No hay en el mundo un ejército que pueda ser castigado por resultados de la severidad de sus preparaciones y basta recordar que la primera potencia militar del mundo tiene hasta policía interna para tratar todas estas cuestiones que son desgraciadas consecuencias de una formación que es distinta desde la cuna a la de la población general.

He comprobado que la enorme mayoría de los chilenos cree que todos los que habitamos esta tierra estamos regidos por las mismas leyes y que eso es, en verdad, lo que corresponde.

Pero eso es una apreciación equivocada: hay instituciones de numerosos miembros que necesitan leyes especiales de convivencia y de formación y hay otras categorías de personas que, de hecho, obedecen a reglas distintas que el resto de los chilenos.

Si se piensa bien en ello, se descubrirá que esos casos especiales son mucho más numerosos de lo que a primera vista podría pensarse. Por ejemplo, el mundo de la hípica obedece a regulaciones que se dictan en Londres y que tienen carácter obligatorio y general para toda la actividad en cualquier parte del mundo en que se practique.

Y para demostrarlo, voy a emplear un ejemplo personal: en un periodo en que mi familia crio caballos de carrera, vendimos uno a crédito y nos pagaron con solemnes letras de cambio. Como el comprador incumpliera ese pago, iniciamos el protesto legal de los documentos. Lo que cosechamos fue una amonestación solemne porque se nos explicó que la hípica se regía por una justicia que ejercía un juez árbitro y que estaba penado recurrir a la justicia ordinaria para urgir un cobro de esa especie.

Estoy seguro de que existen varias otras actividades que se rigen por códigos que nada tienen que ver con los locales, como pueden ser los deportes, las líneas aéreas, etc. Pero todo esto es anécdotas, en comparación en el caso de dos instituciones señeras, como son las Fuerzas Armadas y el Clero.

En el caso de este último, las interferencias entre el estatuto civil chileno y el canónico del vaticano son y han sido evidentes. Para los efectos internacionales, la Santa Sede es un estado independiente con todos los derechos de tal, de modo que un sacerdote chileno es un sujeto de dos derechos y continuamente es necesario compaginar sus vigencias según las circunstancias.

En realidad, esos conflictos son lejanas reminiscencias de la contienda de las investiduras ocurrido en la Edad Media y que, aunque parezca increíble, todavía subsiste de alguna ensordinada manera.

El caso más complejo: las Fuerzas Armadas

Estas son extensas agrupaciones humanas preparadas y educadas para la defensa bélica del país y la naturaleza de su formación, de sus actividades y de sus propósitos, y no son susceptibles de tratarse con las reglas generales de la ciudadanía.

El militar, por su profesión constitucional, está sujeto a una educación física y mental apta para su supuesta función guerrera y esa formación implica riesgos físicos y éticos que son distintos de los usuales.

Es por eso que, prácticamente en todos los países del mundo, están sometidas a legislaciones especiales en que se respetan ciertos principios básicos como es, notablemente, el de obediencia a las órdenes de sus superiores. Porque eso es así, las Fuerzas Armadas no están diseñadas para resguardar el orden interno, puesto que allí es, precisamente, donde es fácil que entren en colisión sus usos y derechos con los de un ciudadano no afecto a ellos.

No están ni preparadas ni son las adecuadas para esa tarea de carácter policial.

Las FFAA en los problemas de seguridad en Chile

Ciertamente que la Constitución prevé circunstancias muy especiales en que es necesario invocar a las Fuerzas Armadas para situaciones extremas internas. Eso es lo que se llama estados de sitio y de emergencia, pero la autoridad civil debe ser muy cuidadosa el manejo de los riesgos que la intervención armada implica, y no puede pretender que se haga con las mismas reglas que imperan para las agresiones entre particulares.

En suma, la intervención de las Fuerzas Armadas en represiones de carácter de delincuencia común o de subversión de tipo guerrilla interna, solo puede abordarse cuando el gobierno que la ordena asume todas las responsabilidades que implica el uso de un instrumento inadecuado para la tarea que se le encarga.

Dicho en una forma popular, si uno fija un clavo con el mango de un serrucho o con el borde de un alicate, tiene que estar preparado para quebrarse un dedo.

Todo lo señalado me hace ser muy escéptico respecto a la posibilidad de acordar normas específicas para ampliar la intervención de las Fuerzas Armadas en los problemas de seguridad que hoy enfrenta Chile. Con las restricciones que se le pretende imponer, lo único que cosecharan son fracasos y desprestigio si es que las cumplen con rigurosidad, o cosecharan querellas y expulsiones si causan daños que la acción armada son inevitables, incluyendo la de la muerte.

En el caso actual en que la discusión de este tema está en primera línea de la preocupación nacional, debe tener también tenerse en cuenta la evidente reluctancia de las propias Fuerzas Armadas en asumir ese tipo de tareas internas.

No es posible ignorar que están severamente maltratadas en las últimas décadas y que su aislamiento del resto de la sociedad es evidente para cualquiera. Es también necesario reconocer que tienen muy buenos motivos para ello.

Estamos actualmente siendo testigos como el desfallecimiento de un conscripto que hacia ejercicios en el norte está escalando hasta la comandancia en jefe, y el más elemental sentido común, nos señala que eso debería ser motivo de una investigación interna y no de tratamiento que se pretende aplicar.

No hay en el mundo un ejército que pueda ser castigado por resultados de la severidad de sus preparaciones y basta recordar que la primera potencia militar del mundo tiene hasta policía interna para tratar todas estas cuestiones que son desgraciadas consecuencias de una formación que es distinta desde la cuna a la de la población general.

En suma, para cortar una tabla no se usa un martillo y si se hace así, deben asumirse penosas consecuencias.