El Diablo y Daniel Webster.

Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El Diablo y Daniel Webster.

Stephen Vincent Benèt.
El Diablo y Daniel Webster.
 
I
Esta es una historia que se cuenta en la zona de la frontera, allí donde Massachusetts, Vermont y New Hampshire se tocan.[74]
Sí, Daniel Webster está muerto —o, al menos, enterrado. Pero cada vez que hay una tormenta cerca de Marshfield[75], dicen que se puede oír su voz retumbando
en las hondonadas del cielo. Y dicen que si se acerca uno a su tumba y pronuncia alto y claro “¡Dan’l Webster, Dan’l Webster!” el suelo empezará a temblar
y los árboles a estremecerse. Y al poco se oirá una voz profunda diciendo “Vecino, ¿cómo va la Unión?” Más vale entonces decir que la Unión se mantiene
como se mantenía —firme como una roca y forrada de cobre, unida e indivisible— o se podría dar el caso que él mismo brote de la tierra. Al menos, eso me
dijeron cuando era un jovenzuelo.
Sucede que, por un tiempo, él fue el hombre más grande del país. Nunca llegó a Presidente, pero fue el hombre más grande. Miles de personas confiaban en
él casi tanto como en Dios Todopoderoso y contaban historias sobre él como las de los patriarcas y demás. Decían que cuando se disponía a dar un discurso
aparecían en el cielo barras y estrellas, y en una ocasión en la que habló en contra de un río lo obligó a hundirse en la tierra. Decían que cuando iba
de excursión al bosque con su caña de pescar, Matatodo, las truchas saltaban del río a sus bolsillos ya que sabían que de nada valía luchar contra él;
cuando defendía un caso, podía hacer sonar a voluntad las arpas de los bienaventurados y provocar los temblores de la tierra profunda. Ésa era la clase
de hombre que era y no hay duda de que su gran granja en Marshfield encajaba con él. Los pollos que criaba eran todos ellos carne blanca hasta el mismo
hueso, las vacas recibían tantos cuidados como un niño, y el gran carnero al que bautizó Goliat tenía cuernos con curvas bellas como las de una enredadera
florida de maravillas y podía derribar con ellos una puerta de hierro. Pero Dan’l no era un simple caballero granjero; conocía muy bien cómo se comportaba
la tierra y se levantaba a la luz de las velas para asegurarse de que se hacían todas las tareas. Un hombre con una boca como un mastín, una frente como
una montaña y ojos de antracita ardiente —ése era Dan’l Webster en la flor de la vida. Y eso que el caso más importante que defendió nunca llegó a los
libros porque lo defendió contra el diablo, de igual a igual y sin límites. Y así es como me lo contaron a mi.
Había un hombre llamado Jabez Stone, que vivía en Cross Corners, New Hampshire. De entrada no era un mal hombre, pero era un hombre sin suerte. Si plantaba
maíz, lo devoraban los gusanos; si plantaba patatas, las estropeaba el tizón. Tenía tierra de calidad más que suficiente pero no prosperaba; tenía una
esposa honesta e hijos, pero cuantos más hijos tenía menos había con qué alimentarlos. Si en el campo del vecino aparecían piedras, en el suyo eran peñascos;
si tenía un caballo con los huesos enfermos lo cambiaba por uno guillado y aún pagaba extra. Hay tipos que no tienen más remedio que ser así, según parece.
Hasta que un día Jabez Stone se hartó de todo el asunto.
Llevaba toda la mañana arando y acababa de romper la reja del arado contra una roca que juraría que no estaba allí el día anterior. Mientras contemplaba
el arado roto el caballo empezó a toser —esa clase de tos espesa que anuncia una enfermedad y pide un veterinario. Dos de los niños tenían el sarampión,
su mujer estaba enferma, y él mismo tenía un dedo infectado. Jabez Stone ya no podía más. “Juro”, dijo mirando a su alrededor con desesperación, “juro
que dan ganas de venderle el alma al diablo. ¡Y yo lo haría por dos centavos!”
Sintió entonces cómo se apoderaba de él una extraña sensación tras pronunciar estas palabras, aunque, naturalmente, siendo de New Hampshire, no se iba
a retractar[76]. No obstante, al llegar la noche y ver que, según le parecía, nadie había tomado sus palabra en serio, se sintió aliviado, dado que era
un hombre religioso. Pero palabras como esas, más tarde o más temprano, siempre se toman en serio, como dice el Buen Libro. Y, cómo no, al día siguiente,
sobe la hora de la cena, un forastero vestido con ropas oscuras y de voz melodiosa se presentó en su bello carruaje a preguntar por Jabez Stone.
