enemigos, a los que maté antes. Yo
los perdoné. Luego me marché a América con mi joven esposa. Mi joven y amante esposa
fue un ángel en las selvas vírgenes americanas; un ángel ante el que se inclinaban los
leones y los tigres. Yo era un joven tigre. A los tres años de nuestra boda, el viejo Sam
andaba ya jugando con un nene de ensortijados cabellos. El niño se parecía a su madre
más que a mí; y esto me disgustaba. Ayer nació mi segundo hijo… y me ahorqué de
alegría…
Mi segundo hijo extiende sus manitas hacia los lectores y les pide que no crean a su
papá, porque su papá no sólo no tuvo hijos, sino ni siquiera mujer. Su papá le tiene al
casamiento más miedo que al fuego. Mi nene no miente. Es un querubín. Créanle. La edad
infantil es una edad santa. Nada de esto sucedió jamás… Buenas noches.
POR UNAS MANZANAS
(За яблочки)
Entre el Ponto Euxino y Solovki, a los grados de longitud y latitud correspondientes,
vive desde hace tiempo, en su finca de tierras negras, el señor Trifón Semiónovich. El
apellido de Tritón Semiónovich es más largo aún que el vocablo «naturalista», y procede
de una sonora palabra latina con la que se designa una de las innumerables virtudes
humanas. El número de desatinas de su propiedad alcanza a tres mil. Su hacienda —pues
se trata de una verdadera hacienda y de un verdadero terrateniente— está hipotecada y en
venta. Venta que se inició cuando Trifón Semiónovich no era calvo todavía y que, gracias
a la credulidad del banco y a las artimañas de Trifón Semiónovich, no acaba de cuajar y
dura hasta el presente. El banco en cuestión quebrará algún día, porque Trifón
Semiónovich, a imitación de sus semejantes, cuyos nombres forman legión, recibió los
rublos y no paga los réditos; y si alguna vez los paga, lo hace con la misma ceremonia con
que las almas piadosas ofrecen un kopek en su propio sufragio o para la construcción de
un templo. Si este mundo no fuese este mundo y llamar las cosas por su nombre, Trifón
Semiónovich no se llamaría Trifón Semiónovich, sino de alguna otra manera: se llamaría
como suelen llamarse los caballos o las vacas. Francamente hablando, Trifón Semiónovich
es una bestia de tomo y lomo. Le invito a él mismo a darme la razón. Si llega hasta sus
dominios esta invitación —él lee algunas veces la La libélula—, creo que no se enfadará,
pues, como persona comprensiva, coincidirá plenamente conmigo: y hasta puede que,
llevado de su generosidad, me mande una docena de manzanas «Antonovka» en atención
a que, por esta vez, no he dado a la publicidad su interminable apellido, limitándome a su
nombre y su patronímico. No voy a describir todas las virtudes de Trifón Semiónovich: es
asunto largo. Para meterle en un libro a todo él, con piernas y brazos, habría que estar
escribiendo por lo menos tanto como estuvo Eugenio Sue con su grueso y largo Judío
Errante. No me referiré a sus trampas jugando a préférence, ni a su política, que le
permite evitar el pago de deudas y réditos, ni a las trastadas que juega al pope y al
sacristán, ni a sus paseos ecuestres por el pueblo en el traje de los tiempos de Caín y Abel.
Me conformaré con una escena que da idea de su aprecio por la gente, en honor de la cual,
su ingenio septuagenario ha compuesto la siguiente sentencia: «Los muzhiks, chuscos y
tontos, se pierden jugando al tonto».
Una mañana de fin de verano, magnífica en todos los sentidos, Trifón Semiónovich se
paseaba por los senderos de su frondoso jardín. Todo cuanto suele inspirar a los señores
poetas le rodeaba en profusa abundancia y parecía decirle: «Toma, hombre, disfruta antes
que llegue el otoño». Mas Trifón Semiónovich no disfrutaba, porque distaba mucho de ser
poeta y porque, además, aquella mañana su alma estaba saboreando con fruición un sueño,
despierta, como hacía siempre que su amo había perdido en el juego. Tras de Trifón
Semiónovich iba su fiel sicario Karpushka, un vejete de unos sesenta años, mirando a su
alrededor. El tal Karpushka llegaba casi a superar en virtudes a Trifón Semiónovich.
Limpia las botas que es una bendición; todavía mejor ahorca perros; roba a diestro y
siniestro; y como espía no tiene igual. Toda la aldea, por obra y gracia del escribano, le
[11]
llama el «Oprichnik ». Raro es el día en que los muzhiks y los vecinos no se quejan de
los desmanes de Karpushka a Trifón Semiónovich; pero todas las quejas quedan sin
efecto; porque Karpushka es elemento indispensable en los dominios de aquél. Siempre
que Trifón Semiónovich sale de paseo, lleva consigo al fiel Karpushka; así va más seguro
y más alegre. Karpushka encierra en su persona un manantial inagotable de chascarrillos,
chistes y fábulas; y posee la virtud de no saber callar. Eternamente está contando algo, y
sólo calla cuando oye una cosa que le interesa. Aquella mañana, iba nuestro hombre detrás
de su señor, contándole una larga historia: dos estudiantes tocados con gorras blancas
pasaron a caballo cerca del huerto y le pidieron que los dejase entrar para cazar,
ofreciéndole incluso un poltínnik; pero él, sabiendo a quién sirve, rechazó indignado el
dinero y les azuzó a Kasthán y a Seriock. Terminado el relato, se puso a describir con
tintas muy cargadas la escandalosa vida del practicante del pueblo; mas no pudo terminar
el cuadro, porque llegó a sus oídos un sospechoso rumor procedente del huerto de
manzanos y perales. Al oírlo, Karpushka contuvo la lengua, aguzó el oído y puso atención.
Convencido de que el rumor existía y de que era un rumor sospechoso, tiró de una manga
a su amo y salió como una flecha en aquella dirección. Trifón Semiónovich, presintiendo
un pequeño pasatiempo, se estremeció; y, dando rápida cuerda a sus seniles piernecillas,
corrió en pos de Karpushka. Y había motivo para correr.
A un extremo del huerto, bajo un viejo y frondoso manzano, una moza aldeana estaba
comiendo; junto a ella, de rodillas, un zagal fornido recogía las frutas derribadas por el
viento, arrojando las verdes a unos arbustos cercanos y ofreciendo las maduras a su
Dulcinea en su ancha mano, de un color grisáceo. Dulcinea, por lo visto, no temía
empacharse. Devoraba las manzanas con apetito envidiable; y el mozo, olvidado por
completo de sí mismo, le ofrendaba todo cuanto recogía.
—¡Arranca del árbol! —le animó la muchacha en voz baja.
—Tengo miedo.
—¿De qué? El oprichnik estará en la taberna…
El zagal se incorporó, dio un salto, arrancó una manzana del árbol y se la ofreció a la
chica. Pero esta manzana fue para ellos tan funesta como la de Adán y Eva. La moza le
pegó un bocado y dio al muchacho el trozo cortado; mas apenas habían notado ambos el
agrio sabor del fruto, cuando sus rostros se contrajeron, y los dos se quedaron pálidos
como la cera. Y no fue porque la manzana estuviese muy agria, sino porque acababan de
ver ante sí la rígida fisonomía de Trifón Semiónovich y la jeta de Karpushka, que sonreía
maliciosamente.
—Buenos días, tortolitos —dijo el terrateniente acercándose—. Qué, ¿comiendo
manzanas? ¿No os molesto?
El muchacho se quitó la gorra y bajó la cabeza. La moza se puso a mirar a su delantal.
—¿Qué tal ya esa salud, Grigori? —dirigióse Trifón Semiónovich al chico—, ¿Cómo
estás, hombre?
—No he cogido más que una —murmuró el muchacho—. Una y, además, del suelo…
—Bueno, ¿y tú, qué tal, paloma? —preguntó Trifón Semiónovich a la mozuela.
Ésta continuó con más ahínco la inspección de su delantal.
—Qué, ¿todavía no os habéis casado?
—No, señor… Verá, señor, le juro por Dios que no he cogido más que una, y
además…
—Muy bien, muy bien, bravo. ¿Sabes leer?
—No, señor… Pero, por Dios, señor, no hemos cogido más que una, del suelo.
—Leer no sabrás, pero robar sí que sabes. Bueno, algo es algo. El saber no ocupa
lugar. ¿Y hace mucho tiempo que te dedicas al robo?
—Pero ¿es que yo he robado algo?
—¿Y qué le pasa a tu novia, que está tan pensativa? —preguntó Karpushka— ¿Le has
dicho que no la quieres?
—Calla, Karpushka —le ordenó el amo—, A ver, Grigori, cuéntanos un cuento…
Grigori tosió y sonrió:
—No sé cuentos, señor. ¿Acaso necesito yo sus manzanas? Si quiero comer las
compro.
—Me alegro mucho, querido, de que tengas tanto dinero. Bueno, cuéntanos algún
cuento. Te oiré yo, te oirá Karpushka y también te oirá tu novia. No te amilanes, hombre,
adelante. Un ladrón debe ser valiente. ¿No es cierto, amigo?
Y Trifón Semiónovich le clavó la mirada. Al chico se le llenó la frente de sudor.
—Mejor sería que cantara, señor —intervino Karpushka con desagradable voz
temblona y atiplada—. ¿Cómo va a saber cuentos un tonto como éste?
—Cállate, Karpushka. Que cuente primero un cuento. A ver, querido: te escuchamos.
—No sé.
—¿Que no sabes? Pero robar sí sabes. ¿Qué dice el séptimo mandamiento?
—¿Por qué me pregunta eso? ¡Qué sé yo! Por Dios le juro, señor, que nos hemos
comido solamente una manzana, y que la recogimos del suelo…
—¡Cuenta un cuento!
Karpushka comenzó a arrancar ortigas. El muchacho sabía que eran para él. Trifón
Semiónovich, a semejanza de sus semejantes, sabe tomarse la justicia por su mano de
manera muy elegante. Si atrapa a un ladrón, lo encierra en la cueva por un día, o lo manda
azotar con enormes ortigas, o lo pone en libertad… después de dejarlo como vino al
mundo… ¿Les parece una novedad? Pues hay gente y hay lugares para los cuales esto es
más viejo que andar para adelante. Grigori miró de reojo las ortigas, se encogió, tosió y se
puso no a contar un cuento, sino a balbucear una invención. Carraspeando, sudando,
tosiendo y sonándose a cada instante, contó cómo los héroes rusos vencieron a los brujos y
se casaron con hermosas princesas. Trifón Semiónovich le oía sin quitarle el ojo de
encima.
—Basta —dijo cuando el zagal, embrollado, empezó a soltar cosas sin ilación—, ¡Qué
buen narrador eres! Pero el robar se te da mejor aún. Bueno, mocita —volvióse hacia la
muchacha—. Dinos el Padre Nuestro, guapa.
La guapa enrojeció; y, respirando a duras penas, recitó el Padre Nuestro con un hilo de
voz.
—Muy bien, muy bien. ¿Y cómo es el séptimo mandamiento?
—¿Cree usted que cogimos muchas manzanas? —intervino el mozo agitando
desesperadamente las manos—. Por esta cruz que no miento.
—Está muy mal, queridos, que no sepáis los mandamientos. Hay que enseñaros.
Guapa, ¿ha sido éste quien te ha enseñado a robar? ¿Por qué callas, querubín? Debieras
contestar. ¡Habla! ¿Callas? El que calla otorga. A ver, guapa, dale unas bofetadas a tu
adorado por haberte enseñado a robar.
—No quiero —susurró ella.
—Anda, pégale un poquito. A los tontos hay que enseñarlos. Pégale, paloma. ¿No
quieres? Bueno, pues mandaré a Karpushka y a Matvei que te den un repaso con ortigas…
¿Le pegas?
—No.
—¡Karpushka, acércate!
La muchacha corrió hacia el mozo y le dio una bofetada. El chico sonrió de un modo
estúpido y a renglón seguido se echó a llorar.
—¡Muy bien, guapa! ¡A ver, agárralo ahora de los pelos! ¡Agárralo, palomita! ¿No
quieres? ¡Karpushka, ven aquí!
La moza agarro del pelo al novio.
—¡Pero no te quedes quieta! ¡Tírale, para que le duela!
Ella empezó a tirarle. Karpushka, muerto de risa, temblaba todo él.
—Basta —ordenó Trifón Semiónovich— Muchas gracias, paloma, por haberlo
castigado. Y ahora te toca a ti dar una lección a tu tórtola —dirigióse al muchacho—.
Antes te ha pegado ella. Pégale tú ahora…
—Por Dios, señor… ¿Por qué voy a pegarle?
—¿Cómo que por qué? ¿No te ha pegado ella a ti? Pues pégale tú a ella. Le servirá de
provecho. ¿No quieres? Te arrepentirás. Karpushka, llama a Matvie.
El mozo escupió, carraspeó, agarró a la novia por el cabello y comenzó a «castigar el
mal». Castigando el mal, se abstrajo hasta extasiarse, imperceptiblemente para él mismo,
olvidando que el objeto del castigo era su novia y no Trifón Semiónovich. La muchacha
gritó, y no sé cómo hubiera terminado aquella historia si en aquel momento no aparece
tras los arbustos la guapa Sashenka, hija de Trifón Semiónovich.
—¡Papaíto, a tomar el té! —le gritó. Y luego, al ver la ocurrencia del papaíto se echó a
reír a carcajada limpia.
—Basta ya —concluyó el terrateniente—. Podéis marcharos, tortolitos. Adiós. Para la
boda os mandaré unas manzanas.
Así diciendo, Trifón Semiónovich hizo una profunda reverencia a los castigados.
El mozo y la moza se arreglaron el pelo y la ropa y se marcharon. Él tiró hacia la
derecha, ella hacia la izquierda y… hasta hoy no han vuelto a verse. Y menos mal que
apareció Sashenka, pues de otro modo, el chico y la chica hubieran probado las ortigas…
Así se divierte, a la vejez, Trifón Semiónovich. Y su familia no se queda muy atrás.
Sus hijitas tienen la costumbre de colgarles cebollas en los gorros a los huéspedes «de
rango inferior»; y a los huéspedes borrachos, de este mismo rango, les escriben con tiza en
las espaldas, en letras muy grandes: «Vurro» y «Tonto». Su hijo Mitia, alférez retirado,
superó en una ocasión al propio Trifón Semiónovich: auxiliado por Karpushka,
embadurnó de brea las puertas de la casa de un viejo soldado porque éste se negó a
regalarle un perro lobo y porque previno a sus hijas contra los dulces y los caramelos del
señor alférez retirado…
Después de esto, a ver si hay manera de llamar Trifón Semiónovich a Trifón
Semiónovich.
ANTES DE LA BODA
(Перед свадьбой)
[12]
El jueves de la semana pasada, los padres del registrador colegiado
Nazariev
pidieron para su hijo la mano de la señorita Podzatilkina, ceremonia que tuvo lugar en
casa de la novia. El acto se celebró con entera normalidad. Se vaciaron dos botellas de
champaña y cubo y medio de vodka. Las señoritas tomaron agua mineral. Los padres y las
madres de los novios lloraron; se besaron éstos; un alumno del octavo grado del liceo
pronunció un fino brindis diciendo: O tempora, o mores! y Salvete, boni futuri conjuges!
Vanka Smislomalov, un mozo pelirrojo que se pasa la vida sin hacer nada, en espera de lo
que la suerte le depare, fingió un arrebato trágico en el momento más oportuno —o «muy
a pelo», como suele decirse—: revolvió el cabello de su enorme cabeza, se descargó un
puñetazo en la rodilla y gritó: «¡Voto a mil diablos, la amaba y la amo!», con lo que causó
inmenso regocijo a las señoritas presentes.
La señorita Podzatilkina tiene como rasgo distintivo el de no distinguirse en nada.
Nadie ha visto ni conoce su inteligencia. Por consiguiente, nada se dice al respecto. Su
figura es de lo más corriente; la nariz, del padre; la barbilla, de la madre; los ojos, de un
gato; y el busto, regular. Toca el piano, pero de oído; ayuda a su madre a cocinar; nunca va
sin corsé; no puede probar otros platos que los de carne; ve el principio y el fin de la
sabiduría en ciertas reglas ortográficas; y lo que más le gusta son los hombres altos y el
nombre de Rolando.
Su novio, el señor Nazariev, es de mediana estatura, cara blanca e inexpresiva, pelo
ondulado y nuca plana. Es funcionario, cobra un sueldo que apenas le basta para tabaco,
huele siempre a jabón al huevo y a fenol, se considera a sí mismo un calavera horrible,
habla muy alto, parece admirarse de todo lo que oye o ve; y cuando conversa salpica de
saliva al que está enfrente. Presuntuoso, mira a sus padres por encima del hombro; y no
habla con una sola señorita a la que no diga: «¡Qué ingenua es usted! Debiera leer
[13]
literatura». Lo que más ama en el mundo es su caligrafía, la revista Razvlechenie , las
botas con chirrido y, sobre todo, su propia persona, particularmente cuando, en compañía
de señoritas, toma té y niega la existencia del demonio.
Así son la señorita Podzatilkina y el señor Nazariev.
Al día siguiente de la petición de mano, la señorita Podzatilkina fue llamada por la
cocinera, nada más levantarse por la mañana, para que compareciese ante su madre. La
mamá, tendida en la cama, le echó el siguiente sermón:
—¿A santo de qué te has puesto hoy el vestido de lana? Bien podías arreglarte con el
de percal. ¡Qué horror, cómo me duele la cabeza! Ayer, a ese ceporro calvo de tu padre le
dio por bromear. ¡Estoy harta de sus bromas idiotas! Me trae una copa y me dice: «Tómate
esto». Yo, creyendo que sería vino, ¡zas!, me la bebo, y resulta que era una mezcla de
vinagre y aceite de sardinas fritas. ¡Ahí tienes las bromas que gasta el muy borracho! ¡No
sabe más que fastidiar, el asqueroso! Me asombra mucho, y me sorprende, que estuvieras
alegre ayer y no llorases. ¿De qué te alegrabas? ¿Te encontraste una cartera con dinero?
¡Es inaudito! Cualquiera pensaría que te alegras de abandonar la casa paterna. Es lo que
viene a resultar. ¿Cómo? ¿El amor? ¡Qué amor ni qué niño muerto! No te casas por amor.
Lo que te encandila es el rango. ¿Qué dices? ¿Que no es verdad? ¡Vaya si lo es! Pues a mí,
hijita, no me gusta ni chispa tu adorado. Me parece muy altivo y presuntuoso. Ya te
encargarás tú de domarlo ¿Cómooo? ¡Ni lo pienses!… Al mes estaríais tirándoos los
trastos a la cabeza. Sois igualitos los dos… El casamiento no gusta más que a las
señoritas, y no tiene nada bueno. Por experiencia lo sé. Y tú lo sabrás con el tiempo. No te
muevas de ese modo, que siento mareos. Los hombres son todos unos imbéciles, y se hace
trabajoso vivir con ellos. También tu novio es un idiota, por muy estirado que vaya. No le
obedezcas en muchas cosas, ni le lleves en todo la corriente, ni le guardes demasiado
respeto: no hay ningún motivo. Pregunta siempre a tu madre. Apenas te suceda algo, ven a
verme. Dios te guarde de hacer nada sin tu madre. Tu marido no te aconsejará nada bueno
ni te enseñará cosas de provecho. Se dedicará a animar el ascua a su sardina. Tenlo en
cuenta. Tampoco hagas mucho caso a tu padre. No se te ocurra decirle que se vaya a vivir
contigo que puedes dar un traspié. Estará deseando sacaros algo. Se pasará días enteros en
vuestra casa. ¿Y con qué fin? Os pedirá para vodka y se fumará el tabaco de tu marido. Es
un malvado, un hombre dañino, aunque sea tu padre. Con esa cara de mosquita muerta que
tiene el muy tuno, es un alma del diablo. Si os pide dinero prestado, no se lo des, que es un
granuja, pese a su rango de consejero titular. ¡Ahí está gritando! Te llama. Ve, pero no le
digas lo que hemos estado hablando, ¡pues buena la aunaría ese enemigo de la cristiandad!
Anda, vete antes que se me salte el corazón. ¡Sois mis enemigos! ¡Cuando me muera, os
acordaréis de mis palabras! ¡Torturadores!
—Hija mía —le dijo el padre—. Me alegra mucho que desees unirte a un caballero tan
inteligente como el señor Nazariev. Lo celebro infinito y apruebo el enlace. Cásate sin
miedo, hija mía. Este matrimonio es una cosa tan solemne, que… ¡bueno, para qué vamos
a hablar! Vive, crece y multiplícate. Dios te bendecirá. Yo…, yo… estoy llorando. Pero las
lágrimas no conducen a nada. ¿Qué son las lágrimas humanas? Cobardía y nada más.
Escucha mi consejo, hija mía. ¡No olvides a tus padres! El marido no será para ti mejor
que ellos. De ningún modo. A tu marido le gusta únicamente tu belleza material, mientras
que a nosotros nos gustas toda tú. ¿Por qué va a quererte tu marido? ¿Por tu carácter? ¿Por
tu bondad? ¿Por tus sentimientos? No, hija, no. Te querrá por tu dote. ¡Que no es un
kopek, sino mil rublos! Compréndelo así. El señor Nazariev es un caballero magnífico;
pero no le tengas más afecto que a tu padre. Se animará a ti, pero no será nunca un amigo
verdadero. Habrá momentos en que él… Pero no, más vale que me calle, hija. En cuanto a
tu madre, alma mía, oye su consejo; mas ten precaución. Es buena persona, pero
hipocritona, librepensadora, frívola, afectada. Aunque es honesta y noble… ¡bueno, que se
vaya a la porra! Ella no puede aconsejarte lo que tu padre, autor de tus días. No te la lleves
a tu casa. Los maridos tienen poco apego a las suegras. Yo tampoco se lo tenía a la mía. La
cosa llegó hasta el punto de echarle en el café corcho quemado, con lo cual le salían unos
posos estupendos para adivinar. Por su culpa fue procesado el alférez
Ziumbumbumchikov. ¿No te acuerdas? Claro, cómo te vas a acordar si aún no existías…
Pues bien: lo principal es que en todo tengas presente a tu padre. Sólo a él debes obedecer.
Además, hija mía…, la civilización europea ha despertado entre las mujeres un
movimiento de oposición. Se dice que cuantos más hijos tiene una señora, tanto peor.
¡Mentira! ¡Cuento! Cuanto mayor es el número de hijos, tanto mejor para los progenitores.
¡Aunque no! No es eso… Al contrario. Me equivocaba, querida: cuantos menos hijos,
mejor. Lo leí ayer en una revista. Expresiones de un tal Malthus. Sí, sí. Parece que llega un
coche… ¡Ah, tu novio! ¡Viste con elegancia el canalla! ¡Qué hombre! ¡Un auténtico
Walter Scott! Atiéndelo, hijita, mientras me visto.
Llegó el señor Nazariev. La novia le recibió:
—Siéntese, sin cumplidos.
Nazariev dio dos taconazos con el pie derecho y tomó asiento junto a la novia.
—¿Qué tal está usted? —preguntó con su acostumbrada desenvoltura—. ¿Ha dormido
bien? Yo, sabe usted, me he pasado sin dormir la noche entera, leyendo a Zola y pensando
en usted. ¿Ha leído usted algo de Zola? ¿De veras que no? ¡Ay, ay, ay! Es un crimen. A mí
me lo ha prestado un funcionario. ¡Escribe estupendamente! Ya se lo traeré, ¡Oh, entonces
podrá usted comprender!… Yo siento sentimientos que usted no ha sentido jamás.
Permítame uno solo.
El señor Nazariev se levantó un poco y dio un beso en los labios a la señorita
Podzatilkina.
—¿Y sus padres? —continuó, con más desenvoltura todavía— Necesito verlos. A
decir verdad, estoy un poco enfadado con ellos. Me han dado buen chasco. Fíjese: su papá
me dijo que era consejero palatino, y resulta que sólo es consejero titular. ¡Ejem! ¿Habrase
visto? Además… prometieron una dote de mil quinientos rublos, y ayer va su mamá y me
dice que no cobraré más que mil. ¿No es una trastada? Los circasianos, con lo
sanguinarios que son, no se portan así. ¡No permitiré que me la den con queso! ¡Cualquier
cosa menos tocarme el amor propio! ¡Eso no es humano! ¡No es racional! ¡Soy un hombre
honrado y por eso no me gustan los que no lo son! Aguanto lo que sea, pero no admito
malas pasadas ni malas intenciones, sino que exijo conciencia humana. Eso es. Hasta
tienen cara de ignorantes. ¡Hay que ver qué caras! ¡Si no son caras! Perdone usted, pero
sus padres no me inspiran sentimientos familiares. En cuanto nos casemos los meteremos
en cintura. ¡Odio el desparpajo y la grosería! Aunque no soy un escéptico ni un cínico, sé
lo que es la educación. ¡Ya los haremos andar derechos! Mis padres hace tiempo que no se
atreven a abrir la boca. ¿Ya se han desayunado ustedes? ¿No? Pues entonces me quedo a
desayunar. Haga el favor de traerme un cigarrillo, que me he olvidado el tabaco en casa.
La novia salió.
Esto, antes de la boda… Lo que vendrá después, no hace falta ser profeta para
suponerlo.
A LA AMERICANA
(По-американски)
Teniendo la fortísima intención de ingresar al más legalísimo matrimonio, y
recordando que ningún matrimonio se las arregla sin una persona del sexo femenino,
tengo el honor, la dicha y el placer de rogar muy humildemente a las viudas y las
señoritas, prestar su benévola atención a lo siguiente:
Yo soy un hombre, eso ante todo. Eso es muy importante para las señoritas, por
[14]
[15]
supuesto. De 2 arhíns y 8 viershóks de estatura. Joven. Los años maduros me quedan
lejos, como al chorlito el día de Petróv. Ilustre. No bonito pero no feo, y tanto no tan feo
que en la oscuridad, con reiteración, por error, fui tomado por un bonito. Los ojos los
tengo castaños. En las mejillas (¡ay!) no tengo hoyuelos. Dos dientes molares están
arruinados. De maneras elegantes no puedo jactarme, pero de la fortaleza de mis músculos
no le permito dudar a nadie. De guantes uso el n.° 7 ¾. Excepto unos padres pobres pero
nobles, no tengo nada. Por lo demás, tengo un futuro brillante. Soy un gran aficionado a
las bonitas en general, y a las sirvientas en particular. Creo en todo. Me dedico a la
literatura, y tan exitosamente, que raras veces derramo lágrimas sobre el buzón de correo
de La libélula. Intento escribir en el futuro una novela, en la que la heroína principal (una
hermosa pecadora) será mi esposa. Duermo doce horas al día. Como bárbaramente,
mucho. El vodka lo bebo sólo en compañía. Tengo buenos conocidos. Conozco a dos
literatos, un versificador y dos parásitos que aleccionan a la humanidad en las páginas de
[16]
[17]
La gaceta rusa . Mis poetas preferidos son Pushkarióv , y a veces yo mismo. Soy
enamoradizo y no celoso. Quiero casarme por razones conocidas sólo de mí y de mis
acreedores. ¡Así soy yo! Y miren cómo debe ser mi novia:
Viuda o señorita (eso, como a ella le plazca), no mayor de treinta y no menor de
quince años. No católica, o sea, sabedora de que en este mundo no hay impecables, y en
todo caso no hebrea. La hebrea siempre va a preguntar: «¿Y por qué escribes en
renglones?». «¿Y por qué no fuiste a ver a pápienka, él te enseñaría a acumular dinero?»,
y a mí eso no me gusta. Rubia de ojos azules, y (por favor, si se puede) de cejas negras.
No pálida, no rosada, no delgada, no rolliza, no alta, no baja, simpática, no poseída pollos
demonios, no pelada, no habladora ni hogareña. Ella debe:
Tener buena letra, porque yo necesito una copista. Trabajo de copista hay poco.
Amar las revistas en las que yo colaboro, y atenerse en su vida a la tendencia de éstas.
[18]
No leer Entretenimiento, el Semanario de Tiempo nuevo, Nana , no conmoverse con
los editoriales de Las noticias moscovitas, y no caer desmayada con tales artículos de La
orilla.
Saber: cantar, bailar, leer, escribir, cocinar, freír, asar, ser cariñosa, hornear (pero no
jurar), prestarle dinero al esposo, vestirse con gusto por sus propios medios (NB) y vivir
en absoluta sumisión.
No saber: molestar, susurrar, chillar, gritar, morder, enseñar los dientes, golpear la
vajilla y hacerle ojitos a los amigos en casa.
Recordar que los cuernos no sirven de adorno al hombre, y que mientras más cortos
sean éstos, tanto mejor y seguro para ése, que va a pagar por los cuernos con gusto.
No llamarse Matrióna, Akulína, Avdótia ni por otros nombres vulgares semejantes,
sino llamarse de algún modo más noble (por ejemplo, Ólia, Liénochka, Marúska, Kátia,
Lipa y por el estilo).
Tener a su mámienka, es decir, a mi profundamente estimada suegra, a treinta y nueve
leguas de mí (si no, en caso contrario, no respondo de mí) y
Tener minimum 200 000 rublos de plata.
Por lo demás, el último punto se puede cambiar, si le place a mis acreedores.
EL DÍA DE SAN PEDRO
(Петров день)
Llegó la mañana del ansiado día, la fecha tanto tiempo anhelada; llegó, ¡¡hurra,
señores cazadores!!, el veintinueve de junio, el día en que se olvidan las deudas, los
hogares, las comidas suculentas, las suegras y hasta las jóvenes esposas; el día en que al
señor alguacil puede hacérsele la higa veinte veces, si prohíbe cazar.
Palidecieron las estrellas y se cubrieron de leve neblina. Oyéronse voces en algunos
puntos. Un humo azulino comenzó a salir de las chimeneas del pueblo. En el gris
campanario de la iglesia apareció el sacristán, adormilado todavía, y tocó a misa. Sonaron
los ronquidos de un guarda nocturno acostado bajo un árbol. Despertaron los vencejos y,
en nutrida bandada, se pusieron a volar de un extremo al otro del huerto, con su estridente
y fastidioso pitido. Una oropéndola cantó en un endrino. Sobre la cocina revolotearon
estorninos y abubillas. Empezó el concierto gratuito de la mañana…
Dos troikas se detuvieron ante el porche semiderrengado, pintorescamente circundado
de ortigas, de la casa del antiguo portaestandarte Yegor Yegórich Optemperanski. En la
casa y en el patio se levantó un enorme revuelo: todo ser viviente comenzó a correr y a
trajinar, armando gran mido en las escaleras, en los cobertizos y en las cuadras. Hubo que
cambiar uno de los caballos de varas. A los cocheros les volaron las gorras de las cabezas;
alguien le hizo al criado Katkin un rojo cardenal bajo la nariz; se prodigó el calificativo de
«brujas» a las cocineras; y sonó el nombre de Satanás y el de sus ángeles multitud de
veces. En cosa de cinco minutos, los coches se llenaron de alfombras, mantas, cartuchos
de provisiones, escopetas enfundadas.
—¡Listo! —anunció el cochero Avvakum, con su voz de bajo.
—¡Tengan la bondad, todo está listo! —gritó, meloso, Yegor Yegórich, a cuya
invitación apareció en el porche un grupo numeroso.
El primero en saltar a un tarantás[19] fue el joven doctor, tras el cual subió a duras
penas Kuzma Bolva, un viejo de Arjanguelsk, con botas sin tacones, chistera rojiza y
escopeta de dos cañones y veinticinco libras, que tenía salpicado de pecas verdosas todo el
cuello. Bolva era plebeyo; pero los señores terratenientes, en atención a su avanzada edad
(nació a fines del siglo pasado) y a su formidable puntería, que le permitía hacer blanco en
una moneda de veinte kopeks lanzada al aire, no reparaban en lo bajo de su linaje y le
admitían en sus partidas de caza.
—Haga el favor de pasar, excelencia —dirigióse Yegor Yegórich a un señor gordo,
pequeño y canoso, vestido con guerrera blanca, de botones claros, que lucía, colgada al
cuello, una cruz de Santa Ana—, Haga sitio, doctor.
El señor en cuestión, general retirado, carraspeó, puso una pierna en el estribo, no sin
que le sostuviera Yegor Yegórich, empujó con el vientre al doctor y se sentó pesadamente
junto a Bolva. Tras el general subió su perro Tschetmi, seguido del pachón Musikant,
perteneciente a Yegor Yegórich.
—¡Ejem! Pues… Vania —dijo el general a su sobrino, un joven estudiante de
bachillerato, que llevaba a la espalda una larga escopeta de un cañón—. Puedes sentarte
aquí, a mi vera. ¡Ven aquí! Eso es… Aquí. No juegues, amigo, que puede espantarse el
caballo.
Después de echar la última bocanada de humo de tabaco a los hocicos de la bestia,
Vania montó de un salto en el tarantás, apartó un poco a Bolva del general y, dando media
vuelta, se sentó. Yegor Yegórich se santiguó y tomó asiento junto al doctor. En el pescante,
al lado de Avvakum, se acomodó el largo y flaco señor Mangé, profesor de Matemáticas
en el Liceo donde estudiaba Vania.
El primer tarantás estaba lleno. Comenzó la carga del otro.
—¡Listo! —gritó Yegor Yegórich una vez que en el segundo se instalaron las restantes
ocho personas y tres perros, no sin que antes se produjeran discusiones y ajetreos.
—¡Listo! —gritaron también los huéspedes.
—¿De modo que podemos arrancar, excelencia? Que Dios nos bendiga. ¡Adelante,
Avvakum!
Tras un leve balanceo, el primer tarantás salió andando. El segundo, que llevaba a los
cazadores más empedernidos, hizo el mismo balanceo, emitió chirridos horribles, viró un
poco hacia un lado y, adelantando al primero, rodó en dirección a la salida. Los cazadores
rieron todos a una y tocaron palmas de contento. Sentíanse en el séptimo cielo; pero ¡oh
veleidades de la fortuna!, aún no habían salido del patio cuando se produjo un incidente
inesperado.
—¡Alto! ¡Espera! ¡Espera! —resonó tras los coches un grito penetrante.
Los cazadores miraron hacia atrás y palidecieron. En seguimiento de ellos venía
corriendo el hombre más inaguantable del mundo, el capitán de fragata, retirado, Mijei
Yegórich, hermano de Yegor, famoso por sus escándalos en toda la provincia, que
avanzaba agitando los brazos desesperadamente. Uno de los dos coches se detuvo.
—¿Qué quieres? —le preguntó su hermano.
Mijei Yegórich corrió hasta el tarantás, se subió al estribo y alzó el puño como para
pegar a Yegor Yegórich. Los cazadores se alborotaron.
—¿Qué pasa? —inquirió Yegor Yegórich enrojeciendo.
—¡Lo que pasa —vociferó el hermano— es que eres un judas, un bicho, un cerdo! ¡Es
un cerdo, excelencia! ¿Por qué no me has despertado? ¡Te pregunto por qué no me has
despertado, zoquete, canalla! Permítanme, señores: no crean que lo único que quiero es
darle una lección… ¿Por qué no me has despertado? ¿No deseas llevarme contigo? ¿Te
estorbo? ¡Anoche me emborrachó creyendo que me iba a quedar dormido hasta las doce!
¿Han visto ustedes qué listo? Permítame, excelencia: permítame que le dé aunque sólo sea
una vez…
—¿Qué hace usted? —gruñó el general, abriendo los brazos—, ¿No ve que no hay
sitio? Esto es ya demasiado.
—Tus bufidos no vienen a cuento, Mijei —explicó Yegor Yegórich—. No te desperté
porque no tenías por qué venir con nosotros… No sabes tirar. ¿A qué ibas a venir, pues?
¿A estorbar? ¡Si no sabes tirar!
—¿Que no sé? ¿Que no sé tirar? —gritó Mijei Yegórich con tanta fuerza, que hasta
Bolva se tapó los oídos— En ese caso, ¿a qué diablos va el doctor, que tampoco sabe? ¿O
es que tira mejor que yo?
—Lleva razón, señores —corroboró el doctor—. No sé tirar, ni tan siquiera tener la
escopeta en las manos… Me fastidian las detonaciones… No sé a qué me llevan ustedes.
¿Por qué demonios me llevan? ¡Que Mijei Yegórich ocupe mi sitio! Yo me quedo. Aquí
tiene un asiento, Mijei Yegórich.
—¿Lo oyes, lo oyes? ¿Por qué lo llevas?
El doctor se levantó con visible intención de salir del tarantás. Yegor Yegórich,
asiéndole de la chaqueta, tiró hacia abajo para que se sentara.
—¡Eh, no me rompa la chaqueta! ¡Que vale treinta rublos! ¡Suélteme! Y, además,
señores, les ruego que no me den hoy conversación… Estoy de mal humor y puedo
cometer una insolencia contra mi voluntad. ¡Suélteme, Yegor Yegórich! ¡Me voy a dormir!
—Debe usted venir, doctor —rogó Yegor Yegórich sin soltarle la chaqueta—. Dio
usted palabra de venir…
—Di palabra, pero fue por compromiso. ¿Para qué voy a ir, para qué?
—¡Para que no se quede usted con la mujer de él! —carraspeó Mijei Yegórich— ¡Para
eso! Tiene celos de usted, doctor. ¡No vaya, amigo! ¡Para que se fastidie! Tiene celos. Por
Dios que no miento.
Yegor Yegórich enrojeció hasta las orejas y apretó los puños.
—¡Eh, Mijei Yegórich! —llamaron desde el otro tarantás—. ¡Déjese de tonterías y
véngase para acá, que hay sitio!
Mijei Yegórich sonrió con soma:
—¿Qué dices ahora, tiburón? ¿Quién ha quedado por encima? Hay sitio, ¿lo has oído?
¡Voy para que te fastidies! Molestaré cuanto pueda. Palabra de honor que me dedicaré a
molestar. ¡No matarás ni un grillo! Y usted, doctor, no vaya. A ver si este revienta de
celos.
Yegor Yegórich se levantó crispando los puños y con los ojos inyectados en sangre.
—¡Infame! —apostrofó al hermano—, ¡Tú no eres hermano mío! ¡Por algo te maldijo
nuestra difunta madre! ¡Y nuestro padre murió en la flor de la vida por culpa de tu
conducta inmoral!
—Caballeros… —intervino el general—. Creo que… basta con esto. Son ustedes
hermanos, hermanos legítimos…
—Éste es un burro legítimo, excelencia, y no un hermano. ¡Quédese, doctor, quédese!
—¡Arread las bestias, mal rayo os parta! ¡Oh, maldito diablo! ¡Arrea! —vociferó el
general asestando un puñetazo en la espalda de Avvakum—. ¡Arrea!
Avvakum dio un latigazo a las bestias, y el coche arrancó. En el segundo tarantás, el
escritor y el capitán Kardamonov colocó sobre sus rodillas dos perros y en su lugar sentó
al empecinado Mijei Yegórich.
—Por suerte para él —dijo éste—, se ha encontrado un sitio, porque si no, la que le
armo… ¡Escriba usted algo sobre ese bandido, Kardamonov!
El aludido había mandado el año anterior a la redacción de Niva un artículo titulado
«Interesante caso de fecundidad entre la población campesina»; y aunque recibió una
respuesta poco grata para el autor, cosa que no dejó de conocerse entre los vecinos, pasaba
por escritor.
De acuerdo con un plan trazado de antemano, resolvieron ir primeramente a cazar
codornices a un henar situado a cosa de siete verstas de la hacienda de Yegor Yegórich.
Una vez allí, los cazadores descendieron de los coches, dividiéndose en dos grupos: uno,
encabezado por el general y por Yegor Yegórich, torció hacia la derecha; y el otro, con
Kardamonov al frente, hacia la izquierda. Bolva se rezagó y quedó solo, pues estando de
cacería le gustaba el silencio. Musikant exhaló unos ladridos, emprendió una carrera y al
instante levantó una codorniz. Vania le disparó y falló el tiro.
—¡He tirado más alto de la cuenta, diablo! —murmuró.
Tschetni, un joven cachorro al que llevaban a enseñar y que oía un disparo por primera
vez en su vida, lanzó unos ladridos lastimeros y, rabo entre piernas, corrió a refugiarse en
los coches. Mangé tiró a una alondra y la mató.
—¡Cómo me gusta este pájaro! —dijo al doctor, mostrándoselo.
—¡Váyase a la porra! —repuso el médico—. Le mego que no me dé conversación…
Estoy de mal humor. Retírese.
—Es usted un escéptico, doctor.
—¿Yo? ¡Ejem! ¿Y qué significa eso?
Mangé vaciló:
—Pues escéptico significa mis…, mis…, misántropo.
—No, señor. No emplee palabras que no comprenda. Retírese. Involuntariamente
puedo causarle un disgusto. No estoy de genio…
Musikant alzó las orejas. El general y Yegor Yegórich palidecieron y contuvieron la
respiración.
—¡Yo disparo! —musitó el general—. ¡Tenga la bondad, disparo yo! Para usted, la
segunda…
Pero se trataba de una alarma infundada. El doctor, aburrido, arrojó una piedra a
Musikant y le acertó entre las orejas. El chucho exhaló un aullido y pegó un salto. El
general y Yegor Yegórich volvieron la cara. Oyose un ruido entre la hierba, y levantó el
vuelo una avutarda. En el segundo grupo alborotaron señalando al ave. Apuntaron el
general, Mangé y Vania. Este último disparó y falló; a Mangé no le salió el tiro. Era tarde:
la avutarda voló sobre un montecillo y se posó en un campo de centeno.
—Me parece, doctor, que… no es el mejor momento para bromear —amonestó el
general al médico—, ¡No es el momento!
—¿Qué?
—Que no es momento para bromas.
—Yo no bromeo.
—Está mal, doctor —observó Yegor Yegórich.
—Pues no haberme traído. ¿Quién les pidió que lo hicieran? Además…, me molestan
las explicaciones. No estoy de humor hoy…
Mangé mató otra alondra. Vania levantó un grajo, le tiró y falló.
—¡Demasiado alto, diablo! —refunfuñó. Oyéronse dos detonaciones consecutivas: era
Bolva que, después de matar dos codornices más allá de la colina, con su pesada escopeta
de dos cañones, se las metió en un bolsillo. Yegor Yegórich disparó contra una codorniz.
El ave, tocada, cayó sobre la hierba. Yegor, triunfante, la recogió y se la mostró al general:
—En un ala, excelencia; todavía está viva.
—Sí, está viva. Hay que darle pronta muerte.
Dicho esto, el general se llevó la codorniz a la boca y le cortó el cuello con los dientes.
Mangé mató su tercera alondra. Musikant volvió a levantar las orejas. El general se quitó
la gorra, apuntó y, ¡pil!, salió volando una gruesa codorniz, pero… ¡aquel canalla del
doctor se acababa de poner delante del cañón de la escopeta!
—¡Apártese! —gritó el general.
Obedeció el doctor; disparó su excelencia y, claro, los perdigones no llegaron a
tiempo.
—¡Es una bajeza, joven! —rugió el militar.
—¿Qué? —preguntó el médico.
—¡Que no estorbe usted! ¡El diablo le trae a molestar! ¡Por su culpa acabo de marrar
un tiro!
¡Habrase visto cosa igual! ¡Esto es el acabose!
—¿A qué vienen esos gritos? ¡Puff! No crea que le temo. No tengo miedo a los
generales, excelencia, y menos aún a los retirados. Haga el favor de hablar más bajo…
—¡Esto es el colmo! ¡Va de aquí para allá molestando a todo el mundo! ¡Como para
acabar con la paciencia de un ángel!
—No grite, general; no grite, por favor. Grítele a ése, a Mangé, que se asusta de los
generales. A un buen cazador no hay nadie que le estorbe. Mejor será que confiese que no
sabe tirar…
—¡Basta! ¡Por cada palabra mía suelta usted diez!… Vania, dame la canana —
dirigiose el general a su sobrino.
—¿Cómo se te ha ocurrido invitar a este Borbón? —preguntó el médico a Yegor
Yegórich.
—Es que, hermano, era imposible no invitarlo. Le debo… ocho mil rublos. ¡E-je-je,
hermano! Si no fuera por estas malditas deudas…
Yegor Yegórich, sin terminar la frase, agitó la mano con desaliento.
—¿Es cierto que tienes celos? —inquirió el doctor.
Yegor giró en redondo y apuntó a un milano que volaba en las alturas.
—¡La has perdido, mocoso! —tronó la voz del general—. ¡La has perdido! ¡Y vale
cien rublos, so marrano!
Yegor Yegórich se acercó al general con ánimo de aclarar la causa de aquellos rugidos.
Era que Vania había perdido la canana de su tío. Comenzó la búsqueda, suspendiéndose la
caza. Tardaron hora y cuarto en encontrar el objeto perdido. Y tras esta operación, los
cazadores acamparon para reposar.
Tampoco en el segundo grupo había sido muy feliz la cacería de codornices. En este
grupo, Mijei Yegórich hizo el mismo papel que el doctor en el primero, si no peor. Quitaba
las escopetas a los cazadores, blasfemaba, pegaba a los perros, tiraba la pólvora… En una
palabra, hacía mil diabluras. Después de errar varios tiros contra las codornices,
Kardamonov se puso a perseguir con sus perros a un milano joven, al que hirió de un tiro,
mas no pudo encontrarlo después. El capitán de fragata mató un citilo de una pedrada.
—Caballeros, vamos a anatomizar a este animal —propuso el señor Nekrichijvostov,
escribiente del jefe de la nobleza local.
Los cazadores se sentaron en el suelo, sobre la hierba, requirieron los cortaplumas y
empezaron la operación anatómica.
—No encuentro nada en él —dijo Nekrichijvostov cuando el citilo fue cortado en
varios trozos—. Por no tener, no tiene ni corazón. En cambio, tripas le sobran. ¿Saben una
cosa, señores? ¡Vámonos a los pantanos! ¿Qué podemos matar aquí? Las codornices no
son caza. En cambio, las chochas, las becadas… ¿Eh, nos vamos?
Levantáronse los cazadores y se encaminaron, cansinos, a los coches. Cerca ya de
ellos, dispararon contra una bandada de palomos caseros, abatiendo a uno.
—¡Excelencia! ¡Yegórich! ¡Excelencia! ¡Yegórich! —gritó el segundo grupo al ver al
primero—, ¡Eh, eh!
El general y Yegor Yegórich volvieron la cabeza. El segundo grupo les hacía señas con
las gorras.
—¿Qué hay? —gritó Yegor Yegórich.
—¡Un asunto! ¡Hemos matado una avutarda! ¡Vengan enseguida!
Aunque los del primer grupo no se creyeron lo de la avutarda, se dirigieron hacia los
coches. Una vez acomodados en ellos, los dos grupos decidieron dejar tranquilas a las
codornices y, de acuerdo con el itinerario prefijado, avanzar otras cinco verstas en
dirección a los pantanos.
—Cuando voy de caza soy muy vehemente —explicó el general al doctor cuando se
hubieron alejado del henar cosa de dos verstas—. De una vehemencia horrible. Ni a mi
propio padre le guardo consideraciones. Así que… dispense usted a este viejo.
—¡Ejem!
—¡Qué suavecito se ha vuelto el muy tuno! —cuchicheó Yegor Yegórich al oído del
doctor— ¡Como ahora está de moda casar a las hijas con médicos!… Su excelencia es un
pícaro. ¡Je je, je!
—Vamos más holgados que antes —observó Vania.
—Pues es verdad.
—¿A qué será debido? Sobra sitio.
—Señores, ¿dónde está Bolva? —alarmose Mangé.
Los cazadores se miraron los unos a los otros.
—¿Dónde está Bolva? —repitió Mangé.
—Debe de ir en el otro tarantás. Señores —gritó Yegor Yegórich—: ¿Va Bolva con
ustedes?
—¡No, no! —respondió Kardamonov. La ansiedad se hizo general.
—¡Bueno, pues que se vaya al diablo! —decidió el general— ¡No vamos a dar la
vuelta para ir en su busca!…
—Pues tendríamos que darla, excelencia. Es persona muy débil. Sin agua puede
morirse. No tendrá fuerzas para regresar.
—Si quiere, regresará.
—Se morirá el pobre viejo… ¡Son noventa años!
—Tonterías.
Al llegar a los pantanos; nuestros expedicionarios alargaron las caras: toda la zona
estaba infestada de cazadores. Ni siquiera valía la pena bajar de los coches. Después de un
breve conciliábulo, acordaron andar otras cinco verstas y encaminarse a los bosques
comunales.
—¿Qué van ustedes a cazar allí? —preguntó el doctor.
—Tordos, águilas…, urogallos.
—Estupendo. ¿Qué estarán haciendo mis infelices pacientes? ¿Por qué me ha traído
usted, Yegor Yegórich?
El doctor suspiró y se rascó la cabeza. Cuando llegaron al primer bosquecillo, salieron
todos de los coches y se pusieron a discutir quién tiraría hacia la derecha y quién hacia la
izquierda.
—¿Saben una cosa, caballeros? —intervino Nekrichijvostov—. En virtud de…, cómo
es eso…, en virtud, por así decirlo, de una ley natural, que dice que…, que la caza no
puede escapársenos…, ¡ejem!, la caza no se nos escapará, señores. ¡Ante todo, vamos a
animamos un poco! ¡Vengan para acá el vino, la vodka, el caviar…, el esturión!… Aquí
mismo, en la hierba. ¿Cuál es su opinión, doctor? Usted debe saberlo mejor, como médico
que es. ¿Verdad que conviene fortalecerse un poco?
La propuesta fue aprobada. Avvakum y Firs extendieron dos alfombras y colocaron a
su alrededor los cartuchos de las provisiones y numerosas botellas. Yegor Yegórich cortó
mortadela, queso, esturión acecinado… Nekrichijvistov descorchó las botellas. Mangé
hizo rajas el pan… Y todos los cazadores se tendieron con la boca hecha agua.
—¡Excelencia, una copita!…
Bebieron todos y la emprendieron con los bocadillos. El doctor se llenó
inmediatamente la segunda copa y se la tomó. Vania siguió su ejemplo.
—Aquí es de suponer que habrá hasta lobos —observó pensativo Kardamonov
mirando de reojo a los árboles.
Los reunidos meditaron, discutieron y, al cabo de diez minutos, determinaron que, al
parecer, no había lobos.
—Qué, ¿otro traguito? ¡Vamos por él! ¿Qué mira usted, Yegor Yegórich?
Se tomaron el segundo trago.
—Oiga, joven —dirigiose Yegor Yegórich a Vania—: ¿Qué es lo que piensa usted?
Vania movió la cabeza.
—Estando yo, puedes beber —le animó el general—. No estando yo, no bebas, pero si
yo estoy… ¡Bebe un poco!
Vania se llenó la copa y se la tomó.
—¿Qué le parecería la tercera, excelencia?
Se bebieron la tercera. El doctor iba ya por la sexta.
—¡Oiga, joven!
Vania tomó a mover la cabeza.
—Beba usted, Amfiteatrov —le dijo Mangé en tono tutelar.
—Estando yo, puedes probarlo, pero no estando… ¡Anda, bebe un poco!
Vania vació la copa.
—¿Por qué estará hoy el cielo tan azul? —pregunto Kardamonov.
Lo pensaron, lo discutieron y al cuarto de hora reconocieron no saber por qué razón
estaba tan azul el cielo.
—¡¡Una liebre…, una liebre…, una liebre!! ¡¡¡Por ella!!!
Tras un montículo apareció una liebre. Dos podencos salieron en su persecución. Los
cazadores se pusieron en pie inmediatamente y echaron mano a las escopetas. La liebre
pasó al vuelo y se internó en el bosque llevando tras de sí a los podencos, a Musikant y a
otros perros. Tschetni, reacio, miró al general con aire desconfiado y terminó echando a
correr también detrás de la liebre.
—¡Qué grande era!… Si la hubiéramos atrapado… ¿Cómo no nos dimos cuenta antes?
—Sí, sí, desde luego… ¿Qué hace aquí esta botella? ¿De modo que no ha bebido su
excelencia? ¡Ay, ay, ay! ¿A nosotros con ésas? Bue-nooo…
Se tomaron la cuarta copa. El doctor, que había llegado ya a la novena, carraspeó y se
dirigió al bosque. Allí eligió un lugar bien sombreado, se tendió en la hierba con la levita
por almohada y a poco tardar ya estaba roncando. Vania se destapó: después de apurar otra
copa de vodka la emprendió con la cerveza, y se sintió inspirado; arrodillándose, declamó
veinte versos de Ovidio.
El general comentó que el latín se asemejaba mucho al francés… Yegor Yegórich
asintió, añadiendo que para estudiar éste convenía saber aquél, por ser muy parecido.
Mangé discrepó de Yegor Yegórich, señalando lo inoportuno de hablar de idiomas en
presencia de un físico-matemático y de tantas botellas y agregando que su escopeta valía
mucho en otros tiempos, que ahora era imposible encontrar un arma decente y que…
—¿Tomamos la octava, caballeros?
—¿No será demasiado?
—¿Demasiadoooo? ¡Qué dice! ¿Ocho copas demasiado? Usted no ha debido de beber
nunca…
Se tomaron la octava.
—¡Oiga, joven!
Vania movió la cabeza.
—¡Vamos, hombre, como un militar! Con lo bien que tira usted…
—¡Beba, Amfiteatrov! —le incitó Mangé.
—Estando yo, puedes; pero no estando… ¡Anda, bebe un poco!
Vania dejó a un lado la cerveza y apuró otra copa de vodka.
—¿Vamos por la novena, señores? ¿Cuál es su opinión? Odio el número ocho. Un día
ocho murió mi padre… Oiga, Fiador…, es decir, Iván…, Yegor Yegórich: llene las copas.
Se bebieron la novena.
—Hace calor…
—Cierto, pero eso no nos impedirá ir por la décima.
—Es que…
—¡Al diablo el calor! ¡Caballeros, demostremos a la Naturaleza que no le tememos!
¡Joven, dé usted el ejemplo! ¡Avergüence a su tío! No tememos al frío ni al calor…
Vania se bebió otra copa. Los demás le saludaron con un ¡hurra! y siguieron su
ejemplo.
—Podemos atrapar una insolación —insinuó el general.
—Imposible.
—Imposible. ¿Con nuestro clima? ¡Ejem!
—Pues ha habido casos… Mi padrino murió de eso…
—¿Qué opina usted, doctor? ¿Puede producirse, con nuestro clima, una insolación?
¡Doctor!
La pregunta quedó sin respuesta.
—¿No ha tenido usted casos de insolación? Estamos hablando de las insola… ¡Doctor!
¿Dónde está el doctor?
—¿Dónde se ha metido el doctor? ¡Doctor!
Miraron en derredor suyo y no lo encontraron.
—¿Dónde estará el doctor? Se habrá derretido. Como la cera con el fuego. ¡Ja, ja, ja!
—¡Se ha ido a buscar a la mujer de Yegor! —saltó Mijei Yegórich.
Yegor Yegórich palideció y derribó una botella al removerse.
—¡Se ha ido a ver a la mujer de ´éste! —repitió Mijei Yegórich sin dejar de comer
esturión.
—¿Por qué miente? ¿Le ha visto usted? —protestó Mangé.
—Sí, señor, le he visto. Pasó un muzhik con una carreta, y él se subió y se fue. Se lo
juro. ¿La undécima, caballeros?
Yegor Yegórich se levantó blandiendo los puños.
—Yo le pregunté adónde iba —continuó Mijei Yegórich su relato—, Me contestó que
iba por fresas, pero luego dijo: «Voy a afilar los cuernos. Los he puesto ya, y ahora hay
que afilarlos. Adiós, querido Mijei Yegórich. Salude a su hermano Yegor». Y terminó
guiñándome un ojo. Que le aproveche… ¡Je, je, je!
—¡Venga ese coche! —gritó Yegor Yegórich y corrió tambaleándose hacia el tarantás.
—¡Corre, que llegas tarde! —le acució, maligno, su hermano.
Yegor Yegórich llevó a empellones a Avvakum hasta el pescante, se metió en el coche
de un salto y, amenazando con el puño, voló hacia su casa.
—¿Qué significa esto, señores? —preguntó el general cuando la gorra blanca de Yegor
Yegórich se perdió de vista—. Se ha marchado… ¿Cómo me voy yo ahora, malditos
diablos? ¡Se ha llevado mi tarantás! Es decir, no el mío, sino el que me llevaría a mí…
Me extraña mucho… ¡Ejem! ¡Es una insolencia por su parte!…
Vania se sintió mal. El vodka, mezclado con la cerveza, le hizo el efecto de un
vomitivo. Había que conducirlo a su casa. Después de la decimoquinta copa, los cazadores
decidieron ceder al general el único tarantás que les quedaba, con la condición de que, al
llegar a su casa, enviase coches por el resto del grupo.
El general se despidió:
—Díganle, señores, que…, que eso no lo hacen más que los cerdos.
—¡Protéstele las letras, excelencia! —le aconsejó Mijei Yegórich.
—¿Cómo? ¿Las letras? S-s-sí… Ya es hora de que… Hay que tener un poco de
decoro… He estado espera que te espera, pero, por fin, me he cansado de esperar…
Díganle que le protestaré… ¡Adiós, señores! Espero la visita de ustedes. Pero él es un
cochino…
Los cazadores se despidieron del general y le ayudaron a acomodarse en el tarantás al
lado de Vania.
—¡Adelante!
Vania y el general se marcharon.
Después de la copa número dieciocho, los expedicionarios penetraron en el bosque,
tiraron un poco al blanco y se tendieron a dormir. Cerca ya del crepúsculo, vinieron por
ellos los coches del general. Firs entregó a Mijei Yegórich una carta para «su hermanito»
en la que se le conminaba a pagar, amenazándole con el Juzgado. Una vez apurada la
tercera copa (después de dormir abrieron cuenta nueva), los cocheros del general cargaron
a los cazadores, como costales de harina, en los carruajes y se los llevaron a sus
respectivos domicilios.
Yegor Yegórich, al llegar a su casa fue recibido por Musikant y Tschetni, que
aprovecharon la aparición de la liebre como un pretexto para escaparse. Luego de lanzar a
su mujer una mirada terrible, Yegor Yegórich inició la búsqueda: miró en los depósitos, en
los armarios, en los baúles, en las cómodas… y no encontró al doctor. Al que encontró fue
a otro: debajo de la cama de su mujer se había refugiado el sacristán Fortunatov…
Cuando el médico despertó era ya de noche. Después de errar un rato por el bosque,
recordó que había estado de cacería, soltó una blasfemia y se puso a dar voces. Por
supuesto, no obtuvo contestación, en vista de lo cual decidió marcharse hasta su casa a
pie. El camino era llano, tranquilo, claro. Recorrió las veinticuatro verstas en cosa de
cuatro horas, llegando al amanecer al hospital rural. Allí se despachó a su sabor riñendo a
los practicantes, a la partera y a los enfermos, y luego se sentó a escribir una carta
interminable a Yegor Yegórich. En ella le exigía «una explicación de su incalificable
proceder», despotricaba contra los maridos celosos y juraba no volver a salir de cacería
jamás. ¡Jamás! Ni siquiera el veintinueve de junio.
LOS TEMPERAMENTOS
(SEGÚN LAS ÚLTIMAS CONCLUSIONES DE LA CIENCIA)
(Темпераменты. По последним выводам науки)
EL SANGUÍNEO. Todas las impresiones repercuten en él de modo ligero y rápido: de
[20]
[21]
aquí, dice Hufeland , procede la ligereza… En la juventud es un bebé y un spitzbube .
Le dice groserías a los maestros, no se pela, no se afeita, usa lentes y mancha las paredes.
Estudia mal, pero termina los cursos. No obedece a los padres. Cuando es rico es un
petimetre, siendo ya pobre vive como un cerdo. Duerme hasta las doce, se acuesta a una
hora indefinida. Escribe con faltas. La naturaleza lo trajo al mundo sólo para el amor: sólo
a eso se dedica, a amar. Nunca está en contra de chupar hasta la pérdida del sentido; tras
embriagarse por la noche hasta los diablitos verdes, se levanta por la mañana animado,
con una pesadez en la cabeza apenas notable, sin necesitar de la «similia similibus
[22]
curantur ». Se casa sin intención. Lucha con la suegra eternamente. Se pelea con la
parentela. Miente a lo loco. Ama terriblemente los escándalos y los espectáculos
aficionados. En la orquesta es el primer violín. Siendo ligero, es liberal. O nunca lee nada
en absoluto, o lee con pasión. Le gustan los periódicos, y él mismo no está en contra de ser
un poco periodista. El buzón de correo de las revistas humorísticas ha sido inventado,
exclusivamente, para los sanguíneos. Es constante en su inconstancia. En el servicio es un
funcionario de encargos especiales, o algo semejante. En el gimnasio enseña literatura.
Rara vez sirve hasta consejero civil activo; si sirve hasta eso, se hace flemático y a veces
colérico. Los granujas, los bribones y los tunantes son sanguíneos. Dormir en una
habitación con un sanguíneo no se recomienda: cuenta chistes toda la noche, y si no hay
chistes censura a los allegados o miente. Muere de enfermedad de los órganos de digestión
y de extenuación prematura.
La mujer-sanguínea es la mujer más tolerable, si no es estúpida.
El COLÉRICO. Bilioso y de rostro amarillento-grisáceo. La nariz un poco torcida, y
los ojos le dan vueltas en las órbitas, como los lobos hambrientos en la jaula estrecha.
Irritable. Por la picada de una pulga o el pinchazo de un alfiler, está dispuesto a hacer
trizas todo el mundo. Cuando habla salpica y muestra sus dientes café o muy blancos. Está
profundamente convencido de que en invierno «sabe el diablo qué frío hace…», y en
verano «sabe el diablo qué calor hace…». Cambia de cocinera cada semana. Al almorzar
se siente muy mal, porque todo está refrito, resalado… En su mayor parte es soltero, y si
está casado, pues encierra a la mujer bajo llave. Es celoso hasta el diablo. No entiende las
bromas. No puede soportar todo. Lee los periódicos sólo para injuriar a los periodistas. Ya
en el vientre de la madre, estaba convencido de que todos los periódicos mienten. Como
marido y amigo es imposible, como subordinado apenas es pensable, como jefe es
insoportable y bastante indeseable. No raras veces, por desgracia, es pedagogo: enseña
matemática y lengua griega. Dormir con él en una habitación no lo aconsejo: tose toda la
noche, gargajea y maldice en voz alta a las pulgas. Al oír por la noche el canto de los gatos
o los gallos, tose y, con una voz trémula, manda al lacayo al tejado a agarrar y, sea como
sea, ahorcar al cantor. Muere de tuberculosis o enfermedad del hígado.
La mujer-colérica es un diablo en falda, un cocodrilo.
EL FLEMÁTICO. Es un hombre gentil (hablo, se entiende, no del inglés, sino del
flemático ruso). El aspecto más ordinario, grosero. Siempre está serio, porque le da pereza
reírse. Come cuando sea y lo que sea; no bebe, porque le teme a la apoplejía, duerme
veinte horas al día. Miembro seguro de todas las comisiones, asambleas y reuniones
urgentes posibles, en las que no entiende nada, dormita sin escrúpulo de conciencia y
espera el final con paciencia. Se casa a los treinta años con la ayuda de los tíos y las tías.
Es el hombre más cómodo para el casamiento: conviene con todo, no murmura entre
dientes y es complaciente. A la mujer la llama almita. Le gusta el cerdo con rábano, las
canoras, todo lo amarguito y friecito. La frase «Vanitas vanitatum et omnia vanitas»
(Tontería de tonterías, todo es una tontería) fue inventada por un flemático. Se enferma
sólo entonces, cuando lo eligen para jurado. Al divisar a una mujer gorda, grazna, mueve
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los dedos e intenta sonreír. Se suscribe a la Niva y se enfada, porque en ésta no colorean
los cuadritos y no escriben nada cómico. Considera a los escritores las personas más
inteligentes y, al mismo tiempo, más perniciosas. Lamenta que no zurren a sus hijos en el
gimnasio, y él mismo no está en contra de cortarlos. En el servicio es dichoso. En la
orquesta es el contrabajo, el fagote, el trombón. En el teatro es el cajero, el lacayo, el
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apuntador y a veces, pour manger , el actor. Muere de parálisis o hidropesía.
La mujer-flemática es la alemana llorona, de ojos saltones, gorda, granujosa,
ensaimada. Parecida a un saco de harina. Nace para hacerse suegra con el tiempo. Ser
suegra es su ideal.
El MELANCÓLICO. Los ojos grises-azules, dispuestos a lagrimear. En la frente y
junto a la nariz las arrugas. La boca un poco torcida. Los dientes negros. Propenso a la
hipocondría. Siempre se queja de la punzada de hambre, la punzada en el costado y la
mala digestión. La ocupación preferida: pararse frente al espejo y examinar su lengua
flácida. Piensa que es débil de pecho y nervioso, y por eso toma a diario, en lugar de té,
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decoct , y en lugar de vodka, elixir vital. Asegura a sus allegados, con pesar y lágrimas
en la voz, que las gotas de lauroceraso y de valeriana ya no le ayudan… Supone que no
molestaría tomar un purgante una vez a la semana. Hace tiempo ya que decidió que los
doctores no lo entienden. Los curanderos, las curanderas, los cuchicheros, los enfermeros
borrachos, a veces las comadronas, son sus primeros bienhechores. Se pone la pelliza en
septiembre, se la quita en mayo. Sospecha que cada perro tiene rabia, y desde que su
amigo le informó, que el gato está en condición de ahorcar a una persona dormida, ve en
los gatos a los enemigos implacables de la humanidad. El testamento espiritual hace
tiempo ya que lo tiene preparado. Jura y rejura que no bebe nada. Rara vez toma cerveza
caliente. Se casa con la huérfana. A la suegra, si la tiene, la llama la señora más hermosa y
sabia; escucha sus sermones callado, ladeando la cabeza; besar sus manos rollizas,
sudorosas, olorosas a pepino en salmuera lo considera su más sagrada obligación.
Mantiene una activa correspondencia con los tíos, las tías, la madrina y los amigos de la
infancia. No lee los periódicos. Leyó alguna vez Las noticias moscovitas pero al sentir,
durante la lectura de ese periódico, pesadez, palpitación y una nebulosa en los ojos, lo
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dejó. Lee calladito a Debay y a Jozan . Durante la peste del sauce ayunó cinco veces.
Sufre de lagrimeo y pesadillas. En el servicio no es dichoso en particular: más allá de
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ayudante de jefe de despacho no llega. Le gusta la Luchínushka . En la orquesta es la
flauta y el violonchelo. Suspira día y noche, y por eso dormir con él en una habitación no
lo aconsejo. Presiente los diluvios, los terremotos, la guerra, la caída definitiva de la
moralidad y su propia muerte de alguna enfermedad terrible. Muere de una lesión de
corazón, de la cura de una curandera y a menudo de hipocondría.
La mujer-melancólica es el ser más insoportable, inquieto. Como mujer conduce al
embrutecimiento, la desolación y el suicidio. Sólo es buena en que no es difícil librarse de
ella: dele dinero y mándela a peregrinar.
EL COLÉRICO-MELANCÓLICO. En sus días juveniles era sanguíneo. Un gato
negro cruzó corriendo el camino, el diablo le pegó en la nuca, y se hizo coléricomelancólico. Hablo del conocidísimo, inmortalísimo vecino de la redacción de El
espectador. El noventa y nueve por ciento de los eslavófilos son colérico-melancólicos. El
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poeta no reconocido, el pater patriae
no reconocido, el Júpiter y Demóstenes no
reconocido… y demás. El marido cornudo. En general, cualquier voceador, pero no fuerte.
EN EL VAGÓN
(В вагоне)
El tren de correo número tal corre a todo trapo desde la estación Vesiólii Traj hasta la
estación Spasáisia. La locomotora silba, chima, jadea, resopla… Los vagones tiemblan y,
con sus ruedas no engrasadas, aúllan como lobos y gritan como lechuzas. En el cielo, la
tierra y los vagones: la tiniebla. «¡Algo-va-a-pasar!, ¡algo-va-a-pasar!», golpetean los
vagones trémulos de edad avanzada… «¡Ojojo-jojo-o— o!», respalda la locomotora… Por
los vagones, junto a los amantes de los bolsillos, pasean las corrientes de aire. Da miedo…
Yo asomo mi cabeza por la ventana, y miro sin objetivo la lejanía infinita. Todas las luces
son verdes: el escándalo, se debe suponer, no será pronto aún. El disco y las luces de la
estación no se ven… La tiniebla, la angustia, la idea de la muerte, los recuerdos de la
infancia… ¡Dios mío!
—¡Pecador! —susurro—, ¡Oh, qué pecador!
Alguien busca en mi bolsillo trasero. En mi bolsillo no hay nada, pero de todas formas
es horrible… Me volteo. Ante mí un desconocido. Lleva un sombrero de pajilla y una
blusa gris oscuro.
—¿Qué se le ofrece? —le pregunto, tanteando mis bolsillos.
—¡Nada! ¡Miro por la ventana! —responde, retirando la mano con brusquedad y
tocando mi espalda.
Se oye un silbido afónico, estridente… El tren empieza a ir más lento y, finalmente, se
detiene. Salgo del vagón y voy al bufé a beber, para darme valor. En el bufé se amontona
el público y la brigada del tren.
—Hum… ¡Vodka, y no es amargo! —dice el respetable conductor, dirigiéndose a un
señor gordo. El señor gordo quiere decir algo y no puede: se le atragantó en la boca de la
garganta un bocadito avejentado.
—¡Gendarme! ¡Gendarme! —grita alguien en la plataforma con la voz con que
gritaban, en los tiempos de Maricastaña, antes del diluvio, los mastodontes, los
ictiosaurios y los plesiosaurios hambrientos… Voy a echar una mirada, ¿de qué se trata?
Junto a uno de los vagones de primera clase, está parado un señor con una cucarda, y le
señala sus pies al público. Al infeliz, mientras estaba dormido, le sacaron las botas y las
medias…
—¿En qué voy a ir ahora pues? —grita—, ¡Yo tengo que ir hasta Rivélia! ¡Ustedes
deben mirar!
Ante él está parado el gendarme, y le asegura que «aquí no se puede gritar»… Voy a
mi vagón n.° 224. En mi vagón es lo mismo: la tiniebla, el resoplido, los olores a tabaco y
a fusel, huele a espíritu ruso. Junto a mí resopla un detective judicial pelirrojo, que va de
Riazán a Kiev… A dos o tres pasos del detective dormita una muchacha bonita… Un
campesino con sombrero de pajilla jadea, resopla, se voltea hacia todos lados, y no sabe
dónde poner sus piernas largas. Alguien en un rincón come y masculla a oídos de todos.
Abajo de los bancos, el pueblo duerme el sueño de los héroes. Una puerta chirría. Entran
dos viejecitas arrugadas con morrales a la espalda…
—¡Nos sentamos aquí, madre mía! —dice una— ¡Qué oscuridad pues! Una tentación,
y solamente… Por poco piso a alguien… ¿Y dónde está Pajóm?
—¿Pajóm? ¡Ah, padrecitos! ¿Dónde está él pues? ¡Ah padrecitos!
La viejecita se revuelve, abre la ventana y escudriña la plataforma.
—¡Pajóm! —temblequea— ¿Dónde estás? ¡Pajóm! ¡Estamos aquí!
—¡Tengo una desgracia! —grita una voz tras la ventana—, ¡No me dejan entrar a la
máquina!
—¿No te dejan? ¿Quién no te deja? ¡Escupe! ¡Nadie puede no dejarte, si tienes un
billete verdadero!
—¡Ya no venden billetes! ¡Cerraron la caja!
Por la plataforma alguien lleva un caballo. Trote y bufido.
—¡Ve atrás! —grita el gendarme—, ¿Adónde te metes? ¿Por qué armas escándalo?
—¡Petróvna! —gime Pajóm.
Petróvna se despoja del hatillo, agarra con sus manos una gran tetera de hojalata, y
sale corriendo del vagón. Toca la segunda llamada. Entra un conductor pequeño, de
bigotitos negros.
—¡Si comprara el billete! —se dirige a un anciano, sentado frente a mí— ¡El inspector
está aquí!
—¿Sí? Hum… Eso no es bueno… ¿Cuál? ¿El príncipe?
—Bueno… Al príncipe, aquí, no lo traes ni a palos…
—¿Entonces, quién es pues? ¿De barba?
—Sí, de barba…
—Bueno, si es ése, pues no es nada. Es un buen hombre.
—Como quiera.
[30]
—¿Y van muchas liebres ?
—Unas cuarenta almas.
—¿Pero? ¡Bravos! ¡Ay de los comerciantes!
El corazón se me encoge. Yo también voy de liebre. Siempre voy de liebre. En las vías
férreas llaman liebres a los señores pasajeros que dificultan el cambio de dinero no de los
cajeros, sino de los conductores. ¡Es bueno ir de liebre, lector! A las liebres les
corresponde una tarifa no publicada aún en ningún lugar, un 75% de descuento, no tienen
que amontonarse alrededor de la caja, sacar el billete del bolsillo a cada instante, los
conductores son más amables con ellos y… ¡todo lo que quieran, en una palabra!
—¡¿Que yo pague alguna vez algo?! —farfulla el anciano—, ¡Pues nunca! Yo le pago
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al conductor. ¡El conductor tiene menos dinero que Poliakóv !
Tintinea la tercera llamada.
—¡Ah, mátushkas! —se preocupa una viejecita—. ¿Dónde está Petróvna? ¡Pues ya es
la tercera llamada! Un castigo de Dios… ¡Se quedó! Se quedó, la pobre… Y sus cosas
están aquí… ¿Qué hacer pues con las cosas, con la bolsa? ¡Mis carnales, pues ella se
quedó!
La viejecita se queda pensativa por un instante.
—¡Deja que se quede con sus cosas! —dice, y arroja la bolsa de Petróvna por la
ventana.
Vamos hacia la estación Caldeado, y en la guía es Fosa común. Entran el inspector y el
conductor con una vela.
—¡Sus billetes! —grita el conductor.
—¡Sus billetes! —se dirige el inspector a mí y al anciano.
Nos ovillamos, encogemos, escondemos las manos y clavamos los ojos en el rostro
vivificante del conductor.
—¡Reciba! —le dice el inspector a su guía, y se aparta. Estamos salvados.
—¡Su billete! ¡Tú! ¡Su billete! —empuja el conductor a un tipo dormido. El tipo se
despierta y extrae de su gorro un billete amarillo.
—¿Adónde vas pues? —dice el inspector, volteando el billete entre sus dedos— ¡Tú
no vas allá!
—¡Tú, alcornoque, no vas allá! —dice el conductor—, ¡No tomaste ese tren, cabeza!
¡Te hace falta a Árbol vivo, y nosotros vamos a Caldeado! ¡Toma! ¡Y nunca hace falta ser
un imbécil!
El tipo parpadea con esfuerzo, mira de modo estúpido al público sonriente y empieza a
frotarse los ojos con la manga.
—¡No llores! —le aconseja el público—, ¡Tú mejor ruégale! ¡Un imbécil tan grandote,
y llora! Seguro estás casado, tienes hijos.
—¡Su billete! —se dirige el conductor a un segador con cilindro.
—¿Sí?
—¡Su billete! ¡Voltéate!
—¿El billete? ¿Acaso hace falta?
—¡El billete!
—Entendemos… ¿Por qué no dárselo, si hace falta? ¡Se lo damos! —el segador con
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cilindro se busca en su seno y, a una velocidad de dos viershóks y medio por hora, saca
de ahí un papel mugriento y se lo entrega al conductor.
—¿A quién le das? ¡Esto es el pasaporte! ¡Tú dame el billete!
—¡No tengo otro billete! —dice el segador, visiblemente alarmado.
—¿Cómo pues viajas, cuando no tienes billete?
—Pero yo pagué.
—¿A quién le pagaste? ¿Por qué mientes?
—Al conductor.
—¿A quién?
—¡Y el diablo sabe a quién! Al conductor, eso es todo… No compres el billete, me
dice, te vamos a llevar así… Bueno, y no lo compré…
—¡Pues tú y yo vamos a hablar en la estación! ¡Mesdame, su billete!
La puerta chirría, se abre y, para nuestro asombro general, entra Petróvna.
—A la fuerza encontré el vagón, madre mía… ¿Quién los entiende?, todos son
iguales… Y a Pajóm pues, no lo dejaron entrar, áspides… ¿Dónde está mi bolsa?
—Hum… Una tentación… ¡Te la tiré por la ventana! ¡Pensaba que te habías quedado!
—¿Adónde la tiraste?
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—Por la ventana… ¿Quién te conocía pues ?
—Gracias… ¿Quién te mandó? ¡Pero qué bruja, perdona Señor! ¿Qué hacer ahora? La
tuya no la tiraste, bellaca… ¡Mejor hubieras tirado tu morro! Aaah… ¡que se te salgan!
—¡Va a haber que telegrafiar desde la próxima estación! —aconseja el público
riéndose.
Petróvna empieza a vociferar y maldice de modo sacrílego. Su amiga aguanta su bolsa
y llora asimismo. Entra el conductor.
—¿De quién son estas cosas? —grita, llevando en sus manos las cosas de Petróvna.
—¡Bonita! —me susurra un anciano vis-a-vis, señalando con la cabeza a la bonita—.
Hum-m-m… bonita… ¡Qué diablo, no hay cloroformo! ¡Le daría a oler un poco, y bésala
a todo trapo! ¡Bueno que todos están dormidos!
El sombrero de pajilla se voltea y se enoja, a oídas de todos, con sus piernas
desobedientes.
—Científicos… —farfulla— Científicos… ¡Seguro no irás, contra la esencia de las
cosas y los objetos! Científicos… hum… ¡Seguro no hacen así, que se pueda desatornillar
y atornillar las piernas a voluntad!
—Yo ahí no tengo que ver… ¡Pregúntele al ayudante del fiscal! —delira mi vecino
detective.
En un rincón lejano, dos alumnos de gimnasio, un oficial y un joven de lentes azules, a
la luz de cuatro cigarrillos, juegan a las cartas…
A mi derecha está sentada una señora alta, de la raza de las «se entiende por sí
mismo». Apesta a polvos y a suciedad.
—¡Ah, qué encanto este camino! —le susurra al oído cierto ganso, le susurra de modo
empalagoso, hasta lo repulsivo, articulando de modo afrancesado las letras e, n y s—. ¡En
ningún lugar se da un acercamiento tan rápido y agradable, como en el camino! ¡Te amo,
camino!
Un beso… otro… ¡El diablo sabe qué! La bonita se despierta, recorre con los ojos el
público y, de modo inconsciente, pone su cabeza en el hombro del vecino, un sacerdote de
[34]
Temis … ¡y el imbécil duerme!
El tren se detiene. El apeadero.
—El tren se detiene por dos minutos… —farfulla un bajo afónico, cascado, fuera del
vagón. Pasan dos minutos, pasan dos más… Pasan cinco, diez, veinte, y el tren aún está
parado. ¿Qué diablo es esto? Salgo del vagón y me dirijo a la locomotora.
—¡Iván Matvéich! ¿Tú pronto pues, finalmente? ¡Diablo! —grita el conductor hacia
abajo de la locomotora.
De abajo de la locomotora, el maquinista sale arrastrándose bocabajo, rojo, mojado,
con un trozo de hollín en la nariz…
—¿Tú tienes Dios, o no? —se dirige al conductor—, ¿Tú eres hombre, o no? ¿Por qué
me empujas? ¿No ves, o qué? Aah… ¡que se les salga a todos!… ¿Acaso esto es una
locomotora? ¡Esto no es una locomotora, sino un trapo! ¡No puedo llevar en ésta!
—¿Qué hacer pues?
—¡Haz lo que quieras! ¡Dame otra, en ésta no voy a ir! Pero ponte en la situación…
Los ayudantes del maquinista corren alrededor de la locomotora incorregible,
golpetean, gritan… El jefe de estación, con una visera roja, está parado al lado, y le cuenta
a su ayudante chistes de la muy alegre vida hebrea… Llueve… Me dirijo al vagón… Por
mi lado corre el desconocido con el sombrero de pajilla y la blusa gris oscuro… En sus
manos una maleta. Esa maleta es la mía… ¡Dios mío!
SALON DES VARIÉTÉS
(Салон де варьете)
—¡Cochero! ¡Duermes, diablo! ¡Al Salon des variétés!
—¿A la guarida picante? ¡Treinta kopeks!
La entrada y el solitario alguacil parado en la entrada iluminados por los faroles. Un
rublo veinte por la entrada y veinte kopeks por el cuidado del abrigo (lo último, por lo
demás, no es obligatorio). Usted pone un pie en el primer peldaño, y ya le dan los
fortísimos olores del boudoir[35] barato y el vestuario de baño. Los visitantes levemente
bebidos… A propos: no vaya al Salon si usted, éste, no… Estar un poquito «achispado» es
más que obligatorio. Es un principio. Si el visitante entrante sonríe y parpadea con ojos
aceitosos, pues es un buen signo: no morirá de tedio, e incluso probará cierta beatitud.
¡Pena pues para él si está sobrio! No le gustará el Salon des variétés y, al llegar a la casa,
zurrará a los niños para que ellos cuando crezcan no vayan al Salon… Los visitantes
levemente bebidos renquean hacia arriba por la escalera, entregan a la pervertida sus
billetes, entran a la habitación, decorada con las imágenes de los grandes, se desperezan y,
valientemente, se precipitan en la vorágine. Por todas las habitaciones deambulan, hacia
atrás y adelante, de puerta en puerta, los ansiosos de sensaciones fuertes; deambulan, se
aglomeran, se recuestan de rincón en rincón, como si buscaran algo… ¡Qué mezcla de
tribus, rostros, colores y olores! Las damas son rojas, azules, verdes, negras, multicolores,
abigarradas, como las xilografías de tres kopeks…
A estas damas las vimos aquí el año pasado, y el antepasado. Ustedes las verán aquí el
año próximo. Escotes no hay ni uno: y no tienen vestidos, y… no tienen pechos. Y qué
nombres sublimes: Blanche, Mimi, Fanny, Emma, Isabella y… ¡ni una Matrióna, Mávra,
Pelaguéya! ¡Un polvo terribilísimo! Partículas de rubor y de polvo, vapores de alcohol
suspendidos en el aire… Es penoso respirar, y se quisiera estornudar…
***
—¡Qué descortés es usted, hombre!
—¿Yoo? ¡Ah… hum… así! ¡Permítame expresarle en prosa, que nosotros entendemos
muy bien sus ideas femeniles! ¡Permítame proponerle la manita!
—¿Eso a santo de qué? Usted primero preséntese… ¡¡Convide primero con algo!!
Llega volando un oficial, toma a la dama por los hombros y la voltea de espalda hacia
el joven… Al último eso no le gusta… Tras pensar un poco, se da por ofendido, toma a la
dama por los hombros y la voltea hacia sí…
***
A través de la multitud se abre paso un alemán enorme, con una fisonomía estúpida,
borracha; sufre de eructación a oídos de todos; tras él anda a pasitrote un pequeño
hombrecito picado de viruela, que aprieta su mano…
—¡E… ek! ¡Gek!
—¡Agradezco humildemente por el humilde eructo! —dice el hombrecito.
—No es nada… ¡E… ek!
Junto a la entrada de la sala la multitud… En la multitud dos jóvenes mercaderes
gesticulan con las manos afanosamente, y se odian el uno al otro. Uno está rojo como un
cangrejo, el otro pálido. Ambos, por supuesto, están borrachos como una cuba.
—¿Y si por la jeeeta?
—¡¡Asno!!
—Y si… ¡Tú eres el asno! ¡¡Filántropo!!
—¡Degenerado! ¿Por qué gesticulas con las manos? ¡Momio! ¡Y tú eres un momio!
—¡Señores! —se oye desde la multitud una voz femenina—, ¿Acaso se puede
maldecir así delante de las damas?
—¡Y las damas, a los cerdos! ¡El diablo calvo para mí, tus damas! ¡A miles así les doy
de comer! ¡Tú, Kátka, no este… no te metas! ¿Para qué él me ofendió? ¡Pues yo no lo
toqué!
Hacia el joven mercader pálido se acerca volando un petimetre con una corbata
enorme, y lo toma por el brazo.
—¡Mítia! ¡Papá está aquí!
—¿Nnno?
—¡Por Dios! ¡Con Sónka, está sentado a una mesa! ¡Por poco no me vio con sus ojos!
Diablo viejo… ¡Hay que irse! ¡¡Pronto!!
Mítia lanza su última, penetrante mirada al enemigo, lo amenaza con el puño y se
esfuma…
—¡Zvierintiólkin! ¡Ve allá! ¡Ahí Ráiza te busca!
—¡Al diablo con ella! ¡No deseo! Un picaporte parece… Yo otra madame me elegí…
¡Luisa!
—¿Qué te pasa? ¿El cañón ese?
—En eso pues y está, hermano, toda la esencia, en que es un cañón… ¡Al extremo una
mujer! ¡No la abarcas!
***
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La fraulein Luisa está sentada a la mesa. Es alta, gorda, sudorosa y pesada, como
una babosa… Ante ella, en la mesa, una botella de cerveza y el gorro de Zvierintiólkin…
Los contornos del corsé se destacan en su enorme espalda groseramente. ¡Qué bien hace
ella en esconder sus pies y sus manos! Sus manos son grandes, rojas y callosas. Aún el año
pasado vivía en Prusia, donde lavaba los pisos, cocinaba para el herr pastor la
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Biersoupe y hacía de niñera de los pequeños Schmidts, Millers y Schults… Pero al
destino le plugo perturbar su sosiego: ella se enamoró de Fritz, Fritz se enamoró de ella…
Pero Fritz no se puede casar con una pobre, ¡él se llamaría a sí mismo imbécil, si se casara
[38]
con una pobre! Luisa le juró a Fritz amor eterno, y se fue de la querida vaterland a las
frías estepas rusas, a ganar la dote… Y ahora ella cada noche va al Salon. De día hace
cajitas y teje un mantel. Cuando se reúna la sabida suma, ella se irá a Prusia y se casará
con Fritz…
***
[39]
—Si vous n’avez rien à me dire
—se difunde desde la sala…
En la sala es el vocerío… Aplauden a todo el que aparezca en la escena… El
cancancito es pobrecito, malito, pero en las primeras filas hay una salivación de placer…
Échenle una mirada al público en el momento que vociferan: «¡Abajo los hombres!».
¡Denle en ese momento al público una palanca, y éste volteará la tierra! Gritan, vociferan,
chiflan…
—Sssh… sh… sh… —sisea un oficialito a cierta señorita en las primeras filas…
El público protesta frenético contra el siseo, y con los aplausos se estremece toda la
Gran Dmítrovka. El oficialito se levanta, levanta la cabeza y, con importancia, entre
murmullos y rumores, sale de la sala. ¡La dignidad, entonces, la mantuvo!
Truena la orquesta húngara. ¡Qué pitusos son todos estos húngaros, y qué mal tocan!
¡Confunden a su Hungría!
Tras el bufé están parados el mismo señor Kuznietzóv y una madame de cejas negras;
el señor Kuznietzóv está de copero, la madame recibe el dinero. Las copitas son tomadas
con arrebato.
—¡Una cooopita de vodka! ¡Escuche! ¡De vodka!
—¿Arañamos Kólia? ¡Toma, Mujtár!
Un hombre de cabeza pelada mira la copita estúpidamente, se encoge de hombros y,
con exasperación, se traga el vodka.
—¡No puedo, Iván Ivánich! ¡Yo tengo una lesión de corazón!
—¡Déjalo! ¡No le va a pasar nada a tu lesión si tomas!
El joven con la lesión de corazón bebe.
—¡Otra copita!
—No… Yo tengo una lesión de corazón. Yo, así, ya me tomé siete.
—¡Déjalo!
El joven bebe…
***
—¡Hombre! —suplica una muchacha de barbilla afilada y ojos de conejo: ¡convídeme
con una cena!
El hombre hace melindres…
—¡Quiero comer! Una sola ración…
—Te pegaste… ¡Mozo!
Es servido un pedazo de carne… La muchacha come y… ¡cómo come! Come con la
boca, con los ojos, con la nariz…
En el tiro al blanco hay un tiroteo encarnizado… Las tirolesas, sin descansar, cargan
las armas… Y dos tirolesas no son tan feas… A un costado está parado un pintor que pinta
a una tirolesa a bocamanga.
—Hasta pronto… ¡Que estén saludables! —gritan las tirolesas.
Dan las dos… En la sala los bailes. Ruido, vocerío, gritos, chillido, cancán… Un
bochorno terrible… Los descargados se cargan de nuevo en el bufé, y hacia las tres ya está
listo el barullo.
En los gabinetes separados…
¡Por lo demás, vámonos! ¡Qué agradable es la salida! Si yo fuera el dueño del Salon
des varietés, cobraría no por la entrada, sino por la salida…
JUICIO SUMARÍSIMO
(Суд)
La isba del tendero Kuzmá Yegórov. Hace calor y bochorno. Los condenados
mosquitos y las moscas se amontonan, fastidiosos, junto a los ojos y las orejas… Hay una
nube de humo de tabaco; pero no es a tabaco a lo que huele, sino a pescado en salmuera.
Aburrimiento en el ambiente, en las caras, en el zumbido de los mosquitos…
Una gran mesa. Sobre ella, un platillo con cascaras de nuez, unas tijeras, un bote de
ungüento verde, gorras de visera, jarras vacías. Alrededor están sentados el propio Kuzmá
Yegórov, el alcalde, el practicante Ivanov, el sacristán Feofan Manafuilov, el bajo Mijailo,
el compadre Parfenti Ivanich y el guardia Fortunatov, que ha venido de la ciudad y es
huésped de su tía Anisia. A cierta distancia de la mesa se encuentra Serapion, hijo de
Kuzmá Yegórov, que trabaja de barbero en la ciudad y ha llegado a pasar las fiestas con su
padre. Siente una gran desazón, y con mano temblorosa se pellizca el bigotillo. La isba de
Kuzmá ha sido arrendada temporalmente para instalar en ella una enfermería; y en el
zaguán esperan ahora los pacientes. Acaban de traer una aldeana con una costilla rota […].
Tendida a la entrada de la isba, gime y aguarda a que el practicante se digne prestarle
atención. Bajo las ventanas se agolpan los curiosos que han acudido a ver a Kuzmá azotar
a su hijo.
—Todos ustedes dicen que miento —declara Serapion—, y por eso no pienso hablar
demasiado. En el siglo diecinueve, papaíto, las palabras valen poco, porque la teoría,
según saben ustedes, no puede existir sin la práctica.
—¡A callar! —le ordena, riguroso, el padre—. Déjate de cuentos y di dónde has
metido mi dinero.
—¿Su dinero? ¡Ejem!… Usted es lo bastante discreto para comprender que no he
tocado su dinero. No es para mí para quien guarda sus billetes. Y no me gusta pecar…
—Debiera usted ser franco, Serapion Kuzmich —le alecciona el sacristán—. ¿Por qué
cree que le interrogamos? Queremos convencerle, colocarle en el buen camino… Su papá
no desea otra cosa que su beneficio… Por eso nos ha pedido que vengamos… Sea sincero.
¿Quién no ha pecado en este mundo? ¿Ha cogido usted los veinticinco rublos que su padre
tenía en la cómoda, o no los ha cogido?
Serapion escupe hacia un lado y no dice una palabra.
—¡Habla! —vocifera Kuzmá Yegórov descargando un puñetazo en la mesa—, ¡Dinos
de una vez si has sido tú o no has sido!
—Como ustedes quieran. No voy a meterme en discusiones…
—En discursiones —le corrige el guardia.
—Bueno, pues en discursiones. Quedaré yo por ladrón. Pero hace usted mal en
gritarme de esa manera, papaíto. Tampoco hay razón para aporrear la mesa: por mucho
que le pegue usted no conseguirá hundirla en tierra. Nunca he cogido dinero suyo, y si
alguna vez lo cogí fue por necesidad… Soy una persona viviente, un sustantivo animado,
y necesito dinero. No soy una piedra.
—Si necesitas dinero, ve y gánalo en vez de quitarme el mío. No eres mi único hijo.
¡Sois siete!
—Lo comprendo sin que me lo diga; pero, como muy bien sabe usted, no puedo ganar
lo necesario a causa de mi poca salud. Tendrá usted que responder ante Dios Nuestro
Señor por haberme echado en cara un mendrugo de pan.
—¿Poca salud, dices? Para el oficio que tienes… Pelar cabezas y rapar barbas… Pero
tú hasta de eso huyes.
—¿Qué oficio es el mío? ¿Es acaso, una profesión? Ni es oficio ni beneficio. Y mi
propia educación no me permite vivir de él.
—Se equivoca usted, Serapion Kuzmich —replica el sacristán—. Su trabajo es
respetable y tiene mucho de espiritual, porque lo realiza en una capital de provincia,
pelando y afeitando a personas instruidas y nobles. Hay hasta generales que no desprecian
su oficio…
—De los generales, si ustedes quieren, puedo contarles yo mismo más de cuatro cosas.
El practicante Ivanov está bebido.
—Según nuestro criterio médico —interviene—, tú eres una friega de aguarrás y nada
más.
—Ya conocemos la medicina de usted… Permítame que le pregunte: ¿quién fue el que
el año pasado estuvo a punto de hacerle la autopsia a un albañil borracho en lugar de
hacérsela a un cadáver? Si no se despierta, lo abre usted en canal… ¿Y no es usted quien
mezcla el aceite de castor con aceite de linaza?
—En la medicina, es imprescindible…
—¿Y por qué se fue Malania al otro mundo? Le dio usted un purgante, luego un tónico
y después otro purgante. Ni que decir tiene: reventó la pobre. Usted no debiera curar
personas, sino perros. Y perdone la franqueza.
—A Malania, que Dios la tenga en su santa gloria —le ataja el padre—. Que Dios la
tenga en su gloria. No fue ella la que robó el dinero, ni estamos hablando de ella. A ver,
dime tú: ¿se lo has llevado a Aliona?
—¡Ejem!… ¿A Aliona? Vergüenza debiera darle mentarla en presencia del clero y del
señor gendarme.
—Muy bien, muy bien, pero dime: ¿te llevaste el dinero o no te lo llevaste?
El alcalde se levanta, enciende un fósforo sobre su rodilla y lo acerca respetuosamente
a la pipa del guardia.
—¡Puuuf! —se enoja éste—. Me has llenado de azufre la nariz…
Después de encender, el mantenedor del orden se levanta de su asiento, se aproxima a
Serapion, y, mirándole fijamente, lleno de cólera, le grita con voz de trueno:
—¿Quién eres tú? ¿Qué viene a ser esto? ¿Por qué sales con ésas? ¿Eh? ¿Qué significa
todo esto? ¿Por qué no contestas? ¿Insubordinación? ¿Te apoderas del dinero ajeno?
¡Silencio! ¡Contesta! ¡Habla! ¡Responde!
—Si puede…
—¡Acallar!
—Si puede… ¡hable más bajo! Si acaso… ¡No crea que le temo! ¡Presume usted
demasiado y no es más que un imbécil! Si acaso mi padre quiere martirizarme, estoy
dispuesto… ¡Tortúrenme! ¡Azótenme!
—¡Silencio! ¡¡A caaa-llar!! Ya sé lo que piensas. ¿Eres un ladrón, o qué eres?
¡Silencio! ¿Delante de quién estás? ¡Cállate esa boca!
—Conviene aplicarle un castigo —suspira el sacristán—. Ya que no quiere aliviar su
culpa confesando, habrá que azotarle, Kuzmá Yegórov. Creo que es necesario.
—Zurradle —interviene el bajo Mijailo con voz tan lúgubre que todos se asustan.
—Por última vez: ¿has sido tú, o no? —le pregunta Kuzmá Yegórov.
—Como ustedes quieran. Atorméntenme. Aquí me tienen dispuesto…
—¡Azotadlo! —dicta Kuzmá su sentencia y, rojo como la grana, sale de detrás de la
mesa.
El público se agolpa sobre las ventanas. Los enfermeros se apiñan junto a la puerta
alargando el cuello. Hasta la mujeruca de la costilla quebrada levanta la cabeza.
—Tiéndete —ordena Kuzmá Yegórov a su hijo.
Serapion se despoja de la chaquetilla, se persigna y, resignado, se tiende en el banco.
—Martirícenme —dice.
Kuzmá Yegórov se quita el cinturón, contempla al público unos instantes, como en
espera de que alguien le ayude, y acto seguido comienza el castigo.
—¡Uno, dos tres! —Mijailo va contando los azotes—. ¡Ocho, nueve!
El sacristán, de pie en un rincón, los ojillos fijos en el suelo, hojea un libro.
—¡Veinte, veintiuno!
—¡Basta! —decide Kuzmá Yegórov.
—¡Más, más! —gruñe el guardia Fortunatov—. ¡Dale más! ¡Zúrrale fuerte! ¡Así, así!
—Creo que debieran darle unos azotes más —opina el sacristán, dejando de hojear el
libro.
—¡Hay que ver! ¡Ni una queja! —se asombra el público.
Los enfermos abren paso. La mujer de Kuzmá Yegórov penetra en la habitación.
Crujen, al andar, sus enaguas almidonadas.
—Kuzmá —se dirige al marido—, ¿qué dinero es este que he encontrado en tu
bolsillo? ¿No será el que buscabas?
—El mismo… Levántate, Serapion. Ha aparecido el dinero. Me lo metí ayer en el
bolsillo, y luego se me olvidó…
—¡Dale más! —sigue mascullando Fortunatov— ¡Zúrrale! ¡Asi!
—El dinero ha aparecido. Levántate.
Serapion se incorpora, se pone la chaquetilla y se sienta junto a la mesa. Sigue un largo
silencio. El sacristán, desconcertado, se suena en el pañuelo.
—Dispensa por lo ocurrido —murmura Kuzmá Yegórov dirigiéndose a su hijo— No
lo tomes a mal… ¿Quién diablos iba a imaginarse que aparecería? Perdona…
—No tiene importancia… Ya estamos acostumbrados… No se apuren… Siempre me
verán dispuesto a soportar cualquier tormento…
—Toma, bebe un poco… Te aliviará…
Serapion bebe, levanta orgulloso su naricilla y sale de la isba como un héroe. Y el
guardia Fortunatov, rojo, con los ojos saltones, sigue largo tiempo dando vueltas por el
patio y repitiendo:
—¡Dale más! ¡Zúrrale! ¡Así!
LA OFICINA DE ANUNCIOS DE ANTOSHA CH.
(Контора объявлений Антоши Ч.)
Para comodidad de los sres. que publican alquiló en El espectador, por 1881, una
sección para la inclusión de propaganda y publicaciones de diverso género.
[40]
El artel
de revendedores teatrales
Por medio de ésta tiene el honor de informar que, para comodidad del público, escogió
como sede una taberna, cerca del teatro. En vista de la próxima llegada de la célebre Sarah
Bernhardt, hizo un acuerdo con quien se debe, y presta servicios.
Doctor Chertolóbov
Especialista en afecciones femeninas, masculinas, infantiles, de pecho, de columna, de
cuello, de nuca y muchas otras. Recibe diariamente desde las 7 de la mañana hasta las 12
de la noche. A los pobres los cura el 30 de febrero, 31 de abril y 31 de junio gratis, y el 29
de febrero con gran descuento. Molchánovka, pas. Gávrikov, casa propia.
En la librería Tiempo nuevo salieron a la venta los siguientes libros:
En estado interesante, novela en 4 p., de Marskói
[41]
. Precio 5 r. 23 k. En memoria del
[42]
doc. Debay , folleto, de él mismo.
[43]
Pocilga de puercos, instalación de ésta y de sus habitantes, obr. del rétor Ev. Lvov .
Yo no estuve en el aniversario, poema lírico de él mismo. ¡Hacia allá le es el camino!,
[44]
oda del jesuita Tarakánchik y de su pipiólo Zitósich . P. 30 k.
En las nubes, novela de Andréi Piechérskii en 14 p. (Continuación de En las montañas
y En los bosques).
Los gaceteros y el compadreo, obr. de un redactor quemado. Diccionario eslavófilo[45]
ruso. 40 000 palabras necesarias para la lectura de Rusia .
¡¡¡Diez por ciento!!!
de los 10 000 de ganancia anual de los sres. médicos, deseosos de entrar conmigo en
comisión.
Maestro de oficios sepulcrales Chériepov
Se tienen listos ataúdes de todas las clases posibles. Para los moribundos al por mayor
hay descuento. Ruego a los sres. moribundos protegerse contra las falsificaciones.
Se necesita cocinera
sobria, que sepa lavar, y que solo no colabore en La hojita. Gran Ordínka, pas.
Zamoskvoriétzkii, c. del alférez Niegodiáev.
Triquina sin embutido
se puede adquirir en el almacén del mercader Majamiétov, en cualquier hilera.
Abogado judicial I. N. Moshénnikov
lleva causa. En caso de sentencia acusatoria propone fianza. Perdida toda esperanza de
casarme vendo mi dote. ¡Yegómshka!, ¡ven, tómame! Señorita Nievínnova.
Vidente del bulevar Zvietnói
tiene el honor de informar a los sres. redactores que ella sabe cuántos suscriptores
tiene y cuántos tendrá cualquier revista en el próximo año 1882. Pago por palabra: un
rublo.
Ejecutores testamentarios del mercader Visliáev
tienen el honor de informar que los 10 rublos, dejados por el finado para entrega a
aquél, que escriba una comedia imposiblemente estúpida, han sido entregados el 15 de
[46]
noviembre al autor de la comedia La ciudad se anula .
Los mil ciento cuarenta y cuatro editores de La gaceta rusa informan con profundo
pesar a sus tíos, tías, lectores y colaboradores sobre la irreversible defunción de su amada
[47]
criatura, La gaceta rusa , ocurrida tras larga y penosa corrupción. Funerales, por
carencia de benefactores, no habrá. El cuerpo de la finada ha sido entregado al anfiteatro
anatómico. La autopsia reveló atrofia del cerebro y muerte por inanición. Los despojos
mortales han sido mojados en alcohol y enviados, como preparado, a la sección secreta del
museo de Winkler, en el bulevar Zvietnói.
[48]
En el museo de Winkler , en el bulevar Zvietnói, además de toda clase de tonterías
de los países del Viejo y el Nuevo mundo, se exponen aun las siguientes rarezas:
1) Carroza teatral, construida en 1343. Incluye 26 bailarinas, 8 padres nobles y 5
viejas cómicas. No sirve para nada, pero es majestuosa. La parte superior la rompió la
semana pasada, antes del ensayo, un gorrión que se posó en la carroza, para aprovecharse
de la guata que cae del gorro del cochero.
2) Dos caballos teatrales, enganchados a la mencionada carroza, de pelaje indefinido,
sin crin, sin cola, con patas de tornillo. Uno tiene 84 años, el otro 67. En uno de ellos, en
1812, fue hecho prisionero el general francés, marqués Blanmange[49]. Se alimentan de
paja y malas hierbas. Dicen que son los mejores caballos teatrales. Para las carreras apenas
sirven… Aman el asunto teatral, y (¡¡oh, equina simplecitas!!)[50] se consideran miembros
activos de la corporación artística.
3) Retrato del jesuita Zitóvich con ropa de monje. La boca abierta y la mano derecha
imponentemente levantada. Bajo él la inscripción: «Veni, vidi, non vinci[51]», agarré y…
por supuesto, me fui. «Homo maximissimus[52]».
4) Apolo del Belvedere. Joya del arte. Adquirido por 10 000 rub. Tomando en cuenta
que nuestro museo es visitado por mesdames, mesdemoiselles y jóvenes menores de 25
años, nosotros, en vista de la moralidad, por consejo del sr. inspector de la escuela de
pintura, vestimos la estatua de frac. Vistió Age, cilindro de Posch y calzado de Lvov.
5) Red, con la que sedujo el perverso Antonio a la hermosa Cleopatra.
6) Rata blanca (stultum animal[53]), de 1 ¼ pies de tamaño. Raro ejemplar. Hallado en
1880 en un bollo horneado por Filippov[54]. Preparado en alcohol. Novedad para los
zoólogos jóvenes.
Dentista Lampenmac
Enseña al público los dientes. Pas., Ajajáevskii, casa n.° 35 ½.
ESTO Y AQUELLO
(POESÍA Y PROSA)
(И то и ce. Поэзия и проза)
Un hermoso mediodía helado. El sol juega en cada copo de nieve. No hay nubes ni
viento.
En un banco del bulevar está sentada una pareja.
—¡Yo la amo! —susurra él.
En las mejillas de ella juegan cupidos rosados.
—¡Yo la amo! —continúa él…—. ¡Al verla por primera vez, entendí para qué vivo, y
conocí el fin de mi vida! ¡La vida con usted, o la inexistencia absoluta! ¡Querida mía!
¡María Ivánovna! ¿Sí o no? ¡María! María Ivánovna… La amo… Mániechka…
¡Responda, o moriré pues! ¿Sí o no?
Ella levanta hacia él sus ojos grandes. Le quiere decir «sí». Abre su boca.
—¡Ah! —grita ella.
Por los cuellos blancos como la nieve de él, pasándose la una a la otra, corren dos
grandes chinches… ¡¡Oh, horror!!
***
«Querida mámienka —escribía cierto pintor a su mámienka—. ¡Voy a verla! ¡El jueves
por la mañana voy a tener la dicha de apretarla contra mi pecho lleno de amor! Para
alargar la dulzura del encuentro llevo conmigo… ¿A quién? ¡Adivine! ¡No, no adivinará,
mámienka! ¡No adivinará! ¡Yo llevo conmigo al milagro de la belleza, a la perla del arte
humano! Llevo (veo su sonrisa) ¡al Apolo del Belvedere!».
«¡Querido Kóliechka! —respondió la mámienka—. Me alegro mucho de que vengas.
¡Qué Dios te bendiga! ¡Ven solo, y al señor del Belvedere no lo traigas contigo, para
nosotros mismos no hay qué comer!».
***
El aire está lleno de fragancias que disponen a la ternura: huele a lila, a rocío, canta el
ruiseñor, brilla el sol… y demás.
En el jardín urbano, en un banquito, bajo una ancha acacia, está sentado un estudiante
de gimnasio de octavo grado, con un uniforme nuevecito, los lentes en la nariz y los
bigotitos. A su lado una bonita.
El estudiante la tiene de la mano, tiembla, palidece, se sonroja y susurra palabras de
amor.
—¡Oh, yo la amo! ¡Oh, si usted supiera cómo la amo!
—¡Y yo lo amo! —susurra ella.
El estudiante la toma por el talle.
—¡Oh vida! ¡Qué buena eres! ¡Me ahogo, me asfixio de felicidad! Tenía razón Platón,
al decir que… ¡Sólo un beso! ¡Olia! ¡Un beso, y nada más en el mundo!
Ella, con languidez, baja los ojos… ¡Oh, y ella ansia un beso! Los labios de él se
acercan a los labios rosados de ella… El ruiseñor canta aún más fuerte…
—¡Vaya a clase! —se oye un tenor trémulo sobre la cabeza del estudiante.
El estudiante levanta la cabeza, y por ésta se desliza el kepis… Ante él está el
inspector…
—¡Vaya a clase!
—Gulp… ¡Ahora es el recreo grande, Alexánder Fiódorovich!
—¡Vaya! ¡Usted ahora tiene lección de latín! ¡Se quedará hoy por dos horas!
El estudiante se levanta, se pone el kepis y va… va y siente en su espalda los ojos
grandes de ella… Tras él va a pasitrote el inspector…
***
En la escena dan Hamlet.
—¡Ofelia! —grita Hamlet—. ¡Oh, ninfa!, recuerda mis pecados…
—¡Se le desprendió el bigote derecho! —susurra Ofelia.
—Recuerda mis pecados… ¿Ah?
—¡Se le desprendió el bigote derecho!
—¡Maaaldición! en tus santas plegarias…
***
Napoleón I invita a la marquesa de Schally a un baile en palacio.
—¡Yo vendré con mi esposo, su alteza! —dice Madame Schally.
—Venga sola —dice Napoleón—. A mí me gusta la buena carne sin mostaza.
ESTO Y AQUELLO (cartas y telegramas)
(CARTAS Y TELEGRAMAS)
(И то и ce. Письма и телеграммы)
Telegrama
Toda la semana bebo a la salud de Sara. ¡Maravilloso! Parada, se muere. Lejos están
los nuestros de los parisinos. Estás sentado en la butaca como en el paraíso. A Mánka una
reverencia. Petróv.
***
Telegrama
Al teniente Yegórov. Ve y toma mi billete. No iré más. Una tontería. Nada particular.
Sólo se perdió el dinero.
***
Del doctor en medicina Klopson al doctor en medicina Ferfluchterschwein
¡Colega! Ayer vi a S. B. Su pecho está paralítico, plano. Sus esqueletos óseo y
muscular están desarrollados no de modo satisfactorio. Su cuello es hasta tal punto largo y
delgado, que se ven no sólo las venae jugulares, sino hasta la arteriae carotides. Los
musculi sterno-cleido-mastoidei apenas se advierten. Sentado en la segunda fila, oía los
ruidos anémicos de sus venas. Tos no tiene. En la escena la arroparon, lo que me dio
motivo para concluir que tenía fiebre. Constato anaemia y atrophia musculorum. Es
notable. Sus glándulas lacrimosas responden a los estímulos de la voluntad. Las lágrimas
goteaban de sus ojos, y en su nariz se advertía la hiperemia cuando, de acuerdo a las leyes
teatrales, tenía que llorar.
***
De Nadia N. a Katia J.
¡Querida Katia! Ayer estuve en el teatro y vi allí a Sara Bimar. ¡Ah Kátiechka, cuántos
brillantes tiene! Yo toda la noche lloré por la idea, de que nunca tendré tantos brillantes.
Sobre su vestido lo trasmitiré en palabras… Cómo quisiera ser Sara Birnar. ¡En la escena
bebían champán verdadero!, muy extraño Katia, yo hablo francés perfectamente, pero no
entendía nada de lo que hablaban los actores en la escena, hablaban como que distinto. Yo
estaba sentada… en la galera, mi anormal no pudo conseguir otro billete. ¡Anormal!,
lamento que el sábado estuve fría con S., él me hubiera conseguido en la platea. S., por un
beso, está dispuesto a todo. Para hacer rabiar al anormal, mañana mismo vendrá a casa S.,
nos conseguirá billete a ti y a mí.
Tuya, N.
***
Del redactor al colaborador
¡Iván Mijáilovich! ¡Pero esto es una puercada! Andorrea cada noche al teatro con el
billete de la redacción, y al mismo tiempo no aporta ni una línea. ¿Qué espera pues? Hoy
Sarah Bernhardt es la sensación del día, hoy hay que escribir sobre ella. ¡Apúrese, por
Dios!
Respuesta: Yo no sé qué escribirle. ¿Elogiarla? Esperemos por ahora a ver qué
escriben los otros. El tiempo no se irá.
Suyo, J.
Estaré hoy en la redacción. Prepare el dinero. Si le da lástima el billete, pues mande
por éste.
***
Carta de la Sra. N. a ese mismo colaborador
¡Usted es una almita, Iván Mijáilich! Gracias por el billete. A Sara me cansé de verla,
y le ordeno elogiarla. ¡¿Pregunte en la redacción, si mi hermana puede ir hoy al teatro con
los billetes de la redacción?! Muchísimo me obligará.
Reciba, y demás.
Suya, N.
Respuesta: Se puede… con pago, por supuesto. El pago no es grande: permiso para
presentarme en su casa el sábado.
***
De la esposa al redactor
Si no me envías hoy el billete para Sarah Bernhardt, pues no vengas a casa. Para ti,
entonces, tus colaboradores son mejores que tu esposa. ¡Que esté yo hoy en el teatro!
***
Del redactor a la esposa
¡Mátushka! ¡Siquiera tú no te metas! ¡Yo sin ti no tengo adonde voltear la cabeza con
esta Sara!
***
Del librito de apuntes del acomodador
Ahora dejé entrar a cuatro. Catorce rub.
Ahora dejé entrar a cinco. Quince r.
Ahora dejé entrar a tres y a una madame. Quince rub.
