El 3 de mayo la Iglesia Católica festeja a los apóstoles Felipe y Santiago el Menor, quienes murieron mártires por su fe y en defensa de los cristianos. La tradición indica que ambos hicieron unas últimas peticiones antes de morir y que siguen siendo ejemplo de valentía hasta nuestros días.

El Apóstol Felipe y su muerte a ejemplo del mismo Cristo

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En el libro Año Cristiano, del P. Juan Croisset S.J., se cuenta que después de Pentecostés, el Apóstol Felipe predicó en la región de Frigia, llegando a su ciudad capital de Hierápolis, en la actual Turquía. En éste último pueblo se encontró que la gente adoraba una horrenda víbora. 

San Felipe empezó a predicar y convirtió a muchos de la ciudad, iniciando una floreciente comunidad cristiana. Pero los sacerdotes de ídolos paganos junto a los magistrados lo apresaron, lo amarraron a una cruz y lo apedrearon. De pronto se produjo un terrible terremoto y los enemigos huyeron despavoridos.

Los cristianos aprovecharon para ir en búsqueda del Apóstol y tratar de descolgarlo. Pero el santo les pidió que lo dejaran así, siguiendo el ejemplo del Señor. Luego de encomendar su alma y su pueblo a Dios, entró triunfante en la gloria del cielo.

El Apóstol Santiago y la compasión por los enemigos

El libro Año Cristiano, basado también en la tradición de la Iglesia, describe que Santiago el Menor fue el primer obispo de Jerusalén. El bondadoso, prudente y sabio Apóstol llegó a ser muy respetado y apreciado por el pueblo. No obstante, algunos líderes judíos armaron un complot y lo convocaron a comparecer ante el sanedrín.

La gente acudió en masa a ver lo que sucedería. Los escribas y fariseos le pidieron que les dijera qué juicio debían hacer sobre el Jesús que fue crucificado. Es así que el Apóstol aprovechó para indicarles que Jesús estaba sentado a la derecha de Dios Padre y que un día vendrá a juzgar a todos los hombres. Además, enfatizó que Él era el esperado Mesías.

Muchos judíos se convirtieron en ese momento y aclamaron a Cristo, pero los escribas y fariseos increparon al pueblo diciendo que el Justo Santiago se engañaba. Entonces, llenos de odio tomaron al santo y lo arrojaron de un lugar alto del templo.

Santiago no murió, se puso de rodillas y empezó a pedir a Dios por los que atentaban contra su vida. Los enemigos enfurecidos se pusieron a apedrearlo hasta que uno le asestó un potente golpe en la cabeza y lo mató.

“Su muerte fue tan llorada que nunca se hizo por ningún hombre un sentimiento igual y hasta los mismos judíos miraron esta muerte injusta como una de las principales causas de las públicas calamidades de la nación, y aún de la misma ruina de Jerusalén, que sucedió ocho años después de la muerte de nuestro apóstol”, se indica en la obra.