Bien, Jabez le dijo a su familia que era un abogado que venía a verlo en relación con una herencia. No le gustaba el aspecto del forastero, ni el modo
en que enseñaba los dientes al sonreír. Eran unos dientes blancos y abundantes —hay quien dice que estaban afilados, pero no podría asegurarlo. Tampoco
le gustó que tras echarle un vistazo al extraño el perro saliera a toda prisa aullando y con el rabo entre las piernas. Pero habiendo pronunciado aquellas
palabras, más o menos, se reafirmó en ellas, y los dos firmaron su pacto detrás del granero. Jabez Stone tuvo que pincharse el dedo para firmar y el forastero
le prestó una aguja de plata. La herida sanó bien pero dejó una pequeña cicatriz blanca.
 
II
Después de todo eso, de repente, las cosas empezaron a mejorar y Jabez Stone a prosperar. Sus vacas engordaron y sus caballos cogieron lustre, sus cosechas
fueron la envidia del vecindario y el rayo, que caía en cualquier punto del valle, esquivaba su granero. Muy pronto era una de las personas más prósperas
del condado. Le pidieron que se presentara a concejal del ayuntamiento, y lo hizo; ahí se empezó a hablar de si se presentaría al Senado del estado. En
conjunto, se podría decir que la familia Stone vivía feliz y satisfecha como un gato en una vaquería. Y así era, con la excepción de Jabez Stone.
Un día el forastero se acercó por el campo bajo, dándoles pequeños golpes a sus botas con una vara —eran unas botas negras espléndidas, pero a Jabez Stone
nunca le gustaron, especialmente las punteras. Después de un rato de conversación trivial el extraño dijo al fin, “Bien, Sr. Stone, ¡qué bien se le da!
Tiene usted una estupenda finca, Sr. Stone”.
“Bueno, a unos podría gustarles y a otros no”, dijo Jabez Stone, puesto que era de New Hampshire.[77]
“Oh, no es necesario despreciar su esmero”, dijo el extraño, muy tranquilo, mostrando sus dientes en una sonrisa. “Después de todo, sabemos qué se ha hecho,
y se ha hecho de acuerdo con el contrato y sus especificaciones. Así que cuándo, ejem, la hipoteca venza el año que viene, no tiene usted nada de que arrepentirse”.
“Hablando de la hipoteca, señor” dijo Jabez Stone y le imploró ayuda con la mirada a la tierra y al cielo, “empiezo a tener alguna duda”.
“¿Dudas?”, dijo el forastero, ya no tan amablemente.
“Pues sí”, respondió Jabez Stone. “A causa de ser esto los Estados Unidos de América y de haber sido yo mismo siempre un hombre religioso”. Se aclaró la
garganta y se envalentonó. “Sí, señor”, dijo, “empiezo a tener dudas considerables sobre si la hipoteca sería válida en un juzgado”.
“Hay juzgados y juzgados”, dijo el extraño, chasqueando los dientes. “Con todo, podríamos echar un vistazo al documento original”. Y sacó una gran libreta
negra, llena de papeles. “Sherwin, Slater, Stevens, Stone”, murmuró. “Yo, Jabez Stone, durante un período de siete años… Oh, todo está en orden, creo”.
Pero Jabez Stone no prestaba atención porque vio que algo se escapaba de la libreta. Parecía una polilla pero no lo era. Y al mirarlo Jabez Stone le habló
con una vocecilla aguda, terriblemente tenue y minúscula, pero terriblemente humana. “¡Vecino Stone!”, chilló. “Vecino Stone, ¡ayúdeme! Por el amor de
Dios, ¡ayúdeme!”
Pero antes de que Jabez Stone pudiera mover extremidad alguna, el forastero sacó un gran pañuelo de cuello, atrapó a la criatura con él, como si fuera
una mariposa y se puso a atar los extremos.
“Perdón por la interrupción”, dijo. “Como iba diciendo…”
Pero Jabez Stone temblaba todo él como un caballo asustado.
“¡Ésa era la voz del avaro Stevens!”, dijo con la voz ronca. “¡Y lo tiene atrapado en su pañuelo!”
El forastero parecía un poco incómodo.
“Sí, debería haberlo pasado a la caja” dijo con una sonrisa falsa, “pero había algunos especímenes poco habituales allí y no quería que se apretujaran.
Vaya, vaya, qué contratiempo”.
“No sé qué quiere decir por contra el tiempo[78]”, dijo Jabez Stone, “¡pero esa era la voz del avaro Stevens! ¡Y no está muerto! ¡No puede decirme lo contrario!