***
… Bueno que no fui al teatro y vendí mi billete. Dicen que Sarah Bernhardt actuó en
lengua francesa. De todas formas, no hubiera entendido nada…
Mayor Kovalióv
***
¡Mítia! Hazme el favor, ruégale de algún modo más suave a tu esposa para que, al
sentarse con nosotros en el palco, se maraville en voz más baja con los vestidos de Sarah
Bernhardt. En el pasado espectáculo susurraba en voz tan alta, que yo no oía de qué se
hablaba en la escena. Ruégale, pero más suave. Muchísimo me obligarás.
Tuyo, U.
***
Del eslavista J. al hijo
¡Hijo mío! Yo abrí mis ojos y vi el signo de la perversión… Miles de personas rusas,
ortodoxas, que hablaban de la unión con el pueblo, iban en multitudes al teatro y ponían su
oro a los pies de la hebrea… Liberales, conservadores…
***
¡Almita! Aunque me polvorees la ranita con azúcar, de todas formas no me la voy a
comer…
Sobakiévich.
EL PECADOR DE TOLEDO
(TRADUCCIÓN DEL ESPAÑOL)
(Грешник из Толедо. Перевод с испанского)
«А la persona que indicare el paradero de la bruja llamada Maria Espalanzo o la
presentare viva o muerta ante el Tribunal, le será concedida indulgencia plenaria».
Así rezaba un anuncio firmado por el obispo de Barcelona y por cuatro jueces en uno
de aquellos días lejanos que han dejado huellas imborrables en la historia de España y
acaso de la humanidad entera.
Toda Barcelona leyó el anuncio. Comenzaron las pesquisas. Fueron aprehendidas
sesenta mujeres, que tenían algún parecido con la «bruja» en cuestión. Se dio tormento a
los familiares de todas ellas… Existía la creencia, hoy ridícula, pero entonces profunda, de
que las brujas poseían la facultad de convertirse en gatos, en perros y en otros animales,
siempre de color negro. Se contaba que, a menudo, algún cazador que llevaba como trofeo
la garra de un animal que le había atacado, llegaba a casa y, al abrir el zurrón, encontraba
una mano ensangrentada en la cual reconocía la de su mujer. La población de Barcelona
exterminó a todos los gatos y perros negros; pero entre sus inútiles víctimas no apareció
María Espalanzo.
Era María hija de un gran comerciante barcelonés. De su padre, francés de origen,
había heredado la despreocupación gala y la infinita alegría que tanto adorna a las
francesas; y de su madre, hispana, un cuerpo típicamente español. Hermosa, siempre
contenta, inteligente, dedicada por entero a la jovial ociosidad de su tierra y a las artes, no
había derramado una lágrima a los veinte años. Era feliz como un niño. El mismo día en
que cumplió la veintena se casó con el marino Espalanzo, conocido en toda Barcelona,
muy guapo y, al decir de la gente, uno de los nombres más instruidos de España. Se casó
por amor. Su marido, que le había jurado matarse si no la hacía feliz, la amaba con locura.
Un día después de la boda, la suerte de la joven fue decidida.
Al atardecer salió de su nueva casa, para ir la de su madre; y se perdió en la ciudad.
Barcelona es grande; y no todos sus vecinos sabrían indicar el camino más corto de un
punto a otro. María se tropezó con un joven fraile.
—¿Me hace el favor de decirme cómo se va a la calle de San Marcos? —le preguntó.
El fraile se detuvo y, con aire pensativo, se puso a mirarla… Ya se había ocultado el
sol. La luna lanzaba sus fríos rayos sobre el bello rostro de la joven. ¡Por algo los poetas,
cantando a las mujeres, recuerdan a la luna! Bañada por su luz, una cara femenina es mil
veces más bonita. La abundante cabellera negra de María caía sobre sus hombros y sobre
su pecho, jadeante por el rápido andar. Al tratar de recogerse el pelo en el cuello, María
mostró el antebrazo hasta el codo…
—¡Por la sangre de San Jenaro, juro que eres una bruja! —exclamó el fraile
inopinadamente.
—Si no fueses un religioso, creería que estabas borracho —replicó ella.
—¡Tú eres bruja!
Y el fraile murmuró entre dientes misteriosos exorcismos.
—¿Dónde está el perro que acaba de pasar ante mí? —continuó—. Ese perro se ha
convertido en ti. ¡Yo lo he visto!… Aunque no tengo aún veinticinco años, he descubierto
ya a cincuenta brujas. Tú haces cincuenta y una. Soy Agustín…
Dicho esto, se santiguó; y, dando la vuelta, se perdió de vista.
María tenía noticia de Agustín… Sus padres le habían hablado mucho de él. ¡Se le
conocía como el más celoso exterminado!— de las brujas y como autor de un libro muy
sabio en el que maldecía a las mujeres y abominaba de los hombres por haber nacido de
ellas. Cosa de quinientos metros más adelante, María volvió a encontrarse con Agustín.
Del portal de una gran casa que ostentaba un largo letrero en latín, salieron cuatro figuras
negras, que la dejaron pasar y la siguieron. Una era la de Agustín. Las cuatro sombras
fueron tras ella hasta su propia casa.
A los tres días, un hombre vestido de negro, carirredondo y afeitado, probablemente
juez, se presentó en casa de Espalando y ordenó al marino que compareciese sin dilación
ante el obispo.
—Tu mujer es bruja —declaró éste.
Espalanzo palideció.
—Da gracias a Dios —prosiguió el obispo—. Un ser que posee el precioso don de
descubrir en la gente el espíritu del mal nos ha abierto los ojos a nosotros y a ti. Vio a tu
mujer convertirse en un perro negro y al perro convertirse luego en tu mujer…
—¡No es una bruja! ¡Es… mi esposa! —tartamudeó Espalanzo completamente
abatido.
—¡Ésa no puede ser la esposa de un católico! ¡Es la esposa de Satanás! ¿No has
advertido hasta ahora, infeliz, que te ha traicionado en más de una ocasión para entregarse
al espíritu maligno? Corre a tu casa y tráenosla…
El obispo era persona sumamente docta. Descomponía la palabra femina en dos
vocablos latinos: fe y minus, haciendo resaltar que la mujer tiene menos fe…
Espalanzo, lívido como un cadáver, salió del palacio episcopal mesándose los cabellos.
¿Dónde y cómo iba a demostrar ahora que María no era bruja? ¿Quién se atrevería a
contradecir lo que asegurasen los frailes? Toda Barcelona se convencería de que su mujer
era una bruja. ¡Toda Barcelona! No había cosa más fácil que hacer creer un infundio a la
gente ingenua. Y todos los españoles, a juicio de Espalanzo, eran de una gran ingenuidad.
—No hay gente más cándida que los españoles —le había dicho su padre, médico de
profesión, en el momento de morir— No les hagas caso ni creas en lo que creen ellos.
Espalanzo creía lo mismo que los españoles; pero no dio crédito a las palabras del
obispo. Conocía perfectamente a su esposa y sabía que si las mujeres se hacían brujas, esto
era tan sólo en la vejez…
—¡Los frailes quieren quemarte, María! —anunció a su mujer, apenas llegó a casa—.
Dicen que eres bruja y me han ordenado que te lleve allí… Escucha, amor mío: si
verdaderamente eres lo que afirman, conviértete en gato negro y márchate con Dios. Y si
no encierras en tu cuerpo el espíritu del mal, ¡no te entregaré a los frailes! Te cargarían de
cadenas y no te dejarían dormir hasta que hicieras una declaración falsa contra ti misma.
¡Si eres bruja, huye!
María no se convirtió en gato negro ni huyó… Hecha un mar de lágrimas, se puso a
implorar el auxilio de Dios.
—Oye, María —dijo el marino a su joven esposa—: Mi difunto padre decía que pronto
llegará la hora en que la gente se reiría de quienes creen en la existencia de las brujas. Mi
padre era ateo; pero nunca mintió. Por eso creo que lo procedente es ocultarte en algún
sitio y esperar que llegue esa hora… Es muy sencillo: en el puerto están reparando el
barco de mi hermano Cristóbal. Te esconderé allí; y no saldrás hasta que llegue la época
de que hablaba mi padre… Él aseguraba que sería pronto.
Por la tarde ya estaba María oculta en la bodega del barco; y, temblando de frío y de
miedo, ponía oído al rumor de las olas y esperaba ansiosa el imposible milagro del
advenimiento de la hora prometida por su suegro.
—¿Dónde está tu mujer? —preguntó el obispo a Espalanzo.
—Se volvió gato y huyó de mi casa —mintió aquél.
—Lo esperaba y lo predije. Pero no importa. La encontraremos. Es muy grande la
virtud de Agustín. ¡Una gracia milagrosa! Vete con Dios y no se te ocurra volver a casarte
con una bruja. Ha habido casos en que los espíritus malignos se han trasladado de las
mujeres a los maridos… El año pasado quemamos a un católico piadoso que, por contacto
con una mujer impura, entregó su alma a Satanás… Puedes marcharte.
María permaneció mucho tiempo en el barco. Su marido la visitaba todas las noches y
le llevaba lo necesario para subsistir. Pasó un mes, pasaron dos, tres… Y la ansiada época
sin llegar… Llevaba razón el padre de Espalanzo; pero unos cuantos meses son poca cosa
para desterrar los prejuicios que, por estar muy arraigados, necesitan siglos. María,
acostumbrada ya a su nueva vida, comenzaba a reírse de los frailes, a los que llamaba
cuervos… Y hubiera vivido mucho más, e incluso se hubiera ido con el buque reparado —
como proponía Cristóbal— a cualquier otro país, lejos de la obcecada España, de no haber
ocurrido una desgracia horrible e irreparable.
El anuncio del obispo, que corría de mano en mano por Barcelona y había sido pegado
en todas las plazas y en los mercados, llegó también a poder de Espalanzo, que quedó
meditabundo al leer la promesa de una indulgencia plenaria.
—¡Qué felicidad poder lograrla! —suspiró.
Espalanzo se consideraba un gran pecador. Pesaban sobre su conciencia numerosos
delitos por los cuales habían muerto en la hoguera o en el tormento muchos católicos.
Había vivido en Toledo siendo joven. Por aquel entonces, era Toledo el punto de atracción
de magos y hechiceros… En los siglos XII y XIII, las matemáticas florecían allí más que en
ninguna parte de Europa. De las matemáticas a la magia sólo había un paso en las
ciudades españolas… Espalanzo, dirigido por su padre, también se había dedicado a la
magia: disecaba animales y recogía hierbas enigmáticas… Una vez machacó algo en un
almirez; y, de pronto, salió de él, con gran estruendo, el espíritu del mal en forma de llama
azulina. La vida en Toledo consistía en una sucesión constante de pecados parecidos.
Espalanzo, que se marchó de aquella ciudad al morir su padre, no tardó en experimentar
horribles remordimientos de conciencia. Un viejo y docto monje le advirtió que
semejantes faltas sólo podrían perdonársele mediante alguna proeza extraordinaria. Por
lograr el perdón, librando su alma del recuerdo de la bochornosa vida de Toledo y
salvándose del infierno, Espalanzo hubiera hecho cualquier cosa: hubiera dado la mitad de
su hacienda si se hubieran vendido indulgencias en la España de entonces; y hubiera
hecho una peregrinación a los Santos Lugares, de no habérselo impedido sus negocios.
«Si no fuera mi mujer, la entregaría», pensó al leer el anuncio del obispo.
La idea de que le bastaba pronunciar una palabra para obtener la indulgencia no se le
iba del cerebro, produciéndole una desazón continua, día y noche… Amaba a su mujer; la
amaba con pasión… A no ser por aquel amor, por aquella flaqueza tan despreciada pollos
monjes y aun por los doctores de Toledo, quizá se decidiera a delatarla… Espalanzo
mostró el anuncio a su hermano Cristóbal.
—Yo la entregaría —dijo éste— si fuera bruja y no fuese tan hermosa…
Evidentemente, la indulgencia supone una gran cosa. Pero tampoco perderemos nada si
esperamos a que María se muera y entonces les damos su cadáver a esos cuervos. Que la
quemen muerta. Así no sufrirá. Ella morirá cuando seamos viejos. Y, precisamente, en la
vejez es cuando necesitaremos el perdón de los pecados…
Así diciendo, Cristóbal soltó una carcajada y dio a su hermano una fuerte palmada en
el hombro.
—Es que yo puedo morirme antes que ella —objetó Espalanzo—, ¡Por Dios que la
entregaría si no fuese su marido!
Una semana después, Espalanzo se paseaba por la cubierta del barco murmurando
entre sí:
—¡Oh, si estuviera muerta! ¡Viva no la entregaré jamás! Pero muerta sí que la
entregaría… Engañaría a todos esos cuervos viejos; y me darían la absolución…
Y el estúpido de Espalanzo envenenó a su pobre esposa…
El cadáver de María fue conducido ante los jueces y quemado en la hoguera.
Espalanzo consiguió el perdón de los pecados de Toledo… Le perdonaron el haber
aprendido a curar a los hombres y el haberse dedicado a una ciencia que, posteriormente,
recibió el nombre de química. El obispo elogió su proceder y le regaló un libro del que era
autor. El sabio prelado decía en su obra que los demonios preferían introducirse en las
mujeres de pelo negro porque el negro era el color de los demonios.
PREGUNTAS ADICIONALES
(PARA LAS TARJETAS PERSONALES DEL CENSO ESTADÍSTICO
PROPUESTAS POR ANTOSHA CHEJONTÉ)
(Дополнительные вопросы к личным картам статистической переписи,
предлагаемые Антошей Чехонте)
16) ¿Es usted una persona inteligente o estúpida?
17) ¿Usted es una persona honrada?, ¿un estafador?, ¿un bandido?, ¿un canalla?, ¿un
abogado o?
[56]
18) ¿Qué folletinista le viene más de alma? ¿Suvórin? ¿Búkva[55]? ¡Amicus !
[57]
[58]
¿Lukín ? ¿Yúlii Shreyer o?
[59]
19) ¿Es usted Josefo
o Calígula[60]6? ¿Susana[61] o Nana[62]?
20) ¿Su esposa es rubia?, ¿trigueña?, ¿castaña?, ¿pelirroja?
21) ¿Le pega a usted su esposa o no? ¿Usted le pega o no?
22) ¿Cuántas libras pesaba usted cuando tenía diez años?
23) ¿Bebidas alcohólicas, consume?, ¿sí o no?
24) ¿En qué pensaba usted la noche del censo?
25) ¿A Sarah Bernhardt, la vio?, ¿no?
PROPAGANDAS Y ANUNCIOS CÓMICOS
(INFORMÓ ANTOSHA CHEJONTÉ)
(Комические рекламы и объявления. Сообщил Антоша Чехонте)
Declaración del dentista Walter
A mi conocimiento ha llegado que mis pacientes toman al recién llegado dentista
Walter por mí, y por eso tengo el honor de informar que yo vivo en Moscú, y mego a mis
[64]
pacientes no mezclarme con Walter[63]. No es él Walter , sino soy yo Walter. Pongo
dientes, vendo una tiza triturada inventada por mí para la limpieza de los dientes, y tengo
el letrero más grande. Las visitas las hago de corbata blanca.
Dentista junto a la casa de fieras de Winkler, Walter.
En la librería de Léujin se venden los siguientes horribles libros:
Manual autodidáctico de amor ardiente, o ¡Ah, tú, cerdo! Obra de Idiótov, precio 1 r.
80 k.
Cartas completas. Obra del doctor en blasfemia, Mierzávziev, p. 4 r.
Secretos secretos del amor secreto, o Cartera de placeres amorosos, p. 5 r.
Diccionario de todas las palabras indecentes usadas en todos los países del mundo, p. 7
r.
Apuntes de un calcetín femenino, o ¡Ay de la inocencia! p. 1 r. 50 k.
Método para pervertir, seducir, corromper, encender y demás. Libro de cabecera para
jóvenes. Precio 6 r. por 4 tomos.
Los secretos de la naturaleza o ¿Qué es el amor? Libro para niños menores de edad
con polytypages[65] en el texto, p. 3 r. 50 k.
A los dados de alta un 25% de descuento. Los compradores por más de 50 r., reciben
gratis 50 tarjetitas fotográficas y una llavecita de reloj con panorama.
Abierta la suscripción del año 1882
para el gran semanal, político, literario, comercial y asombroso periódico.
La gaceta de las novedades y de la bolsa
editada por los accionistas de la sociedad, con un capital básico de 3 000 000 de mar.
fin. o cerca de 1200 r., repartidos en 3000 acciones de 1000 m. f. cada una.
La gaceta de las Novedades tiene:
[66]
dos fábricas de papel propias, un redactor muy ingenioso propio , una tipografía
propia, una librería propia
y desde el año 1882 va a tener:
una casa propia, un establo propio para los burros propios, una casa propia para los
dementes, una sección de deudas propia y una taberna propia.
La gaceta se imprime con las acciones de la sociedad antes recordada.
Se escaparon los suscriptores:
Quien los encuentre, que los entregue a la redacción de El minuto.
Recompensa: un apretón de manos del redactor[67].
Salieron a la venta las siguientes obras del abogado Smirnóv[68]:
El derecho del puño. Traducción del tártaro. Para estudiantes de derecho, p. 1 r.
¿Pegar o no pegar? p. 3 r.
Fisiología del puño. p. 1 r.
A los libreros y abogados: descuento.
A Moscú llegaron:
La súbdita francesa Nana Sujoróvskaya[69], de Petersburgo. Se hospedó en las Líneas
Petróvskii.
De Moscú salieron:
El corresponsal Molchánov[70] y el Polo sur.
Ciento cuarenta y cinco abogados a Taganrog[71].
Velada musical-cantoral-literaria-bailable
con la participación de
la sra. Nana Sujoróvskaya
a favor de los habitantes de Herculano y Pompeya víctimas del Vesubio, en el Bazar
eslavo.
29 de febrero.
Programa:
¡Hace frío, peregrinos, hace frío[72]! Llorará el sr. Ivánov-Koziélskii[73].
¡¿Y dónde están nuestros talentos?! ¡Qué diablos! Se indignará el sr. Avérkiev[74].
La cabeza a la cabeza con la cabeza la cabeza le rompió. Silbará el redactor Lánin[75].
Soy culpable acaso yo….[76]. Cantará m-me Briénko[77].
La pobreza saltará, la pobreza danzará… Baile gitano, ejecutarán artistas del Teatro
pushkiniano.
Y pues finado Nikolai, pero yo… Obertura, ejecutará el sr. Shostakóvskii[78].
¡No todo pobre está en cueros!, cantará, bailando, la sra. Nana Sujoróvskaya.
¿Para qué ser modesto? Pushkin primero, Lérmontov segundo, y yo, Vielichkov,
tercero… Por el sr. Vielíchkov[79], que no sabe leer, leerán sus amigos.
Mañana, mañana, no hoy, ¡así hablan los perezosos! Cantará el redactor de El
ciego[80].
Inicio a las 7.30 horas.
Para caso de desmayo por bochorno (45 ° R), se cuenta con médico y alcohol de
amoniaco gratis.
TAREAS DE UN MATEMÁTICO LOCO
(Задачи сумасшедшего математика)
1. Me perseguían 30 perros, de los cuales 7 eran blancos, 8 grises y los restantes negros.
Se pregunta: ¿en qué pierna me mordieron los perros, en la derecha o en la izquierda?
[81]
2. Autolimio nació en el 223, y murió tras vivir 84 años. Una mitad de la vida la pasó
en viajes, un tercio lo gastó en placeres. ¿Cuánto vale una libra de clavos y estuvo
acaso casado Autolimio?
3. En el año nuevo, de la mascarada del teatro Bolshói fueron sacados 200 hombres por
pelea. Si los que peleaban eran doscientos pues, ¿cuántos eran los injuriosos, los
borrachos, los levemente borrachos y los que deseaban, pero no hallaban ocasión de
pelear?
4. ¿Qué se obtiene tras la suma de esas cifras?
5. Se compraron 20 cajas de té. En cada caja había 5 puds, cada pud tenía 40 libras. De
los caballos que cargaban el té, dos se cayeron en el camino, uno de los cocheros se
enfermó y 18 libras se derramaron. La libra tiene 96 zolotniks de té. Se pregunta,
¿qué diferencia hay entre el pepino en salmuera y la perplejidad?
6. La lengua inglesa tiene 137 856 738 palabras, la francesa 0,7 más. Los ingleses se
juntaron con los franceses y unieron ambas lenguas en una. Se pregunta, ¿qué vale el
tercer papagayo y cuánto tiempo se necesitó para subyugar a esos pueblos?
7. El miércoles 17 de junio de 1881, a las 3 de la madrugada, debió salir el tren de la
estación A por la vía férrea, para llegar a la estación B a las 11 de la noche pero, antes
de la misma partida del tren, se recibió la orden de que el tren llegara a la estación В
a las 7 de la noche. ¿Quién ama más prolongado, el hombre o la mujer?
8. Mi suegra tiene 75 años y mi esposa 42. ¿Qué hora es?
Informó Antosha Chejonté
¡SE OLVIDÓ!
(Забыл!!)
Alguna vez un mañoso teniente, bailador y faldero, y ahora un hacendado gordito,
bajito y ya dos veces enfermo de parálisis, Iván Prójorich Gauptvájtov, extenuado y
torturado con las compras de la esposa, entró a un gran almacén musical a comprar unas
notas.
—¡Saludos! —dijo entrando al almacén—. Permítame…
Un alemán pequeño, parado tras el mostrador, estiró el cuello a su encuentro, y mostró
en el rostro un sonriente signo inquisitivo.
—¿Qué ordena?
—Permítame… ¡Hace calor! ¡Un clima tal, que no puedes hacer nada! Permítame…
Mmmm… me… Mm… Permítame… ¡¡Me olvidé!!
—¡Acuérdese!
Gauptvájtov puso el labio superior sobre el inferior, arrugó su frente pequeña como un
ovillo, levantó los ojos y se quedó pensando.
—¡¡Me olvidé!! ¡Qué, perdona Señor, memoria de demonio! Mire, este… éste…
Permítame… Mm… ¡¡Me olvidé!!
—Acuérdese…
—Le dije a ella: ¡apúntamelo! Pues no… ¿Por qué no me lo apuntó? No puedo yo
pues recordarlo todo… ¿Y puede ser, usted mismo sabe? Una pieza extranjera, se toca así,
alto… ¿Ah?
—Nosotros tenemos tanto, sabe, que…
—Bueno sí… ¡Se entiende! Mm… Mm… Deje acordarme… Bueno, ¿cómo hacer
pues? Y sin la pieza no se puede ir; Nádia se atormenta, mi hija, o sea; la toca sin notas,
sabe, es embarazoso… ¡no sale eso! Ella tenía las notas pero yo, confieso, sin querer, las
manché de queroseno, y para que no hubiera gritos, las tiré detrás de la cómoda… ¡No me
gustan los gritos de las mujeres! Me mandó a comprarlas… Bueno sí… Fff… ¡Qué gato
importante! —Y Gauptvájtov acarició a un gran gato gris, que estaba tumbado sobre el
mostrador… El gato empezó a ronronear y se estiró con apetito.
—Bueno… ¡Un canalla, a saber, siberiano! De raza, el bribón… ¿Es gato o gata?
—Gato.
—Bueno, ¿qué miras? ¡Jeta! ¡Imbécil! ¡Tigre! ¿Cazas ratones? ¿Miau, miau? ¡Qué
memoria de anatema! ¡Grande, el bribón! ¿Un gatito de él, aquí, no se puede conseguir?
—No… Hum…
—Si no, lo compraría… Mi esposa, es un horror cómo quiere al prójimo de éste, ¡a los
gatos! ¿Cómo hacer ahora pues? Todo el camino lo recordé, y ahora lo olvidé… ¡Perdí la
memoria, shabbath! Me puse viejo, pasó mi tiempo… Es hora de morir… Se toca así alto,
con trucos, solemnemente… Permítame… Ujum… La canto, puede ser…
—Cante… oder… oder[82]… ¡o chíflela!
—Chiflar en un local es pecado… Mire, en nuestro país, Sidiélnikov chifló, chifló, y
se rechifló… ¿Usted es alemán o francés?
—Alemán.
—Así así, yo por el semblante lo advierto… Bueno que no es francés… No me gustan
los franceses… Jriú, jriú, jriú… ¡una puercada! Durante la guerra comían ratones…
Chiflaba en su tienda desde la mañana hasta la noche, ¡y rechifló todo su abarrote por una
tubería! Está lleno de deudas ahora… Y me debe doscientos rublos… Yo, a veces, la
cantaba para mí, con la nariz… Hum… Permítame… La voy a cantar… Espere. Ahora…
Ujum… La tos… Me pica la garganta…
Gauptvájtov, tras chasquear tres veces con los dedos, cerró los ojos y empezó a cantar
en falsete:
—To-to-ti-to-tom… Jo-jo-jo… Me sale tenor… En casa yo más, siempre, como un
tiple… Permítame… Tri-ra-ra… Ujum… En los dientes, se me trabó algo… ¡Tfú! Una
semillita… O-to-o-o-uu… Ujum… Me resfrié, debe ser… Tomé cerveza fría en la
taberna… Tru-ru-ru… Todo así, arriba… y después, sabe, abajo, abajo… Entra así de
costado, y después se toma una nota alta, así, desparramada… to-to-ti… muu. ¿Entiende?
Y ahí, en ese momento, se toman los bajos: gu-gu-gu-tutu… ¿Entiende?
—No entiendo.
El gato echó una mirada a Gauptvájtov con asombro, se empezó a sonreír, debe ser, y
se bajó del mostrador con pereza.
—¿No entiende? Lástima… Por lo demás, yo no lo canto así… ¡Me olvidé por
completo, qué fastidio!
—Tóquelo en el piano de cola… ¿Usted toca?
—No, no toco… Toqué el violín alguna vez, en una sola cuerda, y eso así… a lo
imbécil… No me enseñaron… Mi hermano Nazár toca… A ése le enseñaron… El francés
Rocat, puede ser que lo conozca, Benedict Francish, le enseñó… Un francesito gracioso…
Le decíamos Bonaparte… Se enojaba… «Yo, dice, no soy Bonaparte… Yo, soy de la
república francesa»… Y su morro, a decir verdad, era republicano… Un morro de perro
por completo… A mí, mi finado padre no me enseñó nada… A tu abuelo, decía, le
pusieron Iván, y tú eres Iván, y por eso tú debes parecerte a tu abuelo en todas tus
acciones: ¡a lo militar, bellaco! ¡¡ A la pólvora!! Unas ternuras hermano… hermano… Yo,
hermano… ¡Yo, hermano, las ternuras no te las permito! El abuelo, en cierto sentido,
comía tasajo, ¡y tú come eso! ¡La montura póntela debajo de la cabeza, en lugar de la
almohada! ¡Me va a tocar ahora en la casa! ¡Me van a comer! Sin las notas no se permite
llegar… ¡Adiós, en ese caso! ¡Disculpe la molestia! ¿Cuánto vale ese piano de cola?
—¡Ochocientos rublos!
—Fu-fu-fu… ¡Padrecito! Eso se llama: ¡cómprate un piano de cola y anda sin
pantalones! ¡Jo-jo-jo! ¡¡¡Ochocientos rub… blos!!! ¡El labio no es tonto! ¡Adiós!
[83]
¡Sprechensie! Gebensie … Yo almorcé, sabe, una vez, en casa de un alemán… Después
del almuerzo, le pregunto a un señor, alemán también, cómo decir en alemán: «¡Le
agradezco humildemente por el pan, por la sal». Y él me dice… y me dice… Permítame…
Y dice: \Ich liebe dich von ganzem herzen! ¿Y eso qué significa?
—¡Yo… yo te amo —tradujo el alemán, parado tras el mostrador—, con todo el
corazón!
—¡Ahí tiene! Yo me acerco a la hija de la ama, y le digo así directo… Le entra una
confusión… Casi hasta la histeria llegó el asunto… ¡Una comisión! ¡Adiós! Por la mala
cabeza duelen los pies… Así a mí… Una desgracia con la memoria imbécil: ¡unas veinte
veces vienes! ¡Que esté saludable!
Gauptvájtov abrió la puerta con cuidado, salió a la calle y, tras dar cinco pasos, se puso
el sombrero.
Reprendió a su memoria y se quedó pensando…
Se quedó pensando en cómo llegaría a su casa, cómo se levantarían a su encuentro su
esposa, su hija, sus niñitos… Su esposa examinará las compras, lo reprenderá, lo llamará
como algún animal, burro o buey… Sus niñitos se lanzarán sobre los dulces y, con
exasperación, empezarán a estropear sus ya estropeados estómagos… Saldrá a su
encuentro Nádia, con un vestido celeste y una corbata rosada, y le preguntará:
«¿Compraste las notas?». Tras oír «no», reprenderá a su viejo padre, se encerrará en su
habitación, empezará a sollozar y no saldrá a almorzar… Después, saldrá de su habitación
y, llorosa, muerta de dolor, se sentará al piano de cola… Tocará al principio algo
lastimero, cantará algo, tragando las lágrimas… Al atardecer, Nádia se pondrá más
contenta y, finalmente, tras suspirar profundo, por última vez, tocará su preferido: to-to-tito-to…
Gauptvájtov se golpeó la frente y, como un loco, corrió de vuelta hacia el almacén.
—¡To-to-ti-to-to, ésa! —empezó a vociferar, entrando corriendo al almacén—. ¡¡Me
acordé!! ¡Esa misma! ¡To-to-ti-to-to!
—Ah… Bueno, ahora se entiende. Ésa es la rapsodia de Liszt, la número dos… La
Hongroise…
—Sí, sí, sí… ¡Liszt, Liszt! ¡Que me pegue Dios, Liszt! ¡La número dos! Sí, sí, sí…
¡Hijito! ¡Esa misma es! ¡Amigo!
—Sí, a Liszt es difícil cantarlo… ¿A usted cuál pues, la original o la facilité?
—¡Alguna! ¡Sólo que sea la número dos, Liszt! ¡Vivaracho ese Liszt! To-to-ti-to…
¡Ja-ja-ja! ¡A la fuerza me acordé! ¡Asimismo!
El alemán tomó un cuaderno del anaquel, lo envolvió con un montón de catálogos y
anuncios, y le entregó el envoltorio al solicitante Gauptvájtov. Gauptvájtov pagó ochenta y
cinco kopeks y salió silbando.
UNA VIDA EN PREGUNTAS Y EXCLAMACIONES
(Жизнь в вопросах и восклицаниях)
Infancia. ¿Qué nos ha dado Dios, un hijo o una hija? ¿Será pronto el bautizo? ¡Qué
niño más hermoso! ¡Ten cuidado, mamita, no se te caiga! ¡Ay, ay, que lo tiras! ¿Que le han
salido ya los dientes? ¿Es escrofulosis lo que tiene? ¡Quítenle ese gato no le vaya a arañar!
¡Tírale del bigote al tío! ¡Así! ¡A ver si paras de llorar! ¡Que viene el coco! ¡Ya sabes
andar solo! ¡Llévenselo de aquí! ¡Está muy mal educado! ¿Qué es lo que le ha hecho?
¡Pobre chaqueta! ¡No importa, la secaremos! ¡Ha tirado la tinta! ¡Duerme, angelito! ¡Pero
si habla ya! ¡Qué alegría! ¡A ver, dinos algo! ¡Por poco lo atropella el carro! ¡Hay que
despedir al aya! ¡Quítate de la corriente! ¡Debiera darle vergüenza pegarle a un nene tan
pequeño! ¡No llores! ¡Dele un bollo!
Adolescencia. ¡Ven aquí, que le voy a dar unos azotes! ¿Dónde te has roto la nariz?
¡Deja en paz a tu mamita, que no eres tan pequeño! ¡No te acerques a la mesa! ¡A ti te
tocará después! ¡Lee! ¿No te sabes la lección? ¡Pues al rincón! ¡Suspenso! ¡No te metas
clavos en los bolsillos! ¿Por qué no obedeces a mamá? ¡Come como Dios manda! ¡Deja
de hurgarte la nariz! ¿Has sido tú quien ha pegado a Mitia? ¡Granuja! ¡Léeme La Sopa de
Demián! ¿Cómo es el nominativo plural? ¡Suma y resta! ¡Fuera de la clase! ¡Te quedas sin
almorzar! ¡A dormir, que son las nueve! ¡Éste no se pone caprichoso más que cuando hay
huéspedes! ¡Mentira! ¡Péinate esos pelos! ¡Fuera de la mesa! ¡A ver, enséñanos las
calificaciones! ¿Y si has destrozado las botas? ¡Es vergonzoso llorar a tus años! ¿Dónde te
has manchado el uniforme? ¡No gana uno para vosotros! ¿Otro suspenso? ¿Cuándo voy a
poder dejar de castigarte? ¡Como te vea fumando te echo de casa! ¿Cuál es el superlativo
de facilis? ¿Facilissimus? ¡Miente usted! ¿Quién se ha bebido el vino? ¡Muchachos, han
traído un mono al patio! ¿Por qué ha dejado usted a mi hijo para el segundo año? ¡Ha
venido la abuela!
Juventud. ¡Es pronto para que te pongas a beber vodka! ¡Explíqueme la sucesión de
tiempos gramaticales! ¡Pronto empieza usted, joven! ¡A sus años, yo no sabía nada de eso!
¿Sigues sin atreverte a fumar delante de tu padre? ¡Qué vergüenza! ¡Recuerdos de
Ninochka! ¡Abran el libro de Julio César! ¿Hay aquí ut consecutivum? ¡Qué guapa estás,
chiquilla! ¡Déjeme, señorito… o se lo digo a su padre! ¡Habrá bribona! ¡Magnífico, me
está saliendo el bigote! ¿Dónde? ¡Eso es que te lo has pintado! ¡Nadine tiene una barbilla
encantadora! ¿En qué grado está usted? ¡Papá, reconozca que no puedo seguir sin dinero
para gastos menudos! ¿Natasha? ¡La conozco! ¡He estado en su casa! ¿De modo que eras
tú? ¡Pues mira qué mosquita muerta! ¡Dadme lumbre! ¡Si supieses lo que la quiero! ¡Es
una divinidad! ¡En cuanto termine la carrera me caso con ella! ¡A usted no le importa,
maman! ¡Lo dedicaré a usted unos versos! ¡Déjame la colilla! ¡Me mareo a la tercera
copa! ¡Bis, bis, bravo! ¿De veras que no has leído a Born? ¡No es el coseno, sino el seno!
¿Dónde está la tangente? ¡Sonka tiene unas piernas feísimas! ¡Un beso! ¿Bebemos?
¡Hurra, he terminado la carrera! ¡Apúntemelo a mí! ¡Présteme veinticinco rublos! ¡Me
caso, padre! ¡Pero si he dado mi palabra!… ¿Dónde has pasado la noche?
Entre veinte y treinta años. ¡Présteme cien rublos! ¿Qué Facultad? ¡Me da lo mismo!
¿A cómo vale la conferencia? ¡Pues no es caro! ¡Al Strelna, ida y vuelta! ¡Bis, bis!
¿Cuánto le debo? ¡Venga mañana! ¿Qué ponen hoy en el teatro? ¡Oh, si usted supiese
cómo la amo! ¿Sí o no? ¿Sí? ¡Oh amor mío! ¡Mozo! ¿Le gusta el jerez? ¡María, danos
unos pepinillos en salmuera! ¿Está en casa el redactor jefe? ¿Que no sé escribir? ¡Me
extraña! ¿De qué voy a vivir? ¡Présteme cinco rublos! ¡Al salón! ¡Señores, está
amaneciendo! ¡La he dejado! ¡Présteme el frac! ¡La amarilla al rincón! ¡Ya estoy borracho
sin necesidad de beber más! ¡Me muero, doctor! ¡Préstame algo de dinero para medicinas!
¡Por poco me muero!
¿He adelgazado? ¿Nos vamos al cabaré Yar? ¡Vale la pena! ¡Deme usted trabajo, por
favor! ¡Es usted… un vago! ¿Por qué ha tardado tanto? ¡No es por dinero! ¡Sí, sí es por
dinero! ¡Me pego un tiro! ¡Se acabó! ¡Que se vaya al diablo! ¡Adiós, vida miserable!
¡Pero… no! ¿Eres tú, Lisa? ¡Maman, estoy en las últimas! ¡Mi vida toca a su fin! ¡Déjeme
[84]
[85]
sitio, tío! ¡Ma tante , el coche espera! ¿Verdad que he cambiado, mon oncle ? ¿Me
encuentra más ladino? ¡Ja, ja! ¡Firme este papel! ¿Casarme yo? ¡Jamás! ¡Ella, ay, está
casada! ¡Excelencia! ¡Preséntame a tu abuela, Serge! ¡Es usted encantadora, princesa!
¿Vieja? ¡Qué barbaridad! ¡Lo que busca usted es que la lisonjeen! ¡Deme una butaca de
segunda fila!
Entre los treinta y los cincuenta. ¡Todo ha fracasado! ¿Hay alguna vacante? ¡Nueve sin
triunfos! ¡El siete de corazones! ¡Votre excellence la da! ¡Es usted terrible, doctor! ¿Que
tengo adiposidad hepática? ¡De ninguna manera! ¡Cuánto cobran estos médicos! ¿Cuál es
la dote de ella? ¡Si ahora no la ama, la amará con el tiempo! ¡Que sea enhorabuena ese
matrimonio! ¡Alma mía, me es imposible no jugar! ¿Catarro gástrico? ¿Niño o niña? ¡Un
retrato de su padre! ¡Te aseguro que no la conozco! ¡Desecha esos celos! ¡Vámonos,
Fanny! ¿El brazalete? ¡Champán! ¡Le felicito por su ascenso! Merci! ¿Qué conviene hacer
para adelgazar? ¿Estoy calvo? ¡No me dé la lata, querida suegra! ¿Niño o niña? ¡Estoy
borracho, Karolinchen! ¡Permíteme que te dé un beso, alemanita de mi vida! ¡Ya está ese
canalla otra vez con mi mujer! ¿Cuántos hijos tiene usted? ¡Ayude a este infeliz! ¡Qué hija
tan encantadora la suya! ¡Los muy tunantes, lo han publicado en los periódicos! ¡Ven que
te dé unos azotes, so granuja! ¿Eres tú quien me ha estropeado la peluca?
Vejez. ¿Iremos al balneario? ¡Cásate con él, hija mía! ¿Que es un imbécil? ¡No
importa! ¡Baila mal, pero hay que ver qué pantorrillas! ¿Cien rublos por […] un beso?
¡Ay, diablilla! ¡Je, je, je! ¿Quieres que pidamos faisán, nena? ¡Hijo mío, te veo hecho… un
tronera! ¡No olvide ante quién se halla, joven! ¡Ps, ps, ps! ¡Cómo me gusta la música!
¡Mozo, cham… cham… champaña! ¿Estás leyendo El Bufón? ¡Je, je, je! ¡Les llevo
caramelos a mis nietos! ¡Mi hijo es guapo, pero yo lo fui más! ¿Dónde están aquellos
tiempos? ¡No te he olvidado en mi testamento, Emochka! ¡Para que veas cómo soy!
¡Papaíto, dame el reloj! ¿Hidropesía? ¿Será posible? ¡Dios de los cielos! ¿Llora la familia?
¡Le va bien el luto! ¡Cómo huele el cadáver! ¡Que tus restos descansen en paz, honrado
trabajador!
CONFESIÓN, U OLIA, ZHENIA, ZOIA
(CARTA)
(Исповедь, ши Оля, Женя, Зоя. Письмо)
Usted, ma chère, mi querida e inolvidable amiga, en su última y dulce carta me
preguntaba, junto con otras cuestiones, por qué no me he casado todavía, a pesar de mis
treinta y nueve años de edad.
Querida amiga, amo la vida familiar con toda mi alma, y no estoy casado porque el
cruel destino no me lo ha permitido. En cinco ocasiones he deseado contraer matrimonio,
y no he llegado a hacerlo porque todos los asuntos de este mundo, y en particular mi vida,
se encuentran dirigidos por la casualidad, esa déspota. Le ofrezco unos cuantos ejemplos
de cómo me ha conducido hasta ahora a llevar una vida ridículamente solitaria…
Ejemplo uno
Era una maravillosa mañana de junio. El cielo estaba tan despejado como una límpida
acuarela añil. El sol jugueteaba en el río y se deslizaba sobre la hierba cubierta de rocío. El
río y la hierba relucían de tal forma que daban la impresión de encontrarse recubiertos por
diamantes. Los pájaros cantaban como si todos siguieran la misma partitura… Nos
adentramos por un callejón salpicado por aquel sol amarillo, y con el corazón dichoso nos
embriagamos del aroma de aquella mañana de junio. Los árboles nos contemplaban y con
dulzura nos murmuraban palabras llenas de bondad… Las manos de Olia Gruzdovskaia —
ahora está casada con el hijo del jefe de policía en tu distrito— reposaban con sosiego
sobre mi mano, y su pequeño dedo meñique acariciaba mi pulgar… Sus mejillas ardían, y
sus ojos… Oh, ma chère, eran unos ojos maravillosos. Tanto encanto, tanta verdad, tanto
candor, tanta felicidad, tanta inocencia aniñada centelleaba en aquellos ojos azules. Yo
estaba enamorado de sus hermosas trenzas y de las pequeñas huellas que sus diminutos
pies dejaban sobre la arena…
—Olga Maxímovna, he dedicado toda mi vida a la ciencia —susurré, temeroso de que
su dedo meñique resbalase de mi pulgar—. El futuro contiene una silla de catedrático para
mí. Mi conciencia se encuentra llena de preguntas… Científicas… La vida es complicada,
llena de trabajo, trabajo que es tan significativo como las preguntas… Bueno, en una
palabra, voy a ser catedrático… Soy honesto, Olga Maxímovna… No soy rico, pero…
Necesito una compañera que con su presencia… —Olia se avergonzó y bajo su mirada; el
dedo meñique comenzó a temblar—. Que con su presencia… ¡Olía! ¡Mira hacia el cielo!
Es tan límpido… Mi vida es igual de despejada, y desprovista de límites…
Mi lengua no había sido capaz de salir del laberinto en el que se había enredado
cuando Olia levantó la cabeza, retiró su mano y aplaudió. Un grupo de gansos y sus bebés
se dirigía hacia nosotros. Olia corrió hacia ellos y, riéndose con estruendo, extendió sus
manos hacia ellos… ¡Oh, qué manos poseía, ma chére!
—¡Rac, rac, rac! —dijeron los gansos, extendiendo sus cuellos y mirando a Olia.
—¡Gansitos, gansitos! —gritó mi amada, extendiendo las manos hacia las crías.
Pero aquellos bebés poseían una sabiduría adelantada a su tierna edad. Una de ellas se
alejó a toda prisa de las manos de Olia en dirección a su progenitor, un ganso muy grande
y estúpido, para quejarse. El ganso extendió sus alas. La traviesa Olia se acercó a otra cría,
y algo horrible ocurrió. El ganso bajó su cuello hasta el suelo y, silbando igual que una
serpiente, se dirigió amenazante hacia Olia. Olia emitió un chillido lastimero y comenzó a
retroceder. El ganso la persiguió. Olia se giró, pero al verlo no pudo evitar un grito aún
más agudo, mientras que la palidez se imponía en su rostro, su rostro hermoso de niña,
distorsionado ahora por el terror y la desesperación. Se comportaba como si la
persiguieran trescientos demonios.
Yo corrí a ayudarla, y golpeé al ganso en la cabeza con mi bastón. No obstante el
malévolo animal consiguió atrapar con su pico el dobladillo del vestido de Olia. Con los
ojos muy abiertos y un rostro aterrorizado, temblando por todas partes, Olia hundió la cara
en mi pecho…
—Eres una cobarde —dije.
—¡Golpea a ese ganso! —gritó, rompiendo a llorar.
No había nada inocente o infantil en aquel rostro aterrorizado; ¡lo único que había era
estupidez! Ma chère, no puedo soportar la debilidad. No puedo imaginarme casado con
una mujer cobarde y de corazón débil.
Los gansos lo echaron todo a perder. Calmé a Olia y me marché a casa, y su carita,
apocada hasta el punto de la idiotez, no se me quitaba de la cabeza… Olia había perdido
todo su encanto para mí. La abandoné.
Ejemplo dos
Amiga mía, conoces de sobra mi condición de escritor. El Señor ha iluminado una
llama en mi alma, y no creo que tenga derecho a no usar mi pluma. Soy un sacerdote de
Apolo… Todo, desde cada latido de mi corazón o cada bocanada que respiro, en otras
palabras, todo lo que es mío, lo deposito en el altar de mi musa. Escribo, escribo,
escribo… Quitadme mi pluma, y moriré. Te ríes, no me crees… Juro que es la verdad.
Pero tú lo sabes, ma chère: esta bola terrestre no es un buen lugar para un artista. El
mundo es extenso y nos concede variados frutos, pero no es un lugar para que un escritor
exista en él. Un escritor es un huérfano eterno, un exiliado, una cabeza de turco, un niño
sin protección. Divido la humanidad en dos partes: los escritores y los que los envidian.
Los primeros escriben, y los segundos se mueren de envidia, y construyen trampas de lo
más variadas para los primeros. He sido destruido, de continuo se me destruye, y siempre
seré destruido por las personas que envidian. Destruyen mi vida. Ellos han reunido en sus
manos todos los instrumentos del oficio de escritor, se llaman a sí mismos «editores»,
«críticos», y con toda su fuerza intentan destruir a nuestros hermanos. ¡Malditos sean!
Escucha…
Durante algún tiempo salí de paseo con Zhenia Pshíkova. No dudo que recuerdes a esa
chica de cabello castaño, dulce y pensativa… Ahora está casada con tu vecino Karl
Ivánovich Wantse —à propos: Wantse en alemán significa «chinche», pero no se lo digas
a Zhenia, se enfadará—, Zhenia amaba al escritor dentro de mí. Ella creía tan
profundamente como yo mismo en mi vocación. Mis esperanzas la hacían vivir. Pero era
joven. No podía comprender la división expuesta anteriormente de la humanidad en dos
grupos. Ella no creía en la misma, y un buen día alcanzamos una catástrofe.
Me encontraba visitando la dacha de los Pshikov. Me consideraban el novio, y a
Zhenia la novia. Yo escribía, ella leía. ¡Qué crítica era, ma chére! Era tan justa como
Aristides, y tan estricta como Catón. Le dedicaba toda mi obra a ella… Zhenia amaba en
especial una de mis piezas. Zhenia quería verla publicada. La envié a una de las revistas
humorísticas. La envié el primero de julio, y esperé una respuesta durante dos semanas. El
quince de julio llegó. Zhenia y yo recibimos la revista que habíamos estado esperando.
Pasamos las páginas en estado de excitación, y a continuación leímos la carta que la
acompañaba. Ella se puso colorada, yo me puse blanco. El sobre contenía la siguiente nota
dirigida a mí:
Aldea de Shléndovo. Al señor M. B.
Usted no posee ningún talento. ¡Sólo Dios lo sabe cuál es el tema del relato!
No desperdicie sellos en vano y déjenos en paz. Intente hacer algo distinto.
—¡Valiente tontería…! Estaba claro que la carta estaba escrita por idiotas.
—Mmm… —murmuró Zhenia.
—¡Canallas! —murmuré entre dientes—, Y bien, Yevgenia Márkovna, ¿te atreverás
ahora a reírte de mi división del mundo?
Zhenia lo pensó durante un minuto, y respondió soltando un tremebundo bostezo.
—En fin —dijo al cabo—, tal vez sea cierto y no poseas ningún talento. Ellos
entienden de estos temas mejor que tú. El año pasado Fiódor Fedoséievich se pasó todo el
verano pescando conmigo, y todo lo que haces tú es escribir, escribir… Resulta de lo más
tedioso.
¿Cómo? Y esto después de nuestras noches en vela, pasadas en mutua compañía
leyendo y escribiendo, tras nuestros mutuos sacrificios a las musas… No entendía nada.
Zhenia se volvió fría, primero hacia mi escritura, y después conmigo. Nos separamos. No
podría haber sido de otra manera…
Ejemplo tres
Ya sabes, mi inolvidable amiga, que soy un auténtico melómano. La música es mi
pasión, mi elemento… Los nombres de Mozart, Beethoven, Chopin, Mendelssohn,
Gounod… ¡No son nombres de hombres, sino de gigantes! Adoro la música clásica.
Rechazo las operetas, igual que rechazo el vodevil. Soy uno de los auténticos habitués de
la Ópera. Jojlov, Kochetova, Bartsal, Usatov, Korsov… ¡Son seres maravillosos! ¡Cuánto
me entristece no conocer a ningún cantante! Si conociera a alguno, le regalaría mi alma en
señal de gratitud. El invierno pasado asistí a la ópera con asiduidad. No iba solo, sino con
los Pepsinov. Es una pena que tú no conozcas a esta tierna familia. Cada invierno, los
Pepsinov reservan un palco. Se entregan a la música con toda su alma… Y la joya de esta
querida familia es la hija del coronel Pepsinov, Zoia. ¡Qué muchacha, mi querida amiga!
Sus labios rosados por sí solos podrían volver a alguien como yo loco. Posee una dulce
figura, es hermosa, inteligente. Yo la amaba… La amaba con locura, con pasión, con un
amor sin igual. Mi sangre hervía cada vez que me sentaba a su lado. Puedes sonreír, ma
chère… ¡Vamos, sonríe! No sabes cuán diferente es el amor de un escritor… El amor de
un escritor es Etna más el Vesubio. Zoia me amaba. Sus ojos siempre miraban dentro de
los míos, y los míos no dejaban de buscar dentro de los suyos… Éramos felices. Sólo
quedaba dar un paso antes de casamos…
Pero nos separamos.
Estaban representando Fausto. Fausto, querida mía, fue escrita por Gounod, y Gounod
es un gran músico. Al entrar en el teatro decidí que me declararía a Zoia durante el primer
acto, ya que nunca lo he comprendido. El gran Gounod escribió el primer acto en vano.
La representación comenzó. Zoia y yo nos escapamos al vestíbulo. Se sentó a mi lado,
temblando con expectación y felicidad, jugueteando de forma mecánica con su abanico.
En la luz de la noche, ma chère, era hermosa, muy hermosa.
—La obertura —comencé a explicar mis sentimientos— me ha llevado a ciertas
reflexiones, Zoia Yégorovna… Tantos sentimientos, tantos… La escuchas y sueñas con…
Sueñas con algo, y la escuchas…
Hipé, y continué hablando:
—Algo especial… Sueñas con algo que no sea de este mundo… ¿El amor? ¿La
pasión? Sí, debe de ser eso… El amor… —hipé de nuevo—. Sí, el amor…
Zoia sonrió y se avergonzó, y se abanicó con más animación. Volví a hipar. No puedo
soportar el hipo.
—Zoia Yégorovna, dígame, se lo ruego, ¿conoce usted este sentimiento? —volví a
hipar—, Zoia Yégorovna, espero su respuesta.
—Yo… Yo… No le entiendo…
—Tengo hipo… Se me pasará. Le hablo sobre ese sentimiento universal, el cual… —
hipé— ¡Maldición!
—Debería beber agua.
«Me declararé, y luego iré al bufé», pensé, y continué hablando:
—Seré breve, Zoia Yégorovna… Por supuesto se habrá dado cuenta de que…
Volví a hipar, y tanto me enojé que me mordí la lengua.
—Por supuesto, se habrá dado usted cuenta —volví a hipar—. Me ha tratado durante
un año… Mmm… Soy un hombre honesto, Zoia Yégorovna. Soy muy trabajador… No
soy rico, eso es cierto, pero…
Volví a hipar y me levanté.
—Debería beber agua —me aconsejó Zoia.
Di unos cuantos pasos alrededor del diván, me golpeé el cuello con el dedo y volví a
hipar. ¡Ma chère, me encontraba en la más terrible de las situaciones! Zoia se puso de pie,
y se dirigió hacia el palco. La seguí. Después de que la hubiera escoltado hasta el palco,
hipé y salí a toda prisa hacia el bufé. Bebí unos cinco vasos de agua, y el hipo pareció
calmarse un poco. Fumé un cigarrillo y regresé al palco. El hermano de Zoia se levantó y
me cedió su sitio, el que estaba justo cerca de ella. Me senté y, de inmediato… ¡Volví a
hipar! Transcurrieron cinco minutos y volví a hipar, esta vez de una forma algo peculiar.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta del palco. Ma chère, es mejor hipar cerca de la
puerta que en la oreja de la mujer que amas. Volví a hipar. Un colegial en el palco
contiguo me observaba y comenzó a reírse de forma que todos le oían. ¡Con qué alegría se
reía el pequeño rufián! ¡Y con cuánta alegría le habría arrancado la oreja! Se rió, justo
mientras cantaban la gran aria de Fausto en el escenario. ¡Blasfemia! No, ma chère,
cuando nosotros éramos niños nos comportábamos con mucho más decoro. Insultando al
colegial maleducado volví a hipar… En los palcos cercanos todo el mundo se rió.
—¡Bis! —dijo el colegial en un susurro audible.
—¿Qué demonios ocurre? —murmuró en mi oído el coronel Pepsinov—. Podría haber
hipado en su casa, señor.
Zoia se puso colorada. Volví a hipar una vez más y, con furia, apretando los puños, salí
del palco. Comencé a recorrer el pasillo arriba y abajo. Anduve sin parar, y aun así
continuaba hipando. Me lo comí todo, me lo bebí todo. Al principio del cuarto acto, lo tiré
todo por la borda y me marché a casa. Y por supuesto tan pronto como llegué dejé de
hipar… Me golpeé en la sien, y exclamé:
—¡Hipa! ¡Ahora puedes hipar, ahora, novio bobo expulsado del escenario! No, no te
echaron del escenario, ¡te hiparon fuera del escenario!
Al día siguiente me dirigí como era mi costumbre a la casa de los Pepsinov. Zoia no
bajó a almorzar, y me envió un mensaje diciendo que estaba enferma y no podía verme, y
Pepsinov no dejaba de hablar sobre cómo ciertos jóvenes no sabían cómo comportarse en
público… ¡Idiota! No sabe que los órganos que causan el hipo no están sujetos a control
voluntario.
Un estímulo, mi querida, es algo que obliga a que otra cosa se mueva.
—¿Y le daría su hija, si es que tuviera tal cosa, a alguien que se permitiera eructar en
público? —me soltó Pepsinov tras el almuerzo—, Dígame. ¿Lo haría?
—Sí, lo haría… —murmuré.
—¡Pues eso estaría mal!
Así fue como Zoia terminó para mí. Ella no podía perdonarme mi hipar, de manera
que morí a sus ojos.
¿Quieres que te explique otros doce ejemplos?
Lo haría, pero ya es suficiente. Las venas se han hinchado en mi frente, mis lágrimas
están cayendo, y mi hígado se encuentra agitado… Oh, mis hermanos escritores, sólo el
destino conoce lo que nos espera. Ma chère, permíteme que te desee todo lo mejor. Te
acaricio la mano, y envío mis respetos a tu Paul. Me han llegado rumores de que es un
buen esposo y un buen padre… ¡Dios le bendiga! Es una pena que beba tanto —esto no es
una crítica, ma chère—. Que tengas buena salud, querida mía, sé feliz, y no olvides que
tienes un servidor de lo más fiel,
Makar Baldástov
EL ENCUENTRO DE LA PRIMAVERA
(RAZONAMIENTO)
(Встреча весны. Рассуждение)
Los bóreas cambiaron el céfiro. Sopla una brisa que no viene del oeste ni del sur (estoy
desde hace poco en Moscú y aún no conozco bien este lugar del mundo), sopla levemente,
que apenas levanta las faldas… No hace frío, de tal manera no hace frío que uno puede
atreverse a pasear con sombrero, abrigo y bastón. Incluso no hiela de noche. La nieve se
derritió, volviéndose agua turbia, que fluye rumorosamente desde las colinas y los cerros
hasta los sucios canales; únicamente no se derritió en las calles estrechas y en las
callejuelas donde sosegadamente yace amontonada bajo una capa de tierra y así
permanecerá hasta mayo… En los campos, en los bosques y en los bulevares tímidamente
brota la hierba verde… Los árboles aún están completamente desnudos, pero parecen
como si estuvieran animados. El cielo es bonito, puro, luminoso; sólo raras veces pasan
nubes que dejan caer a la tierra pequeñas gotas… El sol brilla tan espléndido, tan cálido y
tan tierno, que parece haber bebido y comido hasta saciarse, como si hubiera visto a un
viejo amigo… Huele a hierba joven, estiércol, humo, moho, a todo tipo de basura, a la
estepa y a algo muy particular… Allá donde mires, en la naturaleza todo son preparativos,
labores, guisos sin fin… En esencia, llega la primavera.
El público, que ya se hartó terriblemente de gastar dinero en leña, de andar con
pesadas pieles y gruesos chanclos, de respirar aire helado, húmedo y viciado, impetuosa,
alegremente extiende los brazos para saludar la llegada de la primavera. La primavera es
una invitada deseada, pero ¿acaso es buena? ¿Cómo les diría? Para mí, no se trata de que
sea demasiado buena, y no se puede decir que sea demasiado mala. Sea como fuere, se la
espera con impaciencia.
Los poetas, viejos y jóvenes, mejores y peores, dejan por un tiempo en paz a cajeros,
banqueros, ferroviarios y maridos cornudos, dejan correr la pluma para componer
madrigales, ditirambos, odas laudatorias, y demás obras poéticas, cantando en ellas todos
los encantos primaverales… Cantan habitualmente con poca fortuna (no hablo de los
presentes). La luna, el aire, la bruma, la lejanía, los deseos, «ella» está en ellos en primer
plano.
Los prosistas también propenden a la armonía poética. Todos los folletines, alabanzas
y vituperios comienzan y terminan con la descripción de sus propios sentimientos, a
propósito de la inminente primavera.
Las señoritas y los caballeros… sufren mortalmente. Su corazón late a 190 pulsaciones
por minuto, la temperatura es ardiente. Los corazones están llenos de dulces
presentimientos… La primavera lleva consigo el amor, y el amor lleva consigo «¡Tanta
felicidad, tanto sufrimiento!». En nuestro dibujo la primavera mantiene a los enamorados
en la cuerda floja. Y hace bien. También en el amor hace falta disciplina, ¿qué sucedería si
ella dejara caer el Amor, le diera, canalla, libertad? Yo soy un hombre más bien serio, pero
también a mí en virtud de los aires primaverales, acuden a mi cabeza toda clase de
diabluras. Escribo, y ante mis ojos hay paseos umbríos, fuentes, pájaros, «ella» y todo lo
demás. La suegra empieza a mirarme de manera sospechosa, y la mujer se deja ver junto a
la ventana…
Los médicos son gente muy seria, pero tampoco ellos duermen tranquilos… Tienen
pesadillas y les invaden los sueños más seductores. Las mejillas de los doctores, los
practicantes y los boticarios arden sonrosadas y febriles. Y no sin motivo. Sobre las
ciudades se extienden nauseabundas nieblas, y esas nieblas están compuestas de
microorganismos que producen enfermedades… Duele el pecho, la garganta, los dientes…
Se despiertan viejos reumatismos, gotas, neuralgias. Los tísicos tosen sin parar. En las
farmacias hay terribles tumultos. El pobre boticario nunca puede comer ni tomar té. El
clorato potásico, los polvos de Doverov, los ungüentos para el pecho, el yodo y estúpidos
productos para los dientes se venden a montones. Escribo y escucho cómo en la farmacia
vecina resuenan las monedas de cinco kopeks. Mi suegra tiene flemones en los dos
carrillos: un monstruo monstruoso.
Los pequeños comerciantes, las cajas de ahorro, los caníbales prácticos, los judíos y
los campesinos bailan la cachucha de la alegría. También para ellos la primavera es una
bendición. Miles de abrigos de pieles van a las casas de empeños para dar de comer a los
hambrientos. Toda la ropa de invierno que aún tiene valor se lleva para bendición de los
judíos. Si no llevas el abrigo de piel a la casa de empeños, te quedas sin ropa de verano y
te pavonearás en la casa de campo con pieles de castor y mapache. Por mi abrigo de piel
que vale como mínimo 100 rublos, me dieron 32 en la casa de empeños.
En las ciudades de Berdichev, Zhitomir, Rostov, Poltava, el fango llega a las rodillas.
Es un fango pardo, viscoso, fétido… Los transeúntes se sientan en casa y no asoman la
nariz a la calle por si se hunden en el diablo sabe qué. Te dejas en el fango no sólo los
chanclos, sino incluso las botas y los calcetines. Sal a la calle en caso de necesidad, o
descalzo o en zancos, pero lo mejor es que no salgas en absoluto. En Moscú, a decir
verdad, no se deja uno las botas en el fango, pero es más seguro llevar chanclos. Uno
puede despedirse de los chanclos para siempre en muy pocos lugares (a saber: en la
esquina de las calles Kuznetski y Petrovka, en Truba y casi en todas las plazas). De una
aldea a otra no puedes ir.
Todos se disponen a pasear y regocijarse, excepto los adolescentes y los jóvenes. No
se ve a la juventud por los exámenes de primavera. Todo el mes de mayo pasa obteniendo
sobresalientes y suspensos. Para los suspensos la primavera no es un huésped deseado.
Aguarden un poco, dentro de cinco o seis días, como mucho dentro de una semana, los
gatos maullarán más fuerte bajo las ventanas, la hierba rala se hará espesa, en las aldeas
los brotes se harán vellosos, la hierba crecerá por todas partes, el sol calentará y la
primavera será primavera de verdad. De Moscú saldrán convoyes con muebles, flores,
colchones y doncellas. Pulularán hortelanos y jardineros… Los cazadores comenzarán a
cargar sus escopetas.
Aguarden una semana, tengan paciencia, y mientras tanto pongan resistentes vendas en
su pecho, para que no salgan de él sus desenfrenos, las impacientes demoras del
corazón…
Por cierto, ¿cómo desean representar en el papel la figura de la primavera? ¿De qué
manera? En tiempos antiguos, la dibujaban en forma de una bella doncella, tendida en un
campo de flores. Las flores son sinónimo de alegría… Ahora son otros tiempos, hay otros
gustos, y otra primavera. También se dibuja como una joven dama. No está tendida en las
flores, puesto que no hay flores, y tiene las manos metidas en los manguitos. Haría falta
representarla demacrada, delgada, esquelética, tísica, pero que sea comme il faut[86]. Le
haremos esa concesión sólo porque es una dama.
CALENDARIO EL DESPERTADOR DEL AÑO 1882
(Календарь «Будильника» на 1882 год)
OBSERVACIONES AL CALENDARIO
[87]
1) Todos los calendarios mienten , con excepción del nuestro.
2) El calendario se va a extender durante todo el año 1882. Lo empezamos desde el 8
de marzo, porque previmos que en enero, febrero y principios de marzo, resueltamente, no
sucederá nada, excepto los martes, los jueves y demás, que cansaron a todos. Por motivos
ignorados por el jefe del calendario, en el corriente febrero no hubo incluso días 29 y 30.
3) Sería deseable efectuar lo más rápido posible, en alguna ciudad, un congreso de
calendarios, para que en éste:
a) esté presente por parte de Rusia el señor Stálinskii. Este último señalará al congreso
los motivos por los que él, Stálinskii, fechó uno de los números del difunto Járkov, en
[88]
1880, 30 de febrero ;
b) estarían presentes los nacidos el 29 de febrero, para conocer del congreso si una
persona noble puede, acaso, no celebrar el día de su cumpleaños anualmente. El congreso
otorgará el derecho a existencia anual de las fechas recordadas, o señalará la fecha en que
los nacidos el 29 de febrero podrían celebrar el día de su cumpleaños anualmente.
4) Los que encuentren en nuestro calendario alguna mentira, o los deseosos de
compartir con nosotros los frutos de su capacidad de predecir y presagiar, sírvanse
dirigirse con sus indicaciones (por escrito) a la redacción de El despertador, al nombre del
jefe del calendario.
5) Para la confección del calendario se han alquilado dos profesores de magia negra y
un profesor de magia blanca. Con el mismo objetivo, el jefe del calendario busca una
sonámbula o una clarividente. El salario de la última 1200 rublos al año.
Antosha Chejonté, Jefe del calendario El despertador.
OBSERVACIONES AL CALENDARIO II
1) Hechos diarios: la mañana, el mediodía, la noche, los conciertos, los envenenados
con pescado, el incendio, el escándalo con el tranvía de caballos, los editoriales, las
brillantes funciones del circo, el proceso de intendencia y la agudeza plana del pr.
Mieschérskii.
2) A la señora Olga Molojóvietz: usted nos escribe que nuestros almuerzos son
simplemente una delicia, y nos ruega que le permitamos reimprimir esos almuerzos en su
Regalo para las amas de casa jóvenes. ¡Haga el favor!
3) Los que encuentren en nuestro calendario alguna mentira, o los deseosos de
compartir con nosotros los frutos de su capacidad de predecir y presagiar, sírvanse
dirigirse con sus indicaciones (por escrito) a la redacción de El despertador, al nombre del
jefe del calendario.
4) Petersburgo. Redacción de El bonachón. Al cocinero principal. No sirve para nada.
Demasiado insípido, podrido e indigesto. Echele sal y reduzca el ajo.
5) A la redacción de Russie. Merci. El kvas es estupendo. Lo vamos a recomendar.
Usted escribe que el kvas sin cucarachas es algo alienígena. No estamos de acuerdo. Es
necesario colarlo. Ordene lavar los bidones: ¡el olor de éstos es más putrefacto que el de
Occidente!
Antosha Chejonté, Jefe del calendario El despertador.
OBSERVACIONES AL CALENDARIO III
1) Los colaboradores de El despertador, en prevención de las equivocaciones que
pueden producirse, tienen el honor de informar con esta que ellos se van a besar tres veces
sólo con las bonitas, y el jefe del calendario exclusivamente con las rubias.
2) En la semana corriente, combates entre españoles y austríacos no habrá.
3) Al señor N. N. Usted escribe que el cachalote relleno no se acomoda en la mesa.
¿Pues qué? ¡Cómprese una mesa más grande!
4) Petersburgo, redacción de Novedades. Los días de carne son pronto. Críe patos.
5) ¡Tales asuntos pues, lector!
Antosha Chejonté, Jefe del calendario El despertador.
OBSERVACIONES AL CALENDARIO IV
1) En el número pasado no hubo calendario por gentileza de nuestros profesores de
magia negra, que estaban borrachos.
2) El jefe del calendario invita al continuo garabateo de papeles a un historiador gran
conocedor, sobrio y bien pensado. El historiador que acepte la invitación, sírvase dirigirse
por escrito al nombre del director. Por cada hecho informado por él: un quinto en moneda
sonante.
3) Señora N. N. Usted pregunta ¿qué puede hacer, para que su esposo no esté plantado
constantemente en la cocina, y no la moleste al cocinar? Mire lo que hará: despida a la
cocinera… ¿Seguro que ella no es bonita?
G. Baldástov, por el Jefe del calendario El despertador.
EL ESPIGÓN VERDE
(PEQUEÑA NOVELA)
(Зеленая коса. Маленький роман)
I
А la orilla del mar Negro, en un lugar que en mi diario y en los de mis héroes y
heroínas figura con el nombre de Espigón Verde, hay una dacha preciosa. Acaso desde el
punto de vista de un arquitecto, de los aficionados a todo lo grave, a lo acabado y a lo
estilístico, la dacha en cuestión no valga nada, pero en opinión de un poeta o de un pintor
es una divinidad. A mí me cautiva por su humilde belleza, porque su hermosura no ahoga
la hermosura circundante y porque no exhala la frialdad del mármol ni posee la soberbia
de las columnas. Tiene un aspecto atractivo, seductor, romántico… Sus torretas sus agujas,
sus paredes almenadas y sus astas asoman como un recuerdo del medievo entre los
esbeltos y plateados álamos. Al mirarla me vienen a la memoria las novelas sentimentales
alemanas: caballeros, castillos, doctores en filosofía y condesas misteriosas… La casa se
alza sobre una colina. La rodea un frondosísimo jardín con avenidas, surtidores e
invernaderos; y a sus pies se extiende el mar, severo y azul… Una brisa juguetona y
húmeda sopla a menudo; múltiples voces de pajarillos acarician el oído; el cielo se
mantiene siempre claro, y el agua, transparente. ¡Qué rincón tan maravilloso!
La dueña de la casa, María Yegórovna Mikshadze, dama de unos cincuenta años, alta,
gruesa, que seguramente fue muy hermosa en otros tiempos, estuvo casada no sé si con un
georgiano o con un reyezuelo circasiano. Es bondadosa, simpática y hospitalaria, aunque
rígida en demasía. Mejor dicho, más que rígida es caprichosa… Nos daba de comer y de
beber magníficamente y nos prestaba dinero a discreción; pero, al mismo tiempo, nos
martirizaba de un modo horrible. La etiqueta era una de sus dos manías; la otra, su
matrimonio con un «príncipe». Sustentando su conducta sobre estos dos pilares, la señora
Mikshadze lo exagera todo siempre. No sonríe nunca, considerando, quizá, que esto
constituye un desdoro para ella y, en general, para las grandes-dames. Cualquiera que
tenga un año menos que ella es un mocoso. En su opinión, el linaje es virtud frente a la
cual todas las demás no valen un ochavo. María Egoroyna odia la frivolidad y la ligereza,
ama el silencio, etcétera. A veces, nos veíamos y nos deseábamos para aguantarla. A no
ser por su hija, no creo que ahora nos deleitase el recuerdo del Espigón Verde. La
bondadosa dueña representa la mancha más gris en nuestra memoria. Quien
verdaderamente engalanaba la dacha era Olia, la hija de María Yegórovna, una guapa
muchacha de diecinueve años, pequeña, esbelta y rubia. Olia es diligente y lista, dibuja
con primor, se dedica a la botánica, habla muy bien el francés y muy mal el alemán, lee
mucho y baila como la propia Terpsícore. Ha estudiado en el Conservatorio y toca muy
aceptablemente. Los hombres amábamos a aquella chica de ojos azules; digo que la
amábamos, no que nos hubiéramos «enamorado» de ella. La teníamos por algo propio,
familiar… No nos imaginarnos el Espigón Verde sin ella. Quitando a Olia, la poesía de
aquel lugar no sería completa. Era una bella figurita femenina sobre un primoroso paisaje;
y a mí no me agradan los cuadros sin imágenes humanas. El chapoteo del mar y el
murmullo de los árboles son muy placenteros por sí; pero si se les añade la voz de soprano
de Olia acompañada por las nuestras, de tenores y bajos, y por el piano, el mar y el jardín
se convierten en el paraíso terrenal. Profesábamos un gran afecto a la princesita; y le
dábamos el nombre de hija de nuestro regimiento. También Olia nos quería. Sentíase
atraída hacia nosotros, hombres, y sólo entre nosotros se encontraba en su elemento.
Cuando no estábamos cerca de ella, adelgazaba y dejaba de cantar. Nuestra tertulia se
componía de huéspedes veraniegos del Espigón Verde y de algunos vecinos. Entre los
primeros figuraban el doctor Yakovkin, el periodista de Odesa Mujin, el licenciado en
Física Fiveigki, hoy catedrático, tres estudiantes, el pintor Chejov, un barón de Jarkov,
abogado de profesión, y yo, antiguo maestro particular de Olia, que la enseñé a hablar
horriblemente el alemán y a cazar jilgueros. Llegábamos en mayo y ocupábamos durante
el verano las habitaciones vacías del castillo medieval y todas las galerías. En marzo
recibíamos dos cartas invitándonos a ir al Espigón Verde: la primera, de la princesa, era
grave, seria, llena de admoniciones; la segunda, larguísima, graciosa, con mil proyectos
diferentes, procedía de la princesita. Solíamos permanecer allí hasta septiembre. Entre los
vecinos, que nos visitaban a diario, estaban el joven Yegórov, teniente de Artillería
retirado, que se había presentado a examen en la Academia dos veces, fracasando en los
dos intentos, pese a ser un muchacho muy listo y muy leído; el estudiante de Medicina
Korobov, con su esposa Ekaterina Ivanovna; el hacendado Aleutov, y un sinnúmero de
terratenientes y de militares, retirados y sin retirar, alegres y aburridos, tunos y
bonachones… Toda esta banda se pasaba el verano entero, día y noche, comiendo,
bebiendo, jugando, cantando, encendiendo fuegos artificiales y bromeando. Olia se volvía
loca: gritaba, bullía y alborotaba más que nadie; era el alma del grupo.
Todas las tardes, la princesa nos reunía en la sala y, con el rostro encendido, nos
reprochaba nuestro comportamiento «insolente», nos avergonzaba y juraba que por culpa
nuestra le dolía la cabeza. Gustaba de echar sermones; y 1o hacía sinceramente,
convencidísima de que nos serían de provecho. A quien más reñía era a Olia,
considerándola culpable de todo. La hija temía a la madre, la creía una diosa y escuchaba
sus amonestaciones de pie, en silencio, ruborizada. María Yegórovna tenía a Olia por una
niña: la mandaba ponerse en un rincón o la dejaba sin desayuno o sin almuerzo para
castigarla. Y salir a defenderla hubiera significado echar leña al fuego. De haber podido, la
princesa nos hubiera puesto en el rincón también a nosotros. Nos enviaba a vísperas, nos
ordenaba leer en voz alta a Cheti-Miney, contaba nuestra ropa interior y se inmiscuía en
todos nuestros asuntos. Nosotros, a veces dejábamos sus tijeras en cualquier parte,
olvidábamos dónde estaba su alcohol o no podíamos encontrar su dedal.
—¡Pasmado! —exclamaba ella—, ¡Pasas por delante, tiras las cosas y no las recoges!
¡Recoge eso inmediatamente! ¡Qué castigo me ha enviado Dios con vosotros! ¡Retírate!
¡No estés en la corriente!
En ocasiones, por pura broma, alguno de nosotros era acusado de cualquier falta y
tenía que comparecer ante la vieja.
—¿Has sido tú quien ha pisado el arriate? —comenzaba el juicio—, ¿Cómo te has
atrevido?
—Lo he hecho sin querer…
—¡Calla! ¡Te pregunto cómo te has atrevido! El proceso terminaba con la absolución
del acusado, con un beso en la mano de la acusadora con una carcajada homérica al salir el
reo de la audiencia. Nunca fue cariñosa con nosotros la princesa. Dejaba las palabras
afables tan sólo para las ancianas y los niños.
Jamás la vi sonreír. Ella aseguraba a un viejo general, que acudía los domingos a jugar
a las cartas, que todos nosotros, los doctores, los licenciados, los barones, los pintores y
los escritores, pereceríamos si no fuera por sus consejos… Por nuestra parte, no
tratábamos de persuadirla, de lo contrario. Que presumiera. La princesa habría sido
soportable si no nos hubiera exigido que nos levantásemos no más tarde de las ocho y nos
acostásemos antes de las doce. La pobre Olia se recogía siempre a las once sin que fuera
posible protestar. Por estos atentados a nuestra libertad, le tomamos el pelo a la vieja en
más de una ocasión. Íbamos en cola a pedirle perdón; le componíamos versos laudatorios
al estilo de Lomonósov; dibujábamos el árbol genealógico de los príncipes Mikshadze…
Ella lo admitía todo como moneda de ley, y nosotros nos reíamos. María Yegórovna nos
quería. Suspiraba profunda y sinceramente al compadecemos por no ser príncipes. Se
había acostumbrado a nosotros como si fuésemos hijos suyos.
Al único a quien no quería era al teniente Yegórov. Le odiaba con toda el alma,
profesándole una antipatía rayana en el absurdo. Le recibía en su casa por mera etiqueta y
porque mediaban intereses económicos. En otros tiempos, el teniente fue su preferido. Es
apuesto, ingenioso, sabe callar y es militar, circunstancia de gran valor para la princesa.
Pero, a veces, tiene manías: se sienta, apoya la barbilla en los puños y se pone a murmurar
horriblemente de todos y de todo, sin respeto a vivos ni a muertos. Cuando Yegórov se
daba a la maledicencia, la princesa se ponía fuera de sí y nos echaba a todos de la
habitación.
Una vez, mientras almorzábamos, Yegórov apoyó la cabeza en las manos; y, sin venir
a cuento, sacó a colación a los «príncipes» caucasianos, tras de lo cual extrajo de su
bolsillo un número de Sterkoza y tuvo el atrevimiento de leer lo siguiente en presencia de
la princesa Mikshadze: «Tiflis es una hermosa ciudad. Entre las notabilidades de esta villa
admirable, donde hay “príncipes” barriendo las calles y limpiando zapatos en los
hoteles…», etcétera. La princesa se levantó de la mesa y salió sin pronunciar palabra. Su
aversión por Yegórov subió de punto cuando a éste se le ocurrió escribir nuestros apellidos
en el cuaderno de María Yegórovna, donde sólo constaban nuestros nombres de pila. Y
este odio era tanto menos deseable y tanto más a despropósito cuanto que el teniente
aspiraba a casarse con Olia y Olia estaba enamorada del teniente. Yegórov soñaba, aunque
desconfiaba de ver realizados sus anhelos. Ella le amaba en secreto, a hurtadillas, para sí,
tímidamente, de modo apenas perceptible. Su amor era para ella un contrabando, un
sentimiento sobre el que pesaba un riguroso veto. No se le permitía amar.
II
En aquel castillo medieval estuvo a punto de desarrollarse uno de los estúpidos
episodios del medievo.
Siete años antes, aún en vida del príncipe Mikshadze, llegó invitado al Espigón Verde
el príncipe Chaijidzev, un hacendado de Ekaterinoslav, amigo del dueño de la casa. Era el
huésped un señor muy rico; tanto, que a pesar de haberse pasado la vida en medio de
francachelas desenfrenadas, fue un ricachón hasta el fin de sus días. Mikshadze había sido
compañero suyo de jaranas. Entre los dos raptaron a una muchacha que, posteriormente,
había de ser la princesa Chaijidzev. Esta circunstancia había unido a ambos príncipes con
sólidos lazos de amistad. Chaijidzev llegó con su hijo, un estudiante de ojos saltones,
pecho enluto y pelo negro. Los viejos amigos, para recordar tiempos pasados, comieron y
bebieron a su sabor; y el muchacho se puso a galantear a Olía, que a la sazón tenía trece
años. El galanteo no pasó inadvertido. Los padres se hicieron un guiño y comentaron que
los hijos no harían mala pareja. Incitados por la embriaguez, los obligaron a besarse; y,
después de estrecharse las manos, se besaron ellos también. Mikshadze llegó a derramar
lágrimas de ternura.
—Dios lo ha querido así —dijo Chaijidzev— Tú tienes una hija, y yo un hijo… Dios
lo ha querido así…
Dieron un anillo a cada uno de los hijos y los fotografiaron juntos. El retrato estaba
colgado en la sala y durante mucho tiempo sacó de quicio a Yegórov, pues era objeto de
innumerables burlas y punzadas. La princesa María Yegórovna bendijo solemnemente a
los futuros esposos. Por puro aburrimiento acabó aprobando la idea de los padres. Un mes
después de la partida de los Chaijidzev recibió Olia por correo un valiosísimo regalo.
Luego fueron llegándole cada año obsequios similares. El joven Chaijidzev había tomado
el asunto mucho más en serio de lo que fuera de esperar. Cabeza de poco entendimiento,
iba cada año al Espigón Verde, donde se pasaba una semana entera sin despegar los labios
ni dejar de mandar a Olia, desde su habitación, cartas de amor. La chica las leía y se
asombraba. Su discreta imaginación no podía concebir que una persona tan mayor
escribiese tales bobadas. Porque eran verdaderas estupideces las que escribía. Mikshadze
murió dos años antes de la época en que transcurre la presente historia. A punto de expirar
dijo a Olia: «Ten cuidado, no vayas a casarte con un idiota. Cásate con Chaijidzev. Es un
muchacho inteligente y digno». Y aunque ella sabía hasta dónde alcanzaba la inteligencia
del mozo, no contradijo a su padre. Le dio palabra de casarse con él.
—¡Es la voluntad de mi padre! —nos decía, no sin cierto orgullo, como quien realiza
una enorme proeza. Sentíase satisfecha de que su padre se hubiese llevado a la tumba su
promesa. ¡Era una promesa tan extraordinaria y tan romántica!
Sin embargo, la naturaleza y la razón iban imponiéndose: el teniente Yegórov la
rondaba a diario; mientras que Chaijidzev le parecía cada año más imbécil…
Una vez que Yegórov se atrevió a insinuarle que la amaba. Olia le rogó que no
volviera a hablarle de amor; le recordó la promesa hecha a su padre, y se pasó la noche
llorando. La princesa escribía todas las semanas a Chaijidzev, que estudiaba en la
Universidad de Moscú, apremiándole para que terminase la carrera. «Entre mis huéspedes
los hay mucho más jóvenes que tú y, sin embargo, han terminado ya sus estudios», le
advertía. Chaijidzev contestaba muy respetuosamente, en papel rosado; y en los dos
pliegos de que constaba la carta se esforzaba por demostrarle que los cursos no podían
acabarse antes de un plazo determinado. También le escribía Olia. Sus cartas a mí son
mucho más afectuosas que las que le dirigía a su prometido. La princesa estaba segura de
que su hija se casaría con Chaijidzev. De no ser así, jamás le hubiera permitido salir de
paseo y «hacer tonterías» con gente como nosotros: peleones, alocados, ateos y sin
«sangre de príncipes». En su cerebro no había lugar para la duda. La voluntad del marido
constituía un mandato sagrado… Y también Olia creía que, andando el tiempo, se llamaría
Chaijidzeva…
Mas no estaba escrito que así fuera. La idea de los dos padres se truncó en el mismo
instante de su ejecución. Fracasó la novela de Chijidzev, llamada a terminar como un
folletín.
Chaijidzev llegó al Espigón Verde a últimos de junio del año pasado. Y llegó ya como
estudiante veterano. La princesa le acogió con un abrazo solemne y con un larguísimo
sermón. Se había puesto, para recibir al novio, un elegante vestido hecho al efecto.
Trajeron champaña de la ciudad, se encendieron fuegos artificiales: y, a la mañana
siguiente, todo el Espigón Verde hablaba de la boda que, al decir de la gente, había sido
fijada para fines de julio. «¡Pobre Olia!», cuchicheábamos nosotros, yendo de un rincón a
otro y mirando con ojos rencorosos a las ventanas de la habitación de aquel oriental
odiado, que daban al jardín. Verdaderamente, había motivo para exclamar: «¡Pobre Olia!».
Pálida, delgada, medio desfallecida, paseaba, triste, por el jardín. «Así lo han querido papá
y mamá», decía cuando la abordábamos con nuestros consejos amistosos. «¡Pero si es una
idiotez, una brutalidad!», le gritábamos. Ella se encogía de hombros y ocultaba la cara,
llena de dolor. El novio, desde su habitación, enviaba a Olia con un criado cartas amorosas
y, asomado a la ventana, se asombraba de la desenvoltura con que hablábamos y
tratábamos a su futura esposa. No salía de su habitación más que para comer. Comía en
silencio, sin mirar a nadie, respondiendo secamente a nuestras preguntas. Tan sólo una vez
se atrevió a contar un chiste que resultó viejo y manido. Después de almorzar, la princesa
lo sentaba a su lado y le enseñaba a jugar a los naipes. Chaijidzev jugaba en serio,
pensando mucho, sudando y con el labio caído. Su actitud en el juego agradaba sobre
manera a la princesa.
Una vez, después del almuerzo, el novio se escabulló de la partida de cartas y siguió a
Olia, que se había dirigido al jardín.
—¡Olga Andreievna! —le dijo—. Sé que no me quiere usted. El arreglo de nuestra
boda ha sido, ciertamente, extraño y estúpido. Pero yo… Espero que me querrá alguna
vez.
Habló completamente turbado. Y se apresuró a retirarse del jardín a su habitación.
El teniente Yegórov permanecía recluido en su finca, sin visitar a nadie. No podía ver a
Chaijidzev ni en pintura.
Un domingo (el segundo después de la venida del novio), creo que era precisamente el
cinco de julio, muy de mañana se presentó en nuestros dormitorios un estudiante, sobrino
de la princesa, con una orden de ella: al atardecer debíamos estar de punta en blanco, es
decir, con traje negro, corbata blanca y guantes; serios, ingeniosos, ocurrentes, sumisos y
rizados como lulús; nada de armar ruido; orden ejemplar en los cuartos. Iba a celebrarse
algo por el estilo de unas amonestaciones. Llegó de la ciudad un aprovisionamiento de
vinos, vodkas distintas y bocadillos. Los criados a nuestro servicio fueron incorporados,
por aquel día, a la cocina. Terminado el almuerzo comenzaron a llegar los invitados, que
siguieron presentándose hasta bien entrada la tarde. A las ocho, después de un paseo en
barcas, empezó el baile.
Los hombres habíamos celebrado reunión con anterioridad, acordando por voto
unánime librar a Olia de Chaijidzev aun a riesgo de provocar un escándalo mayúsculo.
Levantada la sesión, corrí a buscar al teniente Yegórov, que vivía en su finca, a cosa de
veinte verstas del Espigón Verde. Llegué y le encontré. ¡Pero cómo le encontré! Borracho
como una cuba y dormido como un tronco. Lo zarandeé, lo levanté lo lavé, lo vestí y, pese
a su resistencia y a sus gruñidos, me lo llevé al Espigón Verde.
A las diez de la noche, la fiesta se hallaba en su apogeo. Se bailaba en cuatro salas a
los acordes de magníficos pianos de cola. En el jardín tocaba otro piano. Hasta la misma
princesa quedó admirada de nuestros fuegos artificiales. Los encendimos en el jardín, en la
orilla y mar adentro, sobre barcas. Bengalas multicolores, ardiendo en el cielo sobre el
techo del castillo, iluminaban todo el Espigón. Se bebía en dos ambigús, instalado el uno
en el jardín y el otro en la casa. A lo que parecía, la velada era en honor de Chaijidzev.
Con la cara moteada de rojo, la nariz sudorosa y el cuerpo enfundado en un estrecho
fraque, aquél bailaba con Olia, sonriendo, cohibido y notando lo desairado de su papel.
Saltaba a la vista que todos sus pasos constituían una preocupación para él. Ansiaba brillar
por algo; mas no lo conseguía. Posteriormente, Olia me contó que aquella noche tuvo
lástima del infeliz príncipe. Le parecía tan cuitado… Daba la impresión de saber que le
iban a quitar la novia, la muchacha en que pensaba durante las lecciones, al acostarse y al
despertar. Cada vez que nos miraba, sus ojos tenían una expresión de súplica. Dijérase que
veía en nosotros rivales poderosos e implacables.
Por la preparación de las copas más altas para brindar, y por las miradas de la princesa
al reloj dedujimos la proximidad del minuto solemne, con toda seguridad, al dar las doce,
le sería permitido a Chaijidzev besar a su prometida. Había que darse prisa, a las once y
media me empolvé para aparentar palidez, me ladeé la corbata, me revolví el cabello y,
con cara de preocupación, me acerqué a Olia:
—Olga Andreievna —me dirigí a ella agarrándola del brazo—. ¡Por el amor de Dios!
—¿Qué sucede?
—Por Dios, no se asuste, Olga Andreievna… no podía ser de otro modo. Era cosa de
esperar…
—Pero ¿qué pasa?
—No se asuste… Pues sucede que… ¡Por Dios, querida mía!… Evgraf.
—¿Alguna desgracia?
Olía palideció y fijó en mí sus hermosos ojos, llenos de amistosa credulidad.
—Evgraf está a punto de morir… —dije.
Ella se tambaleó y se pasó la mano por la lívida cara.
—Ha sucedido lo que yo esperaba —proseguí—. Se está muriendo. ¡Sálvelo, Olga
Andreievna!
Su mano oprimió la mía.
—¿Dónde…, dónde… está?
—En un cenador del jardín. ¡Algo horrible, querida! Pero… nos están mirando. Venga
a la terraza… Él no la culpa a usted… Sabía que usted le…
—Pero ¿qué le ha sucedido?
—¡Algo espantoso!
—¡Vamos! Tengo que verle… No quiero que por culpa mía…, que por culpa mía…
Salimos a la terraza. A Olia se le doblaban las piernas. Fingí limpiarme una lágrima…
Por nuestro lado pasaban, una y otra vez, miembros de nuestra pandilla, pálidos, inquietos,
con cara de preocupación y de susto.
—La hemorragia ha cesado —me susurró un licenciado en Física, de modo que lo
oyera Olia.
—¡Vamos! —exclamó ella cogiéndome del brazo.
Descendimos por la escalera de la terraza. La noche era clara y serena… Los acordes
del piano, el rumoreo de los oscuros árboles y el canto de los grillos acariciaban el oído.
Abajo chapoteaba dulcemente el mar.
Olia caminaba con dificultad. Las piernas, que apenas la sostenían, se le enredaban en
el vestido, largo y pesado. Estremecida y temerosa, se apretaba contra mi brazo.
—¿Qué culpa tengo yo? —musitaba—. Le juro que soy inocente. Así lo quiso mi
padre… Él debiera comprenderlo. ¿Es grave?
—No sé… Mijail Pavlovich ha hecho todo lo posible. Es buen médico y amigo de
Yegórov… Estamos llegando, Olga Andreievna…
—¿No… no veré algo horrible? Tengo miedo… No puedo verlo. ¿Por qué se le ha
ocurrido tal disparate?
La pobre rompió a llorar a lágrima viva.
—Yo no tengo la culpa… Él debiera darse cuenta… Procuraré explicárselo…
Íbamos llegando al cenador.
—Aquí es —dije.
Ella cerró los ojos, y sus dos manos se aferraron a mi brazo.
—No puedo…
—No se asuste… Yegórov, ¿no te has muerto aún? —grité.
—Todavía no… ¿Por qué?
A la entrada del cenador, iluminado por la luna, apareció el teniente despeinado, pálido
por la embriaguez, con el chaleco desabrochado.
—¿Por qué? —repitió su pregunta.
Olia levantó la cabeza y vio a Yegórov… Me miró a mí, luego a él, después otra vez a
mí… y se echó a reír, resplandeciente el rostro. Exhaló un grito de alegría y dio un paso
adelante. Creí que iba a enfadarse con nosotros. Pero aquella chica no sabía enfadarse.
Dando otro paso, quedó indecisa un momento y se lanzó hacia Yegórov, que se apresuró a
abrocharse el chaleco y abrió los brazos. Olia fue a caer sobre su pecho. El teniente rió
satisfecho, volvió la cara para no respirar junto a la muchacha los vapores del alcohol y
masculló no sé qué tontería.
—No tiene usted derecho —murmuró Olia—, Yo no soy culpable. Así lo han
dispuesto mi padre y mi madre…
Yo giré sobre mis talones y eché a andar rápidamente hacia el castillo iluminado.
Mientras tanto, los huéspedes se preparaban a dar la enhorabuena a los novios,
mirando, impacientes, al reloj. En los recibidores se agolpaban los camareros con bandejas
atestadas de botellas y copas. Chaijidzev, como sobre ascuas, se estrujaba la mano derecha
con la izquierda, buscando con los ojos a Olia. También la buscaba por todos los
aposentos la princesa para instruirla acerca de cómo portarse en el solemne instante, qué
contestar a las palabras de la madre, etcétera. Nuestra pandilla reía.
—¿Dónde está Olia? —me preguntó la princesa.
—No sé.
—Búscala.
Salí al jardín y di dos vueltas a la casa con las manos atrás. Nuestro pintor tocó dos
veces la trompeta. Esta señal quería decir: «¡No la dejes salir!». Yegórov le contestó desde
el cenador imitando el graznido de la lechuza, que significaba: «Está bien. No la dejo».
Tras deambular un poco por el jardín, regresé a la casa. Los camareros habían
colocado las bandejas sobre las mesas y, con cara de perplejidad, miraban a los invitados.
Éstos, a su vez, miraban, confusos, el reloj, que marcaba ya las doce y cuarto. Callaban los
pianos. En todas las habitaciones imperaba un silencio profundo, agobiador y sordo.
—¿Dónde está Olia? —tomó a preguntarme la princesa, con el rostro purpúreo.
—No lo sé… En el jardín no está.
María Yegórovna se estremeció inquieta.
—¿Acaso no sabe que es hora hace ya un buen rato? —inquirió, tirándome de una
manga.
Yo me encogí de hombros. La princesa se apartó de mí y cuchicheó unas palabras al
oído de Chaijidzev. El mozo levantó también los hombros y la dueña le dio el mismo tirón
de manga que a mí.
—¡¡Im-bé-cil!! —rugió furiosa, y se puso a recorrer a toda prisa la casa entera.
Las doncellas y los estudiantes, parientes estos últimos de la princesita, bajaron
estruendosamente las escaleras y corrieron al jardín en busca de la novia desaparecida. Yo
también salí al jardín. Temía que Yegórov fuese incapaz de retener con él a Olia,
estropeando con ello el escándalo proyectado. Me encaminé al cenador. ¡Vanos temores
los míos! Olia, sentada junto al teniente, agitaba los dedos ante sus ojos y hablaba con un
susurrante cuchicheo… Al terminar ella empezaba él, inculcando a la chica lo que la
princesa llamaba «ideas»… Acompañaba sus palabras con besos a cada segundo; pero, no
obstante, procuraba alejar la boca para que ella no advirtiese el olor a vodka. Abstraídos
ambos en su felicidad, parecían haberse olvidado del mundo entero y no darse cuenta del
correr del tiempo. Permanecí de pie un momento a la puerta del cenador. Satisfecho por lo
que sucedía y a fin de no alterar aquella calma dichosa, volví al castillo.
María Yegórovna, fuera de sí, aspiraba alcohol de un frasco. Hecha un mar de dudas,
estaba furiosa y avergonzada ante los huéspedes y ante el novio. Infringiendo su
costumbre de no pegar a nadie, dio una bofetada a una doncella que le informó que la
princesita no aparecía por ninguna parte. Los invitados, sin esperar el champaña y el
momento de las enhorabuenas, sonrieron, murmuraron un poco y reanudaron el baile.
Sonó la una sin que Olia apareciese. La cólera de la madre no tenía fin.
—¡Esto es una jugada vuestra! —gruñía al pasar cerca de alguno de nosotros—, ¡Ya
verá la que le cae encima! ¿Dónde está?
Por fin, salió un alma compasiva que declaró dónde se hallaba la muchacha. El alma
en cuestión fue un estudiantino de bachillerato, minúsculo y panzón, que era sobrino de la
dueña. El mozo llegó del jardín corriendo como una exhalación, se lanzó hacia la princesa,
sentose en las rodillas de ésta, atrajo la cabeza de ella hacia su boca y le susurró algo al
oído… María Yegórovna livideció y se mordió el labio, hasta hacerse sangre.
—¿En el cenador? —inquirió.
—Sí, sí.
La princesa se levantó; y, con una mueca semejante a una sonrisa oficial, anunció a los
huéspedes que a Olia le dolía la cabeza, que les pedía perdón y todo cuanto se
acostumbraba en tales casos. Los invitados expresaron su pesar, cenaron a la carrera y
comenzaron a despedirse…
A las dos de la madrugada (Yegórov puso más empeño de la cuenta en su cometido y
retuvo a la chica hasta las dos), yo estaba a la entrada de la terraza, tras un macizo de
adelfas, esperando el regreso de Olia. Quería ver su cara. Me gustan las caras felices de
mujer. Sentía curiosidad por comprobar cómo se reflejaban en un mismo semblante el
amor a Yegórov y el miedo a su madre y qué destacaba con más fuerza: el amor o el
miedo. No tuve que pasar mucho tiempo oliendo las adelfas. Olia tardó poco en aparecer.
Mis ojos se clavaron en su rostro. Venía despacio, levantándose ligeramente el vestido y
mostrando sus pequeños zapatos. Iluminaban sus facciones los rayos de la luna y los
farolillos pendientes de los árboles, cuyas oscilaciones alteraban la luz lunar. Venía seria,
pálida. Una leve sonrisa se insinuaba en sus labios. Los ojos, pensativos, miraban al suelo;
con tales ojos suelen resolverse los grandes problemas. Cuando puso el pie en el primer
escalón, sus pupilas se movieron, inquietas: acababa de acordarse de su madre. Olia se
pasó ligeramente la mano por la desordenada cabellera, permaneció indecisa cierto tiempo
en el primer escalón; y, sacudiendo la cabeza, avanzó, audaz, hacia la entrada… ¡Qué
cuadro tuve ocasión de presenciar! Abrióse la puerta de par en par y el pálido semblante
de la joven se iluminó intensamente. Olia tembló, retrocedió un paso y se agachó un poco,
como si algo la empujase… En el umbral se hallaba la princesa, erguida la frente, roja,
temblando de ira y de vergüenza… El silencio duró cosa de dos minutos.
—¿La hija de un príncipe y novia de un príncipe acepta citas con un teniente? —
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profirió María Yegorovna—. ¿Con Evgrashka ?. ¡Infame!
Olia se encogió y, trémula toda ella, se escurrió como una culebra, pasando junto a su
madre y corriendo a buscar refugio en su alcoba. Una vez allí, sentose en su cama y así
permaneció la noche entera, sin apartar de la ventana sus ojos, horrorizados e inquietos…
A las tres de la madrugada, nuestra pandilla celebró su segunda reunión. Allí nos
reímos a placer de Yegórov, embriagado de felicidad; y decidimos enviar al barónabogado de Jarkov a hablar con Chaijidzev. El príncipe estaba despierto aún. Nuestro
emisario debía explicarle «amistosamente» lo delicado de su situación, rogándole que,
como persona instruida, tuviera a bien explicarse a sí mismo esta circunstancia y
pidiéndole que, también como persona instruida, nos perdonase «amistosamente» por
nuestra intromisión… Chaijidzev respondió que «lo comprendía todo muy bien», que no
atribuía la menor importancia al testamento de su padre; pero que impulsado por su amor a
Olia había insistido tanto en su propósito… Estrechó con calor la mano del barón y
prometió marcharse al día siguiente.
Por la mañana, Olia se presentó a desayunar pálida, demacrada, llena dé temor y de
vergüenza. Pero su rostro resplandeció al oímos hablar en el comedor. Toda nuestra
pandilla, de pie ante la princesa, gritaba en desacompasado coro. Despojados de nuestras
caretas, exponíamos a la vieja señora «ideas» muy parecidas a las que Yegórov inculcara a
Olia el día anterior. Le hablamos de la personalidad de la mujer, del derecho a la libre
elección, etcétera. María Yegórovna nos escuchaba en silencio, con ceño hosco, leyendo a
fragmentos una carta enviada por Yegórov, pero redactada por toda la cuadrilla y llena de
giros como: «a causa de nuestros pocos años», «por nuestra inexperiencia», «con la
bendición de usted» y otros semejantes. Ella nos oyó hasta el fin, terminó de leer la carta y
dijo:
—Unos mocosos como vosotros no tienen nada que enseñar a una anciana como yo.
Sé muy bien lo que hago. Desayunaos y marchaos a revolucionar cabezas en otro sitio. No
podéis vivir con una vieja de mi estilo. Sois listos, y yo soy tonta… ¡Adiós, caballeritos!
Les estaré agradecida eternamente.
Nos echó a todos. Le escribimos una carta de gratitud, le besamos la mano; y, con gran
dolor de nuestro corazón, nos fuimos aquel mismo día a la finca de Yegórov. Chaijidzev
salió a la vez que nosotros. En la finca nos dedicamos a divertirnos y a consolar al teniente
por la ausencia de Olia, a la que todos añorábamos. Pasamos allí cosa de dos semanas. Un
buen día, el barón-abogado recibió una carta de la princesa, rogándole que fuese al
Espigón Verde para hacer unas escrituras. Marchose el barón, y a los tres días de su partida
fuimos también nosotros con el pretexto de recogerle. Llegamos poco antes de la hora del
almuerzo. Sin entrar en la casa, nos pusimos a dar vueltas por el jardín mirando a las
ventanas. Y al asomarse una vez, María Yegórovna nos vio.
—¿Vosotros aquí? —exclamó.
—Sí, señora.
—¿Qué os ha traído?
—Llevamos al barón.
—El barón no tiene tiempo para perderlo con unos romeras como vosotros. Está
escribiendo.
Nos descubrimos todos y nos acercamos a la ventana.
—¿Cómo se encuentra, princesa? —pregunté.
—¿Qué hacéis ahí? Pasad —respondió ella.
Entramos y, como cohibidos, nos sentamos. A la princesa, que añoraba profundamente
nuestra compañía, le gustó nuestra compostura. Como premio, nos retuvo a almorzar.
Mientras comíamos, llamó descuidado a uno de nosotros a quien se le cayó la cuchara; y
nos reprochó a todos no saber comportamos en la mesa. Dimos un paseo con Olia, nos
quedamos a pasar la noche, pasamos luego otra… y no nos fuimos ya hasta septiembre. La
paz se hizo de por sí sola.
Ayer recibí carta de Yegórov. Dice que ha estado el invierno entero «trabajando» a la
princesa y que ha conseguido trocar su cólera en indulgencia. María Yegórovna afirma que
este verano habrá boda.
Pronto recibiré dos cartas: una, severa y oficial, de la princesa; otra, larga, alegre y
llena de proyectos, de Olia. En mayo me voy al Espigón Verde.
ENTREVISTA VANA
(Свидание хотя и состоялось, но…)
Después de examinarse, Gvozdikov tomó un coche (él siempre iba «montado») y por
seis kopeks fue hasta el extremo de la ciudad. Desde allí hasta la dacha, cosa de tres
verstas, hizo el camino a pie. A la entrada de la casa le recibió la dueña, una señora joven
a cuyo hijito daba Gvozdikov clases de aritmética, a cambio de lo cual recibía
manutención y alojamiento, más cinco rublos mensuales.
—¿Qué tal? —le preguntó la dueña, tendiéndole la mano—. ¿Ha salido bien el
examen? ¿Aprobado?
—Aprobado.
—¡Estupendo, Yegor Andreievich! ¿Qué calificación?
—Como siempre… Cinco… Sobresaliente… ¡Ejem!…
No era cinco lo que había obtenido, sino tres y medio, pero… ¿por qué no mentir
habiendo posibilidad? Los estudiantes mienten con la misma fruición que los cazadores.
Al entrar en su cuarto, Gvozdikov encontró sobre la mesa una cartita y un comprimido
rosa. La carta olía a reseda. El mozo rasgó el sobre, se tragó el comprimido y leyó:
«Acepto. A las ocho en punto, vaya a la zanja en que se le cayó ayer el
sombrero. Le esperaré en el banco que hay debajo del árbol. Le amo, pero no
sea usted tan torpe. Hay que ser más despabilado. Ansio que llegue la tarde. Le
amo locamente. Suya,
S.
P. S .: Maman se ha marchado. Podemos estar juntos hasta medianoche. Mi
abuelita, dormida, no se dará cuenta».
Cuando leyó la esquela, Gvozdikov sonrió complacido; dio un brinco de alegría y
recorrió en triunfo la habitación.
—¡Me quiere, me quiere, me quiere! ¡Qué felicidad, diablo! ¡Tru-la-la! ¡Tru-la-la!
Volvió a leer el papel, lo besó, lo dobló cuidadosamente y lo guardó en la mesa. Le
trajeron el almuerzo. Gvozdikov, embriagado por la carta y olvidándose del mundo entero,
se comió todo cuanto le sirvieron: la sopa, la carne, el pan. Y después de almorzar, se
tendió y se puso a pensar en mil cosas: en la amistad, en el amor, en el trabajo… La
imagen de Sonia no se apartaba de su imaginación.
«¡Qué lástima no tener reloj! —pensó nuestro hombre— Si lo tuviera podría contar lo
que me falta hasta las ocho. El tiempo pasa con una lentitud desesperante. Ni que lo
hiciera adrede».
Harto de estar tendido y de pensar, se levantó, dio un paseo por el cuarto y mandó a la
cocinera por cerveza.
«Mientras llega el momento —se dijo a sí mismo— conviene alegrarse un poco. Así
parecerá que el tiempo pasa antes».
Trajéronle la cerveza. Gvozdikov se sentó, colocó en fila las seis botellas; y,
contemplándolas amorosamente, empezó a beber. A los tres vasos sintió como si le
hubieran encendido una vela en la cabeza y otra en el pecho: ¡qué calorcito, qué luz, qué
alegría!
«¡Ella será mi felicidad! —pensó al comenzar la segunda botella—. ¡Es… es,
precisamente, la mujer de mis sueños! ¡Sí, lo es!».
Vaciada la segunda botella, notó como si le hubieran apagado la vela que ardía en su
cabeza, de la que empezó a apoderarse la oscuridad. Pero, en cambio, ¡qué contento se
puso! ¡Qué bien se vive en el mundo después de tomarse dos botellas! Al descorchar la
tercera, Gvozdiko y agitó una mano, se juró a sí mismo que no había en el mundo persona
más dichosa que él; y creyó su juramento a pies juntillas.
—Sé muy bien qué es lo que le gusta de mí —farfulló—. ¡Lo sé! Le gusta el hombre
extraordinario. Eso es… Sabe de quién hay que enamorarse y por qué hay que
enamorarse… ¡Ama al hombre extraordinario! ¡Yo no soy un cualquiera…! No soy un…
Soy Gvozd… Yo…
Cuando metió mano a la cuarta botella, exclamó:
—¡Sí señor! ¡No soy un cualquiera! ¡Lo que ella ama es mi genio! ¡Mi genio! ¡Un
genio universal! ¿Quién soy yo? ¿Y qué soy? ¿Creen ustedes que soy Gvozdikov? ¡Sí, lo
soy! Pero ¿qué Gvozdikov? ¿Qué se figuran ustedes?
Mediada la cuarta botella, descargó un puñetazo en la mesa y, revolviéndose los
cabellos, vociferó:
—¡Ya les enseñaré a todos quién soy yo! ¡Apenas termine la carrera, lo verán! ¡No
necesito más, que dedicarme a ello! ¡Soy un sacerdote de la ciencia! Por eso me quiere
ella. ¡Y demostraré que lleva razón! ¿No me creéis? ¡Pues fuera de aquí! ¿Tampoco ella
me cree? ¿Ella? ¿Sonia? ¡Pues que se vaya también ella! ¡Yo lo demostraré! ¡Ahora
mismo comienzo los estudios! Pero antes me beberé otro vaso… ¡Todos ustedes son unos
canallas!
Enojándose más y más, apuró el vaso; cogió del estante las conferencias, abrió el
cuaderno por la mitad y se puso a leer.
«El moti… el motivo de la dislocación del maxilar inferior puede ser también una
caí…, una caída… o un golpe con la boca abierta…».
—Idioteces —comentó— El maxilar… El golpe… Todo es pura tontería.
Gvozdikov cerró el cuaderno de conferencias y la emprendió con la quinta botella.
Apurado que hubo la quinta y la sexta, se acongojó pensando en la insignificancia del
universo en general y del hombre en particular… Mientras así pensaba, ponía
maquinalmente el corcho sobre el gollete de una botella y, dándole un papirotazo, trataba
de alcanzar una mancha verde que sus ojos velan a poca distancia. Muchas motas negras,
verdes y azules pasaron raudas ante él cuando logró acertar con el tapón en la mancha
verde. Una de las motas, de color rojizo, con rayos verdes, voló, sonriente, hacia sus ojos
y expelió una sustancia parecida a la cola… Gvozdikov notó que se le pegaban los
párpados…
«Algo me… escuece en los ojos —pensó— Si no salgo al aire libre, me quedaré
ciego… Hace falta pa…, pasear un poco. Aquí hace bochorno. Siguen encendiendo la
estufa ¡Bo-rri-cos! ¡Chillan y encienden la estufa! ¡Imbéciles!».
Encasquetándose el sombrero, salió de la casa. Fuera remaba ya la oscuridad. Eran
más de las nueve. En el cielo relampagueaban las estrellas. No había luna, y la noche
prometía ser oscura. El estudiante aspiró la fragancia primaveral del bosque. Le rodeaban
todos los elementos de una cita amorosa: el susurro del follaje, el canto del ruiseñor y…
hasta «ella», una blanca figura pensativa en medio de las tinieblas. Sin darse cuenta
siquiera, Gvoizdikov fue a parar al sitio que se mencionaba en la esquela.
«Ella» se levantó del banco y corrió a su encuentro.
—George —le llamó con la respiración contenida—. Estoy aquí.
Detúvose el galán, puso oído y miró hacia las copas de los árboles, creyendo que era
desde arriba desde donde le habían llamado.
—George, soy yo —repitió ella, acercándose más.
—¿Eh?
—Soy yo…
—¿Cómo? ¿Quién es? ¿A quién busca?
—Soy yo. George… Venga… Siéntese aquí…
George se restregó los ojos y la miró fijamente.
—¿Qué quiere?
—¡Ay, qué gracia! ¿Es que no me reconoce? ¿Será posible que no vea usted nada?
—¡Aaaah! Por favor… ¿Qué derecho tiene usted, qué de-rrrecho tiene… a andar por
un jardín ajeno, de noche y en la oscuridad? ¡Caballero! ¡Responda usted, caballero! De lo
contrario, le voy a sol…, le voy a soltar en la je…, en la je…
George alargó la mano y asió del hombro a la mujer.
—¡Qué gracia tiene usted! —dijo ésta—, ¡Ja, ja, ja! ¡Hace tan bien el papel!… Bueno,
vamos… Charlemos un rato…
—¿Qué es eso de charlar? ¿Cómo? ¿Por qué usted? ¿Y por qué yo? ¿Me está tomando
el pelo?
Ella arreció en su risa, cogió del brazo a George y trató de llevárselo. Él, en cambio,
tiró hacia atrás; semejaban el caballo delantero de un carro que quiere avanzar mientras el
caballo de varas recula.
—Tengo…, tengo sueño… Déjeme —masculló Gvozdikov—. No quiero ocuparme de
tonterías…
—Bueno, bueno, se acabó. ¿Por qué ha tardado tanto en venir? ¿Ha estado estudiando?
—Sí, sí… Yo siempre estoy estudiando… El motivo de la dislocación del…, del
maxilar inferior puede ser una caída, un golpe con la boca abierta. Donde más maxilares
se dislocan es en las posadas y en las tabernas. Quiero cerveza… marca «Las Tres
Montañas»…
A duras penas llegaron al banco y tomaron asiento. Gvozdikov apoyó la cabeza en las
manos y los codos en las rodillas y exhaló un fuerte resoplido. El sombrero se le cayó de
la cabeza y fue a parar a manos de ella, que, agachándose un poco, miró a la cara del
mozo.
—¿Qué le pasa? —inquirió.
—¿Y a usted… qué le importa? Nadie tiene derecho a meterse en mis asuntos… Todos
son unos idiotas, y usted también…
Después de una breve pausa, el estudiante añadió:
—Y yo también soy un idiota…
—¿Recibió usted la carta? —preguntó ella.
—La recibí… La carta de Son…, de Sonia… De Sonia… ¿Usted es Sonia? Bueno, ¿y
qué? Una idiotez… Impaciencia no se escribe con ene en la primera sílaba, sino con eme.
¡Qué gramático estoy hecho! ¡Váyase al diablo de una vez!
—Pero ¿está usted borracho?
—¡Nooo! Pero soy justo. ¿Qué derrre…, qué derrrecho?… Nadie se emborracha con
cerveza, ¿verdad? ¿Cómo?
—Y si no está usted borracho, ¿por qué suelta esa sarta de estupideces, sinvergüenza?
—¡Pues no! Nominativo, a mí; genitivo, ati; dativo, nominativo… Processus
[90]
condyloideus et musculus sterno-cleido-mastoideus ….
Gvozdikov soltó una carcajada y agachó la cabeza hacia las piernas.
—¿Está usted durmiéndose? —alarmose ella.
Mas como no obtuvo respuesta, rompió a llorar desconsolada.
—¿Duerme usted, Yegor Andreievich? —repitió su pregunta. Por toda contestación
oyó un ronquido sordo, imponente. Sonia se levantó.
—¡Infame! —rugió— ¡Canalla! ¡Habrase visto tipo igual! ¡Pues toma, toma, toma!
Y Sonia, con su manecita, «acarició» cinco o seis veces la nuca de Gvozdikov. La
acarició no sin dejar huella. Y sus pies pisotearon el sombrero del galán. ¡Vengativas que
son las mujeres!
