La bestia en la jungla, Henry James (1843-1916)


Henry James
(1843-1916)

La bestia en la jungla
(�The Beast in the Jungle�, 1903)
The Better Sort (Lo m�s selecto), 1903



I

      Poco importa lo que provoc�, en su encuentro, la perturbadora conversaci�n; probablemente s�lo fueron unas palabras que �l mismo hab�a pronunciado sin intenci�n, pronunciado cuando, tras haberse reconocido, se rezagaron y, juntos, empezaron a caminar lentamente. Hac�a una o dos horas que unos amigos le hab�an acompa�ado a la casa en que ella se alojaba; el grupo de visitantes de la otra casa, entre los que �l se encontraba, hab�a sido invitado a almorzar all� y, seg�n su teor�a habitual, ellos eran la causa de que estuviera perdido entre la multitud. Despu�s del almuerzo hubo una desbandada general acorde con el objetivo primordial de la visita: contemplar Weatherend y los delicados objetos, peculiares elementos, cuadros, reliquias familiares y tesoros de las distintas artes que hac�an casi famoso aquel lugar. Las enormes habitaciones eran tantas que los invitados pod�an deambular a su antojo, desprenderse del grupo principal y, cuando estos asuntos se tomaban muy en serio, entregarse a misteriosas apreciaciones y c�lculos. Se ve�an personas, en rincones apartados, solas o en parejas, inclin�ndose sobre objetos, con las manos en las rodillas y moviendo la cabeza con el mismo �nfasis que si olisquearan algo. Cuando hab�a dos, o bien entremezclaban sus exclamaciones de �xtasis o se fund�an en silencios todav�a m�s significativos; de modo que para Marcher hab�a detalles en aquella visita que ten�an ese aire de «inspecci�n», previo a una venta harto anunciada, que excita o enfr�a, seg�n los casos, el sue�o de la adquisici�n. El sue�o de adquisici�n tuvo que haber sido desenfrenado en Weatherend, y, entre tantas sugerencias, John Marcher se encontraba casi tan desconcertado por los que sab�an demasiado como por los que no sab�an nada. La poes�a y la historia que aquellas enormes salas suscitaban le abrumaban de tal modo que necesitaba alejarse para establecer con ellas una relaci�n adecuada, aunque su manera de hacerlo no fuera, como suced�a con el perverso regocijo de algunos de sus compa�eros, comparable a los movimientos de un perro olfateando un aparador. Muy pronto esta actitud tuvo consecuencias en una direcci�n imprevista.
      En resumen, aquella tarde de octubre le llev� a un encuentro m�s estrecho con May Bartram, cuyo rostro, como una se�al del pasado m�s que como un recuerdo, hab�a comenzado a turbarle muy placenteramente mientras se sentaban a la gran mesa, distantes entre s�. Le afectaba como la secuela de algo de lo que hab�a perdido el principio. Lo sab�a, y de momento lo aceptaba con agrado, como continuaci�n de algo de lo que ignoraba el origen, lo que resultaba interesante o divertido, m�s a�n porque, en cierto modo tambi�n era consciente de que la joven, aunque sin dar se�ales evidentes, no hab�a perdido el hilo. No lo hab�a perdido, pero vio que no se lo devolver�a sin que �l alargara la mano para recogerlo; y no vio s�lo aquello sino otras muchas cosas; cosas que resultaban extra�as teniendo en cuenta que, cuando el azar de la reuni�n les puso frente a frente, �l simplemente jugaba con la idea de que cualquier contacto entre ellos en el pasado no deb�a de haber tenido la m�s m�nima importancia. Y si no la hab�a tenido, no alcanzaba a comprender por qu� parec�a tener tanta importancia el efecto actual que ella le produc�a; no obstante, la respuesta era que en la vida que todos ellos parec�an llevar en aquel momento, uno no pod�a sino tomar las cosas como ven�an. Estaba satisfecho, sin poder decir ni remotamente por qu�, de que aquella joven dama pudiera haber accedido penosamente a su posici�n en la casa como una pariente pobre; satisfecho tambi�n de que no estuviera all� de paso, sino que fuera en cierto modo miembro de aquel c�rculo, casi un miembro activo, remunerado. ¿No disfrutaba ella, en ciertos momentos, de una protecci�n, que pagaba ayudando, entre otros servicios, a ense�ar el lugar y a explicarlo, a tratar con gente tediosa, a contestar preguntas sobre las fechas de los edificios, los estilos del mobiliario, la autor�a de los cuadros o los parajes predilectos del fantasma? Y en cambio, no ten�a el aspecto de alguien a quien se le pudieran ofrecer unos chelines; era imposible parecerlo menos. Aun as�, cuando se le acerc�, evidentemente hermosa aunque mucho mayor �mayor que cuando la hab�a visto anteriormente�, bien pudiera haber sido a consecuencia de haber adivinado que en un par de horas �l le hab�a dedicado m�s pensamientos que a todos los dem�s juntos y por tanto hab�a intuido una verdad sobre ella que los otros eran demasiado torpes para ver. Estaba all� en condiciones m�s duras que nadie; estaba all� como resultado de cosas sufridas de un modo u otro en aquel intervalo de a�os; y ella le recordaba tanto como �l a ella, s�lo que mucho mejor.