¡El martes mismo se lo veía aún ágil y mezquino como una marmota!”
“En la flor de la vida…”, dijo el extraño con un toque de piedad. “¡Escuche!” Una campana empezó a tañer en el valle y Jabez Stone prestó atención, mientras
el sudor le corría por el rostro. Sabía que tañía por el avaro Stevens y que estaba muerto.
“Estas cuentas a largo plazo” dijo el forastero con un suspiro, “sabe mal cerrarlas. Pero el negocio es el negocio”.
Todavía tenía en pañuelo en la mano, y Jabez Stone se sintió enfermo al ver cómo la tela se retorcía y agitaba.
“¿Son así de pequeñas?”
“¿Pequeñas?” dijo el forastero. “Oh, ya veo lo que quieres decir. Pues varían”. Escudriño a Jabez Stone con sus ojos, mostrando sus dientes. “No se preocupe,
Sr. Stone”, dijo. “Sacará usted muy buena nota. No lo dejaría escapar de la caja. Ahora bien, un hombre como Dan’l Webster, por supuesto… bueno, tendría
que construir una caja especial para él, e incluso así, creo que la envergadura de las alas le asombraría. Pero en su caso, como iba diciendo…”
“¡Guarde el pañuelo!”, exclamó Jabez Stone, y empezó a rogar y a orar. Todo lo que pudo conseguir, sin embargo, fueron tres años más con ciertas condiciones.
Hasta que no se firma un pacto así, uno no tiene idea de lo rápido que pueden pasar cuatro años. Al final de esos años, a Jabez Stone se lo conoce en todo
el estado y se habla de que podría presentarse a Gobernador… polvo y cenizas en su boca. Cada día, al levantarse, piensa “Otra noche que ya pasó” y cada
noche, al acostarse, piensa en la libreta negra y el alma del avaro Stevens y le duele el corazón. Hasta que, finalmente, no puede soportarlo más, y en
los últimos días del año, ensilla su caballo y decide ir a ver a Dan’l Webster. Y es que Dan’l nació en New Hampshire, a sólo pocas millas de Cross Corners,
y es bien sabido que tiene debilidad por sus antiguos vecinos.
 
III
Era primera hora de la mañana cuando llegó a Marshfield, pero Dan’l estaba ya levantado, hablando en latín a los braceros y luchando con el carnero, Goliat,
y probando un nuevo caballo trotón y componiendo discursos en contra de John C. Calhoun[79]. Pero cuando le dijeron que una persona de New Hampshire había
venido a verlo dejó todo lo que estaba haciendo, como solía hacer en estos casos. Le ofreció a Jabez Stone un desayuno con el que cinco hombres no habrían
podido, repasó la biografía de cada hombre y mujer en Cross Corners y, finalmente, le preguntó en qué podía servirlo.
Jabez Stone explicó que se trataba de algo parecido a un caso de hipoteca.
“Bueno, no he llevado casos de hipoteca desde hace mucho tiempo, y en general no llevo casos ahora, excepto ante el Tribunal Supremo”, dijo Dan’l, “pero
si puedo ayudar, lo haré”.
“Entonces tengo esperanza por primera vez en diez años”, dijo Jabez Stone y le dio los detalles del caso.
Dan’l paseó arriba y abajo mientas escuchaba, con las manos a la espalda, haciendo una pregunta de tanto en tanto y clavando los ojos en el suelo como
si pudieran taladrarlo. Cuando Jabez Stone acabó, Dan’l hinchó los carrillos y sopló. Se volvió hacia Jabez Stone y una sonrisa iluminó su rostro como
la salida del sol ilumina Monadnock[80].
“Ciertamente, Vecino Stone, te has dado una tarea de demonios”, dijo, “pero llevaré tu caso”.
“¿Lo aceptas?”, dijo Jabez Stone, casi sin poder creerlo.
“Sí”, dijo Dan’l Webster. “Tengo otras setenta y cinco cosas que hacer y debo encarrilar el Compromiso de Missouri[81], pero llevaré tu caso. Si dos tipos
de New Hampshire no pueden con el Diablo, lo mejor que podríamos hacer es devolverle el país a los indios”.
Le dio entonces la mano a Jabez Stone y dijo, “¿Has venido a toda prisa?”
“Bueno, vine a buen paso”, dijo Jabez Stone.
“Regresarás más rápido”, dijo Dan’l Webster y ordenó enganchar a Constitución y Constelación al carruaje. Eran dos caballos idénticos, grises con las patas
blancas, y corrieron como el rayo.
