La infanta Catalina Micaela
Hacia 1585. Óleo sobre lienzo, 112 x 98 cmDepósito en otra institución
La infanta Catalina Micaela fue la menor de las dos hijas habidas en el matrimonio del rey Felipe II con su tercera esposa, Isabel de Valois. Nació en Madrid en 1567. Junto a su hermana mayor, Isabel Clara Eugenia, ocupó un lugar preferente en los sentimientos del rey, su padre, como denotan sus relaciones epistolares. Como Infanta de España, tenía reservado además un puesto preciso en la política exterior de la Monarquía. Por ello, se concertó su matrimonio con el príncipe Carlos Manuel de Saboya en 1585. Mediante este matrimonio se consolidaba el control español en la conflictiva zona del Milanesado, para lo que se necestiaba el apoyo de la Casa de Saboya, cuyos dominios se situaban estratégicamente entre las posesiones españolas y el reino de Francia. Catalina Micaela, a raíz de su matrimonio, pasó a vivir a Turín. Allí residió junto a su esposo por espacio de doce años, durante los que daría a luz en diez ocasiones, en la última de las cuales fallecería de sobreparto. Desaparecía por tanto a la edad de treinta años, en 1597. La infausta noticia llenó de desaliento a su anciano padre, en los últimos días del monarca que moriría algunos meses después.
Esta obra representa a Catalina Micaela de tres cuartos, de pie, perfectamente ataviada a la usanza española. La infanta continuó vistiendo a la española durante los años de su matrimonio en Italia, pero adoptando algunos detalles de la moda local, como demuestran los retratos que de ella se conservan los realizados en Turín. Por estos motivos el presente retrato debió realizarse con anterioridad a su partida hacia Italia. Sería, por tanto, menor de dieciocho años, como parece ratificarse por la juventud que refleja su rostro. Aparenta tener unos quince o dieciséis años, los que contaría hacia 1582, aproximadamente. Su silueta se recorta sobre un fondo neutro, al estilo de los retratos venecianos. Representada con gran suntuosidad y alarde de virtuosismo, la infanta luce sus falas y joyas plasmadas con profusión y una rigurosa fidelidad al detalle. Vista saya de color oscuro, aligerada por los tonos dorados de las mangas del jubón que se deja ver por el tipo de manga redonda. El cuerpo del vestido se adorna además con ricos ejemplares de orfebrería, el ceñidor o cinto de chatones, gargantilla, medallón, lazadas con agujetas o picos y ricas botonaduras, cuajadas de oro, perlas y gemas. En ese caso, la cabeza aparece tocada con una gorra de copa alta, de terciopelo, aderezada con vueltas de contarios de perlas y con un gracioso airón de plumas blancas, que compasivamente sirve de punto de fuga lumínico. Con la misma luz nívea destaca el rostro, estrechamente enmarcado por los rizos, tanto del cabello como de la lechuguilla. Y del mismo modo, la mano derecha, despojada del guante y elegantemente reposada sobre un sillón frailero. Como contraste, la otra mano se enfunda en un guante oscuro mientras sujeta un pañuelo junto al faldón de la ropilla. Catalina Micaela mira penetrantemente al espectador desde unos ojos claramente heredados de su padre, pero con la hermosura de su madre y de su abuela paterna, la emperatriz Isabel de Portugal. Ese parecido con la rama familiar de los Hasburgo es el marchamo genético que no deja lugar a dudas sobre la ascendencia de la retratada. El pintor no se te atrevería nunca a atenuar esos rasgos, sino que serían reflejados, para el general reconocimiento de la estirpe. La forma de realización del rostro no recuerda especialmente a ninguna de las otras representaciones de la infanta con las que contamos. La mano derecha, que se apoya sobre el sillón, tiene una apariencia algo tosca en su ejecución, resuelta de forma torpe. Sin embargo, la tipología en general recuerda al otro retrato de ella en edad adulta que conserva el Museo del Prado, atribuido a Sánchez Coello (P001139). La modelo aparece más distante en el plano psicológico que en el otro ejemplo conservado en el Museo.
La atribución se presenta problemática por la falta de elementos distintivos o datos documentales. Ni estilísticamente ni formalmente puede establecerse comparación que resulte concluyente en este sentido. En 1924, Aureliano de Beruete atribuía este retrato al pincel de Sánchez Coello. Actualmente se considera la atribución a Pantoja de la Cruz, pudiendo ser obra suya, realizada en el taller de Sánchez Coello. Pantoja de la Cruz en su producción más madura tiende a estereotipar las imágenes de los retratos, creando representaciones de apariencia aún más rígida, realizando los detalles de ropajes y aderezos con mayor descriptividad y con una técnica aún más dibujística. No obstante, no hay que dejar de pensar en la existencia de rígidos patrones iconológicos, que dejaban un margen muy restringido a la individualidad del pintor. En la obra parecen distinguirse varias manos de distintos autores, denotando la participación de aprendices del obrador. Lo estricto y repetitivo de esta actividad favorecería la colaboración de ayudantes, en las zonas más decorativas y subsidiarias de la composición. En numerosas ocasiones la intervención del maestro se ceñiría a la realización del rostro y a veces las manos, como puntos distintivos y principales de un retrato. El retrato exhibido se muestra en la más estricta tradición del retrato cortesano, claramente codificado, entroncado con la tradición veneciana, cultivada en España por el flamenco Antonio Moro. Los modelos que estableció gozarían de gran fortuna en la trayectoria del retrato oficial. Esta línea se enraizaría en el ámbito cortesano a través de pintores españoles como Aloinso Sánchez Coello, discípulo de Moro, y de Juan Pantoja de la Cruz, discípulo a su vez de Sánchez Coello. La solución de continuidad llegaría con los sucesores de éstos, quienes se adentran en los postulados del primer naturalismo. Conservando las formas del retrato cortesano del siglo XVI, también transmitieron a la generación de los grandes genios del nuevo siglo una serie de preceptos que permanecieron inamovibles. Siguieron siendo básicamente los mismos, los designios y necesidades propagandísticas de sus regios comitentes siempre deseosos de entroncar con su acervo pasado y de ofrecer a sus súbditos y pares un icono digno de respeto y pleno de prestigio.
Esplendores de Espanha de el Greco a Velázquez, Río de Janeiro, Arte Viva, 2000, p.66-67