      Cuando por fin lleg� el momento de hablar, se encontraban solos en una de las habitaciones �extraordinaria por el delicado retrato sobre la chimenea� por la que sus amigos ya hab�an pasado, y el encanto de la situaci�n era que incluso antes de empezar a hablar ya hab�an acordado rezagarse para charlar. Felizmente, el encanto estaba tambi�n en otras cosas; en cierto modo, en que apenas hubiera un lugar en Weatherend que no tuviera algo por lo que quedarse rezagado; en la forma en que el d�a oto�al acechaba por las altas ventanas mientras declinaba; en c�mo, al atardecer, la luz roja desprendi�ndose bajo un cielo encapotado y sombr�o, se estiraba en un largo haz y jugueteaba entre viejos frisos, viejas tapicer�as, oro viejo, viejos colores. Tal vez estuviera sobre todo en la forma en que ella se le acerc�, como si ya que se ocupaba de tratar con los visitantes m�s comunes, �l pudiera, si prefer�a, restar importancia al asunto, tomar su delicada atenci�n como parte de sus obligaciones. Sin embargo, tan pronto como oy� su voz el hueco se rellen� y recuper� el eslab�n perdido. La ligera iron�a que adivin� en su actitud cedi� terreno y �l casi salt� tratando de adelantarse a sus palabras.
      �La conoc� en Roma hace much�simos a�os. Lo recuerdo todo perfectamente.
      Y con gran decepci�n para �l, ella le confes� que hab�a tenido la certeza de que no; y para demostrar lo bien que se acordaba empez� a desgranar evocaciones precisas, que surg�an a medida que las necesitaba. El rostro y la voz de la mujer, ahora totalmente a su disposici�n, obraron el milagro; el efecto actu� como la antorcha de un farolero que enciende, uno a uno, una larga fila de quemadores. Marcher se complac�a contemplando el brillo de la iluminaci�n, pero lo cierto es que a�n le complac�a m�s ver c�mo ella sosten�a divertida que, en su prisa por aclarar todo, �l hab�a confundido la mayor parte. No hab�a sido en Roma, sino en N�poles; y no hab�an pasado siete a�os, sino m�s bien casi diez. Ella no estaba con su t�o y su t�a, sino con su madre y su hermano; adem�s, �l no hab�a bajado de Roma en compa��a de los Pembles, sino de los Boyers, detalle en el que insisti�, confundi�ndole un poco, y del que ten�a evidencia a mano, pues ella hab�a conocido a los Boyers, pero no conoc�a a los Pembles sino por referencias y fue la gente con la que �l estaba quien los hab�a presentado. El incidente de la tormenta que, rugiendo con gran violencia a su alrededor, les oblig� a refugiarse en una excavaci�n, no tuvo lugar en el Palacio de los C�sares, sino en Pompeya, en cierta ocasi�n en que se encontraban all� con motivo de un importante hallazgo.