No describiré lo entusiasmada y contenta que se sintió la familia Stone al recibir al gran Dan’l Webster como invitado cuando al fin llegó. Jabez Stone
había perdido su sombrero por el camino, arrebatado de su cabeza cuando adelantaron al viento mismo, pero no le preocupaba demasiado la pérdida. Después
de la cena envió a su familia a la cama ya que tenía un negocio de lo más singular que tratar con el Sr. Webster. La Sra. Stone quería que se sentaran
en la sala de estar preparada para agasajar a los invitados, pero Dan’l Webster estaba cansado de ver salas de este tipo y dijo que prefería la cocina.
Así que fue allí donde se sentaron, esperando al forastero, con una jarra sobre la mesa y un chispeante fuego en el hogar… sabiendo que el forastero haría
su aparición al llegar la medianoche, según lo especificado.
Bueno, pocos hombres habrían deseado mejor compañía que Dan’l Webster y una jarra. Pero con cada tic-tac del reloj crecía la tristeza de Jabez Stone. Sus
ojos vagaban de punta a punta de la cocina y aunque había probado el contenido de la jarra estaba claro que no podía saborearlo. Finalmente, al dar las
11:30 alargó la mano y agarró a Dan’l Webster por el brazo.
“¡Sr. Webster, Sr. Webster!”, dijo, y su voz temblaba de miedo y de coraje desesperado. “¡Por el amor del cielo, Sr. Webster, ensille sus caballos y márchese
de aquí mientras pueda!”
“Me has hecho hacer un camino muy largo, vecino, como para decirme ahora que no te gusta mi compañía”, respondió Dan’l Webster, muy sereno, sirviéndose
de la jarra.
“¡Qué desgraciado que soy!”, gimió Jabez Stone. “Le he llevado por un camino infernal y ahora veo my insensatez. Que se me lleve si quiere. No es que lo
desee, debo decirlo, pero puedo soportarlo. ¡Pero usted es el bastión de la Unión y el orgullo de New Hampshire! ¡Hay que impedir que lo atrape, Sr. Webster!
¡Hay que impedirlo!”
Dan’l Webster contempló al angustiado hombre, todo gris y temblando a la luz del fuego, y puso una mano sobre su hombro.
“Te lo agradezco, Vecino Stone”, dijo con cortesía. “Es muy amable de tu parte. Pero hay una jarra sobre la mesa y un caso que juzgar. Y nunca he dejado
una jarra o un caso a medio acabar en mi vida”.
Justo en ese momento se oyó llamar a la puerta.
“Ah”, dijo Dan’l Webster, muy compuesto, “ya me pareció que tu reloj iba un poco atrasado, Vecino Stone”. Se acercó a la puerta y la abrió. “¡Pase!”, dijo.
El forastero entró… parecía muy alto y sombrío a la luz del fuego. Llevaba una caja bajo el brazo… una caja laqueada negra con pequeños orificios en la
tapa. Al ver la caja, Jabez Stone gimoteó y se quedó encogido en un rincón de la cocina.
“El Sr. Webster, supongo”, dijo el extraño, muy educado pero con ojos que refulgían como los de un zorro en lo profundo del bosque.
“El abogado que representa a Jabez Stone”, replicó Dan’l Webster, también con ojos refulgentes. “¿Puedo preguntarle su nombre?”
“He tenido muchos”, respondió el forastero con indiferencia. “Tal vez Scratch[82] bastará esta noche. A menudo me llaman así en esta región”.
Se sentó entonces a la mesa y se sirvió un trago de la jarra. El licor se conservaba frío en ella pero llegó al vaso humeante.
“Y ahora”, dijo el forastero, “le pediré, como ciudadano respetuoso con la ley, que me ayude a tomar posesión de mi propiedad”.
Y bien, con esas palabras empezó la discusión… que fue acalorada y farragosa. Al principio, Jabez Stone albergó una chispa de esperanza, pero cuando vio
que Dan’l Webster se veía obligado a retroceder punto por punto, se quedó agachado en su rincón, con los ojos fijos en la caja laqueada. No había duda
alguna sobre la escritura o la firma… eso era lo peor. Dan’l Webster le dio todas las vueltas que pudo al tema y golpeó la mesa con el puño pero no hubo
manera de zafarse. Observó que la propiedad había aumentado de valor y que los senadores estatales debían valer más; el forastero se ciñó a la letra de
la ley. Era un gran abogado Dan’l Webster pero sabemos muy bien quién es el Rey de los Abogados, como el Buen Libro nos dice, y parecía que, por primera
vez, Dan’l Webster había encontrado un rival a su medida.
