Historias en la pantalla que nos ayudan a indagar sobre lo humano

A veces conviene delimitar bien la diferencia entre el cine y el audiovisual. Al menos para nuestra investigación el cine es un arte que se desarrolla contando historias en la pantalla, que nos ayudan a indagar sobre lo humano. Es el sentido que le daba la autoridad al mismo tiempo de filósofo y cinéfilo de Julián Marías[1]. El audiovisual es un concepto más amplio, y abarca prácticamente todas las posibilidades de reproducción fotográfica o digital que hoy están a nuestra disposición. Así conseguimos justificar por qué determinadas películas expresan el caso central de lo que es el cine y permiten esa alianza y diálogo con la filosofía, y más específicamente con ese núcleo de debate que tanto nos preocupa en nuestros días con respecto a la bioética, de la que da cumplida cuenta esta página web.

Es el caso de Lady in the Dark (“Una mujer en la Penumbra”, 1944) de Mitchell Leisen, el director que con frecuencia nos acompaña en estas contribuciones. En la semana en la que se encuentra el 8 de marzo, fecha que nos invita a reflexionar y a revindicar la dignidad de las mujeres, nos encontramos con una deliciosa película, no tan fácil de ver como parece y tremendamente sugestiva para abordar la realidad de las mujeres de carne y hueso, en un día que pretende su homenaje.

No es un film de visionado sencillo porque posee muchas capas. Se llevaba a la pantalla un musical de Broadway, de corte psicoanalítico, del mismo título en inglés que la película[2]. Moss Hart, el autor de la obra dramática, había desarrollado una trama en la que la protagonista representaba de manera muy evidente el complejo de Electra. A uno de los productores, Buddy G. DeSylva, le parecía un enfoque excesivamente áspero para el cine y le pidió al que había contratado como director, a Mitchell Leisen, que prescindiera de este dato. Leisen sintió un escalofrío, porque pensaba que era alterar la columna vertebral de la historia. Pero se puso a la tarea y redactó un borrador de guion sobre el que luego trabajaron Frances Goodrich y Albert Hackett —bien conocidos por su colaboración posterior en It’s a Wonderful Life (“Qué bello es vivir”, 1946) de Frank Capra—. Además, para el papel de Liza Elliot, la protagonista, se escogió a Ginger Rogers, y muchos críticos de la época consideraron que su interpretación fue poco adecuada a la envergadura del proyecto, porque le faltaba expresividad. Para colmo, Rogers echó de menos mayor sintonía con Leisen, en quien no encontró gran ayuda para desarrollar los registros dramáticos de su personaje, según cuenta en sus memorias[3].

Una de las grandezas del cine —y desde la lectura personalista continuamente comprobamos que es así— es que todas las dificultades que a priori se pueden establecer en contra de la calidad de una película ceden ante el esfuerzo creativo del grupo de personas que la tiene encomendada, particularmente de quien la dirige. Cierto es que incluso en ese aspecto, Lady in the Dark, según cuenta la afamada modista que trabajó en ella, Edith Head, el equipo de Leisen no andaba en sus mejores momentos de armonía, si bien el director consiguió finalmente la deseada colaboración. Pero finalmente nos encontramos con que el resultado consigue satisfacer el acertado criterio de Robert Bresson: “Llamarás buena a la película que te dé una idea elevada del cinematógrafo”.[4] Esta nueva obra de Leisen es un desbordante espectáculo en el que el drama humano que cuenta la historia se ve presentado en un estallido inigualable de luz, color —la primera obra de Leisen en Technicolor—, vestuarios, coreografía, ritmo… es decir, realidad y fantasía profundamente entrelazadas para crear un mundo reduplicado que nos ayuda a pensar sobre el nuestro.

Una situación de bloqueo personal

La sensibilidad personalista del director consiguió que la película no estuviera al servicio de una rígida interpretación psicoanalítica. Se contaban hechos de la vida de una profesional de éxito que debía superar una situación de bloqueo personal. Lo haría por medio del reconocimiento de las heridas que había sufrido en su infancia y en su juventud, en línea con las escuelas más humanistas dentro de los seguidores de Sigmund Freud. Y el público, particularmente la espectadora que se sumergía en el relato que contemplaba en la pantalla, accedía con libertad a los dilemas de una mujer que los acaba superando porque recupera el pleno ejercicio de su libertad personal de autodeterminación. Y algo más, el respeto al mismo tiempo hacia sí misma, y de los demás hacia ella. Hace bueno el juicio personalista de Juan Pablo II.