      �l acept� sus correcciones, disfrut� con ellas; aunque pon�an de manifiesto, tal como ella se�al�, que, en realidad, no la recordaba lo m�s m�nimo; y s�lo lament� el inconveniente de que, una vez aclarados los hechos, no parec�a que quedara nada m�s de qu� hablar. Pasearon juntos en silencio, ella desatendiendo sus tareas �porque, como Marcher era tan perspicaz, ella no ten�a una raz�n de peso para acompa�arle� y ambos desatendiendo la casa, a la espera s�lo de la revelaci�n de uno o dos recuerdos m�s. Despu�s de todo, no les hab�a llevado tanto tiempo poner sobre la mesa las cartas que, como en una baraja, les correspond�an jugar a cada uno; lo �nico que suced�a era que la baraja estaba incompleta; que, naturalmente, el pasado, una vez invocado, invitado, estimulado, no pod�a darles m�s de lo que les hab�a dado. Les hab�a llevado a conocerse, ella con veinte a�os y �l con veinticinco; pero lo m�s extra�o, parec�an decirse, era que despu�s de ocuparse de aquello, no hubiera hecho algo m�s en su favor. Se miraban como sintiendo la ocasi�n perdida; la que ahora ten�an hubiera sido mucho mejor si aquella otra, ya lejana, en tierra extra�a, no hubiera resultado tan est�pidamente escasa. Aparentemente no hab�an compartido m�s de una docena de cositas en total: trivialidades juveniles, tonter�as de los pocos a�os, estupideces de la inexperiencia, peque�os g�rmenes en potencia, pero enterrados demasiado profundo, demasiado profundo (¿acaso no lo parec�a?) para reto�ar despu�s de tantos a�os. Marcher se dec�a que deber�a haberle prestado alg�n servicio: haberla salvado de un bote a punto de zozobrar en la bah�a, o por lo menos haber recuperado el bolso, que un lazzarone, armado de un stilletto, le hubiera robado del taxi en las calles de N�poles. Habr�a sido estupendo que a �l le hubieran llevado al hotel con fiebre y, estando all�, solo, ella hubiera venido a cuidarle, a escribirle las cartas familiares y sacarle a pasear durante la convalescencia. De haber sido as�, tendr�an alguna que otra cosa en com�n que en la presente ocasi�n se echaba en falta. No obstante, la oportunidad se presentaba, en cierto modo, como algo demasiado bueno para que se malograra; as� que durante unos minutos m�s se vieron reducidos a preguntarse un poco in�tilmente por qu�, si parec�an tener un cierto n�mero de conocidos comunes, hab�an tardado tanto en volverse a encontrar. No lo dijeron abiertamente, pero su progresiva demora en unirse a los dem�s era un modo de confesar que no deseaban que el encuentro fracasara. Las supuestas razones que daban para no haberse encontrado s�lo demostraban lo poco que se conoc�an. De hecho, lleg� un momento en que Marcher sinti� una aut�ntica punzada de angustia. En vano pensar que, falt�ndoles tantas vivencias en com�n, fuera una vieja amiga; pero a pesar de ello tambi�n �l percibi� que le hubiera gustado que lo fuese. Ten�a bastantes amigos nuevos, estaba rodeado de ellos; por ejemplo, en la otra casa y, como amistad reciente, posiblemente no le habr�a prestado ninguna atenci�n. Le habr�a encantado inventarse algo, hacerle creer que, en un principio, hubo entre ellos alg�n episodio rom�ntico o cr�tico. Lo cierto es que exprim�a su imaginaci�n, luchando contra el tiempo para encontrar algo que sirviera, y se dec�a que, si no se le ocurr�a nada, este nuevo incidente terminar�a sencilla y torpemente. Se separar�an y ya no habr�a segunda ni tercera oportunidad. Lo habr�an intentado sin �xito. Fue entonces, en aquel preciso momento, como despu�s se dio cuenta, cuando, agotados todos los recursos, ella decidi� hacerse cargo del caso y, de hecho, salvar la situaci�n. Tan pronto como empez� a hablar, �l not� que hab�a estado ocultando conscientemente lo que ahora dec�a, esperando haberlo podido soslayar; una delicadeza que le conmovi� enormemente cuando, minutos m�s tarde, fue capaz de valorarlo. En todo caso, lo que ella manifest� aliger� el ambiente y les proporcion� el eslab�n, el eslab�n que, sin saber c�mo, �l se hab�a ingeniado para perder de modo tan fr�volo.