Al día siguiente, Gvozdikov envió a Sonia esta carta:
«Discúlpeme. Ayer no pude acudir por hallarme muy enfermo. Concédame
otra cita, incluso esta misma tarde. La ama,
Yegor Gvozdikov».
La respuesta decía:
«Su sombrero está tirado en el suelo, cerca del cenador. Puede recogerlo allí.
Como beber cerveza es más agradable que amar, siga bebiendo. No quiero
estorbarle. Ya no es suya,
S.
P. S.: No me conteste. Le odio».
EL CORRESPONSAL
(Корреспондент)
Los músicos eran ocho. Al director, Guri Maximov se le dijo que si la orquestina no
tocaba sin interrupción, los músicos no catarían ni una copa de vodka y se les regatearían
los honorarios.
Comenzó el baile a las ocho en punto de la noche. A la una, las señoritas se enfadaron
con los jóvenes caballeros; y los caballeros, medio embriagados, se enojaron también con
las señoritas. Estropeose el baile. Los invitados se dividieron en dos grupos. Los viejos
ocuparon el salón donde había una mesa con cuarenta y cuatro botellas y otros tantos
platos; las señoritas se congregaron en un rincón, se pusieron a murmurar, criticando la
incorrección de los caballeros; y trataron de hallar respuesta a una pregunta: ¿a qué se
debía que la novia empezara a tutear al novio desde el principio mismo? Los jóvenes
ocuparon otra mesa, hablando todos a un tiempo y cada cual de lo suyo. Guri, primer
violín —mal violín, por cierto— y director, atacó, al mando de sus siete satélites, la
marcha de Cherniaiev. Tocaba sin cesar, deteniéndose tan sólo para beber vodka o para
subirse los pantalones. Estaba enfadado. El segundo violín —que era el peor—, borracho
como una uva, desentonaba diabólicamente, y el clarinete, a quien se le caía el
instrumento a cada instante, no miraba la partitura y se reía sin el menor motivo.
Se levantó un estruendo espantoso. De la mesa pequeña tiraban botellas. Alguien le
acertó con una en las espaldas al alemán Karl Kárlovich Funf. Varios hombree de caras
amoratadas salieron gritando y riendo del dormitorio, seguidos de un criado, inquieto y
nervioso. El diácono Manafuilov, para dárselas de gracioso ante aquel público ebrio y
respetable, le pisó el rabo a un gato y lo tuvo así hasta que un criado le sacó de debajo del
pie al enronquecido animal, haciéndole saber que aquello era «una mentecatez». Al
alcalde le pareció que se le había perdido el reloj; terriblemente asustado, sudando a
chorros aseguraba que el reloj en cuestión valía cien rublos. A la novia le entró dolor de
cabeza. En el recibidor acababan de tirar, con gran estrépito, alguna cosa pesada. Los
viejos, en el salón, no se portaban muy a tono con su edad: recordando sus años mozos,
decían un sinfín de barbaridades: contaban chistes, referían las aventuras amorosas del
anfitrión, bromeaban y reían. Y el dueño de la casa, satisfecho, por lo visto, replicaba
desde el sillón donde se había repantigado:
—También vosotros sois buenos, hijos de perra. Os conozco bien; y les he hecho más
de cuatro regalos a vuestras queridas.
Dieron las dos. Gurí tocó por séptima vez la Serenata española. Los viejos se
animaron.
—Oye, Yegori —masculló un vejete, dirigiéndose al dueño y señalando a un rincón—.
¿Quién es aquel mozuelo?
En el rincón, junto a un estante de libros, sentado sobre las piernas a la manera turca,
estaba tranquilamente un anciano de levita verde oscura, bastante usada con botones
claros, y quizá aburrido de no hacer nada, hojeaba un libro. El anfitrión miró al rincón,
pensó un momento y sonrió.
—Es un periodista, hermanos —respondió—, ¿No le conocéis? Una persona
admirable. Iván Nikitich —dijo al viejo de los botones claros—, ¿qué haces ahí? Acércate,
hombre.
Iván Nikitich se estremeció, levantó los ojos azules, y se azaró, incomprensiblemente.
—Señores, se trata de un escritor, de un periodista —prosiguió el dueño—. Nosotros,
aquí bebiendo, y él, ahí lo tenéis: acurrucado en un rincón, piensa que te piensa en cosas
elevadas y mirándonos con soma. Avergüénzate, hermano. Ven a beber con nosotros.
Cometes un pecado no haciéndolo.
Iván Nikitich se levantó, llegose reposadamente a la mesa y se sirvió una copa de
vodka.
—Que Dios les… —murmuró, mientras apuraba lentamente la copa—, que todo…
marche bien…, sin novedad…
—¡Un aperitivo, hermano! Come algo…
El viejo pestañeó y se comió una sardina en conserva. Un señor gordo, con una
medalla de plata al cuello, se le acercó, por detrás, y le echó en la cabeza un puñado de sal,
diciendo:
—Estará más salado y no le saldrán gusanos.
Una carcajada general apremió la ocurrencia. Iván Nikitich movió la cabeza y
enrojeció intensamente.
—No te enfades —le acució el gordiflón— ¿Qué se gana con ello? Es una broma…
No seas chusco. Fíjate yo también me echo…
Uniendo la acción a la palabra, agarró el salero y se vertió sal en la cabeza.
—Y si quieres, también le echo a él. Para que no te enfades —continuó el gordo,
espolvoreando de sal la cabeza del anfitrión, entre las carcajadas de la concurrencia. Iván
Nikitich sonrió también y se comió otra sardina.
—¿Qué haces que no bebes, politicastro? —le acució el dueño—, ¡A beber!
¡Conmigo! ¡No, conmigo solo, no; con todos!
Los viejos se levantaron y rodearon la mesa. Llenáronse de coñac las copas. Iván
Nikitich tosió y cogió una copa cuidadosamente.
—A mí me basta con esto —profirió, dirigiéndose al dueño—. Me basta, porque ya
estoy medio borracho. Bueno, que Dios le dé, Yegor Nikífovich…, que todo…, que
todo… le salga bien y a pedir de boca. ¿Por qué me miran así? ¿Tan raro me encuentran?
¡Ji, ji, ji! ¡Que Dios los ampare! Yegor Nikiforich, tenga la bondad de ordenar a Guri que
Grigori deje de tocar el tambor. Me tiene atormentado el muy tuno. Con ese redoble hasta
le revuelve a uno las tripas… ¡A la salud de ustedes!
—Que siga tocando —objetó el anfitrión—, ¿Tú has visto alguna vez tocar la música
sin el tambor? No comprendes ni eso, y te metes a escribir. Bueno, ahora bebe conmigo.
Iván Nikitich eructó y removió las piernecillas. El dueño llenó dos vasos:
—Bebe, amigo, y no escurras el bulto. Si se te ocurre escribir que en casa de L. todos
los invitados estaban borrachos, tendrás que incluirte a ti mismo. A tu salud. ¡Venga,
venga, talentudo! ¡No te achiques, hombre! ¡A beber!
Iván Nikitich tosió, se sonó y chocó su vaso con el del dueño.
—Les deseo que tengan todas las desgracias del mundo… lo más lejos posible —
bromeó un comerciante. El hijo mayor del amo de la casa soltó la carcajada.
—¡Viva el periodista! —gritó el gordiflón, abrazando a Iván Nikitich y levantándolo
en vilo. Los otros carcamales acudieron, y el pobre Iván Nikitich se vio sobre las cabezas
y los hombros de los respetables y ebrios intelectuales de T***.
—¡Tiradlo por alto! ¡Tirad al tuno! ¡Llevaos al truhán! —gritaron los vejestorios,
llevándose a Iván Nikitich a la sala, donde se les unieron los caballeros jóvenes; y entre
todos se pusieron a lanzar al periodista hasta el propio techo una y otra vez. Las señoritas
hicieron palmas; callaron los músicos, colocando los instrumentos en el suelo; y los
lacayos, traídos del club para dar bombo a la fiesta, se asombraron de la «incorrección» y
rieron de un modo estúpido ahogando la risa en sus retocadas manos. A Iván Nikitich se le
cayeron dos botones de la levita y se le desató el cinturón. El viejo jadeaba, carraspeaba,
chillaba y sufría, pero… sonreía satisfecho: no esperaba tanto honor para «un gusano,
apenas visible entre las personas», según se expresaba él.
—¡Ja, ja, ja! —soltó el novio una risotada estruendosa; y, borracho como una cuba,
asió de las piernas a Iván Nikitich. Éste se balanceó, escapó de las manos de la
intelectualidad de T*** y se agarró al cuello del gordinflón de la medalla de plata.
—¡Que me mato! —suplicó—. ¡Qué me estrello contra el suelo! ¡Déjenme! Un
momento… así… ¡No, así no!
El novio soltó de pronto las piernas de Iván Nikitich, que quedó colgado del cuello del
gordinflón. Pero el gordiflón sacudió la cabeza, y nuestro periodista cayó al suelo, exhaló
un quejido y se levantó con una risilla falsa. Las carcajadas eran generales. Incluso los
civilizados lacayos de club incivil arrugaron, condescendientes, la nariz, en una sonrisa
contrahecha. La cara de Iván Nikitich resplandeció de felicidad; sus húmedos ojos azules
centellearon, y toda su boca se ladeó, siendo de notar que el labio superior se torció hacia
la derecha y el inferior hacia la izquierda.
—Respetables señores —comenzó a hablar con débil acento de tenor, abrochándose el
cinturón y abriendo los brazos—. Respetables señores: ojalá Dios se digne concederles
todo cuanto de Dios esperan. Quiero dar las gracias a mi bienhechor…, a Yegor
Nikíforich… No ha tenido reparo en invitar a un hombrecillo insignificante. Nos
encontramos anteayer en el callejón Griazni y me dice: «Ven a la boda, Iván Nikitich. No
dejes de venir. Estará la ciudad entera. Así que acude también tú, murmurador de todas las
Rusias». No lo ha tenido a menos, Dios le dé salud. Usted, Yegor Nikíforich, me ha hecho
feliz con su sincera amabilidad; no se ha olvidado de este periodista, de este viejo
desharrapado. Gracias. Y ustedes, respetables caballeros, no se olviden de los de mi
gremio. Somos seres minúsculos, es cierto; mas nuestras almas no son maliciosas. No
desprecien al periodista, no le desdeñen, porque lo notará. Entre los hombres, parecemos
pequeños y pobres, pero somos la sal de la tierra; Dios nos ha creado para utilidad de la
patria; a todos enseñamos, enaltecemos el bien y condenamos el mal…
—¿Qué bobadas estás diciendo? —le gritó Yegor Nikíforich—. ¡Menudo embrollo nos
has colocado, payaso Ivanovich! ¡Mejor será que pronuncies un discurso!
—¡Un discurso, un discurso! —pidieron, alborotando, los huéspedes.
—¿Un discurso? Bueno… ¡Ejem!… Déjenme pensar un poco…
Iván Nikitich quedó en actitud pensativa. Alguien le puso en la mano una copa de
champaña. Después de una breve meditación, el periodista levantó la copa y dejó oír el
flautín de su voz, dirigiéndose al dueño de la casa:
—Mis palabras, señoras y señores míos, serán breves; y su brevedad no concordará
con la grandeza del acontecimiento que celebramos, verdaderamente emotivo para todos
nosotros. ¡Ejem!… Un gran poeta dijo: «Bienaventurado el que fue joven en su juventud».
No pongo en duda el acierto de estas palabras; es más: creo que no me equivoco si a ellas
añado mentalmente y reproduzco oralmente un llamamiento a los jóvenes culpables de la
presente ceremonia. Sed jóvenes no sólo ahora, cuando lo sois por imperativo físico y
natural, sino también en vuestra vejez, pues bienaventurado el que fue joven en su
juventud, pero cien veces más bienaventurado el que conserva su juventud hasta la tumba.
Que los culpables de mi actual efluvio oral sean, en su ancianidad, viejos de cuerpo y
jóvenes de alma, es decir, de espíritu. Que hasta la propia tumba se mantengan vivos sus
ideales, auténtica dicha de los humanos. Que sus vidas se fundan en un todo puro,
generoso y elevado. Que la amantísima esposa sea…, ¡ji, ji, ji!, por así decirlo, la octava
de su marido, de ese marido tan fuerte en ideas, y que ambos compongan una melodiosa
armonía. ¡Hurra, hurra, hurra!
Iván Nikitich apuró el champaña, dio un taconazo en el suelo y miró con aire de
triunfo a los circunstantes.
—¡Muy bien, muy bien! —aplaudieron todos.
El novio, haciendo eses, se aproximó al orador y trató de hacerle una reverencia, pero
estuvo a punto de caerse. Agarrando de la mano a Iván Nikitich, le dijo:
—Beaucoup…, beaucoup merci. Su discurso ha sido… muy bueno… y hasta con…
cierta tendencia…
Iván Nikitich dio un salto, abrazó al novio y le besé en el cuello. El novio se turbó, y,
para ocultar su confusión, se puso a abrazar al suegro.
—Se da usted buena maña para expresar sus sentimientos —felicitó al orador el
gordiflón de la medalla—. Tiene usted una figura que… no lo esperaba… Discúlpeme…
—¿Maña? —chilló el periodista—, ¿Maña? ¡Je, je, je! Ya lo sé. Lo que me falta es
fuego; pero ¿de dónde voy a sacarlo? Ahora los tiempos son otros, respetables señores.
Antes decía uno o escribía cualquier cosa, y se enternecía admirado de su propio talento.
¡Ay, qué tiempos aquéllos! ¡Bebamos, fra Diavolo, por aquellos tiempos! ¡Bebamos,
amigos! ¡Qué delicia de tiempos!
Los huéspedes se acercaron a la mesa y cogieron una copa cada uno. Iván Nikitich,
transformado, no se llenó una copa, sino un vaso.
—Bebamos, honorables caballeros —continuó—. Ya que han sido tan amables
conmigo, rindan tributo también a la época en que yo era un personaje. ¡Glorioso período!
Mesdames, hermosas señoras, brinden ustedes con este áspid, con este basilisco que
admira su belleza. ¡Chok! ¡Je, je, je! Amorcitos míos: ¡hubo otros tiempos, sacramento!
Amé y sufrí, vencí y fui vencido muchas veces… ¡Hurraaa!
Todos corearon.
—Hubo otros tiempos —prosiguió Iván Nikitich, sudoroso y alterado—, ¡Hubo otros
tiempos, señores! Ahora tampoco son malos; pero los de entonces eran mejores tiempos
para nosotros, los periodistas, por la sencilla razón de que los hombres poseían más fuego
y más verdad. Antes cualquier escritorzuelo era un paladín, un caballero sin miedo y sin
tacha, un mártir, una criatura sufrida y verdadera, ¿y ahora? ¡Tierra de Rusia, mira a tus
hijos escritores y sonrójate! ¿Dónde estáis vosotros, los literatos genuinos, los publicistas
y otros combatientes y trabajadores de la… —ej…, ejem…—, de la divulgación? ¡¡En
ninguna parte!! Hoy escribe todo el mundo. Al primero que se le antoja se pone a escribir.
Aquellos que tienen el alma más sucia y más negra que mis botas, aquéllos cuyo corazón
no se creó en las entrañas de su madre, sino en una fragua, aquellos que tienen tanta
verdad como yo casas, se atreven a penetrar en el camino de los elegidos, en la senda
exclusiva de los profetas, de los que aman la verdad y de los que odian el dinero. Queridos
señores míos: este camino es hoy más ancho, pero no hay quien pase por él. ¿Dónde están
los verdaderos talentos? Por más que uno los busque, no los encuentra. Todo se ha vuelto
caduco y mísero. Si queda vivo alguno de los bravos de antaño, se ha convertido en un
pobre de espíritu y en un fracasado. Antes se luchaba por la verdad; hoy no se busca sino
la grandilocuencia y el kopek, que Dios confunda. Reina un espíritu extraño. ¡Maldición,
amigos míos! También yo, condenado de mí, busco la palabra altisonante, sin respeto para
mis propias canas. Apenas veo una rendija, meto algún gazapo en la crónica. Gracias al
Señor, creador del cielo y de la tierra, no soy avaricioso ni me atrevo a escribir por
hambre. Hoy, todo aquel que tiene el estómago vacío agarra la pluma y escribe lo que le
viene en gana, con tal de que tenga algún viso de verdad. ¿Quiere usted sacarle el dinero a
la redacción? ¿Sí? Pues escriba que tal y tal día hubo un terremoto en nuestra ciudad de
T*** y que la aldeana Akulina…, y perdonen ustedes, mesdames, a este libertino…, parió
seis chiquillos de una sola vez… Se han sonrojado ustedes hermosas señoras. ¡Disculpen
generosamente a este ignorante! Soy doctor en maledicencia, y en otros tiempos defendí
mi tesis de esta asignatura en tabernas y posadas, y vencí en mil controversias a los
truhanes más distinguidos. ¡Perdónenme, amigos! ¡Jo, jo, jo, jo! De modo que ya se sabe:
escribe lo que se te antoje que tendrá aplicación. Antes no era así. Si soltábamos una
mentira, lo hacíamos por simpleza o estupidez; pero no esgrimíamos la falsedad como
arma, porque considerábamos nuestra profesión un sacerdocio y la venerábamos como una
reliquia.
—¿Por qué usa usted botones claros? —le interrumpió un pisaverde con cuatro pelos
en la cabeza.
—¿Botones claros? En efecto, son claros… Pues los uso por costumbre… En la
antigüedad o sea, hace veinte años, encargué a un sastre una levita. Y el sastre, por
equivocación, le puso los botones blancos en lugar de ponérselos negros. Me acostumbré a
los botones claros porque llevé la levita en cuestión siete años seguidos… De modo que ya
ven, señores míos, cómo era la vida de entonces… Me están oyendo estas guapas
señoritas. Son tan simpáticas que se ponen a oír a un viejo como yo… ¡Ji, ji, ji! Que Dios
les dé salud, lindas muñecas sobrenaturales. De haber vivido ustedes hace cuarenta años,
cuando yo era joven y capaz de encender el fuego del amor en los corazones, sería su
esclavo, hermosas doncellas, y de tanto estar arrodillado me haría agujeros en las
rodillas… ¡Se ríen, los capullitos! ¡Oh, mis…! Gracias por haber honrado a este viejo con
su atención.
—¿Está usted escribiendo algo ahora? —preguntó una señorita de nariz respingona,
animada por la desenvoltura de Iván Nikitich.
—¿Que si estoy escribiendo algo? ¿Cómo no? Reina de mi alma; no voy a enterrar mi
talento hasta la propia tumba… ¡Claro que escribo! ¿No ha leído usted nada mío? ¿De
quién era la crónica que se publicó en Golos el año setenta y seis? ¿De quién? ¿No la leyó
usted? ¡Pues menuda crónica! El setenta y siete volví a escribir para Golos; pero la
redacción del respetable periódico encontró violento publicar mi artículo… ¡Je, je, je!
Violento… Pero así fue. Y es que el articulejo tenía su poco de pimienta, tiraba a dar.
«Hay entre nosotros —decía— patriotas insignes; mas lo difícil está en saber si su
patriotismo se asienta en el corazón o en el bolsillo». ¡Je, je, je! Había intención… Y
seguía: «Ayer se celebró un funeral religioso por el alma de los caídos en Plevna.
Asistieron todas las autoridades y ciudadanos excepto el señor jefe de Policía de T***,
que brilló por su ausencia, debido a que consideró más interesante terminar su partida de
naipes que compartir el sentimiento de los ciudadanos de Rusia». ¡Una buena estocada!
¡Ja, ja, ja! No lo publicaron. ¡Y anda que no bregué yo por conseguirlo, amigos! El pasado
año setenta y nueve mandé una información al diario Russki Kurier, de Moscú. Hablaba,
amigos míos, de las escuelas de nuestro distrito. El periódico la publicó, y desde entonces
recibo gratis el Russki Kurier. ¡Para que vean! ¿Los admira? A los genios deben admirar, y
no a las nulidades. Yo soy una nulidad. ¡Je, je! Escribo muy de tarde en tarde, respetables
señores muy de tarde en tarde. Nuestra humilde ciudad de T*** es pobre en
acontecimientos dignos de que se relaten, y no quiero ponerme a publicar menudencias
por amor propio y por miedo a los remordimientos de mi conciencia. Los periódicos son
leídos en toda Rusia, y ¿para qué necesita Rusia a T***? ¿Para qué vamos a fastidiarla con
las trivialidades de aquí? ¿Qué necesidad tiene de saber que en nuestra posada encontraron
a un hombre muerto? Pero antes, ¡cómo escribía yo antes, en otros tiempos! Colaboraba
en la Severnaia Pchelá, en Syn Otechestva, en Moskovskie… Fui contemporáneo de
Belinski, y una vez dediqué un paréntesis punzante a Bulgarin… ¡Je, je, je! ¿No lo creen?
Pues lo juro. Compuse unos versos sobre la bravura militar. Lo que tuve que aguantar en
aquellos tiempos, sólo Jehová lo sabe. Al acordarme de mi situación de entonces, no
puedo por menos de enternecerme. ¡Qué intrépido y qué bizarro era! Sufrí y fui
perseguido por mis ideas. Padecí martirios por defender el trabajo noble y generoso. El
año cuarenta y seis, por una crónica publicada en Moskovskie Viedomosti, me dieron tal
paliza unos cuantos vecinos de T***, que me pasé tres meses en el hospital, casi a pan y
agua. Es de suponer que mi enemigo pagase bien a los desalmados que me apalearon. Lo
hicieron de modo que hasta hoy puedo mostrar las huellas. Otra vez, en el año cincuenta y
tres, me llama el alcalde, Sisoi Petrovich… Ustedes no se acuerdan de él, y más vale así.
El recuerdo de aquel hombre es el más amargo de todos los recuerdos. Me llama y me
dice: «¿Qué calumnias son esas que has publicado en la Pchela?». ¿Y cuáles eran las
calumnias? Yo denunciaba que se había formado una banda de malhechores cuya guarida
estaba en la fonda de Guskov. Hoy no existe ya la tal fonda. La quitaron en el año sesenta
y cinco; y en ella puso su tienda de ultramarinos el señor Lubtsovatski. Al final de la
crónica se me ocurrió tirar una puntada: «No estaría de más, por consiguiente, que la
Policía prestase atención a la fonda del señor Guskov». Sisoi Petrovich me dio mil gritos,
pataleando furiosamente en el suelo: «¿Acaso no sé yo lo que conviene hacer? ¿Vas a
permitirte darme indicaciones, mamarracho? ¿Quieres meterte a mentor mío?». Después
de mucho vociferar ordenó encerrarme en el calabozo. Yo estaba tiritando. Me pasé
recluido tres días con sus noches. Me acordé de Jonás y de la ballena. Aguanté las
mayores humillaciones… No lo olvidaré hasta que se me nuble la memoria. Ni una
chinche, ni un piojo…, y perdonen ustedes…, ni un insecto apenas visible habrá sufrido
jamás las ofensas que me infirió a mí Sisoi Petrovich, a quien Dios tenga en su gloria.
¿Pues y lo que me sucedió con el reverendo padre Pankrati, a quien yo llamaba
mentalmente padre de vía estrecha? No sé dónde, leyó ciertas alusiones a un reverendo; y
se le metió en la cabeza que el aludido era él y que el autor del escrito era yo, aunque en
verdad ni se aludía a él ni yo había escrito aquello. Pues bien: voy una vez andando junto a
una valla, cuando alguien me empuja por la espalda y me suelta un garrotazo en la cabeza,
seguido de otro y de un tercero… ¡Qué espanto! ¿Por qué me lloverían aquellos palos? Me
vuelvo y veo al padre Pankratov, a mi confesor… ¡Públicamente! ¿Por qué? ¿Cuál era mi
delito? Pues todo lo soporté con resignación… Hube de padecer mucho, queridos
amigos…
El comerciante Grízhev, que se hallaba al lado, sonrió y dio una palmada en un
hombro a Iván Nikitich.
—Escribe —le dijo— Escribe. ¿Por qué no vas a escribir, si puedes hacerlo? ¿Y en
qué periódico escribirás?
—En Golos, Iván Petrovich.
—¿Me lo darás a leer?
—¡Je, je, je! Sin falta.
—Veremos qué milagros eres capaz de hacer. Dime: ¿de qué piensas escribir?
—Pues si Iván Stepanovich hace alguna donación para el instituto, escribiré una
crónica sobre eso.
Iván Stepanovich, un mercader rasurado, sin la larga levita típica, sonrió y enrojeció:
—Bueno, escribe. Haré la donación. ¿Por qué no? Daré mil rublos…
—¿Mil?
—Sí, hombre. Puedo darlos.
—¡Qué va!
—¿Que no? Claro que puedo.
—¿No es broma, Iván Stepanovich?
—Es en serio… Pero… Mmm… ¿Y si entrego el dinero y después no escribes nada?
—¿Cómo podría hacer eso? ¿Palabra de honor, Iván Stepanovich?
—¡Pues sí…! ¡Ejem!… ¿Y cuándo lo escribirás?
—Muy pronto, señor, muy pronto… ¿No lo dice usted en broma, Iván Stepanovich?
—¿Qué necesidad tengo de bromear, si no vas a pagarme nada por las bromas? ¡Ejem!
… ¿Y si luego no escribes?
—Escribiré, Iván Stepanovich. Que Dios me castigue si no cumplo mi palabra.
Iván Stepanovich amigó la frente, ancha y brillante, y quedó pensativo. El
corresponsal movió las piernecillas, exhaló un eructo y clavó los resplandecientes ojillos
en el comerciante. Éste insistió:
—Verás, Nikita… Nikitich… ¿O es Iván como te llamas? Verás: estoy dispuesto a
dar…, a dar dos mil rublos de plata y después… quizá algo por el estilo… Pero a
condición, hermano, de que escribas de verdad… un artículo…
—¡Por Dios le juro que sí! —cacareó Iván Nikitich.
—Lo escribes, y antes de mandarlo al periódico me lo enseñas. Entonces daré los dos
mil rublos si está bien escrito…
—Muy bien. ¡Ek!… ¡Ek-ejem!… Acepto y comprendo, señor generoso y magnánimo.
Iván Stepanovich: sea usted lo bastante amable y condescendiente para no dejar
incumplida su promesa, permitiendo que se convierta en papel mojado. ¡Iván Stepanovich,
bienhechor del prójimo! Respetables caballeros: aunque borracho, mi entendimiento se
hace cargo de todo. ¡Tenemos ante nosotros al más humano de los filántropos! ¡Lo juro!
¡Sigan su ejemplo! ¡Cooperen a la instrucción del pueblo, demuestren su generosidad! ¡Oh
Dios mío!
—Bueno, bueno… Ya me verás…
Iván Nikitich se agarró al faldón de Iván Stepanovich:
—¡Oh señor magnánimo! —soltó la trompetilla de su voz—. Una su mano a las manos
de los grandes… Vierta aceite, en el fuego que ilumina al universo… Permítame que
brinde por su salud, ¡Voy a brindar, caballero, voy a brindar! ¡Viva!…
Tras sufrir un golpe de tos, apuró la copa de vodka. Iván Stepanovich miró a los que lo
rodeaban, hizo un guiño, indicando a Iván Nikitich y se fue al salón. El periodista
permaneció meditativo unos segundos; se pasó la mano por la calva y, con grave
continente, se dirigió a la sala, pasando entre las parejas que bailaban.
—Que usted siga bien —dijo al anfitrión con una reverencia—. Gracias por su
amabilidad, Yegor Nikiforovich. Nunca lo olvidaré.
—Adiós, hermano. Llégate por aquí de cuando en cuando. O pasa por la tienda, si
tienes tiempo: tomarás té con algunos buenos mozos. Si quieres venir, estás invitado al
santo de mi mujer. Ven y pronuncia un discurso. Bueno, adiós, amigo.
Iván Nikitich, emocionado, estrechó la mano que se le tendía, hizo una profunda
reverencia y se fue presuroso hacia el vestíbulo, donde, entre tanto abrigo de piel y de
paño, se perdía el suyo, pequeño y raído.
—¡Una propina, caballero! —le rogó, servicial y amable, el lacayo encargado del
guardarropa.
—¡Para mí la quisiera, amigo mío…!
—Aquí tiene su abrigo. ¿Es el suyo, semicaballero? ¡Está como para sembrar trigo en
él! No es un abrigo para acudir a fiestas, sino para meterse en una zahúrda.
Confuso y aturdido, Iván Nikitich se puso el abrigo, se subió los pantalones salió de la
casa del ricachón L*** y se dirigió, chapoteando en el fango, a su domicilio.
Vivía en la calle principal, en una buhardilla, por la que pagaba sesenta rublos anuales
a los herederos de una tendera. Estaba su tugurio en un rincón de un enorme patio cubierto
de cardos borriqueros, y se asomaba entre los árboles con la misma timidez con que
únicamente pudiera asomarse Iván Nikitich. Después de echar el cerrojo al portalón del
patio, y sorteando hábilmente los cardos, nuestro hombre se encaminó a su morada, gris y
triste. Un perro le gruñó y le ladró, no se sabe desde dónde.
—¡Stameska, soy yo, Stameska! —murmuró Tván Nikítioh.
La puerta de la casilla estaba abierta. Limpiándose las botas con un cepillo que allí
había, Iván Nikitich penetró en su guarida. Una vez dentro, carraspeó se quitó el abrigo,
musitó una oración ante el icono y atravesó sus apartamentos. En la segunda y última
habitación volvió a orar ante el icono y, andando de puntillas, se dirigió a una cama. En
ella dormía una joven agraciada, de unos veinticinco años.
—¡Manechka! ¡Manechka! —se puso a despertarla Iván Nikitich.
—Beeee…
—Despierta, hijita…
—Yo…, yo…, a mí…
—¡Manechka, Manechka, despierta!
—¿Qué pasa? ¿Eh?…
—Despiértate, ángel mío. Levántate, bien de mi vida, alegría de tu padre. Manechka,
hija mía…
Maneohka dio la vuelta y abrió los ojos:
—¿Qué pasa?
—Haz el favor de darme dos pliegos de papel, hijita.
—¡Acuéstese a dormir!
—¡Hija mía no me los niegues!
—¿Para qué los quiere?
—Para enviar una crónica a Golos.
—Déjeme en paz y acuéstese a dormir. Allí tiene la comida que le he guardado.
—¡Amiga mía única!
—¿Está borracho? Estupendo… Déjeme dormir.
—Dame papel. ¿Qué te cuesta levantarte y hacer caso a tu padre? Amiga mía, ¿quieres
que te lo pida de rodillas?
—¡Oh, qué diablo! ¡Vayase de aquí!
—Ahora mismo.
Iván Nikitich dio dos pasos atrás y ocultó la cabeza tras un biombo. Manechka saltó de
la cama cuidadosamente envuelta en la manta.
—¡Siempre vagando! —gruñó—, ¡Vaya un castigo! Madre de Dios, ¿cuándo se
acabara todo esto? No me deja tranquila ni de día ni de noche. ¡No tiene usted conciencia!
—¡Hija, no insultes a tu padre!
—Nadie le está insultando. Tome.
Manechka sacó de su cartera dos pliegos de papel y los tiró sobre la mesa.
—Merci, Manechka. Perdona por la molestia.
—Bueno, bueno…
La joven cayó en la cama, tapose con la manta, se encogió y se durmió
inmediatamente.
Iván Nikitich encendió una vela y se sentó a la mesa. Después de meditar un instante,
mojó la pluma, se persignó y comenzó a escribir.
A las ocho de la mañana del día siguiente, Iván Nikitich estaba ya a la puerta de la casa
de Iván Stepanovich, tirando de la campanilla con mano temblorosa. Tiró cosa de diez
minutos, y en este espacio de tiempo le faltó poco para morirse de miedo por su
atrevimiento.
—¿Qué quieres? ¿Por qué llamas así? —le preguntó un lacayo, abriendo la puerta y
restregándose con el faldón de la vieja levita, de color marrón, los ojos soñolientos e
hinchados.
—¿Está en casa Iván Stepanovich?
—¿El señor? ¿Pues dónde va a estar? ¿Qué quieres?
—Quiero… verle.
—¿De Correos? Pues está durmiendo.
—No, no vengo de Correos, sino por mí mismo… Propiamente hablando…
—¿Eres funcionario?
—No, pero… ¿podría esperar?
—Claro que sí. Ahí, en el recibidor…
Iván Nikitich penetró, cohibido, en el recibidor, y tomó asiento en un diván sobre el
que se veían todos los arreos del lacayo.
—¡Aukrrrmm! ¡Kgmbrrr! ¿Quién anda por ahí? —llegó un rugido desde el dormitorio
de Iván Stepanovich—. ¡Seriozhka, ven aquí!
El lacayo pegó un salto y corrió como un desesperado hacia el dormitorio del amo,
mientras Iván Nikitich, aterrado, se abrochaba y desabrochaba, nervioso, los botones del
abrigo.
—¿Cómo? ¿Quién? —oyó vociferar en el dormitorio—. ¿A quién? ¿Es que no tienes
lengua, so bestia? ¿Cómo? ¿Del banco? ¡Pero habla de una vez! ¿Un viejo, dices?
A Iván Nikitich le martilleó el corazón. Sus ojos se nublaron y se le enfriaron los pies.
¡Se aproximaba el momento crucial!
—Llámalo —resonó en el dormitorio.
Apareció Seriozhka sudoroso, con una mano en la cara, y condujo al visitante al
dormitorio del señor. Iván Stepanovich acaba de despertarse. Acostado en la ancha cama,
sacaba la cabeza desde debajo de la manta. Junto a él, cubierto con la misma manta,
roncaba el gordiflón de la noche anterior. Éste, al acostarse, no había considerado
necesario desnudarse. Las puntas de sus botas asomaban entre las sábanas, y la medalla de
plata, desprendida del cuello, yacía sobre la almohada. En el aposento, lleno de humo de
tabaco, hacía calor y bochorno. Trozos de un quinqué roto, un reguero de petróleo y
jirones de una falda de mujer cubrían el suelo.
—¿Qué te trae por aquí? —inquirió Iván Stepanovich, mirando fijamente a Iván
Nikitich y arrugando el ceño.
—Perdone la molestia —redondeó el periodista las palabras, extrayendo el papel del
bolsillo— Respetabilísimo Iván Stepanovich, permita…
—Oye, oye, no me vengas con cuentos, que en esta casa no se leen. Dime qué es lo
que quieres.
—Pues he venido con el fin de…, ¡ejem!…, con el fin de presentarle, de la manera
más respetuosa…
—Pero, bueno, ¿quién eres tú?
—¿Yooo? Pues…, verá…, ¡ejem!… ¿Se ha olvidado de mí? Soy el corresponsal…
—¿Cómo? ¡Ah, ya caigo! ¿Y a qué has venido?
—Deseaba presentarle la crónica que le prometí, para que la lea…
—¿Ya la has escrito?
—Sí, señor.
—¿Tan pronto?
—¿Pronto? Si he estado escribiendo hasta ahora mismo…
—¡Ejem!… Pues no… No me parece bien… Tenías que tardar más tiempo. ¿Para qué
las prisas? Anda, hermano, vete y escribe más.
—Iván Stepanovich: ni el lugar ni el tiempo pueden coaccionar el talento. Aunque me
dé usted un año entero, no escribiré nada mejor. ¡Por Dios que no!
—A ver, a ver, trae para acá.
Iván Nikitich desdobló el pliego y, con las dos manos, lo acercó a la cara de Iván
Stepanovich.
Cogió el comerciante el papel, entornó los ojos y se puso a leer: «En nuestra ciudad de
T*** se construyen anualmente varios edificios, a cuyo fin se contratan arquitectos en la
capital, se encargan al extranjero materiales de construcción y se invierten enormes
capitales. Todo ello —hay que reconocerlo— con fines mercantiles…
Y es una lástima. T*** tiene más de veinte mil habitantes, existe desde hace varios
siglos y erige nuevos y nuevos edificios. Pero no hay ni una mala cabaña donde pueda
albergarse esa fuerza que corta las hondas raíces de la ignorancia. La ignorancia…». ¿Qué
dice aquí?
~¿A ver? ¡Ah!, dice horribile dictu[91].
—¿Y qué significa eso?
—Dios sabrá lo que significa, Iván Stepanovich. Yo sólo sé que cuando se escribe algo
malo o espantoso, se pone al lado, entre paréntesis, esa expresión.
—«La ignorancia…». ¡Ejem!… «va depositándose en gruesas capas y goza de pleno
derecho de ciudadanía en todos los sectores de nuestra sociedad. Pero ¡por fin!, nos ha
llegado el aire que respira toda nuestra Rusia instruida. Hace un mes nos concedió el
ministro autorización para abrir en nuestra ciudad un Instituto de segunda enseñanza. La
noticia fue acogida aquí con júbilo sincero.
Y ha habido personas que no se han limitado a expresar su satisfacción, sino que han
querido demostrar prácticamente su amor a la cultura. Nuestros comerciantes, que nunca
rehúsan colaborar en cualquier empresa noble, tampoco ahora han negado su óbolo…».
¡Diablo de hombre! ¡Aunque lo ha escrito a la carrera, qué bien le ha salido! Vaya, vaya,
te felicito… «Me creo en el deber de citar los nombres de los que más han contribuido.
Helos aquí: Gurí Petróvich Grízhev, 2000 rublos; Piotr Semionovich Alebastrov, 1500;
Aviv Inokentievich Petroshílov, 1000; Iván Stepanovich Trambonov, 2000. El último ha
prometido…». Oye, tú, ¿quién es el último?
—¿El último? Pues usted…
—¿De manera que a mí me tienes por el último?
—El último… Quiero decir… ¡ej…, ejem!…, en el sentido de…
—¿Así que yo soy el último?
Iván Stepanovich se levantó rojo de cólera:
—¿Quién es el último? ¿Yo?
—Usted, señor; pero sólo en el sentido de…
—¡En el sentido de que eres un idiota! ¿Me entiendes? ¡Un idiota! Toma tu crónica.
—Excelen… Señor… Padrecito Iván… Iván…
—¡De modo que yo soy el último! ¡Sanguijuela, ganso!
De la boca de Iván Stepanovich salió un raudal de expresiones gruesas, a cual menos
adecuada para la publicación. Iván Nikitich, loco de terror, cayó sobre una silla temblando
convulsivamente.
—¡Cerdo inmundo! ¿Yo el último? ¡Iván Stepanovich Trambonov nunca ha sido ni
será el último! ¡El último eres tú! ¡Fuera de aquí, y que no vuelva a verte ni en pintura!
El comerciante estrujó enfurecido la crónica y, hecha una bola, se la arrojó a la cara al
corresponsal de los periódicos de Moscú y de San Petersburgo. Iván Nikitich, colorado
hasta las orejas, se levantó de la silla y, braceando para darse prisa, huyó del dormitorio.
Al llegar al recibidor encontró a Seriozhka que, con una sonrisa estúpida en la estúpida
cara, le abrió la puerta. Ya en la calle, Iván Nikitich, pálido como la cera, echó a andar por
el barro en dirección de su casa. Dos horas después Iván Stepanovich, al salir de su casa,
vio en la ventana del recibidor la gorra olvidada por Iván Nikitich.
—¿De quién es esto? —preguntó a Seriozhka.
—De aquel pobre diablo que usted echó antes a la calle.
—Pues tíralo. No va a quedarse aquí emporcándolo todo.
Seriozhka cogió la gorra y, saliendo a la calle, la arrojó al lugar más fangoso.
ESCULAPIOS RURALES
(Сельские эскулапы)
Un hospital rural por la mañana.
A falta del médico, que se ha ido de caza con el jefe de los alguaciles, la consulta corre
a cargo de dos practicantes: Kuzmá Yegórov y Gleb Glebich. Hay unos treinta enfermos.
Kuzmá Yegórov, mientras inscriben a todos los que desean ser recibidos, está sentado en
el gabinete tomando café con achicoria. Gleb Glebich, que no se ha lavado ni peinado
desde que nació, apoya el pecho y la barriga en la mesa, mientras inscribe a los pacientes
para la consulta. Tiene un humor de perros. El minucioso registro se lleva a cabo por
razones de estadística. Se apunta el nombre, el patronímico, la procedencia social, el
domicilio, la edad y el grado de instrucción; y después de la consulta se anota, asimismo,
la enfermedad y la medicina recetada.
—¡Malditas plumas! —gruñe Gleb Glebich, mientras dibuja en un libro grande y en
pequeñas hojitas monstruosos garabatos—. ¿Qué tinta es ésta? Más bien parece brea. ¡Qué
gracia tiene el Ayuntamiento! Ordena que se lleve un registro de los enfermos y asigna dos
kopeks anuales para tinta. ¡Venga, acércate!
Se acercan un muzhik, con la cara vendada, y «el bajo» Mijaílo.
—¿Cómo te llamas?
—Iván Mikulov.
—¿Eh? ¿Cómo? ¡Habla en ruso!
—Iván Mikulov.
—¡Iván Mikulov!… No es a ti a quien pregunto. Retírate. A ver, tú, ¿cómo te llamas?
Mijaílo sonríe:
—¿Es que no me conoces?
—¿De qué te ríes? Si serán malditos… Con la prisa que tiene uno y con lo que vale el
tiempo, se ponen a gastar bromas. ¿Cómo te llamas?
—Pero ¿no me conoces? ¿Te has vuelto loco?
—Te conozco, pero debo preguntar lo que pregunto, porque así está ordenado. Y para
volverme loco no tengo motivo. Ni soy tan borracho como su merced, ni solemos beber
para emborrachamos. ¿Nombre y apellido?
—¿Para qué voy a decírtelo si lo sabes? Cinco años lo has sabido. No lo vas a olvidar
al sexto.
—No lo he olvidado; pero hay que guardar las formas. ¿Me entiendes? ¿O es que no
comprendes el ruso? ¡Las formas!
—Bueno, pues si tanta importancia tienen las formas, escribe y vete al diablo: Majado
Fedotich Izmuchenko.
—No Izmuchenko, sino Izmuchenkov.
—Bueno, pues Izmuchenkov… Pon lo que quieras. Con tal de que me cures…, como
si se te antoja ponerme Payaso Ivanich. Me da lo mismo.
—¿Clase social?
—Bajo.
—¿Edad?
—Vete tú a saber No estuve en el bautizo. No lo sé.
—¿Llegarás a los cuarenta?
—Puede que llegue y puede que no. Pon lo que se te ocurra.
Gleb Glebich examina un momento a Mijaílo, hace un cálculo y escribe treinta y siete
años, pero luego, como si lo hubiera pensado mejor, lo borra y pone cuarenta y uno.
—¿Sabes leer?
—¿Puede haber un cantante que no sepa? ¡Qué cabeza!
—Mientras estemos en público tienes que tratarme de usted y no gritar de esa manera.
¡El siguiente! ¿Cómo te llamas?
—Mikífor Pugolova, de Jlapova.
—Aquí no atendemos a los de Jlapova. A ver, el siguiente.
—Hágame ese favor, por el amor de Dios. Tenga usía en cuenta que he venido
andando veinte verstas…
—Aquí no se asiste a los de Jlapova. Venga otro. Apártate. ¡Está prohibido fumar!
—Si no estoy fumando, Gleb Glebich…
—¿Y qué es lo que tienes en la mano?
—El dedo vendado, Gleb Glebich.
—¿No es un cigarro? ¡No hay consulta para los de Jlapova! Venga el siguiente.
Gleb Glebich termina la inscripción. Kuzmá Yegórov apura su «café», y comienza la
consulta. El primero se hace cargo de la sección farmacéutica y se marcha al botiquín: el
segundo, de la terapéutica, y se pone una especie de delantal de hule.
—María Zaplaxina —llama Kuzmá Yegórov a la primera de la lista.
—Aquí estoy, padrecito.
Entra una viejecita, rugosa y apergaminada, tan pequeña que diríase aplastada hacia el
suelo por algún espíritu maligno. Después de persignarse, hace una profunda reverencia al
aprendiz de Esculapio.
—¡Hummm!… Cierra la puerta. ¿Qué te duele?
—La cabeza, padrecito.
—Vaya, vaya… ¿Toda o parte de ella?
—Toda, padrecito. Tal como es…
—No te la envuelvas de ese modo… Quítate ese trapo. La cabeza debe estar al fresco,
los pies al calor y el cuerpo a una temperatura media… ¿Tienes trastornos de vientre?
—Sí, padrecito…
—Bueno… A ver, tírate del párpado hacia abajo. Está bien, basta. Tienes anemia… Te
daré unas gotas. Te tomas diez por la mañana, otras diez con el almuerzo y otras diez por
la noche.
Kuzmá Yegórov se sienta y escribe la receta:
«Rp. Liquor ferri. Tres gramos del que está en la ventana. El del armario no
permite que Iván Yakovlich se destape sin estar él. Diez gotas, tres veces al día,
a María Zaplaxina».
La vejuca pregunta en qué debe tomar las gotas, se inclina y sale. Kuzmá Yegórov
pasa la receta al botiquín por un ventanuco abierto en el tabique y llama al enfermo de
tumo:
—¡Timofei Stukotei!
—Presente.
Penetra en el gabinete un individuo flaco y larguirucho, de cabeza tan gorda, que desde
lejos parece un bastón con una porra en lo alto.
—¿Te duele algo?
—El corazón, Kuzmá Yegórov.
—¿En qué parte?
Stukotei señala la parte baja del pecho.
—¿Y hace mucho tiempo?
—Desde el día de la Patrona. He venido andando y he tenido que sentarme lo menos
diez veces… Me entran unos escalofríos… Y me da fiebre, Kuzmá Yegórov.
—¡Ejem!… ¿Te duele algo más?
—A decir verdad, Kuzmá Yegórov, me duele todo el cuerpo; pero usted cúreme
solamente el corazón y no se preocupe de lo demás. Ya me lo curarán las mujeres…
Recéteme algún alcohol u otra bebida para que el corazón ande bien. A veces me da unos
vuelcos que parece que se para, y luego siento unas agarradas en esta parte que… Hasta la
rabadilla me coge… La cabeza se me pone como una piedra… Y toso una barbaridad…
—¿Tienes apetito?
—¿Apetito? Ninguno.
El practicante se acerca al paciente, le hace doblar el cuerpo y le aprieta con el puño en
el pecho.
—¿Te duele así?
—¡Huuuh, ay… qué dolor!
—¿Y así?
—¡Oooh! ¡Como para morirse!
Kuzmá Yegórov le hace varias preguntas, queda pensativo un momento y llama en su
ayuda a Gleb Glebich. Comienza el consejo médico.
—A ver la lengua —dice Gleb Glebich al enfermo.
Este abre la boca y saca la lengua.
—Ábrela más.
—No puedo, Gleb Glebich.
—Todo es posible en este mundo.
El matasanos contempla al paciente cierto tiempo, como torturado por su meditación;
se encoge de hombros y, sin pronunciar palabra, sale del gabinete.
—¡Debe ser un catarro! —grita desde el botiquín.
—¡Dele usted olium ricini y amoníaco! —le grita, a su vez, Kuzmá Yegórov—. Que se
dé friegas en el vientre por la mañana y por la noche. ¡El siguiente!
El enfermo sale del gabinete de consulta y se dirige a la ventanilla del botiquín que da
al pasillo. Gleb Glebich le entrega como la tercera parte de un vaso con aceite de ricino.
Stukotei se lo bebe pausadamente, se relame los labios; cierra los ojos y frota un dedo
sobre otro, como hacen los bebedores pidiendo un aperitivo.
—Y aquí tienes las friegas —le explica Gleb Glebich dándole un frasco de amoníaco
—. Te frotas el vientre con un trapo por la mañana y por la noche. Tienes que devolverme
el frasco. Puedes marcharte.
Se acerca a la ventanilla la cocinera del padre Grigori, Pelagia. Llega risueña,
cubriéndose la cara con la toquilla.
—¿Qué desea? —le pregunta Gleb Glebich.
Decirle que Lisaveta Grigorievna le envía un saludo y le ruega que le mande unas
pastillas de menta.
—Con mil amores… Siempre estoy dispuesto a servir a los buenos ejemplares del
bello sexo.
El practicante saca del armario un bote de pastillas de menta y echa la mitad en la
toquilla de Pelagia.
—Dígale que Gleb Glebich no cabía en sí de gozo mientras le daba las pastillas. ¿Ha
recibido mi esquela?
—La ha recibido y la ha roto. Lizaveta Grigorievna no es amiga de amoríos.
—¡Qué fierecilla! Dígale de mi parte que es una fierecilla.
—¡Mijaílo Izmuchenkov! —llama Kuzmá Yegórov.
Entra en el gabinete el «bajo» Mijaílo.
—Mijaílo Fedotich, nuestro más profundo respeto. ¿Qué le pasa?
—Me duele la garganta, Kuzmá Yegórich. He venido, propiamente hablando, para que
usted tenga a bien, respecto a mi salud… El mal no es tan doloroso como perjudicial. Por
la maldita enfermedad no puedo cantar, y el director del coro me descuenta cuarenta
kopeks por cada misa. Por no haber cantado en la víspera de ayer tarde me quitó
veinticinco kopeks. Hoy ha habido un funeral; cada cantante ha ganado tres rublos; y yo,
por estar enfermo, me he quedado sin nada. Con su permiso, le participo que tengo dolor y
carraspera. Parece como si en la garganta tuviera un gato y que con las uñas…, ras, ras…
—¿No será a causa de las bebidas fuertes?
—No se lo puedo decir de seguro; pero, con su permiso, debo comunicarle que las
bebidas alcohólicas influyen en los tenores, pero en los bajos, ni pizca. La voz del bajo se
hace más sorda y más imponente con la bebida. Lo que fastidia a los bajos son los
resfriados.
Por el ventanuco asoma la cabeza de Gleb Glebich.
—¿Qué le doy a la vieja? El frasco que había en la ventana se ha terminado. Voy a
destapar el del armario.
—¡No, no! ¡Iván Yakovlich lo ha prohibido! Puede enfadarse…
—Y, entonces, ¿qué le doy?
—Dale cualquier cosa.
«Cualquier cosa», en boca de Glebo Glebich, quiere decir bicarbonato.
—No le convienen las bebidas fuertes.
—Pero si hace ya tres días que no las pruebo… Debe de ser cosa de un resfriado…
Efectivamente, la vodka enronquece la voz; pero, con la ronquera, como usted bien sabe,
Kuzmá Yegórov, la octava sale mejor. Los de mi gremio no podemos arreglárnoslas sin
beber vodka. ¿Qué clase de cantante es el que no la toma? Más que un cantante es… un
hazmerreír. A no ser por mi profesión, no probaría esa maldita bebida. La vodka es la
sangre de Satanás.
—Bueno, le voy a recetar unos polvos. Disuélvalos en una botella y haga gárgaras por
la mañana y por la noche.
—¿Pasa algo si me los trago?
—No.
—Pues estupendo. No me gusta que no pueda uno tragárselos. Después de gargarizar y
gargarizar, da lástima tirarlos. Y ahora verá usted lo que deseaba preguntarle. Como no
ando muy bien del vientre, por lo cual me hago una sangría todos los meses y tomo unas
hierbas, ¿me conviene contraer matrimonio?
Kuzmá Yegórov reflexiona un buen rato y responde:
—No; no se lo aconsejo.
—Se lo agradezco en el alma […]. Es usted un médico de los que no hay, Kuzmá
Yegórov. Mejor que todos los doctores. ¡Lo juro por Dios! ¡Cuántas almas ruegan por
usted al cielo! ¡Ooooh! ¡Es magnífico!
Kuzmá Yegórov baja los ojos con modestia y escribe resueltamente la receta:
bicarbonato.
SE ESTROPEÓ EL ASUNTO
(CASO DIGNO DE UN SAINETE)
(Пропащее дело. Водевильное происшествие)
¡Qué gana tengo de llorar! Creo que si rompiera en sollozos me aliviaría algo.
Era una noche admirable. Me puse de punta en blanco, me peiné, me perfumé un poco
y salí hecho un don Juan, camino de la casa de ella. Vive en una dacha de Sokólniki. Es
joven, hermosa, recibirá una dote de treinta mil rublos, tiene cierta instrucción y me amaba
con ceguera de topo.
Al llegar a Sokólniki, la encontré sentada en nuestro banco favorito, al pie de altos y
esbeltos abetos. Resplandeció al venue y, levantándose con rapidez vino a mi encuentro.
—¡Qué cruel es usted! —me reprochó—, ¡Mire que tardar tanto, sabiendo cómo
anhelo verle! ¡Ay, qué hombre!
Besé su primorosa mano y, trémulo me fui con ella al banco. Palpitante y angustiado,
sentía inflamarse mi corazón y temía que me estallase dentro del pecho. Mi pulso tenía
latido de fiebre.
¡Y era natural! ¡Como que yo había ido a decidir para siempre mi destino! ¡A jugarme
el todo por el todo! De aquella tarde dependía mi suerte.
Hacía un tiempo espléndido; mas ¿qué me importaba a mí el tiempo? Ni siquiera hacía
caso de un ruiseñor, que cantaba sobre nuestras cabezas, pese a que, como es sabido, en
cualquier cita, por poca que sea su importancia, hay que escuchar a los ruiseñores.
—¿Por qué calla usted? —preguntó ella, mirándome a los ojos.
—Pues… Hace una noche tan bella… ¿Qué tal se encuentra su maman?
—Bien, gracias.
—¡Ejem!… Me alegro… Pues verá usted. Varvara Petrovna: quiero hablarle de un
asunto… He venido exclusivamente para eso… Hasta ahora he callado, pero ya… este
servidor suyo no puede seguir guardando silencio.
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Varia agachó la cabeza y estrujó una florecilla entre sus dedos temblorosos. Sabía
cuál era el tema de que iba a hablarle. Proseguí:
—¿Para qué callar? Por más que uno se cohíba y se retraiga, tarde o temprano tendrá
que dar rienda suelta… a sus sentimientos y a su lengua. Quizá usted se enfade…, acaso
no me comprenda, pero…
Me detuve un instante: había que buscar una frase a propósito.
«¡Pero habla ya de una vez! —protestaron sus ojos—. ¡Cobardón! ¿Por qué me
martirizas?».
—Usted se habrá dado cuenta hace tiempo —continué— de por qué vengo a diario y
la molesto con mi presencia. ¿Cómo no va a haberlo adivinado? De seguro que, con su
sagacidad característica, habrá usted advertido en mí un sentimiento que… (Pausa),
¡Varvara Petrovna!
Varia se inclinó más aún. Sus dedos temblaban.
—¡Varvara Petrovna!
—¿Qué?
—Yo… ¡Bueno, para qué vamos a hablar si está a la vista! Yo la amo… Eso es todo…
¿Qué otra cosa puedo decirle? (Pausa). ¡La quiero con locura! Mi amor es tan grande
que… Mire: coja todas las novelas que se han escrito en el mundo, lea todas las
declaraciones de amor que en ellas se contienen, todos los juramentos, todos los sacrificios
y… todo junto le dirá lo…, lo que ahora se alberga en mi pecho… ¡Varvara Petrovna!
(Pausa). ¡Varvara Petrovna! ¡¿Por qué calla usted?!
—¿Qué quiere que le diga?
—¿Va a decirme… que no?
Varia levantó la cabeza y sonrió.
«¡Qué demonio!», pensé. Ella sonrió de nuevo, movió los labios y emitió un susurro
casi inaudible:
—¿Por qué voy a decirle que no?
Me apoderé de su mano como un loco, como un loco la besé y como un loco busqué la
otra mano. Ella, ¡qué adorable!, mientras yo estaba entretenido con sus manos apoyó la
cabeza en mi hombro; y por primera vez advertí la esplendorosa exuberancia de su
cabellera.
Besé su cabeza, y sentí en mi pecho el mismo calor que si me hubieran puesto dentro
el samovar. Varia alzó la cabeza, y no me quedó otra cosa que besarla en los labios.
Pero he aquí que cuando ella estaba ya en mis manos decididamente, cuando la
resolución de que me diesen los treinta mil rublos se hallaba ya presta para la firma,
cuando tenía ya casi en mi poder una esposa guapa, un dinero nada deleznable y una
buena carrera, se le ocurrió al diablo tirarme de la lengua.
Quise presumir ante mi futura esposa, blasonar de escrupuloso y jactarme de mis
principios. No me explico yo mismo con qué fin lo hice. Pero lo cierto es que no pudo
salir peor.
—Varvara Petrovna —le dije, después del primer beso—. Antes que me prometa ser
mi mujer, creo que es un deber sagrado decirle unas palabras para evitar posibles
equívocos. Seré breve. ¿Sabe usted, Varvara Petrovna, quién soy yo y qué soy yo?
Ciertamente, soy honrado… Soy trabajador… Soy…, soy altivo. Es más: incluso tengo un
porvenir… Pero soy pobre… Carezco de todo…
—Lo sé —replicó ella—, Pero la felicidad no reside en el dinero.
—Cierto, cierto… ¿Quién ha hablado de dinero? Yo… me enorgullezco de mi
pobreza. Los céntimos que me proporcionan mis actividades literarias no los cambiaría
por los miles de rublos que…, por los miles de rublos que…
—¡Le entiendo, le entiendo! Pero…
—Estoy acostumbrado a la pobreza. Es mi compañera inseparable. Puedo pasarme una
semana sin comer… Pero usted…, ¡usted! ¿Es que usted, habituada a no dar dos pasos sin
tomar un coche, a estrenar un vestido cada día, a tirar el dinero; usted, que nunca ha
conocido la necesidad y para quien una flor que no esté de moda es ya una gran desgracia
accederá a renunciar a todos los bienes de la tierra con tal de vivir conmigo? ¡Ejem!
—Yo tengo dinero. Recibiré una dote…
—¡Tanto como nada! Para gastarse diez o veinte mil rublos bastan unos cuantos
años… ¿Y qué es lo que nos espera después? ¿Necesidades? ¿Lágrimas? Crea usted en mi
experiencia, querida mía. Sé muy bien lo que digo. Lo sé. Para batirse contra la miseria
hace falta una voluntad firme, un carácter sobrehumano.
«¡Hay que ver la sarta de tonterías que estoy soltando!», dije para mí; pero continué:
—¡Piénselo, Varvara Petrovna! ¡Medite el paso que va a dar! ¡Es un paso definitivo! Si
se siente con fuerzas para seguirme, sígame; en caso contrario, recháceme. ¡Oh, prefiero
quedarme sin usted antes que privarla de su tranquilidad! Los cien rublos mensuales que
me proporciona la literatura son una insignificancia. Con eso no hay para vivir. ¡Piénselo
antes que sea tarde!
Al terminar esta parrafada, me puse en pie de un salto:
—Reflexione. La impotencia va siempre acompañada de lágrimas, de reproches, de
canas prematuras… Deseo advertirla porque soy honrado. ¿Se considera lo bastante fuerte
para compartir conmigo una vida que, en lo exterior, es tan distinta de la suya y tan ajena a
usted? (Pausa).
—¡Pero es que tengo mi dote!
—¿Cuánto? ¿Veinte mil rublos? ¿Treinta mil? ¡Ja, ja, ja! ¿Un millón? Y, por otra parte,
¡cómo voy a permitirme disponer de lo…, de lo que!… ¡No! ¡Jamás! ¿Y mi orgullo?
Di unas cuantas vueltas al lado del banco. Varia se había puesto pensativa. Yo estaba
lleno de júbilo: su ensimismamiento era una prueba de respeto para mí.
—Escoja, pues, entre las privaciones de la vida conmigo y la riqueza sin mí… Elija:
¿tiene usted la fuerza necesaria? ¿Tiene mi Varía esa fuerza?
Seguí hablando largo rato en el mismo estilo. Sin advertirlo yo mismo, me subí a las
nubes. Hablaba y al mismo tiempo notaba una duplicidad en mis pensamientos. La mitad
de mi persona se dejaba llevar por lo que decía. La otra soñaba: «Aguarda, amiga. Con tus
treinta mil rublos nos vamos a dar una vida imponente. Nos sobra para mucho tiempo».
Varia me escuchaba en silencio. Por último se levantó y me tendió la mano:
—Se lo agradezco mucho —me dijo en un tono que me hizo estremecerme y mirarla a
los ojos.
En sus ojos y en sus mejillas brillaban las lágrimas.
—Muchas gracias. Ha hecho muy bien en haber sido tan franco… Yo soy muy
delicada… No podría… No haría pareja con usted…
Y rompió a llorar. A mí se me pusieron los pelos de punta. Siempre me desconcierta
una mujer llorando. Tanto más en aquella ocasión. Mientras tanto, ella reprimió los
sollozos y se enjugó las lágrimas.
—Lleva usted razón —siguió diciendo—. Si me caso con usted, le engañaré. No soy la
mujer que necesita. Soy rica, mimosa, me gusta ir en coche, comer becadas y pasteles
caros. Nunca pruebo en el almuerzo ninguna sopa. Mi madre me lo reprocha a menudo.
Pero es que no puedo. ¡Yo ir a pie de un sitio a otro! Me cansaría… Y, además, los
vestidos… Todo tendría que costearlo usted… ¡No! ¡Adiós!
Y con un ademán trágico exclamó, muy a despropósito, por cierto:
—¡No soy digna de usted! ¡Adiós!
Después de lo cual giró en redondo y se marchó.
¿Y yo? Yo me quedé pasmado como un imbécil, sin pensar en nada, viéndola alejarse
y creyendo que la tierra se abría bajo mis pies. Cuando me recobré y me di cuenta de
dónde estaba y de la grandiosa trastada que me había jugado mi lengua, me puse a dar
alaridos. De Varia no quedaba ya ni rastro cuando se me ocurrió gritarle: «¡Espere!».
Abochornado y contrito, emprendí el camino de vuelta. En el extremo de la ciudad no
había ningún coche. Como, por otra parte, tampoco tenía dinero para pagarlo, tuve que
regresar a pie.
Tres días más tarde fui otra vez a Sokólniki. En la dacha me dijeron que Varia
enferma, se preparaba para marcharse a Peters— burgo en compañía de su padre, a casa de
su abuela. No conseguí otra cosa.
Y ahora, tendido en mi cama, muerdo la almohada y me doy de puñetazos en la
cabeza. Siento como si cien cuchillos me atravesaran el corazón…
¿Cómo arreglar el asunto, lector? ¿Cómo desdecirse de lo dicho? ¿Qué le digo o qué le
escribo a Varia? ¡Imposible imaginarlo! Se estropeó el asunto. ¡Y de qué manera tan
estúpida!
LAS ISLAS VOLADORAS
(UN RELATO DE JULIO VERNE
TRADUCIDO POR A. CHEJONTÉ)
(Летающие острова. Соч. Жюля Верна. Перевод
А. Чехонте)
I. LA CONFERENCIA
—¡Не terminado, caballeros! —dijo Mr. John Lund, joven miembro de la Real
Sociedad Geográfica, mientras se desplomaba exhausto sobre un sillón. La sala de
asambleas resonó con grandes aplausos y gritos de ¡bravo! Uno tras otro, los caballeros
asistentes se dirigieron hacia John Lund y le estrecharon la mano. Como prueba de su
asombro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y torcieron ocho cuellos,
pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era el capitán de La Catástrofe,
un yate de 100 000 toneladas.
—¡Caballeros! —dijo Mr. Lund, profundamente emocionado—. Considero mi más
sagrada obligación el darles a ustedes las gracias por la asombrosa paciencia con la que
han escuchado mi conferencia de una duración de 40 horas, 32 minutos y 14 segundos…
¡Tom Grouse! —exclamó, volviéndose hacia su viejo criado—. Despiértame dentro de
cinco minutos. Dormiré, mientras los caballeros me disculpan por la descortesía de
hacerlo.
—¡Sí, señor! —dijo el viejo Tom Grouse.
John Lund echó hacia atrás la cabeza, y estuvo dormido en un segundo.
John Lund era escocés de nacimiento. No había tenido una educación formal ni
estudiado para obtener ningún grado, pero lo sabía todo. La suya era una de esas
naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato conocimiento de
todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que había sido recibido su parlamento
estaba totalmente justificado. En el curso de cuarenta horas había presentado un vasto
proyecto a la consideración de los honorables caballeros, cuya realización llevaría a la
consecución de gran fama para Inglaterra y probaría hasta qué alturas puede llegar en
ocasiones la mente humana.
«La perforación de la Luna, de uno a otro lado, mediante una colosal barrena». ¡Éste
era el tema de la brillantemente pronunciada conferencia de Mr. Lund!
II. EL MISTERIOSO EXTRAÑO
Sir Lund no durmió siquiera durante tres minutos. Una pesada mano descendió sobre
su hombro y tuvo que despertarse. Ante él se alzaba un caballero de un metro, ocho
decímetros, dos centímetros y siete milímetros de altura, flexible como un sauce y delgado
como una serpiente disecada. Era completamente calvo. Enteramente vestido de negro,
llevaba cuatro pares de anteojos sobre la nariz, un termómetro en el pecho y otro en la
espalda.
—¡Sígame! —exclamó el calvo caballero con tono sepulcral.
—¿Dónde?
—¡Sígame, John Lund!
—¿Y qué pasará si no lo hago?
—¡Entonces me veré obligado a perforar a través de la Luna antes de que lo haga
usted!
—En ese caso, caballero, estoy a su servicio.
—Su criado caminará detrás de nosotros.
Mr. Lund, el caballero calvo y Tom Grouse abandonaron la sala de asambleas,
saliendo a las bien iluminadas calles de Londres. Caminaron durante largo tiempo.
—Señor —dijo Grouse a Mr. Lund—, si nuestro camino es tan largo como este
caballero, de acuerdo con la ley de la fricción, ¡gastaremos nuestras suelas!
Los caballeros meditaron un momento. Diez minutos después, tras decidir que el
comentario de Grouse tenía mucha gracia, rieron ruidosamente.
—¿Con quién tengo el honor de compartir mis risas, caballero? —preguntó Lund a su
calvo acompañante.
—Tiene el honor de caminar, hablar y reír con un miembro de todas las sociedades
geográficas, arqueológicas y etnográficas del mundo, con alguien que posee un grado
magna cum laude en cada ciencia que ha existido y que existe en la actualidad, es
miembro del Club de las Artes de Moscú, fideicomisario honorífico de la Escuela de
Obstetricia Bovina de Southampton, suscriptor del The Illustrated Imp, profesor de magia
amarillo-verdosa y gastronomía elemental en la futura Universidad de Nueva Zelanda,
director del Observatorio sin Nombre, William Bolvanius. Lo estoy llevando, caballero,
a…
(John Lund y Tom Grouse cayeron de rodillas ante el gran hombre, del que tanto
habían oído, e inclinaron sus cabezas en señal de respeto).
—… Lo estoy llevando, caballero, a mi observatorio, a treinta y dos kilómetros de
aquí. ¡Caballero! El silencio es una bella cualidad en un hombre. Necesito un compañero
en mi empresa, la significación de la cual será capaz de comprender con tan sólo los dos
hemisferios de su cerebro. Mi elección ha recaído en usted. Tras su conferencia de
cuarenta horas, es muy improbable que desee entablar conversación conmigo, y yo,
caballero, no amo a nada tanto como a mi telescopio y a un silencio prolongado. La lengua
de su servidor, empero, será detenida a una orden suya. ¡Caballero, viva la pausa! Lo estoy
llevando… Supongo que no tendrá nada en contra, ¿no es así?
—¡En absoluto, caballero! Tan sólo lamento que no seamos corredores y, por otra
parte, el que estos zapatos que estamos usando valgan tanto dinero.
—Le compraré zapatos nuevos.
—Gracias, caballero.
Aquellos de mis lectores que estén sobre ascuas por el deseo de tener un mejor
conocimiento del carácter de Mr. William Bolvanius pueden leer su asombrosa obra:
¿Existió la Luna antes del Diluvio?; y, si así fue, ¿por qué no se ahogó? A esta obra se le
acostumbra a unir un opúsculo, posteriormente prohibido, publicado un año antes de su
muerte y titulado: Cómo convertir el Universo en polvo y salir con vida al mismo tiempo.
Estas dos obras reflejan la personalidad de este hombre, notable entre los notables, mejor
que pudiera hacerlo cualquier otra cosa.
Incidentalmente, estas dos obras describen también cómo pasó dos años en los
pantanos de Australia, subsistiendo enteramente a base de cangrejos, limo y huevos de
cocodrilo, y sin hacer durante todo este tiempo ni un solo fuego. Mientras estaba en los
pantanos, inventó un microscopio igual en todo a uno ordinario, y descubrió la espina
dorsal en los peces de la especie Riba. Al volver de su largo viaje, se estableció a unos
kilómetros de Londres y se dedicó enteramente a la astronomía. Siendo como era un
auténtico misógino (se casó tres veces y tuvo, como consecuencia, tres espléndidos y bien
desarrollados pares de cuernos), y no sintiendo deseos ocasionales de aparecer en público,
llevaba la vida de un esteta. Con su sutil y diplomática mente, consiguió que su
observatorio y su trabajo astronómico tan sólo fuesen conocidos por él mismo. Para pesar
y desgracia de todos los verdaderos ingleses, debemos hacer saber que este gran hombre
ya no vive en nuestros días; murió hace algunos años, oscuramente, devorado por tres
cocodrilos mientras nadaba en el Nilo.
III. LOS PUNTOS MISTERIOSOS
El observatorio al que llevó a Lund y al viejo Tom Grouse… (sigue aquí una larga y
tremendamente aburrida descripción del observatorio, que el traductor del francés al ruso
ha creído mejor no traducir para ganar tiempo y espacio). Allí se alzaba el telescopio
perfeccionado por Bolvanius. Mr. Lund se dirigió hacia el instrumento y comenzó a
observar la Luna.
—¿Qué es lo que ve, caballero?
—La Luna, caballero.
—Pero ¿qué es lo que ve cerca de la Luna, caballero?
—Tan sólo tengo el honor de ver la Luna, caballero.
—Pero ¿no ve unos puntos pálidos moviéndose cerca de la Luna, caballero?
—¡Pardiez, caballero! ¡Veo los puntos! ¡Sería un asno si no los viera! ¿De qué clase de
puntos se trata?
—Esos puntos tan sólo son visibles a través de mi telescopio. ¡Pero ya basta! ¡Deje de
mirar a través del aparato! Mr. Lund y Tom Grouse, yo deseo saber, tengo que saber, qué
son esos puntos. ¡Estaré allí pronto! ¡Voy a hacer un viaje para verlos! Y ustedes vendrán
conmigo.
—¡Hurra! —gritaron a un tiempo John Lund y Tom Grouse—, ¡Vivan los puntos!
IV. CATÁSTROFE EN EL FIRMAMENTO
Media hora más tarde, Mr. William Bolvanius, John Lund y Tom Grouse estaban
volando hacia los misteriosos puntos en el interior de un cubo que era elevado por
dieciocho globos. Estaba sellado herméticamente y provisto de aire comprimido y de
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aparatos para la fabricación de oxígeno . El inicio de éste estupendo vuelo sin
precedentes tuvo lugar la noche del 13 de marzo de 1870. El viento provenía del sudoeste.
La aguja de la brújula señalaba oeste-noroeste. (Sigue una descripción, extremadamente
aburrida, del cubo y de los dieciocho globos). Un profundo silencio reinaba dentro del
cubo. Los caballeros se arrebujaban en sus capas y fumaban cigarros. Tom Grouse,
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tendido en el suelo, dormía como si estuviera en su propia casa. El termómetro
registraba bajo cero. En el curso de las primeras veinte horas, no se cruzó entre ellos ni
una sola palabra ni ocurrió nada de particular. Los globos habían penetrado en la región de
las nubes.
Algunos rayos comenzaron a perseguirles, pero no consiguieron darles alcance, como
era natural esperar tratándose de ingleses. Al tercer día John Lund cayó enfermo de
difteria y Tom Grouse tuvo un grave ataque en el bazo. El cubo colisionó con un aerolito y
recibió un golpe terrible. El termómetro marcaba -76°.
—¿Cómo se siente, caballero? —preguntó Bolvanius a Mr. Lund el quinto día,
rompiendo finalmente el silencio.
—Gracias, caballero —replicó Lund, emocionado—; su interés me conmueve. Estoy
en la agonía. Pero ¿dónde está mi fiel Torn?
—Está sentado en un rincón, mascando tabaco y tratando de poner la misma cara que
un hombre que se hubiera casado con diez mujeres al mismo tiempo.
—¡Ja, ja, ja, Mr. Bolvanius!
—Gracias, caballero.
Mr. Bolvanius no tuvo tiempo de estrechar su mano con la del joven Lund antes de que
algo terrible ocurriese. Se oyó un terrorífico golpe. Algo explotó, se escucharon un millar
de disparos de cañón, y un profundo y furioso silbido llenó el aire. El cubo de cobre,
habiendo alcanzado la atmósfera rarificada y siendo incapaz de soportar la presión interna,
había estallado, y sus fragmentos habían sido despedidos hacia el espacio sin fin.
¡Éste era un terrible momento, único en la historia del Universo!
Mr. Bolvanius agarró a Tom Grouse por las piernas, este último agarró a Mr. Lund por
las suyas, y los tres fueron llevados como rayos hacia un misterioso abismo. Los globos se
soltaron. Al no estar ya contrapesados, comenzaron a girar sobre sí mismos, explotando
luego con gran ruido.
—¿Dónde estamos, caballero?
—En el éter.
—Hummm. Si estamos en el éter, ¿qué es lo que respiramos?
—¿Dónde está su fuerza de voluntad, Mr. Lund?
—¡Caballeros! —gritó Tom Grouse—. ¡Tengo el honor de informarles que, por alguna
razón, estamos volando hacia abajo y no hacia arriba!
—¡Bendita sea mi alma, es cierto! Esto significa que ya no nos encontramos en la
esfera de influencia de la gravedad. Nuestro camino nos lleva hacia la meta que nos
habíamos propuesto. ¡Hurra! Mr. Lund, ¿qué tal se encuentra?
—Bien, gracias, caballero. ¡Puedo ver la Tierra encima, caballero!
—Eso no es la Tierra. Es uno de nuestros puntos. ¡Vamos a chocar con él en este
mismo momento!
¡¡¡Boom!!!
V. LA ISLA DE JOHANN GOTH
Tom Grouse fue el primero en recuperar el conocimiento. Se restregó los ojos y
comenzó a examinar el territorio en el que Bolvanius, Lund y él yacían. Se despojó de uno
de sus calcetines y comenzó a dar friegas con él a los dos caballeros. Éstos recobraron de
inmediato el conocimiento.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lund.
—¡En una de las islas que forman el archipiélago de las Islas Voladoras! ¡Hurra!
—¡Hurra! ¡Mire allí, caballero! ¡Hemos superado a Colón!
Otras varias islas volaban por encima de la que les albergaba. (Sigue la descripción de
un cuadro comprensible tan sólo para un inglés). Comenzaron a explorar la isla. Tenía…
de largo y… de ancho (números, números, ¡una epidemia de números!). Tom Grouse
consiguió un éxito al hallar un árbol cuya savia tenía exactamente el sabor del vodka ruso.
Cosa extraña, los árboles eran más bajos que la hierba (?). La isla estaba desierta. Ninguna
criatura viva había puesto el pie en ella.
—Vea, caballero, ¿qué es esto? —preguntó Mr. Lund a Bolvanius, recogiendo un
manojo de papeles.
—Extraño… sorprendente… maravilloso… —murmuró Bolvanius.
Los papeles resultaron ser las notas tomadas por un hombre llamado Johann Goth,
escritos en algún lenguaje bárbaro, creo que ruso.
—¡Maldición! —exclamó Mr. Bolvanius—, ¡Alguien ha estado aquí antes que
nosotros! ¿Quién pudo haber sido? ¡Maldición! ¡Oh, rayos del cielo, machaquen mi
potente cerebro! ¡Dejen que le eche las manos encima, tan sólo dejen que se las eche! ¡Me
lo tragaré de un bocado!
El caballero Bolvanius, alzando los brazos, rió salvajemente. Una extraña luz brillaba
en sus ojos.
Se había vuelto loco.
VI. EL REGRESO
—¡Hurra! —gritaron los habitantes de El Havre, abarrotando cada centímetro del
muelle. El aire vibraba con gritos jubilosos, campanas y música. La masa oscura que los
había estado amenazando durante todo el día con una posible muerte estaba descendiendo
sobre el puerto y no sobre la ciudad. Los barcos se hacían rápidamente a mar abierto. La
masa negra que había ocultado el sol durante tantos días chapuzó pesadamente
(pesamment), entre los gritos exultantes de la multitud y el tronar de la música, en las
aguas del puerto, salpicando la totalidad de los muelles. Inmediatamente se hundió. Un
minuto después había desaparecido toda traza de ella, exceptuando las olas que cruzaban
la superficie en todas direcciones. Tres hombres flotaban en medio de las aguas: el
enloquecido Bolvanius, John Lund y Tom Grouse. Fueron subidos rápidamente a bordo de
unas barquichuelas.
—¡No hemos comido en cincuenta y siete días! —murmuró Mr. Lund, delgado como
un artista hambriento. Y relató lo sucedido.
La isla de Johann Goth ya no existía. El peso de los tres bravos hombres la había
hecho repentinamente más pesada.
Dejó la zona neutral de gravitación, fue atraída hacia la Tierra, y se hundió en el puerto
de El Havre.
CONCLUSIÓN
John Lund está ahora trabajando en el problema de perforar la Luna de lado a lado. Se
acerca el momento en que la Luna se verá embellecida con un hermoso agujero. El
agujero será propiedad de los ingleses.
Tom Grouse vive ahora en Irlanda y se dedica a la agricultura. Cría gallinas y da
palizas a su única hija, a la que está educando al estilo espartano. Los problemas
científicos todavía le preocupan: está furioso consigo mismo por no haber pensado en
recoger ninguna semilla del árbol de la Isla Voladora cuya savia tenía el mismo, el
mismísimo sabor que el vodka ruso.
HISTORIA RUIN
(A MODO DE NOVELA)
(Скверная история. Нечто романообразное)
La cosa empezó ya en el invierno.
Hubo un baile. Tronaba la música, ardían los candelabros, los caballeros no perdían el
arrojo y las damas gozaban de la vida. Se bailaba en los salones, se jugaba a las cartas en
los gabinetes, se bebía en el ambigú, y en la biblioteca se hacían frenéticas declaraciones
de amor.
Lelia Aslovskaya, una rubia regordeta y sonrosada de grandes ojos azules, cabello
largo y con el número 26 en su tarjeta de identidad, se había sentado aparte y renegaba de
todo, de todos y hasta de sí misma. Una pena le roía el alma. Lo que pasaba era que los
hombres se portaban odiosamente con ella. Sobre todo en los últimos dos años ese
comportamiento había sido atroz. Había notado que ya no se fijaban en ella. La sacaban a
bailar con desgana. Más aún, si pasaba algún sujeto junto a ella, el muy sinvergüenza ni
siquiera la miraba, como si ya hubiera perdido su belleza. Y si por casualidad alguno
ponía en ella los ojos, así de sopetón, lo hacía, no con asombro ni platónicamente, sino
como el que tiene apetito mira una empanadilla de carne o un cochinillo asado antes de la
comida. Mientras que en años anteriores…
—¡Y así todas las soirées, todos los bailes! —rezongaba Lelia, mordiéndose los labios
—. Sé muy bien por qué no se fijan en mí. Quieren vengarse. Quieren vengarse de mí
porque los desprecio. Pero ¿cuándo voy a casarme por fin? ¿Es que una puede llegar a
casarse así? Porque el tiempo no espera. ¡Canallas, más que canallas!
En la noche a que nos referimos el destino tuvo a bien apiadarse de Lelia. Cuando el
teniente Nabrydlov, en vez de bailar con ella la prometida cuadrilla, cogió una borrachera
de marca mayor y al pasar a su lado chasqueó los labios para mostrar que no se le daba un
ardite, ella no pudo ya contenerse. Su cólera llegó al colmo. Se le nublaron los ojos azules
y le empezaron a temblar los labios. La llantina estaba en puertas. Para que los profanos
no la vieran llorar se volvió hacia las ventanas empañadas y oscuras, y ¡oh, momento
milagroso! en una de ellas vio a un guapo mozo que no le quitaba los ojos de encima. El
joven formaba un cuadro delicado que al punto quedó clavado en el corazón de Lelia. El
chico tenía un porte elegante, los ojos llenos de amor, de sorpresa, de preguntas, de
respuestas, el rostro melancólico. Lelia se reanimó al instante. Adoptó la postura oportuna
y se puso a observar según convenía. Vio que el joven no la miraba casualmente, así como
así, sino fijamente, con deleite y admiración.
«Dios mío —pensó Lelia—. ¡Ojalá que a alguien se le ocurra presentármelo! Éste, por
las trazas, es un chico nuevo. Me ha echado el ojo enseguida».
Poco después el joven dio media vuelta, cruzó los salones y empezó a importunar a
varios caballeros.
«Quiere ser presentado. Está pidiendo que no lo presenten», pensaba Lelia con un
nudo en la garganta.
En efecto, diez minutos más tarde un aficionado a las tablas con cara de granuja bien
afeitado se lo presentó a Lelia. El joven resultó ser «nuestro Nogtev», un artista con más
talento que el mismísimo diablo. Nogtev tenía veinticuatro años, era moreno, de ojos
ardientes, meridionales, y mejillas pálidas. Un bigotillo gracioso le adornaba el labio.
Nunca había pintado nada, pero era artista. Llevaba el cabello largo, perilla, un dije de oro
en forma de paleta colgado de la cadena del reloj, gemelos de oro también en forma de
paleta, guantes hasta el codo y tacones de una altura inverosímil. Buen chico, pero
bastante ganso. Tenía un papá bien nacido, una mamá por el estilo y una abuela rica. Era
soltero. Estrechó con recelo la mano de Lelia, se sentó tímidamente y, una vez sentado, se
puso a devorar a la moza con sus ojos grandes. Hablaba despacio y con titubeos. Lelia no
daba paz a la lengua, mientras que él sólo decía «sí…, no…, yo, sabe usted…». Hablaba
sin apenas respirar, respondía sin venir a cuento y, de vez en cuando, por turbación, se
frotaba ligeramente el ojo izquierdo.
Lelia aplaudía con entusiasmo. Había decidido que el artista estaba chalado por ella, lo
cual la invitaba a cantar victoria.
Al día siguiente del baile Lelia, sentada a la ventana de su cuarto, vigilaba triunfante la
calle. Nogtev se paseaba por delante de la casa, asaeteando las ventanas con los ojos.
Tenía el aspecto de alguien a punto de morir: melancólico, lánguido, delicado,
calenturiento. Dos días después del baile pasó dos cuartos de lo mismo. El tercer día llovió
y el joven no apareció ante la casa (alguien dijo que a la figura de Nogtev no le iba bien el
paraguas). El cuarto día decidió venir de visita a casa de los padres de Lelia. Las
relaciones quedaron ligadas con un nudo gordiano imposible de deshacer.
Un mes más tarde hubo otro baile. Nogtev, apoyado en el quicio de la puerta, devoraba
a Lelia con los ojos. Ella, queriendo darle celos, coqueteaba desde lejos con el teniente
Nabrydlov, que esta vez estaba, no borracho del todo, sino sólo achispado.
El papá de la niña se acercó a Nogtev.
—¿Usted pinta? —preguntó el papá—. ¿Le interesa a usted el arte?
—Sí.
—¡Ah! Cosa bonita, el arte… Ojalá, ojalá… Claro que Dios ha distribuido tanto
talento… Sí, cada cual tiene su talento…
Tras un breve silencio continuó:
—Mire, joven, lo que debe hacer puesto que es usted pintor. Venga a visitarnos en
nuestra casa de campo la primavera próxima. Hay sitios muy amenos allá. Una barbaridad
de vistas, créame. Ni Rafael pudo pintarlas como ésas (pronunciaba Rapael). Nos dará
usted un alegrón. Como, además, usted y mi hija… se han hecho tan amigos… ¡Ah, los
jóvenes, los jóvenes…! Je, je, je.
El artista hizo una reverencia y el primero de mayo de ese año se trasladó a la casa de
campo de los Aslovsky con sus bártulos. Éstos se componían de una innecesaria caja de
pinturas, un chaleco de piqué, una cigarrera vacía y un par de camisas. Fue recibido con
los brazos abiertos. Pusieron a su disposición dos habitaciones, dos lacayos, un caballo y
todo lo que pidiera por aquella boca, con tal que diera esperanzas. Sacó toda la ventaja
posible de su nueva situación: comía como un tragaldabas, bebía como una esponja,
dormía a pierna suelta, admiraba la naturaleza y no quitaba los ojos de Lelia. Ésta
rebosaba de felicidad. Él estaba cerca, era joven, guapo y tímido… ¡Y amaba tanto! Era
tan apocado que no sabía cómo llegarse a ella. Ahora más que nunca la observaba desde
lejos, desde detrás de las cortinas o de los arbustos.
«¡Amor tímido!», pensaba Leba, suspirando.
Una hermosa mañana el papá y Nogtev conversaban sentados en un banco del jardín.
El papá hablaba con viveza de los encantos de la vida de familia, pero Nogtev escuchaba
con impaciencia y buscaba con la mirada el torso de Leba.
—¿Es usted hijo único? —preguntó el papá entre otras cosas.
—No. Tengo un hermano, llamado Iván. Buen muchacho. Un encanto de hombre. ¿Le
conoce usted?
—No tengo el honor…
—Lástima que no se conozcan ustedes. Es un soltero empedernido, ¿sabe usted? Un
tipo alegre, estupendo. Hace literatura. Todas las redacciones se lo disputan. Colabora en
El Bufón. ¡Lástima que no se conozcan ustedes! Oiga, ¿quiere usted que le escriba
diciéndole que se reúna con nosotros? De veras que se alegrará.
Ante tal propuesta se le encogió el corazón al papá, pero ¿qué se le iba a hacer? Era
preciso decir «con mucho gusto».
Nogtev dio una zapateta en el aire para mostrar lo que le agradaba la cosa y al instante
envió la invitación a su hermano. Éste no tardó en presentarse, pero no solo, sino en
compañía de su amigo el teniente Nabrydlov y de un perro viejo, enorme y desdentado,
llamado Turka. Dijo que los había traído consigo para impedir que le atacaran los ladrones
por el camino y para tener a alguien con quien beber. Les dieron tres habitaciones, un
lacayo por barba y un caballo para los dos.
—Ustedes, señores míos —dijo Iván a los dueños de la casa—, no tienen por qué
ocuparse para nada de nosotros.
No necesitamos cuidados ningunos. No nos hacen falta colchones de plumas, ni salsas,
ni pianos. Ahora bien, si son generosos con la cerveza y el vodka ¡eso ya es otra cosa!
Si el lector puede imaginarse a un individuo de treinta años, enorme y hocicudo, con
una perilla sarnosa y ojos saltones, vestido con una blusa de lino y con el cuello de la
camisa ladeado, me ahorrará el trabajo de describirle a Iván. Era el hombre más
insoportable de la tierra. Cuando no estaba bebido todavía podía pasar.
Cuando estaba ebrio era, sin embargo, tan inaguantable como sentarse en un cardo.
Entonces hablaba sin parar, decía groserías, sin mirar si había mujeres o niños delante.
Hablaba de piojos, de chinches, de braguetas, y de sabe Dios qué otras cosas. El papá, la
mamá y Lelia quedaban perplejos y avergonzados cuando Iván, durante la comida,
empezaba a soltar agudezas.
Por desgracia, durante el tiempo que pasó con los Aslovsky, Iván no dejó de estar
ebrio un solo momento. También es verdad que Nabrydlov, el teniente pequeño y
raquítico, no le iba muy en zaga.
—Nosotros no somos artistas —decía—. ¡Claro que no! ¡Nosotros somos hombres de
pelo en pecho!
Iván y Nabrydlov, para empezar, se trasladaron de la casa principal, que a ellos se les
antojaba sofocante, a la dependencia en que vivía el intendente, quien no sentía empacho
de emborracharse con gente educada. Más tarde se quitaron las levitas y en mangas de
camisa desfilaban por el patio y el jardín. Lelia tropezaba a cada instante con el uno o el
otro holgazaneando en déshabillé a la sombra de un árbol. Ambos bebían, comían, daban
de comer hígado al perro, hacían chistes a costa de los dueños de la casa, perseguían a las
cocineras por el patio, tomaban baños con mucha algazara, dormían como lirones y daban
gracias al destino por haberles deparado la venida a este sitio donde se les trataba a cuerpo
de rey.
—Oye, tú —dijo una vez Iván al artista, guiñando un ojo ebrio en dirección a Lelia—,
Si vas tras ella, allá tú. Nosotros no te lo impedimos. Tú llegaste primero y sabes lo que
traes entre manos. ¡Que aproveche! Nosotros, con nobleza, te deseamos buena suerte.
—No te la quitamos, no —afirmó Nabrydlov—. Sería una cochinada si lo hiciéramos.
Nogtev se encogió de hombros y volvió a posar sus ojos ávidos en Lelia.
Cuando fastidia el silencio se anhela el jaleo. Cuando se cansa uno de estar sentado
con decoro y compostura se busca el alboroto. Cuando Lelia se hartó de amor tímido
comenzó a darse a todos los diablos. El amor tímido es una fábula para ruiseñores. Lo
peor de todo era que el artista venía a ser tan tímido en junio como lo había sido en mayo.
En la casa grande confeccionaban el ajuar de la novia. El papá, día y noche, pensaba en el
préstamo que tenía que pedir para la boda, pero mientras tanto las relaciones entre Leba y
el artista seguían siendo indecisas. Lelia obligaba al mozo a pasar con ella el día entero,
pescando. Pero esto tampoco daba resultado. El joven permanecía junto a ella con la caña
en la mano, sin decir esta boca es mía, devorándola con los ojos… y nada más. Ni una sola
de esas palabras que son a la vez dulces y terribles. Ni una sola declaración.
—Llámame… —le dijo una vez el papá— Llámame…, perdona que te hable de tú…
Yo, cuando le cobro afecto a alguien… Llámame papá. Eso me gusta.
El artista, tontamente, empezó a llamarle papá, pero ni por ésas. Seguía tan mudo
como antes. Era cosa de quejarse a los dioses por haber dado al hombre sólo una lengua en
lugar de diez. Iván y Nabrydlov pronto advirtieron la táctica de Nogtev.
—¡Que el diablo te entienda! —murmuraban—. Estás como el perro del hortelano.
¡Qué bestia! ¡Trágate lo que se te viene por sí solo a la boca, so alcornoque! Si tú no
quieres, aquí estamos nosotros. ¡Pues sí!
Mas todo llega a su fin en este mundo, y a su fin llegará esta historia. Llegaron a su fin
hasta las indecisas relaciones entre el artista y Lelia. El desenlace del asunto ocurrió a
mediados de junio.
Era un anochecer tranquilo. Había algo aromático en el aire. Los ruiseñores cantaban
estrepitosamente. Susurraban los árboles. El ambiente rezumaba deleite, para decirlo con
la lengua larga de los literatos rusos. Por supuesto, había también luna. Para completar
este cuadro poético y paradisíaco sólo faltaba el señor Fet quien, escondido tras un
arbusto, hubiera leído en alta voz sus seductoras estrofas.
Lelia, sentada en un banco, envuelta en un chal, miraba el riachuelo a través de los
árboles.
«Pero ¿es que soy tan inaccesible?», pensaba. Y en su fantasía se veía a sí misma
como mujer majestuosa, orgullosa, arrogante. La llegada del papá interrumpió sus
reflexiones.
—Bueno, ¿qué? —preguntó papá—, ¿Sigue todo lo mismo?
—Lo mismo.
—¡Demontre! ¿Cuándo acabará esto? Porque, hija, cuesta caro dar de comer a estos
haraganes. Quinientos rublos al mes. No es una broma. Sólo el perro se come treinta
kopeks de asadura al día. Si de pedir la mano se trata, que la pida, y si no, que se vaya a
freír espárragos con el hermano y con el perro. ¿Dice algo, por lo menos? ¿Habla contigo?
¿Da explicaciones?
—No. ¡Ay, papá, es un chico tan apocado!
—Apocado… ¡Ya vamos conociendo su apocamiento! Nunca mira de frente. Espera,
que te lo mando aquí enseguida. Termina con él, niña. No hay que andarse con remilgos.
Y en cuanto a maña, me parece que te la das muy buena.
Se fue el papá. Unos diez minutos después apareció tímidamente el artista entre una
mata de lilas.
—¿Me ha llamado usted? —preguntó a Lelia.
—Sí, acérquese. Basta ya de rondarme. Siéntese.
El artista, casi a hurtadillas, se acercó a Lelia y, casi a hurtadillas, se sentó en el borde
del banco.
«¡Qué guapo que está en la oscuridad!», pensaba Lelia; y, volviéndose hacia él, dijo:
—Cuénteme algo. ¿Por qué es usted tan poco comunicativo, Fiodor Pantaleich? ¿Por
qué está siempre callado? ¿Por qué no me abre nunca su corazón? ¿Qué he hecho para
merecer de usted tal desconfianza? Me duele mucho, se lo aseguro… Se diría que no
somos amigos. Vamos, hable.
El artista carraspeó, respiró entrecortadamente y dijo:
—Necesito decirle muchas cosas, pero muchas.
—¿De qué se trata?
—Temo que se ofenda usted, Yelena Timofeyevna. ¿No se ofenderá usted?
Lelia rió nerviosamente.
«Ha llegado el momento —pensaba—. ¡Hay que ver cómo tiembla! Estás cogido,
amigo».
Empezó a ponérsele carne de gallina y sentía ese estremecimiento tan bienquisto de los
autores de novelas.
«En diez minutos empiezan los abrazos, los besos y los juramentos… ¡Ay, ay!».
Soñaba ya, y para echar más leña al fuego rozó al artista con el codo cálido y desnudo.
—Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó—. No soy tan quisquillosa como usted se
figura… (Pausa). Hable, pues. (Pausa). Ande, hombre.
—Verá usted…, yo, Yelena Timofeyevna, no amo en el mundo nada tanto como el
arte, quiero decir, como las artes plásticas. Mis camaradas aseguran que tengo talento y
que puedo llegar a ser un artista estimable.
—¡Oh, sí! ¡Qué duda cabe!
—Bien, pues… adoro el arte… Quiere decir que… Prefiero la pintura de género,
Yelena Timofeyevna. El arte, ¿sabe usted?… Qué noche tan maravillosa.
—Sí, noche singular —dijo Lefia; y, enroscándose como una serpiente, se envolvió en
el chal y cerró los ojos a medias. (Las jovencitas, cuando se trata de cosas de amores, son
terriblemente jóvenes).
—Yo, verá usted —prosiguió Nogtev, casi quebrándose los dedos—, me proponía
hablarle desde hace ya tiempo, pero… tenía miedo. Pensaba que iba usted a enfadarse…
Pero si me comprende usted bien, no se enfadará. A usted también le encanta el arte.
—¡Ah sí! ¡Cómo no! ¡El arte, no digamos!
—¡Yelena Timofeyevna! ¿Sabe por qué estoy aquí? ¿No sospecha usted?
Lefia quedó desconcertada y, como por descuido, puso la mano en el codo de él.
—Es verdad —continuó Nogtev después de un breve silencio— que hay algunos
sinvergüenzas entre los artistas… Es verdad. No aprecian en nada el pudor femenino. Pero
yo… yo no soy de ésos. Yo tengo el sentimiento de la delicadeza. El pudor femenino es
un… un pudor tal que… no es posible menospreciarlo.
«¿Por qué me dirá esto?», pensaba Lefia, ocultando los codos en el chal.
—No soy como ésos… Para mí la mujer es algo sagrado. Así, pues, no tiene usted
nada que temer. Yo no soy de ésos; yo no me permito hacer tonterías… Yelena
Timofeyevna, ¿me da usted su venia? Entonces, escuche. Yo, se lo juro solemnemente, no
vivo para mí mismo, sino para el arte. Para mí lo primero es el arte y no la satisfacción de
los instintos animales.
Nogtev le cogió una mano. Ella se inclinó un poquito hacia él.
—¡YelenaTimofeyevna! ¡Angel mío! ¡Encanto!
—¿Si…?
—¿Puedo pedírselo?
Lelia volvió a reír nerviosamente. Sus labios se prepararon para el primer beso.
—¿Puedo pedírselo? Se lo mego. Es para el arte, se lo juro. Me gustaría tanto, tanto.
Es usted precisamente lo que me falta. ¡Que las otras se vayan a paseo! Yelena
Timofeyevna, amiga mía, sea usted…
Lelia se irguió, lista para el abrazo. El corazón le latía con fuerza.
—Sea usted mi…
El artista se apoderó de la otra mano. Ella, sumisa, inclinaba la cabeza hacia el hombro
de él. Lágrimas de felicidad le brillaban en las pestañas…
—Querida mía, ¡sea usted mi… modelo!
Lelia levantó la cabeza.
—Su… ¿qué?
—¡Sea usted mi modelo!
Lelia se levantó.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Mi modelo. Séalo usted.
—¡Ah…! ¿Sólo eso?
—Le quedaría muy agradecido. Me daría usted ocasión de pintar un cuadro… ¡y qué
cuadro!
Lelia se puso pálida. Las lágrimas de amor se trocaron de repente en lágrimas de
desolación, de cólera y de otros malos sentimientos.
—De modo que… ¿era esto? —logró articular, toda temblorosa.
¡Pobre artista! Una roja oleada cubrió una de sus blancas mejillas y el sonido de una
sonora bofetada, mezclado con el de su propio eco, repercutió por el jardín oscuro. Nogtev
se frotó la mejilla y quedó estupefacto, presa de un pasmo. Sentía como si se lo tragara el
universo… Le saltaban relámpagos de los ojos…
Lelia, temblando, aturdida, pálida como una muerta, dio un paso adelante
tambaleándose. Sentía como si una rueda le hubiera pasado por encima del cuerpo.
Sacando fuerzas de flaqueza, tomó el camino de casa con paso inseguro y penoso. Se le
doblaban las piernas, echaba chispas por los ojos, se llevaba las manos al pelo con
intención evidente de arrancárselo…
Sólo le faltaban unos cuantos metros para llegar a casa cuando una vez más tuvo
motivo para ponerse pálida. En el camino, junto al cenador cubierto de espeso parral,
estaba el hocicudo Iván, ebrio, con los brazos desmesuradamente abiertos, el cabello en
desorden y el chaleco desabotonado. Clavó los ojos en el rostro de Lelia, se sonrió
sardónicamente y profanó el aire con una carcajada mefistofélica. Cogió a Lelia de la
mano.
—¡Largo de aquí! —bramó la joven, y retiró bruscamente la mano…
¡Historia ruin!
EL VEINTINUEVE DE JUNIO
(RELATO DE UN CAZADOR QUE NUNCA DIO EN EL BLANCO)
(Двадцать девятое июня. Рассказ охотника, никогда в цель не попадающего)
Eran las cuatro de la madrugada.
El sol bañaba con sus primeros rayos dorados la espaciosa estepa que, cubierta de
rocío, refulgía como salpicada de diminutos brillantes. La niebla, ahuyentada por la brisa
matutina, se había detenido al otro lado del río, formando una muralla plomiza. Las
espigas de centeno, las cabezas de los cardos y los botones de los rosales silvestres se
erguían, quietos y apacibles, meciéndose y susurrando entre sí muy de tarde en tarde.
Sobre los campos, por encima de nuestras cabezas, aleteando serenamente, volaban
milanos, azores y lechuzas. Estaban cazando…
Akim Petrovich Otletaiev, el juez de paz, el médico del pueblo, el yerno de Otletaiev,
apellidado Predpolozhenski; el alcalde, que se llamaba Kozoiedov, y yo, íbamos de caza
en el coche de Otletaiev. Tras nosotros, con la lengua fuera, corrían cuatro perros. El
médico y yo éramos delgados, pero los demás, en cambio, parecían barriles; por eso,
aunque el carruaje era ancho, íbamos apretados como sardinas. Yo metía a menudo el codo
y la culata de mi escopeta en la barriga de Kozoiedov. Todos nos empujábamos,
jadeábamos, nos dábamos a los demonios y nos odiábamos con toda el alma, ansiando
poder salir del coche. Queríamos internarnos en la estepa para matar perdices, codornices;
aves acuáticas y, si la fortuna nos era propicia, incluso avutardas. Nos acaudillaba
Otletaiev, dueño del coche y de los caballos, y gracias al cual se había organizado la
partida. Por oprimidos que lleváramos los cuerpos, nuestras almas estaban henchidas de
las más placenteras alegrías.
Quien no haya salido nunca de cacería no puede comprender nuestro regocijo de
entonces. Con las escopetas entre las manos, las mirábamos con el mismo amor con que
las madres miran a los hijos más prometedores.
—¿Qué camino vamos a tomar? —pregunté cuando nos alejamos unas diez verstas de
la casa de Otletaiev.
—Ahora nos dirigimos a Elánchik, a tirarles a las becadas —respondió Otletaiev—.
Está a cosa de ocho verstas de aquí. También tendremos ocasión de matar alguna codorniz
en el mijo… Después de cazar codornices, haremos noche, y mañana, apenas amanezca,
comenzará el tiroteo de veras.
—A ver, señores —dije señalando con el dedo a un milano que se balanceaba en la
azul lejanía del cielo— ¿Creen ustedes que se le puede acertar desde aquí? ¿Le acertarían
ustedes?
—¡Ni hablar! —contestó Otletaiev—. Está demasiado lejos. Aunque quizá con mi
escopeta…
—Ni con su escopeta ni con ninguna —replicó Predpolozhenski.
—Se le puede dar. Con perdigones no, pero con bala es casi seguro…
—Ni con bala.
—Eso, permítame decirle que es cosa mía. Usted no conoce mi arma como la conozco
yo… Como en su vida no ha visto una escopeta decente, se le antoja todo difícil. Pues
sepa que he dado en blancos más lejanos aún.
Predpolozhenski echó la cabeza hacia atrás y soltó la carcajada.
—¿De qué te ríes? —continuó Otletaiev—. ¿Es que no me crees?
—Pues claro que no.
—¡Ejem! Quiere decirse que no conoces mi escopeta. Es algo formidable. Con decirte
que me ha costado seiscientos rublos…
—¿Cuán… to? —asombróse Predpolozhenki, y alargó el cuello—. ¿Cuánto? Repítalo,
papaíto…
—Seiscientos rublos. ¿De qué te ríes? Antes de abrir la boca, fíjate en la escopeta…
—No, si ya la estoy viendo… ¿De qué fábrica es?
—De Marsella. Fábrica de Lepelier.
—¿Lepelier? Es la primera vez que lo oigo. Una escopeta de lo más corriente. Valdrá
alrededor de cien rublos. Me disgusta que mienta usted, querido suegro. ¿Para qué mentir?
No me cabe en la cabeza la necesidad de decir mentiras.
—La escopeta es buena —observó el juez—, pero no vale seiscientos rublos. Le
cobraron de más, Akim Petrovich.
—Ni de más ni de menos —acalorose Predpolozhenski—. ¡Es todo mentira! ¡Miente
más que habla!
Otletaiev dio la vuelta y enrojeció.
—No soy un mentiroso —protestó—. Para que lo sepas. Tú, en cambio…, ¡tú sí que
eres embustero! Sí, sí. No haces más que molestar con tus infundios. ¡Como para ir
contigo! No sé por qué se me ocurre traerte.
—Pues no haberme traído… ¡Mira que la manía de mentir! Miente como un bellaco.
—El bellaco lo serás tú. El bellaco y el cerdo.
Todos nos pusimos a reprochar a Predpolozhenski por su actitud.
—¡Que deje de decir mentiras! —trató de justificarse el rebelde yerno—. Se me
revuelve el alma al oír a un embustero. Además, que no me llame cerdo. ¡Él sí que está
hecho un cochino de marca! Y si no le gusta que yo venga, que se vaya a la porra. Ni falta
que me hace.
—Bueno, basta. Akim Petrovich no quería ofenderle. ¿Van ustedes a armar una bronca
por un quítame allá esas pajas?
Predpolozhenski se infló como un pavo harto de maíz, y guardó silencio.
—¡No está bien! —dirigióse Kozoiedov a Predpolozhenski, al cabo de un rato—. No
está bien, no. Él es para usted un segundo padre. Es su suegro, y usted, sin embargo, le
sale con esas groserías… Es una falta grave…
El yerno miró despectivo al alcalde y sonrió lleno de ironía.
—¿Quién te ha dado vela en este entierro? —replicó—. ¿Te han preguntado a ti algo?
Pues cierra el pico… Zapatero, a tus zapatos. ¡Un segundo padre! No tiene ni idea de lo
que dice; pero no puede no meterse donde no le llaman. ¡Hocico de pe…! ¡Paleto!
—¿Se da cuenta de cómo es usted? No le gusta ver a la gente en calma. Pues, aunque
soy de condición humilde y puede decirse que no he recibido ninguna instrucción, llevo en
el pecho, y en el corazón, y en el alma, toda clase de sentimientos, mientras que usted no
los lleva a pesar de toda su ciencia y de su carrera. Eso es.
—¡Basta, señores! —intervine yo—. A ver si acaban de echarse sermones
mutuamente. A callar todo el mundo.
Otletaiev, resoplando, sacó de un bolsillo lateral una gruesa y manoseada pitillera y
metió en ella sus carnosos dedos. El médico y el juez también alargaron las manos.
~¡No, no, perdón! —pronunció con severidad Otletaiev—. En la amistad como
hermanos, y en las cuentas como gitanos. Me van a faltar cigarrillos… El camino es largo,
y no traigo más que cuarenta.
El médico y el juez, para ocultar su corrimiento, se hicieron los desentendidos y se
pusieron a silbar un aire de opereta.
Otletaiev era más bruto que un cerrojo y más ignorante que la ignorancia misma.
Ninguno de nosotros le podía aguantar. El médico, avergonzado, encendió un cigarrillo de
los suyos propios y comenzó a contar chascarrillos. Contó lo menos veinte, de los cuales
sólo uno no era verde; los demás nos hacían enrojecer.
—Es usted un maestro, amigo —le dije—. No me imaginaba que tuviese tal humor…
—Pues sí, señor… Sabemos algunas cosillas. Si yo quisiera colaborar en periódicos y
revistas, tendría millones. Ganaría más que usted.
—No lo dudo… ¿Y por qué no colabora?
—Porque no quiero.
—¿Y a qué se debe eso?
—Sencillamente, no quiero. Soy persona de conciencia. ¿Cree que un hombre de
conciencia podría escribir en estas revistas? ¡Jamás! Ni siquiera leo los periódicos. Y hasta
considero idiotas a los que se gastan el dinero en ellos…
—Yo, en cambio —repuso el juez—, tengo por idiotas a los que no los compran.
—El doctor no está de buenas hoy —traté de mediar—. Dejémosle tranquilo…
—¿Quién le ha dicho que no estoy de buenas? ¡Vaya si lo estoy! Usted defiende a los
periódicos porque escribe en ellos, pero, a mi modo de ver, ¡puf!, no valen un comino.
Todo lo que ponen es mentira. Son los mayores embusteros e intrigantes del mundo.
Los periodistas pueden equipararse a los abogados… Mienten a sabiendas y no tienen
conciencia.
—Yo fui abogado —observó el juez— y siempre he tenido conciencia.
Predpolozhenski y Kozoiedov intercambiaron una mirada y sonrieron burlones.
—No me refiero a usted… Hablo en general… Como regla general, son unos
truhanes… Lo mismo los periodistas, que los abogados y que los demás…
Yo, en lugar de callarme, seguí defendiendo a los periodistas. El juez continuó, por su
parte, defendiendo a los abogados… Y en el coche se trabó una discusión.
—Pues anda que la medicina… —contraataqué yo—. ¿Qué vale la medicina? ¿Es que
no mienten ustedes, los médicos? Lo que mejor saben hacer es sacar dinero. ¿Qué es un
médico? El preludio de un enterrador. Eso y nada más. Pero no sé para qué discuto con
usted. ¿Tiene usted alguna lógica? Por más que se haya graduado en la Universidad,
razona como un zapatero…
—Haga el favor de no acalorarse. Me parece que se puede hablar sin ofender.
—Criticamos a los periodistas y a los abogados —sonó la voz cavernosa de
Predpolozhenski—, y no vemos la verdadera mentira… Hablen ustedes con mi suegro y
verán: en lo referente a mentir deja a cualquier abogado a la altura de una babucha…
Y así sucesivamente. Palabra tras palabra, mueca tras mueca y chisme tras chisme, la
cosa llegó el diablo sabe adónde.
Comenzamos a sacar de dentro todos los rencores acumulados durante el invierno.
Dejamos muy atrás a las solteronas más chismosas.
Pero mientras nosotros, soñolientos y medio borrachos, nos desollábamos
mutuamente, el sol se había remontado más y más. Disipóse la niebla y se abrió paso el
día estival… En derredor todo respirada paz y sosiego…
Sólo nosotros alterábamos el silencio.
Descendimos en el primer pantano que se nos presentó y, refunfuñones y
malhumorados, nos dispersamos en distintas direcciones. Kozoiedov decidió restablecer la
concordia: lanzando al aire una moneda de tres kopeks, disparó y acertó a darle.
Recogimos la moneda, contamos en ella los impactos de perdigones y nos pusimos a hacer
comentarios.
Predpolozhenski levantó un rascón y lo mató. Le felicitamos todos y hasta lanzamos
un ¡hurra! en su honor. A no ser por el médico, la concordia hubiera sido restablecida.
Mientras felicitábamos a Predpolozhenski por el primer triunfo, el doctor se llegó hasta el
coche, desató el envoltorio de las provisiones y comenzó a regalarse con unos bocadillos.
—¿Qué hace usted ahí, doctor? —le gritó Otletaiev.
—Estoy tomando un trago y un bocado.
—¿Y qué derecho tiene a disponer de todo eso?
—¿Por qué lo dice?
—¿Cree que es todo para usted? No me cabe en la cabeza tal desvergüenza, y perdone
la expresión. ¿No ha podido esperar? ¿Y qué botella es la que ha descorchado? ¡Dios mío,
pero si es mi licor! ¿Quién le ha dado permiso, caballero?
—¡Haga el favor de no gritar! Hable más bajo.
—¡Ese licor lo había traído yo para mí! Me va muy bien para mi enfermedad, y él
coge y se lo bebe. ¡Ha descorchado mi botella! Envuelva ese esturión…
—¡No me da la gana de envolverlo! Usted, grosero e incorrecto, debe enterarse de que
cuando se va de caza todo es de todos… ¡Qué ignorante es usted, y perdone la expresión!
El doctor se tomó una copa del licor y, para dar rabia a Otletaiev, cortó un enorme
trozo de esturión. Predpolozhenski corrió al coche y, con ánimo de fastidiar a su suegro,
cogió la botella y, bebiendo del gollete, la dejó medio vacía. A Otletaiev se le saltaron las
lágrimas.
—¿Lo hacen ustedes para enfurecerme? —murmuró—. Muy bien, magnífico. De
modo que esas tenemos… Merci beaucoup.
El juez, desconocedor del motivo de la disputa, se acercó al coche.
—¡Ah, de manera que están matando el gusanillo! —exclamó—. ¿No creen que es
demasiado pronto? Aunque, en verdad, no vendrá mal un traguillo. A la salud de ustedes.
Así diciendo, se llenó una copa y se la tomó.
—¡Magnífico, estupendo! —gritó Otletaiev.
—¿Qué es lo magnífico? —inquirió el juez.
—Nada, nada.
Otletaiev subió al coche, arrojó al suelo el envoltorio de las provisiones, nos hizo una
reverencia burlona y dio un golpe al cochero en la espalda.
—¡Arrea! —le ordenó.
—¿Adónde va? —nos sorprendimos.
—Si les soy tan antipático…, y si les parezco tan ignorante… ¡Eh, Kozoiedov! Sube,
amigo. Los muzhiks no debemos salir de caza con los señores ilustrados. Librémosles de
nuestra presencia. Vente, amigo…
—Pero ¿adónde va usted? ¿Qué tontería se le ha ocurrido?
—Si soy tonto, ¿por qué se inquietan? Bueno, yo seré todo lo tonto que ustedes
quieran… Adiós… Me voy a mi casa.
—¿Y cómo nos vamos a ir nosotros?
—Como les parezca… El coche es mío.
—Pero, suegro, ¿qué mosca te ha picado? —le gritó Predpolozhenski.