Al fin el forastero bostezó ligeramente. “Sus enconados esfuerzos en nombre de su cliente le honran, Sr. Webster”, dijo, “pero si no tiene más razonamientos
que alegar, tengo algo de prisa”… y Jabez Stone sintió un escalofrío.
La frente de Dan’l Webster tenía la apariencia sombría de una nube de tormenta.
“Con prisa o sin ella, ¡no se llevará a este hombre!”, atronó. “El Sr. Stone es un ciudadano americano, y ningún ciudadano americano puede ser obligado
a servir a un príncipe extranjero. ¡Luchamos contra Inglaterra por ello en el año 12[83] y lucharemos contra el infierno al completo de nuevo por ello!”
“¿Extranjero?”, dijo el forastero. “¿Y quién me llama extranjero?”
“Bueno, nunca he oído que el diablo… que usted haya declarado ser ciudadano americano”, dijo Dan’l Webster sorprendido.
“¿Y quién tendría más derecho?” dijo el extraño, con una de sus terribles sonrisas. “Cuando se cometió el primer atropello contra el primer Indio, yo estaba
allí. Cuando el primer barco de esclavos partió hacia el Congo, yo estaba en cubierta. ¿No estoy presente en vuestros libros, historias y creencias, desde
los primeros asentamientos? ¿No hablan mal de mí aún en cada iglesia de Nueva Inglaterra? Es cierto que el Norte dice que soy del Sur y el Sur que soy
del Norte, pero no soy ni una cosa ni la otra. Soy tan sólo un americano honesto como usted mismo —y del mejor linaje— porque, si quiere que le diga la
verdad, Sr. Webster, aunque no me gusta presumir de ello, mi nombre se conoció antes en este país que el suyo”.
“¡Ajá!”, dijo Dan’l Webster, con las venas de la frente hinchadas. “¡Apelo entonces a la Constitución! ¡Pido un juicio para mi cliente!”
“El caso no es que sea propio de la justicia ordinaria”, dijo el forastero, parpadeando. “Es, además, muy tarde…”
“Escoja usted el juzgado que quiera, ¡siempre que tenga un juez americano y un jurado americano!”, terció Dan’l Webster con orgullo. “Estén muertos o vivos,
aceptaré su veredicto”.
“Usted lo ha dicho”, dijo el forastero y señaló con su dedo la puerta. Y con ese gesto, de repente, se levantó viento y se oyó ruido de pasos en el exterior.
Se oyeron, nítidos y diáfanos a través de la noche. No eran, sin embargo, como los pasos de los hombres vivos.
“En el nombre de Dios, ¿quién viene tan tarde?” lloriqueó Jabez Stone turbado por el miedo.
“El jurado que el Sr. Webster ha pedido”, dijo el forastero, tomando un sorbo de su vaso hirviente. “Deben ustedes disculpar el aspecto desastrado de uno
o dos; vienen de muy lejos”.
 
IV
Al decir esto el fuego ardió azul y la puerta se abrió de golpe y doce hombres entraron, uno a uno.
Si Jabez Stone estaba ya enfermo de miedo, ahora se quedó ciego de terror. Allí estaba Walter Butler[84], el Leal a Gran Bretaña, que había asolado con
fuego y horror el Valle del Mohawk en los tiempos de la Revolución; y allí estaba Simon Girty[85], el renegado, que vio cómo ardían hombres blanco en la
hoguera y celebró con los Indios verlos arder. Tenía los ojos verdes, como los de un gato salvaje, y las manchas en su camisa de caza no eran precisamente
de sangre de ciervo. El Rey Felipe[86] estaba allí, bravo y orgulloso como había sido en vida, con el gran corte en la cabeza producido por su mortal herida,
y el cruel Gobernador Dale[87], que torturaba a los hombres en la rueda. Allí estaba Morton de Merry Mount[88], que tanto había incordiado a la colonia
de Plymouth, con su rostro apuesto, arrebatado y libertino y su odio de lo divino. También estaba Teach[89], el pirata sangriento, con su negra barba rizada
cubriéndole el pecho. El Reverendo John Smeet[90], con sus manos de estrangulador y su túnica ginebrina, caminando con el mismo miramiento con la que se
acercó al cadalso. La huella roja de la soga se apreciaba aún alrededor de su cuello, pero llevaba un pañuelo perfumado en una mano. Todos y cada uno entraron
en la habitación aún con el fuego del infierno sobre ellos, y el forastero anunció sus nombres y sus hazañas a medida que entraban, hasta que concluir
la historia de los doce. Pese a todo el forastero había dicho la verdad… todos ellos habían jugado un papel en América.