      �Usted sabe que me dijo algo que no he olvidado jam�s y que desde entonces me ha hecho pensar en usted repetidas veces; fue aquel caluros�simo d�a en que fuimos a Sorrento atravesando la bah�a en busca de brisa. Estoy aludiendo a lo que me dijo cuando regres�bamos, mientras, sentados bajo el toldo del bote, disfrut�bamos del aire fresco. ¿Lo ha olvidado?
      Lo hab�a olvidado y estaba incluso m�s sorprendido que avergonzado. Pero lo realmente importante fue advertir que no se trataba del recuerdo vulgar de una conversaci�n «amorosa». La vanidad femenina tiene una dilatada memoria, pero ella no le reclamaba un cumplido ni denunciaba un error. De una mujer totalmente distinta pod�a haberse temido incluso la posible evocaci�n de alguna «proposici�n» tonta. Por eso, al tener que admitir que realmente lo hab�a olvidado, tuvo mayor sensaci�n de p�rdida que de ganancia; entonces percibi� el inter�s del asunto al que ella se refer�a.
      �Intento pensar, pero me rindo. A pesar de todo, recuerdo el d�a en Sorrento.
      �No estoy muy segura de que se acuerde �dijo May Bartram un momento despu�s�, y tampoco estoy muy segura de desear que usted lo haga. Es espantoso devolver a una persona en un momento dado, a lo que fue diez a�os atr�s. Si usted lo ha superado, much�simo mejor �sonri�.
      �Oh, si no lo ha superado usted, ¿c�mo iba a hacerlo yo? �pregunt� �l. �Quiere usted decir superado, lo que yo misma era?
      �Superado lo que yo fui. Desde luego, fui un asno �continu� Marcher�, pero, ya que usted tiene su propia opini�n, preferir�a saber exactamente qu� clase de asno fui en lugar de quedarme sin saber nada.
      Sin embargo, ella dudaba a�n.
      �Pero, ¿y si usted ha dejado por completo de ser as�...?
      �Entonces, lo podr� soportar mucho mejor. Adem�s, tal vez no he dejado de serlo.
      �Tal vez, aunque si no hubiera dejado de serlo, supongo que lo recordar�a. Por supuesto no es que yo asocie ni por lo m�s remoto mi impresi�n con el ofensivo nombre que usted ha utilizado. Si se me hubiera ocurrido que era un necio �explic�, el asunto del que ahora hablo no me habr�a causado tan honda impresi�n. Fue algo sobre usted mismo.
      Esper�, como si �l fuera a recordar; pero como Marcher no dio se�ales de hacerlo al encontrar su mirada interrogante, ella decidi� quemar las naves.
      �Ha sucedido ya?
      Fue entonces, mientras manten�a fija la mirada, cuando se le hizo la luz y la sangre le afluy� lentamente al rostro, que enrojeci� al reconocer de qu� se trataba.
      �Trata de decirme que yo le cont�...? �Pero titube�, por miedo a que no fuera lo que estaba pensando, por miedo a delatarse.
      �Era algo sobre usted que, naturalmente es imposible de olvidar si se le recuerda a usted. Por eso le pregunto si lo que me cont� ha sucedido ya �sonri�.
      Oh, entonces se dio cuenta, pero estaba at�nito y se sent�a inc�modo. Tambi�n era consciente de que su estado provocaba la compasi�n de su compa�era, como si la alusi�n hubiera sido un error. Sin embargo, no le llev� m�s de un momento advertir que se trataba m�s bien de una sorpresa que de un error. Por el contrario, pasada la primera impresi�n, empez� a parecerle extra�amente delicioso que ella lo supiera. Era la �nica persona en el mundo que lo sab�a y lo hab�a sabido durante todos aquellos a�os, mientras que a �l, inexplicablemente, se le hab�a borrado el haber revelado de aquel modo su secreto. No era raro que su reencuentro no hubiera sido el de dos extra�os.