Si nuestro siglo[5], en las sociedades liberales, está caracterizado por un creciente feminismo, se puede suponer que esta orientación sea una reacción a la falta de respeto debido a toda mujer […] Pienso que quizás un cierto feminismo contemporáneo tenga sus raíces precisamente ahí, en la ausencia de un verdadero respeto por la mujer.[6]

La película arranca con una espectacular imagen del iris verde de Ginger Rogers en su papel de Liza Elliot. Está en la consulta de su médico, el Dr. Carlton (Edward Fielding)  que no consigue diagnosticar de modo fisiológico la causa de su temor y de su ansiedad. A pesar de sus resistencias la remite a un psicoanalista, el Dr. Brooks (Barry Sullivan) quien porfía para convencerla de que necesita una terapia de este tipo. A través de sucesivas sesiones. Liza consigue descubrir que la raíz de esa inseguridad se encuentra en sendas experiencias traumáticas de su infancia y de su juventud, en las que perdió completamente la autoestima por su belleza y su capacidad de atraer a los hombres, y que le llevaron a refugiarse en el estudio y el trabajo como huidas.

En la primera se revelaban las difíciles relaciones que tuvo con una madre a la que todo el mundo consideraba muy bella, a diferencia de su hija, ante quien no ocultaban sus comentarios. La madre muere pronto, y ella busca ocupar su lugar ante su padre viudo para consolarlo, fracasando con estrépito. También el último año antes de abandonar el Instituto es invitada al baile de graduación por el chico de más éxito del curso, que ha discutido con su novia. La velada va muy bien y el joven dice estar enamorado de ella, pero cuando su antigua pareja lo reclama, abandona a Liza sin el menor pudor. Ha sido utilizada como un mero reclamo para suscitar celos. La conclusión del terapeuta es sencilla: Liza debe superar esos bloqueos de su personalidad si quiere ser verdaderamente libre.

Los sueños de Liza

Uno de los lujos expresivos más conseguidos de la película son los tres números musicales que funcionan para representar los sueños de Liza. El primero muestra la desarmonía entre lo que realmente desea y la imagen social que se tiene de ella. El segundo, la falta de claridad sobre el hombre que desea casarse. Y el tercero, como resultado de los anteriores, sus dificultades para tomar decisiones en todos los órdenes de su vida, causa directa de su ansiedad y de su temor.

El núcleo de la trama se centra, por tanto, en la falta de idoneidad de los dos candidatos que pugnan por casarse con ella. El primero, Randall Nesbiit (Warren Baxter) es un hombre maduro, de bastante más edad que ella, casado, con el que ha mantenido una relación irregular porque su mujer no le ha concedido el divorcio. Es el dueño de Allure, la revista de tendencias que dirige Liza, y aunque la profesionalidad de ella ha dejado más que probada su valía para el negocio, Kendall aparece como una figura paternal que le da seguridad. Cuando por fin consigue de su esposa la anhelada ruptura legal, Liza se da cuenta de que en realidad no quiere casarse con él. El psicoanalista le hace ver que es una figura que remeda el papel del padre. No hay complementariedad genuina.

El segundo candidato es un actor de éxito en Hollywood, Randy Curtis (Jon Hall), por el que todas las mujeres sienten verdadera pasión. Parece que con él Liza podrá superar los viejos temores y sentirse lo suficientemente mujer como aspirar a su amor. Pero en el último instante se da cuenta de que la estrella busca que Liza le de seguridad. Le propone llevar la productora que acaba de fundar, pues Randy necesita que ella la dirija como venía haciendo con la revista. La complementariedad también se esfuma: Randy es un niño que busca una madre que le proteja.

En ese momento, la ejecutiva se da cuenta de que su jefe de publicidad, Charley Johnson (Ray Milland), con el que tiene continuos choques, porque le dice la verdad sin contemplaciones, es la persona que verdaderamente le ajusta. Charley estaba enamorado de ella, pues ha sospechado siempre que detrás de su apariencia únicamente profesional había una mujer de gran corazón. Y cuando Liza sabe leer más allá de sus impertinencias esta vibración, encuentra que es el único candidato a matrimonio que la quiere por ella misma. La película termina con un beso entre ambos, y la expresión del fotógrafo, Russel Paxton (Mischa Auer) que entra en el despacho en ese momento, y al ver que a los que tenía como enemigos irreconciliables están en actitud tan íntimamente amorosa no puede menos que exclamar: “¡Esto es el final! ¡El final total y absoluto!” Ya parece haber genuina complementariedad.

La verdadera liberación de la mujer 

Esto que se nos ha dado en la pantalla, tiene más matices de lo que a veces se ha querido ver. No es un canto, como algunos han pretendido, a que la mujer deje de trabajar y regrese al hogar. Lo que Liza ofrece a Charley al final de la película es una codirección, que ya se verá en el futuro cómo evoluciona. No hay incompatibilidad entre mujer, familia y trabajo. Son elecciones propias de una mujer verdaderamente libre.