Kozoiedov sentóse en el coche junto a Otletaiev y se quitó el sombrero con aire
pacífico.
—¿Te has vuelto loco? —arreció Predpolozhenski en sus recriminaciones—. ¡Baja del
coche!
—No lo esperes. Adiós, yerno… Tú eres persona instruida, humanitaria, civilizada…
Yo, en cambio…, ¿qué soy?
—Un idiota. ¿Qué ha sucedido, señores? ¿Quién le ha sacado de sus casillas? ¿Ha sido
usted, doctor? Usted, el diablo le lleve, siempre tiene que meter su nariz científica en
donde no le llaman.
—Cuidado, que yo no soy su suegro… Haga el favor de no vociferar —enojose el
médico—. Como levante usted la voz, me voy.
—Váyase. Menuda pérdida… Hay que ver…
El médico encogió los hombros, suspiró y subió al coche. Por su parte, el juez hizo un
ademán, despectivo y siguió su ejemplo.
—Es la eterna canción —suspiró—. Nunca nos sale nada bien.
—¡Arrea! —gritó Otletaiev al cochero.
Piotr emitió un chasquido con los labios, tiró de las riendas y el coche arrancó.
Predpolozhenski y yo nos miramos.
—¡Para! —grité, y corrí tras el carruaje— ¡Para!
—¡Deteneos! —vociferó Predpolozhenski— ¡Parad, animales!
El coche se detuvo, y subimos a él.
—¡Ésta me la pagarás! —dijo Predpolozhenski con los ojos refulgentes de odio,
amenazando a su suegro con el puño—. Todo me lo pagarás. Me acordaré de este día hasta
que me muera.
Fuimos callados hasta la propia casa. Las grandes alegrías de nuestras almas dejaron
paso a los sentimientos más negros. Nos hubiéramos vapuleado mutuamente, y no lo
hicimos por no saber por dónde empezar. Cuando nos aproximamos a la casa de Otletaiev,
vimos a su mujer tomando café en la terraza.
—¿Ya están ustedes aquí? —asombrose—, ¿Cómo tan temprano?
Descendimos del coche y, silenciosos, nos dirigimos al portalón de salida del patio.
—¿Adónde van ustedes, señores? —extrañose madame de Otletaiev—. ¿No van a
tomar café ni a almorzar? ¿Qué prisa tienen?
Nos volvimos hacia el porche y, silenciosamente, con ceño de rabia, amenazamos con
nuestros enormes puños. Predpolozhenski escupió en dirección al porche, soltó una
blasfemia y se fue a dormir a la cuadra.
Un par de días más tarde, Otletaiev. Predpolozhenski, Kozoiedov, el juez, el médico y
yo nos encontrábamos en casa del primero jugando a las cartas. Y mientras jugábamos,
nos hubiéramos devorado los unos a los otros.
A los tres días tuvimos un altercado mayúsculo, y a los cinco quemamos una traca en
amor y compaña…
Nos peleamos, nos desollamos vivos, nos odiamos y nos despreciamos los unos a los
otros, pero no podemos separarnos. No se extrañe ni se ría, lector. Vaya a la aldea de
Atletaievka, pase en ella un invierno y un verano y comprobará lo que digo.
Un villorrio no es como la capital. En Otletaievka el cangrejo es pez. Fomá es persona
y una pelea es un coloquio…
¿CUÁL DE LOS TRES?
(HISTORIA VIEJA, PERO SIEMPRE NUEVA)
(Который из трех? Старая, но вечно новая история)
En la terraza de la vieja y lujosa dacha de Maria Ivanovna Langer, viuda de un
consejero civil, se encontraba su hija Nadia con Iván Gavrilovich, hijo de un renombrado
comerciante moscovita.
Era una tarde soberbia. Si yo fuese maestro en la descripción de la Naturaleza, hablaría
de la luna que, contemplando el paisaje desde detrás de las nubes, bañaba con su luz bruja
el bosque, la dacha y la carita de Nadia; y del leve rumoreo de los árboles, y del canto de
los ruiseñores, y del apagado chapoteo del surtidor…
Nadia, apoyando la rodilla en el borde de una butaca, estaba asida con una mano a la
barandilla de la terraza. Sus ojos lánguidos, aterciopelados y profundos, miraban,
inmóviles, el bosque verdioscuro. Sobre su cara pálida, iluminada por la luna, resaltaba el
rojo color de las mejillas. Iván Gavrilovich, de pie tras ella, se arañaba, con mano nerviosa
y temblona, la poco poblada perilla. Cuando se cansaba de hacer este movimiento, se
ponía a alisarse con la otra mano la papada, voluminosa y deforme. Iván Gavrilovich era
feo, parecido a su madre, que tenía tipo de cocinera de pueblo. Su frente, baja y estrecha,
parecía achatada; su nariz, respingona y aplastada, mostraba un entrante en lugar de
caballete; su pelo era estropajoso; y sus ojos, pequeños y estrechos como los de un gato
recién nacido, miraban a Nadia interrogativamente.
—Perdone usted —tartamudeaba, repitiéndose y suspirando como jadeante—.
Perdóneme que le hable de mis sentimientos… Pero la quiero tanto, que no sé si estoy en
mis cabales o no… Llevo en el pecho un amor hacia usted, que no es posible expresarlo.
Apenas la vi, Nadiezhda Petrovna, en seguida me colé, es decir, me enamoré. Perdóneme,
pero es que… (Pausa). ¡Qué tiempo más agradable!
—Sí, es magnífico…
—Pues con este tiempo que usted ve, es mucho más agradable amar a una mujer tan
agradable como usted. Pero yo soy un desgraciado.
Iván Gavrilovich suspiró y se pegó un tirón de la perilla.
—¡Soy muy desgraciado! Con lo que yo la quiero, y usted, en cambio… ¿Acaso
podría usted sentir un sentimiento favorable para mí? Usted es una joven instruida,
educada…, noble… ¿Y yo? Un kupets y nada más. Lo que se dice nada… Mucho dinero,
pero ¿para qué me sirve si no me da la felicidad? Sin felicidad, ese dinero es sólo una
perdición, vanidad pura. Comes bien… No tienes que andar a pie… Una vida
completamente vacía… ¡Nadiezhda Petrovna!
—¿Qué pasa?
—No, nada… Quería molestarla un instante.
—¿Qué necesita?
—¿Podría usted llegar a quererme? (Pausa). He ofrecido a su madre de usted mi
corazón y mi mano para usted, y me ha dicho que todo depende de usted… Puede usted
decidir sin consultar a sus padres. ¿Qué me responde usted?
Nadia permaneció callada. Miró al bosque verdioscuro donde apenas se distinguían los
contornos de los troncos y el encaje de las ramas. La intrigaban las negras sombras
movibles de los árboles con las cimas ligeramente mecidas por el viento. Su silencio
abatía a Iván Gavrilovich que, lleno de pena, estaba a punto de echarse a llorar. «¿Y si me
dice que no?», pensaba, y esta triste idea hacía correr un escalofrío por sus anchas
espaldas.
—Hágame el favor, Nadiezhda Petrovna —profirió—. No me martirice, pues si la
molesto es porque la quiero… Porque… (Pausa). Porque sí… (Pausa). Si no me responde
usted, me da igual morirme.
Nadia se volvió hacia el pretendiente y sonrió. Tendiéndole la mano, le habló con una
voz que resonó en los oídos del comerciante moscovita como el canto de una sirena:
—Se lo agradezco mucho, Iván Gavrilovich… Sé desde hace tiempo que me quiere
usted, y sé cómo me quiere. Pero es… que… yo… Yo también le quiero, Jean. No es
posible no tenerle afecto por la bondad de su corazón y por su fidelidad…
Iván Gavrilovich abrió desmesuradamente la boca, echose a reír y, lleno de felicidad,
se pasó la mano por la cara: ¿no sería un sueño?
—Sé que si me caso con usted —prosiguió Nadia— seré feliz… Pero ¿sabe, Iván
Gavrilovich? Espere un poco… Ahora no le puedo responder afirmativamente. Debo
pensar bien ese paso… Tengo que reflexionar… Espere un poco.
—¿Mucho?
—No, todo lo más un día o dos.
—Bueno…
—Márchese, y recibirá la respuesta por correo… Váyase ahora y déjeme pensar…
Adiós. Dentro de un par de días…
Nadia le tendió la mano, que Iván Gavrilovich se apresuró a besar. Ella le hizo un
saludo con la cabeza, echó un beso al aire y escapó de la terraza, desapareciendo. Iván
Gavrilovich permaneció dos o tres minutos indeciso y pensativo y, por último, atravesando
unos jardincillos y un soto cercano, se dirigió a su coche, que le esperaba en el camino.
Iba trastornado de puro feliz, y tan lánguido como si le hubieran tenido un día entero en un
baño caliente. Mientras caminaba, reía de felicidad.
—¡Tronfim! —despertó al cochero, que dormitaba en el pescante—. Despierta y
vamos. Habrá buena propina. ¿Me entiendes? ¡Ja, ja, ja!
Entre tanto, Nadia atravesó a la carrera todas las habitaciones hasta llegar a la otra
terraza, descendió de ella y, abriéndose paso entre los árboles, los arbustos y los
matorrales, corrió al otro camino. Allí la esperaba un amigo de su infancia, el barón
Vladimir Schtral, joven de unos veintiséis años. Schtral era pequeño y gordo, un
alemancillo rechoncho con una calva ya visible. Terminados sus estudios en la
Universidad, iba hacia su hacienda de Jarkov y había venido a despedirse. Estaba un poco
bebido y, recostado en un banco, silbaba La Flechita.
Nadia corrió hacia él y, jadeante, fatigada por la carrera, se arrojó a su cuello. Riendo
estruendosamente y agarrándose a la garganta, a los cabellos o al cuello de la camisa del
alemán, le llenó de besos el rostro adiposo y cubierto de sudor.
—Hace ya una hora que te espero —dijo el barón, cogiéndola por la cintura.
—¿Qué tal te encuentras?
—Bien.
—¿Sales mañana?
—Sí.
—¡Antipático! ¿Vuelves pronto?
—No sé…
El barón besó a Nadia y, quitándosela de las rodillas, donde estaba sentada, la colocó
en el banco.
—Bueno, basta de besuqueos —dijo ella—. Después tendremos tiempo de sobra.
Ahora, hablemos en serio. (Pausa). ¿Has pensado, Volodia?
—Sí.
—Muy bien. ¿Y qué has decidido? ¿Cuándo será la boda?
El barón torció el gesto.
—¡Otra vez con lo mismo! —respondió—. ¿No te di ayer una contestación…
definitiva? Ni hablar de casarse. Ayer te lo dije. ¿Para qué hablar de lo que ya ha sido
tratado y requetetratado?
—Pero, Volodia, nuestras relaciones deben tener un fin… ¿Cómo no te das cuenta? El
fin tiene que llegar.
—Deben tener un fin, pero no será la boda… Te lo repito por centésima vez, Nadine:
eres más inocente que una niña de tres años. La inocencia les va bien a las mujeres
bonitas; pero no en este caso, paloma.
—¡De manera que no quieres casarte! ¿Es así? Habla claro, alma sin conciencia, habla
claro. ¿No quieres casarte?
—No. ¿Qué necesidad tengo yo de estropear mi carrera? Aunque te quiero, sé que
serás mi perdición si me caso contigo. No puedes darme ni una fortuna ni un nombre. El
matrimonio, amiga mía, es la mitad de la carrera, pero tú… Dejémonos de lloriqueos. Hay
que razonar serenamente. Los matrimonios por amor nunca traen consigo la felicidad y
terminan siendo un fracaso…
—¡Mentira! ¡Embustero!
—Cásate y luego muérete de hambre, engendra mendigos… Hay que tener cabeza.
—¿Y por qué no la tuviste entonces? ¿Te acuerdas? Entonces me diste palabra de
casarte conmigo, ¿verdad?
—Te la di; pero ahora mis planes han cambiado. ¿Verdad que tú no te casarías con un
pobrete? ¿Por qué, entonces, quieres que yo me case con una pobre? Desde luego, no
pienso hacerme a mí mismo tal jugada. Tengo un porvenir, del cual he de responder ante
mi conciencia.
Nadia se enjugó las lágrimas con el pañuelo y, de repente, de la manera más
inesperada, volvió a arrojarse al cuello del alemán ortodoxo. Apretándose a él, le llenó la
cara de besos.
—¡Cásate conmigo! —le suplicó—, ¡No me abandones! ¡Si supieras cómo te quiero,
tesoro! Sin ti no podría vivir, encanto mío. Si te apartas de mí, me matarás. ¿Verdad que
vamos a casarnos?
El alemán meditó un instante y respondió en tono concluyente:
—No puedo. El amor es una gran cosa, pero no la primera en este mundo.
—¿De modo que no quieres casarte conmigo?
—No, no puedo.
—¿No quieres? ¿De verdad que no?
—No puedo, Nadine.
—¡Canalla, infame, falsario, alemán! ¡No puedo ni verte! ¡Te odio, te desprecio! ¡Eres
repugnante! Y nunca te he querido. Si me entregué a ti aquella tarde, fue porque te creía
persona decente y pensaba que te casarías conmigo… Pero tampoco entonces te podía
aguantar. Quería casarme contigo porque eres barón y rico.
Nadia, accionando con los brazos, retrocedió unos pasos, dirigió a Schtral unos
cuantos insultos más y se marchó a la casa.
«Más me hubiera valido no venir a verle —pensó por el camino—. Bien sabía yo que
no querría casarse. ¡Habrá canalla! Y yo, ¡qué imbécil fui aquella tarde! De no haber
cometido aquel desliz, no hubiera tenido necesidad de humillarme ahora ante ese maldito
tudesco».
Al llegar al patio de la dacha, no entró en ella. Después de vagar un poco por los
alrededores, se detuvo ante una ventana débilmente iluminada. En aquella habitación vivía
como inquilino, durante el verano, un joven violinista recién graduado en el
Conservatorio: Mitia Gusev. Nadia miró adentro por la ventana. Mitia, un apuesto y
fornido galán de rizosa cabellera rubia, se hallaba en casa. En mangas de camisa y
chaleco, tendido en la cama, estaba leyendo una novela. Nadia permaneció un momento
junto a la ventana y, tras pensar un poco, llamó a los cristales. El violinista levantó la
cabeza:
—¿Quién es?
—Soy yo, Dmitri Ivanich… Abra un momentito.
Mitia se puso la chaqueta presuroso y abrió un postigo.
—Venga, salga, por favor —le rogó ella.
Mitia apareció en la ventana y segundos más tarde ya estaba al lado de Nadia:
—¿Qué desea?
—Venga un momento conmigo —le dijo ella, y le cogió del brazo.
—Pues verá usted, Dmitri Ivanich; haga el favor de no escribirme más cartas de amor.
Tenga la bondad de no escribirme. No me quiera ni me diga que me quiere.
Las lágrimas afloraron a sus ojos y corrieron por sus mejillas y por sus hombros.
Eran lágrimas verdaderas, ardientes, gruesas…
—¡No me quiera, Dmitri! ¡No toque el violín para mí! Soy repugnante, malvada.
Merezco que me desprecien, que me aborrezcan, que me peguen…
En este punto rompió a llorar y apoyó la cabeza en el pecho de Mitia.
—Soy la más vil de las mujeres; y mis pensamientos son también viles, y mi
corazón…
Mitia, desconcertado, murmuró cualquier tontería y besó a Nadia en la cabeza…
—Usted es bueno, amable… Le doy mi palabra de que le quiero… Pero usted no debe
quererme. Mi mayor ilusión es el dinero, el lujo, los coches… Me muero al pensar que no
tengo dinero. Soy ruin, egoísta… Aborrézcame, amable Dmitri Ivanich. No me escriba.
Me voy a casar con…, con Gavrilich… ¡Fíjese cómo soy! Y usted me quiere, a pesar de
todo. Adiós. Seguiré amándole aunque esté casada con otro… Adiós, Mitia.
Así diciendo, abrazó repentinamente a Gusev le dio un beso en el cuello y huyó hacia
la salida.
Ya en su habitación, sentose a la mesa y, llorando amargamente, escribió:
«Querido Iván Gavrilovich: Soy suya. Le amo y deseo ser su esposa.
Nadia».
Acto seguido entregó la carta a la doncella y le ordenó que la llevase a su destino.
«Mañana…, Dios dirá…», se dijo a sí misma, y suspiró profundamente.
Este suspiro marcó el fin de su llanto. Sentada a la ventana durante un rato, se
tranquilizó, luego se desnudó; y exactamente a medianoche el lujoso edredón de bordados
y encajes cubrió el cuerpo de la víbora viciosa, joven y guapa.
También a medianoche Iván Gavrilovich soñaba en voz alta, dando vueltas por su
habitación. Sus padres, que estaban presentes, oyéndole soñar, sentíanse felices ante la
felicidad del hijo.
—La chica es guapa, de familia noble —comentaba el padre—. Hija de un consejero
civil y muy bonita. No tiene más que un defecto: ese apellido alemán… Va a creer la gente
que te has casado con una alemana…
ÉL Y ELLA
(Он и она)
Son como nómadas. Solamente a París le conceden meses. A otras capitales como
Berlín, Viena, Roma, Madrid o San Petersburgo les escatiman el honor de su presencia. En
París se sienten quasi como en casa: es para ellos la capital, mientras que el resto de
Europa no pasa de ser una provincia aburrida y sin gusto, a la que sólo se puede mirar por
una rendija de las cortinas de cualquier Grand Hôtel o desde el proscenio.
Todavía no son viejos, pero ya han tenido ocasión de visitar dos o tres veces todas las
capitales europeas. Hartos de Europa, comienzan a hablar de un viaje a América y
seguirán hablando hasta que alguien les convenza de que la voz de ella no es tan notable
como para mostrarla en dos hemisferios.
Verlos no resulta cosa fácil. En la calle, imposible, porque van siempre en coche y sólo
salen cuando está oscuro, por la tarde o por la noche. Hasta la hora de comer, duermen.
Suelen despertarse de mal humor y no reciben a nadie. Únicamente de cuando en cuando,
a horas indeterminadas, entre bastidores o mientras están cenando, acceden a hablar con
alguien.
La cara de ella aparece en las postales. Pero en las postales parece guapísima, y la
realidad es que nunca ha sido guapa. No deis crédito a las fotografías: es una mujer
feísima. La mayor parte de la gente la ve en escena. Pero en escena está desconocida: los
polvos, los coloretes, los afeites y los cabellos ajenos ocultan su cara como un antifaz. Y
en los conciertos, igual.
En el papel de Margarita, esta mujer de veintisiete años, rugosa, torpona, de nariz
cubierta de pecas, parece una doncellita de diecisiete, esbelta y adorable. Cuando se halla
en escena es cuando menos se asemeja a sí misma.
Si queréis verles, lograd acceso a algún banquete de los que se le ofrecen o de los que
ella ofrece antes de partir de una capital para otra. A simple vista, parece muy fácil lograr
tal acceso, pero sólo personas muy selectas consiguen llegar hasta la mesa… Entre los
escogidos se encuentran los señores críticos, los pillos que se las dan de críticos, los
cantantes indígenas, los directores de orquesta y de coro y los aficionados de relucientes
calvas que han adquirido categoría de asiduos del teatro y de los banquetes, gracias al oro,
a la plata y a los parientes. Estos banquetes no resultan aburridos; para un observador
representan un buen punto de mira. Vale la pena asistir a un par de ellos.
Las figuras célebres (entre los comensales hay muchas) comen y hablan. Su postura es
libre y desenvuelta: el cuello para un lado, la cabeza para otro, y un codo apoyado en la
mesa. Los viejos hasta se escarban en los dientes.
Cerca de ella se sientan los periodistas, casi todos ellos borrachos, que se conducen
con la misma desenvoltura que si la conocieran hace un siglo. A poco más llegarían a
permitirse con ella familiaridades excesivas: bromean a gritos, beben, se quitan la palabra
los unos a los otros (eso sí, sin olvidar el consabido Pardon), pronuncian estrepitosos
brindis y, al parecer, no temen al ridículo. Algunos, inclinándose ceremoniosamente, a lo
gentleman, le besan la mano.
Los pseudocríticos conversan, doctorales, con los aficionados y los entendidos. Los
aficionados y los entendidos callan: envidian a los periodistas, sonríen beatíficos y sólo
beben vino tinto, que suele ser de excelente calidad en estos convites.
Ella, la reina de la fiesta, va ataviada sencillamente, aunque lo que lleva ha costado un
dineral. Un grueso brillante asoma por el escote de encaje. En cada brazo, una pulsera
maciza. El peinado es de lo más discutible: a las damas les gusta, y a los caballeros no. Su
rostro resplandece y regala la más amplia de sus sonrisas a los hermanos comensales. Ella
sabe sonreír a todos a la vez, hablar con todos a la vez y asentir graciosamente con la
cabeza a todos a la vez. Observad su cara y creeréis que sólo la rodean amigos a los cuales
profesa profundísima simpatía. Al final del banquete, la reina reparte fotos a determinadas
personas, escribiendo al dorso el nombre del afortunado y poniendo su autógrafo. Por
supuesto, habla en francés, y al terminar el ágape, incluso en otros idiomas. Pronuncia el
inglés y el alemán ridículamente mal, pero a ella le sale la mar de gracioso. Al verla tan
simpática, olvida uno que es la fealdad misma.
¿Y él? Él, le mari d’elle, sentado a cinco o seis sillas de distancia, bebe mucho, come
mucho, calla mucho, hace bolitas de pan y relee las etiquetas de las botellas. Su figura
denota aburrimiento pereza, fastidio…
Es rubio, con una calva que surca su cabeza a modo de senderos. Las mujeres, el vino,
las noches de insomnio y el largo deambular por esos mundos de Dios han pasado por su
cara como un rastrillo, dejando impresas en ella profundas arrugas. Aunque no rebasa los
treinta y cinco años aparenta muchos más. Tiene la cara como empipada de kvas y los ojos
hermosos, pero abúlicos. En tiempos no fue muy feo, mas ahora lo es. Sus piernas son
zambas, sus manos terrosas y su cuello peludo. A causa de sus encorvadas piernas de sus
extraños andares, en toda Europa le llaman «el carromato». Vestido de frac recuerda una
chova mojada con la cola seca. Los comensales no le hacen el menor caso, y él les paga
con la misma moneda.
Id a uno de estos banquetes, ved a los dos esposos, observadlos y decidme qué es lo
que ha vinculado y qué es lo que vincula a estas dos personas.
Al verlos diréis, aproximadamente, lo que sigue:
—Ella es una cantante célebre; él no pasa de ser el marido de una cantante célebre o,
dicho en términos usados entre la farándula, el marido de su mujer. Ella gana alrededor de
ochenta mil rublos al año; él no hace nada; es decir, que le queda tiempo para ser el criado
de ella. Ella necesita un cajero y un apoderado que trate con empresarios y se ocupe de
formalizar los contratos. Ella sólo conoce y trata al público que aplaude; la caja y todos los
accesorios prosaicos de su vida no merecen su atención. Por consiguiente, él le hace falta;
le hace falta como apéndice, como lacayo… Le despediría si supiera administrarse ella
misma. Él cobrando un saneado salario de ella, que no da valor al dinero, la roba en
complicidad con las criadas, despilfarra el dinero de ella, anda siempre de francachela,
puede que hasta guarde dinero para días peores; y se encuentra tan a sus anchas como el
gusano que ha conseguido meterse en una buena manzana. De no tener ella dinero, él la
abandonaría.
Así piensan y dicen quienes les observan durante los banquetes. Piensan y dicen eso
porque, imposibilitados de penetrar en el fondo del asunto, tienen que hacer un juicio
superficial. A ella la miran como a una diosa y de él se apartan como de un pigmeo con
viscosidad de rana; y, sin embargo, la vedette europea está ligada al insignificante
renacuajo por vínculos envidiables y generosos.
Mirad lo que escribe él:
«Me preguntan por qué amo a esta furia. Verdaderamente, no merece que se la quiera.
Ni tampoco que se la odie. Lo único que merece es que nadie repare en ella, que todo el
mundo ignore su existencia. Sólo puede amarla un loco. Un loco o yo, lo que, en realidad,
viene a ser lo mismo.
»Es fea. Cuando nos casamos era un monstruo; tanto más ahora. No tiene frente. En
lugar de cejas lleva sobre los ojos dos rayas apenas visibles, y sus ojos son dos hendiduras
poco profundas en las que no resplandece nada: ni inteligencia, ni deseos, ni pasiones. Por
nariz luce una patata. Aunque tiene la boca pequeña y bonita, se la afean sus horribles
dientes. No hay en su cuerpo ni pechera ni cintura. Este último defecto se oculta un poco
por su diabólica habilidad para ponerse el corsé, arte para el que posee una mano maestra.
Es chica y gorda, de una gordura fofa. En masse, todo su cuerpo adolece de un defecto que
yo considero capital: su absoluta falta de feminidad. No creo femeninas la palidez del cutis
ni la flacidez muscular: en eso discrepo de muchos. No es una dama ni una señorita, sino
una tendera de ademanes burdos: al andar bracea desmesuradamente; sentada cruza las
piernas y se balancea con todo el cuerpo hacia adelante y hacia atrás; cuando está tendida
levanta las piernas, etcétera.
»Es descuidada. Sus maletas constituyen el mejor ejemplo de ello: la ropa limpia está
revuelta con la sucia, los puños con los zapatos y con mis botas, los corsés nuevos con los
rotos… Nunca recibimos visitas a causa del eterno desorden y la suciedad reinantes en
nuestras habitaciones de los hoteles. Pero, en fin, ¿para qué vamos a extendernos? Fíjense
en ella al mediodía, cuando, levantándose de la cama, sale perezosamente de debajo de la
manta: no reconoceréis a la mujer de voz de ruiseñor. Despeinada, con el cabello revuelto,
con los ojos soñolientos y aceitosos, desgarrada la camisa por los hombros, descalza,
medio bizca, envuelta en las nubes de humo del tabaco fumado la noche anterior, ¿creéis
que tiene alguna semejanza con un ruiseñor?
»Bebe. Bebe como un húsar: lo que se le antoja y cuando se le antoja. Bebe hace
mucho. Si yo bebiera, estaría por encima de la Patti o, al menos, a su misma altura. Se ha
bebido ya la mitad de lo que ha ganado, y muy pronto se beberá la otra mitad. Los
malditos alemanes la han enseñado a tomar cerveza, y ahora no se acuesta nunca sin
vaciar dos o tres botellas antes de dormirse. A no beber no padecería el catarro gástrico
que padece.
»Es poco amable, de lo que pueden dar fe los estudiantes que a veces la invitan a
participar en sus conciertos.
»Le gusta la publicidad. El reclamo nos cuesta anualmente varios miles de francos. Yo
odio los anuncios con toda mi alma. Por cara que sea esta publicidad estúpida, nunca
llegará a valer lo que vale su voz. A mi mujer le gusta que le hagan zalemas y le desagrada
que digan de ella la verdad, si esta verdad no parece un elogio. Tiene en más aprecio un
beso de Judas comprado que una crítica sin comprar. ¡Ausencia absoluta de dignidad!
»Aunque es inteligente, le falta desarrollo mental. Su cerebro ha perdido la elasticidad
hace tiempo y, envuelto en grasa, ha terminado por aletargarse.
»Es caprichosa, inconstante, sin ningún criterio sólido. Ayer afirmó que el dinero era
una trivialidad; hoy, en cambio, actúa en cuatro funciones porque se ha convencido de que
no hay en el mundo nada mejor que el dinero; y mañana volverá a decir lo que dijo ayer.
No quiere saber nada de la patria, ni reconoce personajes políticos, ni tiene un periódico
preferido, ni admira a ningún escritor.
»Pese a su riqueza, no ayuda a los pobres. Es más: a veces no paga como es debido a
modistas y peluqueros. No tiene corazón.
»¡Es una mujer mil veces perversa!
»Sin embargo, observadla cuando, pintada, maquillada, erguida, avanza hacia el
proscenio para competir con los ruiseñores y los jilgueros que saludan al alba en mayo.
¡Qué empaque imponente y qué encanto en sus andares de cisne! Observadla, os lo
suplico, y poned atención. Cuando levanta la mano y abre la boca por primera vez, las dos
mirillas de su cara se convierten en dos ojazos llenos de brillo y de pasión. En ninguna
parte hallaréis ojos tan seductores. Cuando comienza a cantar, cuando sus primeros trinos
se expanden por el aire y yo siento dulcificarse mi alma inquieta, fijaos en mi cara y se os
revelará el secreto de mi amor.
»—¿Verdad que es hermosa? —pregunto entonces a mis vecinos de asiento.
»Me contestan que sí, pero ello no me basta: en esos momentos aniquilaría a quien
osase pensar que esa criatura extraordinaria no es mi mujer. Entonces olvido todo lo
pasado y vivo sólo del presente.
»¡Mirad qué artista! ¡Cuánto sentido se encierra en cada uno de sus movimientos! Ella
lo interpreta todo: el amor, el odio… el alma humana… Por algo el teatro se viene abajo
aplaudiendo.
»Al terminar el último acto, la saco del teatro pálida, exhausta, como si en una velada
hubiese vivido toda una existencia. Yo también voy pálido y rendido de fatiga. Cogemos
un coche y nos dirigimos al hotel.
»Una vez allí, ella se tiende en silencio, sin desnudarse. Yo, igualmente silencioso, me
siento en el borde de la cama y le beso la mano. En estas ocasiones no me rechaza ni me
aparta de ella. Nos dormimos juntos, dormimos de un tirón hasta la mañana siguiente y
nos despertamos para mandarnos al diablo el uno al otro…
»¿Saben ustedes cuándo la amo también? Cuando asiste a bailes o banquetes. Me
encanta la magnífica actriz que lleva dentro. Porque, en verdad, hay que poseer un gran
genio artístico para imponerse a la Naturaleza de la manera que ella sabe hacerlo…
»No la reconozco en los banquetes. De una gallina desplumada se transforma en un
pavo real.
Esta carta está escrita con mano ebria y letra apenas legible. Ha sido escrita en alemán
y contiene faltas de ortografía a montones.
He aquí lo que escribe ella:
»Me preguntan ustedes si quiero a este muchacho. Pues sí, le quiero a veces… ¿Por
qué? Sabe Dios…
»Verdaderamente, es feo y antipático. Las criaturas de su estilo no nacen con derecho a
ser correspondidas en el amor. Los hombres como él no pueden hacer otra cosa que
comprar el amor porque no pueden conseguirlo de balde. Juzguen ustedes mismos.
»Igual de día que de noche, está borracho como una cuba. Le tiemblan las manos,
produciendo una sensación muy desagradable. Cuando está embriagado vocifera y arma
camorra. Me pega incluso a mí. Y si no se encuentra bajo los vapores del alcohol, se tira
en cualquier parte, donde primero se le ofrece, y no despega los labios.
»Va siempre harapiento, aunque no le faltan medios para vestirse mejor. La mitad de
mis ganancias se evapora, pasando por sus manos, sin que nadie pueda saber adónde va a
parar.
»Nunca consigo imponerle un freno. Las infelices artistas casadas tienen unos cajeros
horriblemente caros: los maridos se llevan la mitad de la caja.
»Y no se lo gasta en mujeres, lo sé muy bien: las desprecia.
»Es vago. Jamás le he visto ocupado en nada. Lo único que hace es beber, comer y
dormir.
»No ha hecho ningún estudio. Le expulsaron del primer curso de la Universidad, por
insolente.
»No desciende de familia hidalga; y, lo peor de todo, es alemán.
»Me disgustan los alemanes. De cien alemanes hay noventa y nueve idiotas y un
genio. Esto me lo dijo un príncipe que era alemán, aunque con forro francés.
»Fuma un tabaco repugnante.
»Sin embargo, posee buenas cualidades. Más que a mí, ama mi noble arte. A veces,
cuando, antes de iniciarse la función, anuncian que yo no puedo cantar por enfermedad (es
decir, porque se me ha metido en la cabeza algún capricho), él va y viene como abatido,
apretando los puños.
»No es cobarde ni teme a nadie. Es lo que más me gusta en las personas. Les contaré
un pequeño episodio de mi vida. Fue en París, un año después de graduarme en el
Conservatorio. Yo era entonces muy joven y sólo empezaba a aprender a beber. Todas las
noches coma una juerga que duraba cuanto duraban mis fuerzas, juveniles y frescas.
Huelga decir que las orgías las realizaba acompañada. En una de ellas, mientras chocaba
mi copa con uno de mis ilustres admiradores, se acercó a la mesa un muchacho feo y
desconocido que, mirándome directamente a los ojos, me preguntó:
»—¿Por qué bebe usted?
»Nos echamos a reír, pero el muchacho no se turbó. Su segunda pregunta fue todavía
más osada, con un comentario que le salía del alma:
»—¿De qué se ríen? Los canallas que ahora la emborrachan no le darán ni un ochavo
cuando, a fuerza de beber, se le estropee a usted la voz y se encuentre en la miseria.
»¿Qué les parece la insolencia? Mis acompañantes armaron gran alboroto. Yo, en
cambio, senté al muchacho a mi lado y pedí vino para él. Resultó que el amigo de la
abstinencia bebía como el que más. À propos[95], le llamo “muchacho” solamente porque
tenía unos bigotillos muy pequeños.
»Le pagué su osadía casándome con él. Habla poquísimo. Suele decir una sola palabra;
la pronuncia con voz cavernosa, trepidante la garganta y convulsivo el rostro. Cuando más
la repite es cuando se halla rodeado de gente, en banquetes o en bailes… Si alguien, sea
quien fuere, miente, él levanta la cabeza y, sin mirar a nadie ni reparar en nada, replica:
»—¡Mentira!
»Es su palabra predilecta. ¿Qué mujer puede resistir el fulgor de ojos con que se
pronuncia esta palabra? A mí me encanta la palabra misma, y el brillo de sus ojos, y el
temblor convulsivo de su cara. No todo el mundo sabe emplear este término saludable y
audaz; mi marido, en cambio, lo suelta siempre y en cualquier parte.
»Le amo a veces, y este “a veces”, según recuerdo, coincide con los momentos en que
pronuncia esa excelente palabra. Aunque, en realidad, Dios sabe por qué le querré.
Entiendo muy poco de psicología y, al parecer, éste es un asunto psicológico…».
Esta carta está escrita en francés, con una letra magnífica, casi masculina. En ella no
hallaréis ni una sola falta de ortografía.
FERIAS
(Ярмарка)
Es un villorrio pequeño, apenas visible. Se llama ciudad, pero se parece a una ciudad
lo que una pulga a un elefante. Un cojo con muletas le daría la vuelta entera en diez
minutos o un cuarto de hora, si no en menos. Sus casuchas son míseras y vetustas. La
mejor de ellas se vendería por cinco altines[96] en tres plazos. Sus vecinos pueden ser
contados con los dedos: el alcalde, el inspector, el cura, el maestro, el diácono, el vigía de
incendios el sacristán, dos o tres buenos burgueses, dos gendarmes y… pare usted de
contar. Abunda el bello sexo, pero las estadísticas, en la mayoría de los casos, no lo toman
en consideración, pues los estadísticos saben que ni la gallina es ave, ni la yegua
[97]
caballería, ni la mujer de un oficial, señora .
Hay muchísimos forasteros: hacendados, veraneantes, tenientes de una batería
provisionalmente acantonada allí, el greñudo diácono de la aldea vecina, con su sotana
lila, su voz de hipopótamo, etcétera. El tiempo, ni fu ni fa. De cuando en cuando, una
lluvia que produce consternación entre los que venden y los que compran. El aire,
magnífico. Nada recuerda los olores de Moscú. Huele a bosque, a muguetes, a brea y hasta
un poco a establo. De todos los rincones, garitas y rendijas llega el hálito del comercio. A
cada paso, un puesto. Dos filas de tenderetes se extienden por la calle principal, de un
extremo a otro, formando un verdadero amontonamiento en la plazoleta donde desemboca
la calle. Junto a la verja de la iglesia venden pipas unas mujerucas. En la plaza no cabe ya
ni un alfiler.
¡Da miedo ver tanto carro, tanto caballo, tanta vaca, tanto becerro y tanto cochinillo!
Los muzhiks son pocos, pero las aldeanas, ¡las aldeanas!… Todo lo llenan ellas, ataviadas,
sin excepción, con vestidos rojos y blusas negras plisadas. Tantas son y se apretujan tanto,
que el parque de bomberos en pleno podría pasar sobre sus cabezas para ir a apagar un
fuego.
Los borrachos, ¡oh milagro!, son pocos. Flota en el aire un estruendo continuo de
voces, chillidos, chirridos, crujidos, balidos y mugidos. Un alboroto como si estuvieran
edificando lo segunda torre de Babel.
Todas las ventanas están abiertas. Dentro de las casas se ven samovares, teteras con el
pitorro quebrado, caras de narices rojas. Bajo las ventanas, las conocidas de los vecinos,
que acaban de hacer sus compras, se quejan del tiempo. El diácono de sotana lila, con
briznas de paja en el cabello, estrecha a todos las manos y abre el altavoz de su boca:
«¡Mis respetos! Tengo el honor de felicitarles con motivo de la festividad… A… ¡Gm!
…».
El género masculino se agrupa en torno a los caballos y a las vacas. Se hacen
transacciones de decenas y hasta de cientos de rublos. Por lo que respecta al ganado
caballar, llevan la voz cantante los gitanos; juran por Dios y se desean las peores
calamidades si su mercancía no es la mejor. Cualquier caballería vendida se entrega al
[98]
comprador cogiendo el cabestro con el faldón de la casaca , de donde parece deducirse
que quien no lleve faldones está incapacitado para vender y comprar. Casi todas las bestias
que se venden son de labor, es decir, plebeyas.
En cuanto al género femenino, éste se concentra junto a los trapos de colorines y a los
puestos de bollos. El tiempo, implacable, ha impreso su sello en los bollos en cuestión,
que aparecen revestidos de una especie de verdín dulce. Si compra usted uno procure
mantenerlo lo más lejos posible de la boca, a menos que quiera cometer un suicidio. Lo
mismo puede decirse de las peras secas y de los caramelos. Las infelices rosquillas están
cubiertas con una estera, pero también están cubiertas de polvo. Sin embargo, a las
mujeres no les importa: la panza no es un espejo.
Nunca llegarían las moscas a asediar un panal de miel con el tesón que los chiquillos
ponen en rodear la tienda de los juguetes.
No tienen ni un ochavo. Lo único que hacen es devorar con los ojos los caballitos, los
soldados de plomo y los revólveres. Los ven, pero no los catan. Algún osado llega a coger
una trompetilla, le da vueltas en las manos, la toca, la vuelve a colocar en su sitio y, muy
satisfecho, se limpia la nariz. No hay puesto de juguetes que no esté rodeado por veinte o
treinta chicuelos, que permanecen allí dos o tres horas seguidas, con una paciencia
verdaderamente infernal. Cómprele usted a Fediushka, o a Piotr, o a Vasiutka, una pistola
o un león con cabeza de vaca y rayas negras en el lomo, y llenará su corazón de una
alegría inmensa.
Por entre los chiquillos asoman sus cabezas las niñas. Se interesan también por los
caballos, pero ante todo por las muñecas, con falditas de gasa. Son igualmente acosados
por la chiquillería los heladeros, que venden unos sorbetes «de azúcar» abominables.
Quien tiene un kopek, toma su helado de una copa verde. Lo toma lentamente,
paladeándolo, saboreándolo, temeroso de que se le escape un instante de placer,
chasqueando la lengua, relamiéndose y chupándose los dedos. Mientras éste se toma el
sorbete, los veinte o veinticinco que no poseen un kopek le contemplan en posición de
firmes, mirando con envidia la boca del dichoso. Y el dichoso se ufana…
—Piotr, dame una cucharadita —suplica una chicuela, sin quitar la vista de la mano
derecha del afortunado.
—¡Apártate! —la repele éste, y aprieta con más fuerza la copa verde.
—Piotr —casi solloza un zagal que lleva puesta la enorme gorra de su padre, con
visera de celuloide—. Dame un poco…
—¿Qué dices?
—Que me des un poco de helado. (Pausa). ¿Me lo das? Nada más que una cucharada.
Yo te daré cinco mariposas.
—Vete —replica el dichoso.
Y, después de apurarlo todo, se relame largamente los labios y guarda mucho tiempo
en la memoria el dulce recuerdo del helado «de azúcar».
¡Ay, quién tuviera dinero! ¿Dónde os habéis metido las monedas de tres y de cinco
kopeks? No hay martirio mayor ni más desesperante que el de vagar por la feria con la
gorra del padre, ver y oír, oler y tocar, pero no gustar nada por no llevar encima ni un
simple céntimo. ¡Cuán feliz es, en cambio, Fediushka o Egorka, que puede tomarse un
helado de a kopek, tirar estruendosamente con pistola y comprar un caballito de cinco
kopeks! Hasta unos placeres tan sencillos son inaccesibles.
Los chanceros, los borrachos y los ociosos se sienten atraídos por los teatros
ambulantes. Hay dos. Levantados en mitad de la plaza, están juntos y tienen un aspecto
gris. Se componen de tablas rugosas, carcomidas, húmedas y viscosas recubiertas o
adornadas de harapos. En los techos, remiendo sombre remiendo y costura sobre costura.
Una pobreza sobrecogedora. Encima de unos travesaños y de unas tablas que simulan una
terraza exterior, dos o tres payasos divierten al público, reunido abajo. Es un público del
peor gusto posible. No se ríe porque los payasos le hagan gracia, sino porque al ver a un
payaso lo natural es reírse. Los payasos guiñan, contraen la cara y hacen otras mil
tonterías; pero ¡ay!, los predecesores de todas nuestras escenas, pushkinianas y no
pushkinianas, hace ya tiempo que caducaron y que prestaron su servicio. Antaño eran sus
cerebros los portadores de la sátira más cáustica y de las verdades transoceánicas; ahora
sus chistes producen perplejidad, y la pobreza de su talento corre parejas con la del teatro
en que actúan. Oírlos da náuseas. No son artistas ambulantes, sino lobos bípedos
hambrientos. Es el hambre, y nada más que el hambre, la que les ha hecho recurrir a las
musas. ¡Tienen un hambre atroz! Famélicos y harapientos, estragados, con caras flacas y
enfermizas, se contorsionan en la terraza y tratan de poner gesto de idiotas para engatusar
a los incautos y ganar diez kopeks más. Pero el gesto que ponen no es de idiotez, sino de
ramplonería: una mezcolanza de abulia con una mueca afectada, ordinaria e inexpresiva.
Guiños, bofetadas, puñetazos en las espaldas, diálogos desenfadados con el público, frases
grandilocuentes…, y nada más. No les escuchen. Los artistas a la fuerza no hablan por
inspiración ni con arreglo a un programa meditado. Sus palabras carecen de sentido. Se
pronuncian haciendo morisquetas, y acaso por esto se las premia con risas.
—Estate derecho…
—Yo no soy María Petrovna, sino Iván Fedoseiev.
Éste es un ejemplo de su gracia. «Los payasos y los niños dicen a veces la verdad»,
reza el adagio. Pero, por supuesto, también se requiere vocación para ser payaso, a fin de
no soltar siempre sandeces y decir la verdad alguna vez…
El respetable público les mira embobado y se ríe, cosa, por otra parte, perdonable, ya
que no ha visto nada mejor y tiene gana de divertirse. A los horribles bollos y al ocio les
viene bien una ración de risa, y el menor impulso basta para provocarla.
Como dijimos antes, los teatros son dos. Cada uno de ellos da una brillante función de
quince en quince minutos. Por la noche, funciones especiales. Describiré una de ellas.
La más importante tuvo lugar la víspera de la partida de la compañía, o sea, el primer
domingo después de terminada la feria. El día antes del espectáculo los clowns colocaron
por la ciudad y repartieron anuncios escritos a mano, uno de los cuales me fue entregado a
mí. He aquí lo que decía:
En la ciudad de NN.
Con permiso de la autoridad, en la plaza de N. se celebrará un gran
Espectáculo Innástico y Acrabático a cargo de la Troupa de Artistas bajo la
dirección de N. G. B., que se compone de Números ginnásticos y acrabáticos,
coplas, excenas y pontomimas en dos partes.
1. Dibersos trucos asombrosos y divertidos de Magia Blanca o Prestigitación.
Cerca de veinte serán ejecutados con el clown Uroberto.
2. Saltos mortales en el aire que los dará el Clown Doberto y los niños de
corta edá Andrias Ivanson.
3. El inglés sin guesos (o Caucho Man), que tiene todos los miembros como si
fueran de goma.
4. Couplet cómico de Ivanso Teroj, que egecutará un niño de corta edá. (Y el
resto, por el estilo).
A las nueve de la noche precio
De los asientos
1 asiento 50 kopeks
2 asientos 40 kopeks
3 asientos 30 kopeks
4 asientos 20 kopeks
Gallinero 10 kopeks
He quitado algunas cosas, pero no he añadido nada de mi parte.
A la función de marras asistió la aristocracia local en pleno: el inspector de policía y su
familia, el juez de paz y la suya, el médico, el maestro… Diecisiete personas de las fuerzas
vivas en total. Los intelectuales regatearon y consiguieron pagar tan sólo veinticinco
kopeks por los asientos de la primera fila.
Expendía las localidades el propio dueño, un personaje bastante típico. Pagamos,
entramos y ocupamos los primeros puestos.
El público alborotaba. Estaba el local de bote en bote. El interior del teatrillo ofrecía
un aspecto de lo más mísero. Por todo telón, un pedazo de percal de unos dos metros
cuadrados, que hacía también las veces de bastidores. Las arañas del alumbrado eran
cuatro velas. Los artistas, complacientes en extremo, cumplían, además de sus papeles, los
de acomodadores y guardas. Eran, como suele decirse, maestros de todos los oficios.
Pero lo mejor de todo era la orquesta, que ocupaba un banco a la derecha del
escenario. La componían cuatro músicos: el uno manejaba el arco del violín como un
serrucho; el segundo tocaba el acordeón; el tercero el violonchelo, con tres cuerdas de
contrabajo, y el cuarto la pandereta.
[99]
Lo que más tocaban era Strelochka , entonces muy en boga. Y la ejecutaban
maquinalmente, cometiendo pifias horrorosas.
El de la pandereta era sencillamente admirable. Golpeaba el instrumento con la mano,
con el codo, con la rodilla y no sé cómo no llegaba a darle hasta con el talón. Parecía
cumplir su cometido con deleite, con sentimiento, oyéndose y alabándose a sí mismo. Su
mano se deslizaba por la pandereta con una destreza rayana en lo sobrenatural,
produciendo en ella, con los dedos, tales acordes que no sería capaz de lograrlos ni un
violinista en su instrumento. Creyérase que movía la mano en torno a un eje longitudinal y
transverso.
Antes de comenzar la función entra en la sala un muzhik de largo caftán, se persigna y
toma asiento en la primera fila. En seguida, acude un clown:
—Haga el favor de marcharse a general —le dice—. Éstas son las primeras butacas.
—¡Largo de aquí!
—¿Por qué se ha sentado como si fuera un oso? Márchese. Éste no es su sitio.
El palurdo no se aviene a razones. Bajándose la visera hasta los ojos, se niega en
redondo a abandonar el sitio en que está sentado.
Comienzan los juegos de mano. El clown pide al público un sombrero, y nadie se lo
da.
—Bueno, pues no habrá juegos de mano —advierte el artista, pero prosigue—:
Caballeros, ¿tiene alguno de ustedes una moneda de cinco kopeks?
El palurdo de antes ofrece una. El clown realiza un juego de manos y, haciendo
ademán de devolver la moneda a su dueño, la oculta en la manga cuando el muzhik va a
cogerla.
—Oye, oye, dámela. Déjate de trucos, hermano, y dame mi dinero.
—¿Hay alguien que desee afeitarse, caballeros? —pregunta el clown.
De entre el público salen dos chiquillos. Les envuelven en una manta sucia y les
embadurnan las caras: al primero con hollín, y al segundo, con engrudo. «¡Es una falta de
respeto al público!», protestan algunos.
—¡Qué público es éste! —se justifica la dueña—. Son unos arrapiezos.
Terminados los malabarismos, comienzan los ejercicios «acrabáticos» con saltos
mortales nunca vistos, y la actuación de la «señorita Hércules», que levanta con las trenzas
una enormidad de kilos. Mediado el espectáculo se viene abajo una pared del teatro, y al
finalizar es todo el tinglado el que se derrumba.
En fin, una impresión nada lisonjera. Los compradores y los vendedores perderían
bien poco si no hubiera en la feria teatro alguno. El artista ambulante dejaría de ser artista
y de charlatanear.
Junto a los teatros hay varios columpios. Por cinco kopeks le suben a uno por encima
de las casas cinco o seis veces y le bajan otras tantas. A las señoritas les dan mareos, pero
las criadas se sienten en el séptimo cielo. Suum cuique[100].
LA SEÑORA
(Барыня)
I
Un coche con dos hermosos caballos de Viatka llegó hasta la isba de Maxim Zhurkin
produciendo un leve roce sobre la hierba seca y polvorienta. Iban en él la señora Elena
Yegórovna y su apoderado Félix Adamovich Rzhevetski. Éste saltó, diestro y ágil, al
suelo, aproximose a la isba y llamó, golpeando el cristal de la ventana con el dedo índice.
Dentro de la casa se encendió una luz.
—¿Quién es? —preguntó la voz de una vieja, y por la ventana asomó la cabeza la
mujer de Maxim.
—Sal aquí, abuela —le ordenó la señora.
Un instante después salían de la isba Maxim y su mujer. Deteniéndose a la puerta,
hicieron silenciosas reverencias a la señora y al apoderado.
—Haz el favor de decirme qué significa todo esto —dirigiose Elena Yegórovna al
viejo.
—¿Qué es todo eso?
—¿Y me lo preguntas? ¿Acaso no lo sabes? ¿Está en casa Stepán?
—No, señora. Ha ido al molino.
—¿Qué manías son las suyas? No comprendo a ese hombre. ¿Por qué se ha marchado
de mi casa?
—No lo sabemos, señora. ¿Qué podemos saber nosotros?
—Es una jugada muy fea por su parte. ¡Dejarme sin cochero! Por culpa suya, Félix
Adamovich tiene que enganchar los caballos y conducir el coche. ¡De lo más estúpido! Ya
comprenderéis que es una situación ridícula. ¿Le parecía poco lo que ganaba?
—Dios sabrá lo que le parecería —respondió el viejo, observando de reojo al
apoderado, que se había puesto a mirar por la ventana al interior de la isba—. Ni nos dice
nada ni podemos adivinar lo que piensa. Lo único que dice es que se ha ido, y se acabó.
¡Cualquiera lo sujeta! Seguramente le parecería poco lo que ganaba.
~¿Y quién es el que está tendido en aquel banco, bajo los iconos? —inquirió Félix
Adamovich mirando por la ventana.
—Es Semión. Stepán no está en casa.
—Ha cometido conmigo una insolencia —prosiguió la señora encendiendo un
cigarrillo— Monsieur Rzhevetski, ¿cuánto ganaba Stepán en nuestra casa?
—Diez rublos al mes.
—Si le parecía poco, yo hubiera podido subirle hasta quince. Pero irse sin decir
palabra… ¿Es honrado eso? ¿Es decente?
—Bien que le dije, en más de una ocasión, que no debe haber contemplaciones con
esta gente —observó Rzhevetski redondeando cada sílaba y procurando no convertir en
llanas todas las palabras, como hacen los polacos—. Ha mimado usted a estos zánganos
más de la cuenta. Nunca se debe pagar todo el salario de una vez y por adelantado. ¿A qué
conduce eso? Además, ¿por qué subir el sueldo? Déjelo, que ya volverá. Sin necesidad de
subírselo. Aceptó un convenio y tendrá que cumplirlo. Dile que es un cochino —dirigiose
el polaco a Maxim—. Y nada más.
—Finissez, done[101].
—¿Te enteras, muzhik? Quien se ha contratado no puede marcharse cuando le dé la
gana, diablo. ¡Como no venga mañana, ya le enseñaré yo a desobedecer! Y a vosotros os
caerá también la helada. ¿Me oyes, vieja?
—Finissez, Rzhevetski.
—Todos llevaréis vuestro merecido. ¡No se te ocurra aparecer más por mi despacho,
viejo perro! ¡No es posible tener contemplaciones con vosotros, ni trataros como a las
personas, porque no entendéis las buenas palabras! Sólo os entran las cosas en la cabeza
cuando os atizan pescozones que os escuecen. ¡Que no deje de presentarse mañana!
—Ya se lo diré… ¿Por qué no voy a decírselo? Claro que se lo puedo decir…
—Y dile que le subo el sueldo —le interrumpió Elena Yegorovna—. No voy a estar sin
cochero… Cuando yo encuentre otro, que se vaya, si se le antoja. ¡Que mañana por la
mañana le vea yo allí! Decidle que me ha ofendido mucho su descortesía. Y usted, abuela,
dígaselo también. Espero que acudirá por sí solo y que no tendremos que mandar por él.
Acércate, abuela. Toma, simpática. Será difícil gobernar a unos hijos tan grandes,
¿verdad? Ten ahí, simpática.
La señora sacó del bolsillo una artística pitillera, extrajo de debajo de los cigarrillos un
papel amarillento: y se lo alargó a la anciana.
—Si no se presenta —agregó la señora—, tendremos pleito, lo que sería muy
lamentable. Pero confío en que… Aconsejadle bien. Vámonos, Félix Adamich. Adiós.
—Rzhevetski subió de un salto al coche, cogió las riendas, y el carruaje echó a rodar
por el blando camino.
—¿Cuánto te ha dado? —preguntó el viejo.
—Un rublo.
—Tráelo para acá.
El marido se apoderó del billete, lo alisó entre las dos manos, lo dobló cuidadosamente
y se lo metió en el bolsillo.
—¡Ya se ha ido, Stepán! —anunció entrando en la isba—. Le he dicho que te habías
marchado al molino. ¡Qué enfadada está!
Apenas el coche se perdió de vista, Stepán se asomó a la ventana. Tembloroso, pálido
como un muerto, sacó afuera medio cuerpo y levantó su enorme puño amenazando a un
huerto que negreaba en lontananza: el huerto del ama. Después de levantar el puño seis o
siete veces, refunfuñando amenazador, volvió a desaparecer en el interior de la casa y
cerró ruidosamente el postigo.
Media hora después de la marcha de la señora, la familia de Zhurkin estaba cenando.
En la cocina, junto al homo, sentados tras una mesa grasienta, se hallaban el cabeza de
familia y su mujer. Frente a ellos comía el hijo mayor, Semión, venido del Ejército con
permiso. Tenía la cara colorada, alcohólica, la nariz larga, roída por la viruela, y los ojos
aceitosos. Parecíase a su padre, aunque no era canoso ni calvo, ni tenía los ojos picaros de
aquél, que eran ojos de gitano. Junto a Semión se encontraba el segundo hijo, Stepán. Éste
no comía; apoyando en el puño su hermosa cabeza rubia, miraba al techo ahumado, con
aire pensativo. Servía la mesa su mujer, María. Comieron la sopa en silencio.
—Recoge esto —ordenó Maxim cuando hubieron terminado.
María retiró de la mesa la sopera vacía, pero no llegó con ella hasta el homo, pese a
encontrarse muy cerca, porque se tambaleó y cayó sobre un banco, abandonando la
sopera, que se deslizó desde sus rodillas hasta el suelo. Resonaron sollozos.
—¿Está llorando alguien? —inquirió Maxim.
María arreció en su llanto. Transcurrieron dos o tres minutos. La vieja se levantó y
sirvió unas gachas. Stepán carraspeó y se levantó.
—¡Cállate! —murmuró.
María continuó llorando.
—¡Te he dicho que te calles! —le gritó Stepán.
—Me revientan los lloros de mujer —gruñó Semión rascándose la cabeza—. Se pone
a llorar y ni ella misma sabe por qué. Con decir que es una mujer está dicho todo. Bien
podía irse al patio a lloriquear, si es que tiene gana.
—Las lágrimas de mujer son gotas de agua —sentenció Maxim—. Menos mal que no
cuestan dinero. ¿Por qué lloras? ¡Vaya, acaba de una vez! Nadie se llevará a tu Stepán de
tu alma. ¡Qué antojadiza y qué mimosa te has vuelto! Anda, ven a comer gachas…
Stepán se inclinó hacia María y le dio un leve empujón en el brazo.
—Basta, cállate. ¡Te estoy diciendo que te calles! ¡Valientes canallas!
Stepán volteó el brazo y asestó un puñetazo en el banco donde estaba tendida María.
Por su mejilla corrió una gruesa y brillante lágrima; se la secó, sentose a la mesa y se puso
a comer gachas. María se levantó y, gimiendo, se refugió tras el homo, todo lo lejos que
pudo.
Al terminar de comer las gachas, el viejo gritó:
—¡Eh, María, trae kvas! Hay que estar más atenta a todo, mozuela. Además, debiera
darte vergüenza llorar a moco tendido, que no eres una niña.
María, pálida y llorosa, salió de su escondrijo y, sin mirar a nadie, alargó al viejo un
cazo con kvas, que pasó de mano en mano. Semión lo cogió, santiguose, bebió y se
atragantó, riendo.
—¿De qué te ríes?
—De nada… Es que… me he acordado de una cosa la mar de graciosa.
Semión echó la cabeza hacia atrás, abrió su enorme boca y emitió una risilla hueca.
—¿Ha estado aquí la señora? —preguntó mirando de reojo a su hermano—, ¿Qué
dijo? ¿Eh? ¡Ja, ja, ja!
Stepán le miró y se puso más rojo que la grana.
—Ha ofrecido pagarle hasta quince rublos —dijo el padre.
—¡Vaya, hombre! Le daría hasta cien si éste quisiera. Apuesto la cabeza a que se los
daría.
Semión guiñó un ojo y se desperezó:
—¡Lástima que no me caiga a mí una como ésa! —prosiguió—. ¡La iba a despellejar a
la muy ladina! ¡Cómo la exprimiría! ¡Uuu!
Así diciendo, se encogió, dio una fuerte palmada a Stepán en el hombro y soltó una
carcajada:
—¡Sí, hombre, sí! Eres demasiado corto, y esa cortedad no nos va a nosotros. ¡Qué
tonto eres, Stepán, qué tonto!
—¡Tonto de remate! —recalcó el padre.
Volvieron a oírse gemidos.
—Ya está otra vez lloriqueando tu mujer. Se ve que es celosa y teme a las de su casta.
Me molestan los lloros de mujer. Es como si me cortasen con un cuchillo. ¡Ay, mujeres del
diablo! ¿Para qué os habrá creado Dios? ¿Para qué? Merci por la cena, respetables
señores. Ahora no estaría mal una copita para soñar cosas buenas. Supongo que tu señora
tendrá vino hasta dejárselo de sobra.
—Tienes menos sentimientos que un animal, Senka.
Dicho esto, Stepán suspiró, cogió un jergón y salió al patio. Semión le siguió.
En el patio se iba imponiendo dulcemente la plácida noche estival de Rusia. La luna
asomaba tras las lejanas colinas. A su encuentro salían nubecillas desgarradas, de
argénteos contornos. El horizonte había palidecido, y en toda su extensión aparecía
cubierto de un grato matiz verdiblanco. Disminuyó el fulgor de las estrellas que, como
asustadas de la luna, contraían sus diminutos rayos. Una humedad acariciante se expandía
desde el río en todas direcciones. En la isba del padre Grigori, el reloj dio las nueve, que
se oyeron en todo el pueblo. Un tabernero judío cerró ruidosamente las ventanas y colgó
sobre su puerta un ahumado farolillo. Ni en la calle ni en los patios había un alma ni un
sonido… Stepán extendió el jergón sobre la hierba, santiguose y se acostó, poniéndose el
codo por almohada. Semión carraspeó y se sentó a sus pies.
—¡Sí, hombre, sí…! —dijo, a modo de introducción.
Después de un breve silencio, se acomodó mejor en el suelo, encendió su corta pipa y
comenzó a hablar:
—Hoy he estado en casa de Trofim… Bebí cerveza. Tres botellas. ¿Quieres fumar,
Stiopa?
—No.
—Pues es muy buen tabaco. ¡Qué bien sentaría ahora un poco de té! ¿Has tomado té
alguna vez en casa de la señora? ¿Es bueno? ¡Debe ser estupendo! De fijo que lo compran
de a cinco rublos la libra. Lo hay hasta de cien rublos. Te lo juro. Aunque no lo he
probado, lo sé. Lo vi cuando estuve de mayordomo en la ciudad. Lo bebía una señorona…
¡Sólo el aroma valía un capital! Daba gusto olerlo. ¿Vamos mañana a casa de la señora?
—Déjame en paz.
—¿Por qué te enfadas? No he dicho nada malo, y no hay por qué enfadarse. Pero ¿qué
te impide que vayas, ridículo? No lo comprendo. Buenos dineros, buena comida, y bebida
en abundancia… Fumarás los puros de ella y tomarás té del mejor…
Semión hizo una pausa y continuó:
—Además, está muy hermosa. Liarse con una vieja sería una calamidad, pero con
esa… (Semión escupió). Es puro fuego. Una llama continua. Y tiene una garganta tan
llenita…
—¿Y si condena uno el alma por ese pecado? —le atajó, inesperadamente, Stepán
tornándose hacia él.
—¿Por qué pecado? ¿Dónde está el pecado? Los pobres no pecan.
—Hasta los pobres van a parar a las calderas del diablo si… Además, yo no soy
ningún pordiosero.
—Pero, hombre, ¿qué pecado puede haber en todo esto? No eres tú quien la busca,
sino ella a ti. Eres un espantapájaros.
—Al ladrón, razones de ladrón…
—¡Eres un idiota! —suspiró Semión—. Idiota perdido. No te das cuenta de tu misma
conveniencia. No la sientes. Por lo visto, debes de tener mucho dinero y no necesitas más.
—Lo necesito, pero no ajeno.
—No se lo vas a robar: ella misma, con su propia mano, te lo va a meter en el bolsillo.
Pero es inútil explicar las cosas a un imbécil. Como pedir peras al olmo. Lo único que
consigues es hacer el tonto.
Semión se levantó y se desperezó:
—Cuando quieras arrepentirte será tarde. Se pierden hasta las ganas de hablar contigo.
No eres mi hermano. Vete al diablo. Sigue paciendo con esa vaca estúpida que tienes por
mujer…
—¿A María la llamas vaca?
—Sí.
—Pues tú no sirves ni para limpiar las zapatillas a esa vaca. ¡Largo de aquí!
—Tú saldrías ganando y nosotros también. ¡Idiota!
—¡Largo de aquí!
—Sí, me voy por no verte… ¡Lástima de paliza!
Semión dio la vuelta y se encaminó a la isba silbando. Minutos después se oyeron
pisadas en la hierba. Stepán levantó la cabeza. Era María. Acercándose al marido
permaneció de pie junto a él un instante, para terminar tendiéndose a su lado.
—¡No vayas, Stiopa! —musitó—. ¡No vayas, marido mío! ¡Ésa te perderá! La muy
tuna no tiene bastante con el polaco; ahora te necesita también a ti. No vayas, Stepán.
—¡Déjame en paz!
Sobre el rostro de Stepán llovieron las lágrimas de su mujer:
—¡No me mates, marido mío! ¡No eches ese pecado sobre tu alma! Quiéreme a mí
sola, y huye de las demás. Conmigo te casaste ante Dios; vive sólo conmigo. Mira que soy
una pobre desamparada, que no tengo a nadie más que a ti.
—¡Déjame tranquilo, por Satanás! ¡He dicho que no voy!
—Así, así. No vayas, querido mío. Mira que sufro mucho, Stepán. Pronto tendremos
hijos… No nos abandones, que Dios te castigará. Tu padre y Semión quieren que vayas a
buscarla, pero tú no irás, ¿verdad? No les hagas caso. Más que personas, son fieras…
—Duérmete.
—Ahora mismo me duermo, Stiopa, ahora mismo.
—¡María! —resonó la voz de Maxim—. ¿Dónde te has metido? Ven, que te llama la
madre.
María se levantó de un salto, arreglose el cabello y corrió a la isba. Maxim se acercó
lentamente a su hijo. Iba ya en paños menores, lo que le daba un aspecto de cadáver
insepulto. La luna hacía relucir su calva y sus ojos de gitano viejo.
—¿Cuándo vas a volver a casa de la señora, mañana o pasado? j —preguntó.
Stepán guardó silencio.
—Ya que has de ir, conviene que vayas mañana, lo más temprano posible. De seguro
que habrá que lavar los caballos. Y no olvides que te ha prometido pagarte quince rublos.
Por diez no te quedes.
—No iré ni por diez ni por quince.
—¿Y eso por qué?
—Porque no quiero.
—Pero ¿por qué?
—Por lo que usted bien sabe.
—Vaya, hombre… Cuidado, Stiopa, no vaya a tener que sentarte la mano a mis años.
—Pégueme si quiere.
—¿Dónde se ha visto contestar así a un padre? ¿Con quién crees que estás hablando?
¡Mucho cuidado! Todavía no has salido del cascarón y ya estás diciendo groserías a tu
padre.
—Lo que digo es que no voy. Tanto ir a la iglesia y no teme usted al pecado.
—Sólo busco tu conveniencia, pedazo de bruto. ¿Necesitamos o no necesitamos hacer
una isba nueva? ¿Qué crees tú? ¿A quién le vamos a pedir la madera? ¿No será a la
[102]
Strelchija ? ¿Y a quién le vamos a pedir el dinero? ¿Se lo pediremos a ella, o no? Pues
ella nos daría madera y dinero, para corresponder.
—Que corresponda con otros. Yo no lo necesito.
—¡Vas a ganarte una paliza!
—¡Pégueme, pégueme!
Maxim sonrió y adelantó la mano, en la que llevaba un látigo:
—Mira que vas a probarlo, Stepán.
Stepán cambió de costado como dando a entender que no le dejaban dormir.
—¿De modo que te niegas? ¿Lo dices en serio?
—Como lo oye. Que Dios condene mi alma si voy.
Maxim volteó el brazo, y el hijo, al sentir en la espalda y la cara un dolor intenso,
como una quemadura, se levantó como enloquecido.
—¡No me pegues, padre! —gritó—, ¡No me pegues! Te digo que no me pegues.
—¿Que no?
Maxim pensó un instante y descargó a Stepán dos latigazos más:
—Obedece lo que tu padre ordene. ¿Irás, bandido?
—¡Te digo que no me pegues!
Stepán rompió a llorar y se dejó caer rápidamente sobre el jergón:
—Está bien, iré. Iré, pero acuérdate de lo que te digo: ¡no sacarás ningún provecho!
Maldecirás esta hora.
—Por tu bien irás, no por el mío. La isba nueva no va a ser para mí, sino para ti. Te
dije que era capaz de pegarte, y ya lo has visto.
—Iré, iré… Pero te acordarás de este látigo.
—Bueno, bueno, no me vengas con amenazas.
—Está bien, iré…
Stepán dejó de sollozar, pero, tendiéndose boca abajo, continuó su llanto apagado.
—¡Hay que ver cómo tiembla y lloriquea! Chilla más, si quieres. Mañana te marchas
temprano. Cóbrale un mes por adelantado. Y que te pague también los cuatro días que no
has ido. Con ello podrás comprarle una toquilla a esa yegua. No te enfades por los
latigazos. Por algo soy tu padre: si quiero te azoto, y si no, te perdono. Así debe ser.
Duerme.
Maxim se pasó la mano por la barba y se volvió a la isba. A Stepán le pareció que en el
momento de entrar dijo: «Le he zurrado». Y acto seguido se oyó la risa de Semión.
En la isba del padre Grigori sonó, lastimero, el desafinado piano: a partir de las ocho,
la mujer del pope solía dedicarse a tocar. Los acordes, apagados y extraños, se
expandieron por la aldea. Stepán se levantó, saltó la cerca de ramas y echó a andar calle
adelante, en dirección al río. El agua brillaba como el azogue, reflejando en su espejo la
luna y las estrellas. Reinaba un silencio de cementerio. Ni un roce, ni un movimiento. Sólo
de tarde en tarde cantaba un grillo… Stepán sentóse en la orilla, muy cerca del agua, y
apoyó la frente en las manos. Los pensamientos más lúgubres se agitaban en su cabeza.
A la otra orilla se erguían los altos y elegantes álamos que circundaban el jardín
señorial. A través de los árboles se distinguía la luz de la casa, señal de que la dueña no
dormía. Stepán estuvo cavilando junto al río hasta que las golondrinas comenzaron a volar
sobre él. Cuando se levantó, no era ya la luna la que proyectaba su redondel sobre las
aguas, sino el sol. Stepán se lavó, rezó de cara al Este y se encaminó hacia el vado con
paso rápido y decidido. Atravesando el río, puso rumbo a la casa de la señora.
II
—¿Ha vuelto Stepán? —preguntó Elena Yegórovna al despertarse al día siguiente.
—Sí, señora —le respondió la doncella.
La señora resplandeció:
—¡Aaaah! ¡Qué bien! ¿Y dónde está?
—En la cuadra.
Elena Yegórovna abandonó el lecho, vistiose a toda prisa y se dirigió al comedor para
desayunarse.
Parecía más joven de lo que era. Solamente sus ojos denunciaban haber pasado la
treintena. Los tenía pardos, profundos, suspicaces, antes de hombre que de mujer. Sin ser
guapa, podía gustar. Su cara era llena, simpática y lozana, y su garganta, a la que se refirió
Semión, sencillamente soberbia, igual que su pecho. Si Semión hubiera sabido apreciar las
piernas y las manos femeninas, no hubiera regateado el elogio para las de la señora.
Llevaba ropa sencilla, ligera, veraniega, y su peinado no encerraba artificio alguno.
Perezosa por naturaleza, Strelkova no gustaba de perder el tiempo en acicalarse. La
hacienda pertenecía a un hermano soltero, residente en San Petersburgo, que jamás se
acordaba de la finca.
Elena Yegórovna habitaba allí desde el momento en que se separó del marido. Éste, el
coronel Strelkov, bellísima persona, vivía también en San Petersburgo y pensaba en su
mujer menos que su cuñado en la hacienda. Elena Yegórovna dejó a su marido antes de
llevar un año casados; le engañó a los veinte días de la boda.
Mientras se desayunaba, mandó llamar a Stepán. Presentose éste y se quedó,
irresoluto, junto a la puerta. Pálido y despeinado, tenía la mirada de un lobo recién caído
en la trampa: fiera y sombría. La señora le miró y se ruborizó levemente.
—Buenos días, Stepán —dijo, sirviéndose una taza de café—. Haz el favor de decirme
por qué te portas tan mal. ¿Por qué te marchaste? A los cuatro días de estar aquí, coges y
te vas. Además, sin permiso. Debiste pedir autorización.
—La pedí —mugió Stepán.
—¿A quién?
—A Félix Adamich.
Elena Yegórovna guardó un breve silencio para preguntar a continuación:
—¿Estás enfadado, Stepán? ¡Stepán, contesta! ¡Te pregunto si te has enfadado!
—Si usted no hubiera dicho lo que dijo, no me hubiera ido. Yo estoy aquí para llevar
el coche y cuidar los caballos, pero no para…
—Dejemos eso a un lado. Lo que pasó fue que me entendiste mal. No hay por qué
enfadarse. No te dije nada de particular. Y si se me escapó alguna cosa que tú consideres
ofensiva para ti… haz el favor de… Al fin y al cabo, yo… tengo derecho a decir ciertas
cosas… ¡Gm!… Te aumentaré el sueldo. Y espero que ya no habrá entre nosotros ningún
recelo.
Stepán dio un paso atrás, como para retirarse.
—Aguarda, aguarda —le detuvo la dueña—. Aún no te lo he dicho todo. Verás,
Stepán: tengo para ti un nuevo uniforme de cochero; póntelo y tira ése, que no vale para
nada. Es un uniforme muy bonito el que quiero darte. Te lo mandaré con Fiodor.
—Está bien.
—¡Pero hay que ver qué cara tienes! ¿Todavía sigues enojado? ¿Tan grande fue la
ofensa? Vamos, hombre, acaba ya de una vez…
Yo no soy tan mala… Aquí vivirás a gusto. De nada te quejarás. No te enfades.
¿Verdad que se te ha pasado ya?
—Nosotros no tenemos derecho a enfadamos.
Stepán hizo un ademán de indiferencia, parpadeó como si fuera a romper en llanto y se
volvió.
—¿Qué te sucede, hombre?
—Nada, nada… ¿Es que nosotros podemos enfadarnos? Ni a eso tenemos derecho…
La señora se levantó, puso cara de preocupación y se acercó al cochero:
—¿Estás llorando, Stepán?
Y le cogió de un brazo:
—¿Qué te pasa, Stepán, qué te pasa? Habla de una vez: ¿te ha ofendido alguien?
Las lágrimas asomaron a los ojos de la señora:
—¡Habla de una vez!
Stepán, agitando las manos, pestañeó más aún y prorrumpió en sollozos:
—¡Señora! —murmuró—. Haré lo que quieras, seré tu amante. ¡De acuerdo! Pero no
les des nada a esos malditos. ¡Ni un kopek, ni una astilla! Conforme con todo. Le vendo
mi alma al diablo, pero a ésos no les des nada…
—¿A quiénes?
—A mi padre y a mi hermano. ¡Ni una astilla! Que se mueran de rabia los condenados.
Elena Yegórovna sonrió, enjugose las lágrimas y rompió en una risa ruidosa.
—Está bien —accedió—. Anda, puedes marcharte. Ahora te mando el uniforme.
Stepán salió.
«¡Qué bien que sea tan inocente! —pensó la señora siguiéndole con la vista, admirada
de aquellos hombros gigantescos—. Me ha librado de hacerle la declaración… Él mismo
lo ha arreglado todo…».
Al atardecer, cuando el sol del ocaso teñía de púrpura el cielo y de oro la tierra, el
coche de la hacienda corría como alocado por la carretera que conducía de la aldea al
remoto horizonte, por la inmensa estepa. El carruaje botaba como una pelota, hollando,
implacable, el centeno que arqueaba sus pesadas espigas sobre la carretera. Stepán,
sentado en el pescante, fustigaba, frenético, a los caballos y parecía como si quisiera
romper las riendas en mil pedazos. Iba de punta en blanco. Notábase que no se había
escatimado ni dinero ni tiempo para acicalarlo. El uniforme, de rico terciopelo, sentaba
admirablemente a su recia figura. Del pecho le pendía una cadena con dijes. Las botas,
con caña como el fuelle de un acordeón, eran lustrosas y brillantes. El sombrero, adornado
con una pluma de pavo real, apenas rozaba sus cabellos, rubios y rizosos. Llevaba
dibujadas en el rostro una resignación absurda y una cólera reconcentrada, cuyas víctimas
eran los caballos… Repantigada en el interior del coche iba la señora aspirando, ansiosa,
el aire vivificador en su turgente pecho. La sangre joven le coloreaba la cara… Elena
Yegórovna sentía en aquellos instantes el deleite de la vida.
—¡Muy bien, Stepán, estupendo! —gritaba al cochero—. ¡Así! ¡Arrea, vuela!
De haber sido un camino de piedras, las ruedas las hubieran hecho centellear.
Alejábase la aldea más y más. Desaparecieron las isbas, los graneros de la hacienda…
Pronto se perdió de vista hasta el campanario. Por último, la aldea se convirtió en una
línea vaporosa que se ocultó en el horizonte. Y Stepán, fustiga que fustiga a las bestias.
Temeroso del pecado, parecía querer alejarse de él. Vano empeño: lo llevaba tras de sí,
dentro del coche. Stepán no pudo huir de él. Aquella tarde, la estepa y el cielo fueron
testigos de cómo vendió su alma.
Pasadas las diez, el carruaje regresaba a la carrera. Uno de los caballos cojeaba, y el
otro llevaba la boca cubierta de espuma. La señora, acurrucada en un rincón y cubierta con
su chal, llevaba los ojos entornados y una sonrisa de satisfacción en los labios. ¡Con qué
suavidad respiraba! ¡Qué sosiego! Stepán, en cambio, creía morir. Tenía le cabeza como
embotada y llena de niebla, y el remordimiento le roía el corazón…
Todas las tardes sacaban caballos frescos de la cuadra. Stepán los enganchaba en el
coche y se iba a la cancela del jardín. La señora, resplandeciente, salía, tomaba asiento en
el coche, y comenzaba la desenfrenada carrera. No pasaba día que no salieran. Por
desgracia para Stepán, no hubo una sola tarde de lluvia que lo impidiera.
Después de uno de estos viajes, Stepán fue a dar una vuelta por la orilla del río. La
niebla se guía ensombreciendo su cerebro, ajeno a todo pensamiento, y en su pecho
reinaba una tristeza horrible. Era una noche serena y apacible. La brisa, saturada de suaves
aromas, le acariciaba el rostro. Stepán se acordó de la aldea, que negreaba al otro lado del
río, ante sus ojos; recordó la isba, el huerto, su caballo, el camastro en que dormía con su
mujer, tan a gusto… Y una amargura incomparable se apoderó de él…
—¡Stiopa! —oyó una voz apagada.
Stepán volvió la cara. Era María. Acababa de atravesar el vado y traía los zapatos en la
mano:
—Stiopa, ¿por qué te viniste?
El marido la miró como pasmado y le volvió la espalda.
—Stiopa, ¿por quién me has cambiado, dejándome desamparada?
—¡Apártate!
—Dios te castigará, Stiopa. ¡Te castigará! Te mandará la muerte sin confesión.
Acuérdate de lo que te digo. El tío Trofim vivía con una soldatka[103]. ¿Lo recuerdas? ¿Y
recuerdas cómo murió? ¡No lo permita el Señor!
—¿Por qué has venido a darme la lata?
Stepán dio dos pasos como para retirarse, pero María le agarró por el caftán con las
dos manos:
—¡Soy tu mujer, Stepán! ¡No puedes abandonarme de esta manera! ¡Stepán!
La voz de María se tomó implorante:
—¡Querido mío! Seré capaz de lavarte los pies y beberme después el agua. Vete a
casa…
Stepán, obcecado, descargó a María un puñetazo; no fue impulsado por la cólera, sino
por la pena. El puño cayó sobre el vientre de la infeliz que, exhalando un ¡ay!; llevose, las
manos al sitio dolorido y se sentó en el suelo.
—¡Ay! —volvió a gemir.
Stepán pestañeó, se llevó las manos a la cabeza sin volver la cara: se metió en el patio.
Cuando llegó a la cuadra, desplomose sobre el camastro, se puso la almohada sobre la
cabeza y se mordió la mano hasta hacerse sangre. Entre tanto, la señora, sentada en su
dormitorio, estaba tratando de adivinar si al día siguiente haría bueno. Las cartas decían
que sí.
III
Por la mañana temprano, Rzhevetski regresaba de casa de un vecino donde había
estado de visita. Aún no había salido el sol, pues no eran más de las cuatro. La cabeza del
apoderado iba llena de ruidos. Mientras guiaba el carricoche, Rzhevetski se tambaleaba
ligeramente. Más de la mitad del camino tuvo que ir atravesando bosques.
«¿Qué diablos será eso? —pensó al llegar a los límites de la finca de que era
apoderado—. ¿Estarán cortando árboles?».
De la espesura llegaba hasta sus oídos el golpear de un hacha y el crujir de las ramas.
Rzhevetski puso atención, soltó una blasfemia, descendió dificultosamente del cochecillo
y se internen la arboleda.
Semión Zhurkin, sentado en el suelo, estaba cortando ramas verdes. A su lado yacían
tres alisos recién talados. A poca distancia, un caballo enganchado a un carro, comía
hierba. Ver a Semión y pasársele a Rzhevetski la embriaguez y modorra fue todo uno.
Pálido de ira, corrió hacia Semión.
—¿Qué haces aquí? —le gritó.
—¿Qué haces aquí? —repitió el eco.
Pero Semión no contestó. Encendiendo la pipa continuó su faena.
—¡Te pregunto qué haces aquí, canalla!
—¿Pues no lo ves? ¿Se te ha caído algún tornillo?
—¡Có-moo! ¿Qué has dicho? ¡Repítelo!
—Lo que he dicho es que sigas tu camino.
—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo?
—Que te vayas. Que no ganas nada con gritar.
El polaco enrojeció y encogió los hombros sorprendido:
—¿Qué dices? ¿Cómo te atreves?
—Como ves. Pero, a todo esto, ¿quién eres tú? No creas que me asusto. Sois
muchos… Si a todos tuviéramos que dar gusto, tendríamos demasiado trabajo…
—¿Cómo te atreves a cortar árboles que no son tuyos?
—Tampoco son tuyos.
Rhevetski levantó el látigo y no lo descargó sobre Semión porque éste le hizo una
señal mostrándole el hacha.
—Pero ¿tú sabes, granuja, de quién es este bosque?
—Lo sé, pane[104]. Es de la Strelchija, y con ella me entenderé. Como el bosque es
suyo, a ella le responderé de lo que hago. Pero a ti… ¿Quién eres tú? Un lacayo, un
camarero. Contigo no quiero tratos. Sigue tu camino. ¡March!
Semión dio unos golpes con la pipa sobre el cabo del hacha y sonrió sarcástico.
Rzhevetski corrió al coche, agitó las riendas y voló hacia la aldea como una flecha.
Una vez allí buscó a los jurados y regresó con ellos al lugar del hecho, donde encontraron
a Semión dedicado su tarea. El revuelo fue en aumento. Acudieron el alcalde, el teniente
alcalde, el escribano, los alguaciles. Escribieron varios papeles: firmó Rzhevetski y
obligaron a firmar a Semión. Pero éste se reía.
Poco antes de la hora del almuerzo, Semión se presentó ante la señora, que ya conocía
lo sucedido. Sin saludar siquiera, comenzó diciendo que no se podía vivir, que el polaco
pegaba, que sólo había cortado tres arbolillos…
—¿Y cómo te atreves a cortar árboles ajenos? —se acaloró la señora.
—Ese hombre nos martiriza —mugió Semión admirado del arrebato de ella y tratando
de hacer al polaco todo el daño posible—. No dice una palabra sin acompañarla con una
bofetada. ¿Cómo es posible aguantar tanto? Todo son puñetazos en la cara. No hay
derecho… Nosotros también somos gente…
—¡Lo que te pregunto es cómo te atreves a cortar mis árboles, infame!
—Le ha mentido a usted, señora… Yo, verdaderamente…, corté algunos… Lo
confieso… Pero ¿qué derecho tiene él a pegar?
El genio señorial de Elena Yegórovna salió flote. Olvidando que Semión era hermano
de Stepán y dejando a un lado la educación y las conveniencias, le dio una bofetada en la
cara:
—¡Quítateme de delante, hocico de muzhik!, —vociferó—. ¡Fuera! ¡Fuera de aquí
ahora mismo!
Semión se desconcertó. No esperaba semejante escándalo.
—Adiós —dijo suspirando profundamente—. Qué le vamos a hacer… Adiós…
Después de murmurar estas palabras, se retiró. De confuso que iba, hasta se olvidó de
ponerse el gorro al salir al patio.
A las dos horas, poco más o menos, compareció Maxim ante la señora: cara larga y
ojos sombríos. Por su gesto se notaba que había venido a decir cuatro verdades o a armar
un lío que fuese sonado.
—¿Qué te trae por aquí? —inquirió ella.
—Buenos días. He venido, señora, más que nada, a pedirle un favor. Necesito madera,
señora. Quiero hacerle una isba a Stepán, y no tengo madera. Necesitaría unas tablas…
—Bueno, pues llévalas.
La cara de Maxim resplandeció.
—Fíjese: debo construir una isba, pero me falta madera… ¡Lo último! Es como
ponerse a comer sopa y no tenerla. ¡Je, je, je! Unas cuantas tablas, unas chapas… Creo
que Semión le ha faltado al respeto… No se enfade usted, señora. Es un majadero. Aún no
ha echado juicio ni sentimientos. Así es la gente… De modo que, señora, ¿puedo venir por
la madera?
—Claro que sí.
—Pues haga el favor de prevenir a Félix Acemich. Que Dios le dé a usted salud.
Stepán tendrá ahora una isba.
—Pero ten en cuenta que cobro caro, Zhurkin. Como bien sabes, no vendo la madera
porque la necesito yo misma. De modo que, quien quiera comprarla debe pagarla cara… A
Maxim se le descompuso el rostro:
—¿Qué dice usted?
—Pues eso. En primer lugar, tienes que pagar ahora mismo, y en segundo…
—Pagándola no la quiero.
—Y entonces, ¿cómo la quieres?
—Pues, ya se sabe… Usted misma lo comprenderá… ¿Qué dinero tiene hoy un
muzhik? No llega a dos ochavos.
—Mi madera no la doy de balde.
Maxim estrujó el gorro entre los dedos y se puso a mirar al techo.
—¿De manera que habla usted en serio? —preguntó, tras un silencio momentáneo.
—Completamente en serio. ¿Tienes algo más que decirme?
—¡Qué más voy a decir yo! Si no me da usted la madera, ¿qué tengo que decir? Adiós.
Pero le advierto que hace mal… Usted misma lo sentirá… A mí me importa poco, pero
usted se arrepentirá… ¿Está Stepán en la cuadra?
—No sé.
Maxim lanzó a la señora una mirada significativa, tosió y salió confuso. Iba temblando
de rabia.
«¡Mira qué bruja!», pensó, camino de la cuadra. Stepán, sentado en un banco, estaba
lavando perezosamente a un caballo. Maxim se quedó a la entrada:
—¡Stepán! —llamó.
El hijo no respondió ni miró a su padre. El caballo se movió.
—Vente a casa —dijo Maxim.
—No quiero.
—¿Cómo puedes hablarme así?
—Si te hablo es porque puedo.
—¡Te ordeno que te vengas!
Stepán se levantó de un salto y cerró ruidosamente la puerta ante las narices del padre.
Por la tarde, un chico llegó corriendo desde la aldea para comunicar a Stepán que
Maxim había echado de casa a María y que ésta no sabía ni siquiera dónde recogerse a
pasar la noche.
—Se ha sentado a la puerta de la iglesia y está llorando —le refirió el zagal—. Y la
gente que se ha juntado alrededor no hace más que maldecirte.
A la mañana siguiente, cuando en la casa señorial nadie se había despertado aún,
Stepán se puso su ropa vieja y se dirigió al pueblo. Tocaban a misa. Era una clara y alegre
mañana dominical que invitaba a la vida y al regocijo. Stepán pasó ante la iglesia, miró,
torvo, al campanario y siguió hacia la taberna, que, por desgracia, estaba abierta antes que
la iglesia. Cuando entró ya había gente bebiendo en los mostradores.
—¡Vodka! —pidió Stepán.
Le sirvieron. Él se tomó la copa, permaneció sentado un ratito y volvió a beber.
Embriagose poco a poco, empezó a convidar a los otros, y entre todos armaron un jaleo
más que regular.
—¿Te paga bien la Strelchija? —le preguntó uno llamado Sidor.
—Lo que merezco. ¡Bebe, animal!
—Magnífico. Le felicito, Stepán Maximich. Feliz domingo tenga usted. ¿Y usted, qué?
—Yo…, yo también bebo…
—Me alegro mucho… Todo eso, Stepán Maximich, a decir verdad, está la mar de
bien. Desde luego… Pero permítame que le pregunte: ¿llega usted a ganar diez rublos?
—¡Ja, ja, ja! —intervino otro—, ¿Crees tú que todo un señor puede arreglarse con diez
rublos? Debe ganar lo menos cien.
Stepán miró al que esto dijo y reconoció a su hermano Semión, que estaba bebiendo
sentado un rincón. Tras él asomaba su ebria carátula de sacristán Manafuilov, que sonreía
sarcástico.
—Permítame preguntarle, señor —dijo Semión quitándose el gorro—. ¿Tiene buen
coche la señora? ¿Le gusta a usted?
Stepán se sirvió vodka en silencio y en silencio se lo tomó.
—Debe de ser muy bueno —continuó Semión—. Lo malo es que no tiene cochero,
porque sin cochero ya no es lo mismo…
Manafuilov se llegó hasta Stepán y movió la cabeza:
—Eres… Eres… un cochino. ¡Un cochino! ¿Crees que no estás cometiendo un
pecado? Cristianos: ¿es un pecado o no? ¿Qué es lo que dicen las Escrituras, eh?
—¡Déjame en paz, idiota!
—Idiota… Ahí estás tú, que eres tan listo… Un cochero que huye del coche. ¡Je, je, je!
Oiga, ¿le invita a usted también a café?
Stepán blandió una botella y descargó un golpe sobre la gorda cabeza del sacristán.
Manafuilov se tambaleó, pero siguió hablando:
—El amor… ¡Qué sentimiento!… ¡Fuu!… Lástima que no pueda casarse con ella.
¡Menudo señor nos saldría! Fijaos bien, muchachos, qué señor más imponente haría: serio,
instruido…
Resonaron risas. Stepán tomó a alzar el brazo y a asestar un botellazo en la cabeza del
sacristán que, esta vez, vaciló y cayó al suelo.
—¿Por qué le pegas? —gritó Semión avanzando hacia su hermano—. Cásate con ella
y entonces tendrás derecho a pelearte. Muchachos, ¡no se lo permitamos! ¿Por qué le
pegas?
Así diciendo, entornó los ojos, agarró del pecho a Stepán y le dio un puñetazo en el
costado. Manafuilov se levantó y agitó sus largos dedos ante los ojos de Stepán.
—¡Pelea, muchachos, pelea! ¡Dadle, dadle!
Alborotose la taberna. Los gritos alternaban con las risas.
Ante la puerta se agolpó gente. Stepán asió al sacristán por el cuello y lo arrojó de un
empellón hacia la salida. Manafuilov exhaló un chillido y rodó escaleras abajo como una
pelota. Arreciaron las risotadas. La taberna se había llenado de gente. Sidor, metiéndose
donde nadie le llamaba y sin saber él mismo por qué, asestó un puñetazo en la espalda a
Stepán. Éste agarró a su hermano por los hombros y también lo arrojó hacia la salida.
Semión chocó de cabeza contra el quicio, huyó escaleras abajo y fue a caer de cara sobre
el polvoriento suelo. El hermano acudió corriendo y se puso a bailar sobre su vientre.
Daba saltos encima de él, complaciéndose, furioso, en hacerle daño. Y el baile duró un
buen rato…
Tocaron las campanas. Stepán miró a su alrededor. Vio caras a cual más ebria y alegre.
¡Muchas caras! Semión, descompuesto y sangrando, se levantó con los puños cerrados y el
gesto de fiera. Manafuilov, tendido en el suelo, lloraba. El polvo le había recubierto los
ojos. Todo era desorden en derredor.
Stepán se estremeció y, pálido, echó a correr como alocado. Los demás salieron en su
persecución.
—¡Detenedlo, detenedlo! —gritaban los perseguidores—, ¡Detenedlo! ¡Ha matado a
un hombre!
El pánico se apoderó de Stepán. Creía que, de atraparle, le matarían. Y aceleró su
carrera.
—¡Cogedlo! ¡Detened al asesino!
Sin darse cuenta él mismo, Stepán corrió hacia la casa de su padre. El portalón del
patio estaba abierto de par en par, y sus dos hojas se mecían impulsadas por el viento…
Stepán se metió a la carrera en el patio.
María, su María, estaba sentada sobre un montón de virutas y astillas a pocos pasos de
la puerta. Con las piernas cruzadas en el suelo y las manos, impotentes, extendidas hacia
adelante, no levantaba la vista un solo instante. Al ver a María una idea luminosa brilló, de
pronto, en el cerebro de Stepán, aturdido por la embriaguez: huir de allí, huir lo más lejos
posible, en compañía aquella mujer abatida, pálida como la muerte y amada sobre todas
las cosas. Huir de aquellos monstruos; irse, por ejemplo, al Kubán. ¡Qué región más
hermosa! De ser verdad lo que decían las cartas del tío Piotr, ¡qué bella inmensidad la de
las estepas del Kubán! Y la vida era más diversa, y el verano más largo, y la gente más
intrépida… En los primeros tiempos, vivirían los dos contratados como braceros, y
después comprarían tierra… Allí no estarían ni el calvo Maxim, de ojos de gitano, ni el
borracho y burlesco Semión…
Animado por estos pensamientos, se acercó a María y se detuvo ante ella. La cabeza le
daba vueltas por la embriaguez; ante sus ojos aparecían y desaparecían manchas
multicolores; notaba en todo el cuerpo un dolor intenso; y apenas podía tenerse en pie.
—Al Kubán… —profirió, dándose cuenta de que la lengua no le obedecía— Al
Kubán… Con el…, con el tío Piotr… ¿Te acuerdas? El de…, el de las cartas…
Pero ¡ay!, se disiparon al instante los sueños del Kubán. María levantó los ojos
implorantes hacia el rostro lívido, embrutecido, medio cubierto por el pelo en desorden, y
se incorporó. Los labios le temblaban…
—¿Eres tú, bandido? —gritó—. ¿Eres tú? Ya veo que te han roto la cara en la taberna.
¡Maldito! ¡Torturador mío! ¡Ojalá en el otro mundo te condenen para siempre, canalla, que
me has chupado toda la sangre! ¡Me has asesinado, pobre de mí!
—Calla…
—¡Mal nacidos! ¡No tenéis piedad de un alma cristiana! Me habéis destrozado la vida,
ladrones… ¡Eres un asesino, Stiopa! La madre de Dios te castigará. ¡Espera! Esto te
costará caro. ¿Crees que soy yo sola quien sufrirá? No lo pienses… A ti también te
tocará…
Stepán pestañeó fuertemente y vaciló sobre sus pies:
—¡Calla! ¡Cállate, por Dios!
—¡Borracho! Ya sé de quién es el dinero con que te has emborrachado. ¿De alegría
bebes? Estarás muy satisfecho…
—¡Calla, María, calla!
—¿Para qué has venido? ¿Qué quieres? ¿Presumir? No hace falta que presumas: todo
el mundo lo sabe… De fijo que no te quitan el ojo de encima en todo el día, condenado…
Stepán dio una patada en el suelo, se tambaleó y, echando chispas por los ojos, empujó
con el codo a María:
—¡Te digo que te calles! ¡No me quemes la sangre!
—¡No me callaré, no! ¿Qué quieres, pegarme? Anda, pégame… Pégale a esta pobre
desamparada… Da igual… No vamos a esperar caricias… ¡Pégame, pégame! ¡Mátame,
verdugo! ¿Para qué me necesitas? Ya tienes a la señora… Rica… Guapa… Yo una
pordiosera, ella una señora… ¿Por qué no me pegas, bandido?
Stepán alzó el puño y descargó un terrible golpe, con toda su fuerza, en el rostro de
María, demudado por la ira. El ebrio puñetazo cayó sobre la sien. La infeliz María se
tambaleó y, sin un solo grito, se desplomó en el suelo. Mientras caía, recibió otro puñetazo
en el pecho.
El marido se inclinó sobre el cuerpo de su mujer, caliente aún, pero ya muerto, miró
con ojos turbios aquella cara desfigurada por los sufrimientos y, como sin percatarse de lo
sucedido, se sentó junto al cadáver.
Ya calentaba el sol, remontado sobre las isbas. El aire estaba caldeado. Una tristeza
abrumadora se apoderó del ambiente cuando los temblorosos vecinos se aglomeraron en
tomo de Stepán y de María. Todos veían que acababa de cometerse un asesinato, mas
nadie dada crédito a sus ojos. Stepán pasó revista a la multitud con sus ojos turbios,
rechinando los dientes y murmurando palabras sin ilación. Nadie se propuso aprehenderle.
Maxim, Semión y Manafuilov estaban entre la gente, apretados el uno contra el otro.
—¿Por qué la ha matado? —se preguntaban, pálidos como muertos.
La madre de Stepán corría, llorosa, de un lado para otro.
Al enterarse de lo sucedido, la señora se llevó las manos a la cabeza y pidió un pomo
de sales, pero no se desmayó.
—¡Qué gente más horrible! —murmuró—, ¡Qué gentuza, qué canalla! Está bien: me
las pagarán y verán quién soy yo.
Rzhevetski acudió a consolarla. Y como consiguió darle consuelo, recuperó el puesto
que la caprichosa señora le quitó para otorgárselo a Stepán. Un puesto rentable, cómodo y
muy a propósito para él. Diez veces al año le dejaban cesante y otras diez le pagaban la
gratificación correspondiente. Y no le pagaban mal.
MERCANCÍA VIVA
(Живой товар)
Dedicado a F. F. Popudoglo[105]
I
Grojolski abrazó a Liza, le besuqueó todos los dedos, que tenían las uñas rosadas y
mordisqueadas, y la sentó en un sofá tapizado con terciopelo barato. Liza cruzó las
piernas, se colocó las manos bajo la cabeza y se tumbó.
Grojolski se sentó a su lado, en una silla, y se inclinó hacia ella. Era todo ojos.
¡Qué guapa le parecía, así iluminada por los rayos del poniente!
El sol de la tarde, dorado, levemente teñido de púrpura: todo eso podía verse por la
ventana.
Toda la estancia, Liza incluida, quedaba iluminada por una luz viva, que no llegaba a
herir la vista, como bañada en oro momentáneamente…
Grojolski estaba embobado. Liza tampoco es que fuera una belleza extraordinaria. Es
verdad que su carita de gato, de ojos castaños y nariz respingona, resultaba fresca y hasta
picante, que sus ralos cabellos rizados eran negros como el carbón, que su cuerpo menudo
parecía gracioso, ágil y correcto, como el cuerpo de una anguila eléctrica, pero en
conjunto… En fin, mi gusto es lo de menos. Grojolski, mimado por las mujeres, que se
había enamorado y desenamorado cien veces a lo largo de su vida, veía en ella a una
belleza. La amaba, y el ciego amor encuentra en todas partes la belleza ideal.
—Escucha —empezó, mirándola a los ojos— Necesitaba hablar un rato contigo,
cariño. El amor no soporta lo impreciso, lo confuso… Las relaciones indefinidas, ya
sabes… Ya te lo dije ayer, Liza. Vamos a intentar zanjar hoy la discusión que ayer se
planteó. Venga, tenemos que tomar una decisión de común acuerdo. ¿Qué podemos hacer?
Liza bostezó y, torciendo el gesto, sacó de debajo de la cabeza la mano derecha.
—¿Qué podemos hacer? —repitió las palabras de Grojolski con voz casi inaudible.
—Sí, ¿qué? Tienes que decidirte, cabecita sabia… Yo te quiero, y al hombre
enamorado no le gusta compartir. Es peor que egoísta. Yo no tengo fuerzas para
compartirte con tu marido. Me entran ganas de hacerle pedazos cada vez que pienso que él
también te quiere. En segundo lugar, tú a quien quieres es a mí. Una condición
indispensable para el amor es disfrutar de plena libertad. Pero ¿acaso tú eres libre? ¿Es
que no te hace sufrir la idea de que ese hombre esté siempre presente en tu espíritu? Un
hombre al que no amas, al que puede que odies, cosa que sería muy natural… Eso en
segundo lugar. Y en tercer lugar… ¿Qué era lo que te iba a decir? Ah, sí… Le estamos
engañando, y eso… no está bien. La verdad ante todo, Liza. ¡Nada de mentiras!
—Muy bien, pero entonces ¿qué hacemos?
—Ya te lo puedes imaginar… Considero necesario, imprescindible, que le pongas al
corriente de nuestra relación y que le dejes, que te vayas a vivir por tu cuenta. Y tanto lo
uno como lo otro tienes que hacerlo cuanto antes. No sé, esta misma tarde… deberías
tener una explicación con él. Ya es hora de acabar con esta situación. ¿No estás cansada de
este amor furtivo?
—¿Tener una explicación? ¿Con Vania?
—Pues ¡claro!
—¡Eso es imposible! Ya te lo dije ayer, Michel, ¡es imposible!
—Pero ¿por qué?
—Se sentirá ofendido, se pondrá a gritar, a hacer toda clase de cosas desagradables…
¿Es que no sabes cómo es él? ¡Dios no lo quiera! ¡Nada de explicaciones! ¡Menuda
ocurrencia!
Grojolski se pasó la mano por la frente y suspiró.
—Sí —dijo—. Tiene razones para sentirse ofendido. Le estoy arrebatando su felicidad.
¿Te quiere?
—Sí. Me quiere mucho.
—¡Menuda papeleta! No sabe uno por dónde empezar. Ocultárselo es una vileza,
confesárselo supone matarlo… ¡Cualquiera se aclara! Bueno, ¿qué hacemos?
Grojolski se quedó pensativo. Su pálido rostro se cubrió de arrugas.
—Seguiremos así, como estamos ahora —dijo Liza—, Que lo descubra él si quiere.
—Pero eso… eso no está bien y… Al fin y al cabo, tú eres mía, y nadie tiene derecho a
pensar que no eres mía, sino de otro. ¡Eres mía! ¡No pienso ceder ante nadie! Siento
lástima de él, ¡sólo Dios sabe cuánta lástima, Liza! ¡Cada vez que le veo, me pongo
enfermo! Pero… pero ¿qué podemos hacer, en definitiva? Si tú no le quieres… Entonces
¿a santo de qué tienes que seguir a su lado pasándolo mal? ¡Tenemos que aclarar las cosas!
Aclaramos las cosas con él y te vienes a vivir conmigo. Tú eres mi mujer, no la suya.
Tiene que saberlo. Ya verás cómo se sobrepone a su pena… No es el primero, ni será el
último… ¿Quieres fugarte? ¿Eh? ¡Dímelo ahora mismo! ¿Quieres fugarte?
Liza se levantó y miró a Grojolski con ojos inquisitivos.
—¿Fugarme?
—Pues claro… A mi hacienda, conmigo… Después a Crimea… Se lo explicaremos
por carta. Podemos irnos esta misma noche. Hay un tren a la una y media. ¿Eh? ¿De
acuerdo?
Liza se rascaba indolentemente el entrecejo, pensativa.
—De acuerdo —dijo y se echó a llorar.
Unas manchitas coloradas comenzaron a brillar en sus mejillas, los ojos se le
hincharon y las lágrimas se deslizaron por su rostro felino…
—¿Qué te pasa? —se inquietó Grojolski—. ¡Liza! ¿Qué te pasa? ¡Pero bueno! ¿Por
qué lloras? ¡Hay que ver! Pero ¿por qué? ¡Cariño! ¡Tesoro!
Liza tendió los brazos hacia Grojolski y se colgó de su cuello. Se la oía sollozar.
—Me da pena… —murmuró Liza—. ¡Ay, me da mucha pena!
—¿Quién te da pena?
—Va… Vania…
—¿Y yo no te doy pena? Pero ¿qué podernos hacer? Vamos a causarle un
sufrimiento… Va a sufrir, va a maldecir… Pero ¿qué culpa tenemos nosotros de
querernos?
Nada más decir esto, Grojolski se apartó de un salto de Liza, como si le hubieran
pinchado, y se sentó en una butaca. Liza se desprendió de su cuello y rápidamente, en un
santiamén, se dejó caer en el sofá.
Ambos se pusieron muy colorados, bajaron los ojos y empezaron a toser.
Un individuo alto y fornido, de unos treinta años, con uniforme de funcionario,
acababa de aparecer en el cuarto de estar. Había entrado discretamente. Sólo el ruido que
había hecho al tropezar con una silla que había junto a la puerta había advertido a los
amantes de su llegada, obligándolos a reparar en su presencia. Era el marido.
Habían tardado en darse cuenta. Para entonces, el marido ya había visto a Grojolski
cogiendo a Liza por el talle y a ella colgada del cuello, blanco y aristocrático, de él.
«¡Nos ha visto!», pensaron simultáneamente Liza y Grojolski, procurando ocultar
como pudieron sus manos repentinamente inmóviles y sus ojos perplejos…
El rostro sonrosado del estupefacto marido había perdido su color.
Un silencio penoso y extraño, que removía el alma, reinó durante tres minutos. ¡Oh,
aquellos tres minutos! Grojolski aún no los ha olvidado.
El primero en reaccionar y romper el silencio fue el marido. Dio unos pasos en
dirección a Grojolski y, con una mueca absurda, parecida a una sonrisa, le tendió la mano.
Grojolski estrechó suavemente aquella mano blanda y sudorosa y tembló de pies a cabeza,
como si estuviera apretando con el puño a una fría rana.
—Buenos días —farfulló.
—¿Cómo está usted? —dijo el marido con voz ronca, apenas audible, y se sentó
enfrente de Grojolski, arreglándose la parte de atrás del cuello de la camisa.
Una vez más se hizo un silencio abrumador. Pero este silencio ya no resultaba tan
estúpido. El primer impulso, el más difícil, el más molesto, ya había pasado.
Ya sólo quedaba que alguno de los dos se retirase a buscar unas cerillas o algún otro
objeto trivial. Los dos hombres tenían unas ganas locas de marcharse. Estaban allí
sentados y, sin mirarse, dándose tirones de la perilla, buscaban en sus mentes alteradas
alguna salida para aquella situación extremadamente embarazosa. Ambos estaban bañados
en sudor. Ambos sufrían de un modo insoportable, a ambos los consumía el odio. De
buena gana se habrían enzarzado en una pelea, pero… ¿cómo empezar? Y ¿quién tendría
que empezar? ¡Si al menos ella se ausentara!
—Ayer le vi en la velada —balbuceó Bugrov (así se llamaba el marido).
—Sí, estuve allí… sí… ¿Bailó usted?
—Hum… sí. Con la hija menor de los Liukotski. Es muy pesada bailando. Resulta
inaguantable. Sólo sabe parlotear. —Hizo una pausa—. Nunca se cansa de hablar.
—Sí… fue aburrido. Ya lo vi…
Grojolski, sin querer, miró a Bugrov. Sus ojos se encontraron con la mirada perdida del
marido engañado, y fue incapaz de seguir aguantando. Se levantó impetuosamente, le
tendió bruscamente la mano a Bugrov, se la estrechó, cogió su sombrero y se dirigió hacia
la puerta, sintiendo algo a su espalda. Le dio la sensación de que mil ojos se clavaban en
su espalda. La misma sensación que experimenta un actor abucheado cuando se retira del
proscenio, la misma sensación que tiene un hombre fatuo a quien dan un pescozón y se lo
lleva escoltado la policía…
En cuanto se apagaron los pasos de Grojolski y rechinó la puerta del vestíbulo, Bugrov
se levantó de un salto y, tras dar unas cuantas vueltas por el cuarto de estar, se acercó a su
mujer. El rostro felino se contrajo y empezó a pestañear, como esperando recibir un
manotazo. Al llegar hasta ella, el marido le pisó el vestido, le golpeó las rodillas con las
suyas y, con la cara pálida y descompuesta, le sacudió los brazos, la cabeza y los hombros.
—Como se te ocurra, desvergonzada —dijo con voz sorda y llorosa—, volver a
admitirle aquí otra vez, entonces yo… ¡No te atrevas a dar un solo paso! ¡Te mato!
¿Entendido? Aaah… ¡Monstruo inmundo! ¡Tiembla! ¡Infame! —Bugrov la agarró del
codo, la zarandeó y la arrojó, como una pelota de goma, hacia la ventana—. ¡Basura!
¡Miserable! ¡No tienes vergüenza!
La mujer salió despedida en dirección a la ventana, rozando apenas el suelo con los
pies, y se agarró a las cortinas.
—¡Silencio! —gritó el marido; llegó hasta ella y, con los ojos rojos de ira, le dio una
patada.
La mujer se quedó callada. Miraba al techo y sollozaba, con una expresión de niña
arrepentida a la que van a castigar.
—¿Conque esas tenemos? ¿Eh? ¿Con un petimetre? ¡Muy bien! Y ante el altar, ¿qué?
¡Una buena esposa y madre! ¡Silencio! —Y le golpeó el hermoso y delicado hombro—.
¡Cállate! ¡Basura! ¡Note tolero ni una más! Si ese canalla se atreve a aparecer por aquí
otra vez, si te vuelvo a ver una sola vez… ¡óyeme bien!… una sola vez con ese miserable,
entonces… ¡no me pidas piedad! ¡Aunque me manden a Siberia, yo te mato! ¡Y lo mismo
a él! ¡No me importa nada! ¡Largo de aquí! ¡No quiero verte!
Bugrov se enjugó la frente y los ojos con la manga y se puso a dar vueltas por el
cuarto. Liza, sollozando cada vez con más fuerza, contrayendo los hombros y la nariz
respingona, se quedó mirando los encajes de las cortinas.
—¡Caprichos! —gritó su marido—. ¡Cuántas memeces en esa cabeza de chorlito!
¡Nada más que antojos! Pues yo, Lizaveta, por ahí… ¡no paso! ¡No hay más que hablar!
¡No me gusta! Si quieres hacer marranadas, entonces… ¡largo! ¡En mi casa no hay sitio
para ti! Lárgate de aquí si… Una vez casada, tenías la obligación de olvidarte, de apartar
de esa cabeza loca a todos esos lechuguinos. ¡Cuánta tontería! ¡Que no se vuelva a repetir!
¡Y encima habla! ¡A quien tienes que querer es a tu marido! Te has unido a tu marido,
pues ¡tienes que querer a tu marido! ¡Eso es! ¿Piensas que uno es poco? Lárgate, antes de
que… ¡Verdugos! —Y gritó, después de una pausa—: ¡Que te largues, te he dicho! ¡Vete
al cuarto del niño! ¿A qué viene ese llanto? ¡Tiene ella la culpa y no para de llorar! ¡Lo
que hay que ver! El año pasado se encaprichó de Petka Tochkov, y ahora de este… que el
Señor me perdone… de este diablo. ¡Uf! ¡Ya va siendo hora de saber quién eres! ¡Mujer!
¡Madre! El año pasado ya tuvimos problemas, y ahora otra vez… ¡Uf! —Bugrov suspiró
con fuerza, y el aire se impregnó de olor a jerez. Venía de una comida y estaba un tanto
achispado—, ¿Acaso no sabes cuáles son tus deberes? ¡No! ¡Habrá que enseñártelos! ¡No
habéis aprendido nada! ¡Si vuestras madres ya eran unas busconas! ¡Llora más fuerte!
¡Venga! ¡Llora, anda, llora! —Bugrov se acercó a su mujer y le quitó las cortinas de las
manos—. No te quedes aquí al lado de la ventana… Te van a ver llorando. Que no se
vuelva a repetir. Esos abrazos van a ser tu ruina. Te estás metiendo en un buen lío. ¿O es
que te crees que me gusta llevar cuernos? Pues me los pones cada vez que te revuelcas con
uno de esos desvergonzados. Bueno, ya basta… La próxima vez que no… Porque yo…
Liza… Déjalo ya… —Suspiró y envolvió a su mujer en vapores de jerez—. No eres más
que una joven estúpida, no te enteras de nada. Yo nunca estoy en casa… Y, claro, entonces
ellos se aprovechan. ¡Hay que tener cabeza, hay que ser sensato! ¡Me engañan! ¡Y eso ya
no lo aguanto! ¡Por ahí sí que no paso! ¡Se acabó! Eso sería la muerte. Antes que consentir
[106]
el adulterio, yo… yo, mátushka , estoy dispuesto a cualquier cosa. Soy capaz de molerte
a palos y… echarte de casa. Y vete tú entonces a vivir con esos caraduras.
[107]
Y Bugrov, con su mano grande y suave (horribile dictu!) , enjugó el rostro
empapado en lágrimas de la infiel Liza. ¡Trataba a su mujer de veinte años como a una
criatura!
—Bueno, ya basta. Te perdono, pero la próxima vez… ¡que Dios te ampare! Te
perdono por quinta vez, pero a la sexta ya no te voy a perdonar. Como hay Dios. Estas
cosas no las perdona ni el mismísimo Dios.
Bugrov se inclinó y acercó sus labios brillantes a la cabeza de Liza.
Pero no llegó a besarla.
Sucesivamente, las puertas del vestíbulo, el comedor, la sala y el cuarto de estar se
fueron cerrando de un portazo, y Grojolski entró precipitadamente, como un torbellino, en
el cuarto. Estaba pálido y temblaba. Hacía aspavientos, traía chafado en las manos su
valioso sombrero. La levita le colgaba por todas partes. Daba la impresión de sufrir un
agudo acceso febril. Al verlo, Bugrov se apartó de su mujer y se puso a mirar por otra
ventana. Grojolski se dirigió corriendo hacia él y, agitando las manos, respirando con
esfuerzo y sin mirar a nadie, dijo con voz temblorosa:
—¡Iván Petróvich! ¡Vamos a dejarnos de comedias! ¡Bastante nos hemos engañado ya!