      �Me parece que s� a qu� se refiere �dijo al fin�. S�lo que curiosamente yo hab�a perdido la conciencia de haberle hecho part�cipe hasta tal punto de mis confidencias.
      �Se debe quiz�s a que lo ha hecho tambi�n a otros muchos?
      �No se lo he contado a nadie, absolutamente a nadie, desde entonces.
      �As� que soy la �nica persona que lo sabe?
      �La �nica en el mundo.
      �Bien �contest� r�pidamente�, yo no lo he contado jam�s. Nunca jam�s he repetido lo que usted me revel� sobre s� mismo. �Sus ojos dejaban lugar a pocas dudas. Un instante despu�s, sus miradas se encontraron de tal forma que ya no le cupo ninguna�. Y nunca lo har�.
      Ella hablaba con gravedad casi excesiva, lo que le hizo descartar una posible intenci�n de burla. En cierto modo, todo aquel asunto era un lujo nuevo para �l; y lo era desde el momento en que ella lo hab�a asumido. Si no adoptaba una actitud ir�nica, quer�a decir que obviamente se solidarizaba y eso era precisamente lo que nadie hab�a hecho en todo aquel largo tiempo. Se daba cuenta de que ahora hubiera sido incapaz de empezar a cont�rselo y, sin embargo, tal vez pod�a beneficiarse intensamente de la circunstancia de hab�rselo contado hac�a tanto tiempo.
      �Entonces, por favor, no lo haga. Estamos perfectamente as�.
      �¡Oh, yo lo estoy si usted lo est�! �a lo que a�adi�: ¿Todav�a sigue sinti�ndose igual?
      Le era imposible no darse cuenta de que ten�a aut�ntico inter�s y todo le aparec�a como una forma de revelaci�n. Se hab�a cre�do espantosamente solo durante tanto tiempo y, ¡mira por d�nde!, no estaba solo en absoluto. Aparentemente no lo hab�a estado ni una hora desde aquellos momentos en el bote de Sorrento. Al mirarla, le pareci� ver que era ella la que hab�a estado sola debido a su torpe falta de fidelidad. El contarle lo que le hab�a contado ¿no hab�a sido acaso una forma de petici�n? Algo a lo que ella hab�a respondido con generosidad sin que �l, a falta de otro encuentro, se lo hubiera agradecido siquiera con un recuerdo o una gratificaci�n espiritual. Lo que le hab�a pedido en un principio era simplemente que no se burlara de �l. Admirablemente no lo hab�a hecho durante diez a�os y ahora segu�a sin hacerlo; as� que, en recompensa, le deb�a eterna gratitud. Unicamente deb�a averiguar qu� imagen ten�a de �l.
      �Qu� le cont� exactamente...?
      �De c�mo se sent�a? Bien, fue muy sencillo. Me dijo que desde muy temprana edad hab�a tenido la profunda convicci�n de estar predestinado para algo excepcional e ins�lito, seguramente prodigioso y terrible, que tarde o temprano le suceder�a; que lo present�a en lo m�s hondo de su ser y estaba convencido de ello, y que tal vez aquello le aplastar�a.
      �Y a eso le llama usted muy sencillo? �pregunt� John Marcher.
      Ella reflexion� un momento.
      �Tal vez fuera porque a medida que usted hablaba, me parec�a entenderlo.
      �Lo entend�a de verdad? �pregunt� con vehemencia.
      Volvi� a fijar en �l su comprensiva mirada.
      �Sigue teniendo la misma convicci�n?
      �¡Oh! �exclam� d�bilmente. Hab�a demasiado que decir.
      �Cualquier cosa que hubiera de ocurrir, no ha sucedido todav�a �concluy� ella claramente.
      Movi� la cabeza con absoluto abandono.
      �A�n no ha sucedido. Unicamente que, como usted sabe, no se trata de algo que yo tenga que hacer, que vaya a lograr en el mundo, algo por lo que se me distinga o admire. No soy tan imb�cil como para pensar eso. Sin duda, ser�a mucho mejor si lo fuese.
