‘La línea invisible’: Cuando nació el terrorismo etarra | Televisión | EL PAÍS
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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

‘La línea invisible’: Cuando nació el terrorismo etarra

Mariano Barroso retrata en su nueva serie a gente que encarna el mal pero evita caricaturizarles

Àlex Monner como Txabi Etxebarrieta en un instante de 'La línea invisible'.

“A veces es bueno recordar cómo empieza la tragedia, en qué momento nos equivocamos o enloquecimos”, señala el personaje de Txiki —trasunto de Asun Goenaga, militante de la ETA de los años sesenta—, al arrancar la serie La línea invisible, de Mariano Barroso, que hoy estrena Movistar + y que aborda los orígenes del terrorismo de ETA. El arranque ya vislumbra que no estamos ante una serie convencional sobre ETA, pues Barroso se ha arriesgado a contar la tragedia desde su interior, basada en hechos y personajes reales, con actores de primera fila que los encarnan atinadamente, sin omitir su contexto: la dictadura franquista en los años sesenta.

La serie huye del brochazo fácil y dibuja unos etarras, con sus dudas y contradicciones, distintos a los sanguinarios de la etapa posdemocrática. Txabi Etxebarrieta, líder de aquella ETA, fue un joven intelectual, de 24 años, poeta, admirador de Unamuno, a quien Txiki califica de “brillante, demasiado atrevido y débil para cambiar el mundo que nos tocó vivir”. Le costó la vida. Fue el primer etarra muerto y el primero que mató en junio de 1968. Era la ETA de Mario Onaindia y Eduardo Uriarte, encarcelados pocos meses después de morir Etxebarrieta, condenados a muerte en el proceso de Burgos de 1970 e indultados que, tras su excarcelación, acabada la dictadura, defendieron la democracia y se enfrentaron a la generación posterior de ETA desbocada en el terrorismo.

La línea invisible retrata atinadamente la represión franquista en los años sesenta en Euskadi, el caldo de cultivo en que germinó el terrorismo. La prohibición de derechos elementales, las cargas policiales, las torturas están fielmente reflejadas así como el rechazo popular que generaban. Melitón Manzanas, jefe de la Brigada político-social de San Sebastián, víctima del primer asesinato premeditado por ETA, encarnado soberbiamente por Antonio de la Torre, dibuja un personaje que exhibe y abusa de su poder como esbirro de la dictadura, como se lo espetó a la cara el escritor Luis Martin Santos en una cafetería donostiarra. Barroso refuerza su realismo al presentarle como padre ejemplar —otros empleados de la Gestapo como él también lo fueron—, sabueso sagaz, socarrón, pegado a la tierra y tocado siempre con su boina vasca.

Barroso documenta rigurosamente los hechos —desde las muertes del guardia civil Pardines y la de Etxebarrieta al asesinato de Manzanas y a las actividades de ETA— y el caldo de cultivo en que germinó el terrorismo, pero sin justificarlo. Su descripción del debate en la decisiva V Asamblea de ETA, en 1967, entre los defensores de la lucha obrera de masas —“esto no va de vascos contra españoles sino de explotados contra explotadores”— y los del terrorismo —“esto no va de sindicalismo sino de transmitir un sentimiento, la identidad, gente dispuesta a todo como en Cuba y Argelia”— es históricamente rigurosa. Vuelca la balanza a favor del terrorismo uno de los fundadores de ETA, El Inglés en la película, encarnado por Asier Etxeandia, posible trasunto de Julen Madariaga.

Manzanas y El Inglés encarnan el mal, pero Barroso evita caricaturizarles. Del discurso identitario del Inglés emana el desencadenante de la tragedia vasca. “Necesitamos sangre”, proclama, para que en Euskadi triunfe un movimiento identitario de liberación nacional. Cuando Etxebarrieta muere en un enfrentamiento con la Guardia Civil, no oculta su entusiasmo y descubre su manipulación: “Era inevitable, Hay que seguir adelante. Txabi es un mártir. Hay que llevar a Euskadi este dolor”. Etxebarrieta era un joven fascinado por los movimientos de liberación nacional triunfantes en Cuba y Argelia y pretende trasladarlo a Euskadi —“la Cuba de Europa”, según aquella ETA—, espoleado por su hermano José Antonio, físicamente imposibilitado, y El Inglés. La huelga de Bandas en Bizkaia, de seis meses de duración y zanjada con el estado de excepción franquista de 1967, le empujó a apostar, definitivamente, por el terrorismo. Etxebarrieta tiene prisa y asume su compromiso tan a fondo que lleva consigo el estigma de la muerte. Admira a los bonzos vietnamitas que se inmolaban para condenar la intervención norteamericana.

Barroso mantiene el equilibrio, que no la equidistancia, hasta el final de la historia. Como conclusión, trata de trasladar al televidente, y creo que lo consigue, el sentimiento por la frustración de las ilusiones y de la vida de dos jóvenes de la misma generación: Etxebarrieta y el guardia civil José Pardines, dibujado como lo que fue, un sencillo funcionario público que tuvo la desgracia de toparse con quien llevaba consigo el sello de la muerte. Fue el comienzo de una tragedia que dejó 850 muertos, que ascienden a más de un millar si se añaden los de la propia ETA.

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