¡Ya es suficiente! ¡Yo ya no aguanto más! Haga usted lo que quiera, pero yo ya no puedo
más. Ya sabe, ¡se trata de algo vil y repugnante! ¡Es un verdadero escándalo! ¡Tiene que
admitir que es un escándalo! —Grojolski se atropellaba y se ahogaba—. Esto no va con
mis principios. También usted es un hombre honrado. ¡Yo la quiero! ¡La quiero más que a
nada en el mundo! Usted ya ha podido verlo y… ¡Estaba obligado a decírselo!
«¿Qué puedo decirle?», pensaba Iván Petróvich.
—¡Hay que acabar con esto! ¡Esta comedia no puede durar más tiempo! Hay que
resolver esto de algún modo. —Grojolski tomó aire y prosiguió—: Yo no puedo vivir sin
ella. Tampoco ella sin mí. Usted es un hombre culto, es consciente de que en estas
condiciones su vida familiar es imposible. Esta mujer no le pertenece. Sí… En una
palabra, le mego que considere este asunto desde un punto de vista humano… con
indulgencia. ¡Iván Petróvich! ¡Tiene que entender que yo la amo, que la amo más que a mí
mismo, más que a nada en el mundo, y que resistirme a este amor es algo superior a mis
fuerzas!
—¿Y ella qué dice? —preguntó Bugrov en tono lúgubre y un tanto burlón.
—¡Pregúntele! ¡Vamos, pregúntele a ella! Para ella, vivir con un hombre al que no
ama, vivir con usted, amando a otro, pues eso… eso… ¡eso supone un tormento!
—¿Y ella qué dice? —repitió Bugrov, sin sombra ya de burla.
—Ella… ¡ella me quiere! Estamos enamorados… ¡Iván Petróvich! Puede usted
matarnos, puede usted despreciarnos, puede usted perseguirnos, haga usted lo que le venga
en gana… pero ¡nosotros ya no estamos dispuestos a seguir escondiéndonos! ¡No tenemos
nada que ocultar! Puede usted juzgarnos con toda la severidad que cabe esperar de una
persona a la que nosotros… ¡a la que el destino le ha arrebatado la felicidad!
Bugrov se puso colorado como un cangrejo recocido y miró a Liza de reojo. Empezó a
pestañear. Le temblaban los dedos, los labios y los párpados. ¡Pobre hombre! Los ojos
llorosos de Liza le decían que Grojolski estaba en lo cierto, que la cosa iba en serio…
—¿Y entonces? —balbuceó— Si ustedes… En estos tiempos… En todo caso,
ustedes…
—¡Dios es testigo —chilló Grojolski con voz aguda de tenor— de cómo le
comprendemos! ¿O acaso piensa usted que no le comprendemos, que no sentimos lo que
le pasa? Sé qué clase de sufrimientos le estoy causando. ¡Bien lo sabe Dios! Pero ¡tiene
que ser comprensivo! ¡Se lo suplico! ¡No es culpa nuestra! Nadie tiene la culpa de amar.
No hay voluntad capaz de oponerse al amor… ¡Entregúemela, Iván Petróvich! ¡Permita
que se venga conmigo! Quíteme lo que quiera en pago por sus sufrimientos, quíteme la
vida, pero ¡deme usted a Liza! Estoy dispuesto a lo que sea… Vamos, indíqueme cómo
puedo compensarle, aunque sólo sea en parte. ¡A cambio de la dicha que pierde yo puedo
ofrecerle otra dicha! ¡Sé que puedo, Iván Petróvich! ¡Estoy conforme con cualquier cosa
que usted me diga! Sería una vileza por mi parte no darle a usted una satisfacción… Le
entiendo perfectamente en estos momentos.
Bugrov hizo un gesto con la mano, como diciendo: «¡Márchese, por el amor de
Dios!». Sus ojos empezaban a cubrirse de una humedad delatora. No iban a tardar en verlo
llorar.
—¡Si yo le comprendo, Iván Petróvich! Yo puedo ofrecerle otra clase de felicidad, una
como jamás ha experimentado. ¿Qué desea usted? Yo soy rico, mi padre es un hombre
influyente… ¿Quiere algo? Diga, ¿cuánto quiere?
De pronto a Bugrov el corazón empezó a latirle con violencia… Tuvo que agarrarse de
las cortinas con ambas manos.
—¿Quiere usted… cincuenta mil? Iván Petróvich, se lo suplico… Esto no es un
soborno, no es una compra… Lo único que pretendo es reparar en alguna medida su
inmensa pérdida con un sacrificio por mi parte… ¿Quiere cien mil? ¡Estoy dispuesto! ¿No
quiere cien mil?
¡Dios mío! Dos colosales martillos machacaban las sienes sudorosas del desdichado
Iván Petróvich… Por sus oídos corrían, con sus campanillas y cascabeles, unas troikas
rusas…
—¡Acepte este sacrificio que le ofrezco! —insistía Grojolski—, ¡Se lo suplico! Me
quitaría usted un peso de encima. ¡Por favor!
¡Dios mío! Bajo la ventana por la que miraban los ojos llorosos de Bugrov, sobre el
pavimento ligeramente humedecido por la suave llovizna de mayo, pasaba una ostentosa
calesa de cuatro plazas. Los caballos eran veloces, bravíos, lustrosos, con estilo. Los
pasajeros llevaban sombreros de paja y tenían cara de satisfacción; viajaban con cañas y
redes de pesca. Un estudiante con una gorra blanca sostenía una escopeta. Se dirigían a la
dacha a pescar, a cazar, a tomar té al aire libre. Marchaban a los mismos lugares benditos
por los que había corrido en su día, por campos, bosques y riberas, descalzo, quemado por
el sol, pero mil veces feliz, el hijo de un diácono de aldea, el pequeño Bugrov. ¡Oh, qué
endiabladamente seductor era aquel mes de mayo! Qué felices aquellos que, despojándose
de los pesados uniformes, podían subir a una calesa y correr al campo, donde chillaban las
codornices y olía a heno recién segado. Una sensación grata y refrescante sobrecogió el
corazón de Bugrov… ¡Cien mil rublos! Junto con la calesa desfilaron por delante de él sus
sueños más secretos, aquéllos con los que solía distraerse en medio de su rutina de
funcionario, sentado en la oficina del gobierno provincial o en su diminuto despacho… Un
río profundo, lleno de peces, un amplio jardín con estrechos paseos, con fuentes, umbrías,
flores, cenadores, una dacha lujosa con su terraza y su torre, con un arpa de Eolo y unas
campanillas de plata… (Sabía de la existencia de las arpas de Eolo por las novelas
alemanas). El cielo azul y despejado; un aire transparente, puro, empapado de aromas que
le hicieran recordar su infancia hambrienta, descalza y atemorizada… Levantarse a las
cinco, acostarse a las nueve; pasarse los días pescando, cazando, platicando con los
aldeanos… ¡Qué maravilla!
—¡Iván Petróvich! ¡No me haga sufrir! ¿Quiere los cien mil?
—Hum… ¡Ciento cincuenta mil! —mugió Bugrov con voz sorda, con voz de toro
ronco. Mugió aquellas palabras y se inclinó, avergonzado de lo que acababa de decir,
esperando la respuesta…
—Muy bien —dijo Grojolski—. ¡De acuerdo! Se lo agradezco, Iván Petróvich. Ahora
mismo… No le haré esperar…
Grojolski dio un salto, se puso el sombrero y, reculando, salió a toda prisa del cuarto
de estar.
Bugrov se agarró aún con más fuerza de las cortinas. Estaba avergonzado. Se sentía
miserable y estúpido en el fondo de su alma, pero, a pesar de todo, ¡qué esperanzas tan
radiantes, tan hermosas, pululaban entre sus sienes palpitantes! ¡Era rico!
Liza, que no entendía nada, temerosa de que su marido se acercara a la ventana donde
ella estaba y la apartara de un empujón, temblando de pies a cabeza, se coló rápidamente
por la puerta entreabierta. Se marchó al cuarto del niño, se tumbó en la cama de la niñera y
se acurrucó. Tiritaba de fiebre.
Bugrov se quedó solo. Se sentía sofocado y abrió la ventana. ¡Qué aire tan maravilloso
notó en la cara y el cuello! Con ese aire daba gusto respirar, dejándose caer sobre los
cojines del cochecito… Allá, lejos de la ciudad, cerca de las aldeas y las dachas, el aire era
aún más puro… Bugrov llegó a sonreír soñando con el aire que le envolvería cada vez que
saliese a la terraza de su dacha a disfrutar de las vistas. Estuvo mucho tiempo soñando. El
sol ya se había puesto, pero él seguía soñando, procurando con todas sus fuerzas desterrar
de su cabeza la imagen de Liza, imagen que le perseguía obsesivamente en todos sus
sueños.
—¡Aquí lo traigo, Iván Petróvich! —le susurró al oído Grojolski, que acababa de
entrar—. Aquí lo traigo… Tenga… Mire, en este fajo hay cuarenta mil. Con este impreso,
pasado mañana podrá usted obtener de Valentinov otros veinte mil. Aquí tiene esta otra
letra de cambio… Y este cheque… Los treinta mil que faltan los tendrá dentro de unos
días. Se los traerá mi administrador.
Grojolski, sonrosado, agitado, moviendo todos sus miembros, colocó ante Bugrov un
montón de fajos, de papeles, de sobres. Era un montón enorme, multicolor, variopinto. ¡En
su vida había visto Bugrov un montón semejante! Abrió sus gruesos dedos y, sin mirar a
Grojolski, se puso a examinar los fajos de billetes y los impresos…
Una vez desplegado todo el dinero, Grojolski se puso a corretear por las habitaciones
en busca de su Dulcinea, que acababa de ser vendida y comprada.
Tras llenar bolsillos y billeteras, Bugrov guardó los documentos en una mesa, se bebió
media jarra de agua y salió apresuradamente a la calle.
—¡Cochero! —gritó con voz salvaje.
Aquella noche, a las once y media, se presentó en el hotel París. Subió ruidosamente
las escaleras y llamó a la puerta de la habitación en la que estaba alojado Grojolski. Le
abrieron. Grojolski estaba haciendo las maletas. Liza estaba sentada detrás de una mesa,
probándose unas pulseras. Los dos se asustaron al ver entrar a Bugrov. Les dio la
impresión de que venía a buscar a Liza y a devolver un dinero que acaso había aceptado
sin convicción, en un arrebato. Pero Bugrov no venía a llevársela. Avergonzado de su
nueva indumentaria, sintiéndose terriblemente incómodo con ella, saludó con una
reverencia y se quedó junto a la puerta, adoptando una postura de lacayo. Su nueva
indumentaria era primorosa. Bugrov estaba irreconocible. Un traje de estreno, impecable,
de factura francesa, a la última moda, envolvía su enorme corpachón, habituado hasta
entonces a vestir un vulgar uniforme. En los pies exhibía unos botines con unas hebillas
relucientes. Se quedó allí parado, avergonzado de su nuevo envoltorio, tapando con la
mano derecha unos colgantes por los que había pagado, una hora antes, trescientos rublos.
—He venido por lo siguiente… —empezó a decir—. Conviene llegar a un acuerdo. No
pienso ceder a Míshutka…
—¿Qué Míshutka? —preguntó Grojolski.
—Nuestro hijo.
Grojolski y Liza intercambiaron una mirada. A Liza se le desencajaron los ojos, se le
encendieron las mejillas y le temblaron los labios.
—De acuerdo —dijo. Pensó en la tibia cainita de Míshutka. Sería muy cruel
reemplazar esa tibia cainita por el frío diván de un cuarto de hotel, así que se mostró
conforme—. Pero iré a verlo.
Bugrov inclinó la cabeza, salió de la habitación y bajó exultante las escaleras, cortando
el aire con su valioso bastón.
—¡A casa! —le dijo al cochero—. Mañana por la mañana, a las cinco, necesito un
coche. Ven a buscarme. Si estoy dormido, me despiertas. Saldremos de la ciudad…
II
Era un precioso atardecer de agosto. El sol, orlado por un fondo de oro, ligeramente
velado de púrpura, brillaba en el horizonte occidental, listo para ocultarse tras las lejanas
colinas. En los jardines ya habían desaparecido las sombras y penumbras, el aire se había
vuelto gris, pero en las cimas de los árboles relucía aún un resplandor dorado. La
temperatura era agradable. Había llovido recientemente y el aire, ya de por sí fresco,
transparente, aromático, refrescaba aún más.
No estoy describiendo el mes de agosto de la capital: brumoso, lloroso, oscuro, con sus
crepúsculos fríos, extremadamente húmedos. ¡Dios me libre! No estoy describiendo
nuestro crudo agosto norteño. Le ruego al lector que se desplace a una de las riberas de
[108]
Crimea, cerca de Teodosia , al lugar preciso donde se hallaba la dacha de uno de mis
personajes. Era una dacha muy bonita, limpia, rodeada de flores y setos bien podados. A
su espalda, a un centenar de pasos, relucía un huerto por donde solían pasear los
veraneantes. Grojolski pagaba un buen dinero por esa dacha: mil rublos al año, por lo
visto. La dacha no los valía, pero era tan bonita… Alta, grácil, con paredes finas y
balaustradas aún más finas, delicada, tierna, pintada de azul claro, toda adornada con
cortinas, guardapuertas, colgaduras: recordaba a una señorita graciosa, delicada y un tanto
melindrosa.
Aquella tarde, en la terraza de esa dacha estaban sentados Grojolski y Liza. Grojolski
[109]
leía Nuevos Tiempos
y tomaba leche en una jarrita verde. En la mesa, delante de él,
había un sifón con agua de Seltz. Grojolski se creía enfermo, con catarro pulmonar, y,
siguiendo los consejos del doctor Dmitriev, daba cuenta de ingentes cantidades de uvas, de
leche y de agua de Seltz. Liza estaba sentada lejos de la mesa, en una mullida butaca. Con
los codos sobre la balaustrada y con su rostro menudo apoyado en los puños, contemplaba
la dacha de enfrente. El sol daba de lleno en las ventanas del edificio. Los brillantes
cristales arrojaban en los ojos de Liza unos rayos cegadores. Más allá del cercado y de los
escasos árboles que rodeaban la dacha se veía el mar con sus olas, su azul, su infinitud, sus
blancos mástiles… ¡Era tan placentero!
[110]
Grojolski leía la crónica del Desconocido
y cada diez líneas levantaba sus ojos
azules y los dirigía hacia la espalda de Liza. El mismo amor de antes, apasionado,
ardiente, brillaba en esos ojos. Era infinitamente feliz, a pesar del presunto catarro
pulmonar. Liza notaba los ojos de su amante en su espalda, pensaba en el brillante
porvenir de Míshutka y sentía tanta paz en su alma, tanta dicha… Para ella, lo más ameno
no era el mar ni los cegadores destellos de los cristales de la dacha de enfrente, sino los
carros cargados que, uno tras otro, pausadamente, iban llegando hasta ella.
Los carros llegaban llenos de muebles y toda clase de enseres domésticos. Liza había
visto abrir el portón enrejado de acceso y la gran puerta acristalada, y asistía al alboroto de
los carreteros, con sus incesantes disputas, en tomo a los muebles. Habían introducido por
la puerta acristalada unas grandes butacas y un diván, tapizado en terciopelo de color
carmesí, unas sillas destinadas a la sala, el cuarto de estar y el comedor, una amplia cama
de matrimonio, una cama de niño… Después metieron un objeto grande, envuelto con
esteras, pesado…
«Un piano», pensó Liza, y el corazón le palpitó con fuerza.
Llevaba ya tiempo sin escuchar las notas de un piano, ¡con lo que a ella le gustaba! En
su dacha no había un solo instrumento musical. A Grojolski y a ella les gustaba la música,
pero sólo de espíritu, nada más.
Después del piano, metieron un sinfín de cajas y fardos en los que se leía:
«Precaución». En esos cajones venían los espejos y la vajilla.
Una lujosa y reluciente calesa franqueó el portón; tiraban de ella dos caballos blancos
que parecían dos cisnes.
«¡Dios mío! ¡Cuánto lujo!», se dijo Liza, pensando en el viejo poni que, por cien
rublos, había comprado Grojolski, a quien no le gustaban ni los paseos ni los caballos.
Aquel poni, comparado con esos cisnes, le parecía ahora una chinche. Como a Grojolski le
daban miedo las cabalgadas veloces, le había comprado a propósito a Liza un caballo
malo.
«¡Cuánto lujo!», pensaba y musitaba Liza, observando a los ruidosos carreteros.
El sol se había ocultado detrás de las colinas, el aire empezaba a perder su nitidez y
sequedad, pero aún seguían trayendo y arrastrando muebles. Llegó un momento en que
estaba tan oscuro que Grojolski dejó de leer el periódico, pero Liza no se cansaba de
admirar el espectáculo.
—¿Y si encendemos la lámpara? —propuso Grojolski, temeroso de que le cayera una
mosca en la leche y de que pudiera tragársela en la oscuridad—. ¡Liza! ¿Y si encendemos
la lámpara? ¿O prefieres que sigamos a oscuras, ángel mío?
Liza no contestó. Estaba más pendiente de un charabán que se situaba en ese momento
enfrente del portón de la dacha vecina. ¡Qué preciosidad de caballo tiraba del vehículo! De
una altura mediana, no muy grande, gracioso… En el charabán venía montado un
caballero con sombrero de copa. Sentado en sus rodillas, agitando las manos, venía una
criatura como de tres años, un niño al parecer. Agitaba las manos y gritaba
entusiasmado…
De pronto, Liza dio un chillido, se levantó e inclinó el tronco hacia delante.
—¿Qué te pasa? —preguntó Grojolski.
—Nada… Sólo que… Me había parecido…
El hombre del sombrero de copa, alto y fornido, saltó del charabán, cogió al chiquillo
en brazos y echó a correr animosamente hacia la puerta acristalada.
La puerta se abrió ruidosamente, y el hombre desapareció en la oscuridad de las
estancias.
Dos lacayos se acercaron rápidamente al caballo que tiraba del charabán y lo
introdujeron por el portón, con muchos miramientos. Enseguida en la dacha de enfrente
prendieron las luces y se oyó el golpeteo de los platos, los cuchillos y los tenedores. El
hombre del sombrero de copa se sentó a cenar y, a juzgar por lo que duró el tintineo de la
vajilla, la cena fue larga. Liza tenía la sensación de que olía a shchi[111] con gallina y a
pato asado. Después de la cena se oyeron en la dacha las notas confusas del piano. Muy
probablemente, el hombre del sombrero de copa, queriendo distraer al niño como fuera, le
habría dado permiso para pulsar las teclas.
Grojolski se acercó a Liza y la cogió por la cintura.
—¡Qué tiempo más maravilloso! —dijo—. ¡Qué aire! ¿No lo notas? Yo, Liza, soy
muy feliz… demasiado incluso. Mi felicidad es tan inmensa que tengo miedo de que se
desmorone. Por lo general, son los objetos grandes los que se desploman. Y ¿sabes una
cosa, Liza? A pesar de tanta dicha, yo no acabo de estar del todo… tranquilo… Me
atormenta un pensamiento obsesivo. Me atormenta de una forma atroz. No me deja
descansar ni de día ni de noche.
—¿Qué pensamiento?
—¿Qué pensamiento? Un pensamiento horrible, alma mía. Me atormenta pensar en…
tu marido. Hasta ahora no te había dicho nada, temiendo alterar tu paz interior. Pero ya no
soy capaz de seguir callado. ¿Dónde está? ¿Qué es de él? ¿Qué ha hecho con su dinero?
¡Es horrible! Todas las noches me imagino su cara: demacrada, torturada, suplicante…
¡Date cuenta, ángel mío! ¡Si es que nosotros le arrebatamos la alegría! ¡Se la destruimos,
se la pulverizamos! Hemos edificado nuestra felicidad sobre las ruinas de la suya. ¿Acaso
el dinero, que él aceptó en un gesto magnánimo, puede sustituirte? Porque me imagino
que te querría mucho…
—¡Sí, mucho!
—¡Ya lo ves! O se ha dado a la bebida o… ¡Me da miedo! ¡Ay, no sabes cuánto! ¿No
convendría escribirle? Haría falta consolarle. Una buena palabra, ya sabes…
Grojolski suspiró hondo, sacudió la cabeza y, agotado por sus profundas reflexiones,
se desplomó en su asiento. Con la cabeza apoyada en los puños, se puso a meditar. A
juzgar por la expresión de su rostro, sus pensamientos le hacían sufrir…
—Me voy a dormir —dijo Liza—. Ya es hora…
Liza se retiró a su cuarto, se desvistió y se puso a flotar entre las sábanas. Solía
acostarse a las diez de la noche y levantarse a las diez de la mañana. Le gustaba vivir
como una sibarita.
Morfeo no tardó en acogerla en sus brazos. Toda la noche tuvo unos sueños
fascinantes. Sus sueños fueron verdaderas novelas, relatos, cuentos árabes… El
protagonista de todos esos sueños fue… el caballero del sombrero de copa, que la había
hecho chillar esa misma tarde.
El caballero del sombrero de copa se la quitaba a Grojolski, cantaba, pegaba a
Grojolski y también a ella, le daba unos azotes al niño pequeño al pie de su ventana, le
declaraba su amor, la conducía a rastras hasta el charabán… ¡Ah, los sueños! En una sola
noche, con los ojos cerrados y acostados, a veces es posible vivir más de una década de
años dichosos… En el curso de aquella noche Liza vivió muchas cosas, y muy felices, a
pesar incluso de la paliza…
Se despertó antes de las ocho, se echó un vestido por encima, se atusó a toda prisa el
pelo y, sin enfundarse siquiera sus afiladas chinelas tártaras, corrió precipitadamente a la
terraza. Protegiéndose con una mano los ojos del sol y sujetándose como podía el vestido
con la otra, se fijó en la dacha de enfrente… Su rostro se iluminó.
Ya no cabía ninguna duda. Era él.
Bajo la terraza de la dacha vecina, delante de la puerta acristalada, había una mesa.
Sobre la mesa brillaba, resplandecía y relumbraba el servicio de té, empezando por un
pequeño samovar de plata. Sentado a aquella mesa estaba Iván Petróvich. Tenía en las
manos un platillo de plata y tomaba té. Lo tomaba con avidez. Esto último se podía
apreciar por el chasqueo que llegaba hasta oídos de Liza. Llevaba puesto un batín marrón
con flores negras. Las recias manos le colgaban hasta el suelo. Era la primera vez que Liza
veía a su marido en batín, y para colmo en uno tan lujoso. En una de sus rodillas estaba
Míshutka, que le estorbaba y apenas le dejaba tomar el té. Daba saltitos e intentaba
agarrarle el brillante labio a su papá. Éste, después de tres o cuatro tragos, se inclinó hacia
su hijo y le besó en la coronilla. Cerca de una de las patas de la mesa, con la cola
levantada, se restregaba un gato gris que expresaba con sus maullidos lastimeros sus ganas
de comer.
Liza se ocultó detrás de la balaustrada y clavó los ojos en los miembros de su antigua
familia. La alegría iluminaba su rostro…
—¡Michel! —susurró—. ¡Misha! ¡Estás aquí, Misha! ¡Tesoro! ¡Hay que ver cómo
quiere a Vania! ¡Señor!
Y Liza se desternilló de risa cuando Míshutka se puso a remover el té de su padre con
la cucharilla.
—¡Y lo que quiere Vania a Michel! ¡Queridos míos!
Y a Liza, de pura felicidad, se le desbocó el corazón y le empezó a dar vueltas la
cabeza. Se dejó caer en un sillón y desde allí se dedicó a espiar.
«¿Cómo habrán venido a parar aquí? —se preguntaba, mandando a Míshutka besos
por el aire—, ¿Quién les habrá recomendado este sitio? ¡Señor! ¿Será posible que todas
estas riquezas les pertenezcan? ¿Que aquellos dos caballos, que parecían dos cisnes, que
entraron ayer por ese portón, sean propiedad de Iván Petróvich? ¡Ay!».
Después de tomar el té, Iván Petróvich entró en la casa. Al cabo de diez minutos
apareció en el porche y… Liza se quedó pasmada. Aquel jovencito al que hacía apenas
siete años aún llamaban Vanka o Vániushka[112], que se mostraba siempre dispuesto, por
una triste moneda, a jugarse el cuello o a poner la casa patas arriba, estaba ahora
admirablemente vestido. Llevaba un sombrero de paja de ala ancha, unas primorosas botas
de montar, todas relucientes, un chaleco de piqué… Un millar de soles, grandes y
pequeños, se reflejaban en sus dijes. En la mano derecha sostenía con ostentación unos
guantes y una fusta…
¡Cuánta arrogancia, cuánta distinción transmitió su voluminosa figura cuando, con un
gracioso gesto con la mano, ordenó al criado que le acercara el caballo!
Se sentó en el charabán con gravedad y mandó a los criados que flanqueaban el
vehículo que le entregaran a Míshutka y le pasaran unas cañas de pescar. Tras acomodar al
niño a su lado, rodeándolo con su brazo izquierdo, tomó las riendas y se pusieron en
marcha.
—¡Eaaa! —gritó Míshutka.
Liza, sin darse cuenta de lo que hacía, agitó un pañuelo, a modo de despedida. Si se
hubiera mirado en el espejo, habría visto su carita colorada, risueña y, a la vez, llorosa. Le
daba rabia no estar al lado de Míshutka, viéndolo tan animado, y no poder, por una serie
de razones, comérselo a besos en ese mismo instante.
¡Por una serie de razones! ¡Al diablo con los escrúpulos!
—¡Grisha! ¡Grisha! —Liza entró corriendo en el dormitorio y empezó a despertar a
Grojolski—. ¡Levanta! ¡Están aquí! ¡Cariño!
—¿Quiénes están aquí? —preguntó Grojolski nada más despertarse.
—Los nuestros… Vania y Misha… ¡Están aquí! En esa dacha de ahí enfrente…
Resulta que me he asomado, y ahí estaban… Tomando el té… Y también Misha… Está
hecho un ángel, ¡si lo hubieras visto! ¡Virgen santísima!
—¿Quién? Pero tú de qué… ¿Quién dices que está aquí? ¿Dónde?
—Vania y Misha. Estaba mirando la dacha de enfrente, y los he visto allí, tomando el
té. Misha ya sabe tomar sólo el té… ¿No te fijaste ayer en todo lo que trajeron? ¡Eran
ellos!
Grojolski se puso muy serio, se enjugó la frente y palideció.
—¿Que ha venido? ¿Tu marido? —preguntó.
—Pues sí…
—¿A qué?
—Probablemente vivirán aquí. No saben que estamos aquí. Si lo hubieran sabido,
habrían mirado hacia nuestra dacha, pero estaban tomando el té y… no se han fijado en
ningún momento…
—¿Dónde está él ahora? ¡Y habla claro, por el amor de Dios! ¡Ay! Bueno, ¿dónde
está?
—Se ha marchado con Misha a pescar… En el charabán. ¿Viste ayer los caballos?
Eran suyos. De Vania… Vania los monta. ¿Sabes una cosa, Grisha? Podríamos tener aquí a
Misha con nosotros, como invitado. ¿Qué te parece? ¡Es un niño tan bueno! ¡Es una
maravilla!
Grojolski se quedó pensativo, y Liza no paraba de hablar.
—Vaya un encuentro más imprevisto —dijo Grojolski tras una larga y, como de
costumbre, penosa reflexión—. ¿Quién iba a esperar que fuéramos a encontrarnos aquí?
Bueno… qué se le va a hacer… Así son las cosas. Así lo ha querido el destino. ¡Me
imagino que se va a sentir muy incómodo cuando nos vea!
—¿Podemos traernos a Misha?
—Sí, claro… Pero no me gustaría ver a tu marido. No sé, ¿para qué iba a hablar con
él? ¿De qué íbamos a hablar? Él se sentiría incómodo, y yo también. Es mejor que no
coincidamos. Podemos entendernos, en caso de necesidad, a través de la servidumbre. No
sabes cómo me duele la cabeza, Lizochka. Los brazos, las piernas… Estoy molido. ¿Tengo
la cabeza caliente?
Liza le puso la mano en la frente y detectó que la tenía caliente.
—He tenido unas pesadillas espantosas toda la noche. No me voy a levantar en todo el
día, me voy a acostar. Tendré que tomar quinina. Di que me sirvan aquí el té, cariño.
Grojolski tomó quinina y se pasó todo el día en la cama. Bebió agua caliente, gimió, le
cambiaron la ropa de cama, se quejó y acabó con la paciencia de todos cuantos le
rodeaban. Se ponía insoportable siempre que se creía acatarrado. Liza se veía obligada a
interrumpir cada dos por tres su atenta vigilancia en la terraza para acudir corriendo a su
cuarto. Durante la comida no tuvo más remedio que aplicarle unos sinapismos. Imagina,
lector, qué fastidioso le habría resultado todo esto a mi heroína de no haber tenido a su
alcance la dacha de enfrente. Liza se pasó todo el día observando esa dacha y no cabía en
sí de gozo.
A las diez Iván Petróvich y Míshutka, de vuelta de pescar, desayunaron. A las dos
almorzaron y a las cuatro salieron a dar un paseo en calesa. Los blancos caballos partieron
raudos como centellas. A las ocho tuvieron invitados, unos hombres. Estuvieron hasta
medianoche en la terraza, jugando a las cartas en dos mesas. Uno de aquellos hombres
tocó el piano divinamente. Los invitados jugaron, bebieron, comieron, rieron a carcajadas.
Iván Petróvich, riendo como un condenado, les contó un chiste sobre las costumbres de los
armenios; lo contó a grito pelado, así que lo oyeron en todas las dachas de los alrededores.
¡Se lo pasaron en grande! Y Míshutka estuvo con ellos hasta medianoche.
«Misha está alegre, no llora —pensaba Liza—, lo cual quiere decir que no se acuerda
de su madre. ¡Así que se ha olvidado de mí!».
Y Liza sintió un terrible pesar en el alma. Se pasó llorando toda la noche. Se
lamentaba de su escasa conciencia, sentía rabia, y angustia, y un vivo deseo de hablar con
Míshutka, de besarlo… A la mañana siguiente se levantó con dolor de cabeza, con los ojos
enrojecidos por el llanto. Esas lágrimas se las anotó Grojolski en su propia cuenta.
—¡No llores, preciosa! —le dijo—. Hoy ya me encuentro mejor… Tengo una pequeña
molestia en el pecho, pero no es nada.
Mientras tomaban el té, en la dacha de enfrente estaban desayunando. Iván Petróvich
miraba al plato y lo que veía era una jugosa tajada de ganso.
—Estoy encantado —musitó Grojolski, mirando de reojo a Bugrov—. ¡Realmente
encantado de que pueda vivir decentemente! Así al menos las buenas condiciones de vida
le ayudarán a mitigar su dolor. ¡Ocúltate, Liza! Nos van a ver… Ahora mismo no me
apetecería tener una charla con él… ¡Que Dios le guarde! ¿Para qué molestarle?
Pero el almuerzo ya no fue tan tranquilo. Durante la comida se produjo esa «situación
embarazosa» a la que tanto miedo le tenía Grojolski. Nada más servirse las perdices, el
plato favorito de Grojolski, Liza de repente se quedó desconcertada, y él empezó a
enjugarse el rostro con la servilleta. Habían visto a Bugrov en la terraza de la dacha de
enfrente. Estaba de pie, con las manos apoyadas en la balaustrada, y los miraba fijamente,
con los ojos a cuadros.
—Entra, Liza… Entra… —susurró Grojolski—. ¡Ya te había dicho que teníamos que
comer dentro! Hay que ver cómo eres…
Bugrov miraba y miraba y de pronto soltó un grito. Grojolski se fijó en él y advirtió
una profunda sorpresa en su rostro…
—¿Es usted? —gritó Iván Petróvich—. ¿Usted? ¿Están aquí? ¿Qué tal?
Grojolski arrastró los dedos de un hombro a otro. Quería hacer ver que estaba flojo del
pecho y no le era posible gritar desde esa distancia. A Liza se le aceleró el corazón y se le
nubló la vista. Bugrov abandonó a toda prisa su terraza, cruzó corriendo el camino y a los
pocos segundos ya se encontraba al pie de la terraza donde Liza y Grojolski estaban
comiendo. ¡Se les quitaron las ganas de tomar las perdices!
—¿Qué tal? —dijo, ruborizándose y metiéndose las manazas en los bolsillos—. ¿Así
que están aquí? ¿También ustedes?
—Pues sí, aquí estamos.
—¿Cómo es que están aquí?
—¿Y usted?
—¿Yo? ¡Menuda historia! ¡Toda una peripecia, amigo mío! Pero no se preocupen,
¡sigan comiendo! No sé si saben que he estado viviendo, desde que… en la provincia de
Oriol… Tenía arrendada una pequeña hacienda. ¡Una hacienda estupenda! Pero ¡coman!
Estuve allí viviendo hasta finales de mayo, sí, pero ahora lo he dejado… Es un sitio frío, la
verdad, y el médico me recomendó viajar a Crimea…
—No me diga que está usted enfermo —dijo Grojolski.
—Pues sí… parece que está todo aquí dentro como… alterado…
Iván Petróvich, al pronunciar las palabras «aquí dentro», se llevó la mano desde el
cuello hasta la mitad de la tripa.
—Así que ustedes también están aquí… Ya veo… Qué cosa más agradable. ¿Llevan
aquí mucho tiempo?
—Desde junio.
—Muy bien. Y tú, Liza, ¿cómo estás? ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —respondió Liza, y se sintió turbada.
—¿Has echado de menos a Míshutka? ¿Eh? Pues está aquí conmigo… Ahora mismo
os lo mando con Nikifor. ¡Qué agradable! Bueno, ¡adiós! Ahora tengo que salir. Ayer
conocí al príncipe Ter-Gaimazov. ¡Un hombre encantador, a pesar de ser armenio! Hoy
hay partido de croquet en su casa. Así que jugaremos al croquet… ¡Adiós! El caballo ya
está preparado.
Iván Petróvich titubeó, sacudió la cabeza y, diciendo adieu con la mano, regresó
rápidamente a su casa.
—¡Pobre desdichado! —dijo Grojolski, siguiéndole con la mirada, y suspiró
profundamente.
—¿Por qué desdichado? —preguntó Liza.
—¡Verte y no tener derecho a llamarte «suya»!
«¡Imbécil! —se atrevió a pensar Liza— ¡Blandengue!».
Esa tarde Liza pudo abrazar y besar a Míshutka, al que había llevado Nikifor. Al
principio Míshutka se cogió una pataleta, pero cuando le ofrecieron mermelada de cornejo
sonrió con agrado.
Durante tres días Grojolski y Liza no vieron a Bugrov. Se pasaba el día por ahí y sólo
de noche regresaba a casa. Al cuarto día volvió a presentarse en casa de sus vecinos a la
hora de comer… Llegó, les dio a los dos la mano y se sentó a la mesa. Traía el semblante
serio…
—Tengo un asunto que tratar con ustedes —dijo—, ¡Lea! —Y le dio una carta a
Grojolski—. ¡Léala! ¡Léala en voz alta!
Grojolski leyó en voz alta lo siguiente:
[113]
—«¡Mi muy querido y añorado Ioann , hijo mío del alma! He recibido tu carta,
henchida de respeto y amor, en la que invitas a este anciano padre tuyo a la benigna y
salutífera Crimea, a fin de que respire sus aires purísimos y pueda visitar unas tierras
ignotas. Por la presente respondo a tu misiva y te hago saber que, una vez recibida la
oportuna licencia, me dispongo a hacerte compañía, si bien será por una breve temporada.
Mi compañero, el padre Guerásim, es un hombre débil y enfermo y no puede estar solo
largo tiempo. Yo aprecio en lo que vale que no te olvides de tus progenitores, de tu padre y
de tu madre… A tu padre lo haces muy feliz con tu cariño, y a tu madre la tienes presente
en tus oraciones; y así es como debe ser. Ve a recibirme a Teodosia. ¿Qué clase de ciudad
es Teodosia? ¿Cómo es? Será muy grato visitarla. Tu madrina, la mujer que te tomó en la
pila bautismal, se llamaba Teodosia. Me escribes que Dios te ha permitido ganar
doscientos mil rublos. Eso me resulta muy grato. Pero, en cambio, no me parece bien que
tú, habiendo servido hasta alcanzar un rango estimable, hayas renunciado al servicio al
Estado. Servir es apropiado incluso para la gente acaudalada. Recibe mi bendición, ahora
y siempre. Te saludan respetuosamente Andrónov Iliá y Seriozhka. Podrías enviarles diez
rublos a cada uno. ¡Están en la miseria! Tu amante padre, el sacerdote Piotr Bugrov».
Grojolski leyó en voz alta la carta y tanto él como Liza le dirigieron a Bugrov una
mirada inquisitiva.
—Pues miren lo que ocurre —empezó, balbuceante, Iván Petróvich—. Yo, Liza, te
pediría que, mientras él esté aquí, no te dejes ver, que te ocultes a su vista. Yo le había
escrito diciéndole que estabas enferma y habías viajado al Cáucaso para tratarte. Si te ve,
entonces… ya sabes… Sería embarazoso… Hum…
—De acuerdo —dijo Liza.
«Puede ser —pensó Grojolski—. Ya que él se sacrifica, ¿por qué no podemos
sacrificamos nosotros?».
—Por favor… Si no, como te vea, va a pasar algo… Es tremendamente riguroso.
Enseguida pone el grito en el cielo. Tú, Liza, no salgas de tu cuarto, eso es lo único que te
pido. No va a estar aquí mucho tiempo. No te preocupes…
El padre Piotr no se hizo esperar demasiado. Una hermosa mañana llegó corriendo
Iván Petróvich y, en tono enigmático, cuchicheó:
—¡Ha llegado! ¡Ahora está durmiendo! Ya saben… ¡se lo ruego!
Y Liza se encerró entre aquellas cuatro paredes. No se permitía a sí misma salir al
patio o a la terraza. Sólo podía ver el cielo a través de las cortinas. Para su desgracia, el
progenitor de Iván Petróvich estaba todo el rato al aire libre e incluso dormía en la terraza.
Habitualmente el padre Piotr, un pope menudo, vestido con una sotana marrón y tocado
con un sombrero de copa con el ala levantada, paseaba despacio alrededor de la dacha y
observaba con curiosidad, a través de sus gafas de anciano, aquellas «tierras ignotas». Le
acompañaba Iván Petróvich con la Cruz de San Estanislao prendida del ojal. Por lo general
no llevaba puesta la condecoración, pero ante la parentela a Iván Petróvich le gustaba
presumir. En presencia de sus deudos siempre lucía la Cruz de San Estanislao.
Liza estaba muerta de aburrimiento. Grojolski también lo pasaba mal. Se veía obligado
a pasear solo, sin su pareja. A punto estuvo de echarse a llorar, pero… había que
someterse al destino. Además, cada mañana se acercaba corriendo Bugrov y, bisbiseando,
les transmitía el parte sanitario del menudo padre Piotr, algo que nadie echaba de menos.
Los tenía aburridos con sus partes.
—¡Esta noche ha dormido bien! —informaba—. Ayer se enfadó porque no teníamos
pepinos en salmuera. Le ha cogido mucho cariño a Míshutka. Siempre está acariciándole
la cabeza…
Por fin, al cabo de un par de semanas, el menudo padre Piotr dio su último paseo
alrededor de las dachas y, para gran alegría de Grojolski, se marchó. Había paseado hasta
hartarse y se marchó satisfecho. Grojolski y Liza retomaron su vida anterior. Grojolski
volvió a bendecir su destino. Pero su dicha no duró mucho. Se produjo una nueva
desgracia, peor aún que el padre Piotr.
Iván Petróvich adoptó la costumbre de visitarlos a diario. Iván Petróvich, para ser
sinceros, era una bellísima persona, pero era un hombre muy pesado. Llegaba a la hora de
comer, se sumaba a ellos y se quedaba largo rato haciéndoles compañía. Y eso era lo de
menos. Encima había que servirle vodka con las comidas, a pesar de que Grojolski no
soportaba esa bebida. Se bebía unas cinco copas y no paraba de hablar en toda la comida.
Pero aún había más… Y es que se quedaba con ellos hasta las dos de la madrugada y no
les dejaba dormir. Y, para colmo, se permitía hablar de temas de los que debería callar. A
eso de las dos, harto ya de vodka y de champán, cogía de la mano a Míshutka y, llorando,
le decía en presencia de Grojolski y de Liza:
—¡Hijo mío! ¡Mijaíl! ¿Quién soy yo? ¿Quién? Yo soy un… ¡un canalla! ¡Vendí a tu
madre! La vendí por treinta monedas de plata… ¡Que el Señor me castigue! ¡Mijaíl
Ivánich! ¡Lechoncito mío! ¿Dónde está tu madre? ¡Se ha largado! ¡Ya no está! ¡Vendida
como esclava! ¿Entonces? Soy un canalla… Está claro…
Aquellas lágrimas y aquellas palabras a Grojolski le partían el alma. Miraba
tímidamente a Liza, que estaba pálida, y se retorcía las manos.
—¡Váyase a dormir, Iván Petróvich! —apenas se atrevía a decir.
—Ya me voy… ¡Vámonos, Míshutka! ¡Que Dios nos perdone! Soy incapaz de pensar
en dormir, sabiendo que mi mujer es una esclava. Pero la culpa no es de Grojolski. Mía era
la mercancía, suyo el dinero. La voluntad es para los libres, el paraíso para los salvados…
De día, la presencia de Iván Petróvich se le hacía igualmente insoportable a Grojolski.
Para gran horror de éste, no dejaba a Liza ni a sol ni a sombra. Iba con ella a pescar, le
contaba chistes, paseaban juntos. Una vez, incluso, aprovechando un catarro de Grojolski,
se la llevó en su calesa, a saber adónde, hasta bien entrada la noche.
«¡Es indignante! ¡Inhumano!», pensaba Grojolski, mordiéndose los labios.
A Grojolski le gustaba besar a Liza continuamente. Sin esos dulcísimos besos no podía
vivir, y en presencia de Iván Petróvich resultaba muy embarazoso besarse. ¡Qué tormento!
El pobrecillo se sentía solo. Pero el destino no tardó en apiadarse de él. De buenas a
primeras, Iván Petróvich desapareció una semana entera. Se presentaron unos conocidos y
se lo llevaron consigo. También se llevaron a Misha.
Una hermosa mañana, después de su paseo, Grojolski regresaba a su dacha alegre y
radiante.
—Ha vuelto —le dijo a Liza, frotándose las manos—. Estoy encantado de que haya
vuelto… ¡Ja, ja, ja!
—¿De qué te ríes?
—Ha venido con unas mujeres…
—¿Qué clase de mujeres?
—No sé… Pero está muy bien que haya invitado a unas mujeres… Es algo
estupendo… Es tan joven aún, tan fresco… ¡Ven aquí un momento! Fíjate…
Grojolski salió con Liza a la terraza y le señaló la dacha de enfrente. Los dos se
desternillaron de la risa. Era muy divertido. En la terraza de enfrente estaba Iván
Petróvich, sonriente. Debajo, al pie de la terraza, había dos señoras morenas con
Míshutka. Las señoras estaban comentando algo en francés, en voz alta, y se reían a
carcajadas.
—Unas francesas —advirtió Grojolski—, Esa que está más cerca es bastante guapa.
Caballería ligera, pero es lo de menos… También entre ellas hay buenas mujeres. Aunque
es verdad que son un tanto… descaradas.
Fue divertido ver a Iván Petróvich inclinarse al borde de la terraza, extender sus largos
brazos hacia abajo, coger de los hombros a una de las francesas y, entre risotadas, tirar de
ella hasta depositarla en la terraza.
Tras subir a las dos señoras, cogió también a Míshutka. Las damas bajaron corriendo
de la terraza y él volvió a levantarlas…
—¡Vaya unos músculos robustos! —farfulló Grojolski, que estaba contemplando la
escena.
Hasta seis veces se repitió la operación. Las señoras eran tan simpáticas que no
mostraron la menor turbación cuando el viento sopló con fuerza mientras las estaban
levantando y dispuso libremente de sus vestidos hinchados. Grojolski apartaba la vista
avergonzado cada vez que las damas, al alcanzar el balcón, pasaban las piernas por encima
de la balaustrada. ¡Liza, en cambio, no les quitaba ojo y se reía a carcajadas! ¿A ella qué
más le daba? No eran hombres los que se estaban comportando de forma indecorosa, sino
mujeres, así que ¿por qué iba a avergonzarse?
Aquella tarde llegó corriendo Iván Petróvich y, turbado, les comunicó que ahora era un
hombre hogareño…
—No se vayan a creer que son unas cualquieras —dijo—. Naturalmente, son
francesas, no paran de gritar, beben vino… ¡ya se sabe! ¡Cosas de la educación de los
franceses! Qué se le va a hacer…
A mí —añadió Iván Petróvich— me las ha cedido el príncipe… Prácticamente de
balde. Dicho y hecho. Deberían ustedes conocer alguna vez al príncipe. ¡Es un hombre
muy educado! No hace más que escribir y escribir… Y ¿saben cómo se llaman? Una es
Fanny, la otra es Isabella… ¡Europa! Ja, ja, ja… ¡Occidente! ¡Adiós!
Iván Petróvich dejó en paz a Grojolski y a Liza y se pegó a sus señoras. Todo el santo
día se oían en su dacha voces, risas, ruido de platos… Hasta altas horas de la noche no se
apagaban las luces. Grojolski podía descansar tranquilo. Por fin, después de aquel largo y
penoso entreacto, volvía a sentirse feliz y relajado. Iván Petróvich con aquellas dos
mujeres no saboreaba tanta dicha como él con una sola. Pero… ¡ay! El destino no tiene
corazón. Juega con los Grojolski, las Liza, los Iván, los Míshutka, como si fueran peones.
Grojolski volvió a perder la paz.
Un día, al cabo de una semana y media, se levantó tarde, se asomó a la terraza y se
encontró con un cuadro que le turbó, le escandalizó y le indignó profundamente. Al pie de
la terraza de la dacha de enfrente vio a las francesas, y en medio de ellas estaba… Liza.
Mientras charlaba con ellas, miraba de reojo hacia su propia dacha, como preguntándose:
«¿No se habrá levantado ese tirano, ese déspota?». (Así fue como interpretó Grojolski
aquellas miradas). Iván Petróvich, desde la terraza, remangado, subió a Isabella, luego a
Fanny y luego… a Liza. Mientras subía a Liza, a Grojolski le dio la impresión de que la
estrechaba contra su cuerpo. También Liza pasó una pierna por encima de la balaustrada.
¡Ay, estas mujeres! ¡Todas, de la primera a la última, son unas esfinges!
Cuando Liza volvió a casa y entró de puntillas en el dormitorio, como si no pasara
nada, se encontró a Grojolski pálido, con manchas sonrosadas en las mejillas, tumbado en
una postura de completa postración, gimiendo.
Al ver a Liza, se levantó de la cama de un salto y dio unos pasos por la habitación.
[114]
—¿Cómo ha podido usted ? —chilló con voz de tenor— ¿Cómo ha podido? ¡No
sabe cuánto se lo agradezco! ¡Es algo escandaloso, señora mía! ¡Es algo inmoral, en
definitiva! ¡Entiéndalo!
Liza palideció y, naturalmente, se echó a llorar. Las mujeres, cuando sienten que tienen
razón, discuten y lloran; en cambio, cuando saben que tienen la culpa, únicamente lloran.
—¿Se entiende usted con esas pervertidas? Eso… eso… ¡eso supera cualquier
indecencia! ¿Acaso no sabe quiénes son? ¡Son mujeres venales! Cocottes! ¿Y usted, una
mujer decente, se ha arrastrado por los mismos lugares que ellas? En cuanto a ese… ¡ése!
¿Qué quiere? ¿Qué más quiere de mí? ¡No comprendo! ¡Le di la mitad de mis bienes, le di
más! ¡Usted lo sabe bien! Le di lo que no tenía… Casi todo se lo di… Y él… He
soportado que te tratara de «tú», algo a lo que no tiene ningún derecho, he soportado
vuestros paseos, los besos después de la comida… Todo lo he soportado, pero esto ya no
lo soporto. ¡O él o yo! ¡Si él no se marcha de aquí, me marcho yo! Ahora mismo voy a
hablar con él. ¡En este preciso instante! ¿Quién es ese hombre, al fin y al cabo? ¡Valiente
es él! Bueno… Tanto pensar en sí mismo no va a servirle de nada…
Grojolski soltó aún muchos sarcasmos y muchas bravuconadas, pero ese «preciso
instante» no acababa de llegar: se acobardó y se avergonzó. Fue a ver a Iván Petrovich a
los tres días…
Al entrar en su vivienda, se quedó boquiabierto. Se asombró del lujo y la riqueza que
rodeaban a Bugrov. Las tapicerías de terciopelo, las sillas tremendamente caras… Daba
miedo entrar allí. Grojolski había conocido a lo largo de su vida a mucha gente rica, pero
ninguno de ellos vivía con un lujo tan frenético. Pero ¡cuánto desbarajuste se encontró al
entrar en la sala con un temblor inexplicable! Encima del piano había platos con restos de
pan, en una silla había un vaso, debajo de la mesa un cesto con unos trapos indecentes.
Las ventanas estaban cubiertas de cáscaras de nuez… El propio Bugrov, cuando llegó
Grojolski, tampoco estaba muy presentable. Paseaba por la sala, sonrosado, sin peinar, en
déshabillé, y hablaba solo… Al parecer, estaba muy alterado. Sentado en un sofá, en esa
misma sala, estaba Míshutka, que agitaba el aire con un grito penetrante.
—¡Es terrible, Grigori Vasílich! —dijo Bugrov al ver a Grojolski—. Cuánto desorden,
cuánto desorden… ¡Siéntese, se lo ruego! Disculpe que le reciba vestido como Adán y
Eva. Eso es lo de menos… ¡Un trastorno terrible! ¡No comprendo cómo nadie puede vivir
aquí! ¡No lo comprendo! El servicio no obedece, el clima es horrible, todo está caro…
¡Cállate! —gritó Bugrov, parándose de pronto delante de Míshutka—. ¡A callar! ¡Te están
hablando! ¡Serás animal! ¿No te callarás?
Y Bugrov le dio un tirón de orejas al niño.
—¡Es escandaloso, Iván Petróvich! —dijo Grojolski con voz quejumbrosa—, ¿Cómo
se puede pegar a un niño tan pequeño? Hay que ver cómo es usted, la verdad sea dicha…
—Con tal de que no berree… ¡A callar! ¡O te zurro!
—No llores, Misha, tesoro… Papá no te va a tocar más. ¡No le pegue usted, Iván
Petróvich! Si no es más que un bebé… Bueno, bueno… ¿Quieres el caballito? Ya te traigo
yo el caballito… Pero qué… cruel es usted… —Y Grojolski, tras una pausa, preguntó—:
¿Cómo están las señoras, Iván Petróvich?
—Ni bien ni mal… Las he echado. Sin miramientos. Yo las habría tenido aquí más
tiempo, pero resultaba incómodo: el crío está creciendo… Toma ejemplo de su padre… Si
hubiera estado solo, entonces ya sería otra cosa. Aparte de eso, ¿qué sentido tenía que
siguieran aquí? Uf… ¡Era una pura comedia! Yo les hablaba en ruso, y ellas a mí en
francés. No entendían ni jota, eran muy duras de mollera.
—Yo venía a tratar de un asunto, Iván Petróvich, a hablarle un momento… Hum… No
es nada especial, únicamente… dos o tres palabras… En realidad, quería pedirle una cosa.
—¿Qué cosa?
—¿Sería posible, Iván Petróvich, que se marchara usted… de aquí? Nosotros estamos
encantados con su presencia, nos resulta muy agradable, pero ya sabe, no es lo más
conveniente… Es un tanto embarazoso… Hay cierta indefinición en las relaciones, una
permanente incomodidad en el trato mutuo… Es preciso separarse. Y hasta
imprescindible… Perdóneme, pero… usted, naturalmente, se hace cargo de que en estas
situaciones la vida en común desemboca en… ciertas reflexiones… No exactamente
reflexiones, pero sí surge una especie de sensación incómoda.
—Sí… Así es. Yo mismo lo había pensado. Muy bien, me marcharé.
—Vamos a estarle muy agradecidos. ¡Puede estar seguro, Iván Petróvich, de que
guardaremos un magnífico recuerdo de usted! Una víctima, a la que…
—Muy bien… Pero ¿dónde meto todas estas cosas? Escuche, ¿por qué no me compran
estos muebles? ¿Qué le parece? No son caros… Ocho mil, pongamos… diez mil… El
mobiliario, la calesa, el piano…
—De acuerdo… Le doy diez mil…
—¡Estupendo! Me voy mañana mismo… Me voy a Moscú. ¡Aquí no hay quien viva!
¡Está todo carísimo! ¡Horriblemente caro! Se gasta el dinero a espuertas. A cada paso, son
mil rublos… Yo así no puedo… Tengo una familia… Bueno, gracias a Dios que me
compra usted los muebles. Así tendré más dinero; de otro modo, me quedaba en la ruina…
Grojolski se levantó, se despidió de Bugrov y, exultante de felicidad, se dirigió a su
casa. Por la tarde le hizo llegar los diez mil rublos.
A la mañana siguiente, muy temprano, Bugrov y Míshutka ya estaban en Teodosia.
III
Transcurrieron algunos meses. Llegó la primavera.
Con la primavera llegaron también los días claros y radiantes, cuando la vida no es tan
odiosa y aburrida y la tierra resulta más agradable. Una cálida brisa soplaba desde el mar y
los campos. La tierra se cubría de tiernos pastos, en los árboles brotaban las hojas verdes.
La naturaleza resucitaba y se exhibía con nuevos ropajes…
Se diría que nuevas esperanzas y nuevos deseos tendrían que bullir en el hombre
cuando en la naturaleza todo aparece renovado, joven, fresco… Pero al ser humano le
cuesta mucho resucitar.
Grojolski seguía viviendo en la misma dacha. Sus esperanzas y deseos, pequeños, sin
pretensiones, seguían reduciéndose a Liza, a ella sola, a nada más. Como al principio, no
apartaba los ojos de ella y se deleitaba con una sola idea: «¡Qué feliz soy!». El pobrecillo,
en efecto, se sentía tremendamente feliz. Liza, igual que antes, se sentaba en la terraza y
miraba aburrida y perpleja la dacha de enfrente y los árboles que la rodeaban, a través de
los cuales podía verse el mar azul. Igual que antes, estaba callada casi todo el tiempo,
lloraba a menudo y de vez en cuando le aplicaba sinapismos a Grojolski. Con todo, sí se le
podía dar la enhorabuena por una novedad. En su interior crecía un gusano. El gusano de
la añoranza. Sentía una gran añoranza, añoranza de su hijo, de su vida pasada, de su
alegría. Su vida anterior no había sido especialmente alegre, pero en cualquier caso sí más
alegre que la presente. Cuando vivía con su marido, de vez en cuando iba al teatro, a
fiestas, a visitar a los amigos. ¿Y aquí, con Grojolski? Aquí todo era vacío, silencio… A su
lado sólo había un hombre, y aun éste, con sus achaques y sus continuos besos, tan
empalagosos, parecía un viejo chocho, siempre lloriqueando de alegría. ¡Qué
aburrimiento! Allí no tenía a Mijéi Sergueich, que solía bailar la mazurca con ella, ni a
Spiridón Nikolaich, hijo del redactor de La Gaceta Provincial[115]. Spiridón Nikolaich
cantaba y recitaba versos divinamente. Tampoco había una mesa con entremeses, ni había
invitados, ni estaba allí con ella Gerásimovna, la niñera que la regañaba por comer tanta
confitura. ¡Allí no había nadie! Allí se moría una de aburrimiento. Grojolski se regocijaba
con su soledad, pero… hacía mal en regocijarse. Antes de lo previsto le tocó pagar por su
egoísmo. A principios de mayo, cuando hasta el aire parecía amar y no cabía en sí de
gozo, Grojolski lo perdió todo: la mujer amada y…
Ese año Bugrov también viajó a Crimea. No alquiló la dacha de enfrente, sino que
estuvo de gira con Míshutka por distintas ciudades. En ellas bebió, comió, durmió y jugó a
las cartas. Había perdido por completo la afición a la pesca, a la caza y a las francesas, las
cuales, dicho sea entre nosotros, le habían desvalijado lo suyo. Había adelgazado, ya no se
mostraba radiante ni sonreía francamente, vestía ropas de lona. También visitó Iván
Petróvich en alguna ocasión la dacha de Grojolski. Le llevaba a Liza confitura, bombones,
frutas, en un intento de distraerla un poco. A Grojolski no le inquietaban esas visitas, sobre
todo porque eran esporádicas, breves y, aparentemente, se hacían por el bien de Míshutka,
a quien no había por qué privar del derecho a verse con su madre. Bugrov llegaba, sacaba
sus regalos y, tras pronunciar unas pocas palabras, se marchaba. Y esas pocas palabras no
las intercambiaba con Liza, sino con Grojolski. Con Liza callaba. Y Grojolski estaba
tranquilo… Pero hay un dicho que no le habría venido mal recordar a Grojolski: «Más
hace el lobo callando que el perro ladrando»… Es un dicho malicioso, pero a veces para la
vida práctica resulta muy conveniente.
En cierta ocasión, paseando por el jardín, Grojolski oyó el murmullo de dos voces.
Una de las voces era de hombre, la otra de mujer. La primera era la de Bugrov, la segunda
la de Liza. Grojolski escuchó con atención, se puso pálido como la muerte y se acercó en
silencio a los que estaban conversando. Se escondió detrás de un lilo y se dedicó a
observar y escuchar. Tenía los pies y las manos helados. Un sudor frío le cubrió la frente.
Para no tambalearse y caer, tuvo que agarrarse con ambas manos a las ramas del lilo.
¡Todo había terminado!
Bugrov tenía cogida a Liza de la cintura y le decía:
—¡Amada mía! ¿Qué podemos hacer? Así lo ha querido Dios. Soy un miserable. Te
vendí. Me dejé tentar por el monstruo de la riqueza, mil veces maldito… ¿Y de qué me ha
servido esta riqueza? ¡Sólo me ha traído inquietud y presunción! Ni paz, ni felicidad, ni
dignidades… Te quedas ahí parado, como un zoquete, sin avanzar un paso… ¿Sabías?
Andriushka Markuzin ya es jefe de despacho. ¡Andriushka, ese bobo! Y yo sin hacer
nada… ¡Señor, Señor! Renuncié a ti y renuncié a la felicidad. ¡Seré miserable! ¡Canalla!
¿Tú crees que saldré bien parado en el Juicio Final?
—¡Vámonos de aquí, Vania! —Liza se echó a llorar—. Me aburro… Me muero de
pena.
—No es posible… Acepté su dinero.
—Pues ¡devuélveselo!
—Se lo devolvería encantado, sí… ¡Alto ahí, no hay que correr tanto! Hay que
resignarse, mátushka. Dios nos ha castigado. A mí por mi codicia, a ti por tu frivolidad.
Así pues, nos tocará sufrir… En el otro mundo todo será más fácil.
Y arrastrado por la ola de sentimientos religiosos Bugrov levantó los ojos al cielo.
—Pero ¡yo aquí no puedo vivir! ¡Me aburro!
—¿Qué se le va a hacer? ¿Es que yo no me aburro? ¿Acaso estoy alegre sin ti? ¡No
puedo más, estoy consumido! ¡Y el pecho ha empezado a dolerme! Tú eres mi legítima
esposa, carne de mi carne… Eres una conmigo… ¡Vive, aguanta! Y, en cuanto a mí…
tengo que ir a hacer unas visitas… —E, inclinándose hacia Liza, Bugrov le susurró unas
palabras, pero tan alto que se pudo oír a varios sazheny[116] de distancia—: Vendré
también a verte por las noches, Lízanka. No te preocupes. Estoy en Teodosia, cerca de
aquí. Voy a estar viviendo cerca de ti, hasta que acabe de gastármelo todo. ¡Y pronto me
habré gastado hasta el último kopek! ¡Ayayay! ¿Qué vida es ésta? Un aburrimiento,
siempre estoy enfermo… Me duele el pecho, me duele la tripa…
Bugrov se calló. Era el tumo de Liza. ¡Dios mío, qué mujer más cruel! Se puso a
llorar, a quejarse, a enumerar todos los defectos de su amante, sus sufrimientos…
Grojolski, escuchándola, se sintió un bandido, un ladrón, un rompecorazones…
—¡Me ha hecho la vida imposible! —concluyó Liza.
Tras despedirse de ella con un beso, Bugrov al salir del jardín se topó con Grojolski,
que le estaba esperando junto al portillo.
—¡Iván Petróvich! —dijo Grojolski con voz de agonizante—. Lo he visto y lo he oído
todo… No ha sido nada honroso por su parte, pero tampoco le culpo. También usted la
ama. Pero ¡entienda que es mía! ¡Mía! ¡Yo no puedo vivir sin ella! ¿Es que no lo entiende?
Muy bien, pongamos que usted la ama, que sufre por ella, pero ¿acaso no le compensé yo,
al menos en parte, por su sufrimiento? ¡Márchese, por el amor de Dios! ¡Por el amor de
Dios! Márchese de aquí para siempre. ¡Se lo suplico! De otro modo, acabará usted
conmigo…
—No tengo adónde ir —declaró Bugrov sordamente.
—Hum… Ya se lo ha gastado todo. Es usted un hombre apasionado. Muy bien…
Puede ir usted a mi hacienda en la provincia de Chernígov… ¿Quiere? Le regalo esa
hacienda. Es pequeña, pero es magnífica. Le doy mi palabra, es magnífica…
A Bugrov se le iluminó la cara con una sonrisa. De pronto se sentía en el séptimo
cielo.
—Se la regalo… Hoy mismo escribo al administrador y le envío un poder para que
redacte el título de compraventa. Dígale usted a todo el mundo que ha comprado la
hacienda. ¡Márchese! ¡Se lo suplico!
—De acuerdo… Me iré. Comprendo.
—Podemos ir al notario. Ahora mismo —propuso Grojolski, más animado, y fue a
ordenar que engancharan los caballos.
Al día siguiente, por la tarde, estando Liza sentada en el banco donde solían celebrarse
sus rendez-vous con Iván Petróvich, Grojolski se acercó a ella con mucha cautela. Se sentó
a su lado y la tomó de la mano.
—¿Estás aburrida, Lizochka? —dijo después de un breve silencio—, ¿Te aburres?
¿Por qué no nos vamos por ahí? ¿A santo de qué tenemos que quedarnos siempre en casa?
Conviene moverse, divertirse, hacer amistades… ¿O no?
—Yo no necesito nada —dijo Liza, pálida y desmejorada, mirando hacia el camino por
el que solía venir Bugrov.
Grojolski se quedó pensativo. Sabía a quién esperaba y a quién necesitaba.
—Vámonos a casa, Liza —dijo—. Aquí hay mucha humedad…
—Ve tú… Yo voy enseguida.
Grojolski volvió a quedarse pensativo.
—¿Le esperas a él? —preguntó y torció el gesto, como si le hubieran hundido en el
corazón unas tenazas al rojo vivo.
—Sí… Quería darle unos calcetines para Misha.
—No va a venir.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Se ha marchado.
Liza puso cara de asombro.
—Se ha marchado. Se ha ido a la provincia de Chemígov. Le he regalado mi hacienda.
Liza palideció de un modo espantoso y, para no derrumbarse, tuvo que agarrarse de los
hombros de Grojolski.
—Le he acompañado al barco. A las tres.
Liza, de repente, se llevó las manos a la cabeza, intentó moverse y, tras desplomarse en
el banco, empezó a temblar de la cabeza a los pies.
—¡Vania! —empezó a vociferar—. ¡Vania! ¡Yo también quiero irme, Vania! ¡Cariño!
Sufrió un ataque de histeria.
Desde aquella tarde hasta el mes de julio, en el jardín por donde paseaban los
veraneantes podían verse dos sombras. Las sombras caminaban de la mañana a la noche,
llenando de tristeza a los veraneantes. Por detrás de la sombra de Liza se movía la sombra
de Grojolski. Si hablo de sombras es porque ambos habían perdido su aspecto anterior.
Estaban flacos, pálidos, encorvados, y parecían sombras, más que personas vivas.
Estaban consumidos, como la pulga de aquel viejo chiste sobre un judío que vendía unos
polvos contra las pulgas.
A principios de julio Liza abandonó a Grojolski, dejándole una nota en la que decía
que iba a reunirse con su «hijo» por un tiempo… ¡Por un tiempo! Se marchó de noche,
cuando Grojolski estaba dormido.
Después de leer su carta, Grojolski se pasó una semana entera deambulando alrededor
de la dacha como un enajenado, sin comer ni dormir. En agosto sufrió unas fiebres
reincidentes, y en septiembre se marchó al extranjero. Allí se dio a la bebida. Creía que
hallaría consuelo en el vino y la depravación. Dilapidó todos sus bienes, pero el pobrecillo
fue incapaz de apartar de su cabeza la imagen de la mujer amada con su carita felina. La
gente no muere de felicidad, tampoco muere de tristeza. Grojolski encaneció, pero no se
murió. A día de hoy, aún sigue vivo. De vuelta del extranjero, quiso ir a ver a Liza «con el
rabillo del ojo». Bugrov lo recibió con los brazos abiertos y lo invitó a quedarse en su casa
por un tiempo indefinido. Aún sigue viviendo en casa de Bugrov…
Este mismo año tuve ocasión de visitar Grojolevka, la hacienda de Bugrov. Cuando
llegué, los señores estaban cenando. Iván Petrovich se alegró enormemente de verme y
empezó a agasajarme. Había engordado y tendía a la obesidad. Como en otros tiempos,
tenía la cara rolliza, lustrosa y sonrosada. Conservaba el cabello. Liza también había
engordado. La gordura no le sentaba bien. Su carita empezaba a perder su aire gatuno y —
¡ay!— recordaba más bien a la de una foca. Le rebosaban las mejillas hacia arriba, hacia
delante y hacia los lados. Los Bugrov vivían por todo lo alto. No les faltaba de nada. En su
casa abundaba la servidumbre y los alimentos…
Cuando acabamos de cenar, nos entretuvimos con la sobremesa. Yo no me acordaba de
que Liza no toca y le pedí que nos interpretara alguna pieza al piano.
—¡Ella no toca! —dijo Bugrov—. No está aquí para eso… ¡Eh! ¿Quién anda ahí?
¡Iván! ¡Dile a Grigori Vasílich que venga! ¿Qué es lo que está haciendo? —Y, dirigiéndose
a mí, Bugrov añadió—: Ahora viene el músico… Toca la guitarra. El piano lo tenemos por
Míshutka, le dan clases…
Al cabo de unos cinco minutos entró Grojolski en la sala; venía adormilado,
despeinado, sin afeitar… Entró, me saludó con una reverencia y se sentó algo retirado.
—Bueno, ¿cómo es que nos acostamos tan temprano? —le preguntó Bugrov—. ¡Cómo
eres, hermano! Siempre durmiendo, siempre durmiendo… ¡Dormilón! Venga, tócanos
algo alegre.
Grojolski afinó la guitarra, tañó las cuerdas y rompió a cantar:
Ayer esperaba a su amigo…
Yo escuchaba la canción, observaba la oronda fisonomía de Bugrov y pensaba:
«¡Tiene una cara repelente!». Me entraron ganas de llorar. Al acabar la canción, Grojolski
hizo una reverencia y se fue.
—¿Qué puedo hacer con él? —dijo Bugrov, dirigiéndose a mí, tras la salida de
Grojolski—. ¡Menuda me ha caído encima! De día está todo el rato pensando y
pensando… y de noche gimiendo. Incluso dormido no hace más que gemir y quejarse. Es
una enfermedad… No sé qué hacer con él, ¡no alcanzo a comprenderlo! No nos deja
dormir. Me temo que me voy a volver loco. La gente cree que no es bueno para él vivir en
mi casa… pero ¿por qué no? Come con nosotros, bebe con nosotros… Dinero es lo único
que no le damos. Si le diéramos dinero, se lo gastaría en bebida o lo derrocharía. ¡Sólo me
faltaría esto! ¡Señor, apiádate de mí!
Me quedé a pasar la noche. A la mañana siguiente, cuando me desperté, en la
habitación vecina Bugrov estaba leyéndole a alguien la cartilla:
—¡Dale a un tonto una cuerda y se ahorcará con ella! ¿A quién se le ocurre pintar los
remos con pintura verde? ¡A ver, piensa un poco! ¡Reflexiona! ¿Por qué no respondes?
—Yo… yo… me he equivocado… —se justificaba una voz ronca de tenor…
Era la voz de Grojolski.
Fue él quien me acompañó a la estación…
—Es un déspota, un tirano —fue murmurando todo el camino—. Es un hombre
generoso, pero ¡es un tirano! No se le ha desarrollado el corazón, tampoco el cerebro…
¡Me tortura! Si no fuera por esa mujer tan noble, yo ya me habría marchado hace
tiempo… Me da pena dejarla. Estando los dos juntos, la situación se sobrelleva mejor. —
Grojolski suspiró y prosiguió—: Está embarazada. ¿Se ha dado usted cuenta? De hecho, es
hijo mío. Sí señor, mío. No tardó en darse cuenta de que había cometido un error y ha
vuelto a mis brazos. A él no lo soporta.
—¡Es usted incorregible! —le dije a Grojolski, sin poder reprimirme.
—Sí, soy débil de carácter. Eso es verdad. He nacido así. ¿Conoce usted mi origen? Mi
difunto padre traía por la calle de la amargura a un pobre empleado. ¡Lo maltrataba de un
modo terrible! ¡Le hacía la vida imposible! En fin… Pero mi difunta madre tenía un gran
corazón, venía de una familia modesta, de clase media. Por pura compasión, le tomó
cariño a ese empleado. Y claro… Así que yo desciendo… del maltratado. ¿Cómo iba yo a
tener carácter? ¿De dónde iba a sacarlo? Bueno, ya es la segunda llamada… ¡Adiós!
¡Vuelva otra vez a visitarnos, pero no le vaya a comentar a Iván Petróvich lo que le he
contado!
Le di la mano a Grojolski y subí de un salto al tren. Él inclinó la cabeza en dirección a
mi vagón y se acercó a beber agua de una tina. Sin duda, estaba sediento.
FLORES TARDÍAS
(Цветы запоздалые)
Dedicado а N. I. Korobov[117]
I
La escena tuvo lugar una oscura tarde otoñal, justo después de la comida, en casa de
los príncipes Priklonski.
La anciana princesa y su hija Marusia estaban en la habitación del joven príncipe,
retorciéndose los dedos e implorando. Imploraban como sólo saben hacerlo las mujeres
infelices y compungidas: invocando a Dios nuestro Señor, invocando el honor, las cenizas
del padre.
La princesa estaba enfrente del joven, llorando. Dando rienda suelta a las lágrimas y a
las peroratas, interrumpiendo a cada paso a Marusia, no se cansaba de abrumar al príncipe
con sus reproches, sus palabras ásperas y hasta injuriosas, con sus caricias, con sus
ruegos… Mencionó mil veces al comerciante Fúrov, que les había protestado una letra de
cambio, al difunto padre, cuyos huesos tenían que estar removiéndose en la tumba, y todas
esas cosas. Mencionó incluso al doctor Toporkov.
El doctor Toporkov siempre había traído por la calle de la amargura a los príncipes
[118]
Priklonski. Su padre había sido siervo, ayuda de cámara del difunto príncipe Senka .
Nikifor, su tío materno, seguía siendo ayuda de cámara personal del príncipe Yegórushka.
Y el propio doctor Toporkov, siendo apenas un chiquillo, se había llevado sus buenos
pescozones por no dejar bien limpios los cuchillos, tenedores, botas y samovares de los
príncipes. Y ahí estaba ahora —había que ver, ¡qué situación más ridícula!—, hecho todo
un doctor, joven y brillante, viviendo como un señor en una casa descomunal, disponiendo
de un coche de dos caballos, como si quisiese restregárselo por la cara a los Priklonski,
que tenían que ir a pie y se veían obligados a regatear interminablemente cada vez que
alquilaban un carruaje.
—Todo el mundo le respeta —dijo la princesa llorando, sin enjugarse las lágrimas—,
todo el mundo le aprecia: es rico, apuesto, todos le abren sus puertas… ¡Tu antiguo
sirviente, el sobrino de Nikifor! ¡Vergüenza da decirlo! Y ¿por qué? Pues porque se porta
como es debido, no está siempre de juerga, no anda en malas compañías… Trabaja de sol
a sol… ¿Y tú? ¡Ay, Señor, Señor!
La princesa Marusia, una joven de unos veinte años, de una belleza que recordaba a las
protagonistas de las novelas inglesas, con sus preciosos rizos claros como el lino, con sus
grandes ojos inteligentes del color del cielo meridional, exhortaba a su hermano
Yegórushka con la misma energía.
Hablaba a la vez que su madre y le besaba a su hermano los erizados bigotes, que olían
a vino agrio, le acariciaba los hombros y las mejillas y se apretaba contra él como un
perrillo asustado. Lo único que salía de su boca eran palabras tiernas. Era incapaz de
decirle a su hermano nada mínimamente hiriente. ¡Le quería tanto! En su opinión, su
depravado hermano, el príncipe Yegórushka, húsar retirado, era el depositario de la verdad
más elevada y un ejemplo extraordinario de bondad. Estaba convencida, fanáticamente
convencida, de que aquel alocado bebedor tenía un corazón que podría ser la envidia de
todas las hadas de los cuentos. Veía en él a un fracasado, a un hombre incomprendido
cuyas virtudes no eran debidamente reconocidas. Disculpaba, casi con arrebato, su
desordenada inclinación a la bebida. ¡No faltaba más! Yegórushka la había convencido
hacía tiempo de que, si bebía, era por culpa de su tristeza: ahogaba en vino y en vodka su
pesar por un amor sin esperanza que le quemaba el alma, y hundiéndose en los brazos de
mujeres licenciosas intentaba borrar de su cabeza de húsar la prodigiosa imagen de
aquélla. Y ¿qué mujer, en la situación de Marusia, podía dejar de ver en el amor una causa
válida, capaz de disculpar cualquier cosa? ¿Qué mujer?
—¡George! —decía Marusia, pegándose a él y besando su rostro demacrado, con la
nariz colorada—. Ya sé que bebes para ahogar tus penas… Pero ¡olvídate ya de todo eso!
¿Es que todos los desdichados tienen que beber? ¡Tienes que aguantar, ser más fuerte,
luchar! ¡Como los héroes! ¡Con la inteligencia que tú tienes, con esa alma noble, llena de
afecto, puedes soportar los embates del destino! ¡Ay, todos los fracasados sois unos
pusilánimes!
Y Marusia —¡discúlpala, lector!— se acordó del Rudin
hablarle de él a Yegórushka.
[119]
de Turguéniev y se puso a
El príncipe estaba tumbado en la cama, mirando al techo con sus ojillos rojos de
conejo. Un ligero ruido resonaba en su cabeza, y en la zona del estómago tenía una
agradable sensación de saciedad. Acababa de comer, se había bebido una botella de vino
tinto y en esos momentos, fumándose un cigarro de tres kopeks, se sentía en la gloria.
Sentimientos e ideas de muy diverso calibre pululaban por su mente nublada y su alma
doliente. Sentía lástima de su llorosa madre y de su hermana, pero al mismo tiempo tenía
unas ganas locas de echarlas de su cuarto: no le dejaban dormir tranquilo, descabezar un
sueño… Le daba rabia que se atrevieran a leerle la cartilla, aunque también es cierto que
unos ligeros remordimientos de conciencia (sin duda, aún más ligera) le hacían sufrir. Era
un estúpido, pero no tanto como para no reconocer que la casa de los Priklonski,
efectivamente, se estaba hundiendo y que, en buena medida, era por culpa suya…
La princesa y su hija Marusia estuvieron un buen rato suplicándole. Ya habían
encendido las luces en el salón, y llegó una visita, pero ellas seguían suplicándole. Por fin,
Yegórushka se cansó de estar allí tumbado, sin poder dormir. Se desperezó con estrépito y
dijo:
—¡Muy bien, me corregiré!
—¿Palabra de honor? ¿De caballero?
—¡Que Dios me castigue!
Su madre y su hermana le agarraron con fuerza y le obligaron una vez más a dar su
palabra y prometer por su honor. Yegórushka repitió su promesa, comprometió su palabra
y pidió que un rayo acabara con su vida en aquel mismo lugar si no renunciaba a su vida
desordenada. La princesa le hizo besar un icono. Él besó la imagen y, además, se persignó
tres veces. En una palabra, había hecho un verdadero juramento.
—¡Confiamos en ti! —dijeron la princesa y Marusia, y se arrojaron en brazos de
Yegórushka.
Creían en él. ¿Cómo no iban a creer en aquella palabra tan sincera, en aquel juramento
desesperado, en aquel beso estampado sobre la imagen, y todo eso a la vez? Además, allí
donde hay amor hay también una fe ciega. De ese modo, las dos mujeres revivieron y, al
igual que los judíos celebran la restauración de Jerusalén, se dirigieron a celebrar la
restauración de Yegórushka. Tras despedir a la visita, se sentaron en un rincón y se
pusieron a hablar en voz baja de cómo se iba a corregir su Yegórushka, de su nueva vida…
Llegaron a la conclusión de que llegaría lejos: no tardaría en arreglar la situación y ellas
no se verían obligadas a soportar la pobreza extrema, ese abominable Rubicon que deben
cruzar todas las familias que se arruinan. Decidieron incluso que Yegórushka,
inevitablemente, se casaría con una mujer rica y bella. Él era tan apuesto, tan listo, tan
eminente, que difícilmente se encontraría a una mujer que tuviera la osadía de no quererlo.
Para concluir, la princesa relató la biografía de sus antepasados, a quienes pronto
empezaría a imitar Yegórushka. El abuelo Priklonski había sido embajador y hablaba todas
las lenguas europeas, el padre había sido comandante de uno de los regimientos más
importantes, y el hijo sería… sería… ¿qué podía ser?
—¡Ya lo veréis, ya! —decidió la princesa— ¡Ya lo veréis!
Después de acostarse, todavía estuvieron comentando un buen rato el brillante futuro.
Y, cuando al fin cerraron los ojos, tuvieron unos sueños maravillosos. Dormidas, sonreían
felices: ¡así de dichosos eran sus sueños! Muy probablemente, con esos sueños el destino
las compensaba por todos los horrores que iban a sufrir al día siguiente. El destino no
siempre es tacaño: en ocasiones paga por adelantado.
A eso de las tres de la madrugada, justo en el momento en que la princesa soñaba con
su bébé, enfundado en un brillante uniforme de general, y Marusia aplaudía en sueños a su
hermano, que estaba pronunciando un brillante discurso, una modesta calesa de punto
llegaba a casa de los príncipes Priklonski. Venía en la calesa un camarero del Château de
Fleurs que sostenía el noble cuerpo del príncipe Yegórushka, borracho como una cuba.
Yegórushka se encontraba en un estado de total inconsciencia y colgaba de los brazos del
«mozo» como un ganso recién degollado camino de la cocina. El cochero saltó del
pescante y llamó a la puerta. Salieron Nikifor y el cocinero, pagaron al cochero y llevaron
el cuerpo ebrio escaleras arriba. El viejo Nikifor, que ya estaba curado de espantos, con
mano experta desvistió el cuerpo inmóvil, lo acostó en las profundidades del colchón de
plumas y lo cubrió con la colcha. A la sirvienta no se le dijo ni palabra. Estaba
acostumbrada desde hacía tiempo a ver a su señor como algo que había que trasladar,
desvestir y tapar, de modo que ella tampoco se iba a asombrar ni asustar. Lo normal para
ella era ver a Yegórushka borracho.
A la mañana siguiente se llevaron un buen susto.
Alrededor de las once, mientras la princesa y Marusia estaban tomando café, entró
Nikifor en el comedor y comunicó a sus excelencias que algo malo le pasaba al príncipe
Yegórushka.
—¡Cualquiera diría que se está muriendo! —dijo Nikifor—. ¡Tengan la bondad de
venir a ver!
Las caras de la princesa y de Marusia se pusieron blancas como una pared. A la
princesa se le cayó un trocito de bizcocho de la boca. Marusia volcó la taza y se llevó
ambas manos al pecho, donde el corazón, sorprendido y alarmado, se le había desbocado
de súbito.
—Llegó a las tres de la madrugada, bebido, naturalmente —informó Nikifor con voz
temblorosa—. Como de costumbre… El caso es que ahora, Dios sabrá por qué, no hace
más que revolverse y gemir…
La princesa y Marusia se cogieron la una a la otra y corrieron al dormitorio de
Yegórushka.
Éste, de un color verde pálido, desgreñado y demacrado, yacía bajo una pesada colcha
de franela; respiraba con dificultad, tiritaba y se revolvía sin parar. Los lamentos le
escapaban del pecho. De los bigotes le colgaba un pedacito de una cosa roja,
aparentemente sangre. Si Marusia se hubiera inclinado hasta su rostro, habría podido ver
una pequeña herida en el labio de arriba y habría notado que le faltaban dos piezas de la
dentadura superior. Todo el cuerpo desprendía calor y olor a alcohol.
La princesa y Marusia cayeron de hinojos y empezaron a sollozar.
—¡Nosotras somos las culpables de su muerte! —dijo Marusia, llevándose las manos a
la cabeza—. Ayer lo abrumamos con nuestros reproches y… ¡no lo ha podido resistir! ¡Es
un alma tan tierna! ¡Nosotras tenemos la culpa, maman!
Y, en la conciencia de su culpabilidad, las dos abrieron los ojos de par en par y,
temblando de pies a cabeza, se abrazaron con fuerza. Igual que tiemblan y se abrazan
aquellas personas que están viendo cómo en cualquier momento les va a caer encima el
techo con estrépito, aplastándolas con su peso.
El cocinero había tenido la idea de ir corriendo a buscar a un médico. Llegó el doctor,
Iván Adolfovich, un hombre menudo que se reducía a una enorme calva, unos estúpidos
ojillos porcinos y una panza redonda. Se alegraron de verle, tanto como si hubiera sido su
propio padre. Olfateó el aire en la habitación de Yegórushka, le tomó el pulso, suspiró
profundamente y frunció el ceño.
—¡No se preocupe, excelencia! —le dijo a la princesa con voz implorante—. Nunca se
sabe, pero, en mi opinión, excelencia, yo no veo que su hijo corra, por así decir, un grave
peligro… ¡No es nada!
Pero a Marusia le dijo algo completamente distinto:
—Nunca se sabe, princesa, pero, en mi opinión… Cada uno tiene su opinión, princesa.
Pero, en mi opinión, su excelencia… ¡uf!… está débil, schwach, como diría un alemán…
Pero todo depende… depende, por así decir, de la crisis.
—¿Es peligroso? —preguntó en voz baja Marusia.
Iván Adolfovich frunció el entrecejo y se dispuso a explicar que cada uno tiene su
opinión. Le dieron un billete de tres rublos. Dio las gracias, se mostró desconcertado, tosió
y se esfumó.
Tras recobrarse, la princesa y Marusia decidieron llamar a alguna eminencia. Las
eminencias son caras, pero… ¿qué podían hacer? La vida de un ser querido es algo más
preciado que el dinero. El cocinero fue corriendo a avisar a Toporkov. Como es natural, no
lo encontró en casa. Tuvo que dejar una nota.
Toporkov no se dio mucha prisa en atender la llamada. Estuvieron esperándolo, con el
corazón en un puño, todo aquel día, toda la noche, la mañana siguiente… Pretendían
incluso avisar a otro médico, y decidieron llamar ignorante a Toporkov en cuanto llegara,
decírselo a la cara para que otra vez no se atreviera a hacerse esperar tanto tiempo. Los
moradores de la casa de los príncipes Priklonski, a pesar de su dolor, estaban
profundamente indignados. Por fin, a las dos de la tarde del día siguiente, una calesa se
acercó al portón de entrada. Nikifor acudió al trote cochinero y a los pocos segundos, con
suma circunspección, le quitaba de los hombros a su sobrino el abrigo de paño. Toporkov
anunció su llegada con una tos y, sin saludar, se dirigió a la habitación del enfermo.
Atravesó el salón, la salita de las visitas y el comedor, sin mirar a nadie, con gravedad,
como un general; sus relucientes botas chirriaron por toda la casa. Su figura enorme
infundía respeto. Tenía garbo y aplomo, era un hombre de mucho fuste, endiabladamente
cabal, igual que si lo hubiesen tallado en marfil. Unas gafas doradas y un rostro serio e
inmóvil hasta la exageración completaban su orgullosa prestancia. Era de ascendencia
plebeya, pero lo único que tenía de plebeyo era una desarrollada musculatura. Todo en él
era señorial, propio de un gentleman, más bien. Su cara sonrosada era atractiva, e incluso,
si hemos de creer a sus pacientes, muy atractiva. Tenía el cuello blanco, como el de una
mujer. El cabello suave como la seda, y hermoso, aunque lo llevaba corto, por desgracia.
De haberse preocupado por su aspecto, Toporkov no llevaría el pelo tan corto, sino que
dejaría que le cayera ondulado hasta el cuello de la camisa. Su cara era atractiva, sí, pero
demasiado seca y demasiado seria para resultar agradable. Seca, seria e inmutable, lo
único que expresaba era el profundo cansancio tras una prolongada jornada de duro
trabajo.
Marusia salió a recibir a Toporkov y, retorciéndose las manos en su presencia, empezó
a suplicarle. Nunca le había suplicado nada a nadie.
—¡Sálvele, doctor! —dijo, levantando hacia él sus grandes ojos—. ¡Se lo suplico!
¡Todas nuestras esperanzas están depositadas en usted!
Toporkov esquivó a Marusia y se dirigió a la habitación de Yegórushka.
—¡Esto hay que ventilarlo! —ordenó, según entraba en el cuarto del enfermo—.
¿Cómo es que no está abierta la ventilación? ¿Cómo quieren que respire?
La princesa, Marusia y Nikifor se lanzaron hacia las ventanas y la estufa. En las
ventanas, donde se habían instalado ya los bastidores dobles, no había respiraderos. La
estufa no calentaba.
—No hay ventilación —dijo tímidamente la princesa.
—Qué raro… Hum… ¡Cualquiera trata a nadie en estas condiciones! ¡Yo no estoy
dispuesto! —Y, levantando ligerísimamente la voz, Toporkov añadió—: ¡Trasládenlo a la
sala! ¡Allí el ambiente no es tan sofocante! ¡Llamen a los criados!
Nikifor se abalanzó sobre el lecho y se colocó en la cabecera. La princesa, poniéndose
colorada porque en su casa toda la servidumbre estaba formada por Nikifor, el cocinero y
una doncella medio ciega, agarró la cama. También Marusia la agarró, y se puso a tirar de
ella con todas sus fuerzas. Un anciano decrépito y dos mujeres débiles levantaron la cama
con un gemido y, sin creer en sus propias fuerzas, a trompicones y temiendo soltarla, la
transportaron. A la princesa se le descosió el vestido en un hombro y se le desprendió algo
del vientre, a Marusia se le pusieron los ojos verdes y sintió un dolor insoportable en los
brazos: ¡cómo pesaba Yegórushka! Pero él, el doctor en medicina Toporkov, caminaba
muy serio por detrás de la cama y arrugaba la frente enfadado porque le hacían perder el
tiempo con semejantes bobadas. ¡Y no movía un dedo para ayudar a las damas! ¡Menudo
animal!
Colocaron la cama al lado del piano. Toporkov levantó la colcha y, mientras le hacía
una serie de preguntas a la princesa, se puso a desnudar al inquieto Yegórushka. En un
segundo le retiró el camisón.
—¡Sea breve, se lo ruego! ¡Eso no viene al caso! —decía Toporkov al escuchar las
palabras de la princesa—, ¡Aquí hay gente que está de más!
Tras percutir con un martillito en el pecho de Yegórushka, puso al enfermo boca abajo
y volvió a percutir; lo auscultó con un resoplido (los médicos siempre resoplan cuando
están auscultando) y constató una calentura causada por la embriaguez, sin mayores
complicaciones.
—No estaría de más ponerle un camisón más abrigado —dijo con su tono monótono,
marcando cada palabra.
Tras impartir algunos otros consejos, escribió una receta y se dirigió rápidamente hacia
la puerta. Al escribir la receta, preguntó, entre otras cosas, el apellido de Yegórushka.
—Príncipe Priklonski —dijo la princesa.
—¿Priklonski? —se aseguró Toporkov.
«¡Muy pronto te has olvidado tú del apellido de tus antiguos… hacendados!», se dijo
la princesa.
No se atrevió a pensar en la palabra «señores»: ¡la figura del antiguo siervo era
demasiado imponente!
En el vestíbulo la princesa se acercó al doctor y, con el alma en vilo, le preguntó:
—Doctor, ¿no corre peligro?
—No creo.
—En su opinión, ¿se pondrá bien?
—Supongo —respondió él con frialdad y, con una leve inclinación de la cabeza, bajó
las escaleras, en dirección a sus caballos, tan garbosos y graves como él.
Tras su marcha, la princesa y Marusia, por primera vez después de las fatigas del
último día, respiraron aliviadas. La fama de Toporkov les infundía esperanza.
—¡Qué hombre tan atento, qué agradable! —dijo la princesa, bendiciendo en su alma a
todos los médicos del mundo. ¡Las madres adoran la medicina y tienen fe en ella cuando
sus hijos están enfermos!
—¡Tooodo un señor! —comentó Nikifor, que llevaba ya tiempo sin ver aparecer por la
casa señorial a nadie que no fueran los compañeros de parranda de Yegórushka. El anciano
ni se imaginaba que aquel señor importante era ni más ni menos que Kolka, a quien tantas
veces había sacado por los pies de debajo del carro del aguador, cubierto de barro, y le
había dado unos azotes.
La princesa le había ocultado que el doctor era su sobrino.
Aquella misma noche, tras ponerse el sol, a Marusia, extenuada por el dolor y el
cansancio, le entró de pronto una fuerte tiritona que la obligó a tumbarse en la cama.
Después de la tiritona, le vino una fiebre alta y sintió un dolor en el costado. Se pasó toda
la noche delirando y gimiendo:
—¡Me muero, maman!
Así que a Toporkov, que se presentó pasadas las nueve de la mañana, le tocó tratar no
a un paciente, sino a dos: al príncipe Yegómshka y a Marusia. A ésta le diagnosticó una
pulmonía.
En casa de los príncipes Priklonski empezó a oler a muerte. Ésta, invisible pero
terrible, se dejaba ver junto a las cabeceras de los dos lechos, amenazando a cada paso a la
princesa madre con arrebatarle sus hijos. La princesa estaba fuera de sí, desesperada.
—¡No lo sé! —le decía Toporkov—. No puedo saberlo, yo no soy un profeta. En unos
días todo estará más claro.
Pronunció estas palabras secamente, con frialdad, y con ellas acuchilló a la infeliz
anciana. ¡Ni una palabra de esperanza! Para completar su desdicha, Toporkov no les
recetaba casi nada a los enfermos, y se limitaba a percutir, a auscultar y a quejarse de que
el aire no era puro o de que una compresa no la habían puesto en su sitio ni en el momento
oportuno. Y la anciana consideraba que todas estas novedades, que estaban tan de moda,
no eran más que tonterías que no conducían a nada. Día y noche vagaba sin cesar de una
cama a otra, olvidada de todo en el mundo, haciendo promesas y rezando.
Estaba convencida de que la calentura y la pulmonía eran las enfermedades más
mortales y, cuando apareció sangre entre las flemas de Marusia, creyó que su hija padecía
«tisis en grado terminal», y perdió el sentido.
Puede el lector imaginarse cuál sería su júbilo cuando la joven princesa, en el séptimo
día de su enfermedad, sonrió y dijo:
—Me encuentro bien.
También Yegórushka se recuperó al séptimo día. Rezándole como a un semidiós,
riendo de alegría y llorando, la princesa salió a recibir a Toporkov y le dijo:
—¡Doctor, estoy en deuda con usted por la salvación de mis hijos! ¡Le doy las gracias!
—¿Cómo?
—¡Le debo tanto! ¡Ha salvado usted a mis hijos!
—Pero… ¡al séptimo día! Yo esperaba que fuera al quinto. Pero bueno, qué más da.
Hay que darle estos polvos por la mañana y por la noche. Y hay que seguir con las
compresas. Se puede cambiar esta colcha tan gruesa por otra más liviana. Y a su hijo
debería darle alguna bebida amarga. Volveré a pasarme mañana por la tarde.
Y la celebridad, inclinando la cabeza, se dirigió hacia las escaleras con su paso regular,
de general.
II
Un día claro, transparente, ligeramente fresco, uno de esos días de otoño en los que
uno se resigna de buena gana al frío, a la humedad, a los molestos chanclos. El aire es tan
cristalino que puede verse el pico de una chova posada en lo alto de un campanario, y todo
está impregnado del aroma del otoño. Sale uno a la calle y las mejillas se le cubren de un
extenso y saludable rubor que recuerda a las buenas manzanas de Crimea. Las hojas
amarillas, caídas hace tiempo, que esperan con paciencia las primeras nieves, sufriendo
constantes pisotones, se doran al sol, despidiendo reflejos como si fueran monedas de oro.
La naturaleza se adormece, dócil y silenciosa. No sopla el viento, no se oye un ruido.
Inmóvil y muda, como si se hubiera quedado exhausta tras la primavera y el verano,
remolonea bajo los rayos de sol, tibios y acariciantes, y cualquiera que contempla ese
sosiego incipiente siente a su vez deseos de sosegarse…
En uno de esos días Marusia y Yegórushka estaban sentados junto a la ventana,
esperando por última vez a Toporkov. La luz, cálida, dulce, penetraba por las ventanas de
los Priklonski, jugaba en las alfombras, en las sillas, en el piano. Todo estaba bañado en
esa luz. Marusia y Yegórushka miraban a la calle y celebraban su restablecimiento. Los
convalecientes, sobre todo si son jóvenes, son siempre muy dichosos. Sienten y
comprenden lo que es la salud, algo que ni siente ni comprende un individuo sano. La
salud es la libertad, y ¿quiénes, salvo los manumisos, disfrutan de la conciencia de la
libertad? Marusia y Yegórushka se sentían manumisos a cada instante. ¡Qué bien se
encontraban! Tenían ganas de respirar, de mirar por la ventana, de moverse: de vivir, en
una palabra, y todos sus deseos se veían constantemente satisfechos. Fúrov, el comerciante
que les había protestado una letra de cambio, los chismes, la conducta de Yegórushka, la
pobreza: todo eso quedaba olvidado. Lo único que no se olvidaba eran las cosas
agradables, que no entrañaban ninguna inquietud: el buen tiempo, los bailes próximos, la
buena maman y… el doctor. Marusia se reía y no paraba de hablar. Su principal tema de
conversación era el doctor, que estaba al llegar.
—¡Es un hombre admirable, nada se le resiste! —decía—. ¡Su habilidad no tiene
límites! Imagínate, George, qué gran hazaña: ¡luchar contra la naturaleza y dominarla!
Y, según hablaba, después de cada frase grandilocuente, aunque pronunciada con
franqueza, hacía con las manos y los ojos un enorme signo de admiración.
Yegórushka escuchaba el exaltado discurso de su hermana, parpadeaba y hacía gestos
de asentimiento. También él respetaba el rostro severo de Toporkov y estaba convencido
de que sólo a él le debía su recuperación. La maman estaba sentada a su lado y compartía,
jubilosa y radiante, el entusiasmo de sus hijos. Le gustaba de Toporkov no sólo su talento
para curar, sino también la «buena disposición» que había alcanzado a leer en su faz.
A las personas mayores, por alguna razón, les encanta esa «buena disposición».
—La pena es que sea de… de tan baja cuna —dijo la princesa, mirando tímidamente a
su hija— Y que su oficio… no sea especialmente limpio. Siempre hurgando en toda clase
de cosas… ¡Fu!
Marusia se sonrojó y se sentó en otra butaca, algo más lejos de su madre. También
Yegórushka se quedó sorprendido.
No podía soportar la arrogancia señorial ni la presunción.
¡La pobreza, al menos, le había servido de lección! Más de una vez había sufrido en
sus propias carnes la arrogancia de personas que eran más ricas que él.
—En estos tiempos, Mutter —dijo, encogiéndose de hombros con desdén—, quien
tiene la cabeza sobre los hombros y un bolsillo grande en los pantalones es de buena
familia, y quien, donde tendría que tener la cabeza, tiene las posaderas, y en vez de
bolsillo una pompa de jabón, ese… ése es un cero a la izquierda, ¡eso es lo que hay! —al
decir eso, Yegórushka se limitaba a repetir como un loro. Esas mismas palabras se las
había oído dos meses antes a un seminarista con el que se había peleado en un salón de
billar—. Con mucho gusto cambiaría mi título de príncipe por su cabeza y su bolsillo —
añadió.
Marusia levantó unos ojos llenos de gratitud a su hermano.
—Yo le diría a usted tantas cosas, maman, pero no las iba a entender —dijo con un
suspiro—. No hay forma de hacer que cambie de opinión… ¡Es una lástima!
La princesa, viendo que su espíritu rutinario había quedado desenmascarado, se turbó
y empezó a justificarse.
—El caso es que en San Petersburgo conocí a un doctor, un barón… —dijo— Sí, sí…
Y también en el extranjero… Es verdad… La educación cuenta mucho. Bueno, sí…
Antes de la una llegó Toporkov. Entró tal y como había entrado la primera vez: con
aire muy serio, sin dignarse mirar a nadie.
—No consumir bebidas alcohólicas y evitar, en la medida de lo posible, los excesos —
se dirigió a Yegórushka, después de quitarse el sombrero—. Vigilar el hígado. Le ha
crecido a usted bastante. Su crecimiento se debe atribuir, enteramente, al consumo de
bebidas alcohólicas. Tomar las aguas prescritas.
Y, volviéndose hacia Marusia, le dio también a ella algunos consejos finales.
Marusia escuchó con atención, como si se tratara de un cuento interesante, sin apartar
la mirada de los ojos del sabio.
—¿Y bien? Confío en que me habrá entendido —le preguntó Toporkov.
—Oh, sí. Merci.
La visita duró cuatro minutos justos.
Toporkov tosió, recogió su sombrero y saludó con la cabeza. Marusia y Yegórushka
clavaron los ojos en su madre. Marusia incluso se puso colorada.
La madre, tambaleándose como un pato y ruborizándose, se aproximó a Toporkov e
introdujo torpemente su mano en el puño blanco del doctor.
—¡Permita que le mostremos nuestra gratitud! —dijo.
Yegórushka y Marusia agacharon la mirada. Toporkov se acercó el puño a las gafas y
observó el paquete. Sin turbarse, sin bajar los ojos, se humedeció un dedo en la boca y, en
voz muy baja, contó los billetes. Contó doce billetes de veinticinco rublos. ¡No en vano la
víspera Nikifor había ido corriendo a no se sabe dónde con los brazaletes y los pendientes
de la princesa! Una nubecilla luminosa recorrió la cara de Toporkov, algo semejante a la
aureola con la que pintan a los santos; su boca esbozó una ligera sonrisa. Por lo visto,
estaba muy satisfecho con la retribución. Tras contar el dinero y guardárselo en el bolsillo,
volvió a saludar con la cabeza y se volvió hacia la puerta.
La princesa, Marusia y Yegórushka clavaron sus ojos en la espalda del médico, y los
tres sintieron a la vez cómo se les encogía el corazón. Un buen sentimiento había
iluminado su mirada: aquel hombre se marchaba para no volver nunca más, y ellos ya se
habían acostumbrado a sus pasos regulares, a su forma de marcar las palabras y a su cara
seria. Una pequeña idea surgió en la cabeza de la madre. De pronto le habían entrado
ganas de halagar a aquel hombre tan tieso.
«Es huérfano el pobre —pensó—. Está solo».
—Doctor —dijo con su suave voz de anciana.
El doctor se volvió.
—¿Sí?
—¿Se tomaría usted una taza de café con nosotros? ¡Tenga la bondad!
Toporkov frunció el ceño y se sacó despacio el reloj del bolsillo. Tras consultar el reloj
y pensárselo un poco, dijo:
—Yo tomaré té.
—¡Siéntese, por favor! ¡Aquí mismo!
Toporkov se quitó el sombrero y se sentó; se sentó muy rígido, como un maniquí al
que le hubieran doblado las rodillas y le hubieran enderezado los hombros y el cuello. La
princesa y Marusia empezaron a trajinar. Marusia tenía los ojos muy abiertos, con aire de
preocupación, como si le hubieran encomendado una tarea imposible. Nikifor, ataviado
con un gastado frac negro y unos guantes grises, empezó a comer por todas las
habitaciones. En todos los rincones de la casa tintineó el servicio de té y rodaron al suelo
con estrépito las cucharillas. A Yegórushka, por alguna razón, le pidieron que saliera un
momento de la sala; le llamaron en voz baja, con mucho misterio.
Toporkov se pasó unos diez minutos esperando a que le sirvieran el té, sin despegar la
vista del pedal del piano, sin mover un solo miembro y sin emitir un solo sonido. Por fin
se abrió la puerta que daba al vestíbulo. Apareció un radiante Nikifor, con una gran
bandeja en las manos. En la bandeja, sujetos en portavasos de plata, había dos vasos: uno
para el doctor, el otro para Yegórushka. Alrededor de los vasos, observando una estricta
simetría, estaban las jarritas con la nata fresca y hervida, el azúcar con las pinzas, las
rodajas de limón con unos tenedorcitos y los bizcochos.
Detrás de Nikifor venía Yegórushka, con el rostro embotado por la fatuidad. Cerraban
la procesión la princesa, con la frente bañada en sudor, y Marusia, con los ojos como
platos.
—¡Cuando gusten! —dijo la princesa, dirigiéndose a Toporkov.
Yegórushka tomó un vaso, se volvió hacia un lado y le dio un sorbo con cuidado.
Toporkov tomó su vaso y también le dio un sorbo. La princesa y su hija se sentaron en un
lado y se dedicaron a estudiar la fisonomía del médico.
—¿Tal vez lo quiera usted más dulce? —preguntó la princesa.
—No, está bien así.
Y, como era de esperar, sobrevino el silencio: ese silencio espantoso, detestable, en el
que todo el mundo se siente terriblemente incómodo y desconcertado. El médico bebía y
callaba. Evidentemente, ignoraba a quienes le rodeaban y no veía nada de lo que tenía
enfrente, salvo el té.
La princesa y Marusia, que se morían de ganas de conversar con un hombre
inteligente, no sabían por dónde empezar; ambas tenían miedo de parecer estúpidas.
Yegórushka miraba al doctor, y en sus ojos se veía que quería preguntarle algo pero no
acababa de decidirse. Reinaba un silencio sepulcral, interrumpido de cuando en cuando
por los sonidos de la deglución. Toporkov hacía mucho ruido al tragar. Era evidente que
no le daba vergüenza, y bebía como le parecía bien. Al tragar, emitía un sonido que
recordaba a un «glu». Se diría que cada trago caía desde la boca a una especie de abismo,
donde chapoteaba en una masa grande y lisa. A veces Nikifor interrumpía el silencio; cada
dos por tres chasqueaba los labios y masticaba como si compartiera lo degustado por el
doctor agasajado.
—¿Es verdad eso que dicen, que fumar es malo? —se animó finalmente a preguntar
Yegórushka.
—La nicotina, el alcaloide del tabaco, actúa sobre el organismo como un fuerte
veneno. El veneno que se introduce en el organismo con cada cigarrillo constituye una
cantidad insignificante, pero, por otra parte, se trata de una introducción continuada. La
cantidad de veneno, así como su energía, se encuentra en una relación inversa con la
duración de su consumo.
La princesa y Marusia intercambiaron una mirada: ¡menuda lumbrera! Yegórushka
parpadeó y estiró su cara de pez. El pobre no había entendido al médico.
—En mi regimiento —empezó a decir, deseoso de convertir la conversación científica
en otra ordinaria— había un oficial. Un tal Koshechkin, un buen tipo. ¡Se parecía
muchísimo a usted! ¡Muchísimo! Como dos gotas de agua. ¡No hay forma de
distinguirlos! ¿No será pariente suyo?
Por toda respuesta, el médico emitió un sonido deglutivo, y las comisuras de los labios
se le levantaron levemente y se contrajeron en una sonrisa desdeñosa. Despreciaba a
Yegórushka de forma manifiesta.
—Dígame, doctor, ¿estoy ya del todo restablecida? —preguntó Marusia—. ¿Puedo dar
por sentado mi pleno restablecimiento?
—Supongo. Yo cuento con su pleno restablecimiento, sobre la base…
Y el médico, con la cabeza muy alta y mirando fijamente a Marusia, empezó a disertar
sobre la fase final de la pulmonía. Hablaba con regularidad, subrayando cada palabra, sin
alzar ni bajar la voz. Le escucharon de muy buena gana, con deleite, pero, por desgracia,
aquel hombre tan seco no sabía divulgar y no estimaba necesario acomodarse al talento de
los demás. Mencionó varias veces la palabra «absceso», se refirió a la «degeneración
grumosa» y, en general, habló muy bien, y con mucha elocuencia, pero no se le entendía
demasiado. Dictó toda una conferencia salpicada de términos médicos, y no pronunció una
sola frase que pudieran comprender sus oyentes. Pero eso no les impidió escucharle
boquiabiertos y admirar al sabio casi con veneración. Marusia no apartaba los ojos de su
boca y atrapaba cada palabra. Lo observaba y comparaba su rostro con los rostros que
tenía que ver a diario. ¡Cuán diferentes de este cansado rostro de sabio eran los rostros
macilentos y obtusos de sus pretendientes, todos esos amigos de Yegórushka que la
abundan con sus visitas diarias! Los rostros de esos jaraneros, de esos juerguistas a
quienes Marusia jamás había escuchado una sola palabra bondadosa y decente, y que no le
llegaban a la suela del zapato a ese rostro frío, impasible, pero inteligente y altivo.
«¡Una cara atractiva! —pensaba Marusia, extasiada ante aquel rostro, ante aquella voz,
ante aquellas palabras—. ¡Qué inteligencia! ¡Cuántos conocimientos! ¿Por qué se haría
George militar? Él también tendría que haberse dedicado a la ciencia».
Yegórushka miraba conmovido al médico y pensaba: «Si está hablando de cuestiones
profundas, eso quiere decir que nos tiene por personas inteligentes. Está bien que nos
hagamos un hueco en la sociedad. La verdad es que ha sido una enorme estupidez soltar
esa mentira sobre Koshechkin».
Cuando el médico terminó su disertación, sus oyentes suspiraron profundamente,
como si hubieran realizado alguna hazaña memorable.
—¡Qué bueno es saberlo todo! —exclamó la princesa.
Marusia se levantó y, como si desease corresponder al médico por su lección, se sentó
al piano y pulsó las teclas. Tenía unas ganas locas de arrastrar al doctor a una
conversación, de arrastrarlo de una forma más profunda, más sensible, y la música
siempre nos lleva a la conversación. Y además quería presumir de sus habilidades ante un
hombre inteligente y sensato…
—Esto es de Chopin —apuntó la princesa, sonriendo lánguidamente y colocando las
manos como una estudiante—. ¡Es una maravilla! Y mi hija, doctor, me atrevo a presumir,
canta divinamente. Ha aprendido de mí… En mis tiempos, yo tuve una voz estupenda.
Fíjese en ésa… —Y la princesa mencionó el apellido de una célebre cantante rusa—. ¿La
conoce usted? Está en deuda conmigo. Sí, señor… Yo le di lecciones. ¡Era una muchacha
encantadora! En parte, era pariente de mi difunto marido, el príncipe. ¿A usted le gusta el
canto? Pero ¿cómo se me ocurre preguntarlo? ¿A quién no le gusta el canto?
Marusia empezó a interpretar el mejor pasaje de un vals y volvió la vista con una
sonrisa. Necesitaba leer en el rostro del médico qué impresión le producía su
interpretación.
Pero no consiguió leer nada. La cara del doctor seguía tan impasible y seca como
antes. Apuró rápidamente el té.
—Estoy enamorada de este pasaje —dijo Marusia.
—Muy agradecido —dijo el doctor—. No quiero más.
Dio el último trago, se levantó y cogió el sombrero, sin manifestar el menor deseo de
escuchar el vals completo. La princesa se puso de pie bruscamente. Marusia se quedó
desconcertada y, humillada, cerró la tapa del piano.
—¿Se marcha usted ya? —dijo la princesa, muy contrariada—. ¿No quiere nada más?
Confío, doctor… Ya conoce usted el camino. Cualquier tarde de éstas… No se vaya a
olvidar de nosotros…
Él sacudió dos veces la cabeza, a modo de despedida, estrechó torpemente la mano
que le tendió Marusia y se acercó en silencio a recoger su pelliza.
—¡Puro hielo! ¡Madera! —exclamó la princesa tras la partida del médico—, ¡Es
terrible! ¡Es incapaz de reírse, valiente leño! ¡De poco te ha servido tocar para él, Mary!
¡Sólo se ha quedado para tomar el té! ¡En cuanto se lo ha acabado, se ha marchado!
—Pero ¡hay que ver lo listo que es, maman! ¡Listísimo! ¿Con quién de nosotros
querías que hablara? Yo soy una ignorante, George es muy reservado y siempre está
callado… ¿Acaso podemos mantener una conversación inteligente? ¡No!
—¡Caray con el plebeyo! ¡Caray con el sobrino de Nikifor! —dijo Yegórushka,
tomando nata directamente de las jarritas— ¿Cómo es? Racional, indiferente, subjetivo…
¡Así se las gasta el bribón! ¡Valiente plebeyo! ¿Y su calesa? ¡Fijaos! ¡Cómo presume!
Y los tres miraron por la ventana y contemplaron la calesa en la que se había
acomodado aquella eminencia, enfundada en su enorme pelliza de oso. La princesa se
puso colorada de envidia, y Yegórushka guiñó el ojo de un modo muy significativo y
silbó. Marusia no se fijó en la calesa. No le dio tiempo: únicamente tenía ojos para el
doctor, que le había causado una fortísima impresión. Todo el mundo se deja llevar por las
novedades.
Y Toporkov, para Marusia, era muy novedoso…
Cayó la primera nevada, después la segunda, la tercera, y el invierno se instaló por una
buena temporada, con sus recias heladas, sus montones de nieve y sus carámbanos. A mí
no me gusta el invierno, y no creo a quienes dicen que les gusta. Frío en las calles, humo
en las habitaciones, humedad en los chanclos. Ya se muestre severo como una suegra, ya
plañidero como una solterona, el invierno —con sus mágicas noches de luna, sus troikas,
sus cacerías, conciertos y bailes— nos cansa muy pronto y se nos hace muy largo, tanto
como para amargar más de una vida desamparada y marchita.
La vida en casa de los príncipes Priklonski seguía su curso. Yegórushka y Marusia se
habían restablecido por completo y hasta su propia madre había dejado de considerarlos
enfermos. Las circunstancias no habían mejorado, ni tenían intención de hacerlo. Las
cosas iban cada vez peor, el dinero menguaba y menguaba… La princesa empeñó y volvió
a empeñar todas sus joyas, las familiares y las adquiridas. Nikifor, como siempre, se
dedicaba a parlotear en la tienda, adonde le mandaban a comprar a crédito menudencias
varias, diciendo que los señores le debían trescientos rublos y no tenían intención de
pagarle. Eso mismo contaba el cocinero, al cual, por compasión, el tendero le regaló unas
botas viejas. Fúrov fue aún más insistente. No estaba dispuesto a aceptar más
aplazamientos y despachó con malos modos a la princesa cuando ésta le suplicó que
esperase antes de protestar una letra de cambio. Siguiendo el ejemplo de Fúrov, los demás
acreedores también empezaron a vocear. Cada mañana a la princesa le tocaba recibir a los
notarios, los ujieres de juzgado y los acreedores. Se puso en marcha, al parecer, un
concurso por un supuesto de insolvencia.