“¿Le satisface a usted el jurado, Sr. Webster?” pregunto burlón el forastero, cuando hubieron ocupado su lugar.
La frente de Dan’l Webster estaba perlada de sudor, pero su voz era firme.
“Lo suficiente”, respondió. “Aunque echo en falta al General Arnold[91]”.
“Benedict Arnold está ocupado con otro asunto”, replicó el forastero, con el ceño fruncido. “Ah, usted pidió justicia, según creo”.
Señaló con su dedo una vez más y un hombre alto, vestido con los sobrios ropajes puritanos, con la mirada ardiente del fanático, entró a zancadas en la
habitación y ocupó el lugar del juez.
“El Juez Hathorne[92] es un jurista experimentado”, explicó el forastero. “Presidió ciertos juicios de brujas que se celebraron una vez en Salem. Otros
se arrepintieron del asunto más tarde, pero él no”.
“¿Arrepentirse de un empeño y de maravillas tan notables?” dijo el estricto viejo juez. “No, ¡que los cuelguen… a todos!” Y murmuró algo para sus adentros
de un modo que dejó helada el alma de Jabez Stone.
El juicio empezó entonces y, como cabe esperar, no fue siempre bien para la defensa. Y Jabez Stone sirvió de muy poco como testigo de su propia causa.
Le echó una mirada a Simon Girty, dio un chillido y tuvieron que ponerlo de nuevo en su rincón medio desmayado.
No se detuvo por ello el juicio que continuó como cualquier otro. Dan’l Webster se las había visto con jurados inclementes y jueces aficionados a la horca
en su tiempo pero este era el más duro al que se había enfrentado y lo sabía. Estaban allí sentados con un cierto brillo en los ojos y la voz sedosa del
forastero no cesaba. Cada vez que protestaba, se oía “se admite la protesta” pero cuando era Dan’l quien objetaba, siempre era “protesta denegada”. Bueno,
no se podía esperar juego limpio de un tipos como el Sr. Scratch.
Al final la paciencia de Dan’l se agotó y él empezó a calentarse, como un hierro en la forja. Cuando se puso en pie para hablar estaba dispuesto a despellejar
al forastero con todos los trucos conocidos por la ley, lo mismo que a juez y al jurado. No le importaba que fuera acusado de desacato ni lo que le pudiera
ocurrir. Tampoco le importaba ya lo que le pudiera ocurrir a Jabez Stone. Pensando en lo que diría se enfadaba cada vez más. Y sin embargo, curiosamente,
cuanto más pensaba en ello, menos capaz se sentía de preparar mentalmente su discurso.
Hasta que, finalmente, llegó el momento de ponerse en pie, cosa que hizo, listo para atacar con relámpagos y recriminaciones. Antes de empezar les echó
una mirada rápida al juez y al jurado, como era su costumbre. Y reparó en que el brillo en sus ojos era dos veces más potente que antes y en que todos
se inclinaban hacia adelante. Parecían perros de caza antes de que suelten al zorro y la neblina azul del mal se espesó en la habitación al tiempo que
él los miraba. Se dio cuenta entonces de qué había estado a punto de hacer y se secó el sudor de la frente, como un hombre que se ha salvado por poco de
caer en un pozo en la oscuridad.
Habían venido a por él y no a por Jabez Stone. Lo podía leer en el brillo de sus ojos y en el modo en que el forastero se cubría la boca con una mano.
Y si luchaba contra ellos usando sus propias armas, caería en su poder; lo sabía, aunque no habría sabido explicar cómo. Era su propia ira y horror lo
que brillaba en los ojos de los otros; tendría que dominarse o el caso estaba perdido. Se quedó quieto un momento, con sus negros ojos ardiendo como antracita.
Y entonces empezó a hablar.
Empezó en voz baja, si bien se podía oír con claridad cada palabra. Dicen que cuando se lo proponía podía invocar las arpas de los bienaventurados. Hablaba
con sencillez y calma, como un hombre cualquiera. No empezó condenando ni vilipendiando. Habló de las cosas que hacen que un país sea un país y un hombre,
un hombre.
Empezó por las cosas que todo el mundo conoce —la frescura de una bella mañana cuando uno es joven, el sabor de la comida cuando uno está hambriento, y
la novedad de cada día cuando se es un niño. Les miró a la cara y los tuvo en sus manos. Estas cosas eran buenas para cualquier hombre pero sin libertad
los hombres enfermaban. Y cuando habló de los esclavos, y de las penalidades de la esclavitud, su voz sonó como la de una gran campana. Habló sobre los
primeros días de América y los hombres que los habían construido. No era un discurso pretencioso sino que te hacía comprender. Webster reconoció todos
los atropellos que se habían cometido pero demostró cómo algo nuevo había surgido de lo que estaba mal y de lo que estaba bien, del sufrimiento y las privaciones.
