La Pedrera
Turistas en La Pedrera. © V. Zambrano González

Barcelona: ¿pagar por entrar?

La tasa de entrada en Venecia ha puesto a debate si Barcelona debería impulsar una medida similar

Por culpa del inventor de las postales –un tal Giovanni Antonio Canal, también llamado Canaletto– y del creador del viaje interior existencial del paseante –un tal Johann Wolfgang von Goethe– Venecia ha acabado siendo la creadora y la víctima principal del turismo moderno. En efecto, todos los cuñados del mundo han dicho alguna vez que, antes de morir, uno debe poner los pies en la capital del Véneto “porque es una ciudad única en el planeta”. El problema llega cuando la suma exponencial de cuñados (y de sus familiares e interlocutores en general) provocan que la ciudad haya acabado convertida en un bulevar para guiris. Los venecianos que tienen la osadía de permanecer en su Cità Antica (los datos comunales hablan de unos 40.000 temerarios de un total metropolitano de unos 250.000 habitantes), deben convivir con la presencia de 100.000 visitantes diarios y de unos 30 millones de turistas anuales. Mi solidaridad, amici. 

Si uno está atento a la evolución de las principales zonas turísticas venecianas entre los años 1997 y 2023, veremos cómo el exilio de indígenas resulta imparable: San Marco (de 41.782 a 29.357), Dorsoduro-Giudecca (de 26.818 a 19.772), Pellestrina-San Pietro in Volta (de 4.675 a 3.442) y etcétera. Como ya es sabido por todos, el alcalde Luigi Brugnaro y los responsables de la antigua serenissima han vuelto a proponer un peaje de 5 euros durante los días de bonanza en los que la ciudad sufre un estrés inasumible. La medida recaudatoria ya se había implantado entre 2019 y 2021, y se sabe perfectamente que los 5 euros en cuestión van bien para sacar mucha pasta, pero que no detendrán a ningún cuñado del mundo que quiera pasearse por el centro histórico de la ciudad emulando pomposamente el deleite sexual Gustav von Aschenbach. Las cosas que no funcionan, no funcionan, por mucho que las repitas.

Diría que el futuro de Venecia se parecerá mucho al paradigma de ciudad que ya avanzó Bruce Bégout en su maravilloso libro Zerópolis, donde anticipaba la propagación de modelos urbanos de uso y abuso, donde los visitantes acaban zampándose a los residentes. Evidentemente, Barcelona no vive las cifras delirantes de Venecia, pero es la primera ciudad española en el ránking europeo de masificación turística (es la veintena del total, con un ratio de 4,80 turistas por habitante) y recibe en torno a siete millones de viajeros anuales. A su vez, también sería injusto decir que las diferentes administraciones del Ayuntamiento han asistido a la invasión de guiris de brazos cruzados: regulando las viviendas turísticas o limitando la expansión hotelera ad nauseam, los políticos de la ciudad al menos han tenido la delicadeza de insinuar al mundo que la Rosa de Foc no es un simple playground para despedidas de soltero y congresos.

Dicho esto, resulta evidente que Barcelona debería subir la tasa turística hasta 15 o 20 euros, como ocurre en París o Ámsterdam. Este año, con la variable de 6,75 euros a 4,35 (dependiendo de la categoría de la pernoctación), Barcelona todavía tiene una de las tasas más bajas de las grandes ciudades de Europa y, como sabemos de sobra, el turismo genera mucho volumen de puestos de trabajo, pero siempre temporales y precarios. A su vez, la omnipresencia del paradigma del visitante (como sabemos muy bien los temerarios que todavía vivimos en Ciutat Vella) degrada y erosiona nuestros servicios públicos y deriva el comercio local hacia tiendas y establecimientos de parque temático, además de encarecer insufriblemente la vida en el centro de la ciudad. Paralelamente, la recaudación de la tasa turística debería destinarse precisa y únicamente a paliar las consecuencias de la depredación, no a atenuarla incentivando más visitas.

La administración veneciana se ha apresurado a decir que la recaudación del contributo di accesso se destinará a la conservación arquitectónica de la ciudad y al control submarino del crecimiento de agua. Hasta el momento, la administración Colau destinaba el dinero de la tasa turística a actividades dinamizadoras y culturales que ya existían en la ciudad (algunas de las cuales no tenían relación con el desgaste turístico de la capital, como el festival Flamenco de Nou Barris…) y el Ayuntamiento continúa esta política de matizar problemas –¡importantísimos, no lo niego!– pero ajenos al meollo de la cuestión, como la climatización de las escuelas o las actividades familiares-artísticas que acontecen en la periferia del centro urbano. La tasa, en definitiva, acaba siendo una falsa compensación –¡y por tanto, perversa!– que busca entretener a los vecinos de la ciudad para que se olviden de la invasión sutil que asola Barcelona.

La tasa, en definitiva, acaba siendo una falsa compensación –¡y por tanto, perversa!– que busca entretener a los vecinos de la ciudad para que se olviden de la invasión sutil que asola Barcelona

La cosa no va, por tanto, de si se tendría que pagar o no para entrar en Barcelona (¡que haría falta, y mucho más!), sino más bien en cómo el capital resultante puede detener el éxodo de habitantes que está atacando la ciudad. Los políticos que me leen a menudo piensan que exagero: pero, según datos de mi estadística particular, yo cada semana me encuentro a vecinos del barrio que han decidido pirarse de aquí porque ya no pueden vivir en su ciudad. Vosotros mismos.