Igual que antes, las lágrimas nunca llegaban a secarse en la almohada de la princesa.
De día se hacía fuerte, pero de noche daba rienda suelta al llanto y lloraba hasta el
amanecer. No había que ir muy lejos para encontrar la razón de ese llanto. Las causas
estaban bien a la vista: herían los ojos con su relieve y su brillantez. La pobreza, el amor
propio herido cada dos por tres, herido… ¿por quiénes? Por personajillos insignificantes,
por tipos como Fúrov, por los cocineros, por las tenderas. Los objetos amados iban a parar
a la casa de empeños; a la princesa se le partía el corazón cada vez que tenía que separarse
de ellos. Yegórushka seguía llevando la misma vida disipada de siempre, Marusia aún no
se había colocado… ¿Acaso no eran razones suficientes para llorar? El futuro resultaba
nebuloso, pero incluso a través de la niebla la princesa vislumbraba unas imágenes
siniestras. Ese futuro no prometía nada bueno. No lo aguardaba con esperanza, sino con
temor…
Cada vez disponían de menos dinero, pero las juergas de Yegórushka eran cada vez
más sonadas; se entregaba a ellas con tenacidad, con encarnizamiento, como si deseara
recuperar el tiempo perdido durante su enfermedad. Se gastaba en borracheras lo que tenía
y lo que no, lo propio y lo ajeno. En su libertinaje era insolente y descarado hasta la
locura. No le costaba nada pedirle dinero prestado al primero que veía. Sentarse a jugar a
[120]
las cartas sin un grosh
en el bolsillo se había convertido en un hábito para él; beber y
comer de gorra o pasearse ostentosamente en un coche ajeno y no pagarle al cochero no lo
consideraba ningún pecado. Había cambiado muy poco: antes se enfadaba cuando se reían
de él; ahora se limitaba a experimentar un leve desconcierto cuando lo echaban de un sitio
o lo sacaban a rastras.
La única que había cambiado era Marusia. Para ella sí había novedades, y novedades
terribles. Había empezado a desencantarse de su hermano. De pronto, por alguna razón,
había dejado de creer que parecía un hombre subestimado, incomprendido: ahora lo veía,
sencillamente, como un individuo de lo más vulgar, un hombre como tantos otros, o peor
incluso… Había dejado de creer en aquel amor desesperado de su hermano. ¡Terribles
novedades! Se pasaba las horas muertas sentada junto a la ventana, mirando distraída a la
calle; se imaginaba el rostro de su hermano y trataba de ver en él algo armonioso, donde
no tuviera cabida el desencanto, pero lo único que conseguía ver en ese rostro insulso era:
«¡Soy un hombre vacío! ¡Un hombre despreciable!». También otros rostros pasaban
fugazmente por su imaginación, los rostros de los camaradas de su hermano, los de los
invitados, los de las viejas consoladoras, los de los novios; y el rostro de la propia
princesa, compungido, embotado por el dolor; y la angustia le oprimía el corazón a la
pobre Marusia. ¡Qué trivial, qué descolorida y obtusa, qué estúpida, aburrida e indolente
era la vida junto a esas personas cercanas y queridas, pero insignificantes!
La angustia le oprimía el corazón y un solo deseo, intensísimo, herético, se adueñaba
de su espíritu. Había momentos en que ansiaba locamente huir… pero ¿adónde? Allá, se
entiende, donde vivieran hombres que no temblaran ante la pobreza, que no se entregaran
a una vida disipada, que trabajaran y no estuvieran todo el santo día charlando con viejas
estúpidas o con borrachos imbéciles. Y en los pensamientos de Marusia resaltaba como un
clavo un rostro honrado y sensato; en ese rostro ella veía inteligencia, una gran masa de
conocimientos y fatiga. Era imposible olvidar ese rostro. Lo veía a diario en las
circunstancias más propicias: precisamente en el momento en que su dueño trabajaba, o
hacía ver que trabajaba.
El doctor Toporkov pasaba a toda prisa cada día por delante de la casa de los
Priklonski, en su lujoso trineo con una manta de oso y un cochero gordo. Tenía numerosos
pacientes. Hacía visitas desde primera hora de la mañana hasta última hora de la tarde y en
un mismo día se recorría todas las calles y callejones. Iba sentado en el trineo como si
estuviera en una butaca: muy serio, con la cabeza y los hombros erguidos, sin mirar a los
lados. Por detrás del mullido cuello de su pelliza de oso sólo se veían la frente blanca y
lisa y las gafas doradas, pero a Marusia le bastaba con eso. Le parecía que de los ojos de
aquel benefactor de la humanidad salían a través de las lentes unos rayos helados,
orgullosos, desdeñosos.
«¡Ese hombre tiene derecho a mostrar su desprecio! —pensaba—. ¡Es un sabio! ¡Y
hay que ver qué trineo tan lujoso, qué maravilla de caballos! ¡Pensar que ha sido siervo!
¡Qué fuerte hay que ser para nacer siendo un lacayo y convertirse en alguien como él,
inaccesible!».
Sólo Marusia se acordaba del doctor: los demás empezaron a olvidarse de él y pronto
lo habrían olvidado del todo de no haber sido porque él hizo que lo recordaran. Y lo hizo
de forma bien patente.
El segundo día de Navidad, a mediodía, cuando los Priklonski estaban en casa, tintineó
tímidamente la campanilla de la entrada. Nikifor fue a abrir la puerta.
—¿Está la princesaaa? —se oyó desde el vestíbulo la vocecilla de una anciana, y, sin
esperar respuesta, una viejecilla menuda entró en el salón—. Saludos, princesa… ¡mi
bienhechora! ¿Cómo está su excelencia?
—¿Qué se le ofrece? —preguntó la princesa, mirando a la vieja con curiosidad.
Yegórushka se rió disimuladamente. Le cabeza de la vieja le había recordado a un
melón, pequeño y maduro, con el rabillo hacia arriba.
—¿No me reconoce, mátushka? ¿Será posible que no me recuerde? ¿Que se haya
olvidado de Prójorovna? ¡Si yo ayudé a venir al mundo a su querido príncipe!
Y la anciana se acercó rápidamente a Yegórushka y le estampó sendos besos sonoros
en el pecho y la mano.
—No lo entiendo —farfulló Yegórushka enojado, limpiándose la mano en la levita—.
Ese viejo diablo de Nikifor deja pasar a cualquier basu…
—¿Qué se le ofrece? —repitió la princesa, y le dio la sensación de que la anciana
apestaba a aceite de quemar.
La vieja se sentó en una butaca y después de interminables preámbulos, sonriendo
maliciosamente y coqueteando —como hacen siempre las casamenteras—, declaró que la
princesa tenía la mercancía y que ella tenía al mercader. Marusia se ruborizó. Yegórushka
resopló y, picado por la curiosidad, se aproximó a la vieja.
—Qué raro —dijo la princesa—. Entonces ¿has venido a hacer de casamentera?
¡Felicidades por el novio, Mary! ¿Y quién es él, si se puede saber?
La anciana se sofocó, se rebuscó en el seno y se sacó un pañuelo de percal rojo. Tras
soltar los nudos del pañuelo, lo sacudió sobre la mesa y, además de un dedal, cayó una
fotografía.
Todos amigaron la nariz: del pañuelo rojo con flores amarillas se esparció un olor a
tabaco.
La princesa cogió la fotografía y se la acercó con desgana a los ojos.
—¡Es muy guapo, mátushka! —la casamentera se puso a comentar el retrato—. Es
rico, noble… Es un hombre maravilloso, sobrio…
La princesa se puso colorada y le pasó la fotografía a Marusia. Ésta palideció.
—Es extraño —dijo la princesa—. Si ése es el deseo del doctor, supongo que él mismo
podría… Lo último que hace falta es una mediación. Un hombre instruido, y resulta…
¿Ha sido él quien la ha enviado? ¿En persona?
—En persona… Ustedes le causaron muy buena impresión. Una familia estupenda.
Marusia soltó un chillido repentino y, apretando con fuerza la fotografía, salió
precipitadamente del salón.
—Es extraño —prosiguió la princesa—. Asombroso… No sé ni qué decir. De ningún
modo me esperaba esto del doctor. ¿Por qué ha tenido usted que molestarse? El doctor
tendría que haberse presentado personalmente. Resulta hasta ofensivo… ¿Por quién nos
toma? No somos unos simples comerciantes. Hoy en día ni los comerciantes viven ya así.
—¡Vaya pinta! —mugió Yegórushka, dirigiendo una mirada desdeñosa a la cabeza de
la anciana.
El húsar retirado habría pagado lo que fuera con tal de poder darle un papirotazo a esa
cabeza. Las viejas le gustaban tan poco como los gatos a los perros grandes, y llegaba al
delirio cada vez que veía una cabeza parecida a un melón.
—¿Bueno, qué, mátushka? —dijo la casamentera, suspirando—. Aunque no tenga la
dignidad de un príncipe, puedo decirle, princesa mía… Es usted tan buena, mátushka. ¡Ay,
por mis pecados! ¿Acaso no es noble? Ha recibido una formación excelente, es rico, el
Señor le ha favorecido con toda clase de lujos, Virgen Santa… Pero, si desea que venga él
a verla, no se preocupe… La honrará con su visita. ¿Por qué no iba a venir? Siempre se
puede venir… —Y, tomando a la princesa por el hombro, la atrajo y le susurró al oído—:
Pide sesenta mil… ¡Es cosa sabida! La mujer es la mujer, y el dinero es el dinero. Ya sabe
usted… Dice: «Sin ese dinero, yo no me caso, porque ella conmigo tiene que disfrutar de
toda clase de comodidades… Que tenga su propio capital»…
La princesa se puso colorada y, haciendo frufrú con su voluminoso traje, se levantó del
sillón.
—Tenga la bondad de transmitirle al doctor que estamos asombrados en extremo —
dijo—. Ofendidos… Así es imposible. Eso es todo cuanto puedo decirle… ¿Por qué estás
tan callado, George? ¡Que se vaya! ¡Toda paciencia tiene un límite!
Una vez que hubo salido la casamentera, la princesa se llevó las manos a la cabeza, se
desplomó en el diván y gimió:
—¡A esto hemos llegado! —vociferó—, ¡Dios mío! ¡Un medicucho, un don nadie, que
ayer mismo era un lacayo, nos viene con una propuesta! ¡Noble! ¡Noble! ¡Ja, ja! ¡Decidme
qué nobleza es ésa, por favor! ¡Y nos manda a la casamentera! ¡Porque no está vuestro
padre! ¡Él no lo habría consentido! ¡Valiente imbécil! ¡Ordinario!
Pero lo que más había ofendido a la princesa no había sido que un plebeyo cortejara a
su hija, sino que le hubiese pedido sesenta mil rublos, que no tenía. Cualquier alusión a su
pobreza le parecía insultante. Estuvo despotricando hasta el anochecer, y por la noche se
despertó dos veces para llorar.
Pero a nadie le hizo más efecto la visita de la casamentera que a Marusia. La pobre
muchacha sufrió una fortísima calentura. Temblando con todo el cuerpo, cayó en la cama,
escondió la cabeza ardiente bajo la almohada y trató, en la medida de sus fuerzas, de
responder a una pregunta: «¿Será posible?».
Se trataba de un verdadero quebradero de cabeza. Marusia no sabía cómo responderse
a esa pregunta. Con ella expresaba su asombro, su turbación y su recóndita alegría, que,
por algún motivo, le daba vergüenza reconocer y que quería ocultarse a sí misma.
«¿Será posible? Él, Toporkov… ¡No puede ser! ¡Aquí hay algo que no encaja! ¡La
vieja ha mentido!».
Y mientras tanto los sueños, los sueños más dulces, secretos y mágicos, que hacen que
el alma desfallezca y la cabeza arda, pululaban por su mente, y un éxtasis inefable se
apoderaba de todo su menudo ser. Él, Toporkov, quería tomarla por mujer, ¡y era un
hombre tan apuesto, tan garboso, tan inteligente! Había consagrado su vida a la
humanidad y… ¡viajaba en un trineo tan lujoso!
«¿Será posible?».
«¡A ese hombre se le puede amar! —decidió Marusia aquella tarde—, ¡Sí, sí, estoy
conforme! ¡Estoy libre de prejuicios y seguiré a ese siervo al fin del mundo! Como mi
madre diga una sola palabra, ¡me apartaré de ella! ¡Estoy conforme!».
No tuvo tiempo para ocuparse de otras cuestiones, de importancia secundaria y
terciaria. ¡No estaba para pensar en esas cosas! ¿A qué había venido la casamentera? ¿Por
qué y cuándo se había enamorado de ella ese hombre? ¿Por qué no se había presentado en
persona, si la quería? ¿Qué más le daban a ella esas cuestiones, y otras muchas? Estaba
pasmada, sorprendida… dichosa… Eso era más que suficiente.
—¡Estoy conforme! —susurraba, intentando dibujar en su imaginación el rostro de
aquel hombre, con sus lentes doradas, a través de las cuales miraban unos ojos sensatos,
respetables, cansados—. ¡Que venga! ¡Estoy conforme!
Y mientras de ese modo Marusia se revolvía en el lecho y sentía con todo su ser cómo
se abrasaba de dicha, la casamentera recorría las casas de los comerciantes y repartía a
manos llenas fotografías del doctor. Yendo de una casa rica a otra, buscaba una mercancía
que pudiera recomendar al «noble» mercader. Toporkov no la había mandado
expresamente a casa de los Priklonski. La había mandado «a donde le pareciera bien». En
relación con su matrimonio, de cuya necesidad era consciente, se mostraba indiferente: a
él, claramente, le daba lo mismo adonde fuera la casamentera. Él lo que necesitaba eran…
los sesenta mil rublos. ¡Sesenta mil, ni uno menos! La casa que pretendía comprar no se la
dejaban por menos de esa suma. No tenía dónde pedir prestado ese dinero, no había
llegado a un acuerdo sobre los plazos. Sólo había una solución: casarse por dinero, y eso
era lo que iba a hacer. Pero ¡Marusia, en su deseo de quedar enredada en los lazos de
Himeneo, no tenía, desde luego, ninguna culpa!
Pasada la medianoche Yegórushka entró sigilosamente en el dormitorio de Marusia.
Ésta ya estaba desvestida e intentaba dormir. La había dejado agotada la dicha imprevista:
quería calmar como fuera su corazón, el cual, según le parecía, latía sin descanso por toda
la casa. En cada arruga del rostro de Yegórushka se ocultaban mil secretos. Tosió de un
modo enigmático, dirigió a Marusia una mirada significativa y, como si deseara
comunicarle algo tremendamente importante y confidencial, se sentó a sus pies y se
inclinó ligeramente sobre su oído.
—¿Sabes lo que te digo, Masha? —empezó en voz baja—. Te digo sinceramente… En
mi opinión, pues… Pensando únicamente en tu felicidad… ¿Duermes? Unicamente en tu
felicidad… Cásate con… ¡con Toporkov! No le des más vueltas, y cásate con él, y…
¡asunto concluido! Es un hombre en todos los sentidos… Y es rico. No pasa nada por que
sea de cuna humilde. No te preocupes por eso.
Marusia cerró los ojos con fuerza. Estaba avergonzada. Por otra parte, le resultaba muy
agradable que su hermano simpatizara con Toporkov.
—¡Lo importante es que sea rico! El pan, por lo menos, no te va a faltar. En cambio, si
esperas a un príncipe o a un conde, me temo que te vas a morir de hambre… ¡Nosotros no
tenemos ni un kopek! ¡Uf! ¡Nada! ¿Estás dormida o qué? ¿Eh? ¿Callas en señal de
aprobación?
Marusia sonrió. Yegórushka se echó a reír y, por primera vez en su vida, le besó la
mano con fuerza.
—Tú cásate… Es un hombre instruido. ¡Para nosotros será algo estupendo! ¡La vieja
dejará de chillar!
Y Yegórushka se entregó a sus ensoñaciones. Después de un rato soñando, movió la
cabeza y dijo:
—Sólo hay una cosa que no acabo de entender… ¿Por qué demonios nos ha mandado
a esa casamentera? ¿Cómo es que no ha venido él personalmente? Aquí hay algo que no
encaja… No es de la clase de hombres que recurren a una casamentera.
«Es verdad —pensó Marusia, estremeciéndose por alguna razón— Aquí hay algo que
no encaja… No tiene ningún sentido mandar a una casamentera. Realmente, ¿qué querrá
decir eso?».
Yegórushka, que habitualmente no destacaba por su perspicacia, en esta ocasión cayó
en la cuenta:
—El caso es que a él tampoco le sobra el tiempo para perderlo en esas cosas. Está todo
el santo día ocupado. Tiene que ir corriendo, como un condenado, a visitar a sus pacientes.
Marusia se tranquilizó, aunque por poco tiempo. Yegórushka estuvo un rato en
silencio, y dijo:
—Y hay otra cosa que tampoco entiendo: le mandó decir a esa bruja que la dote no
podía bajar de sesenta mil rublos. ¿Lo oíste? «Dice que, si no, no se casa».
De repente Marusia abrió los ojos, le tembló todo el cuerpo, se incorporó rápidamente
y se quedó sentada, olvidándose incluso de cubrirse los hombros con la colcha. Los ojos le
echaban chispas y las mejillas le ardían.
—¿Eso ha dicho la vieja? —dijo, tirando a Yegórushka de la mano—. Pues ¡tú dile
que es mentira! Esas personas, me refiero a los hombres como él… no pueden decir esas
cosas. El… ¿dinero? ¡Ja, ja! ¡Esa bajeza sólo la pueden pensar quienes no sepan lo
orgulloso, lo honrado, lo desprendido que es! ¡Sí! ¡Es un hombre maravilloso! ¡Lo que
pasa es que no quieren entenderlo!
—Eso mismo pienso yo —dijo Yegórushka—. La vieja ha mentido. Seguro que ha
querido prestarle ese servicio por su cuenta. ¡Estará acostumbrada a hacer eso con los
comerciantes!
La cabeza de Marusia hizo un gesto de asentimiento y luego se hundió debajo de la
almohada. Yegórushka se levantó y se desperezó.
—Nuestra madre está llorando —dijo—. Bueno, vamos a ver qué le pasa. Entonces,
¿qué? ¿Estás de acuerdo? Perfecto. No hay que darle más vueltas. Doctora… ¡Ja, ja!
¡Doctora!
Yegórushka le dio unas palmadas a Marusia en la planta del pie y salió del dormitorio
muy satisfecho. Cuando se acostó, elaboró en su cabeza una larga lista con las personas
que pensaba invitar a la boda.
«El champán habrá que comprárselo a Aboltújov —pensaba en el momento de
dormirse—. Los entremeses, a Korchátov. Tiene caviar fresco. Bueno, y langostas…».
A la mañana siguiente, Marusia, vestida modestamente, pero con afectación y cierta
coquetería, se sentó junto a la ventana y se quedó esperando. A la once apareció por allí
Toporkov, pero pasó de largo, sin entrar a visitarlos. Después de comer, volvió a pasar a
toda prisa con sus caballos moros, justo por delante de sus ventanas, pero tampoco esta
vez se detuvo, y ni siquiera echó un vistazo a la ventana junto a la que estaba Marusia, con
una cinta rosada en el pelo.
«No tiene tiempo —pensó ella, admirándolo—. El domingo vendrá…».
Pero tampoco fue a verlos el domingo. No fue a verlos en un mes, ni en dos, ni en
tres… Evidentemente, ni siquiera se acordaba de los Priklonski, pero Marusia esperaba y
se consumía en la espera. Era como si un gato, nada común, de largas garras amarillas, le
arañase el corazón.
«¿Por qué no vendrá? —se preguntaba—, ¿Por qué? Aunque… ya sé… Se siente
ofendido, porque… ¿Por qué estará ofendido? Será porque mamá trató con tan poca
delicadeza a la vieja casamentera. Ahora estará pensando que yo no puedo quererlo…».
—¡Mala bestia! —farfullaba Yegórushka, que ya había pasado diez veces por la tienda
de Aboltújov y le había preguntado si podía encargar champán de la mejor clase.
Después de Pascua, que cayó a finales de marzo, Marusia dejó de esperar.
En cierta ocasión Yegórushka entró en su dormitorio y, carcajeándose maliciosamente,
le comunicó que su «novio» se había casado con la hija de un comerciante…
—¡Es todo un honor felicitarle! ¡Un honor! ¡Ja, ja, ja!
Esta noticia resultó demasiado cruel para nuestra pequeña heroína.
Perdió el ánimo y, no durante un día, sino durante meses personificó la angustia
indescriptible y la desesperación. Se arrancó la cinta rosada del pelo y odió la vida. Pero
¡qué parciales, qué injustos son los sentimientos! Marusia aún supo cómo justificar la
conducta de aquel hombre. No en vano había leído novelas en las que tanto los hombres
como las mujeres se casaban para hacer sufrir a las personas amadas, para darles una
lección, para pincharlas, para zaherirlas.
«Se ha casado con esa boba por despecho —pensaba Marusia—. ¡Ay, qué mal hicimos
tratando a su casamentera de un modo tan ofensivo! ¡Las personas como él no perdonan
las ofensas!».
El rubor sonrosado desapareció de sus mejillas, los labios olvidaron cómo se compone
una sonrisa, el cerebro se negaba a soñar con el futuro: ¡Marusia creyó enloquecer! Le
parecía que, al perder a Toporkov, su vida había perdido todo sentido. ¿De qué le servía
ahora la vida si sólo le habían caído en suerte necios, parásitos y juerguistas? Se volvió
melancólica. Sin fijarse en nada, sin prestar atención a nada, sin escuchar nada, llevaba esa
clase de vida aburrida, descolorida, para la que están tan capacitadas nuestras doncellas,
viejas y jóvenes… No reparaba en los muchos pretendientes que tenía entre sus parientes
y conocidos. Encaraba las circunstancias adversas con indiferencia y apatía. Ni siquiera
reaccionó cuando el banco vendió la casa de los príncipes Priklonski, con todo su aparato
histórico, tan entrañable para ella, y no tuvieron más remedio que mudarse a un nuevo
apartamento, modesto, barato, al gusto burgués. Fue aquél un sueño prolongado, denso, en
el que no faltaron, a pesar de todo, las ensoñaciones. Soñaba con Toporkov en todas sus
formas: en el trineo, con pelliza, sin pelliza, sentado, caminando con prestancia. Toda su
vida se encerraba en los sueños.
Pero estalló el trueno, y el sueño echó a volar desde los ojos azules con pestañas de
lino… La princesa madre, incapaz de soportar la ruina, enfermó en la nueva vivienda y
falleció, dejando únicamente a sus hijos su bendición y algunos vestidos. Su muerte fue
una desgracia terrible para Marusia. El sueño había volado para ceder su sitio a la tristeza.
III
Llegó el otoño, tan húmedo y fangoso como el del año anterior.
Era una mañana gris y llorosa. Unas nubes de un color gris oscuro, como embarradas,
velaban el cielo por completo y resultaban angustiosas con su inmovilidad. Parecía que el
sol no existiese; en toda una semana no había echado una mirada a la tierra, como si
temiera manchar sus rayos en aquel barrizal.
Las gotas de lluvia tamborileaban en las ventanas con una fuerza especial, el viento
lloraba en las chimeneas y aullaba como un perro que ha perdido a su amo… No se veía
una sola cara en la que no pudiera leerse un tedio desesperado.
Mejor el tedio más desesperado que la tristeza impenetrable que brillaba aquella
mañana en el rostro de Marusia. Chapoteando en los charcos embarrados, nuestra heroína
se arrastraba hacia la casa del doctor Toporkov. ¿A qué iba?
«¡Tengo que tratarme!», pensaba.
Pero el lector no debe fiarse. No en vano, en su rostro podía leerse una lucha.
La joven princesa llegó hasta casa de Toporkov y tímidamente, con el corazón en vilo,
llamó a la campanilla. Al cabo de un minuto se oyeron unos pasos al otro lado de la
puerta. Marusia sintió que las piernas se le helaban y se le doblaban. Chasqueó la
cerradura y Marusia se encontró con el rostro inquisitivo de una sirvienta de aspecto
agradable.
—¿Está el doctor en casa?
—Hoy no recibimos a nadie. ¡Mañana! —respondió la sirvienta y, estremeciéndose al
percibir el olor a humedad, dio un paso atrás. Le cerró a Marusia la puerta en sus mismas
narices y echó el cerrojo con estrépito.
La princesa, desconcertada, regresó con desgana a casa. Allí la esperaba un
espectáculo gratuito, pero del que ya estaba harta hacía mucho. ¡Un espectáculo
escasamente principesco!
En la salita, en un diván tapizado de percal nuevo y reluciente, estaba el príncipe
Yegórushka, sentado al estilo turco, con las piernas dobladas. A su lado, en el suelo, estaba
[121]
tumbada su amiga Kaleria Ivánovna. Estaban jugando a noskí
y bebiendo. El príncipe
tomaba cerveza; su Dulcinea, vino de Madeira. El ganador, además del derecho a dar un
[122]
golpe en la nariz al contrincante, obtenía un dvugrívenny . Kaleria Ivánovna, por ser
una dama, disfrutaba de una pequeña ventaja: en lugar de pagar con un dvugrívenny, podía
pagar con un beso. Este juego les producía a ambos un placer indescriptible. Se
desternillaban de la risa, se pellizcaban, cada dos por tres se levantaban de un salto y
empezaban a perseguirse. Yegórushka se volvía loco de contento cada vez que ganaba. Le
entusiasmaba la afectación con la que Kaleria Ivánovna pagaba su derrota con un beso.
Kaleria Ivánovna, una morena alta y delgada, con unas cejas negras como el carbón y
unos ojos saltones de cangrejo, iba a visitar a Yegórushka a diario. Se presentaba en casa
de los Priklonski a eso de las diez de la mañana y allí tomaba el té, almorzaba, cenaba y se
marchaba pasada la medianoche. Yegórushka le había asegurado a su hermana que Kaleria
Ivánovna era cantante, que era una dama muy respetable y todo eso.
—¡Tienes que hablar con ella! —trataba de convencerla—. ¡Es muy lista! ¡No sabes tú
cuánto!
Más acertado estaba Nikifor, en mi opinión, cuando tildaba a Kaleria Ivánovna de
pindonga y la llamaba «Caballería» Ivánovna. La odiaba con toda su alma y le sacaba de
sus casillas tener que servirla. Olfateaba la verdad y su instinto de criado viejo y fiel le
decía que el lugar de aquella mujer no estaba al lado de su señor… Kaleria Ivánovna era
estúpida y banal, pero eso no le impedía marcharse cada día de casa de los Priklonski con
el estómago lleno, con el dinero ganado en el bolsillo y con el convencimiento de que no
[123]
podían pasarse sin ella. Era la mujer de un simple marqueur
de club, pero eso no le
impedía ser el ama absoluta en casa de los Priklonski. A esa cerda le gustaba poner los
pies encima de la mesa.
Marusia vivía de la pensión que le había quedado de su padre. La pensión del padre
había sido mayor que la habitual en un general, pero la parte que le correspondía a
Marusia era insignificante. No obstante, incluso esa parte habría bastado para vivir sin
apuros si Yegórushka no hubiera tenido tantos caprichos.
Éste, que ni quería ni sabía trabajar, se negaba a aceptar que era pobre y se ponía
hecho una furia si trataban de hacerle ver la realidad y le obligaban a moderar, en la
medida de lo posible, sus antojos.
—A Kaleria Ivánovna no le gusta la carne de ternera —le decía con cierta frecuencia a
Marusia—. Hay que asar unos pollos para ella. ¡No hay quien os entienda! ¡Os empeñáis
en llevar la casa y no sabéis hacerlo! ¡No quiero ver mañana esa maldita carne de ternera!
¡Vamos a matar de hambre a esa mujer!
Marusia apenas le contradecía y, para evitar los disgustos, compraba pollo.
—¿Cómo es que hoy no había pollo asado? —gritaba Yegórushka en ocasiones.
—Porque ayer ya comimos pollo —contestaba Marusia.
Pero Yegórushka conocía mal la aritmética administrativa y no quería saber nada. Un
día, durante la comida, empezó a exigir con insistencia cerveza para él y vino para Kaleria
Ivánovna.
—¿Cómo puede haber una comida decente sin vino? —le preguntó a Marusia,
encogiéndose de hombros y asombrándose de la estupidez humana—. ¡Nikifor! ¡Trae
vino! ¡Es tarea tuya ocuparte de esas cosas! ¡Y a ti, Masha, debería darte vergüenza! ¡No
querrás que me ocupe yo personalmente de llevar la casa! ¡Cómo os gusta poner a prueba
mi paciencia!
¡Era un sibarita sin freno! Kaleria Ivánovna no tardaba en acudir en su ayuda.
—¿No hay vino para el príncipe? —preguntaba mientras estaban poniendo la mesa—.
Y ¿dónde está la cerveza? ¿Hay que ir a comprarla? ¡Princesa, dele a este hombre dinero
para cerveza! ¿Tiene usted suelto?
La princesa decía que sí, que tenía suelto, y entregaba lo que le quedaba. Yegórushka y
Kaleria bebían y comían, y no se daban cuenta de cómo el reloj, los anillos y pendientes
de Marusia, uno tras otro, iban a parar a la casa de empeños, de cómo se vendían a los
traperos sus costosos vestidos.
No veían ni escuchaban los lamentos y susurros del viejo Nikifor al abrir su cofrecillo
cada vez que Marusia le tomaba dinero prestado para la comida del día siguiente. ¡A
aquellas dos personas banales y estúpidas, el príncipe y su pequeña burguesa, todo eso les
traía sin cuidado!
A la mañana siguiente, cerca de las diez, Marusia se dirigió nuevamente a casa de
Toporkov. Le abrió la puerta la misma criada de aspecto agradable. Tras introducir a la
princesa en el vestíbulo y quitarle el abrigo, la criada suspiró y le dijo:
—No sé si sabrá, señorita, que el doctor no cobra menos de cinco rublos por consulta.
Ya lo sabe.
«¿Por qué me dice eso? —pensó Marusia—, ¡Qué desfachatez! ¡El pobre no sabe qué
clase de criada tan descarada tiene!».
Pero, al mismo tiempo, a Marusia se le encogió el corazón: sólo tenía tres rublos en el
bolsillo, aunque tampoco iba a echarla únicamente por un par de rublos.
Desde el vestíbulo Marusia pasó a la sala de espera, donde ya había gran cantidad de
enfermos. La mayoría de quienes ansiaban curación eran, naturalmente, señoras.
Ocupaban todos los asientos disponibles en la sala de espera, estaban divididas en grupos
y charlaban. Las conversaciones eran de lo más animado, y versaban sobre toda clase de
temas y personas: sobre el tiempo, las enfermedades, el doctor, los hijos… Hablaban todas
en voz alta y se reían a carcajadas, como si estuvieran en su propia casa. Algunas,
mientras esperaban su tumo, tejían y bordaban. No había en aquella sala personas mal
vestidas, con descuido. Toporkov pasaba consulta en la habitación vecina. La gente iba
entrando por turnos. Todos entraban con la cara pálida, serios, temblando ligeramente;
salían, en cambio, colorados, sudorosos, como si acabaran de confesarse, igual que si se
hubieran quitado de encima un peso insoportable, reconfortados. A cada paciente
Toporkov no le dedicaba más de diez minutos. Las enfermedades, seguramente, no serían
muy graves.
«¡Todo esto recuerda tanto a la charlatanería!», habría pensado Marusia de no haber
estado ocupada en sus reflexiones.
Marusia fue la última en pasar al gabinete del doctor. Al entrar en ese despacho,
abarrotado de libros con inscripciones en alemán y francés en las cubiertas, temblaba
como tiembla una gallina cuando la sumergen en agua fría. Allí estaba él, en medio del
cuarto, con la mano izquierda apoyada en el escritorio.
«¡Qué guapo es!», fue lo primero que se le pasó por la cabeza a su paciente.
Toporkov nunca mostraba afectación, y difícilmente sería capaz de llegar a mostrarla
nunca, pero todas las poses que adoptaba le salían especialmente solemnes. Aquélla en la
que le sorprendió Mamsia recordaba a esas poses majestuosas en las que los artistas
retratan a los grandes caudillos. Cerca de la mano que tenía apoyada en la mesa se veían
los billetes de cinco y diez rublos que acababan de entregarle las pacientes. También
estaban allí, rigurosamente ordenados, los instrumentos, las maquinitas, los tubos: todo
extremadamente incomprensible, extremadamente «científico» para Marusia. Eso, y el
gabinete lujosamente decorado, todo eso tomado en conjunto, completaba el cuadro
solemne. Marusia cerró la puerta al entrar y se detuvo. Toporkov le señaló una butaca con
la mano. Nuestra heroína se acercó en silencio a la butaca y se sentó. Toporkov se inclinó
solemnemente, se sentó en otra butaca, vis-à-vis, y clavó sus ojos inquisitivos en el rostro
de Marusia.
«¡No me ha reconocido! —pensó ella—. De otro modo, no estaría tan callado… Dios
mío, ¿por qué no dice nada? A ver, ¿cómo puedo empezar?».
—¿Y bien? —mugió el doctor.
—Tos —murmuró Marusia y, como si quisiera confirmar sus palabras, tosió un par de
veces.
—¿Hace mucho?
—Hace ya dos meses… Sobre todo de noche.
—Hum… ¿Fiebre?
—No, fiebre parece que no…
—Yo a usted ya la he tratado, ¿verdad? ¿Qué fue lo que tuvo anteriormente?
—Una pulmonía.
—Hum… Sí, ya recuerdo… ¿No es usted Priklónskaia?
—Sí… En aquella ocasión, también mi hermano estuvo enfermo.
—Va a tomar usted estos polvos… antes de dormir… Hay que evitar los resfriados…
Toporkov escribió la receta a toda prisa, se levantó y adoptó la misma pose de antes.
Marusia también se levantó.
—¿Nada más?
—Nada más.
Toporkov la observó. La miraba y miraba también a la puerta. No tenía tiempo y
aguardaba a que se fuera. Pero ella estaba parada y lo miraba con admiración, esperando
que le dijera alguna cosa. ¡Qué guapo era! Hubo unos instantes de silencio. Finalmente
reaccionó, leyó un bostezo en sus labios y una espera en sus ojos, le dio un billete de tres
rublos y se volvió hacia la puerta. El doctor arrojó el dinero sobre la mesa y cerró la puerta
tras ella.
De camino a casa, Marusia se puso furiosa: «Pero ¿por qué no he hablado con él? ¿Por
qué? ¡No soy más que una cobarde, eso es lo que pasa! Ha resultado todo tan estúpido…
Lo único que he hecho ha sido molestarle. ¿Por qué habré sujetado ese maldito dinero en
las manos, como queriendo demostrar algo? El dinero es una cosa tan delicada…
¡Válgame Dios! ¡Se puede ofenderá la gente! Hay que pagar sin que se note. Sí, pero ¿por
qué me he quedado callada? Él me habría contado, me habría explicado… Se habría
aclarado para qué vino a casa la casamentera…».
Al llegar a casa, Marusia se acostó y escondió la cabeza bajo la almohada, cosa que
hacía siempre que estaba excitada. Pero no logró calmarse. Yegórushka entró en su
habitación y empezó a pasear de una esquina a la otra, dando golpes y haciendo rechinar
sus botas.
La expresión de su rostro era enigmática…
—¿Qué te pasa? —preguntó Marusia.
—Eeeh… Y yo que creía que estabas dormida; no quería molestarte. Me gustaría
comunicarte una cosa… muy agradable. Kaleria Ivánovna quiere vivir con nosotros. Yo se
lo he rogado.
—¡No puede ser! C’est imposible! Pero ¿a quién le has preguntado?
—¿Cómo que es imposible? Si ella es muy buena… Te ayudará a llevar la casa. La
alojaremos en la habitación de la esquina.
—¡En esa habitación murió maman! ¡Imposible! —Marusia empezó a moverse, a
temblar, como si la hubieran pinchado. Unas manchas rojas brotaron en sus mejillas—.
¡Imposible! ¡Vas a matarme, George, si me obligas a vivir con esa mujer! ¡George, cariño,
no hace falta! ¡No hace ninguna falta! ¡Querido mío! ¡Anda, te lo ruego!
—Pero ¿por qué no te gusta? ¡No lo entiendo! Si es una mujer como otra cualquiera…
Inteligente, alegre.
—A mí no me gusta…
—Bueno, pues a mí sí. ¡A mí me gusta esa mujer y quiero que viva conmigo!
Marusia se echó a llorar. Su pálido rostro se descompuso de la desesperación.
—Moriré si ella se viene a vivir aquí…
Yegórushka farfulló algo entre dientes y, tras dar unos pasos, salió de la habitación. Al
cabo de un minuto regresó.
—Préstame un rublo —dijo.
Marusia le dio un rublo. Había que aliviar de algún modo la tristeza de Yegórushka, en
quien, a juicio de su hermana, se estaría librando en esos momentos una lucha terrible: ¡el
amor a Kaleria luchaba contra el sentimiento del deber!
Aquella tarde Kaleria entró a ver a la princesa.
—¿Por qué no me quiere usted? —preguntó, abrazando a la princesa—. ¡Soy tan
desgraciada!
Marusia se libró de su abrazo y dijo:
—¡Yo no tengo por qué quererla a usted!
¡Bien cara pagó esa frase! Kaleria, que se instaló una semana más tarde en la
habitación donde había muerto maman, consideró que lo más importante era vengarse de
esa frase. Escogió la venganza más burda.
—¿A qué vienen tantos melindres? —le preguntaba a la princesa en cada comida—.
Con una pobreza como la suya los melindres están de más; lo que hay que hacer es
inclinarse ante las buenas personas. De haber sabido que tenía usted tales defectos, no me
habría venido a vivir aquí. ¿Quién me mandaría enamorarme de su hermano? —añadió
con un suspiro.
Los reproches, las alusiones y las sonrisas culminaron con una carcajada ante la
pobreza de Marusia. A Yegórushka le traía sin cuidado esa risa. Se consideraba en deuda
con Kaleria y se resignaba. Pero a Marusia aquella carcajada estúpida de la mujer del
marqueur, de la mantenida de Yegórushka, le amargó la existencia.
Marusia se pasaba las tardes encerrada en la cocina y, sabiéndose débil, desamparada e
indecisa, derramaba lágrimas en las anchas manos de Nikifor. Éste gimoteaba a su lado y
avivaba la herida de Marusia con los recuerdos del pasado.
—¡Dios los castigará! —la consolaba— Y usted no llore.
Aquel invierno, Marusia fue otra vez a ver a Toporkov.
Al entrar en su gabinete, lo vio sentado en su butaca, tan guapo y tan majestuoso como
siempre… En esta ocasión su rostro estaba extremadamente fatigado. Los ojos le
parpadeaban, como si le impidieran dormir. Sin mirar a Marusia, le señaló con la barbilla
la butaca que tenía delante. Ella se sentó.
«Tiene la tristeza grabada en el rostro —pensó Marusia, mirándole—, ¡Seguro que es
muy infeliz con esa mujer suya!».
Estuvieron callados unos instantes. ¡Oh, con qué placer se habría quejado ella de la
vida que llevaba! Le habría revelado algunas cosas que él jamás habría podido descubrir
en ninguno de aquellos libros con inscripciones en francés y alemán.
—Tos —susurró Marusia.
El doctor le dirigió una mirada fugaz.
—Hum… ¿Fiebre?
—Sí, por las tardes…
—¿Suda por las noches?
—Sí.
—Desvístase.
—¿Cómo dice?
Toporkov, con un gesto impaciente, se señaló el pecho. Marusia, ruborizándose, se
desabrochó despacio los botones del pecho.
—Desvístase. ¡Más deprisa, por favor! —dijo Toporkov, y cogió un martillito.
Marusia se sacó un brazo de la manga. Toporkov se acercó a ella rápidamente y en un
instante, con mano diestra, le bajó el vestido hasta la cintura.
—¡Desabróchese la camisa! —dijo y, sin esperarse a que lo hiciera la propia Marusia,
le desabrochó la camisa por el cuello y, con gran horror de su paciente, se puso a percutir
con el martillito por todo el pecho blanco y delgado—. Baje las manos… No moleste. No
me la voy a comer —farfulló Toporkov, y ella se puso colorada, con un deseo ardiente de
que se la tragase la tierra.
Tras percutir, Toporkov empezó a auscultar. El sonido del ápice del pulmón izquierdo
resultaba bastante enervado. Se oían claramente unos ronquidos rechinantes y una
respiración agitada.
—Tiene usted que viajar a Samara —dijo, tras dictarle toda una conferencia sobre la
forma de llevar una vida adecuada—. Allí podrá tomar kumys[124]. Yo ya he terminado.
Está usted libre…
Marusia se abrochó los botones como pudo, le entregó cinco rublos, sintiéndose
incómoda, y, tras unos momentos de indecisión, salió del gabinete del sabio.
«Me ha retenido nada menos que media hora —pensaba de camino a casa—, ¡y yo me
he quedado callada! ¡Callada! ¿Por qué no habré hablado con él?».
Marchaba para casa y no pensaba en Samara, sino en el doctor Toporkov. ¿Qué se le
había perdido a ella en Samara? Es verdad que allí no estaría Kaleria Ivánovna, pero
¡tampoco estaría Toporkov!
¡Al diablo con Samara! Marusia caminaba irritada, y al mismo tiempo se sentía
triunfante: él había reconocido que estaba enferma, y ella, en lo sucesivo, podía acudir a
su consulta sin cumplidos, cuantas veces le viniera en gana, todas las semanas si hacía
falta. ¡Se estaba tan a gusto en su gabinete, era tan acogedor! Sobre todo, era tan bonito
aquel diván que se veía al fondo. Le habría encantado sentarse con él en ese diván para
charlar de todo un poco, para quejarse un rato, para recomendarle que no les cobrara tan
caro a sus pacientes. A los ricos, naturalmente, se puede y se debe cobrarles caro, pero a
los enfermos pobres hay que hacerles un descuento.
«No sabe nada de la vida, es incapaz de distinguir un rico de un pobre —pensaba
Marusia—. ¡Yo podría enseñárselo!».
También en esta ocasión la esperaba en casa un espectáculo gratuito. Yegórushka
estaba tirado en un diván, presa de un ataque de histeria. Sollozaba, maldecía, temblaba
como con fiebre. Las lágrimas corrían por su rostro ebrio.
—¡Se ha marchado Kaleria! —vociferaba—. ¡Lleva ya dos noches sin venir! ¡Se ha
enfadado!
Pero Yegórushka sollozaba en vano. Aquella tarde se presentó Kaleria, le perdonó y se
lo llevó al club.
La mala vida de Yegórushka llegó a su apogeo. No le alcanzaba con la pensión de
Marusia, y empezó a «trabajar». Le tomaba dinero prestado a la sirvienta, hacía trampas a
las cartas, le hurtaba dinero y objetos a su hermana. Una vez, pasando junto a Marusia, le
sacó del bolsillo dos rublos que ella había ahorrado para unos zapatos. Él se quedó con un
rublo y con el otro le compró unas peras a Kaleria. Los amigos le abandonaron. Quienes
antes visitaban la casa de los Priklonski, los conocidos de Marusia, ahora le llamaban a la
cara «ilustre tahúr». Hasta las «doncellas» del Château de Fleurs lo miraban con
desconfianza y se reían cada vez que, tras pedirle dinero prestado a algún nuevo conocido,
las invitaba a cenar.
Marusia asistía a ese apogeo de su mala vida y era consciente de lo que ocurría…
También iba in crescendo la desenvoltura de Kaleria.
—Haga el favor de no hurgar en mis vestidos —le dijo una vez Marusia.
—No les va a pasar nada a sus vestidos por eso —replicó Kaleria—. Y, si usted me
considera una ladrona, entonces… allá usted. Yo me marcho.
Y Yegórashka, tras maldecir a su hermana, se pasó una semana entera arrastrándose a
los pies de Kaleria, implorándole que no se marchara.
Pero esa clase de vida no puede durar mucho tiempo. Toda historia tiene un final y
también terminó esta pequeña novela.
Llegó el Carnaval, y con él los días que anuncian la primavera. Los días se volvían
más largos, caían gotas de los tejados, los campos exhalaban una frescura que hacía
presentir la primavera a quienes la respiraban…
Una de aquellas noches de Carnaval Nikifor estaba sentado junto al lecho de Marusia.
Yegórushka y Kaleria habían salido.
—Estoy ardiendo, Nikifor —dijo Marusia.
Pero Nikifor murmuraba y reavivaba sus heridas con los recuerdos del pasado.
Hablaba del príncipe, de la princesa, de su vida cotidiana… Describía los bosques donde
solía cazar el difunto príncipe, los campos por los que cabalgaba en pos de las liebres,
[125]
Sebastopol. En Sebastopol el difunto príncipe había sido herido . Muchas cosas contó
Nikifor. A Marusia le gustó en particular la descripción de la hacienda, vendida cinco años
antes por culpa de las deudas.
—Salía uno a la terraza… La primavera ya apuntaba. ¡Dios mío! ¡No podía apartar
uno la vista del mundo de Dios! El bosque aún estaba negro, pero ¡ya rebosaba placidez!
Aquel riachuelo maravilloso, profundo… Su madre, de joven, solía pescar con caña…
Pasarse días enteros al borde del agua… Les gustaba estar al aire libre… ¡La naturaleza!
A Nikifor se le quebraba la voz contando estas cosas. Marusia le escuchaba y no
dejaba que se apartara de su lado. Leía en el rostro del viejo lacayo todo lo que éste le
contaba de su padre, de su madre, de la hacienda. Le escuchaba, observaba su rostro y le
entraban ganas de vivir, de ser feliz, de pescar en el mismo río en el que había pescado su
madre… El río, y el campo en la otra orilla, y los bosques azules más allá de ese campo, y
por encima de todo la caricia del sol que brilla y calienta… ¡Qué hermoso era vivir!
—Mi buen Nikifor —decía Marusia, apretando su mano seca— querido amigo…
Mañana préstame cinco rublos. Por última vez… ¿Es posible?
—Sí, es posible. Cinco rublos es todo lo que tengo. Cójalos, y Dios proveerá…
—Te los devolveré, querido amigo. Préstamelos…
A la mañana siguiente, Marusia se puso su mejor vestido, se recogió el cabello con una
cinta rosada y se dirigió a casa de Toporkov. Antes de salir de casa se había mirado diez
veces en el espejo. En el vestíbulo de Toporkov la recibió una nueva sirvienta.
—¿Ya lo sabe usted? —le preguntó a Marusia la nueva sirvienta mientras la ayudaba a
quitarse el abrigo—. El doctor no cobra menos de cinco rublos por consulta…
En esta ocasión había más pacientes que nunca en la sala de espera. Todos los asientos
estaban ocupados. Había incluso un hombre sentado encima del piano. Las consultas
empezaron a las diez. A las once el doctor hizo una pausa para una operación y sólo volvió
a admitir pacientes a partir de las dos. A Marusia no le llegó el turno hasta las cuatro.
Sin haber tomado ni un té, agotada por la espera, temblando por la fiebre y la
inquietud, cuando se quiso dar cuenta ya estaba sentada en una butaca enfrente del doctor.
Notaba la cabeza vacía, la boca seca, los ojos como entre nieblas. A través de esa niebla
apenas veía unos destellos… Vio pasar fugazmente la cabeza del médico, sus manos, el
martillito…
—¿Ha estado usted en Samara? —le preguntó él— ¿Cómo es que no ha ido?
No le contestó. Él percutió en su pecho y la auscultó. La enervación en el lado
izquierdo se extendía ya por casi toda la región pulmonar. Se oía un sonido embotado en el
ápice del pulmón derecho.
—No le hace ninguna falta viajar a Samara. No vaya usted —dijo Toporkov.
Y Marusia, a través de la niebla, leyó en su rostro seco, serio, algo parecido a la
compasión.
—No voy a ir —susurró.
—Dígales a sus padres que no le dejen estar al aire libre. Evite las comidas pesadas, de
cocción difícil…
Toporkov empezó a darle consejos, se dejó llevar y le dictó una verdadera conferencia.
Ella no escuchaba nada de lo que decía, y miraba a través de la niebla cómo se movían
sus labios. Le pareció que llevaba demasiado tiempo hablando. Por fin el doctor se calló,
se levantó y, aguardando a que se fuera, fijó sus lentes en ella.
Marusia no se movía. Le gustaba estar sentada en aquella butaca tan confortable y le
daba miedo volver a casa, donde estaba Kaleria.
—Ya he terminado —dijo el doctor—. Es usted libre.
Ella volvió la cara hacia él y se quedó mirándole.
«¡No me eche!», habría leído el doctor en sus ojos de haber sido, siquiera, un pasable
fisonomista.
Unas gruesas lágrimas brotaron de sus ojos, los brazos le colgaron inertes a ambos
lados de la butaca.
—¡Yo le amo, doctor! —susurró, y un resplandor rojizo, efecto del intenso incendio de
su alma, se extendió por su cara y su cuello— ¡Le amo! —volvió a susurrar, y sacudió dos
veces la cabeza, la dejó caer sin fuerzas y rozó la mesa con la frente.
¿Y el doctor? El doctor… se ruborizó por primera vez desde que ejercía la medicina.
Sus ojos pestañearon como los de un chiquillo al que hacen arrodillarse. ¡Nunca le había
oído a ninguna paciente decir unas palabras semejantes, y menos de ese modo! ¡Ni a
ninguna mujer! ¿No habría entendido mal?
El corazón le dio un vuelco y le palpitó con inquietud… Empezó a toser,
desconcertado.
—¡Mikolasha! —se oyó una voz en la habitación vecina, y por la puerta entreabierta
asomaron las dos mejillas sonrosadas de su mujer, la hija de unos comerciantes.
El doctor aprovechó esa llamada para salir rápidamente del despacho. Cualquier
pretexto le venía bien con tal de alejarse de aquella situación tan embarazosa.
Diez minutos más tarde, cuando volvió a su gabinete, encontró a Marusia tendida en el
diván. Estaba tumbada de espaldas, boca аrribа. Un brazo le caía hasta el suelo, junto con
una mata de pelo. Estaba inconsciente. Toporkov, colorado, con el corazón desbocado, se
acercó a ella en silencio y le soltó el cordoncillo del vestido. Arrancó un broche y, sin
darse cuenta, desgarró la tela. De los volantes, hendiduras y recovecos del vestido cayeron
al diván las recetas del médico, sus tarjetas de visita, su fotografía…
El doctor le roció la cara con agua. Marusia abrió los ojos, se incorporó, apoyándose
en un codo, y se quedó mirándole pensativa. Se preguntaba dónde estaba.
—¡Le amo! —gimió al reconocer al doctor. Y sus ojos, llenos de amor y de súplica, se
concentraron en el rostro de aquel hombre. Miraba como una fierecilla herida.
—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó Toporkov, sin saber qué hacer. Lo dijo con una
voz que a Marusia le resultó desconocida, una voz que no era medida ni marcada, sino
suave, casi tierna…
A Marusia le falló el codo, y la cabeza le cayó nuevamente al diván, pero no apartó la
mirada de él.
El doctor, parado delante de ella, leía la súplica en sus ojos y se encontraba en una
situación espantosa. El corazón le palpitaba en el pecho, y en la cabeza le ocurría algo
inusitado, desconocido… Millares de recuerdos imprevistos hormigueaban en su cabeza
ardiente. ¿De dónde habían salido todos esos recuerdos? ¿Acaso los habían despertado
esos ojos, con su amor y su súplica?
Recordó su primera infancia, cuando tenía que limpiar los samovares de los señores.
Tras los samovares y los pescozones, pasaron fugazmente por su memoria sus
benefactores y sus benefactoras, con sus pesados salopy[126], y la escuela parroquial,
adonde lo habían enviado por su «voz». La escuela, con sus azotes y sus gachas con arena,
dejó paso al seminario. En el seminario el latín, el hambre, los sueños, la lectura, el amor
con la hija del ecónomo. Recordó cómo, contraviniendo los deseos de sus benefactores, se
fugó del seminario para ingresar en la universidad. Se fugó con los bolsillos vacíos, con
unas botas gastadas. ¡Aquella fuga tuvo tantos alicientes! En la universidad el hambre y el
frío en aras del trabajo… ¡Un camino difícil!
Finalmente había triunfado, gracias a su esfuerzo había cavado un túnel que le
permitiría avanzar en la vida, había recorrido ese túnel y… ¿ahora qué? Dominaba su
oficio a la perfección, leía mucho, trabajaba mucho y estaba dispuesto a trabajar día y
noche…
Toporkov miró de reojo los billetes de cinco y diez rublos que estaban tirados sobre la
mesa, se acordó de las señoras a las que acababa de cobrar ese dinero y se sonrojó… ¿De
veras había recorrido ese camino tan sacrificado sólo por los billetes de cinco rublos y por
las señoras? Sí, sólo por eso…
Y bajo el peso de los recuerdos se consumió su majestuosa figura, se esfumó su porte
altivo y se llenó de arrugas su terso rostro.
—¿Y qué puedo hacer yo? —susurró una vez más, mirando a los ojos de Marusia.
Tenía vergüenza de aquellos ojos.
¿Y si le preguntaba qué había hecho, qué había conseguido desde que practicaba la
medicina?
Billetes de cinco y de diez rublos, ¡y nada más! La ciencia, la vida, la tranquilidad…
todo sacrificado por esos billetes. Y éstos le habían proporcionado una residencia
principesca, una mesa refinada, caballos… en una palabra, todo eso que se llama confort.
Recordó Toporkov sus «ideales» del seminario y sus sueños universitarios, y aquellas
butacas, aquel diván tapizado de caro terciopelo, aquel suelo cubierto por una tupida
alfombra, aquellas lámparas, aquel reloj de trescientos rublos, le parecieron un barrizal
espantoso, intransitable.
Se inclinó hacia delante y levantó a Marusia del barrizal en el que estaba tendida, la
levantó bien alto, con brazos y piernas…
—¡No sigas aquí tumbada! —dijo, y se apartó del diván.
Y, como en señal de agradecimiento, toda una cascada de maravillosos cabellos de lino
se derramó sobre su pecho. Cerca de sus gafas doradas brillaron unos ojos ajenos. ¡Y
menudos ojos! ¡Daban ganas de tocarlos con el dedo!
—¡Dame un poco de té! —susurró ella.
Al día siguiente Toporkov viajaba a su lado en un compartimento de primera clase. La
llevaba al sur de Francia. ¡Qué hombre más raro! Sabía que no había esperanzas de
curación, lo sabía perfectamente, al dedillo, pero la llevaba… Por el camino no dejó de
percutir, de auscultarla, de interrogarla. No quería creer en sus conocimientos y trataba
con todas sus fuerzas de encontrar, percutiendo y auscultándola en el pecho, un mínimo
resto de esperanza.
El dinero que había estado acumulando con tanto empeño hasta la misma víspera se
disipaba ahora, en dosis colosales, a lo largo del camino.
¡Lo habría dado todo con tal de no oír, al menos en uno de los pulmones de esa joven,
aquellos malditos ronquidos! ¡Tenían, tanto él como ella, tantas ganas de vivir! El sol
había salido para ellos, y esperaban el día… Pero el sol no los salvó de las tinieblas y…
¡las flores no florecen cuando el otoño está avanzado!
La princesa Marusia murió: no vivió ni tres días en el sur de Francia.
Toporkov, a su regreso de Francia, retomó su vida anterior. Siguió, como siempre,
tratando a las señoras y amasando billetes de cinco rublos. Con todo, se pudo advertir un
cambio en él. Al hablar con una mujer, miraba hacia un lado, al vacío… Lo pasaba muy
mal si tenía que mirar a la cara a una mujer.
Yegórushka gozaba de buena salud. Había dejado a Kaleria y se había ido a vivir con
Toporkov. El doctor le había dado acogida en su casa y le tenía un enorme cariño. La
barbilla de Yegórushka le recordaba a la barbilla de Marusia, y por ese motivo le permitía
derrochar sus billetes de cinco rublos.
Yegórushka estaba encantado.
EL DISCURSO Y LA CORREÍTA
(Речь и ремешок)
Él nos reunió en su gabinete y, con una voz trémula por las lágrimas, conmovida,
tierna, amistosa, pero que no admitía objeciones, nos pronunció un discurso.
—Yo lo sé todo —dijo—, ¡Todo! ¡Sí! Veo a través. Hace tiempo ya que advertí ése, así
decir, eh… eh… eh… espíritu, atmósfera… hálito. Tú, Zitziúlskii, lees a Schedrin, tú,
Spíchkin, lees también algo así… Todo lo sé. Tú, Tuponósov, compones… este…
artículos ahí, de toda clase… y te conduces con libertad. ¡Señores! ¡Les ruego! Les ruego
no como jefe, sino como hombre… En nuestro tiempo así no se puede. Ese liberalismo
debe desaparecer.
Habló en ese género mucho tiempo. Nos penetró a todos, penetró la tendencia actual,
celebró las ciencias y las artes, con una reserva sobre el límite y los marcos, de cuáles
ciencias no se puede salir, y recordó el amor de las madres… Nosotros palidecíamos, nos
sonrojábamos y escuchábamos. Nuestra alma se limpiaba con sus palabras. Queríamos
morirnos de contrición. Queríamos besarlo, caer postrados… empezar a sollozar… Yo
miraba la espalda del archivero, y me parecía que esa espalda no lloraba, sólo porque
temía interrumpir el silencio en sociedad.
—¡Anden! —terminó él—. ¡Yo lo olvidé todo! No soy rencoroso… Yo… yo…
¡Señores! La historia nos dice… No me crean a mí, créanle a la historia… La historia nos
dice…
¡Pero, ay! Nosotros no supimos qué nos dice la historia. Su voz empezó a temblar, en
sus ojos brillaron las lágrimas, sudaron sus lentes. En ese mismo momento, se oyeron unos
sollozos: eso sollozaba Zitziúlskii. Spíchkin se sonrojó, como un cangrejo hervido. Nos
buscamos los pañuelos en los bolsillos. Él parpadeó, y buscó el pañuelo también.
—¡Anden! —empezó a balbucear con voz llorosa—, ¡Déjenme! Dejen… me… Msí…
¡Pero, ay! Sáquenle ustedes al reloj una pieza pequeña, o échenle un ínfimo grano de
arena, y se parará el reloj. La impresión, producida por el discurso, desapareció como
humo a las mismas puertas de su apogeo. La apoteosis no se dio… ¿y gracias a qué? ¡A lo
ínfimo!
Él se buscó en el bolsillo trasero y, con el pañuelo, sacó cierta correíta. Sin intención,
se entiende. La correíta, pequeña, sucia, áspera, se balanceó en el aire como una culebra, y
cayó a los pies del archivero. El archivero la levantó con ambas manos y, con una
respetuosa palpitación en todos sus miembros, la puso sobre la mesa.
—La correíta —murmuró.
Zitziúlskii sonrió. Tras advertir su sonrisa yo, sin desearlo, me reí en el puño… como
un imbécil, ¡como un chiquillo! Después de mí se rió Spíchkin, tras él Triojkapitánskii, ¡y
todo sucumbió! Se derrumbó el edificio.
—¿Y tú por qué te ríes? —escuché una voz de trueno.
¡Padrecitos del mundo! Miro: sus ojos me miran a mí, sólo a mí… ¡fijamente!
—¿Dónde estás? ¿Ah? ¿Estás en la vinatera? ¿Ah? ¿Te olvidas? ¡Presenta la dimisión!
Yo no necesito liberales.
IMPRUDENCIA
(PÁGINA DE LA HISTORIA DEL BANCO LIGOVSKO-CHERNORECHENSKI)
(Нарвался)
«¡Qué sueño tengo! —pensaba yo, sentado en mi despacho del Banco—. Apenas
llegue a la fonda me echo, a dormir».
«¡Qué delicia! —exclamé, para mis adentros después de comer y dispuesto a
acostarme—. ¡Qué bien se vive en este mundo! ¡Qué bien!».
Sonriendo beatíficamente y regodeándome de estar en la cama, como gato al sol, cerré
los ojos y comencé a adormilarme. Sentí un hormigueo en los ojos cerrados; una especie
de neblina invadió mi cerebro; oí algo así como un aleteo; de mi cabeza volaron hacia el
cielo unas pieles raras; y del cielo llegaron esponjosos algodones que se me alojaron en la
cabeza… Todo era voluminoso, blando, esponjoso, oscuro. Unos homúnculos corrían
entre la niebla… Cuando desapareció el último de ellos y los brazos de Morfeo se abrían
ya para darme el consabido abrazo, me estremecí.
—¡Venga usted aquí, Iván Osipich! —voceó alguien por allí cerca.
Abrí los ojos. En la habitación vecina se oyó el disparo de una botella de champaña al
ser descorchada. Me volví del otro costado y me tapé la cabeza con la manta.
«La amo y puede que la ame todavía», cantó una voz de barítono en la habitación
contigua.
—¿Por qué no compra usted un piano? —preguntó otra voz.
—¡Maaalditos! —gruñí—. ¡No me dejan dormir!
Abrieron otra botella y llegó basta mis oídos tintineo de copas. Alguien empezó a
andar con ruido de espuelas. Sonó un portazo.
—¿Vas a traer pronto el samovar, Timofei? ¡Deprisa, hermano! ¡Trae también unos
cuantos platos más! ¡Caballeros: bebamos según el rito cristiano! Una copita…
Mademosille, patitas de cordero, ye vous prie.
En la habitación de al lado comenzó la juerga. Yo metí la cabeza bajo la almohada.
—Timofei —oí decir—, si viene un señor alto y rubio, con abrigo de oso, dile que
estamos aquí.
Escupí de rabia, me levanté de un salto y di varios golpes en la pared. Los de la
habitación vecina callaron un instante. Tornaron a cerrárseme los ojos; de nuevo
aparecieron el hormigueo, las pieles, los copos de algodón. Pero ¡ay!, un minuto después
se reanudó el escándalo.
—¡Señores! —les grité con voz suplicante—. Tengan un poco de consideración, se lo
ruego. Estoy enfermo y quisiera dormir.
—Duerma, que nadie se lo impide. Y si está enfermo, vaya a ver al médico. «Para los
caballeros, el amor y la honra»… —cantó la voz de barítono.
—¡Qué majadería! —protesté—. ¡Qué estúpido es todo esto! ¡Y qué bajo!
—¡Cállese! —resonó tras la pared una voz senil.
—¡Vaya, hombre, menudo emperador nos ha salido! ¡Debe de tenerse por un
mandamás! ¿Quién es usted?
—¡¡¡A ca-llar!!!
—¡Valiente gentuza! Se hinchan de vodka, ¡y a escandalizar!
—¡¡¡A ca-llar!!! —repitió, ronca, la voz senil, cosa de diez veces.
Me volví a la cama. La idea de que unos troneras desaprensivos me impedían dormir
iba poniéndome furioso. En la otra habitación empezaron a bailar.
—¡Si no cesan en sus ruidos, llamo a la policía! —rugí, ahogado por la cólera—.
¡Camarero! ¡Timofei!
—¡¡A callar!! —vociferó nuevamente la misma voz de viejo.
Salté del lecho; y, como alocado, corrí a la habitación vecina, dispuesto a hacer valer
mis derechos.
Allí estaban de jarana. Sobre la mesa se veían numerosas botellas. Alrededor se
hallaban unos tipos de ojos saltones como los de los cangrejos. Al fondo del aposento, un
viejo calvo aparecía medio tendido en un sofá; y sobre su pecho descansaba la rubia
cabeza de una cocotte muy conocida. El carcamal miraba en dirección a la pared de mi
cuarto y gritaba con voz temblona:
—¡¡A ca-llar!!
Abrí la boca para soltar una reprimenda; pero ¡qué horror!; en la persona del vejete
reconocí al director del banco donde prestaba mis servicios. Se me fueron al momento el
sueño, la ira, el amor propio. Y me apresuré a retirarme.
El director estuvo un mes entero sin mirarme ni dirigirme una sola palabra. Los dos
evitábamos encontrarnos. Pasado un mes, se acercó a mi mesa y, con la cabeza gacha, me
dijo, mirando al suelo:
—Yo esperaba…, suponía que usted mismo se daría cuenta… Pero veo que no…
¡Ejem!… No se altere. Incluso puede quedarse sentado… Yo pensaba que… No es posible
que trabajemos en el mismo sitio… Su conducta en la fonda de Bultijin… Dio usted tal
susto a mi sobrina… ¿Me entiende? Entregue todos los asuntos a Iván Nikitich…
Así diciendo, levantó la cabeza y se retiró…
Y yo me quedé más muerto que vivo.
VISITA INFORTUNADA
(Неудачный визит)
Un dandi llega por primera vez a una casa. Va de visita. Le abre la puerta del recibidor
una chica de unos dieciséis años, con vestido de percal y delantal blanco.
—¿Están en casa los señores? —pregunta el visitante a la muchacha, con gran
desenvoltura.
—Sí, señor.
—¡Uuuh! ¡Qué capullito! ¿Y la señora, también está?
—Sí, señor-responde la joven ruborizándose.
—¡Mmmm! ¡Eres un bombón, pillina! ¿Dónde pongo el gorro?
—¡Póngalo donde quiera, pero suélteme! Es muy extraño…
—¡Vaya, vaya, no te pongas colorada, que no te voy a aplastar!…
Y el desconocido da un golpe con el guante en el talle de la chica:
—Oye, ¿sabes que no estás mal? Anda, ve y anúnciame.
Ella se pone del color de una amapola y huye hacia adentro.
«¡Demasiado joven!», piensa el señorito mientras penetra en la sala.
Allí le espera la dueña. Se sientan, charlan…
Minutos después atraviesa la sala la chica del delantal.
—Es mi hija mayor —dice la dueña señalando hacia ella.
Bonita situación.
DOS ESCÁNDALOS
(Два скандала)
—¡Quietos, el diablo que les lleve! Si esas voces agudas, que parecen de chivos, no
dejan de balar, yo me voy. ¡Fíjese en las notas, cabeza de azafrán! ¡Se lo digo a usted,
pelirroja, a la tercera de la derecha! Si no sabe cantar, ¿a qué viene al teatro con esos
graznidos de cuervo? Comencemos desde el principio.
Así gritaba el director, golpeando la partitura con la batuta. A estos melenudos
directores se les perdonan muchas cosas. Y no puede ser de otro modo, pues cuando
mandan a uno al diablo, o blasfeman, o se arrancan los pelos, es en aras de una cosa tan
sagrada como el arte, con el que nadie osa jugar. El director está alerta; y a no ser por él,
¿quién no emitiría esos abominables semitonos que tan a menudo estropean y destruyen la
armonía? Él es el guardián de ésta, y por ella ahorcaría al mundo entero y hasta se
ahorcaría él mismo. No es posible incomodarle con él. Otra cosa sería si obrase en
provecho propio.
La mayor parte de la bilis de este director, amarga y espumante, se desahogaba en la
chica pelirroja que hacía la tercera por la derecha. La hubiera aniquilado, sepultado,
arrojado por la ventana. Era la que más desentonaba, y él odiaba, y despreciaba a la
pelirroja más que a nadie en el mundo. Si se la hubiera tragado la tierra, o se hubiera
muerto allí, a los ojos de todos, o el tiznado farolero la hubiese encendido a ella en vez de
encender un farol, o la hubiese azotado públicamente, el director se habría reído a
carcajadas, lleno de contento.
—¡Mire, váyase a la…! ¡A ver si comprende de una vez que sabe de canto y de música
menos que yo de cazar ballenas! ¡A usted le estoy hablando, pelos de mazorca! Explíquele
usted que eso no es fa sostenido, sino sencillamente fa. ¡Enseñe solfeo a esta analfabeta!
¡A ver, cante sola! Comience. ¡El segundo violín, que se vaya a la porra con ese arco sin
resina!
Ella, una chica de dieciocho años, miraba el papel, temblando como una cuerda de
guitarra golpeada con el dedo. Su pequeña cara se coloreó, encendida. En sus ojos
brillaron lágrimas, prestas a caer a cada momento sobre los signos musicales de negras
cabezas, semejantes a las de los alfileres. ¡Cuánto hubiera dado por que los sedosos
cabellos de oro, que caían como una cascada sobre sus hombros y su espalda, le hubiera
ocultado la cara a los ojos de los demás!
Su pecho, oprimido por el corsé, subía y bajaba como una ola. Dentro de él bullía un
caos de horribles sensaciones: tristeza, remordimiento, desprecio de sí misma, temor… La
pobre muchacha sentíase culpable, y el arrepentimiento le taladraba el cerebro. Era
culpable ante el arte, ante el director, ante los compañeros y ante la orquesta; y
probablemente lo sería ante el público. Si la censuraban, tendrían mil veces razón. Temía
mirar a los demás; pero notaba que a ella la miraban con odio y desdén. ¡Y más que nadie,
él! La hubiera arrojado al fin del mundo, lo más lejos posible de su oído, tan sensible a la
música.
«¡Dios mío, haz que me salga bien!», imploraba ella en su interior. Y una nota
desesperada se percibía en su trémula voz de soprano.
Pero él no quería comprender esta nota. Lejos de ello, gruñía y se tiraba de la larga
melena. ¡Qué le importaban las tribulaciones de nadie, si aquella noche era la función!
—¡Es para morirse! ¡Esta señorita me mata hoy con su voz de chivo! ¡Más que para
prima donna, serviría usted para lavandera! ¡A ver, quítenle los papeles a esa pelirroja!
Ella hubiera cantado bien de buena gana. Sabía hacerlo y hasta era una virtuosa del
canto, pero ¿qué culpa tenía de que los ojos no la obedecieran? Aquellos ojos hermosos,
pero desobedientes, aquellos ojos que ella maldeciría hasta el momento de su muerte, en
lugar de mirar el papel y seguir los movimientos de la batuta, se quedaban fijos en la
melena y en los ojos del director… Le gustaban sus cabellos desgreñados y sus ojos, de
los que salían centellas y a los que daba miedo mirar. La infeliz amaba con pasión
demencial aquel rostro, por el que corrían negros nubarrones, y que despedía rayos. ¿Era
ella culpable de que su corto entendimiento, en lugar de embeberse en el ensayo, se
abstrajese pensando en cosas que le impedían cumplir con su deber, vivir y estar
tranquila?
Sus ojos miraban las notas escritas; de allí se trasladaban a la batuta del director; de la
batuta a la corbata blanca, a la barbilla, etcétera.
—¡Quítenle esos papeles! ¡Debe de estar enferma! —gritó, por fin, el director—. ¡Yo
no sigo!
—Sí, estoy enferma —musitó ella dócilmente, dispuesta a presentar mil excusas.
Marchose la muchacha, y su puesto fue ocupado por otra de peor voz, pero capaz de
autocriticarse y de trabajar concienzudamente, sin pensar en la corbata blanca ni en el
bigote.
En casa tampoco dejaron de importunarla. Al llegar del teatro se tendió en la cama,
ocultando la cabeza bajo la almohada; vio en tinieblas la cara del director, contraída por la
ira, y le pareció que le golpeaba las sienes con la batuta. ¡Aquel hombre atrevido era su
primer amor!
Y la primera tortilla había de salir quemada.
Al día siguiente del ensayo acudieron a su casa los compañeros de arte, a fin de
interesarse por su salud. En los periódicos y en los carteles se la dio por enferma. La
visitaron el director del teatro y el regisseur, testimoniándole a ambos su respetuoso pesar.
Y también se presentó él.
Cuando él no estaba dirigiendo la orquesta ni mirando la partitura, era un hombre
totalmente distinto: cortés, amable y respetuoso como un niño; una sonrisa dulce y afable
iluminaba su rostro; no sólo no mandaba a nadie al diablo, sino que incluso se recataba de
fumar y de poner una pierna encima de la otra en presencia de las damas. Resultaba difícil
encontrar una persona más bondadosa y cumplida que él.
Llegó muy preocupado, y dijo a la joven que su enfermedad constituía una gran
desgracia para el arte, y que todos los compañeros —entre ellos él— darían lo que fuese
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con tal que notre petit rossignol
gozase de salud y de tranquilidad. ¡Oh las
enfermedades! ¡Cuántas pérdidas habían acarreado al arte! Tendrían que decir al
empresario que si en escena continuaba la corriente de aire como hasta entonces, nadie se
avendría a trabajar y todos se marcharían. ¡La salud era lo primordial en este mundo! Y
dicho esto, le apretó cariñosamente la mano, suspiró lleno de sinceridad, le pidió permiso
para volver a visitarla y se marchó maldiciendo las enfermedades.
¡Qué simpático! Pero cuando ella dijo haberse restablecido y regresó a los ensayos, él
tomó a mandarla al más negro de los diablos, y su cara volvió a despedir rayos y centellas.
En esencia, ella le tenía por un hombre de bien. Una vez estaba tras los bastidores y,
apoyada en un rosal de madera, seguía los movimientos del director con el alma llena de
júbilo. Él, tomando champán con Mefistófeles y Valentín, reía a carcajadas. Las agudezas
brotaban como un raudal de sus labios, acostumbrados a mandar a todos al diablo.
Después de beberse tres copas, se apartó de los cantantes para incorporarse a la orquesta,
donde ya estaban poniendo a punto los violines y los violonchelos. Al llegar junto a ella
iba sonriendo, resplandeciente, con cara de satisfacción. ¿Quién se atrevería a decir que
era un mal director? ¡Nadie! Ella enrojeció y le sonrió. Él, embriagado, se detuvo, y le
dijo:
—Estoy que no me tengo en pie. ¡Me siento tan a gusto hoy! ¡Ja, ja, ja! ¡Y a todos
ustedes los encuentro muy bien! ¡Qué cabellera tan maravillosa la suya! ¿Cómo no me
habré dado cuenta hasta ahora de que este ruiseñor tiene un moño tan lindo?
Y, agachándose, la besó en el hombro, sobre el que caían los cabellos.
—El maldito champaña me ha dejado sin fuerzas. Querido ruiseñor, ¿verdad que ya no
vamos a equivocarnos nunca? ¿Verdad que vamos a cantar con atención? ¿Por qué
desentona usted tan a menudo? Antes no le sucedían tales cosas, cabecita de oro.
El director, lánguido y decaído, le besó la mano. Ella contestó:
—No se enfade conmigo… Yo… Yo… ¡Me mata usted con sus reproches! No lo
puedo resistir… ¡Se lo juro!
A sus ojos asomaron, las lágrimas. La muchacha, casi sin percatarse de ello, se apoyó
en el brazo del director.
—Usted no se da cuenta… Es usted tan colérico… Le juro…
Él quiso reclinarse sobre el rosal y estuvo a punto de caer. Para evitarlo se asió al talle
de la chica.
—Ya están llamando, pequeñita mía. Hasta el próximo entreacto.
—Terminada la función, ella no se marchó sola a su casa. La acompañó él,
embriagado, riendo de felicidad. ¡Qué dichosa era! Oprimida por el brazo del director, no
daba crédito a tanta ventura. Creía que el Destino la engañaba. Lo cierto es que el público
vio durante toda una semana carteles anunciando que él y ella estaban enfermos. El
director no salió de casa de la chica en todo este tiempo, y la semana les pareció a los dos
un minuto. Ella le dejó ir cuando ya resultaba violento permanecer oculta.
—Conviene airear nuestro amor —dijo el director al séptimo día—. Echo de menos mi
orquesta.
Al octavo día ya estaba moviendo la batuta y maridando al diablo a todos, incluso a la
«pelirroja».
Y es que las mujeres son para el amor como los gatos. Mi heroína no abandonó sus
insensatas costumbres, ni siquiera después de amancebada con aquel ogro espantable. En
vez de mirar al papel y a la batuta, se quedaba embobada contemplando la corbata y la
cara del director… Lo mismo en los ensayos que en las funciones, desafinaba aún más que
antes. ¡Por eso la recriminaba él! Anteriormente la reñía sólo en los ensayos; ahora podía
hacerlo también en casa, después de la función. ¡Era muy sentimental aquella niña! Le
bastaba mirar, mientras cantaba, el rostro amado, para retrasarse en todo un cuarto de
tiempo o para que le temblase la voz. Durante las funciones lo miraba desde el escenario;
cuando no cantaba, seguía, desde detrás de los bastidores, sin apartar la vista de la larga
figura del director; durante los entreactos se juntaban en el camerino, donde bebían
champaña y se reían de los pretendientes de ella; y mientras la orquesta tocaba la obertura,
ella miraba a su adorado a través del pequeño agujero del telón: el mismo agujero por el
que los actores se ríen de las calvas de la primera fila y calculan el volumen de la
recaudación según el número de cabezas visibles.
Fue el agujero del telón el que dio al traste con su felicidad, provocando un escándalo.
En un día de Carnaval, cuando el teatro suele hallarse menos vacío, iban a representar
Los hugonotes. Cuando el director, pasando entre los atriles, se dirigió a su puesto, ella se
hallaba tras el telón mirando, ansiosa y palpitante, a través del orificio.
Él puso una cara entre seria y avinagrada y agitó la batuta en todas las direcciones.
Comenzó la obertura. Al principio, su bello rostro permaneció relativamente sereno. Mas
luego, cerca ya de la mitad, su mejilla derecha empezó a despedir rayos y su ojo derecho
se entornó. Era por la derecha por donde se notaban las disonancias: desentonaba un
clarinete, y la tos de un fagot sonó muy a despropósito. Aquella tos podría impedirle
comenzar a tiempo. Después enrojeció y se estremeció la mejilla izquierda del director.
¡Cuánto movimiento y cuánto fuego había en aquella cara! Ella, contemplándolo, sentíase
en el séptimo cielo, en la cima de la felicidad.
—¡Al diablo ese violonchelo! —rugió el director entre dientes, ahogando la voz.
¡Aquel violonchelo conocía la partitura, pero no quería conocer el espíritu de la obra!
¿Podía confiarse un instrumento tan sutil y melodioso a gente insensible? Un
estremecimiento recorrió de un lado a otro el semblante del director, cuya mano libre se
aferró fuertemente al atril como si el atril tuviese la culpa de que el gordo violonchelista
tocara por dinero y no por impulso espiritual.
—¡Fuera del escenario! —se oyó decir por allí cerca.
De pronto, la cara del director resplandeció iluminada por la satisfacción: los violines
habían ejecutado más que brillantemente uno de los fragmentos más difíciles. ¡Cómo se
alegra en tales casos el corazón de un director! También el alma de mi azafranada heroína
se llenó de contento como si ella tocase alguno de los primeros violines o tuviese corazón
de director de orquesta. Pero su corazón no era de director, aunque perteneciese al director.
La «diablilla pelirroja», viendo aquellas facciones sonrientes, sonrió a su vez.
En mala hora lo hizo. Sucedió algo sobrenatural. Sobrenatural y estúpido. El agujero
desapareció súbitamente. ¿Dónde se había metido? Arriba se oyó un rumor parecido al del
viento. Algo se elevó rozándole la cara. ¿Qué había pasado? La moza se puso a buscar el
orificio para ver el rostro amado, pero lo que se ofreció a sus ojos fue un mar de luz, ancho
y profundo, en el que se distinguía una infinidad de reflejos y de cabezas. Y, entre otras
muchas, vio la del director. La cabeza del director se le quedó mirando, petrificada de
estupefacción. El asombro dio luego paso al horror y a una desesperación indescriptible.
Sin darse cuenta de sus actos, la pelirroja avanzó hacia el proscenio. En el segundo piso
resonaron risas, y a poco tardar el teatro entero rompió en carcajadas y silbidos
interminables. ¡Qué demonio! ¡En Los hugonotes iba a cantar una señora con guantes,
sombrero y vestido de última novedad!
—¡Ja, ja, ja!
En la primera fila se removieron las calvas sonrientes. Levantose un ruido estrepitoso.
El rostro del amado se tornó viejo y rugoso como el de Espo; exhalaba odio y maldiciones.
El director dio una patada en el suelo y arrojó la batuta, que no hubiera cambiado por un
bastón de mariscal. La orquesta emitió durante segundos unos sonidos incoherentes para
terminar callando. La pelirroja retrocedió y, tambaleándose, miró a su alrededor: a los
lados estaban los bastidores, y desde los bastidores la fulminaban muchos ojos llenos de
odio sobre caras pálidas y trastornadas. Aquellas caras de fiera rugían por lo bajo.
—¡Nos lleva usted a la ruina! —vociferó el empresario.
El telón descendió lentamente, indeciso, como si no le llevasen al sitio debido. Nuestra
heroína se tambaleó y tuvo que apoyarse en los bastidores.
—¡Va usted a arruinarme, imbécil, pervertida! ¡¡Mal no te lleve el diablo, bicho
asqueroso!!
Esto decía la misma voz que una hora antes, cuando ella estaba componiéndose para ir
al teatro, y le susurraba dulcemente: «¿Cómo sería posible no amarte, palomita mía? ¡Tú
eres el genio del bien! ¡Un beso tuyo vale el paraíso de Mahoma!». ¿Y ahora? Ahora
estaba perdida. ¡Perdida sin remisión!
Cuando se restableció el orden en el teatro y el enfurecido director requirió por
segunda vez la batuta para reiniciar la obertura, ella estaba ya en su casa. Desnudose
rápidamente y se metió en la cama. Morir acostada le parecía menos horrible que morir de
pie o sentada. Aquello tenía su importancia, segura como estaba de que el remordimiento
y la pena la matarían. Hundida la cabeza en la almohada, temblorosa, procurando no
pensar y muerta de vergüenza, se revolvía bajo la manta. La manta olía a los cigarros que
fumaba él… ¿Qué diría él cuando llegara?
Llegó después de las dos. Llegó borracho. Había bebido para ahogar su amargura y su
cólera. Se le doblaban las piernas; las manos y los labios le temblaban como las hojas de
un árbol al contacto del viento. Sin quitarse el abrigo ni el gorro, se aproximó a la cama y
permaneció un instante en silencio. Ella contuvo la respiración.
—¡Podemos dormir tranquilos después del bochorno sufrido ante todo el mundo! —
profirió él—, ¡Los artistas auténticos sabemos ponernos a bien con nuestra conciencia!
¡Una artista genuina! ¡Ja, ja, ja! ¡Bruja!
Quitándole la manta de un tirón, la arrojó a la chimenea.
—¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¡Me has puesto en ridículo, el diablo que te
lleve! ¿O no te das cuenta? ¡Levántate!
Le tiró de un brazo. Ella se sentó al borde de la cama y ocultó el rostro entre los
revueltos cabellos. Sus hombros temblaban:
—¡Perdóname!
—¡Ja, Ja, ja! ¡Cabeza de azafrán!
Dándole otro tirón de la camisa, puso al descubierto el hermoso hombro, de blancura
nívea. Pero no estaba para tales observaciones.
—¡Fuera de aquí! ¡Vístete, y a la calle! ¡Has envenenado mi vida, trasto inútil!
Ella se dirigió a una silla sobre la que yacía, revuelta, su ropa y comenzó a vestirse.
¡Le había amargado la vida! ¡Era un crimen abominable amargar la vida a un hombre tan
grande! Se marcharía para no continuar cometiendo tal delito. Eran muchos, de por sí los
que le hacían la vida imposible a él.
—¡Fuera! ¡Enseguida!
El director, rechinando los dientes, le tiró la blusa a la cara. Ella se la puso y quedó,
irresoluto, junto a la puerta. Él se mantuvo callado un momento. Pero su silencio no duró
mucho: con ebrio ademán, le señaló la salida. Ella pasó al recibidor, y él le abrió la puerta
de la calle.
—¡Fuera, asquerosa!
Y agarrándola por la espalda, le dio un empellón.
—Adiós —musitó ella con voz de arrepentimiento, desapareció en la oscuridad.
En la calle, entenebrecida por la neblina, hacía frío. Una menuda llovizna caía del
cielo.
—¡Vete al diablo! —le gritó el director y, sin prestar atención al chapoteo de los pies
de ella sobre el barro, cerró la puerta. Después de echar a la calle a su amiga, se acostó en
el lecho, caliente aún, y no tardó en roncar.
«¡Llevó su merecido!», se dijo por la mañana al despertarse. Pero se mentía a sí
mismo. El remordimiento arañaba en su alma de músico, y la añoranza de la pelirroja le
oprimía el corazón. Pasó una semana como borracho, esperándola y atormentado por la
incertidumbre. Pensaba que regresaría. Estaba seguro de ello… Vana seguridad. Entre las
intenciones de la cantante no figuraba la de amargarle la vida a un hombre a quien quería
más que a su propia vida. Había sido despedida del teatro por «inmoralidad». No se le
perdonó el escándalo a que había dado lugar. Y no se le notificó el despido porque nadie
conocía su paradero. Nadie sabía nada, aunque todos se figuraban muchas cosas…
«O se heló o se tiró al río», pensaba el director.
Al cabo de medio año, todo el mundo se había olvidado de ella. También se olvidó el
antiguo amante. Los artistas apuestos tienen sobre su conciencia muchas mujeres, y para
acordarse de todas se necesita una memoria privilegiada.
Si creemos a los piadosos y virtuosos, todo delito se paga. ¿Pagó el suyo el director?
Sí, lo pagó.
Cinco años más tarde pasó por la ciudad de J***. Deseoso de ver la ópera local, que
gozaba de gran fama, decidió quedarse allí un par de días. Se hospedó en el mejor hotel, y
a la mañana siguiente a su llegada, recibió una carta que demostraba a las claras la extensa
popularidad de mi melenudo protagonista. Se le pedía en ella que dirigiera la
representación de Fausto. El director N*** había enfermado repentinamente, y la batuta
estaba vacante. ¿No accedería él a sustituirle, admirando con su arte a la afición musical
de la ciudad? Y nuestro hombre aceptó.
Empujó la batuta, y los músicos «ajenos» tuvieron ocasión de verle la cara exhalando
truenos y relámpagos. Los relámpagos, como era de esperar, abundaron: no habían tenido
ensayo, y el director hubo de mostrar su arte sobre la marcha en la propia función.
El primer acto transcurrió normalmente. Y lo mismo el segundo. Mas en el tercero…
Un director no debe embebecerse contemplando el escenario o mirando a cualquier
otro sitio. Su atención ha de estar concentrada en la partitura. En el tercer acto, cuando
Margarita, con excelente voz de soprano, cantó su aria junto a la rueca, el director sonrió
complacido: la artista había rayado a gran altura. Pero cuando la misma artista se retrasó
un octavo de tiempo, la cara del director despidió mil centellas y miró con odio a la
escena. ¡Jaque y mate a las centellas! Su boca se abrió de asombro, y sus ojos se
desorbitaron, poniéndose grandes como los de un ternero: la actriz sentada al lado de una
rueca no era ni más ni menos que la pelirroja a quien él echó al arroyo, levantándola del
cálido lecho y dándole un empujón en las espaldas para que desapareciera entre la fría
niebla. Era ella, la pelirroja; pero muy distinta de la que él arrojara de casa. Su semblante
no había cambiado gran cosa; pero su voz y su cuerpo se habían transformado totalmente:
eran mucho más finos, más elegantes, más audaces en sus movimientos y modulaciones.
Embobado y boquiabierto, el director palideció. La batuta tuvo un estremecimiento
nervioso, osciló en un mismo sitio y quedó suspendida e inmóvil en el aire.
—¡Es ella! —exclamó el director en voz alta, y se echó a reír.
Un sentimiento inmenso, mezcla de admiración y de alegría, le inundó el alma. ¡Su
pelirroja, a la que repudió y echó a la calle, lejos de perderse, se había convertido en una
figura! ¿Cabía algo más grato para su corazón de músico? Había aparecido un nuevo
astro; y el arte, en su persona, resplandecía de júbilo.
—¡Es ella! ¡Ella!
La batuta continuaba inmóvil. Y cuando él quiso moverla para restablecer la situación,
se le cayó de la mano y resonó al chocar contra el suelo. El primer violín le miró
sorprendido, y se agachó para recoger la batuta. Un violonchelista, creyendo en una súbita
indisposición del director, calló un instante, y cuando quiso proseguir lo hizo perdiendo el
compás… Los sonidos hendieron el aire cada uno por su lado, y buscando salida de aquel
caos, se confundieron en horrísono estruendo.
Ella, la pelirroja Margarita, se alzó enfurecida y clavó una mirada colérica en aquellos
borrachos que… Pero de pronto livideció y sus ojos quedaron fijos en el director.
Mientras tanto, el público, que había pagado su dinero sin que le importasen un bledo
los asuntos de los demás, comenzó a silbar y a patear.
Para acabarla de enmendar, Margarita exhaló un alarido que llenó toda la sala y,
levantando los brazos, arqueó el cuerpo hacia el proscenio. Acababa de reconocer al
director y no veía otra cosa que los rayos y las centellas que proyectaba su cara.
—¡Oh, víbora maldita! —gritó él, asestando un puñetazo a la partitura.
¿Qué hubiera dicho Gounod al ver maltratar de tal modo su obra? Le hubiera matado.
Y con razón.
Era la primera vez que el director se equivocaba. Y nunca se perdonó su equivocación.
Huyó del teatro con el labio inferior ensangrentado a mordiscos. Llegó al hotel, se
encerró en su habitación y estuvo sin salir tres días con sus noches, dedicado tal vez a la
autocontemplación y a la autoflagelación.
Cuentan los músicos que en esos tres días encaneció y se arrancó la mitad de la
melena.
—¡La insulté, la ofendí! —suele llorar ahora, cuando se emborracha—. ¡La hice
fracasar! ¡No soy un director!
¿Por qué no se le ocurriría decir nada semejante cuando la echó de casa?
EL FIN DE UN IDILIO
(Идиллия — увы и ах!)
—¡Mi tío es magnífico! —me dijo más de una vez el pobre sobrino y único heredero
del capitán Nasechkin—. Le quiero con toda mi alma. Venga conmigo a verle alguna vez.
¡Cómo se alegrará!
Y las lágrimas asomaban a los ojos de Grisha, el sobrino, siempre que hablaba de su
tío. Consignaremos, en su honor, que no se avergonzaba de estas lágrimas generosas; y
lloraba públicamente. Atendiendo a sus requerimientos, fui a ver al capitán hace una
semana. Al entrar en el recibidor y asomarme a la sala observé un cuadro conmovedor:
sentado en un amplio butacón, en medio del aposento, el señor Nasechkin, viejo y flaco,
estaba tomando té; y ante él, con una rodilla en el suelo, Grisha movía, servicial, el té con
una cucharilla.
Uno de los mórbidos brazos de la novia de Grisha rodeaba el curtido cuello del
anciano. El pobre sobrino y su novia se disputaban el honor de besar antes al tío; y,
naturalmente, no escatimaban los besos para él.
—¡Y ahora besaos vosotros, queridos herederos! —balbucía Nasechkin, henchido de
felicidad…
Entre aquellos tres seres existía un vínculo envidiable. Yo, tan duro y áspero, me
ahogaba de alegría y de envidia al verlos.
—Sí, sí —decía Nasechkin—. Puedo asegurar que he vivido lo mío. Ojalá todos
pudieran decir lo mismo. ¡La de esturiones que me habré comido! ¡Una barbaridad! Por
ejemplo, el que nos zampamos en Skopin. ¡Huum! ¡Hasta ahora se me hace la boca agua!
—¡Cuéntelo, cuéntelo! —le rogó la novia.
—Pues veréis. Llego a Skopin con unos cuantos miles, queridos míos, y me voy
directamente… ¡ejem!…, a casa de Ríkov, del señor Ríkov. ¡Qué hombre! ¡Un caballero
con todas las de la ley! ¡Un gentleman! Me recibió como a un hermano… A decir verdad,
¿qué necesidad tenía de ello? Pues como a un hermano me recibió. De veras. Me invitó a
café. Después del café me dio de merendar. En la mesa… había de todo. Hasta para
llevarse. Un esturión que ocupaba de un extremo al otro, langostas, caviar… Un
restaurante completo.
Penetré en la sala e interrumpí a Nasechkin. Era, precisamente, el día en que llegó a
Moscú la primera noticia de la quiebra del banco de Skopin.
—Yo disfruto con estos niños —me dijo el capitán, después de los saludos; y
dirigiéndose a los «niños», continuó en tono fatuo—: Estaba allí lo mejor de la
sociedad…, las autoridades, el clero, abades, presbíteros… Después de cada copa íbamos
a que nos echaran la bendición… Yo llevaba el pecho cargado de condecoraciones. Como
para dejar chico a un general… Nos comimos el esturión. Trajeron otro. También dimos
cuenta de él… Luego sirvieron sopa de pescado, faisanes…
—Esos esturiones me hubieran producido a mí ardores de estómago hasta hoy; usted,
en cambio, presume de aquella comilona —intervine yo—. ¿Ha perdido usted mucho con
ese señor Ríkov?
—¿Perder? ¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? Porque el banco ha quebrado.
—Tonterías. Eso es un cuento muy viejo. Siempre nos han venido asustando con
patrañas semejantes.
—¿De modo que no lo sabe? Serapión Yegórich, padrecito mío; lea… eso… Lea…
Metiéndome la mano en el bolsillo, saqué un periódico. Nasechkin se caló las gafas y,
con una sonrisa incrédula, se puso a leer. Cuanto más avanzaba en la lectura, tanto más
palidecía y tanto más lúgubre era su expresión.
—¡Ha que…, ha quebrado! —gritó, temblando con todo su cuerpo— ¡Infeliz de mí!
Grisha enrojeció al principio. Leyó luego el periódico; y livideció… Su mano trémula
se alargó para coger el gorro. La novia se tambaleó.
—¿Ahora se enteran ustedes, caballeros? Pero si lo comenta ya todo Moscú. Señores,
cálmense…
Una hora más tarde, era yo el único que quedaba al lado del capitán, tratando de
consolarle.
—No tiene importancia, Serapión Yegórich. Ha perdido el dinero, pero le quedan los
sobrinos.
—Cierto, cierto… El dinero es vanidad… Los chicos, en cambio… Lleva usted razón.
Pero ¡ay!, al cabo de una semana me encontré con Grisha.
—Vaya a ver a su tío —le abordé—, ¿Por qué no le visita? Ha abandonado totalmente
al pobre anciano.
—¡Que se vaya a la porra! ¿Para qué necesito a ese vejestorio? ¡Valiente idiota! ¿No
pudo encontrar otro banco?
—De todas maneras, vaya a verle. Al fin y al cabo, es su tío…
—¿Mi tío? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué gana de bromas tiene usted! ¿De dónde ha sacado ese
parentesco? Es primo tercero de mi madrastra. Nada entre dos platos. Herrero tercero de
nuestro cerrajero…
—Pues hombre, por lo menos mande a su novia a verle…
—Sí, claro… ¡El diablo le empujó a usted a enseñar el periódico antes que nos
casáramos! No pudo esperar con sus noticias. Ahora mi novia no quiere ni mirarme. Como
también esperaba hincarle el diente a la hogaza del tío… La muy imbécil está enfadada
conmigo.
Así fue como, sin la menor intención, destruí el idílico trío, aquel trío tan envidiable.
EL BARÓN
(Барон)
Es un vejete pequeño y flaco, de unos sesenta años. Su cuello forma con la columna
vertebral un ángulo obtuso que pronto será recto. Tiene un gran cabezón anguloso, ojos
agrios, nariz de piña y papada lilácea. Por toda su cara se extiende un leve tinte azulino
debido, quizá, a que los frascos del alcohol se guardan en un armario sin llave. Dicho sea
de paso, además del alcohol de la empresa, el barón toma a veces champaña: lo suele
encontrar en el fondo de las botellas y de los envases que los artistas dejan en los
camerinos. Los carrillos y las bolsas de debajo de los ojos le tiemblan como trapos
colgados al sol. Se le aprecia en la calva un ramalazo verdoso, reflejo del verde forro del
gorro de orejeras que el barón lleva en la cabeza o cuelga en el estropeado mechero del
gas, tras el tercer bastidor. Su voz tiene el sonido de una cacerola cascada. ¿Y su
indumentaria? Si se ríe usted de su traje es señal de que no admite autoridad alguna, cosa
que no le hace mucho honor. Su chaqueta marrón sin botones, con los codos relucientes y
el forro convertido en flecos, es admirable. Se balancea sobre los escuálidos hombros del
barón como en una percha quebrada, pero… ¿qué importa? Esa misma chaqueta cubrió en
tiempos la genial figura del más famoso de los cómicos. El chaleco de terciopelo con
flores azules tiene veinte orificios y un sinfín de manchas, mas no es posible tirarlo: fue
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encontrado en la habitación donde se alojó el eximio Salvini . ¿Quién puede asegurar
que no lo usó el propio trágico? Fue hallado al día siguiente de marcharse el artista
gigante; por consiguiente, se podría hasta jurar que es auténtico. El lazo que ciñe y da
calor al cuello del barón no es menos venerable y digno de alabanza aunque, por razones
de higiene y de estética, valdría la pena cambiarlo por otro más sólido y menos pringoso.
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¡Pero está cortado de los restos de la gloriosa capa en que iba envuelto Ernesto Rossi
cuando hablaba con las brujas durante la representación de Macbeth!
—Mi lazo huele a sangre del rey Duncan —solía decir el barón, mientras trataba de
despiojarlo.
Ríanse cuanto quieran del pantalón a rayas que luce el barón: no perteneció nunca a
ningún personaje, aunque los actores bromean diciendo que ha sido hecho de una vela del
barco que llevó a América a Sara Bernhardt, cuando la verdad es que se lo compró al
acomodador número dieciséis.
En invierno y en verano el barón usa grandes chanclos de goma para no gastar las
botas y para que sus piernas reumáticas no estén tan expuestas al viento que, en corriente,
pasa por el suelo de la concha del apuntador.
Se le puede ver en tres sitios: en la caja, en la concha del apuntador y en el camerino
de actores. Fuera de estos tres lugares no existe ni es posible imaginárselo. En la caja pasa
la noche, y de día apunta los nombres de las personas que adquieren los palcos o juega a
las damas con el cajero. Éste, un viejo escrofuloso, es el único ser viviente que oye al
barón y que contesta a sus preguntas. Metido en la concha, el barón cumple su sagrada
función de apuntador y se gana el pedazo de pan de cada día. La concha está pintada de
blanco por fuera; por dentro, en cambio, está llena de telarañas, de grietas y de astillas, y
huele a humedad, a pescado ahumado y a alcohol. Durante los entreactos, el barón acude
al camerino de los actores. Los que no le conocen, al entrar por primera vez, se echan a
reír y le aplauden, tomándole por artista:
—¡Bravo, estupendo! —exclaman—, ¡Qué disfraz más fenomenal! ¡Hay que ver la
cara que se ha puesto usted! ¿Dónde ha encontrado un traje tan original?
¡Pobre barón! La gente no admite que él pueda tener fisonomía propia.
En el camerino se deleita contemplando a las grandes estrellas; y si no se trata de
astros de primera magnitud, se atreve, incluso, a intervenir en las conversaciones ajenas
con numerosos comentarios. Nadie hace caso a sus observaciones porque todos están ya
hartos de oírlas y porque huelen a rutina, de modo que entran por un oído y salen por el
otro. Es general la falta de contemplaciones con el barón. Si nuestro hombre molesta con
sus zascandileos, le gritan: «¡Váyase!», y asunto concluido. Si apunta demasiado bajo o
demasiado alto, le echan una reprimenda y le amenazan con una multa o con el despido.
Es el blanco de la mayoría de las burlas y de los chistes de entre bastidores. Cada cual
puede ensayar en él su ironía, con la seguridad de no encontrar respuesta.
Hace ya veinte años que le llaman El Barón, y a lo largo de estos cuatro lustros no ha
protestado una sola vez contra el apodo.
Se le puede obligar a copiar a mano un papel entero sin pagarle un céntimo. ¡Todo lo
aguanta! Cuando le pisan un pie, sonríe azorado y… pide perdón. Estoy seguro de que si
alguien le da públicamente dos bofetadas en los rugosos carrillos no se le ocurrirá ir a
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quejarse a la policía. Arránquenle, como hace poco hizo el jeune premier , un pedazo
del forro de su admirable y amada chaqueta: se limitará a pestañear y enrojecer: ¡tanta es
la fuerza de su miseria y de su resignación! Nadie le respeta. Mientras viva le aguantarán,
y cuando se muera, se olvidarán de él a la media hora. ¡Pobre criatura!
Pero hubo, sin embargo, una época en que estuvo a punto de hacerse amigo y cofrade
de personas a quienes veneraba y quería más que a su propia vida. (¡Cómo no amar a
hombres que a veces encamaban a Hamlet o a Franz Moore!). Le faltó poco para ser
artista, y lo hubiera sido de no haber mediado una circunstancia pequeña, pero funesta.
Talento le sobraba; deseo, también; en un principio tuvo hasta protectores, pero lo que no
tuvo fue audacia. Temía que ellas, las cabezas de que estaban sembrados los cinco pisos
del teatro, de abajo arriba, soltasen la carcajada y armasen un tumulto si él tenía el
atrevimiento de salir a escena. De ahí que palideciese, enrojeciese y se quedase mudo de
horror cada vez que le proponían debutar.
—Esperemos un poco —respondía.
Y estuvo esperando hasta que se hizo viejo, se arruinó y tuvo que ir a parar, y eso por
influencias, a la caseta del apuntador.
Esto no le descorazonó: ahora no pueden echarle del teatro por carecer de billete, pues
es empleado; ocupa un lugar delante de la primera fila, ve el espectáculo mejor que nadie
y no paga por ello ni un kopek. Es feliz y está contento.
Atiende a sus obligaciones maravillosamente. Antes de cada función lee la obra unas
cuantas veces a fin de no equivocarse, y cuando suena el primer timbrazo ya se encuentra
en su puesto hojeando el cuaderno. Imposible hallar persona más cumplidora en todo el
teatro.
Sin embargo, hay que despedirle.
En un teatro no pueden permitirse desórdenes; y el barón, escandaloso por naturaleza,
provoca, a veces, líos horribles.
Cuando los actores interpretan su papel con mayor inspiración, él aparta la vista del
cuaderno e interrumpe su murmullo de apuntador. A menudo deja de leer y grita: «¡Muy
bien, magnífico!», osando, incluso, aplaudir cuando no aplaude el público. Una vez tuvo
el valor de sisear, lo cual estuvo a punto de contarle el puesto.
Fíjense ustedes en él cuando, sentado en su pestilente garita, apunta en voz baja;
enrojece, palidece, acciona con las manos, habla más fuerte de lo necesario, jadea… En
ocasiones se le oye hasta en los pasillos, donde los acomodadores, junto a los
guardarropas, bostezan aburridos. El barón llega al extremo de permitirse jurar desde su
concha y dar consejos a los actores.
—¡Arriba la mano derecha! —ruge, a veces, enojado—. ¡Está usted pronunciando
palabras llenas de calor, pero tiene la cara como un témpano de hielo! Este papel no se ha
hecho para usted… Es usted un mocoso para encarnar semejante personaje… ¡Si hubiera
visto cómo lo representaba Ernesto Rossi! ¿A qué viene ese énfasis? ¡Ay Dios mío! ¡Este
hombre lo echa todo a perder con esos ademanes tan rebuscados!
Y en lugar de apuntar lo que pone en el cuaderno, dice a los actores cosas como esas u
otras por el estilo. Es insensato mantener en su puesto a este chusco. De haberle despedido
a tiempo, el público no hubiera sido testigo del escándalo ocurrido hace unos días.
Consistió en lo siguiente:
Estaba representándose Hamlet con el teatro abarrotado, pues en nuestros días se oye a
Shakespeare con el mismo agrado que hace cien años.
Cuando ponen en escena alguna obra shakespeariana, el barón llega a un paroxismo
nervioso: bebe mucho, habla mucho y se frota sin cesar las sienes con los puños. Entre
sien y sien se desarrolla un violento y fatigoso proceso. Su cerebro senil es agitado por una
envidia rabiosa, por la desesperación, por el odio y por las ilusiones… El papel de Hamlet
debiera interpretarlo él, aunque la figura del príncipe de Dinamarca no se avenga con la
joroba ni con el alcohol que se olvidan de guardar bajo llave. ¡Él debiera interpretarlo, y
no aquellos pigmeos, que hoy hacen de lacayos, mañana de alcahuetes, y pasado mañana
de Hamlets! Cuarenta años lleva él estudiando aquella figura, sueño dorado de tantos
actores sublimes, que ha coronado de laurel no sólo a Shakespeare. ¡Cuarenta años de
estudio, de angustia, de ardientes ilusiones! Se acerca la muerte, que llegará pronto, y se le
llevará para siempre del teatro… Ansía, aunque sólo sea una vez en la vida, pasar por el
escenario con la guerrera del príncipe, a la orilla del mar, junto a las rocas, donde la
soledad del paraje
pudiera, de por sí, desesperar
mirando el gran abismo
y oyendo de las olas el bramar.
Si hasta los sueños deleitan, ¡cuál no sería el regocijo del calvo barón si el sueño suyo
se trocase en realidad!
Aquella noche eran tan intensas su rabia y su envidia, que se hubiera tragado al mundo
entero. ¡Le habían confiado el papel de Hamlet a un chiquillo de voz atiplada que, para
colmo, era pelirrojo! ¿Dónde se había visto un Hamlet azafranado?
El barón, sentado dentro de su concha, creía estar encima de una hoguera. Mientras
Hamlet no salía a escena, él mantenía una tranquilidad relativa, pero apenas aparecía el
tenorino rojizo, nuestro buen hombre se retorcía, inquieto, en su asiento, y hasta
gimoteaba. Más que apuntar parecía gemir. Las manos le temblaban, confundía las
páginas, colocaba las velas más cerca o más lejos… Clavada la vista en el rostro de
Hamlet, dejaba de leer… ¡De buena gana hubiera arrancado uno a uno todos los pelos de
aquella cabeza rojiza! ¡Mejor estaría Hamlet calvo que pelirrojo! Ya que sacaban una
caricatura, la caricatura debía ser completa, ¡qué diablo!
Durante el segundo acto, en vez de apuntar, se dedicó a reírse descaradamente, ¡a jurar
y a sisear! Por fortuna, los actores se sabían de memoria los papeles y no reparaban en su
silencio.
—¡Bonito Hamlet! —refunfuñaba el barón—. ¡Estupendo! ¡Ja, ja, ja! Estos señoritos
debieran saber estar en sus puestos. Lo suyo es hacer la corte a las modistillas y no
meterse a actores. Si Hamlet hubiera tenido una cara tan estúpida, de fijo que Shakespeare
no hubiera escrito su tragedia…
Harto de murmurar, comenzó a aleccionar al azafranado artista. Con las manos y con
el gesto, hablando y dando puñetazos en el cuaderno, exigía que el mozo siguiera sus
consejos: tenía necesidad de salvar a Shakespeare de la profanación, y para ello estaba
dispuesto a todo, incluso a dar cien mil escándalos.
En su conversación, el pelirrojo Hamlet era horrible. Hacía las mismas cursiladas que
aquel mozo robusto y melenudo de quien el propio Hamlet dijo: «A un actor como ése le
azotaría». Y cuando comenzó a declamar, el barón no pudo resistirlo: jadeante, dando
golpes con la calva en el techo de la concha, colocose la mano izquierda en el pecho y se
puso a accionar con la derecha. Su voz, senil y cascada, interrumpió al rojizo Hamlet y le
obligó a volver la cara hacia el sitio del apuntador:
Encendido de cólera,
la sangre sobre el cuerpo coagulada,
busca Pirro, con sus ojos de fuego,
al viejo Príamo.
Asomándose a medias desde su escondrijo, el barón hizo una seña con la cabeza al
primer actor y añadió, no en tono declamatorio, sino con voz como, despectiva y acento
sofocado:
—¡Sigue!
El primer actor continuó, pero no inmediatamente: vaciló unos instantes, y en el teatro
reinó todo ese tiempo un silencio profundo.
Fue el propio barón quien deshizo el silencio cuando, al tratar de sentarse nuevamente,
chocó con la cabeza en el borde de la concha. Sonaron risas.
—¡Bien por el tamborilero! —gritaron varias voces desde el gallinero.
Creían que no había sido el apuntador quien interrumpió a Hamlet, sino el viejo
tamborilero de la orquesta, que dormitaba en su asiento.
El tamborilero, de broma, hizo una reverencia a los que le aplaudían, y la hilaridad en
la sala se generalizó. Al público le agradan estos incidentes teatrales; y si en lugar de obras
dramáticas le presentasen sólo líos de esta clase, pagaría el doble.
Por su parte, el primer actor continuó representando su papel, y el silencio se
restableció poco a poco.
¡Pobre y extravagante barón! Al oír las carcajadas, sintió tal vergüenza, que se puso
como la grana y se llevó las manos a la cabeza con ánimo de tirarse de los pelos,
olvidando, tal vez, que ya no le adornaba la exuberante cabellera que en tiempos remotos
enamoró a tantas mujeres hermosas.
Ahora no sólo se convertiría en el hazmerreír de la ciudad entera y en el blanco de
todas las revistas humorísticas, sino que, por añadidura, le despedirían del teatro. Rojo de
vergüenza, se maldecía a sí mismo; sin embargo, todo él temblaba de júbilo: ¡acababa de
declamar en la representación de Hamlet!
«¡Ten cuidado, que eso no se ha hecho para ti, viejo cerrojo oxidado! —se dijo a sí
mismo—. Dedícate a tu tarea de apuntador si es que no quieres que te den en la cresta
como al último de los lacayos… Sin embargo, esto es verdaderamente irritante. El
mozalbete pelirrojo parece que no quiere representar el papel como es debido… ¿Acaso es
así ese pasaje?».
Y, volviendo a clavar la vista en el actor, el barón tomó a murmurar un consejo tras
otro, llegando a exaltarse de tal manera, que de nuevo se desmandó y de nuevo hizo reír al
público. El infeliz era demasiado nervioso. Cuando Hamlet, recitando el último monólogo
del segundo acto, hizo una pequeña pausa para mover la cabeza silenciosamente, de la
concha volvió a salir una voz llena de bilis, de desprecio y de odio, pero ¡ay!, impotente
ya y cascada por el tiempo:
¡Asesino lascivo! ¡Impostor!
¡Insensible, vendido, monstruo vil!
Tras una pausa de segundos, el barón respiró profundamente y agregó, aunque en voz
baja:
¡Idiota, idiota! ¡Prueba mi valor!
Esta voz hubiera sido la del verdadero Hamlet, no la del Hamlet pelirrojo, si no
existiera la vejez en la tierra. Son muchas las cosas que la vejez malogra y estropea en este
mundo.
¡Pobre barón! Aunque, por otra parte, no es el primero ni será el último.
Ahora le despedirán del teatro. Convendrán ustedes que es necesario.
EL BUEN CONOCIDO
(Добрый знакомый)
Por el hielo espejeante patinan las botas de montar masculinas y las botas de ribetes
femeninas. Los pies que patinan son tantos que, si estuvieran en China, no alcanzarían
para éstos los palos de bambú. El sol brilla con una viveza peculiar, el aire tiene una
nitidez peculiar, las mejillas arden con más viveza que la habitual, los ojos prometen más
de lo debido… ¡Vive y disfruta el hombre, en una palabra! Pero…
—¡Caramillo! —dice el destino en la persona de mi… buen conocido.
Yo, lejos del patinaje, estoy sentado en un banco, bajo un árbol pelado, y converso con
«ella». Estoy dispuesto a comérmela con el sombrero, la pelliza y las piernas, en las que
brillan los patines, ¡es tan bonita! ¡Sufro y, al mismo tiempo, disfruto! ¡Oh, amor! Pero…
caramillo…
Ante nosotros pasa nuestro «abre y cierra» del departamento, nuestro Argos y
Mercurio, nuestro pastelero y recadero, Spiévsip Makárov. En sus manos los chanclos de
alguien, masculinos y femeninos, deben ser de sus eminencias. Spiévsip me hace el saludo
militar y, mirándome con ternura y amor, se detiene junto al mismo banco.
—Hace frío, su excelen… ex… ¡Para un tecito, pues! Je, je, je…
Yo le doy una moneda de dos grívens. Esa amabilidad lo conmueve hasta lo imposible.
Él parpadea fuertemente, mira alrededor y dice en susurro:
—¡Mucha lástima me da con usted, es ofensivo, su excelencia! ¡Un horror de lástima!