Y todo el mundo había tomado parte en esto, incluso los traidores.
Se volvió entonces hacia Jabez Stone y lo presentó como lo que era —un hombre común que había querido cambiar su mala suerte. Y, sólo porque había querido
cambiarla, iba a ser castigado para toda la eternidad. Pese a ello Jabez Stone era bueno, y él demostraría su bondad. Podía ser duro y mezquino en algunas
cosas pero era un hombre. Era triste ser un hombre pero también era algo de lo que estar orgulloso. Sí, incluso en el infierno, si un hombre era un hombre,
se sabía. Ya no defendía a una persona en particular aunque su voz sonaba como un órgano. Estaba detallando la historia y los fracasos y el viaje interminable
de la humanidad. Habían sido engañados y embaucados pero era un gran viaje. Y ningún demonio engendrado jamás podría experimentar el enriquecimiento interior
que esto suponía —sólo un hombre podía hacerlo.
 
V
El fuego empezó a pagarse en el hogar y se levantó el viento que precede al alba. La luz en la habitación era ya gris cuando Dan’l Webster acabó. Sus palabras
finales retornaron al territorio de New Hampshire y al tema de ese pedazo de tierra que cada hombre ama y al que se siente apegado. Lo bordó y a cada miembro
del jurado le habló de cosas largo tiempo olvidadas. Y es que su voz podía tocar el corazón y ése era su don y su fuerza. Para uno, su voz era como el
bosque y sus secretos, para otro como el mar y sus tempestades; uno oía el dolor de su nación perdida, y otro una pequeña escena anodina en la que no había
pensado en muchos años. Cada uno vio algo. Y cuando Dan’l Webster hubo concluido no sabía si había salvado a Jabez Stone o no. El brillo había desaparecido
de los ojos del jurado y, por un instante, eran de nuevo hombres y lo sabían.
“La defensa ha concluido”, dijo Dan’l Webster y permaneció en pie como una montaña. En sus oídos retumbaba aún su discurso y no oyó nada más hasta que
el juez Hathorne anunció que “el jurado se retirará a meditar su veredicto”.
Walter Butler se levantó de su asiento y su rostro reflejaba un orgullo oscuro y alegre.
“El jurado ha acordado un veredicto”, dijo mirando a los ojos del forastero. “Fallamos a favor del acusado, Jabez Stone”.
Al oír estas palabras se borró la sonrisa del rostro del forastero pero Walter Butler ni se inmutó.
“Tal vez no sea el fallo no concuerde estrictamente con las pruebas”, aclaró, “pero incluso los malditos pueden rendir homenaje la elocuencia del Sr. Webster”.
Tras esto, el prolongado canto de un gallo rompió el gris cielo matinal y juez y jurado se evaporaron como una bocanada de humo si es que realmente habían
estado en esa habitación. El forastero se dirigió a Dan’l Webster con una sonrisa irónica. “El Comandante Butler siempre ha sido un hombre atrevido”, dijo.
“No pensaba que lo fuera tanto. No obstante, mis felicitaciones, como corresponde al trato entre dos caballeros”.
“Si no le importa, quisiera primero ese papel”, dijo Dan’l Webster y lo cogió para romperlo en cuatro pedazos. Al tocarlo lo notó singularmente caliente.
“Y ahora”, dijo, “usted”, y su mano se lanzó como trampa para osos al brazo del forastero. Sabía que si se derrotaba a alguien como el Sr. Scratch en combate
limpio quedaba uno a salvo de su poder. Y podía ver que el Sr. Scratch también lo sabía.
El forastero se retorcía y se resistía pero no podía soltarse. “Vamos, vamos, Sr. Webster”, dijo con una sonrisa pálida. “Esto es ridíc… ¡ay!… ridículo.
Si le preocupan las costas del juicio, naturalmente estaré encantado de pagar…”
“¡Y así será!”, dijo Dan’l Webster, sacudiéndolo hasta que le repiquetearon los dientes. “Se va usted a sentar a la mesa y redactará un documento con la
promesa de que nunca molestará a Jabez Stone, a sus herederos ni a sus representantes, ¡ni a ningún otro hombre de New Hampshire hasta el día del Juicio
Final! Porque si queremos montar un infierno en este estado, lo podemos hacer nosotros mismos sin la ayuda de forasteros”.