Tampoco coincide, aunque se aproxime más, a lo que Gilles Lipovetsky señalaba como característico de lo que identificó hace ya casi treinta años como “la tercera mujer”, alternativa tanto a la mujer que rompe con lo femenino como a la que se instala en su expresión tradicional: “la tercera mujer ha conseguido reconciliar a la mujer radicalmente nueva y a la mujer siempre repetida.”[7] Liza no responde a ningún momento de evolución de la mujer que pase por encima de sus propias decisiones. Lo que ha aprendido de la terapia es a saber leer lo que le mueve con más profundidad. Y sí ha descubierto en su relación con Charley Johnson la complementariedad entre varón y mujer es porque ha sido verdaderamente libre para hacerlo. El apunte no es baladí: la verdadera liberación de la mujer no está en responder a ningún modelo ni progresista, ni conservador, ni de tercera vía. Se trata de reconocer a cada mujer como lugar de plenitud humana, perfectamente igual y al mismo tiempo diferente al del varón, ante el cual su complementariedad no es la de la media naranja, sino la de la interpelación personal desde el amor que facilita el mutuo crecimiento.

Finalmente, se suele pensar que esta fue una obra de escapismo frente a la situación de guerra que estaba padeciendo la sociedad americana. Pero hay un apunte que desactiva en cierto modo este aserto. En el tercer sueño, el fiscal (interpretado por Ray Milland) le espeta la siguiente acusación: “Liza Elliot no se decide entre ser una mujer de negocios o una seductora. Y puesto que en un mundo en que impera el tumulto y el desorden estas indecisiones solo sirven para confundir un mundo ya confuso… se resuelve que Liza Elliot sea llevada para obligarla a decidirse”. Si tenemos en cuenta que es un sueño de Liza, nadie más que ella es la que le obliga a salir de la vacilación.

La paz en el mundo y la misión que la mujer tiene en la custodia de la vida 

El argumento personalista fluye con facilidad a través de estos planteamientos: no habrá paz en el mundo mientras no se respete la misión que la mujer tiene en la custodia de la vida y se le deje asumir con libertad esta responsabilidad.

Juan Pablo II hablaba en el capítulo de la obra a la que nos hemos referido no de mujer, sino de “mujeres”. Y ese pluralismo se hace cada vez más deseable para que la mujer de carne y hueso no se nos escape de entre las manos. La ideología de género y su relativismo acerca de lo que sea la mujer es el más reciente y repetido intento de diluir el reconocimiento de la dignidad de las mujeres concretas y sus mundos, en fórmulas abstractas que sólo se solucionan con adhesiones sentimentales. Pero la lucha por el reconocimiento y la dignidad de las mujeres está teñida del esfuerzo ( y con frecuencia la sangre y la vida) de tantas biografías que han escuchado todas las voces que bullen en su interior, y que no han sacrificado nada a lo que cada una de ellas contemplaba como el escenario más amplio de su libertad: responder al amor, a la vida y a la responsabilidad social y en el trabajo como sólo cada una de ellas podía hacer.

Un mundo sin mujeres libres que hablen en primera persona con la integralidad de su conciencia es un mundo inseguro, en el que los derechos de los más vulnerables se encuentran decididamente amenazados. Especialmente lo estará ”el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre, después de haber sido concebido”[8]. Sin este derecho miliar, la concordia de la humanidad se verá siempre amenazada. El lugar de las mujeres en la bioética es esencial. Proyecta una luz insustituible, las rescata, como a Liza, de la penumbra, de la oscuridad. A todas ellas, con profunda gratitud, feliz 8 de marzo de 2024.

 

 

Ficha técnica:

Título original: Lady in the Dark (Una mujer en la penumbra)

Año: 1944

Duración: 1h. 40 minutos

País: Estados Unidos

Dirección: Mitchell Leisen

 

 

José-Alfredo Peris-Cancio

Profesor e investigador en Filosofía y Cine

Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir

 

[1] Cfr. Marías, J. (2017). Discurso del Académico electo D. Julián Marías, leído en el acto de su recepción pública el día 16 de diciembre de 1990 en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Scio, Revista de Filosofía, n. 13, 257-268.

[2] Chierichetti, D. (1997). Mitchell Leisen. Director de Hollywood. San Sebastián-Madrid: Festival Internacional de Cine de San Sebastián-Filmoteca Española.

[3] Rogers, G. (2008). Ginger: My Story. It Books, pp. 303-307.

[4] Bresson, R. (1997). Notas sobre el cinematógrafo. Madrid: Árdora,  p. 29.

[5] El XX, en la obra de Juan Pablo II pero valdría también para nuestro siglo XXI.

[6] Juan-Pablo II. (1994). Cruzando el umbral de la esperanza. Barcelona: Plaza & Janés, p. 211.

[7] Lipovetsky, G. (1999). La tercera mujer. Permanencia y revolución de lo femenino. Anagrama: Barcelona, p. 12. La edición original en francés es de 1997)

[8] Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus Annus, n. 47

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