      �Se trata de algo que vaya simplemente a padecer?
      �Bueno, digamos algo que hay que esperar; algo con lo que debo encontrarme, afrontar y ver c�mo de repente irrumpe en mi vida; seguramente destruyendo toda conciencia ulterior; posiblemente aniquil�ndome. Por otro lado, puede que �nicamente act�e transform�ndolo todo, atacando por completo la base de mi mundo y abandon�ndome a las consecuencias que puedan desencadenarse.
      Le escuchaba, pero el brillo de su mirada continuaba sin ser de burla.
      �No estar� quiz�s describiendo tan s�lo la expectativa o, en todo caso, la sensaci�n de peligro, com�n a tanta gente, de enamorarse?
      �No me pregunt� eso en el pasado? �dijo John Marcher.
      �No; entonces no era tan abierta ni tan clara. Pero es lo que ahora se me ocurre.
      �Claro que se le ocurre �dijo �l pasado un momento�. Claro, a m� tambi�n se me ocurre. Puede ser que, naturalmente, lo que me est� reservado sea tan s�lo eso. Lo �nico que creo es que de haber sido as� �continu� ya me hubiera enterado a estas alturas.
      �Lo dice usted porque ha estado enamorado? �Y entonces, como �l no hizo sino mirarla en silencio, continu�: ¿Ha estado enamorado y no ha significado tal cataclismo?, ¿no ha resultado ser el gran acontecimiento?
      �Ya ve que sigo aqu�. No ha sido apabullante.
      �Entonces, no ha sido amor �dijo May Bartram.
      �Bueno, al menos, pens� que lo era. As� lo consider� y lo he seguido considerando hasta ahora. Fue agradable, delicioso, triste �aclar�. Pero no fue extraordinario. No fue lo que mi gran acontecimiento ha de ser.
      �Desea usted algo completamente suyo, algo que nadie m�s conozca o haya conocido?
      �No se trata de lo que yo «desee»; bien sabe Dios que no deseo nada. Se trata tan s�lo del temor que me obsesiona, con el que vivo d�a a d�a.
      Lo dijo de forma tan l�cida y contundente que, obviamente, aquello se impon�a por s� mismo. Si ella no hubiera estado interesada con anterioridad, se habr�a interesado entonces.
      �Es una sensaci�n de violencia inminente?
      Evidentemente, tambi�n ahora le volv�a a gustar hablar de ello.
      �No tengo la impresi�n de que, cuando llegue, sea necesariamente violento. Pienso en ello como algo natural y, sobre todo, inconfundible; simplemente pienso en ello como la cosa. La cosa en s� parecer� algo natural.
      �Entonces, ¿c�mo va a resultar extraordinario?
      Marcher reflexion�. �Para m�, no lo ser�.
      �As� pues, ¿para qui�n?
      �Bueno �contest�, sonriendo por fin� digamos que para usted.
      �Ah, entonces, ¿tengo que estar presente?
      �Pero, puesto que lo sabe, usted est� presente.
      �Ya veo �observ� ella�. Pero me refiero, en la cat�strofe.
      Por un momento, al llegar a este punto, la ligereza dio paso a la gravedad; fue como si la prolongada mirada que intercambiaron les mantuviera juntos.
      �S�lo depender� de usted, de si quiere velar conmigo.
      �Tiene miedo? �pregunt� ella.
      �No me abandone ahora �continu� �l.
      �Tiene miedo? �repiti�.
      �Cree usted que estoy simplemente loco? �porfi�, en lugar de contestar�. ¿Le conmuevo tan s�lo como un lun�tico inofensivo?
      �No �dijo May Bartram�. Le comprendo. Le creo.
      �Quiere decir que siente c�mo mi obsesi�n, ¡esa pobre cosa!, puede relacionarse con alguna posible realidad?
      �Con alguna posible realidad.
      �Entonces, ¿velar� usted conmigo?
      Dud�; luego, volvi� a formular su pregunta por tercera vez.
      �Tiene miedo?
      �Le dije en N�poles que lo ten�a?
      �No, no me dijo nada de eso.