“¡Ay!”, se quejó el forastero. “¡Ay! Bueno, nunca ha sido fácil atraparlos pero ¡ay!, de acuerdo”.
Así que tomó asiento y redactó el documento pero Dan’l Webster no apartó la mano del cuello de su abrigo en todo ese tiempo.
“¿Puedo irme ya?”, dijo el forastero, muy humilde, una vez que Dan’l hubo comprobado que el documento cumplía todos los requisitos legales.
“¿Irse?”, dijo Dan’l, zarandeándolo otra vez. “Aún estoy por decidir qué voy a hacer con usted. Ha pagado las costas del caso pero no lo que me debe a
mi. Creo que lo llevaré conmigo a Marshfield”, dijo algo meditativo. “Tengo un carnero allí de nombre Goliat que puede derribar una puerta de hierro. Me
gustaría dejarlo a usted suelto en su prado y ver qué haría”.
Bien, al oír esto el forastero empezó a rogar e implorar. Y rogó e imploró con tanta humildad que finalmente Dan’l, que tenía un buen corazón, accedió
a dejarlo marchar. El forastero parecía profundamente agradecido y se ofreció, en prueba de su amistad, a adivinar el futuro de Dan’l antes de irse. Dan’l
aceptó la oferta aunque normalmente no creía demasiado en los adivinos.
Naturalmente, el forastero era algo distinto. Bueno, pues husmeó y escudriñó las líneas de la mano de Dan’l. Y le dijo cosas que en conjunto eran substanciales
pero que pertenecían al pasado.
“Sí, todo eso es cierto y ocurrió”, dijo Dan’l Webster, “¿Pero qué pasará en el futuro?”
El forastero sonrió abiertamente, feliz, y negó con la cabeza. “El futuro no es lo que usted piensa”, dijo. “Es sombrío. Tiene usted una gran ambición,
Sr. Webster”.
“Así es”, dijo Dan’l Webster con firmeza ya que todo el mundo sabía que quería ser Presidente.
“Está casi al alcance de su mano”, dijo el forastero, “pero no lo conseguirá. Hombres de menor talento llegarán a Presidente pero usted no”.
“Y si así es, aún seré Dan’l Webster”, respondió Dan’l. “Siga”.
“Tiene usted dos hijos fuertes”, dijo el forastero moviendo la cabeza. “Espera usted fundar una estirpe. Pero los dos morirán sin alcanzar la gloria”.
“Vivos o muertos, son mis hijos”, contestó Dan’l Webster. “Siga”.[93]
“Ha dado usted grandes discursos”, dijo el forastero. “Dará muchos más”.
“Ah”, dijo Dan’l Webster.
“Pero el último gran discurso le enemistará con muchos de los suyos”, dijo el forastero. “Le llamarán Ichabod, le llamarán cosas peores. Incluso en Nueva
Inglaterra dirán que ha cambiado de chaqueta y vendido su país, y sus voces se alzarán contra usted hasta que muera”.[94]
“Así que será un discurso honesto, digan lo que digan”, replicó Dan’l Webster. Miró entonces al forastero y sus miradas se enzarzaron.
“Una pregunta”, dijo. “He luchado por la Unión toda mi vida. ¿Veré cómo se gana esa lucha contra los que quieren destrozarla?”
“En vida no”, contestó el forastero con aire lúgubre, “pero se ganará. Después de que usted muera, miles lucharán por su causa y será por las palabras
que usted pronunció”.[95]
“Muy bien, entonces, escuálido, larguirucho, carilargo adivino de pacotilla y usurero”, dijo Dan’l Webster con una gran risotada, “¡lárgate a tu casa antes
de que te use como diana! ¡Por las trece colonias originales!, ¡iría al Infierno para salvar la Unión!”
Y cogió impulso para propinar una patada que habría aturdido a un caballo. Le dio al forastero tan sólo con la puntera pero aún así salió volando por la
puerta con su caja de especímenes bajo el brazo.
“Y ahora”, dijo Dan’l Webster, viendo que Jabez Stone empezaba a despertar de su síncope, “veamos qué queda en la jarra porque tengo la garganta seca de
hablar toda la noche. Espero que haya tarta para desayunar, Vecino Stone”.
Dicen que siempre que el Diablo se acerca a Marshfield, incluso ahora, pasa de largo. Y no ha sido visto en el estado de New Hampshire desde ese día hasta
la fecha. No sé si ese es el caso en Massachusetts o Vermont.
 
 
El Diablo y Daniel Webster.
Stephen Vincent Benèt.