Como si usted fuera mi hijo… ¡Un hombre es usted, de oro! ¡Un alma! ¡La bondad! ¡El
humilde nuestro! Cuando hace poco él, o sea, su eminencia, se abalanzó sobre usted, ¡me
agarró la angustia! ¡Por Dios! Pienso, ¿por qué él, a él? Tú eres un vago, y un mocoso, y te
voy a echar, esto, lo otro… ¿Por qué? Cuando usted salió, así no tenía su cara. Por Dios…
Y yo miro, y me da lástima… ¡Oh, yo siempre siento cordialidad por los funcionarios!
Y, dirigiéndose a mi vecina, Spiévsip agrega:
—Y son muy malos aquí, en cuanto a los papeles pues. No es asunto de ellos, los
papeles mentales… Si fueran por la línea comercial o… por la religiosa… ¡Por Dios! Ni
un papel les sale bien… ¡Todo en vano! Bueno, y cascan las nueces… Él mismo se lo
comió a él por completo… Mandarlo a paseo quiere… Y a mí me da lástima. Su
excelencia es buena…
¡Ella me mira a los ojos con la más ofensiva compasión!
—¡Vete! —le digo a Spiévsip, sofocado…
Siento que hasta los chanclos se me sonrojaron. ¡Me abochornó, el canalla! Y a un
costado, tras unos arbustos pelados, está sentado su pápienka, que escucha y nos mira con
curiosidad para que yo, en lo adelante, hasta el «titular», no me atreva a pensar en… Al
otro costado, tras otros arbustos, deambula su mámienka y la observa a «ella». Yo siento
esos cuatro ojos… y estoy dispuesto a morirme…
VIL VENGANZA
(Месть)
Era el día de la función a beneficio de nuestra ingénue.
A las diez de la mañana, el actor cómico se presentó ante la habitación de ella; y se
puso a golpear las dos puertas con sus grandes puños. Necesitaba verla. Y ella tuvo que
despertarse, por más que deseara seguir durmiendo.
—¡Abra, caramba! ¿Voy a tener que seguir mucho tiempo helándome, con esta
corriente? ¡Si usted supiera que en este pasillo hay veinte grados bajo cero, no me haría
esperar tanto! ¿O es que no tiene corazón?
A las diez y cuarto, el cómico oyó un profundo suspiro. Siguió luego un salto de la
cama al suelo; y, tras el salto, un ruido de babuchas.
—¿Quién es? ¿Qué desea?
—Soy yo…
El cómico no tenía necesidad de decir su nombre. Era fácil identificarle por la voz,
silbante y siseante, como la de un enfermo de difteria:
—Espere, que voy a vestirme.
A los tres minutos, la ingénue le abrió. El cómico entró, besó la mano de la actriz y se
sentó en la cama.
—Vengo a verla para tratar de un asunto —comenzó diciendo, mientras encendía un
cigarro puro—. Sólo voy a casas ajenas para cosas serias; el hacer visitas de cumplido es
de gente ociosa. Pero, al grano. En la función de hoy represento el papel de conde… Doy
por seguro que usted lo sabe…
—Sí.
—El papel de viejo conde. En el segundo acto aparezco con una bata de casa. Supongo
que también lo sabrá. ¿Lo sabe?
—Sí.
—Magnífico. Si no salgo con bata, faltaré a la verdad. En la escena, como en cualquier
otra parte, lo esencial es la verdad. Pero, por otra parte, mademoiselle, ¿para qué digo si
soy un hombre, y el hombre ha sido creado para buscar la verdad?…
—Cierto, cierto.
—Después de lo dicho, comprenderá que necesito la bata. Pero resulta que no
dispongo de una bata digna de un conde. Si me presento al público con la que tengo, de
percal, usted perderá mucho, ya que sobre la función de su beneficio habrá caído una
mancha.
—¿Puedo servirle en algo?
—Desde luego. Después de marcharse su hombre, le ha quedado aquí una hermosa
bata azul, con cuello de terciopelo y borlas rojas. Una prenda magnífica, maravillosa.
Nuestra ingénue se puso de mil colores. Sus ojos enrojecieron, parpadearon y
refulgieron, como abalorios al sol.
—Podría usted prestarme la bata para la función de hoy.
La ingénue dio unos pasos por la habitación. El cabello, enmarañado, le caía en
desorden por la cara y los hombros… Sus dedos y sus labios temblaban.
—No, imposible —contestó.
—Pues me parece extraño… ¡Jem! ¿Quiere explicarme por qué?
—¿Por qué? ¡Oh Dios mío, si está a la vista! ¿Puedo yo hacer eso? ¡No, no, jamás! Él
se portó conmigo muy mal, sin ningún derecho. Así es. Se portó como el peor de los
canallas. Lo reconozco. Me abandonó porque gano poco y no sé desplumar a los hombres.
Quería que yo les sacara el dinero a los señores y le llevara a él esta ganancia infame. ¡Eso
es lo que quería! ¡Una bajeza repugnante! Solamente un truhán desalmado se atreve a tales
cosas.
La ingénue se dejó caer en un sillón, sobre el que yacía una camisa recién planchada; y
se tapó la cara con las manos. A través de sus diminutos dedos, el cómico vio unos puntos
brillantes: la ventana se reflejaba en las lágrimas.
—¡Me ha robado sin piedad! —prosiguió ellas entre sollozos— Y todavía, que me
hubiera robado…; pero ¿por qué me abandonó? ¿Por qué? ¿Qué mal le he hecho? ¿Qué
mal le he hecho?
El cómico se levantó y se acercó a la ingénue:
—Dejémonos de llantos. Las lágrimas son signo de cobardía. Además, tenemos el
consuelo al alcance de la mano. Consuélese. El arte es el más eficaz de los consuelos.
Pero el más eficaz de los consuelos no surtió efecto alguno.
Tras los sollozos sobrevino un ataque de histerismo.
—Esperaré a que pase —dijo el cómico.
Mientras ella se reportaba, él dio unos cuantos paseos por la habitación, bostezó varias
veces; y se tendió en la cama, que, aunque de mujer, no era tan blanda como los lechos en
que duermen las ingénues de los buenos teatros. Un muelle lastimó un costado del cómico,
y las puntas de las plumas que asomaban tímidamente por la rosácea funda de la almohada
le pincharon la calva. Los bordes de la cama tenían la frialdad del hielo. Mas nada de esto
impidió al desaprensivo cómico estirarse con deleite. ¡Maldito diablo, qué bien huelen las
camas de las señoras!
Él, tendido, se estiraba desperezándose, mientras los hombros de la ingénue subían y
bajaban, su pecho emitía sollozos entrecortados y sus dedos se crispaban, rasgando sobre
su pecho la blusa de franela. El cómico acababa de recordarle la página más triste de una
historia tristísima. El ataque histérico duró cosa de diez minutos. Al recobrarse, la ingénue
se echó el pelo hacia atrás abarcó la habitación con la mirada y continuó hablando.
Cuando una dama habla, un caballero no debe permanecer tendido en la cama. La
cortesía, ante todo. El cómico carraspeó, incorporose y quedó sentado.
—Él cometió conmigo una villanía —siguió diciendo ella— Pero de ahí no se infiere
que yo deba darle a usted la bata. Pese a la vileza de sus actos, continúo amándole; y la
bata es la única prenda suya que me queda. Al verla pienso en él… y lloro.
—Nada tengo que oponer a tan loables sentimientos —aseguró el cómico—. Por el
contrario, en este siglo tan realista y tan satánicamente práctico, da gusto encontrar una
persona con un corazón y un alma como los de usted. Si me deja la bata por una noche
hará un sacrificio. No lo niego. Pero ¡piense en el placer de sacrificarse por el arte!
Y después de una breve reflexión, añadió, suspirando:
—Tanto más cuanto que mañana se la devuelvo.
—¡Por nada del mundo!
—Pero ¿por qué? Si no me la voy a comer. Se la devolveré. Tiene usted cada cosa…
—¡Que no, que no! ¡De ningún modo!
La ingénue recorrió la habitación, agitando los brazos.
—¡De ninguna manera! Quiere usted privarme de la única prenda preciada para mí.
Pero antes me moriré que dársela. Todavía quiero a ese hombre.
—Lo comprendo perfectamente. Lo único que no concibo es una cosa, señora: ¿cómo
puede usted cambiar una bata miserable por el arte? ¡Usted, una artista!
—¡Por nada del mundo! ¡No me la pida!
El cómico enrojeció y se rascó la calva. Después de una breve pausa, volvió a la carga:
—¿De modo que no me la presta?
—¡No!
—¡Jem! Bueee-no… Esto se llama compañerismo… Es una acción digna de un
colega…
Siguió otro breve silencio; y el actor continuó:
—¡Es una verdadera lástima, caramba! Es una verdadera lástima que no seamos
compañeros más que de palabra. Aunque, por otra parte, la divergencia entre las palabras
y los hechos es cosa muy característica de nuestra época. Fíjese, por ejemplo, en la
literatura. Da lástima ver lo que sucede. Y en particular a nosotros, los artistas, nos pierde
la falta de solidaridad, de auténtico compañerismo… ¡Ay, qué daño nos causa! Aunque yo
diría que no: ello no hace más que demostrar que no somos artistas. Somos lacayos, no
artistas. La escena no constituye para nosotros sino un medio de mostrar al público
nuestros brazos y nuestros hombros desnudos, de hacerle carantoñas y de especular con
los instintos del gallinero… ¿Me prestará usted la bata, no?
—Le he dicho que por nada del mundo.
—¿Es su última palabra?
—Sí.
—Estupendo…
El cómico se encasquetó el gorro, se inclinó ceremoniosamente y salió del aposento de
la ingénue.
Más colorado que un cangrejo, temblando de ira y soltando una blasfemia a cada paso,
se encaminó al teatro. Por la calle iba golpeando con el bastón el pavimento helado. ¡Con
qué deleite hubiera ensartado a sus viles colegas en aquel pedazo de palo! O acaso hubiera
sido mejor atravesar la Tierra de parte a parte con aquel artístico garrote. De haber sido
astrónomo, ya se habría encargado de demostrar que la Tierra era el peor de los planetas.
Se hallaba el teatro al extremo de la calle, a cosa de trescientos pasos de la cárcel.
Estaba pintado de color ladrillo; y la pintura lo cubría todo menos las grietas, que
constituían una prueba fehaciente de que el edificio era de madera. En tiempos había sido
un granero donde se guardaban sacos de cereales y de harina, y se le ascendió al rango de
teatro, no por sus méritos, sino por ser el cobertizo más alto de la ciudad.
El cómico llegó a la taquilla. Sentado junto a una sucia mesa de tilo, encontró al
taquillero Stamm, un alemán amigo suyo, que se hacía pasar por inglés. Era algo cegato,
sordo y estúpido; pero escuchaba atentamente a sus compañeros.
Entró el cómico en la taquilla, arrugó el ceño, se plantó ante el alemán en la actitud de
un boxeador cruzado de brazos, se mantuvo así un instante, movió la cabeza como
enfadado, y exclamó:
—¿Qué nombre se puede dar a tales gentes, míster Stamm?
Así diciendo, descargó un puñetazo sobre la mesa y se dejó caer, indignado, sobre un
banco de madera. No fue un raudal, sino todo un océano de juramentos ponzoñosos,
desesperados, locos, lo que salió de su boca, circundada por un espacio sin afeitar desde
hacía mucho tiempo. ¡Que por lo menos el taquillero se apiadase de él! ¡Aquella mozuela,
sentimental y mohína, había desatendido el ruego de una persona, sin cuya ayuda se
vendría abajo el indecente cobertizo! ¡Negarse a prestar una bata (¡no digamos ya a hacer
un favor!) a quien diez años antes había sido el primer cómico de los teatros de la capital!
¡Era indignante!
Pero ¡qué frío hacía en aquel teatrillo miserable! No haría más en una perrera al aire
[131]
libre. Por algo el viejo taquillera tenía puesto el abrigo y los valienki . La ventana estaba
cubierta de hielo; y corría por el cuartucho un viento al que hubiera envidiado el
mismísimo polo Norte. Como la puerta ajustaba mal, en las rendijas se formaba hielo.
¡Una delicia! Hasta para enfadarse daba frío.
—¡Ésa se acordará de mí! —terminó el cómico su lamentación.
Colocando los pies sobre el banco, se los tapó con el faldón del abrigo, heredado de un
amigo actor que había muerto tísico doce años atrás. Bien arrebujado, guardó silencio y se
puso a echarse el vaho de la respiración en el pecho, por debajo del abrigo.
Su lengua callaba, pero su cerebro seguía en acción, buscando un modo de vengarse de
la moza insolente e irrespetuosa.
Lo único que no se tapó fueron los ojos. Los dejó en libertad para que mirasen adonde
quisieran. Además, como son la única parte del cuerpo que no se hiela… En el cuartucho
de la taquilla no había nada interesante para la vista: tras la valla de madera, una mesa;
ante la mesa, un banco; y en el banco, el viejo taquillera con su abrigo de pellejo canino y
con sus botas de fieltro. Todo gris, todo aburrido, todo viejo. Era vieja hasta la suciedad.
Sobre la mesa había un talonario de localidades sin empezar. El público no acudía para
sacar entradas; comenzaría a venir a la hora de la comida. A excepción de la mesa, el
banco, el talonario y un montón de papeles en un rincón, no había nada en aquel cuchitril.
¡Una pobreza horrible!
Mejor dicho había, además, un objeto de lujo: un objeto arrumbado bajo la mesa entre
papeluchos inútiles; si no lo barrían y lo tiraban a la calle era porque hacía frío y porque la
escoba se había perdido.
Había bajo la mesa un gran cartón polvoriento y agrietado. El taquillero lo pisoteaba
con sus valienki y escupía encima de él, sin el menor miramiento. Precisamente ese cartón
era el objeto de lujo. Ostentaba una inscripción en grandes caracteres: No hay localidades
para la función de hoy. En lo que llevaba de existencia, jamás había estado expuesto sobre
la taquilla, y ni un solo espectador podía blasonar de haberlo visto colgado. ¡Magnífico y
sarcástico cartón! ¡Lástima que no encontrase aplicación alguna! El público lo detestaba,
pero todos los artistas estaban enamorados de él.
Los ojos del cómico, recorriendo las paredes y el suelo del cuartucho, habían de
tropezar necesariamente con aquella alhaja.
Y aunque el hombre no era un maestro de la inventiva, en esta ocasión tuvo una
ocurrencia. Al ver el cartón se dio una palmada en la frente y exclamó:
—¡Ya está! ¡Qué idea tan genial!
Agachose y recogió el cartón con el cuento de las localidades agotadas.
—¡Magnífico! ¡Estupendo! ¡Esto le va a salir más caro que la bata azul con borlones
rojos!
Diez minutos más tarde, el cartón de marras, por primera y última vez en todos los
días de su existencia, pendía sobre la ventanilla, con el falso anuncio de que las entradas
estaban vendidas.
El anuncio era falso, pero la gente lo creyó. Por la noche, nuestra ingénue, tendida en
su cama, alborotaba toda la fonda con sus lloros.
—¡El público no me quiere! —se lamentaba.
Sólo el viento se tomó el trabajo de compadecerse de ella. El viento, bondadoso,
lloraba en la chimenea y en los tubos de ventilación; lloraba con voces distintas y,
probablemente, con sincero pesar.
Aquella misma noche el cómico, sentado en la taberna, tomaba cerveza. Tomaba
cerveza… y nada más.
ANSIEDAD
(ESBOZO PSICOLÓGICO)
(Пережитое. Психологический этюд)
Era el día de Año Nuevo.
Salí al vestíbulo de la oficina. Además del ujier encontré a varios de mis compañeros:
Iván Ivanich, Piotr Kuzmich, Yegor Sidorich… Todos habían acudido a firmar la
felicitación al jefe: un pliego de papel que yacía sobre una mesa. (El papel, dicho sea de
paso, era de los más baratos, del n.° 8).
Observé el pliego. Había muchas firmas, pero ¡oh, hipocresía; oh, doblez! ¿Dónde
estaban los garabatos, las filigranas, las rúbricas enrevesadas y los rabos? Todas las letras
eran redondas, parejas, iguales, como las rosadas mejillas de un ángel. Conocía los
nombres, pero no reconocía las firmas. ¿No habrían cambiado de escritura los autores?
Mojé cuidadosamente la pluma en el tintero, confuso por no sé qué motivo, contuve la
respiración y dibujé mi nombre con esmero. Aunque no suelo poner el signo yer[132] al
final de mi apellido, esta vez lo puse.
—¿Quieres que te busque la ruina? —percibí junto a mi oído la voz y el aliento de
Piotr Kuzmich.
—¿Cómo?
—Ya me las arreglaré. ¿Quieres probar? ¡Je, je, je!
—Éste no es sitio para reírse, Piotr Kuzmich. No olvide dónde se encuentra. Las risas
son más que inoportunas. Perdone usted, pero creo que… es una profanación, una falta de
respeto, yo diría que…
—¿Quieres que te busque la ruina?
—¿De qué modo lo haría?
—¿De qué modo? Del mismo que me la buscó a mí Von Klausen, hace cinco años. ¡Je,
je, je! Es facilísimo. Me bastaría con poner un garabato, junto a tu apellido. Añadirle un
rabo. ¡Je, je, je! Así tu firma sería poco respetuosa. ¿Probamos?
Palidecí. Efectivamente, mi vida estaba en manos de aquel hombre de nariz grisácea.
Miré a sus siniestros ojos lleno de temor y con cierto respeto.
¡Qué poco se necesita para anonadar a un hombre!
—O echo un borrón de tinta junto a tu firma. ¿Qué te parece?
Silencio… Callamos los dos: él, seguro de su fuerza, soberbio, altivo, con el veneno
mortífero en la mano; yo, convencido de mi impaciencia, acongojado, dispuesto a perecer.
Clavó la garra de sus ojos en mi cara pálida; y yo rehuí su mirada.
—Era de broma —terminó diciendo—. No temas.
—¡Oh, muchas gracias! —exclamé, estrechándole la mano, henchido de gratitud.
—Era de broma, pero puedo hacerlo… Tenlo en cuenta… Y, ahora, márchate… Hoy
ha sido de broma… En otra ocasión, Dios dirá.
DEFINICIONES FILOSÓFICAS DE LA VIDA
(Философские определения жизни)
La vida nuestra se puede comparar con estar acostado en el baño de vapor, en el
banquito superior. Es caluroso, sofocante y nublado. El mazo hace lo suyo, la hoja de baño
se te pega y los ojos te arden con el jabón. Por todas partes se oyen gritos: ¡Den vapor! Te
enjabonan la cabeza y remueven todos los huesitos. ¡Está bien! (Sarah Bernhardt).
***
La vida nuestra se puede comparar con una bota rota: ésta siempre pide de comer, pero
nadie le da (G. Sand).
***
La vida nuestra se puede comparar con el príncipe Mieschérski, que siempre se
atropella, siempre se desgasta, exclama, gimotea y agita las manos, siempre nace y muere,
pero nunca ve los frutos de sus labores. Siempre pare, pero todo lo parido es abortivo
(Buckle).
***
La vida nuestra se puede comparar con un insensato, que se lleva a sí mismo a la
comisaría y se pone pleito a sí mismo (Coquelin).
***
La vida nuestra se parece a un periódico, al que ya le han hecho la segunda advertencia
(Kant).
***
La vida nuestra no se puede comparar con una carta que no es peligroso leer en voz
alta, pero se puede comparar con una carta que teme no llegar a su destino (Drapper).
***
La vida nuestra se parece a una caja de composición llena de signos de puntuación
(Confucio).
***
La vida nuestra se parece a una vieja doncella que no pierde las esperanzas de casarse,
y a una jeta cubierta de granos y arrugas: no es una jeta bonita, pero se ofende cuando le
pegan (Arabi-pasha).
***
La vida nuestra, finalmente, se puede comparar con la oreja de un congelado, que no
cortan sólo porque esperan que ésta, la oreja, se restablezca (Charcot).
De diversas obras filosóficas lo extrajo
Antosha Chejonté.
IMPOSTORES A LA FUERZA
(HISTORIETA DE AÑO NUEVO)
(Мошенники поневоле. Новогодняя побрехушка)
En casa de Zajar Kuzmich Diadechkin hay fiesta. Celebran el Año Nuevo y felicitan,
con motivo de su santo, a la dueña de la casa, Melania Tijonovna.
Se han reunido muchos invitados, todos ellos respetables, serios, enemigos de las
borracheras. No hay ni un solo granuja. En las caras, ternura, agrado y sentido de la
dignidad. Sentados en un amplio diván recubierto de hule, están el casero Gusev y el
tendero Razmajalov, al que los Diadechkin hacen sus compras. La conversación gira en
torno al problema de los novios y de las hijas.
—Hoy es difícil encontrar un hombre que no beba, que se dé a respetar y que trabaje
como Dios manda. ¡Es muy difícil! —asegura Gusev.
—Lo principal en una casa es el orden, Alexei Vasilich. Y no puede haber orden
mientras no haya quien… En la casa, el orden…
—Cuando no hay orden en una casa, todo anda manga por hombro… Con las tonterías
que se han ido juntando en este mundo, ¿cómo va a haber orden? ¡Ejem!…
A poca distancia, sentadas en sillas, hay tres viejas que les oyen embobadas. Sus ojos
denotan asombro ante tanta «sabiduría». De pie, en un rincón, el compadre, Gurí
Markovich, contempla los iconos. Se oyen voces en el dormitorio: las señoritas y los
jóvenes caballeros están jugando a la lotería, a kopek por cartón. Junto a la mesa, el
pequeño Kolia, alumno de primer año de bachillerato, llora porque quiere jugar y no le
dejan. ¿Acaso tiene él la culpa de ser pequeño y no disponer de un solo kopek?
—¡No llores más, imbécil! —le amonestan—. ¿Por qué berreas de ese modo?
¿Quieres que te pegue tu madre?
—¿Ya está lloriqueando, Kolia? —llega desde la cocina la voz de la madre—. Se ve
que no le he zurrado bastante… Varvara Gurievna, agárrelo de una oreja.
Dos señoritas de vestidos de color rosa están sentadas en la cama de los dueños,
cubierta por una desteñida colcha de percal. Ante ellas, haciéndoles la corte, se halla un
mozo de unos veintitrés años, llamado Kopaiski, que trabaja en una compañía de seguros
y que, en face, se parece mucho a un gato.
—Yo no pienso casarme —dice, petulante, mientras, con los dedos, procura separarse
de la garganta los cortantes bordes del cuello—. La mujer es un punto resplandeciente en
la imaginación humana; pero puede perder al hombre. Es una criatura funesta.
—Pues anda que el hombre… El hombre no sabe ni amar. Y comete cada grosería…
—¡Qué ingenua es usted! No soy ni cínico ni escéptico; pero estimo que el hombre se
encontrará siempre en la cima de los sentimientos.
Diadechkin y su primogénito Grisha van de un rincón a otro, igual que lobos
enjaulados. Están como sobre ascuas. Bebieron mucho a la hora del almuerzo, y ahora
arden en deseos de tomarse una copa para aplacar la resaca. El padre se dirige a la cocina.
Encuentra a su mujer espolvoreando un pastel con azúcar molida.
—Malasha —le suplica—: Bien podíamos servir unos entremeses, para que los
invitados se fueran entreteniendo…
—Que esperen. Sois capaces de bebéroslo y de coméroslo todo. ¿Y qué voy a poner a
las doce? Descuida, que no os moriréis de hambre. Fuera de aquí; que me estorbas…
—Aunque sólo sea una copita, Malasha… Por eso no te vas a quedar en déficit.
¿Podremos tomárnosla?
—¡Qué castigo, Señor! ¡Te he dicho que te vayas! Haz compañía a los huéspedes, en
vez de molestar en la cocina.
Diadechkin suspira profundamente, y se va a ver la hora que es. El reloj señala las
once y ocho. Faltan todavía cincuenta y dos minutos para el momento ansiado. ¡Qué
horror! No hay espera tan amarga como la de la vodka. Vale más aguardar un tren cinco
horas a la intemperie que esperar cinco minutos una libación… Diadechkin mira con odio
el reloj; y, aproximándose un poco, adelanta el minutero cinco minutos. ¿Y Grisha? Grisha
está que, si no le dan de beber al instante, se irá a emborracharse a la taberna. No quiere
morirse de tristeza…
—Mamita —dice—: los invitados se enfadan de que no se les den unos aperitivos. No
está ni medio bien matarlos de hambre… Ya podían servir aunque fuera una copa.
—Esperad… Ya falta poco. Pronto lo tendré todo listo. Vete, que me estorbas…
Grisha da un portazo; y por centésima vez acude junto al reloj. El minutero no tiene
misericordia: ¡está casi en el mismo sitio que la vez anterior!
—¡Este reloj va atrasado! —trata de consolarse Grisha; y con el dedo índice adelanta
la manilla en siete minutos.
Kolia pasa corriendo ante el reloj. Se detiene al verlo y se pone a contar el tiempo.
Ansia el momento en que los mayores griten: «¡Hurra!».
La inmovilidad de las agujas le oprime el corazón. El chico se sube en una silla, y,
cuidando de que no le vean, roba cinco minutos a la eternidad.
[133]
—Vaya usted a ver quelle heure est-il — ordena una de las dos señoritas a Kopaiski
— Me muero de impaciencia: ¡llega el nuevo año con nueva felicidad!
Kopaiski da un taconazo a lo militar y corre a cumplir el encargo.
—¡Por vida del diablo! —murmura al ver la hora—. ¡Cuánto falta todavía! ¡Con el
hambre que tengo! Desde luego, a Katia le doy un beso cuando griten: «¡Hurra!».
Emprende el regreso, pero se detiene; piensa un instante, vuelve a acercarse al reloj; y
acorta en seis minutos el año viejo. Diadechkin se toma dos vasos de agua; pero arde por
dentro. Va de un lado para otro. Su mujer le echa varias veces de la cocina. Las botellas,
que esperan en el poyo de la ventana, le desgarran el alma. ¿Qué hacer? La impaciencia le
ahoga. Recurre nuevamente al último remedio: tiene el reloj a su disposición. Se dirige a
la habitación de los hijos, donde está el reloj, y presencia una escena deprimente para su
corazón de padre: ve a Grisha moviendo hacia adelante el minutero.
—¿Qué…, qué haces? ¿Eh? ¿Por qué has movido la aguja? ¡Habrase visto idiota!
¿Para qué la mueves?
Diadechkin tose, queda pensativo, arruga la frente y termina haciendo un ademán de
asentimiento.
—¿Para qué la mueves? ¿Eh? ¡Venga, adelántala, así reviente la maldita! —gruñe y,
apartando al hijo, adelanta el minutero.
Quedan once minutos hasta el Año Nuevo. El padre y el hijo se van al comedor y
comienzan a preparar las mesas.
—¡Malasha! —grita Diadechkin—, ¡Están a punto de dar las doce!
Melania Tíjonovna sale presurosa de la cocina y corre a comprobar las palabras del
marido. Contempla el reloj un buen rato: no le ha mentido su cónyuge.
—¡Arreglados estamos! —se alarma— Y yo que tengo aún sin cocer los guisantes
para el jamón… ¡Uuuh! ¡Vaya compromiso! ¿Cómo lo sirvo?
Tras una breve reflexión, Melania Tíjonovna, con mano temblorosa, atrasa el
minutero. El reloj viejo ha vuelto a ganar veinte minutos.
—¡Que esperen! —decide la dueña y corre a la cocina.
ADIVINOS Y ADIVINAS
(ESCENAS NAVIDEÑAS)
(Гадалыцики и гадальщицы. Подновогодние картинки)
La vieja nana le adivina al papásha intendente.
—Un camino —dice ella.
—¿Adónde?
La nana agita la mano hacia el norte. El rostro del papásha palidece.
—Usted va —agrega la vieja—, y tiene en las rodillas un saco de dinero…
Por el rostro del papásha corre un resplandor.
***
Un burócrata está sentado a la mesa y, a la luz de dos velas, mira un espejo. Adivina:
de qué estatura, color y temperamento será su nuevo jefe, aún no designado por nadie.
Mira el espejo una hora, otra, la tercera… Por sus ojos corre un hormigueo, brincan unos
palillos, vuelan unas plumas, ¡y el jefe no y que no! No se venada, ni jefes, ni
subordinados. Pasa la cuarta hora, la quinta… Finalmente, se cansa de esperar al nuevo
jefe. Se levanta, deja de la mano y suspira.
—El puesto queda vacante entonces —dice—. Y eso no es bueno. ¡No hay mal mayor
que la falta de jefe!
***
La señorita está parada en el patio, tras el portón, y espera a un transeúnte. Necesita
averiguar cómo se llamará su prometido. Alguien va. Ella abre la portezuela con rapidez y
pregunta:
—¿Cómo se llama usted?
En respuesta a su pregunta oye un mugido, y por la portezuela entreabierta ve una gran
cabeza oscura… En la cabeza unos cuernos…
«Es posible, cierto —piensa la señorita—. La diferencia está sólo en la jeta».
***
El redactor del periódico se sienta a adivinar sobre el destino de su hijo.
—¡Déjelo! —le dicen—. ¡Qué gusto encuentra en deprimirse! ¡Déjelo!
El redactor no escucha y mira la borra de café.
—Dibujos hay muchos —dice—. Y el diablo los entiende… esto son unas costuras…
Parecen asentadas… Y aquí una nariz… Como la de mi Makár… Un ternerito ahí… ¡No
entiendo nada!
***
Una doctora adivina ante el espejo y ve… unas tumbas.
»Una de dos —piensa—. O alguien morirá, o mi esposo este año va a tener mucha
práctica.
EL ESPEJO TORCIDO
(CUENTO DE NAVIDAD)
(Кривое зеркало. Святочный рассказ)
Entré con mi esposa en el salón. Allí se sentía olor a moho y humedad, y, al alumbrar
sus paredes, que durante un siglo habían permanecido a oscuras, millares de ratas y
ratones huyeron a sus escondrijos. Sopló el viento y se movieron los papeles amontonados
en los rincones. Cerramos la puerta.
La luz de la vela iluminó aquellos papeles y pudimos ver que se trataba de viejos
manuscritos y antiguos grabados. De las paredes, enmohecidas por el transcurso del
tiempo, colgaban los retratos de mis antepasados, quienes miraban, entre severos y
altaneros, como diciéndome: «¡Te merecerías una buena paliza, pillastre!».
Nuestros pasos resonaban por toda la casa, y el eco, aquel mismo eco que contestara a
mis antepasados, repetía mi tos…
El viento gemía quejumbroso. Se diría que alguien, dentro del tubo de la chimenea,
lloraba con sollozos de desesperación. Gruesas gotas de lluvia hipeaban los empañados y
oscuros cristales, incidiendo con su rumor tristeza y angustia.
—¡Antepasados! —exclamé, suspirando enfáticamente—. Si yo fuera escritor, el
contemplar estos retratos me inspiraría una larga novela, porque cada uno de estos
ancianos fue un día joven, y todos, ellos y ellas, tuvieron su historia de amor, ¡y qué
historia! Mira, por ejemplo, a esta viejecita. Fue mi tatarabuela. Pues bien: esta mujer tan
fea, casi horrible, también tiene su historia, y por cierto, no exenta de interés. ¿Ves aquel
espejo? ¿Aquel que está en el rincón?
Señalé a mi mujer un espejo de grandes dimensiones, con marco de bronce negro,
situado en una esquina, junto al retrato de mi tatarabuela.
—Este espejo tiene poder mágico. Causó la perdición de mi tatarabuela. Por él pagó
una suma fabulosa y nunca quiso desprenderse de su compañía mientras vivió. Se pasaba
el día y la noche contemplándose, e incluso comía con él. Al acostarse se lo llevaba
consigo a la cama, y al morir rogó la enterrasen también con él. No pudieron, sin embargo,
cumplir su deseo, porque el espejo no cabía en el ataúd.
—¿Era coqueta? —preguntó mi mujer.
—Es de suponer. Pero, de todos modos, tenía otros espejos. ¿Por qué se encaprichó
precisamente de este espejo y no de otro cualquiera? ¿Acaso no tenía otro más bonito? No,
querida; aquí se oculta algún terrible misterio. No puede ser de otra manera. Dice la
leyenda que el espejo estaba endemoniado y que mi tatarabuela tenía tratos con el
demonio. Desde luego que todo eso son tonterías, pero, indiscutiblemente, el espejo del
marco de bronce negro tiene un poder misterioso.
Le quité el polvo, y mirándome en él me eché a reír. Un eco sordo contestó a mi
carcajada.
El espejo estaba torcido y por eso mi cara aparecía torcida en todas direcciones; mi
nariz se torció hacia la mejilla izquierda; mi barbilla, no menos torcida, resultaba dividida
en dos.
—¡Qué gusto tan raro el de mi tatarabuela! —exclamé.
Mi mujer se acercó también al espejo, con aire poco seguro. Se miró en él. Y entonces
ocurrió la catástrofe. Se quedó lívida. Empezó a temblar de pies a cabeza, mientras
prorrumpía en exclamaciones. La palmatoria resbaló de su mano y la vela se apagó.
Quedamos en tinieblas, y entonces oí como si algo pesado cayese al suelo; era mi mujer,
desvanecida.
El viento aullaba aún más lastimeramente. Las ratas coman por la habitación y los
ratones empezaron otra vez su infernal ajetreo entre los papeles. Los pelos se me erizaron,
y mi espanto llegó al paroxismo cuando el viento arrancó la persiana de una ventana, que
se derrumbó con estrépito. Al instante la luna se asomó por la ventana…
Cogí a mi mujer en brazos y la saqué de la habitación de los antepasados. Hasta el día
siguiente por la noche no volvió en sí.
—¡El espejo! ¡Que me den el espejo! —fue lo primero que dijo al despertar— ¿Dónde
está el espejo?
Durante toda una semana estuvo sin comer ni dormir, pidiendo a cada momento que le
dieran el espejo, y llorando, arrancándose los pelos de la cabeza, andaba por la habitación
como una loca, hasta que por fin el médico declaró que podía morir de agotamiento y que
su estado era muy grave. Venciendo mis temores, bajé a la habitación de los antepasados y
le traje el espejo de mi tatarabuela.
Apenas lo vio prorrumpió en una risa de felicidad; después lo cogió, lo besó y quedó
contemplándolo.
Así han pasado diez años y ella continúa sin apartarse de su lado ni por un segundo.
—¿Es posible que sea yo? —murmura, mientras su cara, sonrosada por la emoción,
expresa felicidad y entusiasmo—. Sí, soy yo. Todos mienten. ¡Tan sólo este espejo dice la
verdad! ¡Miente mi marido y mienten las amistades! ¡Oh! Si antes me hubiera visto y
hubiera sabido cómo soy en realidad, no me habría casado con un hombre como él. ¡No es
digno de mí! Tendría postrados a mis pies los hombres más hermosos, los más nobles…
Pero un día en que me hallaba detrás de mi mujer sorprendí casualmente el terrible
secreto al mirar en el espejo.
Allí vi la imagen de una mujer de belleza deslumbrante, como nunca jamás vi otra en
mi vida. Era un milagro de hermosura, de gracia, de armonía y de amor. ¿Cómo era esto
posible? ¿Qué habría sucedido? ¿Por qué mi mujer, que era fea y torpe, aparecía tan guapa
en el espejo? ¿Por qué? Porque el espejo torció los rasgos de mi mujer en todas
direcciones, y de esta descomposición de sus rasgos resultó, por casualidad, un rostro
hermosísimo.
Ahora estamos mi mujer y yo sentados juntos ante el espejo, y no apartamos de él la
mirada ni por un instante. Mi nariz se tuerce hacia mi mejilla izquierda; mi barbilla está
torcida y dividida, pero la cara de mi mujer es encantadora. Una pasión loca e impetuosa
se apodera de mí.
Prorrumpo en una carcajada salvaje, y mi mujer murmura en voz baja:
—¡Qué hermosa soy!
DOS NOVELAS
(Два романа)
I
LA NOVELA DE UN MÉDICO
[134]
Si has llegado a edad adulta y terminado tu carrera, recipe feminam unam
[135]
de dote quantum satis
.
que tenga
Así hice yo: tomé feminam unam (porque no está permitido tomar dos) con una dote
más que regular. Ya los sabios antiguos censuraban a quienes, al casarse, no exigían la
dote correspondiente (Ictiosauro, XII, 3).
Inmediatamente compré un coche y un magnífico bel étage, comencé a beber vinum
[136]
gallicum rubrum
y me hice un abrigo de setecientos rublos. Es decir, que me puse a
[137]
vivir con arreglo a lege artis .
[138]
Su habitus
no está mal. Tiene una estatura mediana. El coloide su epidermis y de
sus membranas mucosas es completamente normal. Su estrato celular subcutáneo presenta
un desarrollo satisfactorio. Línea pectoral correcta. Respiración vesicular, sin ruidos
extraños. Tonos cardíacos netos.
En la esfera de sus fenómenos psíquicos sólo se advierte una alteración: es parlanchina
y chillona. A causa de su charlatanería, sufro fuerte hiperestesia del nervio auditivo
derecho. Cuando estoy reconociendo a un enfermo y le miro la lengua, me acuerdo de mi
mujer, y este recuerdo me produce palpitaciones. Llevaba razón aquel filósofo que dijo:
[139]
Lingua est hostis hominum amicusque diaboli et feminarum .
Del mismo defecto adolece mater feminae, es decir, mi suegra, perteneciente al género
mammalia[140].
Cuando se ponen a gritar las dos y se pasan chillando veintitrés horas del día, a mí me
dan amagos de demencia y me entran ganas de suicidarme. Según certifican mis
respetables colegas, las nueve décimas partes de las mujeres padecen una temible
enfermedad a la que Charcot dio el nombre de hiperestesia del centro rector del habla.
Como medio seguro de combatirla este ilustre doctor sugirió la amputación de la lengua.
Con semejante operación, prometía liberar al género humano de una de sus más
funestas dolencias, pero ¡ay!, Billerot, que la practicó en multitud de ocasiones, consigna
en sus clásicas Memorias que las mujeres sometidas a tales intervenciones aprenden
después a hablar con los dedos y, de tal manera, el efecto, que producen a sus maridos es
muchísimo peor, llegando, incluso, a hipnotizarlos (Memorias de la Academia, 1878).
A mí se me ha ocurrido un procedimiento distinto (véase mi tesis doctoral). Sin
rechazar la extirpación de la lengua, propuesta por Charcot, y dando pleno crédito a las
afirmaciones de una autoridad tan competente como el doctor Billerot, recomiendo añadir
a la amputación del órgano del habla el uso de manoplas. Mis observaciones han
demostrado que los sordomudos que llevan manoplas de un solo dedo callan hasta cuando
tienen hambre.
II
LA NOVELA DE UN PERIODISTA
Nariz recta, busto divino, maravillosos cabellos; ojos adorables: ni una sola errata.
Después de corregidas convenientemente las primeras pruebas, me casé.
—Has de pertenecerme sólo a mí —le advertí el día de nuestro himeneo—. ¡Queda
terminantemente prohibida la venta al detalle! Tenlo en cuenta.
Al día siguiente ya noté en ella ciertos cambios: la cabellera, menos espesa; las
mejillas, sin aquella palidez tan sugestiva; y las cejas, rojizas en lugar de aquel color negro
diabólico que tenían antes.
Ya no me parecían tan plásticos sus movimientos ni tan dulces sus palabras. ¡Ay, una
esposa es una novia medio tachada por la censura!
Ya en el primer semestre la sorprendí un día con un adorador que la estaba besando. (A
los adoradores les gustan los placeres gratuitos). Hice a mi mujer la primera advertencia y
le prohibí por segunda vez, con toda severidad, la venta al por menor.
En el segundo semestre me trajo un regalo. Me miré al espejo, miré al regalo y declaré
a mi mujer:
—El argumento de este artículo es un plagio, hermana. La cara lo denuncia. No creas
que me la vas a dar con queso.
Dicho esto, le di el segundo aviso con prohibición de presentarse ante mi vista durante
tres meses.
Mas tampoco estas medidas surtieron efecto. Al segundo año no era ya un adorador,
sino unos cuantos. En vista de su pertinacia y no deseando tener socios en aquella
empresa, le di el tercer aviso y la mandé con el regalo a su tierra, bajo la vigilancia de sus
padres, donde se encuentra hasta hoy.
Todos los meses envío mis honorarios a los padres para que la mantengan.
DISFRACES
(Ряженые)
Ha atardecido. Por la calle avanza una abigarrada turbamulta de borrachos con
guerreras y camisolas. Risas, bromas y baile. Abre la marcha un soldado bajito, de viejo
capote y gorro ladeado.
En dirección contraria va un suboficial.
—¿Por qué no haces el saludo? —se lanza contra el soldado—. ¿Por qué? ¡Alto! ¿De
qué regimiento eres? ¿Cómo andas así?
—¡Pero, amigo, si vamos disfrazados! —responde el soldado con voz atiplada.
Y los del grupo, e incluso el suboficial, sueltan una sonora carcajada.
***
Una señora guapa y gruesa, está sentada en un palco. Resulta difícil determinar su
edad, pero es joven y aún lo será durante bastantes años. Va vestida con elegancia y lujo.
Lleva en cada brazo una maciza pulsera, y en el pecho un broche de brillantes. En el
respaldo de una silla vecina descansa su abrigo de pieles, que ha de valer miles de rublos.
Un lacayo de librea y galones la espera en el pasillo, y en la calle, un trineo de negros
caballos con una piel de oso por manta de viaje…
La cara, llena y hermosa, y los atavíos de la señora parecen decir: «Soy feliz y rica».
Pero no lo crea, lector.
«Esto es un disfraz —piensa ella—. Mañana o pasado, el barón se juntará con Nadine
y me lo quitará todo».
***
A la mesa de juego está sentado un caballero de frac, papada de tres pisos y manos de
damisela. Tiene ante sí una montaña de dinero. Pierde, pero no se apura. Al contrario, se
mantiene siempre sonriente. Le importa poco perder dos o tres mil rublos. En el comedor,
varios criados se hallan preparando para él ostras, champaña y faisanes. Nuestro caballero
es amigo de la buena cocina. Después de cenar irá en su coche a casa de ella. Ella le
espera.
¿Verdad que lo pasa bien este señor? Es feliz. Pero mirad la idea que le trastorna el
cerebro, agobiado por las grasas:
«Esto es un disfraz. Apenas se presente una inspección, todo el mundo sabrá que estoy
disfrazado».
***
Un abogado está defendiendo a una mujer ante el tribunal. La acusada es bella, y su
rostro, compungido hasta no poder más, denota su inocencia. ¡Dios sabe que no es
culpable! Los ojos del defensor centellean, las mejillas le arden, y su voz está empañada
por las lágrimas… Dice que sufre por la acusada, y que si la condenan morirá de pena. El
público le oye extasiado, temeroso de que acabe de hablar. «Es un poeta» —susurran entre
sí los presentes.
Pero es sólo un poeta contrahecho. Lleva un disfraz.
«Si el demandante me hubiera dado cien rublos más —piensa el poeta—, hubiera
puesto a esta como un trapo. El papel de fiscal me hubiera ido mucho mejor».
***
Un muzhik borracho va por la aldea cantando y sacando horribles chirridos a un
acordeón. Tiene su cara una expresión de ebrio deleite. Soltando unas risillas conejiles, se
pone a bailotear. ¡Qué bien vive!, ¿eh? Pues no, señores, lleva un disfraz.
«¡Qué hambre tengo!», va pensando.
***
Un joven catedrático de Medicina da su primera lección. Afirma que no existe mayor
felicidad que servir a la ciencia. «¡La ciencia es todo! —dice—. ¡La ciencia es la vida!». Y
le creen.
Pero dirían que está disfrazado si hubieran oído lo que dijo a su mujer después de la
conferencia:
—Ahora, hijita, ya soy profesor. En el ejercicio de la Medicina, un profesor cobra, diez
veces más que un médico corriente. Creo que ahora llegaré a los veinticinco mil rublos
anuales.
***
Seis entradas, miles de luces, gentío, guardias, revendedores. Es un teatro. Sobre la
puerta principal, un letrero como el del Hermitage: Sátira y Moral. Allí se pagan precios
muy altos, y escriben largos artículos críticos, se aplaude mucho y se sisea muy rara vez.
¡Es un templo!
Pero también se trata de un disfraz. Si arañáis lo de Sátira y Moral, no os será difícil
leer: Chismorrería y Bufonada.
DOS EN UNO
(Двое в одном)
¡No crean а los judas ni a los camaleones! En nuestra época es más fácil perder la fe
que perder un guante. ¡Y yo la he perdido!
Atardecía. Yo iba en un tranvía de caballo. Cierto que, como alto funcionario que soy,
no me corresponde viajar en semejantes vehículos, pero esta vez llevaba un abrigo muy
grande y podía ocultar la cara en el cuello de marta. Y, además, resulta más barato ¿saben?
Pese a lo tardío de la hora y al frío reinante, el vagón iba repleto. Nadie me reconoció.
El cuello de marta guardó mi incógnito. Yo, adormilado, contemplaba a los viajeros.
«No, no es él —pensé, fijándome en un hombrecillo envuelto en un abrigo con cuello
de conejo— No es él. ¡Pues sí, es él! ¡Es él!».
No sabía a qué carta quedarme…
El hombrecillo del abrigo de cuello de conejo se parecía enormemente a uno de mis
subordinados: un ser minúsculo, raquítico, menguado, que respondía por Iván Kapitónich
y sólo vivía para recoger algún pañuelo que se cayese y para felicitar a los jefes en las
festividades señaladas. No obstante ser joven, tenía el espinazo corvo y las rodillas
dobladas. Las manos, siempre sucias, nunca abandonaban la posición de firmes. Su cara
parecía haber sido presionada por una puerta o azotada con un trapo húmedo, y su
[141]
expresión era agria y triste. Al verle daban ganas de cantar la Luchinushka
y echarse a
llorar. En presencia mía temblaba, palidecía o enrojecía, como si me dispusiera a devorarle
o a degollarle; y cuando le echaba una reprimenda se estremecía todo él.
No conozco a nadie más sumiso, más callado ni más insignificante. Ni siquiera entre
los animales he encontrado ninguno tan dócil como él.
El del cuello de conejo me recordaba a Iván Kapitónich. ¡Una copia exacta! Pero el
hombrecillo en cuestión no llevaba la espalda tan encorvada ni parecía decaído; lejos de
ello, accionaba con desenvoltura y, lo que era más extraño, iba hablando de política con su
acompañante.
—¡Ha muerto Gambetta! —lamentábase, agitando las manos—. Una buena baza para
Bismarck. Gambetta sabía dónde le apretaba el zapato. Hubiera hecho la guerra a los
alemanes y les hubiera obligado a pagar una contribución, Iván Matveich. Porque
Gambetta era un genio. Aunque era francés, tenía alma de ruso. Un verdadero genio…
—¡Oh bicho inmundo!
Cuando el cobrador se acercó, nuestro hombre dejó tranquilo a Bismarck.
—¿Por qué están tan oscuros los tranvías? —asedió al empleado—, ¿No tienen ustedes
velas? ¿Adónde vamos a parar con tal desidia? ¡No hay quien les dé a ustedes una lección
buena! En el extranjero ya se la darían. No es el público el que está al servicio de ustedes,
sino ustedes al servicio del público, ¡qué diablos! No me explico qué es lo que hacen los
superiores…
Un instante más tarde nos exigió a todos que nos apartásemos.
—¡Apártense! ¡Les estoy diciendo que se aparten! ¡Dejen pasar a Madame! Tengan un
poco más de educación. ¡Cobrador! ¡Venga usted aquí cobrador! ¿No cobra usted el
billete? Pues dele un sitio a la señora. ¡Qué vergüenza!
—¡Aquí está prohibido fumar! —le gritó el cobrador.
—¿Quién lo ha prohibido? ¿Con qué derecho? ¡Esto es un atentado contra la libertad!
¡Yo no permito a nadie que coarte mi libertad! ¡Soy un hombre libre!
«¡Habrá descarado! —me dije, mirando aquel hocico y sin dar crédito a mis ojos—.
No, no es él. No puede ser… Aquél no sabe palabras como libertad o Gambetta».
—¡Estamos arreglados con semejantes disposiciones! —protestó el homúnculo tirando
la colilla—, ¡Cualquiera vive con estos señores! ¡Para ellos no existe más que la forma, la
letra! ¡Formalistas, filisteos, estranguladores!
No pude reprimir una risotada. Al oírla, el hombrecillo me lanzó una mirada fugaz, y
su voz tembló. Había reconocido mirisa y quizá también mi abrigo. La espalda se le
encorvó como por ensalmo, la cara se le agrió, ahogósele la voz, las manos adoptaron la
posición de firmes, y se le doblaron las rodillas. Fue una metamorfosis instantánea. No
cabía duda: era Iván Kapitónich mi oficinista. Sentándose con toda rapidez, hundió la
nariz en el cuello de conejo.
Le miré a la cara y pensé:
«¿Será posible que esa figurilla exigua y mezquina conozca palabras como filisteo y
libertad? ¿Será posible? Sí, lo es. Inverosímil, pero cierto. ¡Valiente mamarracho!».
¡Como para fiarse de las caras sumisas de estos camaleones!
¡Se acabó! ¡A mí no me la dan más!
ALEGRÍA
(Радость)
Eran las doce de la noche.
Totalmente excitado y despeinado entró volando Mitia Kuldarov en el piso habitado
por sus padres, corriendo rápidamente de uno a otro aposento. Los padres se disponían a
dormir; la hermana, ya en la cama, terminaba la última página de una novela, y los
hermanos colegiales dormían.
—¿Dé dónde vienes? —se asombraron los padres—. ¿Qué te pasa?
¡Ah!… ¡No me pregunten!… ¡Esto no lo esperaba de ningún modo!… ¡No!… ¡De
ningún modo lo esperaba!… ¡Si es hasta inverosímil!…
Y Mitia, echándose a reír y sin fuerzas de tenerse en pie de pura felicidad, se sentó en
una butaca.
¡Es inverosímil!… ¡No pueden ustedes ni imaginárselo!… ¡Miren!
La hermana saltó de la cama y, echándose encima la manta, se acercó al hermano. Los
colegiales se despertaron.
—Pero ¿qué te pasa?… ¿Por qué pones esa cara?
—¡Es la alegría, mamaíta!… ¡Ahora toda Rusia me conoce!… ¡Toda!… Antes sólo
ustedes sabían que existía en el mundo el escribiente colegiado Dmitri Kuldarov; pero
ahora ¡lo sabe ya toda Rusia!… ¡Mamaíta!… ¡Oh Dios mío!…
Levantándose de un salto, Mitia se puso a recorrer las habitaciones; luego se volvió a
sentar.
—Pero ¿qué ha ocurrido?… ¡Habla sensatamente!
¡Ustedes aquí viven como las fieras!… ¡No leen los periódicos! ¡No prestan la menor
atención a la cuestión pública!… Y, sin embargo, ¡hay tanto notable en los periódicos!…
¡Todo cuanto ocurre se sabe enseguida!… ¡Nada queda oculto! ¡Oh, qué feliz soy!… ¡Oh
Dios mío!… ¡Pensar que sólo de las celebridades se escribe en los periódicos y que, sin
embargo, éstos han hablado de mí!…
—¿Qué dices? ¿Dónde?
Papaíto se puso pálido, mamaíta alzó los ojos hasta la imagen y se santiguó, los
colegiales se levantaron de un salto y, tal como estaban, vestidos solamente con un
camisón cortito, se acercaron a su hermano mayor.
—¡Sí, señores!… ¡Los periódicos han hablado de mí!… ¡Rusia entera me conoce
ahora!… ¡Usted, mamaíta, guarde este número como recuerdo…! ¡Lo leeremos de cuando
en cuando!… ¡Miren!
Y Mitia, sacando de su bolsillo un número de periódico y señalando con el dedo un
pasaje acotado con lápiz azul, se lo tendió a su padre.
—¡Lea!
El padre se caló los lentes.
—¡Vamos, lea!
Mamaíta alzó los ojos a la imagen y se santiguó. Papaíto se aclaró la voz y empezó a
leer.
—«El veintinueve de diciembre, a las once de la noche, Dimitri Kuldarov, escribiente
colegiado…».
—¡Lo ven! ¡Lo ven!… ¡Siga!
—«… escribiente colegiado…, saliendo de la cervecería sita en la calle Malaia
Brosnaia, en la casa Kosijin, y encontrándose en estado de embriaguez…».
—¡Éramos Simion Petrovich y yo!… ¡Todo se describe!… ¡Hasta los más ligeros
detalles!… ¡Continúe! ¡Siga! ¡Escuchen!…
—«… encontrándose en estado de embriaguez: resbaló, yendo a caer bajo el caballo
del isvoschik Iván Durotov, vecino de la aldea Durikina, allí detenido. El caballo,
encabritado, después de pasar sobre Kuldarov, arrastrándole por encima del trineo en que
se encontraba el comerciante de Moscú, de segundo grado, Stepan Lukov, voló calle
abajo, teniendo que ser sujetado por los porteros. Kuldarov, hallándose en el primer
momento sin sentido, fue llevado a la Comisaría del distrito, siendo allí reconocido por el
médico… El golpe… recibido en la nuca…».
—¡Me dio la lanza del trineo, papaíto!… ¡Siga! ¡Siga leyendo!
—«… recibido en la nuca se considera de pronóstico leve. Ha sido levantada acta del
suceso. La víctima recibió asistencia facultativa…».
—¡Me mandaron poner agua fría en la nuca!… ¿Estás leyendo?… ¿Eh?… ¡Así es
como fue!… ¡Y ahora por toda Rusia ha corrido la noticia!… ¡Dadme el periódico!
Mitia cogió el periódico, lo dobló y se lo metió en el bolsillo.
—¡Coito a enseñárselo a los Makarov!… ¡Me falta todavía enseñárselo a los Ivanitzki,
a Natalia Ivanovna, a Ansim Vasilich!… ¡Me voy a escape! ¡Adiós!
Y Mitia, calándose el gorro de la escarapela, triunfante y alegre, sale corriendo a la
calle.
DIVAGACIONES DE UN LECTOR
(Мысли читателя газет и журналов)
No lean ustedes La Gaceta de Ufa: no encontrarán nada que se refiera a aquella ciudad
ni a su provincia.
Tiene la prensa rusa innumerables títulos luminosos: La Luz, La Aurora, El Arco Iris,
Luz y Sombras, El Rayo, La Antorcha, Amanecer, etcétera. Pero ¿por qué vive entre
tinieblas?
Tiene un Vigilante, un Inválido y una Siberia. También tiene una Distracción y un
Pasatiempo, mas no por ello ha de creerse que lo pasa muy divertido.
Posee, asimismo, una Voz y un Eco. ¿Son propios? ¿De veras?
Lo que no es duradero no puede ufanarse de su Siglo.
Rusia tiene muy poco de común con Moscú.
El Pensamiento Ruso lleva una cubierta muy opaca.
Existen una Sanidad y un Médico, pero ¡cuántas tumbas!
AMOR NO CORRESPONDIDO
(TRADUCCIÓN DEL ESPAÑOL)
(Отвергнутая любовь. Перевод с испанского)
I
Por entre las altas nubes, de afiligranados contornos, asoma la luna e ilumina a las
parejas de enamorados que se arrullan a la sombra de naranjos y limoneros.
El aire, de una calidez voluptuosa y saturado de fragancia de heliotropo, se recalienta
más aún por el fuego de las palabras de amor y de las ardientes canciones. Los jardines,
los bosques y los ríos, plácidamente adormilados, oyen el trino del ruiseñor. ¡Amor, amor!
Un apuesto hidalgo, bajo la ventana de una casita, templa las cuerdas, se estremece, se
engalla y canta. La ventana sigue cerrada, pero él no decae: ¡por algo es español! Su copla
encenderá el corazón de la hermosa esquiva, la ventana cederá a la presión de una
manecita diminuta y de un corazón sumiso y… ¡al cabo de la calle!
II
El hidalgo lleva cantando una hora, dos horas, tres… El cielo comienza a clarear y a
colorearse por Oriente. Saltan en la guitarra la quinta y la tercera. La frente del hermoso
rostro se llena de sudor que cae sobre la cálida tierra…, y el hidalgo sigue cantando:
—Plenus venter non studet libenter! Imperfectum conjunctivi pasivi!
Lo cual significa «¡Mátame si quieres, pero sal! ¡Si no sales, mi sangre salpicará tu
ventana! ¡Me muero!», aunque el traductor afirma que no, que la primera frase significa:
«A barriga llena, poco estudio», y la segunda: «Imperfecto de subjuntivo pasivo».
Tras la ventana se oyen pasos. ¡Por fin! Los postigos se abren con estrépito y aparece
la señora, bella, sublime, ardiente… El hidalgo se extasía de júbilo y se ahoga de felicidad.
¡Oh instante maravilloso! La bella se asoma a la ventana y, refulgentes los negros ojos,
gruñe:
—¿Piensa usted acabar de cantar alguna vez? ¡Da verdadero asco! ¡No me deja
dormir! Si no termina usted, caballero, me veré obligada a llamar al sereno.
III
La ventana se cierra ruidosamente. El hidalgo se mata de una puñalada. Se levanta
acta.
BIBLIOGRAFÍA
(Библиография)
[142]
[143]
Sobre el significado de los «bastos»
en la vida rusa antigua, según el Domostrói
[144]
y otras fuentes, investigación de I. S. Aksákov . Moscú 1883, 255 páginas, precio 1
rublo y 50 kopeks.
Sobre la mejor colocación de los pendones, conferencia del antiguo profesor Chi…
n , precio 10 kopeks.
[145]
[146]
La intriga, los bastidores y la escena, conferencias populares, obra de G. Kór…ov
antiguo cantante. Se reparte gratis a todos los que estén a la mano.
,
Relato sobre la expulsión de Petersburgo. «Novella», de él mismo, precio 10 kopeks.
Diccionario explicativo completo de «las palabras obscenas», con ejemplos. Obra y
[147]
[148]
edición de Sokolóv , Buriénin
de números indefinida.
[149]
y Suvórin
, precio 10 kopeks por número. Cantidad
Preparación de paté de carne de muzhik. Proyecto de Blum. Compuesto
exclusivamente para gastrónomos y médicos que estudian la perturbación mental primaria.
Precio… inapreciable.
Yo tenía fe porque recibí 2000, de Jeremiád Bludoslóv Kurílov
[150]
(defensor del señor
[151]
Mielnítski ). En este interesante libro se demuestra que la fe aumenta a medida que
aumenta el honorario. La fe por la que pagaron no disminuye incluso entonces, cuando es
imposible tener fe. Precio 5 rublos.
El sueño con iluminación y gritería. Novela del prefecto de Berdíchevsk. Precio un
[152]
altin
de cinco.
EL ÚNICO REMEDIO
(A PROPÓSITO DEL PROCESO DE LA SOCIEDAD DE CRÉDITO MUTUO DE
SAN PETERSBURGO)
(Единственное средство. A propos процесса Петерб. Общества взаимного
кредита)
Hubo una época en que los cajeros saqueaban también los fondos de nuestra Sociedad.
Da miedo recordarlo. No robaban la caja; se la sorbían materialmente. Se llevaron hasta el
terciopelo de que estaba revestida en su interior. Uno de ellos se aficionó tanto, que, junto
con el dinero, hurtó la cerradura y la tapa. En los últimos cinco años hemos tenido nueve
[153]
cajeros, y los nueve nos envían ahora desde Krashoiarsk
grandes festividades. ¡Los nueve!
sus tarjetas de visita en las
—¡Es horrible! ¿Adónde vamos a parar? —suspirábamos cuando denunciamos al
noveno—. ¡Qué vergüenza! ¡Nueve cajeros y todos ellos truhanes!
Nos pusimos a cavilar: ¿a quién pondríamos de cajero? ¿Quién no era un canalla?
¿Quién no era un ladrón? Nuestra elección cayó en Iván Petrovich, ayudante del contable,
una mosquita muerta, muy beato, que vivía pobremente, como un cerdo. Le elegimos,
pues, le incitamos a combatir las tentaciones y nos quedamos tranquilos. Pero ¡ay!, no
duró mucho nuestra tranquilidad.
Al día siguiente, Iván Petróvich apareció con una corbata nueva. Y dos días después
llegó al trabajo en coche, cosa insólita en él.
—¿Habéis visto? —murmurábamos al cabo de una semana—. Corbata nueva…
Lentes… Ayer nos invitó a celebrar su santo… Aquí debe de haber gato encerrado… Reza
mucho más que antes…
Es de suponer que tenga la conciencia menos limpia.
Y comunicamos nuestras sospechas a su excelencia.
—¿Nos va a salir rana hasta el décimo? —suspiró nuestro director—. No, es
imposible. Un hombre tan escrupuloso, tan tímido… Pero, en fin, vamos a hablar con él.
Fuimos a verle y rodeamos la caja.
—Perdone usted, Iván Petróvich —le dijo el director, con voz de súplica—. Tenemos
en usted entera confianza… La tenemos… ¡Desde luego! Pero… permítanos que
revisemos la caja… Háganos ese favor.
—Muy bien, magnífico —respondió sin titubear el cajero—. Revisen cuanto quieran.
Contamos el dinero, y faltaban cuatrocientos rublos. ¿De manera que también el
décimo? ¡Qué horror! Ésta fue nuestra primera conclusión. Pero, además, pensamos que si
en una semana había devorado una suma tan respetable, ¿cuánto se embolsaría en un año o
en dos? Quedamos petrificados de terror, de asombro, de desesperación. ¿Qué hacer?
¿Qué partido tomar? ¿Denunciarlo a los tribunales? No; eso era anticuado e inútil: el
undécimo y el duodécimo también desfalcarían la caja, y contra todos no íbamos a
querellarnos. ¿Darle una paliza? Se enfadaría… ¿Destituirle y contratar a otro? Bueno;
pero es que el nuevo también robaría. El director, rojo, y nosotros, pálidos, mirábamos
fijamente a Iván Petróvich, y, apoyados en la reja amarilla, pensábamos… Pensábamos,
forzábamos nuestros cerebros y sufríamos… Él, en cambio, manejaba impertérrito el
ábaco como si la cosa no fuera con él. Permanecimos callados un buen rato.
—¿En dónde has metido ese dinero? —le preguntó, por fin, nuestro director, medio
llorando y con voz trémula.
—Lo he gastado en necesidades perentorias, excelencia.
—¡Ehem!… De modo que en necesidades… ¡Pues mira qué bien…! ¡Acallar! ¡Te voy
a…!
El director dio un paseo por la sala y prosiguió:
—¿Qué les parece? ¿Cómo preservarnos de semejantes… sujetos? Señores, ¿por qué
callan ustedes? ¿Qué hacemos? Porque, claro, no vamos a darle una paliza a este canalla.
Su excelencia meditó y añadió:
—Oye, Iván Petrovich, nosotros repondremos ese dinero. No es cosa de cubrirnos de
oprobio dándole publicidad al asunto, el diablo te lleve; pero dinos francamente, sin
equívocos: ¿te gusta el bello sexo?
Iván Petrovich sonrió turbado.
—Entendido —dedujo el director—, ¿A quién no le gusta? Es natural… Todos
pecamos. Todos ansiamos el amor, como dijo aquel… filósofo… Te comprendemos
perfectamente. Bueno, pues verás: si tanto te gusta, te daré una carta para una… que está
muy bien. Ve a verla por cuenta mía. ¿Te interesa? Y te daré otra carta para otra… y para
una tercera. Las tres son guapísimas, regordetas, hablan francés… ¿Y el vino, te gusta?
—Hay vinos distintos, excelencia… El de Lisboa, por ejemplo, no lo puedo probar…
Cada bebida tiene, por así decirlo, su significación, excelencia.
—Déjate de divagaciones… Todas las semanas te mandaré una docena de botellas de
champaña. Bebe cuanto quieras, pero no malverses el dinero ni nos metas en
compromisos. No te lo ordeno; te lo suplico. También serás aficionado al teatro ¿verdad?
Y así sucesivamente. Decidimos, además de enviarle el champaña, abonarle a una
butaca en el teatro, triplicarle el sueldo, comprarle un coche con caballos negros y darle un
paseo diario en troika por las afueras, todo ello a cargo de la Sociedad. Acordamos,
asimismo, costearle el sastre, los habanos, las fotografías, los ramos de flores para las
artistas homenajeadas y hasta los muebles de su casa. ¡Que disfrutase, pero que no robara!
Con tal que no hubiera desfalcos, que hiciera lo que se le antojase.
¿Qué creen ustedes? Iván Petrovich lleva ya un año de cajero y no nos cansamos de
alabarle, ¡Qué honradez, qué nobleza! En todas las inspecciones semanales se descubre la
falta de diez o quince rublos, pero eso no es dinero. Algo hay que sacrificar a los instintos
del cajero: lo que importa es que no se lleve miles de rublos.
Y aquí nos tienen ustedes tan felices. Nuestra caja está siempre llena. Cierto que el
cajero nos sale por un ojo de la cara, pero no deja de resultar diez veces más barato que
cada uno de sus antecesores. Les juro que pocas sociedades y pocos bancos tienen un
cajero tan barato. Salimos ganando con él y serán ustedes unos chuscos si no imitan
nuestro ejemplo.
MANÍA GRANDIOSA
(A LA ATENCIÓN DEL PERIÓDICO EL MÉDICO)
(Случаи mania grandiosa. Вниманию газеты «Врач»)
Nadie pone en duda que, entre muchas ventajas, la civilización ha traído a la
Humanidad un perjuicio siniestro. Quienes más insisten en tal aseveración son los
médicos, que, no sin fundamento, ven en el progreso el motivo de los trastornos nerviosos
tan frecuentes en las últimas décadas. En América y en Europa cunden las dolencias
nerviosas de toda índole, desde la simple neuralgia hasta la psicosis más grave. Yo mismo
he visto casos de psicosis aguda, cuyas causas sólo podían radicar en la civilización.
—Conozco a un capitán retirado, excomisario comarcal de Policía, cuya chifladura
tiene por tema la divisa: «Las reuniones están prohibidas». Y como las reuniones están
prohibidas, ha mandado talar su bosque, no come con la familia, impide que el rebaño del
pueblo entre en sus terrenos, etcétera. En cierta ocasión, al invitarle a tomar parte en las
elecciones, respondió:
—Pero ¿no saben ustedes que las reuniones están prohibidas?
Un antiguo gendarme, expulsado del cuerpo no sé si por su amor a la verdad o por su
amor a las propinas, tiene una manía que pudiera titularse: «¡A la cárcel, amigo!».
Encierra en un baúl gatos, perros o gallinas y los mantiene recluidos cierto tiempo. Dentro
de botellas mete cucarachas, chinches y arañas. Y cuando dispone de algún dinero va por
la aldea contratando gente que quiera hacer el papel de reclusos.
—¡Anda, amiguete! —ruega al que se encuentra—. ¿A ti qué más te da, si terminaré
soltándote? Hazlo por respeto a mí.
Si convence a alguno lo recluye, lo vigila día y noche; y jamás lo pone en libertad
antes del plazo convenido.
Mi tío, que es del cuerpo de Intendencia, come galletas medio podridas, usa suelas de
cartón y recompensa generosamente a los familiares que le imitan.
Un cuñado mío, agente del fisco, padece la manía de que la publicidad es una
desdicha. Una vez los periódicos denunciaron que aceptaba propinas, y esto dio lugar a su
locura. Está suscrito a casi todos los periódicos de la capital; mas no los recibe para
leerlos. En cada número que llega busca pasajes «censurables», y al encontrarlos, echa
mano al lápiz rojo, pintarrajea todas las planas y se las da a los cocheros para que líen
cigarrillos. Y se siente bien hasta que recibe la siguiente remesa de periódicos.
EN LA NOCHE OSCURA
(Темною ночью)
Ni luna, ni estrellas… Ni contornos, ni siluetas, ni un exiguo punto luminoso… Todo
se ahogó en la tiniebla continua, impenetrable. Miras, miras, y no ves nada, como si te
hubieran sacado los ojos… Llueve a chorros, a cántaros… Un fango terrible…
Por el camino vecinal trota una pareja de pencos de correo. En la tartana está sentado
un hombre con un capote de ingeniero-ferroviario. A su lado su esposa. Ambos están
empapados. El cochero está borracho como una cuba. El de vara cojea, bufa, se estremece
y trota a duras penas… El asustadizo encuarte a cada rato tropieza, se detiene y se lanza a
un costado. El camino es terrible… A cada paso es una hondonada, un montículo, un
puente derribado. A la izquierda aúlla el lobo, a la derecha, dicen, hay un abismo.
—¿No nos salimos del camino? —suspira la ingeniera—. ¡Un camino terrible! ¡No
nos vuelques!
—¿Para qué volcarlos? ¡Ee…h! ¿Qué necesidad tengo yo de volcarlos? ¡Eh, vi…
villano! ¡Tiembla! ¡Que-rido!
—Nosotros, me parece, nos salimos del camino —dice el ingeniero—. ¿Adónde nos
llevas, diablo? ¿No ves, o qué? ¿Acaso esto es el camino?
—¡Debe ser el camino!
—¡El terreno no es ése, jeta borracha! ¡Vuelve! ¡Vira a la derecha! ¡Bueno, arrea!
¿Dónde está el látigo?
—Lo per… perdí, su excelen…
—Te mato si lo… ¡Recuerda! ¡Arrea, villano! Espera, ¿a dónde vas? ¿Acaso por ahí es
el camino?
Los caballos se detienen. El ingeniero se levanta con rapidez, se cierne sobre los
hombros del cochero, tira de las riendas y jala la derecha. El aborigen chapotea en el
fango, se vuelve en redondo y de pronto, sin más ni más, empieza como a forcejear de
modo extraño… El cochero se cae y desaparece, el encuarte la emprende con cierta peña,
y el ingeniero siente que la tartana, junto a los pasajeros, vuela a algún lugar al diablo…
El abismo no es profundo. El ingeniero se levanta, toma en sus brazos a su esposa y
sale a duras penas hacia arriba. Arriba, al borde del abismo, está sentado el cochero y
gime. El ferroviario se le acerca corriendo y, levantando el puño, está listo a destrozarlo,
eliminarlo, aplastarlo…
—¡Te mato, baaandido! —grita.
El puño se levanta y ya está a medio camino hacia el físico del cochero… Un segundo
más y…
[154]
—¡Mísha, recuerda Kukúevskaya
! —dice la esposa.
Mísha se estremece y su puño amenazante se detiene a medio camino. El cochero está
salvado.
MI CONFESIÓN
(Исповедь)
Era un día claro y frío… Me sentía tan a gusto como el cochero a quien, por
equivocación, le dan un rublo en vez de veinte kopeks. Tenía ganas de llorar, y de reír, y
de rezar… Creía estar en el decimosexto cielo: ¡me habían hecho cajero! Y no me
regocijaba porque de allí en adelante tendría ocasión de forrarme los bolsillos: aún no me
había convertido en un ladrón; y hubiera descuartizado a quien se hubiese atrevido a
insinuarme que, con el tiempo, caería en la trampa. Mi contento se debía tan sólo al
ascenso en el empleo y al insignificante aumento de sueldo.
Tenía, sin embargo, otro motivo de júbilo. Al ocupar el puesto de cajero fue como si
me hubieran colocado sobre la nariz unas gafas de cristales rosáceos. Se me antojaba que
la gente había cambiado. ¡Palabra de honor! Todo el mundo había mejorado. Los feos eran
guapos; los malos, buenos; los soberbios, humildes; y los misántropos, filántropos. Creí
haberme despejado. Vi en las personas cualidades magníficas anteriormente
insospechadas. «¡Qué extraño! —me decía a mí mismo, restregándome los ojos—. O algo
les ha pasado a los demás, o yo era tonto e incapaz de descubrir estas cualidades. ¡Qué
delicia de gente!».
El mismo día de mi nombramiento cambió por completo Z. N. Kazusov, uno de los
miembros de nuestra administración, orgulloso, fatuo, que ni siquiera advertía la presencia
de los peces pequeños. Se me acercó y —¿qué le habría sucedido?—, sonriendo
afectuosamente, me dio unas palmadas en el hombro.
—No está bien tanto orgullo para tan pocos años —me dijo—. No está bien. ¿Por qué
no viene nunca a mi casa? Le advierto que es una falta. ¡Y hay que ver la de jóvenes que
allí se reúnen y lo alegremente que lo pasan! Mis hijas no hacen más que preguntarme:
«Papito, ¿por qué no invita a Grigori Kuzmich? ¡Es tan simpático!». «¡Cualquiera le trae!
—suelo responder—. Pero procuraré hacerlo… Le invitaré». No se haga rogar tanto,
padrecito. Pase por casa…
¡Asombroso! ¿Qué mosca le habría picado? ¿O se habría vuelto loco? Era un ogro y,
de buenas a primeras…
Al llegar a mi casa me esperaba otra sorpresa: mi madre no sirvió dos platos, como de
costumbre, sino cuatro. Por la noche, para la cena, nos puso, con el té, mermelada y tortas.
Al día siguiente, otros cuatro platos; y otra vez mermelada. Vinieron unos invitados y se
les agasajó con chocolate. Y al tercer día, el mismo cuadro.
—Madre —le dije—. ¿A santo de qué viene todo esto? ¿Por qué tanta esplendidez?
Tenga en cuenta que no me han duplicado el sueldo. El aumento es mísero.
Mi madre me miró sorprendida.
—¿Dónde piensas meter el dinero? —preguntó—. ¿Vas a guardarlo en una hucha?
¡El diablo que les entendiera! Mi padre se encargó un abrigo, se compró un gorro
nuevo, comenzó a tratarse con aguas minerales y con uvas (¡en invierno!). Y cinco o seis
días más tarde, recibí una carta de mi hermano: ¡de un hermano que no podía ni verme!
Nos separaba la diversidad de convicciones. Yo le parecía un egoísta, un zángano incapaz
de sacrificarse. Por eso me odiaba. No obstante, leí en la carta: «Querido hermano:
Siempre te he amado, y no puedes imaginarte cómo me tortura nuestra disputa. ¡Hagamos
las paces! ¡Démonos la mano, y reine la concordia! ¡Te lo suplico! En espera de tu
respuesta, te besa y abraza tu hermano que te quiere, Evlampi». ¡Oh amado hermano! Le
contesté que me alegraba de su decisión y le enviaba un abrazo. Una semana después,
recibí un telegrama de él: «Gracias. Soy feliz. Mándame cien rublos. Los necesito mucho.
Te abraza, E.». Le mandé los cien rublos.
¡Incluso ella cambió! Antes me detestaba. Una vez que se me ocurrió insinuarle los
anhelos de mi corazón, me llamó desvergonzado y me dio un bufido en mi propia cara, en
cambio, a la semana de mi nombramiento sonrió al encontrarme, haciéndosele unos
hoyitos muy graciosos en la cara, y se ruborizó…
—¿Qué le ha sucedido? —me preguntó, mirándome embelesada—. ¡Cuánto ha
mejorado usted! ¿Cómo ha sido posible? Vamos a bailar…
¡Paloma mía! Al cabo de un mes, su madre era ya mi suegra. ¡Fíjense si yo habría
mejorado! Necesitábamos dinero para la boda, y saqué de la caja trescientos rublos. ¿Qué
tenía de particular, si los restituiríamos cuando cobrase? De camino, saqué otros cien
rublos para Kazusov… Me los pidió prestados; y no convenía negárselos, porque era un
tipo influyente, que podía echarme de mi puesto en el momento que quisiera… (La
editorial, considerando un poco largo este relato, ha tachado aquí ochenta y tres líneas,
con grave perjuicio para los honorarios del autor).
Una semana antes de ser detenido, les ofrecí un ágape, a petición de ellos mismos. ¡A
ver si reventaban de un hartón, ya que tanta gana de comer tenían! No conté cuántos
huéspedes hubo. Recuerdo, tan solo, que mis nueve habitaciones estaban atestadas de
gente. Había viejos y jóvenes. Asistieron, incluso, algunos personajes ante los que doblaba
el espinazo el propio Kazusov. Las hijas de éste (la mayor de ellas era mi adorada esposa)
cegaban con sus atavíos. Solamente las flores que llevaban me habían costado más de mil
rublos. ¡Qué alegría reinó! Música que toca; arañas que resplandecen, champaña que corre
a raudales… Se pronunciaron largos discursos y brindis breves. Un periodista me dedicó
una oda y otro una balada…
—En Rusia no se sabe apreciar a personas como Grigori Kuzmich —gritó, durante la
cena, Kazusov—. ¡Qué lástima! ¡Qué lástima de Rusia!
Pero todos los que me enaltecían, me dedicaban versos y me besaban, se ponían a
murmurar o me hacían, la figa en cuanto yo daba la vuelta. Vi sonrisas, vi figas y oí
murmuraciones:
—¡Todo lo ha robado, el muy canalla! —cuchicheaban, sonriendo con malicia.
Sin embargo, ni las figas ni las habladurías les impidieron atiborrarse, beber y
disfrutar.
Ni los lobos ni los diabéticos son capaces de comer como lo hicieron ellos. Mi mujer,
refulgente de pedrería y de oro, se me acercó para musitar a mi oído:
—Ahí dicen que lo has robado todo. Si es verdad, ten cuidado. ¡Yo no puedo vivir con
un ladrón! ¡Me marcharía!
Al hablar así se reacomodaba el vestido, valorado en cinco mil rublos. ¡Cualquiera les
entendía! En la misma fiesta, Kazusov me sacó cinco mil rublos más. Y otros cinco mil,
Evlampi.
—Si lo que se murmura es cierto —me dijo el puritano de mi hermanito, mientras se
metía el dinero en el bolsillo—, ten mucho cuidado: ¡yo no puedo ser hermano de un
ladrón!
Después del baile los llevé a todos a dar un paseo en troika por el campo…
Serían las seis de la mañana cuando terminamos. Debilitados por el vino y las mujeres,
se tendieron en los trineos para regresar. Y en el momento de partir, me gritaron como
despedida:
—¡Mañana habrá inspección! ¡Merci!
***
Señoras y señores: he caído en el garlito… Dicho de otro modo, ayer era un hombre
respetable, honesto, digno de toda alabanza; hoy soy un granuja, un malversador y un
ladrón. ¡Gritad, blasfemad, alborotad, asombraos, condenadme, deportadme, escribid
editoriales, apedreadme; pero, por favor, no todos, no todos!
HIPNOTISMO
(На магнетическом сеансе)
Era una gran sala profusamente iluminada y repleta de público. De rey de la velada
hacía un hipnotizador que, pese a su insignificancia física, brillaba y resplandecía en
medio de la concurrencia. Todos los presentes le sonreían, le prodigaban aplausos y le
obedecían sumisos. Algunos llegaban, incluso, a palidecer ante él.
Realizaba verdaderos prodigios. A uno le adormeció; a otro le dejó sin movimiento; a
un tercero le tendió con la nuca apoyada en una silla y los talones en otra; y a un periodista
largo y flaco le retorció en espiral… En una palabra, hacía auténticas diabluras. Y su
influjo era particularmente grande entre las señoras.
Las señoras caían, al conjuro de su mirada, como las moscas al de la miel. ¡Oh nervios
femeninos! ¡A no ser por vosotros, este mundo resultaría muy aburrido!
Después de probar sus diabólicas artes en otras personas, el hipnotizador se acercó a
mí:
—Me parece que usted tiene una naturaleza muy propicia a los experimentos —me
dijo—. Es usted tan nervioso, tan expresivo… ¿No le parece que debiera dormirse?
¿Dormirme? Con mil amores. Que hiciera la prueba.
Me senté en una silla en medio de la sala. Apagaron las luces. El hipnotizador tomó
asiento frente a mí, me cogió de las manos y fijó sus horribles ojos de serpiente en mis
pobres pupilas.
El público nos rodeó, agolpándose junto a nosotros.
—¡Tsss! ¡Silencio, señores! ¡Tsss!
Se hizo la calma. Sentados frente a frente, nos mirábamos a los ojos… Pasó un
minuto, otro… Un hormigueo recorrió mis espaldas, y mi corazón latió aceleradamente;
pero no sentía el menor deseo de dormir.
Seguimos sentados seis o siete minutos más.
—¡Ése no se rinde! —exclamó alguien—, ¡Muy bien! ¡Es un tío rebelde!
Continuamos mirándonos. Yo no sólo no sentía sueño sino que estaba completamente
desvelado. Un acta de la sesión del Ayuntamiento o de la Diputación me hubiera hecho
dormir mucho antes. El público empezó a murmurar y a sonreír… El hipnotizador,
desconcertado, se puso a parpadear rápidamente… ¡Pobrecillo! ¿A quién le gusta fracasar?
¡Ojalá le salvaran los espíritus mandando a mis ojos los rayos de Morfeo!
—¡Que no se duerme! —volvió a decir la misma voz—. Basta ya de engaños. ¿No
decía yo que no eran más que trucos?
Precisamente en el instante en que yo, obedeciendo a esta voz, me disponía a
levantarme, noté en la mano un cuerpo extraño… Palpándolo, noté que se trataba de un
papel. Mi padre fue médico y los médicos identifican los papeles por medio del tacto. Con
arreglo a la teoría de Darwin, yo había heredado de mi papá ésta y algunas otras
facultades. Reconocí en el papel un billete de cinco rublos. Y al reconocerlo no tardé en
dormirme.
—¡Bien por el hipnotizador!
Los médicos que asistían a la sesión se acercaron a mí, dieron varias vueltas alrededor,
olisquearon y sentenciaron:
—Pues sí, señores: está dormido…
El hipnotizador, halagado por el triunfo, agitó las manos sobre mi cabeza, y yo eché a
andar por la sala a pesar de encontrarme dormido.
—¡Introdúzcale el tétanos en un brazo! —pidió alguien.
—¿Será usted capaz de conseguirlo? Déjele paralizado un brazo.
El hipnotizador, nada tímido, me estiró el brazo derecho y se puso a manipular sobre
él, tan pronto frotándolo como soplándole y dándole palmadas. Mi brazo no se sometía;
lejos de ello, quedaba suspendido como un trapo, sin el menor asomo de rigidez.
—No consigue tetanizarlo… Despiértele, que puede ser perjudicial… Es hombre
endeble, nervioso.
Pero he aquí que en aquel preciso momento mi mano izquierda percibió en su palma el
contacto de otro billete de cinco rublos…
La excitación se transmitió, por vía de reflejo, de la izquierda a la derecha, y acto
seguido se me «tetanizó» el brazo.
—¡Bravo! —oyéronse exclamaciones—. Fijaos qué duro y qué frío se le ha quedado.
Parece el de un muerto.
—Anestesia total, descenso de la temperatura y debilitamiento del pulso —certificó el
hipnotizador.
Los médicos se apresuraron a tomarme el pulso.
—Verdaderamente, lo tiene más débil —declaró uno de ellos.
—Tetanus completo —afirmó otro—. Su temperatura es mucho más baja de lo normal.
—¿Qué explicación tiene todo esto? —interesose una de las señoritas presentes.
Un doctor, hundiendo la cabeza entre los hombros, suspiró significativamente y
respondió:
—Sólo tenemos los fenómenos… Explicaciones, ¡ay!, no podemos hallarlas…
Ellos tendrían todos los fenómenos que quisieran, pero yo tenía dos billetes de cinco
rublos. Lo mío valía más. Con esto me bastaba para estar agradecido al hipnotismo. Y me
sobraban todas las explicaciones del mundo…
¡Pobre hipnotizador! ¿Por qué habría venido a toparse con un áspid como yo?
P. S.: ¿No es esto una maldición? ¿No es una canallada?
Acabo de enterarme de que no fue el hipnotizador quien me puso en la mano los
billetes, sino Piotr Fiodorich, mi jefe…
—Lo hice para probar tu honradez —me ha dicho.
¡Maldito diablo!
—Debiera darte vergüenza, amigo… Es una bajeza… No lo esperaba de ti…
—Es que tengo hijos, excelencia… Mi mujer… Mi madre… Con la carestía de la
vida…
—Muy mal, muy mal… Y luego quieres publicar un periódico… Lloras cuando tomas
la palabra en los banquetes… para después hacer estas ruindades vergonzosas… Te creía
persona honesta, y me resultas un…
Tuve que devolverle los dos billetes. ¡Cómo no! La reputación vale más que el
dinero…
—Contigo no me enfado —prosiguió el jefe—, ¡A la porra con tus mezquindades!
Pero ella… ¡Qué sorpresa! ¡Ella! La candidez, la inocencia en persona… ¡y también se
dejó seducir por el dinero! ¡También se durmió!
Ella es la «amiga» de mi jefe, Matriona Nikolaievna…
SE FUE
(Ушла)
Comieron. El estómago sentía un pequeño bienestar, las bocas bostezaban, los ojos se
cerraban por una dulce somnolencia. El marido se puso a fumar un puro, se desperezó y se
tumbó en el sofá. La esposa se sentó en la cabecera y empezó a tararear… Eran felices.
—Cuéntame algo… —bostezó el marido.
—¿Qué te cuento? Mmm… ¡Ah, sí! ¿Sabes? Sofía Okúrkova se ha casado con ese…
¿Cómo se…? ¡Con Von Tramb! ¡Qué escándalo!
—¿Qué tiene de escándalo?
—Pues que Tramb es un desgraciado. Un miserable…, un canalla. Un tipo sin
principios. ¡Una mala bestia! Fue administrador del conde y se hizo rico, ahora trabaja en
el ferrocarril y roba… Arruinó a su hermana… Vamos, que es un canalla y un ladrón.
¡Mira que casarse con un tipo así! ¿Y vivir con él? ¡Me extraña! ¡Una chica tan decente…!
¡vaya! ¡Por nada del mundo me casaría con ese sujeto! ¡Aunque fuera millonario! ¡Ni
aunque fuese más guapo que no sé quién! ¡No puedo imaginarme a un marido canalla!
La esposa se levantó indignada y, ruborizándose, anduvo polla habitación. Sus ojos
ardían de rabia. Se veía que era sincera…
—¡Vaya criatura ese Tramb! ¡Las mujeres que se casan con señores así son tontas de
remate!
—Entonces… tú, desde luego, no te casarías… Ya… ¿Y si ahora te enteraras de que
yo también… soy un canalla? ¿Qué harías?
—¿Yo? ¡Te dejaría! ¡No me quedaría contigo ni un momento! ¡Sólo puedo amar a un
hombre honrado! Si sé que has hecho una pizca de lo que ha hecho Tramb, al instante, te
[155]
digo… Adieu! .
—¡Caramba! ¡Cómo eres…! ¡No lo sabía…! Je, je, je… ¡La mujer miente y no se
sonroja!
—¡Yo nunca miento! ¡Prueba a hacerme una canallada y verás!
—¿Y para qué tengo que probar? Tú misma sabes… que soy más canalla que tu Von
Tramb… Comparado conmigo Tramb no es nada. ¿Te sorprendes? Es raro… (Pausa).
¿Qué sueldo tengo?
—Tres mil al año.
—¿Y cuánto cuesta el collar que te compré la semana pasada? Dos mil… ¿No es así?
Y el vestido de ayer, quinientos… La dacha, dos mil… Je, je, je. Ayer tu padre me pidió
mil…
—Pero, Pierre, es que son ingresos suplementarios…
—Los caballos… el médico de cabecera… las cuentas de los modistos. Hace tres días
perdiste a las cartas cien rublos…
El marido se incorporó, apoyó la cabeza en los puños y leyó el acta de acusación
entera. Se acercó al escritorio y enseñó a su mujer las pruebas del delito…
—¿Te das cuenta ahora que tu Von Tramb es una minucia, un carterista en
comparación conmigo…? ¡Adieu! ¡Vete, y de ahora en adelante no hagas reproches!
He acabado. Tal vez el lector aún se pregunte:
—¿Y ella dejó al marido? ¿Se fue?
Sí, se fue… a otra habitación.
EN LA BARBERÍA
(В цирульне)
Primeras horas de la mañana. Aún no son las siete, pero la barbería de Makar Kuzmich
Blestkin ya está abierta. El dueño, un joven de unos veintitrés años, sucio, vestido con
ropas mugrientas que pretenden pasar por elegantes, está poniendo en orden el local. En
realidad, no tiene nada que limpiar, pero el trabajo le ha hecho sudar. Aquí pasa una
bayeta, allí rasca con la uña, más allá encuentra una chinche y la retira de la pared.
La barbería es pequeña, estrecha, destartalada. Las paredes de troncos están cubiertas
de un empapelado que recuerda una camisa de cochero desteñida. Entre las dos ventanas
con cristales mates y lacrimosos hay una puertecilla delgada, miserable, chimante,
coronada por una campanilla medio verdosa por la humedad que tintinea de vez en
cuando, sin razón aparente, se estremece y emite un sonido quejumbroso. Si miráis el
espejo suspendido de una de las paredes, veréis vuestro rostro deformado en todos los
sentidos de la manera más lamentable. Es delante de ese espejo donde el barbero corta los
cabellos y afeita a sus clientes. En una mesita tan sucia y mugrienta como Makar
Kuzmich, todo está dispuesto: peines, tijeras, navajas, fijadores y polvos de a kopek y
agua de colonia muy diluida también de a kopek. La verdad es que toda la barbería no vale
ni medio rublo.
El chirrido de la enfermiza campanilla suena por encima de la puerta y un hombre de
edad madura, con zamarra de piel de cordero y botas de fieltro, entra en la barbería. Lleva
la cabeza y el cuello cubiertos por un chal de mujer.
Es el padrino de Makar Kuzmich, Erast Ivánich Yágodov. Antaño trabajaba como
guardián en el consistorio, ahora vive cerca del Estanque Rojo y ejerce el oficio de
cerrajero.
—¡Buenos días, Makar! —le dice al barbero, que sigue ocupado en su labor de
limpieza.
Se besan. Yágodov se quita el chal de la cabeza, se santigua y se sienta.
—¡Sí que queda esto lejos! —dice, carraspeando—. No es poca cosa. Del Estanque
Rojo a la puerta de Kaluga.
—¿Qué tal le va?
—Nada bien, hermano. He tenido fiebre.
—¿Qué me dice? ¡Fiebre!
—Fiebre. He pasado un mes en cama; creí que me moría. Me administraron la
extremaunción. Ahora se me cae el cabello. El doctor me ha ordenado que me lo corte.
Dice que me saldrá un pelo nuevo y más fuerte. Entonces pensé: vete a ver a Makar. Antes
que ir a cualquier otro sitio, vale más ir a casa de un pariente. Lo hará mejor y no te
cobrará nada. Queda un poco lejos, es verdad, pero ¿qué importa? Así te darás un paseo.
—No faltaría más. ¡Siéntese!
Makar Kuzmich, chocando los talones, le señala una silla. Yágodov se sienta, se mira
en el espejo y parece satisfecho con lo que ve: en el cristal aparece una jeta torcida, con
labios de calmuco, una nariz ancha y chata y ojos en la frente. Makar Kuzmich cubre los
hombros de su cliente con una servilleta blanca salpicada de manchas amarillas y empieza
a manejar las tijeras.
—¡Se lo voy a cortar al rape! —dice.
—Naturalmente. Que tenga aspecto de tártaro o de bomba. Así nacerá más tupido.
—¿Qué tal está la tía?
—Bien. Hace poco asistió al parto de la mujer del comandante. Le dieron un rublo.
—Un rublo, nada menos. ¡Agárrese la oreja!
—Ya lo hago… No me cortes, ten cuidado. ¡Ay, qué daño! Me tiras del pelo.
—No es nada. En nuestro oficio es imposible hacer las cosas de otra manera. Y ¿qué
tal se encuentra Anna Erástovna?
—¿Mi hija? Estupendamente. El miércoles de la semana pasada se prometió en
matrimonio con Sheikin. ¿Por qué no viniste?
El ruido de las tijeras se interrumpe. Makar Kuzmich deja caer los brazos y pregunta
con terror:
—¿Quién se ha prometido?
—Anna.
—¿Cómo es posible? ¿Con quién?
—Con Prokofi Petrov Sheikin. Su tía trabaja como gobernanta en el callejón
Zlatoustenski. Es una buena mujer. Naturalmente, todos estamos muy contentos, alabado
sea Dios. La boda se celebrará dentro de una semana. Ven, nos correremos una juerga.
—Pero ¿qué me dice? —pregunta Makar Kuzmich, pálido, sorprendido, encogiéndose
de hombros—. ¡No puedo creerlo! ¡Es… es totalmente imposible! Si Arma Erástovna… si
yo… si yo albergaba sentimientos por ella, tenía intenciones. ¿Cómo ha ocurrido algo así?
—Pues ya lo ves. Se han prometido, eso es todo. Es un buen hombre.
El rostro de Makar Kuzmich se cubre de un sudor frío. Deja las tijeras en la mesa y
empieza a frotarse la nariz con el puño.
—Tenía intenciones… —dice—, ¡No es posible, Erast Ivánich! Yo… estoy enamorado
y le he ofrecido mi corazón… La tía había dado su consentimiento. Siempre le he
respetado como a un padre… Siempre le corto el pelo gratis… Siempre me he mostrado
servicial con usted y, cuando mi padre murió, se quedó usted con el sofá y diez rublos en
dinero que no me ha devuelto. ¿Se acuerda usted?
—¡Cómo no voy a acordarme! Claro que me acuerdo. Pero ¿qué clase de novio serías
tú, Makar? No tienes dinero, ni posición, te ocupas de un oficio insignificante…
—Y ¿Sheikin es rico?
—Sheikin es maestro de obras. Tiene quinientos rublos en títulos. Así es, hermano…
Di lo que quieras, pero el asunto está cerrado. No es posible dar marcha atrás, Makar.
Búscate otra novia… No es el fin del mundo… ¡Bueno, sigue cortando! ¿Qué haces ahí
parado?
Makar Kuzmich guarda silencio y no se mueve de su sitio; luego se saca un pañuelo
del bolsillo y se echa a llorar.
—¡Bueno, basta! —le consuela Erast Ivánich—. ¡Déjalo ya! ¡Sollozas como una
mujer! Acaba de cortarme el pelo y llora luego todo lo que quieras. ¡Coge las tijeras!
Makar coge las tijeras, durante un minuto las mira con aire abstraído y a continuación
vuelve a dejarlas sobre la mesa. Le tiemblan las manos.
—¡No puedo! —dice—, ¡Ahora no puedo, me faltan las fuerzas! ¡Soy muy
desdichado! ¡Y ella también! Nos queríamos, nos habíamos prometido, pero personas sin
corazón y sin piedad nos han separado. ¡Váyase, Erast Ivánich! No puedo verle.
—En ese caso volveré mañana, Makar. Terminarás de cortarme el pelo mañana.
—De acuerdo.
—Cálmate. Vendré mañana por la mañana, a primera hora.
Con la mitad de la cabeza pelada al rape, Erast Ivánich parece un presidiario. Le
resulta molesto irse con esa pinta, pero no hay nada que hacer. Se envuelve la cabeza y el
cuello con el chal y sale. Una vez solo, Makar Kuzmich se sienta y sigue llorando en
silencio.
Al día siguiente, por la mañana temprano, Erast Ivánich aparece de nuevo en la
barbería.
—¿Qué se le ofrece? —le pregunta Makar Kuzmich con frialdad.
—Acaba de cortarme el pelo, Makar. Aún te queda la mitad de la cabeza.
—Págueme por adelantado. No trabajo gratis.
Erast Ivánich se marcha sin pronunciar palabra. Hasta la fecha sigue teniendo el pelo
largo en una mitad de la cabeza y corto en la otra. Considera un lujo pagar por un corte de
pelo y espera a que los cabellos cortados crezcan por sí mismos. Así fue a la boda.
PLEGARIAS MODERNAS
(Современные молитвы)
A Apolo. ¡Lárgate!
A Esterpe, musa de la música. ¡Te ruega uno que terminó el curso en el conservatorio
y tomó lecciones con Rubinstein! ¿No tienes, mátushka, por algún lugar a la vista, un
puestito de pianista en una rica casa de mercaderes? ¡Enséñame asimismo a componer
polcas y cuadrillas de treinta kopeks! A propos: ¿no puedes correr del puesto a nuestro
primer violín? Ya me sería hora de dejar de ser el segundo… Voz del público: ¡¡¡De
Komaríns… kii!!! ¡Canta!
A Urania, musa de la astronomía (la suplicante, con timidez, mira alrededor, se
confunde, y en voz baja): «¡Y de todas formas se mueve!». (En voz alta): ¿No se puede
imponer colectas a los planetas y los cometas? ¡Explora, pues, e intenta! Vas a recibir un
por ciento. Voz del público: ¡Y de todas formas no se mueve!
A Polimnia, musa de la canción. Quisiera yo, musa, pasarme de la ópera al bufo, pero
como que, sabes, es incómodo… Y en el bufo pagan más, y la gloria de allá es más
ayeante… ¡Arráncame los escrúpulos! ¡Estropea las voces de mis colegas, para que yo sea
mejor que ellos, siembra una intriga entre ellos, y destruye a los reseñistas! Voz del
público: ¡Cante algo, joven!
A Calíope, musa de la poesía épica. Reduce en mí el ardor poético, quítame los temas,
cuadriplica la censura, zúrrame, haz lo que quieras conmigo, pero sólo auméntame un
kopek por rengloncito. ¡Persuade, oh musa, a los pagadores!
A Melpomene, musa del teatro. ¡Danos nuestros beneficios, sinvergüenza! ¡Más
mercaderas! ¡Empresarios!
A Érato, musa de la poesía erótica. Desde que empecé a rogarte, Ératochka, ni un
verso mío fue tachado. ¡Todos pasaron! ¡Tralalá! ¡Tralalá! ¡No hay poeta más de moda
que yo! Pero… de todas formas, estoy insatisfecho: a la poesía escotada no a todas partes
la dejan entrar. ¡Persuade a los ignorantes! Voz del público: ¡Que viva el Salan des
variétés!
A Terpsícore, musa de la danza. ¡Llena las primeras filas de ancianos calvos, sin
dientes, enciende sus sangres frías! ¡Suprime el drama, la comedia y la tragedia, y restaura
la antigua gloria del ballet! Voz del público—, ¡Cancán! ¡Sale al medio! ¡Pst! ¡Pst!
A Talla, musa de la comedia. No me hace falta la gloria de Ostrovskii… ¡No! ¡No te
pondrás las botas de la inmortalidad! ¡Dame la fuerza y el poder de Víctor Alexándrov,
que escribe diez comedias por noche! ¡Cuánto dinero pues, mátushkal!
A Clio, musa de la historia. Voz del público ¡Pasa! ¡No nos adviertas! ¿Por qué abriste
los ojos? ¿Nunca viste un escándalo, o qué?
A Baco y Venus. ¡Vueeestra mano! ¡Merci! ¡Puesto de honor!
EN EL CLAVO
(На гвозде)
[156]
Por la avenida Nevski regresaba de la oficina un grupo de registradores colegiales
y
[157]
de secretarios provinciales . Conducíales su compañero Struchkov, que iba a
convidarles con motivo del día de su santo.
—¡Menudo hartón nos vamos a dar, hermanos! —soñaba en alto el autor de la
invitación—. ¡Vamos a comer igual que lobos! Mi mujer ha preparado una empanada
como para chuparse los dedos. Yo mismo fui ayer por la harina. Tenemos también
coñac…, vodka… De fijo que mi mujer está impaciente esperándonos.
Struchkov vivía donde el diablo dio las tres voces. Después de andar y más andar,
llegaron, por fin, a la casa. Entraron en el recibidor; y sus sensibles olfatos percibieron un
apetitoso olor a empanada y a ganso asado.
—¿Huelen ustedes? —preguntó Struchkov, riendo de satisfacción—, Señores, quítense
los abrigos. Quítenselos y pónganlos encima de ese baúl. ¿Dónde está Katia? ¡Eh, Katia!
¡Ha llegado el grueso de la columna! ¡Akulina, acude aquí y ayuda a los señores a quitarse
los abrigos!
—Pero ¿qué es eso? —inquirió uno de los funcionarios señalando a la pared.
De esta sobresalía un clavo, y del clavo pendía una gorra flamante, con
resplandeciente visera de celuloide y una escarapela sobre ella.
Los recién llegados se miraron los unos a los otros y palidecieron.
—¡Ésta es su gorra! —cuchichearon entre sí—. ¿Será posible que él esté aquí?
—Sí, aquí está —masculló Struchkov—. Está con Katia. Señores, vámonos un
momento. Nos sentaremos en cualquier taberna y esperaremos a que se vaya.
Los del grupo se abotonaron de nuevo los abrigos, salieron a la calle y se encaminaron
perezosamente a la taberna.
—En tu casa huele a ganso porque hay un ganso en ella —dijo el subjefe del archivo
arriesgándose a hacer un comentario tirando a liberal—. ¡El diablo se lo lleve! ¿Tardará
mucho en irse?
—Se irá pronto. Nunca está más de dos horas. ¡Tengo una gana de comer! Lo primero
que haremos será tomarnos una copa de vodka con unas anchoas como aperitivo.
Repetiremos luego, hermanos; y después de la segunda copa le meteremos mano a la
empanada, pues de otro modo se nos irá el apetito. Mi mujer hace unas empanadas tan
ricas… Y también tendremos schi.
—¿Has comprado sardinas?
—Dos latas. Embutidos de cuatro clases… Mi mujer, probablemente, también tendrá
hambre. ¡Nos ha fastidiado ese demonio!
Se pasaron en una taberna cosa de hora y media; pidieron, por pedir algo, una taza de
té, y volvieron a casa de Struchkov. Al entrar en el recibidor, el olor era más intenso aún
que la primera vez. Por la puerta de la cocina, que estaba entreabierta, los funcionarios
vieron un ganso asado y una fuente de pepinillos. Akulina se hallaba sacando algo del
horno.
—¡Tampoco ahora hemos tenido suerte, hermanos!
—¿Qué sucede, pues?
Los estómagos de los invitados se contrajeron de pena. El hambre no es ninguna
broma; y en el maldito clavo seguía colgada la gorra en cuestión.
—Es la gorra de Prokatílov —dijo Struchkov—. Salgamos, señores. Esperaremos en
cualquier parte. No suele tardar mucho en irse…
—¡Y que un grullo como ese tenga una mujer tan guapa! —se oyó una voz de bajo
profundo en la sala de estar.
—Todos los tontos tienen suerte, excelencia —le respondió otra voz, de mujer esta
última.
—Vámonos —gimió Struchkov.
Regresaron a la taberna y pidieron cerveza.
—Prokatílov es un tío de influencia —comenzaron los compañeros a consolar a
Struchkov—. Pasa una hora entretenido con tu mujer, pero tú ganas con ello… diez años
de bienestar. ¡Es una verdadera fortuna, hermano! ¿Para qué apenarse? No te aflijas.
—Ya sé que no debo entristecerme. No se trata de eso. Lo que siento es el hambre que
tengo.
Al cabo de otra hora y media volvieron a casa de Struchkov y también ahora
encontraron la gorra en el clavo. Tuvieron, pues, que retirarse de nuevo.
Sólo a las ocho de la noche hallaron el clavo solo y pudieron emprenderla con la
empanada. La empanada estaba seca, el schi tibio y el ganso algo quemado. ¡Todo lo había
echado a perder la carrera de Struchkov! Sin embargo, comieron con apetito.
LA NOVELA DE UN ABOGADO
(ACTA)
(Роман адвоката. Протокол)
Con fecha diez de febrero de mil ochocientos setenta y ocho en la ciudad de
San Petersburgo, barrio Moskovski, sector segundo, casa del comerciante
Zhivotov, de la Segunda Corporación, sita en la calle Ligovka, el abajo firmante
encontró a María Alexeievna Barabanova, hija de un consejero titular, de
dieciocho años, religión ortodoxa, que sabe leer y escribir. Al encontrar a la
susodicha Barabanova, me sentí atraído por ella. Como, en virtud del artículo
994 del Código de Justicia Civil, la convivencia ilegítima trae consigo, amén de la
excomunión eclesiástica, la multa prevista por el artículo citado (véase la sentencia recaída
en el caso del comerciante Solodovnikov en 1881, Recopilación de Decisiones del
Tribunal de Casación), le ofrecí mi mano y mi corazón. Nos casamos, pero no viví con
ella mucho tiempo, porque dejé de amarla. Después de traspasar a mi nombre toda su dote,
[158]
comencé a rodar por tabernas, Livadias
y Eldorados, durando esta delicia cinco años. Y
como, en virtud de lo dispuesto por el artículo 54 X del Código, la ausencia
ininterrumpida de uno de los cónyuges durante cinco años da derecho al divorcio, tengo el
honor de solicitar de V. E. se sirva considerar invalidado mi matrimonio.
¿QUÉ ES MEJOR?
(DIVAGACIONES OCIOSAS DEL CADETE KROKODILOV)
(Что лучше?Праздные рассуждения штык-юнкера Крокодилова)
A la taberna pueden ir los mayores y los niños, mientras que a la escuela sólo pueden
ir estos últimos.
El alcohol hace más lento el metabolismo, contribuye a la sedimentación de las grasas,
alegra el corazón del hombre. La escuela no es capaz de tanto. Lomonósov dijo: «Las
ciencias alimentan a los jóvenes y contentan a los viejos». En cambio, el príncipe
Vladimir repetía, una y otra vez: «La alegría de Rusia está en la bebida». ¿A cuál de los
dos hemos de creer? Evidentemente, al más viejo.
No es la escuela la que proporciona tanto ingreso al fisco, por el impuesto del timbre.
La utilidad de la instrucción se halla todavía en tela de juicio; su daño, en cambio,
salta a la vista.
Para estimular el apetito no se emplea el abecedario, sino una copa de vodka.
Tabernas hay en todas partes; escuelas, no.
De todo ello se deduce una conclusión: no es posible abolir las tabernas; y respecto a
la escuela, será cosa de pensarlo.
Imposible renegar de toda la instrucción. Sería una locura, pues siempre es útil saber
leer letreros como «Casa de bebidas».
GRATITUD
(ESTUDIO PSICOLÓGICO)
(Благодарный. Психологический этюд)
Aquí tienes los trescientos rublos —dijo Iván Petrovich entregando unos billetes a su
secretario y pariente lejano Misha Bobov—. No hay más remedio. Tómalos. No quería
dártelos, pero… ¿qué le vamos a hacer? Aquí los tienes, y conste que es la última vez. A
mi mujer le debes el favor. A no ser por ella, no hubieras visto ni un ochavo. Ella es la que
me ha persuadido.
Misha cogió el dinero y entornó los párpados. Le faltaban palabras para expresar su
reconocimiento. Sus ojillos enrojecieron y se cubrieron de humedad. Hubiera dado un
abrazo a Iván Petrovich; pero… ¡es tan delicado abrazar a los jefes!
—A ella tienes que agradecérselo —repitió Iván Petrovich— Ella fue la que me
ablandó, a fuerza de ruegos… La conmoviste tanto con esa jeta llorona… Es a ella a quien
se lo debes.
Misha retrocedió, salió del gabinete y se dirigió a dar las gracias a la esposa de Iván
Petrovich, parienta lejana suya. La mujer, una rubita pequeña y graciosa, estaba sentada en
su salita, en un sofá, leyendo una novela. Misha se detuvo ante ella y exclamó:
—¡No sé cómo agradecérselo!
Ella sonrió, condescendiente; dejó el libro y, con gesto magnánimo, le indicó un lugar
a su lado. Misha se sentó:
—¿Cómo agradecérselo, cómo? ¡Dígamelo, María Semionovna! ¡Lo que ha hecho por
mí es más que una obra de caridad! ¡Con este dinero celebraré mi boda con mi hermosa y
adorada Katia!
Una lágrima rodó por la mejilla de Misha. Su voz tembló.
—¡Muchas gracias!
Así diciendo, se agachó y besó la mano regordeta de María Semionovna.
—¡Es usted tan buena! ¡Y qué generoso es Iván Petrovich! ¡Qué bondadoso y qué
benévolo! ¡Un corazón de oro! Debe usted dar gracias al Cielo por haberle dado un marido
como el que tiene. ¡Querida mía, ámele usted! ¡Ámele, yo se lo suplico!
Misha se inclinó de nuevo; y le besó las dos manos a la vez. Las lágrimas le corrieron
por la otra mejilla, y un ojo se le puso más pequeño.
—Es viejo y feo; pero ¡qué alma la suya! ¡Pruebe a buscar un alma igual! No la
encontrará. ¡Ámele! Ustedes, las esposas jóvenes, son tan volubles… Lo primero que
buscan en el hombre es la apariencia, el efecto… ¡Se lo suplico!
Misha la agarró de los brazos y se los apretó. Su voz estaba empañada por los sollozos.
—¡No le engañe jamás! Engañar a este caballero equivale a traicionar a un ángel…
¡Apréciele en lo que vale y ámele! ¡Qué delicia amar a un hombre así, pertenecerle!…
Ustedes, las mujeres, se resisten a comprender tantas, tantas cosas… ¡Yo la quiero a usted
por el solo hecho de pertenecer a él! Beso esta reliquia que pertenece a él… El mío es un
beso santo… No tenga miedo, que estoy a punto de casarme. No tema.
Misha, tembloroso y sofocado, alargó la cabeza hasta la mejilla de su parienta; y, la
rozó con el bigote.
—¡No le engañe, querida! ¿Verdad que le ama? ¿Verdad que sí?
—Sí.
—¡Maravilloso!
Durante un momento la miró, embelesado, a los ojos; y vio reflejada en ellos un alma
noble…
—¡Es usted maravillosa! —continuó, alargando la mano hasta rodearle la cintura—.
Le ama usted… Ama a ese ángel encantador…, a ese corazón de oro…, a ese corazón…
Ella trató de desprenderse del abrazo del mozo; removiose un poco y lo que consiguió
fue verse más aprisionada de lo que estaba. Su cabecita —¡qué incómodos son estos sofás!
— se reclinó sobre el pecho del pariente.
—Su alma…, su corazón… ¿Dónde encontrar hoy un hombre como él? ¡Qué placer
amarle! Oír los latidos de su corazón… Ir del brazo con él… Sufrir… Compartir las
alegrías… ¡Compréndame usted! ¡Compréndame!
De los ojos de Misha brotaron las lágrimas a raudales. Su cabeza sufrió un
estremecimiento febril; y se apoyó en el pecho de la joven señora. El agradecido
muchacho, entre sollozos, estrechó en sus brazos a María Semionovna.
¡Qué difícil era estar sentados en el sofá! Ella quiso zafarse, del abrazo, consolar a
Misha, tranquilizarlo. ¡Estaba tan nervioso!… La parienta deseaba agradecer su adhesión
al marido… ¡Pero no podía levantarse!
—¡Ámele, no le engañe, se lo suplico! Ustedes, las mujeres, son tan volubles… No
comprenden ustedes…
Misha no dijo una palabra más. La lengua se le trabó, quedándosele como muerta…
Cinco minutos después entró Iván Petrovich. ¡Desdichado! ¿Cómo no se le ocurriría
entrar antes? Cuando los dos parientes vieron la cara purpúrea del jefe y sus puños
crispados, cuando oyeron su voz sorda y sofocada, pegaron un salto.
—¿Qué te pasa? —preguntó, pálida, María Semionovna, por decir algo.
—Yo… lo hacía… sinceramente, excelencia —balbució Misha—. Palabra de honor
que lo hacía… sinceramente…
UN CONSEJO
(Совет)
Una puerta de lo más comente. Es la puerta de un despacho. Hecha de madera, pintada
de blanco, con pintura ordinaria, está sujeta por simples bisagras. Pero… ¿por qué
impresiona tanto? ¡Tiene una majestad olímpica! Al otro lado de la puerta se halla…
Bueno, se halle quien se halle, no es cosa nuestra.
A este lado de la puerta conversan dos personas:
—Merci!
—Que le sirva de provecho. Un regalito para sus nenes, en premio a sus trabajos,
Maxim Ivanich. Mire que el pleito dura ya tres años. Tres años no son ninguna broma…
Perdone que no le haya dado tanto como yo quisiera. ¡Ponga interés, padrecito! (Pausa).
También desearía, bienhechor mío, expresar mi gratitud a Porfiri Semionich… Es mi
protector principal; y mi pleito depende de él en primer lugar. No estaría de más hacerle
un presente de doscientos o trescientos rublos…
—¿Cientos de rublos? ¿A Porfiri Semionich? ¿Se ha vuelto usted loco, amigo?
¡Santigüese! Porfiri Semionich no es hombre que…
—¿No admite regalos? ¡Qué lástima! Porque yo se lo haría con toda el alma, Maxim
Ivanich. No se trata de un soborno. Es una recompensa de un alma agradecida… por su
infatigable labor. No soy insensible, y comprendo cuán enormes son sus preocupaciones…
¿Quién realiza tal tarea en esta época tan sólo por el sueldo? ¡Ejem!… Vaya, vaya… No se
trata de un soborno, sino de una compensación lícita, por así decirlo.
—¡Imposible! Es una persona tan…, tan…
—¡Lo sé, Maxim Ivanich! Una persona excelente, con un corazón de oro y un alma
filantrópica humanitaria… ¡Qué afectuoso! Te mira y le da la vuelta a todo tu ser. Día y
noche rezo por él. Pero el pleito dura demasiado. Sin embargo, no me importa…
Y quisiera agradecerle todas esas virtudes… Cosa de trescientos rublos…
—¡No los aceptará! Su modo de ser es muy distinto. Tan severo en todas sus cosas…
No hay manera de abordarle con dinero… Trabaja, se interesa, se pasa noches enteras sin
dormir; pero en lo que respecta a recompensas y demás, que a nadie se le ocurra… Son
sus normas. Y, por otra parte, ¿para qué necesita el dinero que usted vaya a darle, si es
millonario?
—Pues lo siento en el alma… ¡Tenía tanta gana de mostrarle mi agradecimiento!
(Para sí). Y, además, movería un poco el asunto, que son ya tres años, padre mío, ¡tres
años! (En voz alta). No sé qué hacer… Me ha dejado usted abatido, bienhechor mío…
Ayúdeme, padrecito: puedo ofrecerle hasta trescientos rublos… Ahora mismo se los daría.
—¡Ejem!… Pues sí, señor… ¿Qué podemos hacer? (Pausa). ¿Sabe lo que le aconsejo?
Ya que tiene usted tal deseo de agradecerle sus desvelos y sus favores…, espere e
informaré a Porfiri Semionich… Le pasaré el recado… Y también puedo aconsejarle… —
¡Hágame ese favor, padrecito! (Larga pausa).
—Merci… El jefe se hará cargo… Pero no le vaya con trescientos cochinos rublos.
Para él esa suma es cero, nada, aire… Ofrézcale mil…
—¡Dos mil! —gritó alguien, al otro lado de la puerta.
Cae el telón. Que nadie lo tome a mal.
LA CRUZ
(Крест)
A la sala llena de gente entra el poeta.
—¿Bueno qué, cómo está su gentil poema? —se dirige a él la ama—. ¿Lo publicó? ¿El
honorario, lo recibió?
—Y no pregunte… La cruz recibí.
—¿Usted recibió la cruz? ¡¿Usted es poeta?! ¿Acaso los poetas reciben cruces?
—¡De alma lo felicito! —le estrecha la mano el amo—. ¿La Stanislav o la Anna? Me
alegro mucho… Mucho me alegro… ¿La Stanislavl?
—No, la cruz roja…
—Por lo tanto, ¿usted, el honorario lo sacrificó en favor de la Sociedad de la Cruz
Roja?
—No sacrifiqué nada.
—Y a usted le vendrá bien la orden… ¡A ver pues, muestre!
El poeta busca en el bolsillo lateral y saca de ahí un manuscrito…
—Aquí está…
El público mira el manuscrito y ve una cruz roja
en la levita.
[159]
… pero tal cruz, que no prenderás
MUJER SIN PREJUICIOS
(NOVELA)
(Женщина без предрассудков. Роман)
Maxim Kuzmich Salutov es alto, fornido, corpulento. Sin temor a exagerar, puede
decirse que es de complexión atlética. Posee una fuerza descomunal: dobla con los dedos
una moneda de veinte kopeks, arranca de cuajo árboles pequeños, levanta pesas con los
dientes; y jura que no hay en la tierra hombre capaz de medirse con él. Es valiente y
audaz. Causa pavor y hace palidecer cuando se enfada. Hombres y mujeres chillan y
enrojecen al darle la mano. ¡Duele tanto! No hay modo de oír su bella voz de barítono,
porque hace ensordecer. ¡El vigor en persona! No conozco a nadie que le iguale.
¡Pues esa fuerza monstruosa, sobrehumana, propia de un buey, se redujo a la nada, a la
de una rata muerta, cuando Maxim Kuzmich se declaró a Elena Gavrilovna! Maxim
Kuzmich palideció, enrojeció, tembló; y no hubiera sido capaz de levantar una silla en el
momento en que hubo de extraer de su enorme boca el consabido «¡La amo!». Disipose su
energía, y su corpachón se convirtió en un gran recipiente vacío.
Se le declaró en la pista de patinaje. Ella se deslizaba por el hielo con la grácil ligereza
de una pluma, y él, persiguiéndola, temblaba, se derretía, susurraba palabras
incomprensibles. Llevaba en el semblante escrito el sufrimiento… Sus piernas, ágiles y
diestras, se torcían y se enredaban cada vez que debía describir en el hielo alguna curva
difícil… ¿Creen ustedes que temía unas calabazas? No, Elena Gavrilovna le correspondía
y ansiaba oír de sus labios la declaración de amor. Morena, menudita, guapa, ardía de
impaciencia. El elegido de su corazón había cumplido ya los treinta; su rango no era nada
elevado, y su fortuna tampoco tenía mucho que envidiar; pero, en cambio, ¡era tan bello,
tan ingenioso, tan hábil! Bailaba admirablemente, tiraba al blanco como un as, y nadie le
aventajaba montando a caballo. Una vez, paseando con ella, se saltó una zanja que no la
hubiera salvado el mejor corcel de Inglaterra.
¿Cómo no amar a un hombre como aquél?
Y él sabía que era amado. Estaba seguro de ello. Pero un pensamiento le hacía sufrir.
Un pensamiento que le oprimía el cerebro, que le hacía desvariar, llorar, no comer, no
beber, no dormir. Un pensamiento que le amargaba la vida. Mientras él hablaba de su
amor, la maldita obsesión bullía en su cerebro y le martilleaba las sienes.
—¡Sea usted mi mujer! —suplicaba a Elena Gavrilovna—. ¡La amo locamente con
pasión torturante!
Pero al mismo tiempo pensaba:
«¿Tengo derecho a ser su marido? ¡No, no tengo derecho! ¡Si ella conociese mi origen,
si alguien le contase mi pasado, sería capaz de abofetearme! ¡Un pasado infeliz y
vergonzoso! ¡Ella, de buena familia, rica e instruida, me escupiría si supiese qué clase de
pájaro soy!».
Cuando Elena Gavrilovna se le lanzó al cuello, jurándole amor eterno, él no se sintió
feliz.
Le atormentaba el dichoso pensamiento… Mientas volvía de la pista a su casa, iba
mordiéndose los labios y cavilando:
«¡Soy un canalla! De ser un hombre honrado, se lo contaría todo, ¡todo! Antes de
hacerle la declaración debí revelarle mi secreto. ¡Pero como no lo hice, soy un granuja y
un infame!».
Los padres de Elena Gavrilovna dieron su consentimiento para el matrimonio. El atleta
les gustaba: era respetuoso, y como funcionario hacía concebir grandes esperanzas. Elena
Gavrilovna se sentía en el séptimo cielo. Era feliz. En cambio, ¡cuán desdichado era el
pobre atleta! Hasta el día de la boda sufrió la misma tortura que en el momento de
declararse.
También le atormentaba un amigo que conocía el pasado de Maxim Kuzmich como la
palma de su mano…, y que le sacaba casi todo el sueldo.
—Convídame a comer en el Hermitage —le intimaba—. Convídame, o lo cuento
todo… Y, además, préstame veinticinco rublos.
El infeliz Maxim Kuzmich adelgazó a ojos vistas. Hundiéronsele las mejillas, y los
puños se le volvieron huesudos. Su idea fija le hizo enfermar. A no ser por la mujer
amada, se hubiera pegado un tiro…
«¡Soy un bribón, un canalla! —se decía a sí mismo—. ¡Tengo que contárselo todo
antes de la boda! ¡Aunque me escupa a la cara!».
Mas le faltó valor para contárselo. La idea de que después de la explicación tendría
que separarse de la mujer amada, era para él la más aterradora.
Llegó el día de la boda. Bendijo el cura a los novios, y todo eran felicitaciones y
augurios de felicidad. El pobre Maxim Kuzmich recibía los parabienes, bebía, bailaba,
reía; pero era horriblemente desdichado: «¡Confiesa, pedazo de animal! Nos han casado,
pero todavía estamos a tiempo. ¡Aún podemos separarnos!».
Y confesó.
Cuando llegó la hora ansiada y condujeron a los desposados al dormitorio, la
conciencia y la honradez se sobrepusieron a todo… Maxim Kuzmich, pálido, tembloroso,
aturdido, respirando a duras penas, se aproximó tímidamente a Elena Gavrilovna, y
musitó:
—Antes que pertenezcamos… el uno al otro, debo…, debo explicar…
—¿Qué te pasa, Max? ¡Estás demacrado! Te encuentro todos estos días pálido y
taciturno. ¿Te sientes mal?
—Yo… debo contártelo todo, Liolia… Sentémonos… Me veo obligado a anonadarte,
a malograr tu felicidad…, pero ¿qué otra cosa cabe hacer? El deber ante todo… Voy a
contarte mi pasado…
Liolia abrió desmesuradamente los ojos y sonrió:
—Bueno, pues cuéntamelo… Pero acaba pronto, por favor. Y no tiembles de ese
modo.
—Yo nací en Tam…, en Tam… bov. Mis padres eran humildes y muy pobres… Y
ahora te diré qué clase de elemento soy. Vas a horrorizarte. Espera un poco… Ahora lo
verás… Fui un mendigo. Cuando niño vendí manzanas… peras…
—¿Tú?
—¿Te horrorizas? Pues aún te queda por oír lo peor, querida. ¡Oh, qué desgraciado
soy! ¡Cuando se entere usted, me maldecirá!
—Pero ¿de qué se trata?
—A los veinte años fui…, fui… ¡Perdóneme! ¡No me arroje de su lado! ¡Fui… payaso
de circo!
—¿Tú? ¿Tú fuiste payaso?
Salutov, en espera de una bofetada, se cubrió la cara con ambas manos. Le faltaba
poco para desmayarse.
—¿Tú, payaso?
Liolia se cayó del sofá en que se había tendido. Incorporose. Corrió de una parte a otra
de la habitación…
¿Qué le sucedía? Se llevó las manos al vientre… Por el dormitorio se expandió una
risa semejante a una carcajada histérica…
—¡Ja, ja, ja! ¿De manera que fuiste payaso? ¿Tú? Maximka, palomo mío, haz para mí
algún número. ¡Demuéstrame que fuiste payaso! ¡Ja, ja ja! ¡Palomito de mi alma!
Así diciendo se arrojó al cuello de Salutov y abrazó.
—¡Haz alguna payasada, querido, rico!
—¿Te burlas, desdichada? ¿Me desprecias?
—¡Haz algo para que yo lo vea! ¿Sabes también andar por una cuerda? ¡No te creo!
Mientras hablaba cubría de besos la cara del marido, se apretaba contra él, le hacía mil
zalamerías, sin la menor señal de enojo. Y él, desconcertado, sin comprender una palabra
de lo que sucedía, accedió de buena gana a los ruegos de su mujer.
Aproximose a la cama, contó hasta tres e hizo la vela, con los pies para arriba,
apoyando la frente en el borde de la cama.
—¡Bravo, Max! ¡Bis, bis! ¡Ja, ja, ja! ¡Eres un tesoro! ¡Hazlo otra vez!
Max se balanceó y, en la posición anterior, saltó al suelo y se puso a andar con las
manos…
Por la mañana, los padres de Liolia estaban asombradísimos.
—¿Quién dará esos golpes ahí arriba? —se preguntaban—. Los recién casados deben
de estar dormidos. ¿No serán los criados bromeando? ¡Hay que ver el alboroto que arman,
los muy tunos!
El padre subió al piso de arriba, pero no encontró allí a nadie de la servidumbre.
Para asombro suyo, comprobó que el mido provenía del dormitorio de los desposados.
Después de permanecer un instante junto a la puerta, la empujó ligeramente con el hombro
y la entreabrió. Al mirar al interior por poco se muere de susto: Maxim Kuzmich, en
medio de la habitación, estaba ejecutando un arriesgadísimo salto mortal. Y Liolia, a su
lado, le aplaudía. Las caras de los dos resplandecían de felicidad.
UN ADICTO
(Ревнитель)
Por el espejo de hielo resbalaban grandes zapatones de caballero y minúsculas bolitas
de señora, con guarnición de piel. Son tantos los pies de los patinadores, que de estar en
China no hubiera suficientes cañas de bambú para ellos. Tiene el sol un brillo
extraordinario; el aire es de una transparencia excepcional; las mejillas arden más que de
costumbre; y los ojos prometen más de lo que debieran. Dicho de otro modo, ¡vive y
disfruta, amigo! Pero…, «que te crees tú eso»…
Pasa ante nosotros el «abre y cierra» de nuestro departamento, nuestro Argos y
Mercurio, nuestro pastelero y recadero Spevsip Makarov. Lleva en las manos dos pares de
chanclos, de caballero el uno y de señora el otro. Probablemente son de su excelencia.
Spevsip me saluda a lo militar; y, contemplándome con ternura y cariño, se detiene junto
al banco donde estamos sentados.
—Hace frío, seño… señoría… Si me diera para una tacita de té… ¡Je, je, je!
Le doy veinte kopeks. Tanta amabilidad le conmueve hasta lo más íntimo.
Pestañeando, nervioso, mira en torno suyo; y murmura:
—No sabe cuánto le compadezco, señoría. ¡Le tango tanta lástima! Más que si fuera
mi hijo. Su señoría es un hombre de lo que no hay. Un alma de Dios, la bondad andando,
un santo resignado. Ayer, cuando él, quiero decir su excelencia, le echó aquella bronca a
su señoría, me entró una pena tan grande… Se lo juro. «¿Por qué le dirá esas palabrotas?»,
pensé. Porque le llamó vago y mocoso, y le amenazó con despedirle y con otras cosas…
¿Por qué? Cuando usted, señoría, salió del despacho llevaba una cara muy distinta de la
suya. Yo, Dios mío, le miré y me sentí apenado. ¡Qué afecto les tengo a los funcionarios
del departamento!
Y dirigiéndose a la joven que me acompañaba, Spevsip añade:
—El señor se da poca maña para andar con papeles. No es su fuerte el manejar
documentos… Más le hubiera valido dedicarse al comercio o… quizá meterse a cura… De
veras que sí. Ni un solo papel sale bien de sus manos, ¡Es inútil! Y, claro está, le calientan
las orejas… Su excelencia, el jefe, lo trae de cabeza. Quiere quitárselo de encima… Y a mí
me da lástima. Porque el señor es buena persona…
Ella me mira con una compasión de lo más ofensivo.
—¡Vete! —ordenó, sofocado, a Spevsip.
Noto que hasta los chanclos se me han puesto colorados. ¡Me ha hecho correr un buen
ridículo, el canalla! A poca distancia, tras unos arbustos deshojados, está el padre de ella,
que ha oído todo lo dicho y nos mira, como advirtiéndome que hasta que consiga llegar al
rango de consejero titular no me atreva a pensar en… Algo más allá, tras otros arbustos, se
pasea la madre observándola a ella. Yo siento sobre mí estos cuatro ojos… y preferiría
morirme.
BUENA COLECCIÓN
(Коллекция)
Hace días fui a visitar a mi amigo, el periodista Misha Kovrov. Le hallé sentado en un
sofá, limpiándose las uñas y tomando té. Me ofreció un vaso.
—Sin pan no suelo tomarlo —rehusé—. Manda por pan.
—¡De ningún modo! —exclamó él—. A un enemigo le daría pan. ¡A un amigo, jamás!
—¡Qué raro! ¿Y por qué?
—Ahora lo verás. Ven aquí.
Misha me condujo a una mesa, de la que sacó un cajón.
—Fíjate.
Por más que me fijé, nada de particular se ofreció a mi vista.
—La verdad, no veo nada, basura; clavos, trapos, unos rabos extraños.
—Pues eso es lo que quería enseñarte. ¡Diez años llevo coleccionando esos trapos,
esas cuerdas y esos clavos! ¡Una colección estupenda!
Misha recogió toda aquella basura y la fue echando en una hoja de periódico.
—¿Ves este fósforo? —me dijo, mostrándome una cerilla a medio quemar—. Es la
mar de interesante. La encontré el año pasado en una rosquilla que compré en la panadería
de Sevastianov. Por poco me ahogo. Menos mal que mi mujer estaba en casa y me dio
unos golpes en la espalda para que la despidiera; que si no llega a estar, se me queda la
cerilla en la garganta. Mira esta uña. Apareció hace tres años dentro de un bizcocho que
me vendieron en la panadería y confitería de Filippov. El bizcocho, como ves, no tenía
manos ni pies, pero sí uñas. ¡Caprichos de la naturaleza! Este pedazo de trapo verde
habitaba, hace cinco años, dentro de un salchichón adquirido en una de las mejores tiendas
de Moscú.
Esta cucaracha seca se bañaba en una sopa que me sirvieron en la cantina de una
estación de ferrocarril; y este clavo, en una albóndiga que me comí en la misma estación.
Este rabo de rata y este trozo de tafilete fueron hallados ambos dentro de un panecillo de
la misma panadería de Filippov. Esta anchoa, de la que ya no queda sino la raspa, venía en
una tarta que le regalaron a mi mujer el día de su santo. Esta fiera llamada ciempiés me
fue servida con una jarra de cerveza en una cervecería alemana. Este pegote de guano
estuve a punto de tragármelo con una empanadilla, en una fonda. Y así sucesivamente,
querido.
—¡¡Magnífica colección!!
—Desde luego. Pesa libra y media. Y eso no contando lo que, por descuido, me habré
tragado y digerido, que no será menos de cinco o seis libras…
Misha levantó cuidadosamente la hoja de periódico, contempló admirado la colección
durante un instante, y la volvió a echar en el cajón.
Yo cogí el vaso y me puse a tomarme el té, sin volver a pedir que mandara por pan.
EL CABALLERO Y LA SEÑORITA
(EPISODIO DE LA VIDA DE LOS «MUY SEÑORES MÍOS»)
(Баран и барышня. Эпизодик, из жизни «милостивых государей»)
La cara del caballero, aunque rolliza y reluciente, reflejaba un aburrimiento mortal.
Acababa de salir de entre los brazos de Morfeo, en los que se había abandonado después
de almorzar, y no sabía qué hacer. Hasta bostezar, le costaba trabajo… De leer había
perdido la costumbre desde tiempos inmemoriales. Para marcharse al teatro era todavía
demasiado temprano, y le daba pereza irse a pasear en coche. ¿Qué hacer? ¿Cómo matar el
tedio y distraerse un poco?
—Ha llegado una señorita que desea verle —anunció el criado Yegor.
—¿Una señorita, dices? ¡Ejem!… ¿Quién podrá ser? Pero da lo mismo… Dile que
pase.
En el gabinete entró tímidamente una morena bien parecida, aunque de modesta
indumentaria. Demasiado modesta, incluso. Al entrar inclinó la cabeza.
—Dispénseme el señor —comenzó diciendo con voz temblorosa e indecisa—. Yo,
¿sabe el señor?… Me aseguraron que…, que solamente a las seis podría encontrarle en
[160]
casa… Yo…, yo… soy hija del consejero palatino
Paltsev…
—Encantado de conocerla, señorita… Sssiéntese. ¿En qué puedo servirla? Siéntese,
por favor, siéntese. No tenga reparo.
—He venido a pedirle un favor —dijo la señorita sentándose, cohibida y nerviosa, y
dando vueltas, con mano temblorosa, a un botón del abrigo—. He venido a solicitarle…
un billete gratuito para regresar a mi tierra. He oído decir que el señor puede conceder…
Deseo volver y carezco de… Soy pobre… Necesito ir de San Petersburgo a Kursk.
—¡Jm!… Vaya, vaya… ¿Y por qué quiere marcharse a Kursk? ¿No le gusta
Petersburgo?
—No es por eso, no… Me gusta, pero ¿sabe?, los padres… Voy a reunirme con ellos.
Hace mucho que no los he visto. Escriben que mi madre está enferma…
—¡Ah! ¿Y a qué se dedica usted aquí? ¿A trabajar, o a estudiar?
La señorita le refirió punto por punto las empresas y los lugares en que había prestado
servicio, indicando lo que ganaba y si el trabajo era mucho o poco.
—Ya, ya; de manera que ha estado usted trabajando —comentó el señor—.
Ciertamente, no puede decirse que ganara usted mucho. No puede decirse, no… Sería
inhumano negarle el billete gratuito… ¡Ejem!… De modo que va usted a reunirse con sus
padres… Pero, claro, no cabe duda que tendrá usted algún amorcillo en Kursk, ¿verdad?
¿A que hay por allí un mozo que le hace tilín? ¡Je, je, je! ¿Está allí el novio? ¡Fíjese qué
roja se ha puesto! Bueno, bueno; me parece muy bien. Váyase, váyase a Kurs. La verdad
es que ya tiene usted edad de casarse… ¿Y puede saberse quién es él?
—Un funcionario…
—¡Magnífico! Váyase sin vacilar. Aunque he oído decir que a cien kilómetros de
Kursk huele ya a sopa de repollo y se ven las cucarachas de la ciudad… ¡Je, je, je!
Aquello debe de ser enormemente aburrido. Pero quítese el sombrero, no le dé vergüenza.
¡Yegor, tráenos un poco de té! De seguro que se aburrirá uno como una ostra en…
¿cómo era eso?… En Kursk…
La señorita, que no esperaba tan afectuoso recibimiento, resplandeció de contento y
contó al caballero todos los atractivos de la ciudad. Le dijo también que tenía un hermano
funcionario, un tío maestro de escuela y varias primas estudiantes de bachillerato.
Yegor sirvió el té. La señorita alargó tímidamente el brazo y adelantó el cuerpo para
coger su vaso. Mientras bebía el té procuró no hacer ruido con la boca. El caballero la
contemplaba embelesado… Por fin había conseguido vencer su aburrimiento.
—¿Es guapo su novio? —se atrevió a preguntar—. ¿Y cómo se conocieron ustedes?
La señorita, ruborizada, respondió a las dos preguntas. Cada vez más confiada, acercó
su asiento al del caballero y, sonriente, le contó los pretendientes que le habían salido en
San Petersburgo, y a los cuales había dado calabazas… Habló largamente, y terminó
sacando una carta de sus padres y leyéndosela al caballero. Dieron las ocho.
—¿Sabe usted que su padre tiene buena letra? ¡Qué filigranas y qué rabitos más
artísticos! ¡Je, je! Pero resulta que se me va haciendo tarde. El teatro ha debido de
comenzar ya… Adiós, María Efimovna…
—¿Puedo tener esperanza? —preguntó la señorita mientras se levantaba.
—¿Esperanza? ¿De qué?
—De que me conceda usted el billete gratuito.
—¿El billete? ¡Jm!… Es que yo no tengo nada que ver con los billetes… Me parece
que se ha equivocado usted, señorita… ¡Je, je, je! Creo que se ha confundido de escalera.
En la de al lado vive, efectivamente, un señor empleado de ferrocarriles. Yo trabajo en un
banco. ¡Yegor, que preparen el coche! Adiós, ma chère María Semionovna… Encantado
de haberla conocido. Encantado…
La señorita se puso el abrigo y salió. En la escalera de al lado le dijeron que el señor se
había marchado a Moscú a las siete y media.
BLANDURA
(Размазня)
Hace días llamé a mi despacho a Yulia Vasilievna, institutriz de mis hijos.
—Siéntese —le rogué—. Vamos a ajustar cuentas. Usted, probablemente, necesita
dinero; pero es tan pundonorosa, que jamás se le ocurriría reclamarlo… Vamos a ver…
Habíamos quedado en que serían treinta rublos mensuales…
—Cuarenta…
—No, señorita. Treinta. Lo tengo aquí apuntado. Siempre he pagado a las institutrices
treinta rublos al mes… Como son dos meses los que lleva usted aquí…
—Son dos meses y cinco días.
—Dos meses exactos. Lo llevo aquí apuntado. Por consiguiente, se le deben sesenta
rublos. Mas hay que descontar nueve domingos, pues los domingos no tuvo usted clase
con Kolia. Nueve domingos y tres días festivos…
Yulia Vasilievna enrojeció y estrujó entre los dedos el volante del vestido; pero… ¡ni
una sola palabra!
—Tres días festivos… Deben descontarse, pues, doce rublos. Kolia estuvo enfermo
cuatro días; y no hubo clase más que con Varia. Otros tres días le dolieron a usted las
muelas, y la señora le permitió que no diera clase por la tarde. Doce y siete, diecinueve.
Quiere decirse… que le quedan… ¡ejem!… cuarenta y un rublos. ¿No es así?
Los ojos de Yulia Vasilievna se humedecieron. Tembló su barbilla. Tosió con
nerviosismo. Se sonó. Pero ¡ni una palabra!
—La noche de Año Nuevo rompió usted una taza de té con su plato. Otros dos rublos
menos. La taza valía más, por ser un recuerdo de familia; pero ¡que el Señor la ampare!
¡Nos toca perder tantas veces! Además, por descuido de usted, Kolia se subió a un árbol y
se desgarró la chaqueta. Diez rublos menos. También por falta de atención de usted, la
sirvienta se llevó unas botas de Varia. Tiene usted la obligación de cuidar de todo, pues
por algo se le paga. Hay que descontar cinco rublos más… El diez de enero me pidió usted
prestados diez rublos…
—¡No es cierto! —murmuró la institutriz.
—¡Yo lo tengo apuntado aquí!
—Bueno, bueno…
Los ojos de Yulia Vasilievna se llenaron de lágrimas. Una leve capa de sudor cubrió su
naricilla, de correcta línea. ¡Pobre muchacha!
—Sólo una vez pedí dinero prestado —dijo, con voz trémula—. Tres rublos que me
dejó la señora. Y nada más…
—¡Cómo! Pues ya ve, no lo tengo apuntado. Catorce, menos tres, once. Aquí los tiene,
querida. Tres, tres, tres, uno y uno. Tenga…
Y le entregué once rublos, que ella recogió con mano temblorosa y se guardó en el
bolsillo.
—Merci —murmuró.
Me levanté de un salto y empecé a dar vueltas por la habitación, lleno de cólera.
—¿Por qué me da las gracias? —inquirí.
—Por este dinero…
—¡Pero si lo que he hecho ha sido expoliarla, robarla! ¡Si ha sido un atraco, qué
diablo! ¿A qué viene el darme las gracias?
—Es que en otras casas no me pagaban ni eso…
—¿Qué no le pagaban? ¡Me lo explico! Todo ha sido una broma. He querido darle una
lección… Le pagaré los ochenta rublos que le corresponden. Aquí los tengo preparados,
en este sobre. Pero ¿cómo se puede ser así? ¿Por qué no protesta usted? ¿Por qué calla?
¿Hay modo de vivir en el mundo sin enseñar los dientes? ¿Acaso se puede ser tan blanda?
Ella sonrió amargamente; y leí en su rostro: «Sí, se puede».
Le pedí perdón por la cruel lección que le había dado; y, ante su estupefacción, le
entregué los ochenta rublos. Me dio las gracias, tímidamente; y se marchó.
La seguí con la mirada y pensé: «¡Qué fácil es ser fuerte en este mundo!».
EL NABO
[161]
(TRADUCCIÓN DEL LENGUAJE INFANTIL
)
(Репка. Перевод с детского)
Éranse que se eran un hombre y una mujer. Y después de estar casados mucho tiempo
tuvieron un hijo al que llamaron Sergio. Sergio tenía las orejas largas y un nabo en lugar
de cabeza. El niño creció y se hizo grandote, grandote… Y su padre, para ver si lo sacaba
adelante en la vida, le agarró de las orejas y se puso a tirar. Pero por más que tiró no
consiguió nada. En vista de eso, llamó a su mujer.
La mujer se puso a tirar del marido, y el marido del nabo. Pero por más que tiraron no
consiguieron sacarlo adelante. Entonces, la madre llamó a una tía que era princesa.
La tía se puso a tirar de la madre, la madre del padre, y el padre del nabo. Pero por más
que tiraron no consiguieron sacarlo adelante. Entonces, la tía princesa llamó a un
compadre suyo, que era general.
El general se puso a tirar de la tía, la tía de la madre, la madre del padre y el padre del
nabo. Pero por más que tiraron no consiguieron sacarlo adelante. El padre no pudo
aguantar más: casó a su hija con un comerciante rico, y llamó al comerciante para que
acudiera con buenos billetes de cien rublos.
El comerciante se puso a tirar del general, el general de la tía, la tía de la madre, la
madre del padre, y el padre del nabo. Y a fuerza de tirar consiguieron sacarle adelante.
Y Sergio alcanzó el grado de consejero civil.
UN CASO VENENOSO
(Ядовитый случай)
Cuán peligroso es a veces suscribirse a los periódicos lo atestigua el siguiente caso,
que tuvo lugar no hace tanto tiempo en una de las redacciones moscovitas.
El folletinista S. M., en espera del redactor, a quien se presentó para el cobro del
honorario, estaba sentado en la oficina, bostezaba y, sin nada que hacer, hojeaba los libros
de la oficina. Junto a él estaba sentado el secretario y pasaba el lápiz por la mesa
tontamente. ¿Y han visto ustedes alguna vez las mesas de las redacciones? ¡Interesantes
mesas! Están todas arañadas, manchadas, abarrotadas de garabatos, firmas. Se encuentran
no raras veces firmas de personas célebres… Esos garabatos son notables: atestiguan cuán
largo tiempo se espera el honorario y qué aburrido es su cobro… Tras lidiar con los libros,
S. M. tomó maquinalmente el lápiz de manos del secretario, y empezó a pasarlo por La
[162]
abeja del Don … ¡Qué aburrido! Del lápiz pasó a la barrita de direcciones. Éstas son
unas barritas comunes, en las que yacen unas cajetillas pequeñas. Cada cajetilla está
compuesta de papelitos, en cada papelito está inscrita la dirección del suscriptor. S. M.
empezó a examinar las cajetillas con pereza… Yélzis, Berdiánsks, Orlís, Skurátovs…
Ivánovs, Petróvs, Sidorovs… ¡Qué aburrido!
«Hum… ¿Y cuál Elena Petrovna Piávkina es ésta? Hum… En Rostov del Don… ¡Qué
diablos! ¡Es ella!».
S. M. volteó en sus manos la dirección de Piávkina y la leyó otra vez…
«¡Sí, es ella! —decidió—. Cinco años antes me abandonó y me llevó mil rublos…
Hum… Cinco años la busqué y no la encontré… ¡Me alegro mucho! Hay que tomar
medidas».
El folletinista apuntó la dirección de Elena Petrovna, sonrió y, regocijado, empezó a
caminar por la oficina.
—¡Lo convido hoy a un almuerzo! —se dirigió al secretario—. ¡Va por mí la moneda!
Al otro día S. M. estuvo donde su abogado. ¡Pobre Elena Petrovna!
EL PATRIOTA DE SU PATRIA
(Патриот своего отечества)
Una pequeña ciudad alemana. El nombre de esa ciudad lo lleva una de las más
famosas aguas curativas. En esta hay más hoteles que casas, y más extranjeros que
alemanes.
La buena cerveza, las sirvientas bonitas y la vista sublime las puede encontrar en el
hotel, que se yergue en el límite (izquierdo) de la ciudad, en una alta montaña, a la sombra
del jardín más encantador.
Un hermoso atardecer, en la terraza de ese hotel, estaban sentados dos rusos a una
mesita de mármol blanco. Éstos tomaban cerveza y jugaban a las damas. Ambos «hacían
dama» con empeño, y conversaban sobre los avances de la curación. Ambos habían
venido a curarse del abdomen grande y la adiposis del hígado.
A través del follaje de los tilos olorosos los miraba la luna alemana… Un vientecito
menudo, coqueto tiraba, tiernamente, de los bigotes y las barbas rasas, e insuflaba en las
orejas de los pequeños gordiflones rasos los sonidos más sublimes. A los pies de la
montaña tocaban una música. Los alemanes celebraban el aniversario de cierto
acontecimiento alemán. Los motivos no llegaban hasta la cumbre de la montaña, ¡estaba
lejos! Llegaba sólo la melodía… Una melodía melancólica, la más alemana, llorosa,
lánguida… La escuchabas, y querías quejarte dulcemente…
Los rusos «hacían dama» y escuchaban pensativos. Ambos estaban en el estado de
espíritu más beatífico. El susurro de los tilos, el vientecito coqueto, la melodía con su
melancolía, todo eso, tomado en conjunto, transportaba sus almas rusas.
—Con este ambiente, Tarás Ivánich, es bueno, este… amar —dijo uno de ellos—.
Enamorarse de alguna y pasearse por la alameda oscura…
—M-sí…
Y nuestros rusos entablaron conversación sobre el amor, la amistad… ¡Dulces
instantes! Terminó en que ambos sin advertirlo, inconscientemente, dejaron en paz las
damas, apoyaron sus cabezas rusas sobre los puños y se quedaron pensativos.
La melodía se hacía más y más audible. Pronto cedió su lugar al motivo. Se hicieron
audibles no sólo las trompetas y los contrabajos, sino también los violines.
Los rusos miraron hacia abajo y vieron una procesión de antorchas. La procesión se
movía hacia arriba. Pronto, a través de los tilos, brillaron las luces rojas de las antorchas,
se oyó un canto esbelto, y la música retumbó en las mismas orejas de los rusos.
Muchachas, mujeres, soldados, sirgadores, ancianos llenaron en un segundo la larga,
esbelta alameda, iluminaron todo el jardín y vocearon terriblemente… Detrás llevaban
barrilitos de cerveza y de vino. Lanzaban flores y quemaban luces de bengala
multicolores.
A los rusos se les enterneció el espíritu. Y también quisieron participar en la procesión.
Tomaron sus botellas y se mezclaron con la multitud. La procesión se detuvo en el calvero
detrás del hotel. Salió al medio cierto viejecito y dijo algo. Lo aplaudieron. Algún sirgador
se trepó a una mesa y pronunció un discurso bombástico. Tras él otro, el tercero, el
cuarto… Hablaban, chiflaban, agitaban las manos…
Piótr Fomích se enterneció. Sintió en su pecho claridad, calidez, holgura. Ante la vista
de una multitud hablante uno mismo quisiera hablar. El habla es contagiosa. Piótr Fomích
se abrió paso a través de la multitud y se detuvo cerca de la mesa. Tras agitar las manos se
trepó a la mesa. Otra vez agitó las manos. Su rostro se sonrojó. Se tambaleó, y empezó a
gritar en una lengua tartajeada, borracha: «¡Muchachos! ¡A los ale… alemanes,
péguenles!».
¡Suerte para él que los alemanes no entienden ruso!
EL TRIUNFO DEL VENCEDOR
(RELATO DE UN REGISTRADOR COLEGIADO EN RETIRO)
(Торжество победителя. Рассказ отставного коллежского регистратора)
El viernes de Carnaval fueron todos a comer blinis a casa de Aleksei Ivanich
Kosulin… ¡Usted no sabe quién es Kosulin!… ¡Puede que para usted sea una nulidad…,
un cero!… Pero para nosotros, que no nos andamos por las nubes, ¡Kosulin es un ser
grande…, todo poder y sabiduría!…
Se reunían en su casa cuantos componían su pedestal. Yo iba también con mi padre.
Me sería imposible, señor mío, describirle lo suculentos que eran los blinis…, gordos,
rosados, esponjosos… Cogías uno, lo mojabas en mantequilla caliente y te lo llevabas a la
boca y sabe el diablo cómo se venía otro solo detrás… Para ornamentación y
acompañamiento había crema agria, caviar, salmón y queso rallado… ¡Pues y de vino y de
vodkas!… ¡Todo un mar!… Después de los blinis tomamos sopa de pescado y perdices en
salsa. ¡Nos atiborramos de tal manera, que papá tuvo que desabrocharse a escondidas los
botoncitos que le caían sobre el vientre y taparse con la servilleta para que nadie reparara
en su liberalismo…! Aleksei Ivanich, como era el jefe y se lo podía permitir todo, se
desabrochó el chaleco y la camisa. Después de la comida, antes de levantarnos de la mesa,
y con permiso de la autoridad, nos pusimos a fumar nuestros puros y empezó la
conversación. Todos escuchábamos mientras su excelencia Aleksei Ivanich hablaba. Los
temas de su charla eran en su mayor parte de carácter humorístico y festivo. El jefe
contaba muchas cosas y, al parecer, pretendía resultar gracioso. No sé si lo que contaba
sería divertido; lo único que recuerdo es que papá a cada momento me pegaba un codazo y
me decía:
—¡Ríete!
Yo abría la boca todo lo que podía y empezaba a reír. Una vez la risa hasta me hizo
pegar un chillido, con lo que atraje la atención general.
—¡Así, así!… —murmuraba papá—. ¡Muy bien! Te está mirando y se está riendo. Has
estado muy bien. ¡Quién sabe si te dará el puesto de ayudante de escribiente!
—¡Sí! —dijo entre otras cosas Kosulin, nuestro jefe, respirando fatigosamente y
lanzando resoplidos—, ¡Ahora ya puede uno comer blinis y caviar del más fresco!… ¡Se
tiene una mujer de buenas carnes y unas hijas tan guapas, que no solamente los pelagatos
como vosotros, sino los príncipes y los condes las admiran, y suspiran por ellas!… ¡Y en
cuanto a la casa! ¡Je, je, je!… ¡Eso también!… ¡Vaya, que hasta el fin nadie es dichoso…!
¡La vida trae muchos cambios!… Hoy, por ejemplo, no eres más que un nada, un cero, una
pasa…, pero con el tiempo…, ¡vaya usted a saber!… ¡A lo mejor agarras la suerte por los
pelos!… ¡Todo llega en este mundo!…
Aleksei Ivanich calló un momento, meneó la cabeza y siguió diciendo:
—¡En cambio, antes!… ¡Por qué cosas no tendría uno que pasar antes!…, ¿verdad?
¡Dios! ¡No puede uno dar crédito a la memoria!…, ¡sin zapatos…, con los pantalones
rotos… y temblando siempre!… ¡Para ganar un rublo te estabas trabajando dos semanas!
… ¡Y ese rublo no es que te lo dieran!… ¡No!… ¡Después de arrugarlo te lo tiraban a la
cara!… «¡Anda!… ¡Zámpatelo!…». ¡Además, cualquiera podía pisarte, pincharte, darte
un golpazo…, avergonzarte!… ¡Hasta el perrito que veías sentado junto a la puerta cuando
entrabas con el informe!… Te acercabas a él, le cogías la patita, como diciéndole:
«Perdona que pase por delante. Buenos días», y por toda respuesta te hacía: «¡Guá, guá,
guá!…». Luego el portero, que con disimulo te daba con el codo y y tú tenías que decirle:
«Perdone, Iván Potapich…, no llevo suelto…». Sin embargo, el que más me hizo sufrir de
todos… fue ese pez…, ese cocodrilo…, ¡ese humilde Kuritzin ahí presente!…
Diciendo esto, Iván Aleksei señaló a un viejecito pequeño y encorvado que estaba
sentado junto a mi papá. El viejecito, cuyos cansados ojuelos parpadeaban, fumaba su
cigarro con evidente repulsión. No tenía costumbre de fumar, pero cuando la autoridad le
ofrecía un cigarro consideraba de mala educación rehusarlo. Al ver aquel dedo señalando
en su dirección se revolvió en la silla.
—¡Mucho me ha hecho sufrir ese humilde personaje! —prosiguió Kosulin— Fue mi
primer jefe… Me llevaron a él… ¡Pobrecito de mí!… ¡Muchachito gris…, insignificante!
… Y me sentaron a la mesa… Y entonces fue cuando empezó a devorarme… Cada una de
sus palabras era un cuchillo afilado…, cada minuto una bala en el pecho… Ahora tiene
todo el aspecto de un gusanillo…, de un infeliz…; pero antes…, ¿qué no era antes?… ¡Un
Neptuno!… ¡Me martirizó durante mucho tiempo!… Yo le hacía las escrituras, corría a
buscarle pastelillos, le afilaba las plumas…, acompañaba de teatro en teatro a su vieja
suegra y le hacía toda clase de servicios. ¡Hasta aprendí a aspirar rapé!… ¡Sí!… ¡Todo
para él!… Tenía que ir siempre cargado de la cajita de rapé por si se le ocurría
pedírmela… ¿Te acuerdas, Kuritzin?… Una vez fue mi madrecita…, la pobre viejecita que
en paz descanse, a pedirle un permiso de dos días para que su hijito pudiera ir a recoger la
herencia de su tía…, ¡y cómo arremetió con ella!… ¡Cómo se puso a gritar!: «¿En qué
estás pensando, tonta? ¡Tu hijo es un vago, un parásito! ¡Acabará en la cárcel!». La
viejecita se volvió a casa, cayó enferma del susto y a poco se muere.
Aleksei Ivanich se enjugó los ojos con el pañuelo y se bebió de un trago un vaso de
vino.
—Pensaba casarme, pero, afortunadamente, por entonces caí enfermo y tuve que pasar
medio año en el hospital… ¡Así eran las cosas en un tiempo!… ¡Así es como vivía yo
antes!… ¡En cambio, ahora!… ¡Bah!… ¡Ahora soy yo el que está por encima de él!… ¡Él
es el que acompaña a mi suegra a los teatros!… ¡Él, el que me ofrece la caja de rapé! ¡Y
ahí le tenéis, fumando un cigarro mientras yo pongo un poco de pimienta en su vida!
¡Kuritzin!…
—¿Qué desea usted? —preguntó Kuritzin levantándose y cuadrándose.
—¡Represéntanos alguna escena de tragedia!
—¡A sus órdenes!
Kuritzin enderezó su figura, frunció el entrecejo, levantó una mano, hizo una mueca y
declamó con una voz ronca y cascada:
—«¡Muere, traidora! ¡Tengo sed de sangre!…».
Todos soltamos la carcajada.
—¡Kuritzin, cómete un pedazo de pan con pimienta!
Ya repleto de comida, Kuritzin cogió, sin embargo, un gran pedazo de pan, lo roció de
pimienta y se lo comió en medio de la fuerte risa general.
—¡Sí!… ¡La vida trae muchos cambios! —prosiguió diciendo Kosulin—. ¡Siéntate,
Kuritzin! ¡Cuando nos levantemos, nos cantarás algo!… ¡Antes eras tú…, ahora soy yo!…
¡Sí!… ¡Así es como se murió la viejecita!…
Kosulin se levantó del asiento y se tambaleó…
Yo estaba callado, porque era pequeño…, sólo un muchachito gris… (¡Verdugos!…
¡Bárbaros!…). Pero ahora soy yo…, ¡je, je, je!…, el que…
—¡Oye, tú…, sin bigote! ¡Te estoy hablando a ti! —el dedo de Kosulin señalaba a mi
padre—. ¡Corre alrededor de la mesa y canta como el gallo!
Mi padre sonrió, enrojeció de satisfacción y empezó a dar carreritas alrededor de la
mesa. Yo iba detrás de él.
—¡Kikirikí! —gritábamos ambos acelerando el paso.
Yo corría, corría, y mientras corría pensaba: «¡Seré ayudante de escribiente!».
UN DVORNIK INTELIGENTE
(Умный дворник)
En pie, en el centro de la cocina, el dvornik Filipp moralizaba. Sus oyentes eran los
lacayos, el cochero, dos doncellas, el cocinero, la cocinera y dos pinches, sus hijos. Todas
las mañanas moralizaba sobre algo, siendo en aquélla el tema de su discurso la
instrucción.
—¡Todos vosotros —decía, sosteniendo con las manos un gorro con insignia de metal
— vivís cochinamente!… ¡Os pasáis el tiempo ahí sentados y no se os ve más que
ignorancia!… ¡No se os ve civilización!… ¡Mischka, jugando al ajedrez! ¡Matriona,
cascando nueces!… ¡Nikifor, siempre a vueltas con sus chuflas!… ¿Es eso acaso
inteligencia?… ¡Eso no es inteligencia!… ¡Eso es pura tontería!… ¡Vosotros no tenéis ni
una chispa de inteligencia!… ¿Y por qué?
—¡Desde luego, Filipp Nikandrich —observó el cocinero—, ya se sabe!… ¿Qué
inteligencia va a tener uno?… ¡La del muzhik!… ¿Qué va uno a comprender?…
—¿Y por qué os falta inteligencia?… ¡Porque no arrancáis de un verdadero punto…!
¡No leéis libros, y para lo tocante a lo escrito, no tenéis ningún sentido!… ¡Si al menos
cogierais un librejo, os sentarais y leyerais!… ¡Seguro que sois alfabetos y que
comprendéis lo que está impreso!… ¡Tú, por ejemplo, Mischka, si cogieras un libro y
leyeras…, sería un gran provecho para ti y de mucho gusto para los demás!… ¡En los
libros, sobre todo, hay una extensión muy grande!… ¡Allí verás que te hablan de la
Naturaleza, de lo divino, de los países terrestres!… ¡De que si esto se hace, de lo otro…,
de las diversas gentes que hay…, de los idiomas que hay!… También del paganismo.
¡Sobre todas las cosas encontrarás tema en los libros…, sólo que hay que tener ganas de
buscarlas!… Pero vosotros…, ¡ahí os estáis sentados junto a la estufa, sin hacer más que
zampar y beber!… ¡Exactamente como las bestias!… ¡Puf!…
—Ya es hora de que se vaya a la guardia, Nikandrich —observó la cocinera.
—¡Lo sé…! ¡No eres tú la que tiene que hacerme observaciones!… ¡Esto, por
ejemplo!… ¡Digamos, yo!… ¿En qué puedo yo ocuparme a mi edad?… ¿Con qué puede
uno satisfacer el alma?… ¡Para eso no hay cosa mejor que un libro o un periódico! Ahora
me voy a la guardia… Me estaré tres horas junto a la puerta cochera…, pero ustedes
pensarán que me voy a pasar el tiempo bostezando o charlando con las babas. ¡Nada de
eso! ¡Yo no soy así!… Cogeré un librito y me pondré a leer muy a gusto. ¡Eso es!
Y Filipp, sacándose del gorro un libro deteriorado, lo deslizó entre sus ropas.
—¡Así es mi ocupación! «Desde que era un crío me acostumbré a que la sabiduría es
luz, y la ignorancia, tinieblas…». ¿Con seguridad habéis oído eso?… ¡Así es!
Después Filipp se caló el gorro, y mascullando abandonó la cocina. Una vez fuera, con
nublado semblante, tomó asiento junto al portalón.
—¡No son personas!… ¡Son unos químicos cochinos! —masculló con el pensamiento
siempre en la gente de la cocina.
Luego, apaciguándose, sacó un libro, lanzó un suspiro con mucha dignidad y se puso a
leer.
«¡Tan bien escrito está, que no cabe cosa mejor!» —pensó, moviendo la cabeza al
terminar la lectura de la primera página—. ¡Cuánta sapiencia ha concedido el Señor!
El libro, de edición moscovita, era un buen libro: El cultivo de las hortalizas.
¿Tenemos o no necesidad de la calabaza?… Después de leídas las dos primeras hojas, el
dvornik movió la cabeza con un gesto lleno de significación, y tosió:
—¡Todo está muy bien dicho!
Terminada la lectura de la tercera página, Filipp quedó pensativo; sentía deseos de
meditar sobre la educación y, sin saber por qué, sobre los franceses. Reclinó la cabeza en
el pecho y apoyó los codos en las rodillas. Sus ojos se entornaron.
Y Filipp tuvo un sueño. Vio cómo todo había cambiado: la tierra era la misma, las
casas las mismas, el portalón el mismo, y, sin embargo, la gente completamente distinta.
¡Todos eran muy sabios! No había ningún tonto, y por las calles andaban franceses y más
franceses. Hasta el propio aguador reflexionaba de este modo: «He de confesar que no me
siento nada satisfecho del clima. Voy a consultar el termómetro». Mientras esto decía,
sostenía un grueso libro entre las manos.
«Lo que tienes que hacer es leer el calendario», le contestaba Filipp.
La cocinera, aunque necia, también se mezclaba en las conversaciones inteligentes y
se permitía observaciones. Filipp se dirigió a la Comisaría a hacer la inscripción de los
inquilinos, y, por extraño que parezca, incluso en este severo lugar sólo se hablaba de
temas inteligentes. Por todas partes, por encima de las mesas se veían libros… He aquí,
sin embargo, que alguien se acercaba al lacayo Mischa y, dándole un empellón, le gritaba:
—¿Te has dormido?… ¿Te pregunto si te has dormido?
—¡Te duermes estando de guardia, estúpido! —oye decir Filipp aúna voz tronante—.
¿Duermes, canalla?… ¿Bestia?
Filipp se levanta de un salto y se restriega los ojos. Ante él se encuentra el ayudante
del jefe de Policía del distrito.
—¡Hum!… ¿Conque estabas dormido?… ¡Buena multa voy a ponerte, bestia! ¡Ya te
enseñaré yo a dormirte mientras estás de guardia!
Dos horas después, el dvornik es reclamado en la Comisaría. Luego vuelve a la cocina.
Todos aquí, impresionados por sus sermones, hallábanse sentados alrededor de la mesa,
escuchando a Mischa deletrear algo.
Filipp, con el rostro nublado, rojo, se acercó a Mischa, y dando con la manopla de su
guante un golpe sobre el libro, dijo sombríamente:
—¡Déjate de todo eso!
EN ESTE SIGLO PRÁCTICO…
(UN NOVIO)
(Жених)
Un empleado, de nariz grisácea, se acercó a la campana y tocó como a regañadientes.
El público, tranquilo hasta entonces, se removió, inquieto, y empezó a correr… Por el
andén rodaban, estrepitosas, las carretillas de los maleteros. Silbó la locomotora y se
acercó a los vagones. La engancharon. Alguien, con las prisas, rompió una botella. Voces
de despedida, sollozos, cháchara femenina…
Junto a un coche de segunda, una muchacha y un muchacho se despedían, llorosos.
—¡Adiós, encanto! —decía el mozo, besando la rubia cabeza de la chica—, ¡Adiós!
¡Qué desgraciado soy! Me abandonas por una semana entera… Para un corazón amante,
es toda una eternidad. Adiós… Limpíate las lágrimas… No llores.
De los ojos de la joven brotaron lágrimas. Una de ellas cayó sobre el labio del
muchacho.
—Adiós, Varia. Saludos a todos. ¡Ah, a propósito! Si ves allí a Mrakov, dale estos…,
éstos… No llores, almita… Dale estos veinticinco rublos.
Sacando un billete, se lo entregó a Varia.
—Procura dárselos. Se los debo… ¡Ay, qué pena que te vayas!
—No llores, Petia. El sábado vuelvo… sin falta… No te olvides de mí en estos días.
La rubia cabeza se apoyó en el pecho de Petia.
—¿Olvidarte? ¿Olvidarte a ti? ¿Crees que es posible?
Sonó la segunda campanada. Petia abrazó fuertemente a Varia, pestañeó y rompió en
llanto, como un chiquillo. Ella se colgó de su cuello entre sollozos. Entraron en el coche.
—¡Adiós, querida! ¡Adiós, encanto! ¡Hasta dentro de una semana!
El joven besó a Varia por última vez y saltó del coche al andén. Situándose frente a la
ventana, sacó el pañuelo para hacer señas cuando el tren arrancase. Varia no apartaba de él
los ojos, bañados en lágrimas.
—¡Viajeeeeros al tren! —se oyó una orden.
Sonó la tercera campanada. Petia agitó el pañuelo. Pero, de pronto, su cara se dilató.
Dándose una palmada en la frente, penetró de nuevo en el coche como un loco.
—¡Varia! —dijo jadeante—. Te he entregado veinticinco rublos para Mrakov…
Hazme un recibo, querida… ¡Pronto! ¡Hazme un recibo, encanto! ¿Cómo se me había
olvidado?
—¡Es tarde, Petia! ¡Oh, el tren se ha puesto en marcha!
El tren arrancó. El mozo saltó del coche, llorando amargamente, y agitó el pañuelo.
—¡Mándame el recibo por correo! —gritó a la rubia cabeza que le decía adiós.
«¡Si seré idiota! —pensó Petia, cuando el convoy se perdió de vista—, ¡Mira que darle
el dinero sin recibo! ¡Qué descuido, qué chiquillada! (Un suspiro). Ya debe de estar
llegando a la otra estación. ¡Palomita mía!».
CUENTO DIFÍCIL DE TITULAR
(Рассказ, которому трудно подобрать название)
Era un día de fiesta. A la hora del almuerzo, unos veinte hombres estábamos sentados
a una larga mesa, disfrutando de la vida. Nuestros ojillos, ebrios, iban del magnífico caviar
a las suculentas langostas, al maravilloso salmón y a la infinidad de botellas puestas en fila
a lo largo de toda la mesa. En los estómagos hacía calor o, empleando la expresión de los
árabes, salían los soles. Comíamos sin dar paz a la boca. Y manteníamos conversaciones
de tendencia liberal… Hablábamos de… (¿Puedo confiar en tu discreción, lector?). No
hablábamos del tiempo ni de caballos, no. Estábamos resolviendo problemas decisivos.
Tratábamos del muzhik, del policía, del rublo… (¡No me denuncie, amigo mío!). Uno de
los presentes sacó un papel y leyó unos versos satíricos, en los que se recomendaba cobrar
a los ciudadanos diez rublos por mirar con los dos ojos y cinco por mirar con uno; los
ciegos quedaban exentos de este impuesto. Lubostiazhaiev (Fiodor Andreich), ponderado
y respetuoso habitualmente, dejose llevar por la corriente y dijo: «Su excelencia Iván
Projorich es un fantoche…, es un fantoche». Después de cada frase, todos gritábamos:
Pereat[163]! Y apartamos del buen camino hasta a los camareros, obligándoles a beber por
la fraternité. Los brindis fueron punzantes, atrevidos, subversivos. Yo, por ejemplo, brindé
por el florecimiento de las cien… (¿Puedo confiar en tu discreción, lector?) de las
ciencias naturales.
Cuando sirvieron el champaña, pedimos que hablara el secretario provincial
Ottiagaiev, nuestro Renan y Spinoza, que, después de hacerse rogar un poco, accedió y,
mirando previamente a la puerta, dijo:
—¡Camaradas! ¡Entre nosotros no hay superiores ni inferiores! Yo, por ejemplo, soy
[164]
secretario provincial , no abrigo la menor intención de mostrar mi autoridad sobre los
[165]
registradores colegiales
aquí presentes; y al mismo tiempo, espero que los consejeros
[166]
[167]
titulares
y los consejeros palatinos
que aquí hay no me considerarán un gusano.
Permitidme, pues… Mmm… Permitidme… Mirad a vuestro alrededor. ¿Qué es lo que
vemos?
Todos miramos a nuestro alrededor y vimos las caras de los camareros, que sonreían
servilmente.
—Lo que vemos son infortunios y sufrimientos —prosiguió el orador, mirando,
receloso, a la puerta—. No vemos más que fraudes, malversaciones, robos, saqueos,
sobornos… Borracheras por todas partes… Arbitrariedades a cada paso… ¡Cuántas
lágrimas! ¡Cuántos desdichados! ¡Apiadémonos de ellos! Llo… lloremos… (El orador
comenzó a derramar lágrimas), lloremos y bebamos por…
En esto chirrió la puerta. Entró alguien. Volvimos la cabeza y vimos a un hombrecillo
de enorme calva y sonrisa de mentor. ¡Cómo conocíamos a aquel homúnculo! Al entrar, se
detuvo para oír el brindis.
—… lloremos y brindemos por nuestro jefe, protector y bienhechor —terminó
Ottiagaiev—. ¡Por Iván Projorich Jalonadaiev!
¡Hurra!
—¡¡Hurra!! —tronaron las veinte gargantas; y en todas ellas penetró el champaña en
grato torrente agridulce…
El vejete se acercó a la mesa y nos hizo un afectuoso saludo con la cabeza. Debía de
estar en el séptimo cielo.
EL HERMANITO
(Братец)
De pie junto a la ventana, una muchacha miraba, pensativa, hacia la sucia calzada de la
calle. Tras ella, un joven con uniforme de funcionario, pellizcándose el bigote; decía, con
voz trémula:
—¡Recapacita, hermana mía, antes que sea tarde! Hazlo por mí: no te cases con ese
tendero barrigudo, con ese ceporro. Escúpele a la cara a ese hereje mofletudo, que no
tenga paz ni en el cielo ni en la tierra. ¡Hazme ese favor!
—Imposible. Le he dado palabra.
—¡Te lo suplico! Ten compasión de nuestro apellido. Eres noble de abolengo,
instruida; él, en cambio, es un cervecero, un muzhik, un villano, ¡un lacayo! Compréndelo,
boba. Se dedica a vender kvas y arenques podridos. ¡Es un golfo! Ayer le diste palabra de
matrimonio, y esta mañana ha engañado a nuestra cocinera en cinco kopeks. A la gente
pobre le saca hasta el tuétano. Además, ¿qué va a ser de tus ilusiones? ¡Dios mío de mi
alma! ¿Qué va a ser de ellas? Sé muy bien, ¿me oyes?, sé muy bien que quieres a Misha
Triojvostov, de nuestro departamento, que sueñas con él. Y él también te quiere…
La muchacha enrojeció. Le tembló la barbilla, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Notábase que el hermano había tocado la cuerda más sensible.
—Te estás matando a ti misma y lo estás matando a él… Se ha echado a la bebida, el
infeliz. ¡Ay hermana, hermana! Te han cegado el dinero del villano, los zarcillos y las
pulseras… Te casas por interés con un perfecto idiota… Es una verdadera porquería…
Tendrás por marido a un ignorante. No sabe ni escribir su nombre como es debido: «Mitri
Niekolaiev». Niekolaiev en vez de Nikolaiev, ¿te enteras? Niekolaiev… ¡Valiente animal!
Viejo, grosero, patizambo… ¡Hazlo por mí, no te cases!
La voz del hermano tembló y enronqueció. El muchacho tosió y se enjugó los ojos. Su
barbilla también se estremeció.
—Le he dado mi palabra, querido hermano. Y, además, ya estoy harta de tanta
pobreza.
—Bueno, mira, terminaré diciéndote una cosa, ya que hemos llegado a este extremo.
No quería empañar mi reputación ante ti, pero ya no me importa. Prefiero cubrirme de
oprobio antes que ver sucumbir a mi hermana… Escucha, Katia: conozco un secreto
referente a tu mercachifle. Apenas te lo descubra, no querrás saber nada de ése… Verás en
qué consiste. ¿Sabes en qué antro de perdición me encontré con él un día? ¿Lo sabes?
—¿Dónde?
El hermano despegó los labios con intención de descubrir el secreto, pero se lo
impidieron: en aquel preciso instante entró en el aposento un muchacho de vieja guerrera
y sucias botas altas llevando un gran paquete. Después de santiguarse, el recadero quedó a
poca distancia de la puerta.
—Dmitri Terentich les envía un saludo —dirigióse al hermano—. Me ha dicho que les
felicite con motivo de la festividad del domingo… Y me mandó que les entregase esto…
El hermano torció el gesto, cogió el paquete, le echó una ojeada y sonrió
despectivamente.
—¿Qué habrá mandado aquí? Cualquier insignificancia, de seguro… ¡Gm!… Parece
que es azúcar.
Así diciendo extrajo del paquete un bloque de azúcar, le quitó la funda y le dio un
papirotazo con el dedo.
—¡Ejem!… ¿De qué fábrica es? ¿De la de Bobrinski? Eso parece… ¿Y esto, qué es,
té? Huele a algo raro… Despide un olor a sardinas… Una pomada que no tiene ninguna
aplicación… Pasas revueltas con suciedad… Quiere ablandarnos. Por eso vienen estos
obsequios. Pero no te equivocas, amiguito: a nosotros no se nos compra así como así. ¿Y
para qué habrá metido aquí este café de achicoria? Yo no tomo café. Es malo para la salud.
Pone los nervios de punta… Bueno, puedes marcharte. Saludos.
El recadero se marchó. Katia corrió hacia su hermano y le agarró de un brazo: sus
palabras le habían causado fuerte impresión; muy pocas más hubieran bastado para
desahuciar al tendero.
—¡Dímelo, dímelo! ¿Dónde le viste?
—En ninguna parte. Era de broma… Haz lo que quieras —dijo el hermano, y dio otro
papirotazo al azúcar.
UN FILÁNTROPO
(Филантроп)
En el lujoso y elegante boudoir de una dama chic muy conocida en Moscú estaba el
doctor. Era mediodía. La linda dueña del boudoir acababa de levantarse del lecho y,
tendiéndose en un mullido sofá, se despertaba y miraba interrogativamente a los ojos del
médico. El médico, joven de unos veintiséis años, estaba sentado frente a ella, con el ceño
fruncido. El sol de mediodía jugaba en sus gruesos dijes, le quemaba la ancha frente y le
hacía entornar los ojos, sin que él mismo lo advirtiera.
Mas no estaba él para sensaciones físicas, pues otras inquietudes más candentes y
sensibles le quitaban el sosiego: le dolía el alma.
Se maldecía a sí mismo, se despreciaba, se odiaba… Estaba dispuesto a despedazar su
propio cuerpo.
Y todo porque ella esperaba una palabra suya… Pero ¿qué podía decirle él?
»Soy un canalla —pensaba, mirando de reojo la carita de la primorosa criatura sentada
frente a él—. ¡Mil veces canalla! Me he pasado dos semanas persiguiéndola, atosigándola,
cortejándola como el último lechuguino y presumiendo ante ella igual que un idiota. ¿Para
qué todo ello? He conseguido engatusarla. No pasa día que no mande tres o cuatro veces a
buscarme. La he hecho interesarse por mí, pero… ¿acaso puedo corresponderle? ¡Qué
desgraciada! ¡Y con qué tristeza me mira! ¡Con qué impaciencia espera la declaración
decisiva!
En efecto, aquellos ojos, fijos en la cara del doctor, estaban llenos del amor más tierno,
de la pasión más ardiente, más impulsiva, más loca.
«¿Para qué trataba de conseguir su amor? —continuó su cavilación el médico—.
Pues… por presunción. Quería halagar mi amor propio. A los presumidos y a los idiotas
les gusta rendir a las mujeres. Lo que no se preguntan es para qué necesitan tales victorias.
Yo, por ejemplo, ¿qué voy a hacer con esta muñeca? ¡Pobrecilla!».
—Me duele también el brazo derecho —dijo la damisela interrumpiendo las
meditaciones del doctor—. Me ha estado doliendo toda la noche. Y la cabeza también me
dolía…
—¡Ejem!… ¿Y qué tal ha dormido?
—Mal… Tenía un ruido en la cabeza…
—¿Y palpitaciones? —preguntó el doctor por preguntar algo.
—También —mintió la damisela—. Tengo los nervios destrozados horriblemente. No
sé qué hacer. Le molesto a usted todos los días…
Transcurrió cosa de media hora en medio de preguntas y respuestas por el estilo. A la
postre, la situación se hizo insostenible. El doctor se levantó y cogió el sombrero.
—Necesita usted más movimiento —sentenció—. Evite las emociones… El verano
próximo váyase al extranjero o quizá al Cáucaso… Mañana pasaré a verla.
Ella también se levantó y, en silencio, depositó un sobre en la mano que él le tendía. El
médico lo cogió desviando la mirada. Pero de pronto, casualmente, miró al espejo y allí
observó que la linda carita de la caprichosa damisela estaba a punto de llorar. Sus ojitos,
sus pobres ojitos celestes, parpadeaban con rapidez y se cubrían de humedad. Sus labios se
contraían de furia y enojo.
«¡Desdichada!», pensó el doctor, y, dando un suspiro, se compadeció de ella…
—Y si no, verá usted lo que haremos —murmuró—. Pruebe a tomar estas píldoras…
Ahora mismo se lo escribo… Pruebe a ver…
El médico tomó asiento, cortó un trozo de papel blanco para la receta y escribió:
«La espero esta noche a las ocho en la esquina de Kuznetski Most y la calle
Neglínnaia, junto a la tienda de Daciaro».
Hecha la receta, se puso los guantes, saludó y se fue.
A las ocho de la noche… Pero, en fin, pondremos punto. Prefiero siempre el punto
final a los puntos suspensivos. También ahora lo preferiré.
PÁGINA DE LA CRÓNICA JUDICIAL
(Случай из судебной практики)
Sucedió este caso en una de las últimas sesiones de la Audiencia Comarcal de N***.
Ocupaba el banquillo Sidor Shelmetsov, sujeto de unos treinta años con nervioso
rostro agitanado y ojillos de pícaro. Se le acusaba de robo con fractura, fraude y
suplantación de personalidad.
En este último delito concurría la agravante de apropiación de títulos ajenos. Ejercía la
acusación el sustituto del fiscal, un sustituto como hay miles. Carecía de esas cualidades y
signos distintivos que granjean popularidad y honorarios crecidos. Era, pues, un semejante
de sus semejantes. Hablaba por la nariz, no pronunciaba la «к» y se sonaba a cada
instante.
En cambio, el defensor era un letrado famosísimo y popularísimo. Un abogado al que
conocía todo el mundo. Sus admirables discursos se citaban; y su nombre se pronunciaba
con veneración.
Son abogados de esta clase los que hacen de protagonistas en las novelas chabacanas
que terminan con la absolución total del héroe en medio de una ovación del público. En
tales, novelas se da a estos jurisconsultos nombres derivados de truenos, rayos y otros
fenómenos de la naturaleza, no menos impresionantes.
Cuando el sustituto del fiscal demostró que Shelmetsov era culpable y no merecía
clemencia, cuando aclaró todos los puntos, convenció al auditorio y terminó con el
consabido: «He dicho», se levantó el defensor. Todos los presentes aguzaron el oído. Se
hizo el silencio. Comenzó su discurso el abogado y… ¡adiós, nervios del público! El
defensor alargó su oscuro cuello, ladeó la cabeza, echó lumbre por los ojos, alzó una
mano, y un raudal de inefable dulzura penetró en los oídos anhelantes. Su lengua
estremeció los nervios de los oyentes como las cuerdas de una balalaika.
Apenas pronunciadas sus dos o tres primeras frases, alguien del público exhaló un
¡ah!; y hubieron de retirar de la sala a una dama, completamente pálida. A los tres
minutos, el presidente hubo de coger la campanilla y tocarla por tres veces. El ujier, de
nariz roja se removió en su asiento y empezó a lanzar miradas amenazadoras al
entusiasmado público. Agrandáronse todas las pupilas, lividecieron los rostros, ávidos de
oír los párrafos siguientes. Alargáronse los cuellos. ¿Y qué sería de los corazones?
—Somos hombres, señores del Jurado; juzguemos, pues, humanamente —dijo, entre
otras cosas, el defensor—. Antes de comparecer ante ustedes, este hombre ha sufrido una
reclusión provisional de seis meses. ¡Seis meses en que la esposa estuvo privada de su
amado marido y en que los ojos de los niños permanecieron bañados en lágrimas por no
tener junto a ellos a su adorado padre! ¡Oh, si vieran ustedes a esos niños! Están
hambrientos, porque no tienen quien los mantenga; y lloran porque son profundamente
desgraciados. ¡Mírenlos! Tienden hacia ustedes sus tiernas manecitas, pidiendo que les
devuelvan a su padre. No asisten a este juicio; pero pueden ustedes imaginárselo. (Pausa).
Recluido… ¡Ejem!… Le encerraron con ladrones y asesinos… ¡A él! (Pausa). Basta
figurarse su tormento espiritual en la mazmorra, lejos de su esposa y de sus hijos, para…
Pero, bueno, ¡para qué vamos a hablar!
Oyéronse sollozos entre el público. Una muchacha que llevaba un hermoso broche en
el pecho rompió a llorar; y la secundó su vecina de asiento, una viejecilla.
El defensor seguía habla que habla. Esquivando los hechos, hacía hincapié en el factor
psicológico:
—Conocer su alma es descubrir un mundo original, extraordinario, en incesante
movimiento. Yo he estudiado ese mundo. Y al estudiarlo, lo confieso, he visto por primera
vez al hombre. He comprendido al hombre. Cada impulso de su alma dice que en la
persona de mi cliente tengo el honor de ver al hombre ideal…
El ujier dejó de mirar al público con ojos severos y extrajo el pañuelo del bolsillo.
Sacaron de la sala a otras dos señoras. El presidente, dejando en paz la campanilla, calose
las gafas para ocultar las lágrimas que brotaron de su ojo derecho. Todos sacaron los
pañuelos. El fiscal, aquella piedra ruda, aquel témpano de hielo, el más insensible de los
organismos, se removió inquieto en su sillón, enrojeció y bajó los ojos, fijando la mirada
bajo la mesa. Las lágrimas brillaron a través de sus lentes…
«Más me hubiera valido retirar la acusación —pensó—. ¡Menudo fiasco me espera!».
—¡Fíjense en sus ojos! —continuó el defensor, temblorosas la cara y la voz, mientras
por sus pupilas asomaba su alma atormentada—. ¿Creen ustedes que esos ojos tímidos y
afables podrían permanecer impasibles ante el crimen? ¡No, no! ¡Esos ojos lloran! ¡Bajo
esos pómulos de calmuco se ocultan fibras delicadas y sensibles! ¡Bajo ese pecho deforme
y grosero late un corazón que odia el delito! ¿Y ustedes, personas humanas, osarán afirmar
que es culpable?
En este punto no pudo contenerse el acusado. Llegó su turno de llorar. Después de un
acelerado pestañeo, rompió en llanto y, nervioso, cambió de sitio en el banquillo.
—¡Soy culpable! —exclamó interrumpiendo la perorata del defensor—. ¡Me
reconozco culpable! ¡He robado y cometido mil fraudes, maldito de mí! Fui yo quien se
llevó el dinero del baúl. Y el abrigo robado se lo di a mi cuñada para que lo escondiese.
¡Me arrepiento de todo y me declaro culpable!
A renglón seguido, lo confesó todo. Y fue condenado.
UNA ENIGMÁTICA CRIATURA
(Загадочная натура)
Un compartimento de primera clase.
En el asiento, tapizado con terciopelo carmesí, se halla recostada una linda señorita.
[168]
Un caro abanico cruje en su prieta y convulsa mano, el pince-nez
cae a cada instante de
su hermosa naricilla, el broche sube y baja del pecho como una barca entre las olas. Está
agitada… Frente a ella está sentado un funcionario del gobierno regional, en comisión de
servicio, un joven e incipiente escritor que ha publicado en las gacetas de la región
pequeños relatos o, como él los llama, «nouvelles» sobre la vida del gran mundo… La
mira a la cara, la mira fijamente, con el aire de un experto. Observa, estudia, percibe a esta
excéntrica y enigmática criatura, la entiende, la comprende… Su alma, toda su psicología,
están claras, como la palma de la mano.
—¡Oh, la comprendo! —dice el funcionario en comisión de servicio, besando su mano
cerca del brazalete—. Su alma sensible y delicada busca la salida del laberinto… ¡Sí! Es
una lucha terrible, monstruosa, pero… no se desanime. Usted triunfará. ¡Sí!
—Descríbame, Voldemar —dice la señorita, sonriendo tristemente—. Mi vida es tan
intensa, tan variada, tan abigarrada… Y lo principal, soy tan desgraciada. Soy una
sufridora al gusto de Dostoievski… Muestre al mundo mi alma, Voldemar, muestre esta
pobre alma. Usted es psicólogo. Apenas hace una hora que estamos sentados en el
compartimento y usted ya me ha comprendido totalmente.
—¡Hable, se lo suplico, hable!
—Escuche. Yo nací en la familia de un funcionario pobre. Mi padre era bueno,
[169]
inteligente, pero… el espíritu de la época y el medio… vous comprenez , no culpo a mi
pobre padre. Bebía, jugaba a las cartas… aceptaba sobornos… Y mi madre… ¡Qué le voy
a decir! La necesidad, la lucha por un mendrugo de pan, el ser consciente de la miseria…
¡Ah, no me haga recordar aquello! Tuve que abrirme camino yo sola… La horrible
educación del Instituto, la lectura de novelas estúpidas, los errores de juventud, el tímido
primer amor… ¿Y la lucha con el medio? ¡Horrible! ¿Y las dudas? ¿Y los tormentos que
surgen de no tener fe en la vida, en sí misma? ¡Ah! Usted es escritor y nos conoce a las
mujeres. Usted lo comprende… Por desgracia, fui dotada de un espíritu generoso…
Esperaba la felicidad, ¡y qué felicidad! Ansiaba ser una persona. ¡Sí! En ser una persona
veía mi felicidad.
—¡Maravillosa! —balbucea el escritor besándole la mano cerca del brazalete—. No le
[170]
beso a usted, encanto, sino al sufrimiento humano. ¿Recuerda a Raskolnikov ? Él
besaba así.
—¡Oh, Voldemar! Yo necesitaba la gloria, el ruido, el esplendor, como todo espíritu
fuera de lo corriente. ¿Para qué caer en una falsa modestia? Ansiaba algo extraordinario…
que no fuese femenino. Y he aquí… He aquí que en mi camino se cruza un general rico y
viejo… Compréndame, Voldemar. Eso significaba sacrificarse, renunciar a mí misma,
compréndame. No podía actuar de otra manera. Hice rica a mi familia, comencé a viajar, a
hacer el bien… Pero cómo sufría, qué insoportables, qué bajos y vulgares se me hacían los
abrazos de ese general, aunque, hay que hacerle justicia, en su tiempo combatió
valientemente. Había minutos… minutos horribles. Pero me reconfortaba la idea de que el
viejo moriría de un día a otro y que yo viviría como quisiera, me entregaría al hombre
amado, sería feliz… Porque ese hombre existe, Voldemar, Dios lo sabe.
La señorita se abanica enérgicamente. Su rostro adquiere una expresión plañidera.
—El viejo ha muerto… Me ha dejado algo, soy libre como un pájaro. Ahora es cuando
puedo vivir feliz. ¿No es cierto, Voldemar? La felicidad llama a mi puerta. Basta con
dejarla entrar.
Pero ¡no! Escúcheme, Voldemar, se lo suplico. Es el momento de entregarse al hombre
amado, ser su compañera, su ayudante, la portadora de sus ideales, ser feliz… descansar…
¡Pero qué vulgar, repugnante y estúpido es todo en este mundo! ¡Qué ruin es todo,
Voldemar! ¡Soy desgraciada, desgraciada, desgraciada! De nuevo, hay un obstáculo en mi
camino. De nuevo siento que mi felicidad está lejos, lejos. ¡Ah, cuántos tormentos, si
usted supiera! ¡Cuántos tormentos!
—¿Qué es? ¿Qué se interpone en su camino? Dígalo, se lo ruego. ¿Qué es?
—Otro viejo rico…
El abanico roto oculta el bello rostro. El escritor apoya en el puño su cabeza rebosante
de ideas, suspira y con el aire de un experto psicólogo se queda pensativo. La locomotora
silba y jadea, los visillos de la ventana enrojecen con el crepúsculo.
EL PÍCARO
(Хитрец)
Iban dos amigos una vez al atardecer y mantenían entre sí una conversación juiciosa.
Iban por la Nevski. El sol ya se ponía, pero no del todo… En algún lugar llameaban aún
las chimeneas de las casas y brillaban las cruces de las iglesias… El aire levemente helado
olía a primavera…
—¡La primavera está cerca! —le decía un amigo al otro, tratando de tomarlo por el
brazo—. ¡Es asquerosa esta primavera! Fango en todas partes, indisposición, muchos
gastos… Alquila una casa de campo, una cosa, la otra… Tú, Pável Ivánich, eres un
provinciano y no entiendes eso… Tú no puedes entender. Ustedes en provincia, como se
expresó una vez cierto escritor, sólo tienen bondad de alma… No hay pena, ni tristeza.
Comen, beben, duermen, y no saben de ningún asunto. No lo que nosotros… Empezó a
helar… ¿lo notas? Por lo demás, ustedes tampoco viven sin pena… Ustedes en primavera
tienen su tristeza. Je, je, je. Ahora a ustedes, a los provincianos, se les empieza a agitar la
sangre… se les desatan las pasiones. Nosotros, los capitalinos, somos gente de piedra, de
hielo, no hay llama en nosotros, y no sabemos de pasiones, ¡y ustedes son volcanes,
vesubios! ¡Psh! ¡Psh! ¡Exhala! Je, je, je… ¡Oy, me quemo! Y confiesa pues, Pável Ivánich,
¿se te agita fuerte la sangre?
—No tiene por qué agitarse… —respondió Pável Ivánich sombríamente.
—¡Pues sí, basta, deja! Tú eres soltero, no eres un hombre viejo, ¿por qué, pues, no se
te va a agitar? ¡Que se te agite, si quiere! Y en vano te confundes… No hay nada confuso
ahí… ¡Así, solamente! (Pausa). ¡Y qué muchacha vi hace poco, hermano, qué muchacha!
¡Te chupas los dedos! ¡Chasqueas con los labios cien veces cuando la ves! ¡Un fuego!
¡Unas formas! Palabra de honor… ¿Quieres que te la presente? Una polaquita… Sózia, se
llama… ¿Quieres que te lleve a verla?
—Hum… ¡Disculpa, Semión Petróvich, pero yo te diré que así, a un noble, no le
corresponde proceder! ¡¡No le corresponde!! ¡Eso es asunto de mujeres, de taberna, pero
no tuyo, no de nobles!
—¿Qué pasa? ¿Pero tú… qué? —se acobardó Semión Petróvich.
—¡Es una vergüenza, hermano! Tu finado padre era nuestro decano, tu mátushka de
respeto… ¡Es una vergüenza! Yo ya hace un mes que visito tu casa, y noté un rasgo en
ti… ¡No tienes tú un conocido, no hay un cada cual o un cada quisque al que no le
propongas una muchacha! Ya a uno, ya al otro… Y otra conversación no tienes… Al
casamenteo te dedicas. Y aún eres casado también, honorable, pronto te vas a meter a
activo[171], a excelencia… ¡Es una vergüenza, una deshonra! Hace un mes que vivo en tu
casa, y tú ya es la décima que me propones… ¡Casamentero!
Semión Petróvich se confundió, empezó a voltearse, como si lo hubieran agarrado
robando del bolsillo.
—Pero yo, nada… —empezó a farfullar—. Yo eso, sólo así… Je, je, je… Cómo
eres…
Caminaron unos veinte pasos callados.
—¡Yo soy un hombre infeliz! —rompió a gemir de pronto Semión Petróvich,
amoratándose y parpadeando— ¡Soy un infeliz! ¡Tú estás en lo cierto, que yo soy un
casamentero! ¡Es cierto! ¡Y fui así, y voy a ser así hasta la misma lápida de la tumba, si lo
quieres saber! ¡En el infierno, por eso mismo, voy a arder!
Semión Petróvich, desolado, agitó la mano derecha y se pasó la izquierda por los ojos.
El cilindro se le deslizó hacia la nuca, sus chanclos crujieron por la vereda fuertemente. La
punta de la nariz se le llenó de sangre…
—¡Me va a perder mi conducta por completo! ¡Y no voy a morir mi muerte! ¡Voy a
sucumbir! Yo siento mi vicio, hermano, y lo entiendo, pero no puedo hacer nada conmigo.
¿Para qué, pues, los empalago a todos con el sexo femenino? ¡A la fuerza, hermano! ¡A
ella, a ella, a la fuerza! ¡Soy celoso, como un perro! Te lo confieso, como mi amigo… ¡El
celo me venció! Yo me casé, tú mismo lo sabes, con una jovencita, con una belleza…
Cada uno la corteja, o sea, puede ser, que nadie quiere ni verla, pero a mí siempre me
parece… Para la gallina ciega, sabes, todo es maíz. A cada paso temo… Hace poco tú,
después del almuerzo, sólo le diste la mano, y a mí ya me pareció todo… quería darte una
puñalada… ¡A todo le temo! Bueno, y tengo que emplear la astucia a la fuerza. Tan pronto
noto que alguien empieza a rondarla, yo enseguida me le acerco con una muchacha: ¿no la
quieres, le digo? La retirada es una astucia militar… ¡Soy un imbécil! ¡Qué hago! ¡Una
vergüenza, una deshonra! Cada día corro por la Niévskii, recluto para mis amigos a esas
bichas cola-sucias… ¡A esas villanas! ¡Y cuánto dinero se me va en ellas, si tú supieras!
Algunos amigos captaron mi debilidad, y se aprovechan… Se divierten a cuenta mía,
villanos… ¡Ah!
Semión Petróvich dio un aullido y palideció. Por la Niévskii, por delante de los
amigos, pasó una calesa. En ésta estaba sentada una dama joven, vis-à-vis con la dama
estaba sentado un hombre.
—¿Ves, ves? Ahí va mi esposa. Bueno, ¿cómo no celar ahí? ¿Ah? ¡Pues ése es ya la
tercera vez que se pasea con ella! ¡No en vano! ¡No en vano, el bribón! ¿Viste cómo le
echa miradas? Adiós… Corro… ¿Así, no quieres a Sózia? ¿No? ¡No la quieres! Adiós…
Así, yo a él se la… a Sózia pues…
Semión Petróvich se encajó más el sombrero y, golpeando con el bastón, echó a correr,
tratando de no perder de vista la calesa.
—El padre era un decano —suspiró Pável Ivánich—. La mátushka de respeto… Y la
familia ilustre, de pura cepa… ¡A-a-ah! ¡Se apocó el pueblo!
LA CONVERSACIÓN
(Разговор)
Unas personas de ambos sexos estaban sentadas en unas butacas blandas, comían
frutas y, por hacer algo, criticaban a los doctores. Decidieron que si en este mundo no
existieran los doctores en absoluto, pues sería excelente; por lo menos, las personas no se
enfermarían y morirían tan a menudo.
—Por lo demás, señores, a veces… por lo demás… —rompió a hablar al final de todo
una rubia pequeña, endeble, comiendo una pera y sonrojándose— A veces los doctores
son útiles… No se puede negar su utilidad en ciertos casos. En la vida familiar, por
ejemplo. Imagínense que la esposa… ¿Mi esposo no está aquí?
La rubia echó una mirada a los interlocutores y, convencida de que en la sala no estaba
su esposo, continuó:
—Imagínense que la esposa, a fuerza de cuales sean las razones, no desea que,
supongamos, él… no se atreva ni a acercarse a ella… Imaginen que ella no puede, en una
palabra… amar al esposo, porque… en una palabra, se entregó a otro… ser amado. Bueno,
¿qué le ordenan hacer? Ella se dirige al doctor y le mega que él… encuentre las razones…
El doctor va a ver al esposo y le dice que si… en una palabra, ustedes me entienden.
[172]
Písiemskii incluso tiene algo en ese género … El doctor va a ver al esposo y, en nombre
de la salud de su esposa, le ordena a este renunciar a sus deberes maritales… ¿Vous
comprenez[173]?
—Pues yo no tengo nada en contra de los señores doctores —dijo sentado a un costado
un viejecito, un funcionario—. ¡Unas muy gentiles y, les puedo asegurar, inteligentes
personas! Son los benefactores nuestros, sin profundizar. Razonen ustedes mismos, muy
señores míos… Usted pues, madame, hablaba ahora de los deberes maritales, y yo le diré
sobre nuestros deberes. Nosotros también, pues, amamos el sosiego y el anhelo de alma
ése, de que todo esté bien. Mi servicio yo lo conozco, pero si, supongamos, su excelencia,
usted se digna a exigir que por encima del servicio, pues disculpe, eso es ya un
attande[174]. A nosotros nuestro sosiego nos es caro también… ¿Usted conoce a nuestro
general? ¡Un alma de hombre! ¡La generosidad! Todos los actos, se puede decir, de alma.
Y no te ofende, te da la mano, te pregunta por la familia… El jefe, y al igual que tú la
conducta. Bromas así, dichos de todo tipo, chistes… Como un padre, en una palabra,
hablando en resumen. Pero unas tres veces al año, en ese gran hombre hay un cambio.
¡Cambia! Se hace otro por completo, y… ¡no quiera Dios! Le gusta, saben, introducir
reformas… Ésa es su cuerda, su idea, como dicen los socialistas. Y cuando él —unas tres
veces al año sucede eso con él— empieza a introducir reformas, ¡no te le acerques
entonces! ¡Es como algún tigre o un león! Anda rojo así, sudado, tiembla, dice que no
tiene gente. Andamos todos nosotros entonces pálidos, y… nos morimos de terror. Y nos
retiene en el servicio hasta tarde en la noche, escribimos, corremos, hurgamos en los
archivos y los informes… y no quiera el Señor, ni al maldito tártaro se lo deseo. En el
infierno oscuro es mejor. Y hace poco lloró, que no lo entienden, que no tiene unos
verdaderos ayudantes… ¡Lloró! ¿Y acaso nos es grato ver cómo el jefe llora?
El viejecito calló y se volteó, para no mostrar las lágrimas que brillaban en sus ojos.
—¿Y qué tienen que ver los doctores ahí? —preguntó la rubia.
—Y mire qué tienen que ver… Espere… Tan pronto empezamos a advertir, por lo
tanto, que empieza ese mismo cambio, vamos ahora al doctor: «¡Iván Matvéich, hijito!
¡Benefactor, padre camal, ayúdanos! Sólo en ti tenemos esperanza. ¡Haz una gracia divina,
despáchalo tú al extranjero! No se puede vivir»… Bueno… El doctor pues, es un viejecito
bondadoso, así… Es sabido, él mismo fue subordinado, y probó todo el dulce. Va a ver al
nuestro, certifica… «El hígado —dice— no está… Algo en este ahí no está, su
excelencia… Si usted fuera —le dice— al extranjero, a disfrutar las aguas…». Bueno, lo
asusta con el hígado, y aquél, es sabido, un hombre aprensivo, las enfermedades le
espantan… Al instante al extranjero, y las reformas, ¡tiu, tiu! ¡Mire!
—Y ¿si fuera el jurado, digamos… —empezó un mercader—, a quién ver si…?
Después del mercader empezó a hablar una dama madura, cuyo hijo hacía poco casi
había ido al servicio militar.
Y empezaron a elogiar a los doctores, dijeron que sin ellos no se podía de ningún
modo, que si en este mundo no hubiera doctores, pues sería horrible. Y decidieron al final
de todo que, si no hubiera doctores, las personas se enfermarían y morirían mucho más a
menudo.
CABALLEROS SIN MIEDO Y SIN TACHA
(Рыцари без страха и упрека)
En casa del jefe de la estación de Razbeisia reinaba la alegría. Se habían reunido jefes
de estación, jefes de trayectos, jefes de almacenes, jefes de depósitos y otros jefes,
jubilados y sin jubilar, viejos y jóvenes. Entre las guerreras de uniforme sobresalían por su
colorido las modes et robes[175] de las señoras; e incluso se veían algunas caritas infantiles.
Los reunidos tomaban té, jugaban a las cartas, oían música y se deleitaban conversando.
Hablaban de casos casuales acaecidos en tal o cual línea. Refirieron tantos que no hay
manera de escribirlos todos. El señor Ukusilov habló, por sí solo, dos horas. ¡Como para
copiarlo! Siguiendo mi costumbre, seré breve.
—¡Tres vagones se hicieron trizas! —terminó el señor Ukusilov su relato de dos horas
—. Dos muertos, cinco heridos… Y lo más gracioso de todo fue que resultó como hecho
por mano del maligno: no tuvo repercusión oficial, ¡je, je, je! De un solo taller hubo seis
heridos… Los mandé llamar: «¡Como me entere… de que alguno… se va de la lengua…!
Tú di que te has caído». A dos soldados que andaban por allí se les dieron tres rublos para
taparles la boca: «¡A callar y a no contar nada!». Tomamos todas las precauciones habidas
y por haber, pero no pudimos evitar ciertos daños: me destituyeron y hasta me amenazaron
con procesarme, acusado de estar durmiendo y de no haber puesto un telegrama. ¡Como si
un jefe de estación no tuviera derecho a dormir! ¡Qué poca conciencia hay en el mundo!
¡Por una insignificancia dejar cesante a un padre de familia! En uno de los vagones
siniestrados le traían al jefe de movimiento una cesta de cangrejos de su finca; y se
perdieron en el accidente. El pobre señor, de una educación esmeradísima, soñaba con
comer aquella tarde cangrejos à la bordelaise… Y a no ser por los malditos cangrejos no
hubiera habido inspección y no me hubieran dejado cesante.
—¿Sigue usted cesante hasta ahora? —interesose la hija del pope de la aldea vecina,
que había venido a ver si «por amistad» le facilitaban a su madre billete gratis para ir a
visitar a su tía.
—¡Qué va! Ala semana estaba ya en otra línea, aunque figurase como encartado en un
expediente.
—Pues oigan ustedes otro caso —comenzó el señor Gartsunov, sirviéndose vodka—.
Todos ustedes conocen, ni que decir tiene, a Iván Mijailich, que trabajaba de jefe de tren.
¡Un animal! Un hombre honradísimo y buenísimo; pero un canalla, a su modo… Vamos,
no es que fuese un canalla, sino… un genio a su manera, un cernícalo… Pues una vez
llegó a Yivodiorovo con un tren… Un tren de mercancías, porque no se le podía poner en
trenes de viajeros, ya que al ver a las mujeres sufría verdaderos ataques. Pues, como les
iba diciendo, llegó con su tren… Y en el andén había alrededor de treinta segadores. Era
en verano, época de faenas…
»—¿Adónde vais, amigos segadores? —les preguntó—. Si queréis, os llevo en el tren
hasta la próxima estación. No os cobraré más que un grivennik[176] por cabeza.
»¿Qué más querían los otros? Iván Mijailich les cobró a razón de un grivennik y los
metió a todos en el coche de servicio, iban nuestros segadores más contentos que unas
pascuas. De alegría que llevaban se pusieron a cantar. ¡Qué riii-saaa! Yo iba en el tren
porque me dirigía a casa de Ilia Petrovich, que bautizaba aquel día a su hija Olechka…
»—¿Por qué los ha subido usted? —le pregunté—. ¿No sabe que en la estación hay
revisores?
»—¡Al diablo!
»—Pues ya verá…
»Iván Mijailich se quedó pensativo… Naturalmente, no quería comprometerse. La
cosa no tiene importancia, ¿saben? Todo el mundo lleva gente de extranjís y no hay quien
no lo sepa; pero resulta molesto que lo descubran… Además, hay revisores y revisores…
¡Se atraviesa cada uno que es capaz de amargarte la vida! Hay de todo. Más que nada lo
hacen por maldad o por distinguirse ante los jefes.
»—El tren no hay forma de pararlo —dijo Iván Mijailich—, y a estos demonios
conviene quitárselos de encima. ¿Qué hacer?
»En esto se nos cruzó un tren con tres faroles en el coche de servicio. Los jefes de tren
tienen esa señal: tres faroles o dos banderines, o algún otro signo distintivo en el coche de
servicio, quieren decir que en la estación hay revisores o inspectores. Se confirmaron mis
augurios. Iván Mijailich, piensa que te piensa. ¡Qué risa! De buenas a primeras, va y abre
la puerta del vagón, agarra del cuello a los señores segadores y, a toda marcha, ¡abajo! ¡Je,
je, je! Los segadores saltaban y caían como gavillas…
»—¡Saltad! —les gritaba Iván Mijailich—. Saltad hacia adelante y no os pasará nada.
¡Salta, hijo de tal, maldito, diablo!
»Nosotros nos moríamos de risa viendo el espectáculo. Todos saltaron. Sólo uno se
rompió una pierna. A los demás no les pasó nada. Y perdieron sus grivenniks. ¡Ja, ja, ja!
Al cabo de una semana salió a relucir el asunto… Sacaron de no sé dónde al segador con
la pata rota… Algún granuja debió de dar el chivatazo. ¡No se lo lleve el demonio! ¡Mala
fe que tiene la gente! Total, que al segador le dieron una indemnización de cinco rublos y a
Iván Mijailich lo echaron del trabajo, ¡Ja, ja, ja!
—¿Y sigue sin colocación?
—Me han dicho que va a entrar en la Ópera. Tiene una estupenda voz de barítono. A
veces, yendo en el tren, se emborrachaba y le daba por cantar. Hasta las fieras se quedaban
quietas oyéndole y los pájaros se echaban a llorar. Un hombre de talento, no cabe duda…
EL SAUCE
(Верба)
¿Quién de ustedes ha viajado por la carretera de В. a T.?
Quien haya viajado recordará, sin duda, el molino de Andreievskaia, que se eleva,
solitario, a la orilla del río Koziavka. Un molino pequeño, de dos piedras. Tiene más de
cien años; lleva muchísimo sin trabajar, y, por consiguiente, no es de extrañar que parezca
una viejecilla encorvada y harapienta, a punto de derrumbarse a cada instante.
Verdaderamente, esta viejecilla hace tiempo que se hubiera desplomado a no ser por el
sostén que le ofrece un viejo y ancho sauce, de tronco tan grueso que no lo abarcarían dos
hombres. Su brillante follaje desciende al techo y a la compuerta del molino; y hay hojas
que se bañan en el agua y que alfombran el suelo. El sauce es también viejo y encorvado.
Su nudoso y corvo tronco aparece afeado por un agujero grande y oscuro. Meta la mano
en él y se la embadurnará de miel. Abejas silvestres zumbarán alrededor de su cabeza y le
aguijonearán. ¿Cuántos años tendrá el sauce? Arjip, buen amigo suyo, afirma que el árbol
era ya viejo cuando él hacía de «francés» en casa del señor y de «negro» con la señora; y
todo ello fue hace muchísimo, muchísimo, tiempo.
El sauce sirve de sostén a otra ruina, al anciano Arjip que, sentado a su pie, se pasa el
día pescando con caña, de sol a sol. Arjip es viejo y encorvado como el sauce, y su
desdentada boca recuerda el agujero del árbol. Pesca durante el día y, por la noche,
sentado entre sus raíces, cavila. El viejo sauce y el viejo Arjip cuchichean día y noche.
Ambos han visto tantas cosas en su vida… Óiganles.
Hace treinta años, el día del Domingo de Ramos, es decir, en el santo del anciano
sauce, el anciano Arjip, sentado en su sitio de costumbre, estaba pescando y contemplando
el paisaje de primavera. En derredor, como siempre, quietud. Sólo se oía el susurro de los
dos viejos y el espaciado chapoteo de algún pez travieso. El anciano pescador esperaba la
llegada del mediodía. A mediodía comenzaba a hacer la sopa. Cuando la sombra del sauce
empezaba a separarse de la orilla opuesta, llegaba el mediodía. Arjip adivinaba también la
hora por el cascabeleo de la diligencia postal, que pasaba por la presa exactamente a las
doce.
También aquel domingo oyó Arjip el campanilleo. Dejando la caña a un lado, miró
hacia la presa. La troika rebasó un montículo, descendió pendiente abajo y siguió a paso
de peatón. El correo iba dormido. Al llegar a la presa, el carruaje se detuvo. Mucho tiempo
llevaba Arjip sin sorprenderse, pero esta vez fue grande su sorpresa. Sucedió algo
extraordinario. El cochero miró a su alrededor, se agitó, nervioso, quitó el pañuelo de la
cara del correo y blandió una porra. El correo no se movió. Una mancha purpúrea cubrió
su cabeza. El cochero bajó a tierra y, volteando el brazo, descargó otro golpe. Un minuto
después, Arjip oyó pasos a poca distancia: el cochero venía directamente hacia él. Su cara,
curtida, estaba pálida, y sus ojos miraban sin dirección determinada. Temblando como
azogado, corrió hacia el sauce y, sin percatarse de la presencia de Arjip, metió en el
agujero del árbol la saca del correo, tras de lo cual retornó al carruaje a toda prisa y, cosa
extraña para Arjip, se asestó un golpe a sí mismo en la sien. Después de ensangrentarse la
cara, arreó a los caballos:
—¡Socorro, que me matan! —gritó.
El eco repitió su grito, y la llamada de socorro siguió sonando largo rato en los oídos
de Arjip.
Seis o siete días después se presentó el Juzgado. Los miembros de la comisión sacaron
un plano del molino y de la presa, midieron la profundidad del río y, luego de almorzar a
la sombra del sauce, marcháronse por donde habían venido. Mientras duró la inspección,
Arjip estuvo metido bajo la rueda, tembloroso, sin dejar de mirar la saca. Vio en ella
sobres con cinco sellos. De día y de noche contemplaba aquellos sellos cavilando; y el
viejo sauce callaba de día y lloraba de noche. «¡Valiente tonto!», pensaba Arjip oyéndole
llorar. Una semana más tarde, el anciano iba ya camino de la ciudad llevando consigo la
saca.
—¿Dónde está el juzgado? —preguntó nada más entrar en la ciudad.
Le indicaron una gran casa de color amarillo con una garita rayada a la puerta.
Penetró, y ya en el vestíbulo encontró a un señor de botones muy brillantes, que fumaba
en pipa y estaba echando una reprimenda al guarda. Arjip se acercó y, temblando todo él,
refirió al funcionario el episodio del viejo sauce. El funcionario cogió la saca, desató las
correas, palideció, enrojeció…
—Un momento —dijo, y corrió al interior.
Allí le rodearon otros funcionarios. Carreras, nerviosismo, comentarios… A los diez
minutos, el funcionario le trajo de nuevo la saca a Arjip y le dijo:
—No es aquí donde tenías que ir, hermano. Vete a la calle Nizhnaia, y allí te dirán
dónde está la Policía, porque ésta es la Delegación de Hacienda.
Arjip se fue con la saca.
—Pesa mucho menos —pensó—. Se ha quedado en menos de la mitad.
En la calle Nizhnaia, le mostraron otro edificio amarillo con dos garitas. Arjip entró.
No había vestíbulo, y las oficinas comenzaban, en la misma escalera de entrada. Llegose
el viejo a una mesa y contó a los escribientes la historia que le traía. Los escribientes le
arrebataron la saca, le dieron muchos gritos y mandaron a buscar al jefe. Apareció un
gordo bigotudo que, tras un breve interrogatorio, se apoderó de la saca y se encerró con
ella en otra habitación.
—¿Y dónde está el dinero? —se oyó decir en esta habitación al cabo de un instante—.
¡La saca está vacía! Decidle al viejo que puede marcharse. O, si no, será mejor detenerlo.
Conducidle a presencia de Iván Markovich. No, no, que se vaya…
Arjip hizo una reverencia y se marchó. Al día siguiente, los carasinos y las percas
volvieron a ver su blanca barba.
Era bien entrado el otoño. El anciano, sentado en el lugar de costumbre, estaba
pescando. Tenía el semblante tan sombrío como el amarillento sauce: no le gustaba el
otoño. Pero su rostro se ensombreció mucho más al ver a poca distancia al cochero que,
sin reparar en él, se aproximó al sauce y metió la mano en el agujero. Las abejas, húmedas
y perezosas, se arrastraron por su mano. Después de hurgar en el interior, el cochero
palideció, y al cabo de una hora, sentado a la orilla, miraba inconsciente al río.
—¿Dónde está aquello? —preguntó a Arjip.
Arjip, al principio, guardó silencio y trató de esquivar al asesino, pero terminó
compadeciéndose de él.
—Se lo llevé a la Policía —dijo—. Pero tú, tontuelo, no temas… Al entregarlo declaré
que lo había encontrado debajo del sauce.
El cochero rugió y, dando un salto, se abalanzó contra Arjip. Estuvo pegándole mucho
tiempo. Le golpeó el viejo rostro y le pateó en el suelo. Pero después de dar una tremenda
paliza al anciano, se quedó a vivir con él en el molino.
De día dormía, o callaba si estaba despierto; de noche deambulaba junto a la presa: por
la presa erraba la sombra del correo, y conversaba con ella. Llegó la primavera sin que el
cochero dejase de permanecer en silencio y de pasear por la presa. Una noche se le acercó
el viejo:
—Déjate de tonterías y márchate —le dijo, y miró de soslayo la sombra del correo.
La sombra repitió sus palabras. Y el sauce repitió lo mismo.
—No puedo —respondió el cochero—. Me iría, pero me duelen las piernas y también
el alma.
El viejo le agarró del brazo y le llevó a la ciudad, a la calle Nizhnaia, a la misma
oficina donde él entregara la saca. El cochero cayó de rodillas ante el «jefe» y confesó su
delito. El bigotudo se asombró:
—¿Por qué quieres echarte tierra encima, imbécil? ¿Estás borracho? ¿O quieres que te
meta en el calabozo? Aquí se ha vuelto loco todo el mundo. ¡Qué canallas! No hacen más
que enredar las cosas… El autor del crimen no ha sido hallado, ¡y se acabó! ¿Qué más
quieres? ¡Largo de aquí!
Cuando el viejo recordó la saca, el bigotudo soltó la carcajada, y los escribientes se
sorprendieron. Debían de tener mala memoria… Y el cochero no halló expiación en la
calle Nizhnaia: tuvo que volverse junto al sauce…
Para huir de los remordimientos, hubo de buscar refugio en el agua, enturbiando
precisamente el lugar en que andaban los flotadores. Se ahogó nuestro cochero. Y ahora,
los dos viejos, Arjip y el sauce, ven en la presa dos sombras… ¿No será con ellas con
quienes cuchichean?
SUPER-EXTRAS
(Обер-верхи)
EL COLMO DE LA CREDULIDAD
Hace días, en la ciudad de T., se descerrajó un tiro el terrateniente K., uno de los
magnates de la localidad, riquísimo y padre de una numerosa familia. Disparose el tiro en
la boca, y la bala se le alojó en el cerebro. En el bolsillo de la chaqueta del infeliz
terrateniente fue hallada una carta que decía:
«Acabo de leer en el almanaque que la cosecha de este año se perderá. Esto me
acarreará la ruina. Como no deseo verme en situación tan bochornosa, me quito la vida y
ruego que no se acuse a nadie de mi muerte».
EL COLMO DE LA DISTRACCIÓN
De fuente fidedigna se nos informa que hace días tuvo lugar en un hospital este hecho
lamentable: El ilustre cirujano M., que debía amputar ambas piernas a un guardagujas, se
distrajo y se cortó una a sí mismo y otra al practicante que le asistía en la operación. Los
dos fueron convenientemente asistidos.
EL COLMO DEL CIVISMO
Soy hijo de un ciudadano notable, leo El ciudadano, visto traje civil y estoy casado
con Aniuta por lo civil…
EL COLMO DE LA VIGILANCIA
Hemos recibido una carta en la que se nos dice que, recientemente, un redactor del
[177]
Kievlianin , después de leer varios periódicos moscovitas, sufrió un arrebato de
suspicacia y efectuó un registro en su propia casa. Como no hallara nada sospechoso, se
condujo a sí mismo a la comisaría del distrito, por si acaso.
UN LADRÓN
(Вор)
Dieron las doce. Fiódor Stepánich se echó el abrigo sobre los hombros y salió al patio.
Le envolvió la humedad de la noche. Soplaba un viento crudo y frío. Del negro cielo caía
una lluvia diminuta. Fiódor Stepánich atravesó la valla semidestruida y tiró calle adelante.
Era una calle ancha, parecida a una plazoleta. Rara vez se encuentran calles como aquélla
en la Rusia europea: ni luz, ni aceras, ni nada que recordara semejantes lujos.
A lo largo de las vallas y de las paredes destacaban las negras siluetas de los vecinos
que se dirigían a la iglesia. Delante de Fiódor Stepánich chapoteaban en el barro los pies
de dos figuras. En una de ellas, pequeña y encorvada, reconoció al médico, la única
«persona instruida» de la comarca. El anciano doctor no rehuía su compañía, y siempre
suspiraba amistosamente al verle. Ahora llevaba el deteriorado sombrero de tres picos,
pues iba de uniforme; y su cabeza parecía dos cabezas de pato pegadas por la nuca. Bajo
el faldón del capote asomaba la espada. Y a su lado avanzaba una figura alta y flaca,
coronada también por un tricornio.
—¡Cristo ha resucitado
doctor.
[178]
, Gurí Ivánich! —dijo Fiódor Stepánich deteniendo al
Éste le estrechó la mano en silencio y entreabrió el capote para mostrar al deportado
una cinta de la que pendía la Orden de san Estanislao.
—Después quisiera pasar por su casa, doctor —añadió Fiódor Stepánich—. Permítame
que vaya a cenar con ustedes… Se lo suplico. Cuando estaba allí siempre cenaba en
familia esta noche. Me servirá de recuerdo…
—Creo que resultará un poco violento —azorase el médico—. Tengo una familia,
¿sabe?, mi mujer… Y usted, aunque sea lo que es, no es…, ya me entiende… Existen
prejuicios… Yo, por mi parte, no tendría inconveniente… ¡Ejem!… Esta tos…
—¿Y Barabaiev? —replicó Fiódor Stepánich con una mueca y una sonrisa de hiel—.
Conmigo lo condenaron: juntos nos deportaron; y, sin embargo, almuerza y cena con
ustedes todos los días. Sepa usted que robó más que yo…
Fiódor Stepánich se detuvo y se arrimó a la húmeda valla, para dejarles pasar. A lo
lejos brillaban luces que, apagándose y encendiéndose, avanzaban en la misma dirección.
«Alguna procesión —pensó el deportado—. Como allí, en nuestra tierra».
De las luces llegaban alegres sones. Campanillas de fino tañido repiqueteaban con los
matices más distintos, aceleradamente, como si tuvieran prisa por llegar a alguna parte.
«Es mi primera Pascua aquí, en medio de estos fríos —pensó Fiódor Stepánich—. Y…
no será la última. ¡Qué rabia! Allí, probablemente…».
Su pensamiento voló hacia su tierra. De seguro que allí no iría pisando nieve sucia ni
fríos charcos, sino hierba joven; el viento no azotaría el rostro como un trapo húmedo,
sino que traería el hálito de la primavera. Allí, el cielo era oscuro, pero estrellado, con una
franja blanca por oriente… En lugar de una sórdida valla, vería una verde empalizada y su
casa de tres ventanas. Dentro, habitaciones claras y abrigadas. Y en una de ellas, una mesa
cubierta de blanco mantel con panes de Pascua, bocadillos y vodka de diversas clases…
«¡Qué bien estaría un poquito de vodka de allí! El de aquí es tan malo que no se puede
tomar…».
A la mañana siguiente, un sueño profundo, placentero; y luego, a beber de nuevo.
Fiódor Stepánich recordó, ¡cómo no!, a Olia, con su cara felina, mimosa y linda. Ahora
estaría durmiendo y de fijo que no soñaría con él: las mujeres se consuelan pronto. De no
haber sido por Olia, no hubiera ido él a parar al destierro. Ella engatusó al muy bobo:
necesitaba dinero, lo necesitaba de manera apremiante, como todas las cocottes. Sin dinero
no podía vivir, ni amar, ni sufrir…
«¿Y si me deportan a Siberia? —le preguntó él—. ¿Me seguirás?».
«¡Pues claro! Hasta el fin del mundo».
Él robó; fue descubierto y enviado a Siberia; y Olia, naturalmente, se asustó y no le
siguió. Su estúpida cabeza estaría ahora hundida en la blanda almohada de encaje, y sus
pies, muy lejos de la sucia nieve.
«Se presentó en el juicio empingorotada y no me miró ni una vez… Se reía cuando el
defensor decía alguna gracia… ¡Más que la muerte merece!».
Estos recuerdos fatigaron grandemente a Fiódor Stepánich. Estaba lánguido y como
enfermo; diríase que había pensado con todo el cuerpo en aquellas cosas lúgubres. Las
piernas, flaqueantes, se le doblaban; y le faltaron fuerzas para llegar a la iglesia. Regresó a
su casa y, sin quitarse el abrigo y los zapatos, se desplomó en la cama.
Pendía sobre ella una jaula con un pajar propiedad del dueño de la casa. El ave era
muy rara, esquelética y de largo pico, totalmente desconocida para Fiódor Stepánich.
Tenía cortadas las alas y arrancado el plumaje de la cabeza. La alimentaba con una
sustancia agria, que hacía apestar la habitación entera. El pájaro revoloteaba: inquieto en
la jaula, picoteaba en la lata del agua y tan pronto imitaba el canto del estornino como el
de la oropéndola.
«¡Este demonio no me deja dormir!», pensó Fiódor Stepánich.
Levantose y sacudió la jaula con la mano. El ave se calló. Se tendió el deportado y
ayudándose con el borde de la cama se quitó las botas. Al cabo de un minuto, el ave
comenzó de nuevo a agitarse. Un trozo de comida agria cayó sobre la cabeza de Fiódor
Stepánich y se le metió entre los cabellos.
—¡A ver si paras de una vez! ¿Vas a callarte o no? Eres lo único que me faltaba…
Pero cosa de cinco minutos más tarde, al deportado le pareció ver al pájaro salir del
rincón al centro de la pieza y dar vueltas con el pico en el suelo de tierra. El pico era como
una barrena: giraba, giraba, y no tenía fin. Se oyó el mido de las alas al chocar entre sí; y a
Fiódor Stepánich se le antojó que estaba tendido en el suelo y que sobre sus sienes caían,
uno tras otro, los rápidos aletazos del pájaro. Por último, el pico terminó rompiéndose y
todo se convirtió en plumas. Fiódor Stepánich se durmió…
—¿Por qué has matado al pobre pájaro, asesino? —fue lo primero que oyó al despertar
por mañana.
Abrió los ojos y vio ante sí al dueño de la casa, un anciano cismático y beato, con la
cara temblando de cólera y bañada en lágrimas.
—¿Por qué has matado a mi pajarito, condenado? ¿Cómo has tenido valor de dar
muerte a mi cantor, Satanás diabólico? ¡Contesta! ¿A quién has matado? ¿Y por qué?
¡Tienes ojos de sinvergüenza, perro carnicero! ¡Márchate de mi casa y no vuelvas a
aparecer ni en pintura! ¡Fuera de aquí ahora mismo! ¡Ahora mismo!
Fiódor Stepánich se puso el abrigo y salió a la calle. La mañana era gris, nubosa.
Mirando el cielo de plomo no había modo de creer que por encima de aquel techo pudiera
resplandecer el sol. La llovizna continuaba…
[179]
—Bonjour, mon cher!
del patio.
, felicidades —oyó decir cuando hubo traspuesto el portalón
Ante él, en un coche flamante, pasó su paisano Barabaiev, tocado con chistera y
protegido por un paraguas.
«Irá de visita —comentó Fiódor Stepánich—. Incluso aquí ha sabido arreglárselas ese
pillo… Como tiene conocidos… ¡Ay, quién hubiera podido robar más!».
Ya cerca de la iglesia, Fiódor Stepánich oyó otra voz, femenina esta vez. A su
encuentro venía la diligencia de postas atestada de maletas, tras de las cuales asomaba una
cabecita de mujer:
—¿Puede indicarme dónde está…? —inició una pregunta; pero luego exclamó, al
reconocer al deportado—: ¡Fiódor Stepánich! ¿Es usted?
El interpelado corrió hacia la diligencia, clavó los ojos en aquella cara, la reconoció y
se apoderó de la mano de la recién llegada:
—¿No es un sueño? ¿Será posible? ¿Por fin te has decidido, Olia, a venirte conmigo?
—¿Dónde vive Barabaiev?
—¿Para qué lo quieres?
—Me ha mandado llamar… Me envió dos mil rublos, figúrate… Además, me dará
trescientos mensuales. ¿Hay teatros aquí?
El deportado erró buscando alojamiento por la ciudad hasta la noche. La lluvia no cesó
en todo el día ni salió el sol.
«¿Podrán estas fieras vivir sin sol? —cavilaba Fiódor Stepánich arrastrando con los
pies la nieve húmeda—. Están tan alegres y tan contentos sin sol… Aunque, por otra
parte, sobre gustos no hay nada escrito».
FELICITACIONES
(COSAS DE PASCUA)
(Лист. Кое-что пасхальное)
Un recibidor. En un rincón, una mesita. Sobre la mesita, un pliego de papel de barba,
grisáceo, tintero y pluma. Un ujier, ansioso y avariento, se pa