      �Entonces, no lo s�. Y me gustar�a saberlo �dijo John Marcher�. Usted misma me dir� si cree que lo tengo. Ya lo descubrir� si vela conmigo.
      �Muy bien.
      Para entonces, hab�an atravesado la habitaci�n y antes de cruzar la puerta, se detuvieron junto a ella como para dar por concluido su acuerdo.
      �Velar� a su lado �dijo May Bartram.



II

      El hecho de que ella «supiera», supiera y a�n as� no se burlara ni le traicionara, hab�a hecho surgir entre ellos, en poco tiempo, un v�nculo perceptible que fue pronunci�ndose cada vez m�s cuando, a lo largo del a�o siguiente a su tarde en Weatherend, se multiplicaron las oportunidades de estar juntos. El acontecimiento que auspici� estas ocasiones fue la muerte de la anciana se�ora, su t�a abuela, bajo cuyas alas hab�a encontrado refugio a la muerte de su madre y quien, aunque s�lo era la madre viuda del nuevo heredero de la propiedad, hab�a logrado, gracias a una gran dignidad y a un fuerte car�cter, no ceder la suprema posici�n dentro de la gran casa. La ca�da de este personaje lleg� s�lo con la muerte, que, seguida de muchos cambios, marc� una diferencia en concreto para la joven en quien la experta atenci�n de Marcher hab�a reconocido desde el principio una subordinada con un orgullo capaz de sufrir, pero no de encolerizarse.
      Durante una temporada, nada consigui� aliviarle tanto como pensar que la aflicci�n de Miss Bartram deb�a haberse suavizado mucho al encontrarse ahora en posici�n de montar su pisito en Londres. El dinero, que hac�a posible aquel lujo, le hab�a llegado a trav�s del complicad�simo testamento de su t�a, y, cuando, tras un cierto tiempo, comenz� a desenmara�arse todo aquel asunto, ella le comunic� que el feliz resultado estaba por fin a la vista. El la hab�a vuelto a ver despu�s de aquel d�a; por un lado, May hab�a acompa�ado a la anciana a la ciudad en m�s de una ocasi�n y, por otro, �l hab�a vuelto a visitar a los amigos que tan oportunamente convert�an a Weatherend en uno de los encantos de su propia hospitalidad. Estos amigos le hab�an llevado all� de nuevo y �l hab�a conseguido una vez m�s tener un discreto aparte con Miss Bartram. En Londres, hab�a logrado persuadirla para que dejara sola a su t�a alg�n que otro ratito. En estas �ltimas ocasiones, iban juntos a la National Gallery al museo de South Kensington, donde, entre v�vidas evocaciones, conversaban largamente sobre Italia, sin tratar ahora, como al principio, de recuperar el sabor de su juventud e inexperiencia. Lo recuperado, aquel primer d�a en Weatherend, hab�a cumplido bien su objetivo; sin duda les hab�a dado bastante; as� pues, a juicio de John Marcher, ya no estaban dando vueltas a las fuentes de su arroyo, sino que sent�an su bote impulsado con fuerza corriente abajo. Literalmente estaban a flote juntos; para nuestro caballero aquello era evidente, como tambi�n lo era que el feliz motivo de aquella situaci�n se debiera �nicamente al tesoro enterrado de lo que May Bartram sab�a.
      �l hab�a desenterrado con sus propias manos y sacado a la luz este peque�o tesoro (es decir, lo hab�a puesto al alcance de la tenue claridad surgida de las discreciones e intimidades de ambos), el valioso objeto que �l mismo enterr� y de cuyo escondite se hab�a olvidado extra�amente durante tanto tiempo. La maravillosa suerte de aquel renovado hallazgo, le dejaba indiferente para cualquier otro asunto; sin duda habr�a dedicado m�s tiempo al extra�o accidente de su lapsus de memoria si no se hubiera sentido inclinado a entregarse a la dulzura y consuelo futuro que, seg�n �l lo sent�a, el propio accidente hab�a ayudado a mantener vivo. Jam�s hab�a entrado en sus planes el que alguien lo «supiera»; fundamentalmente, porque no ten�a intenci�n de cont�rselo a nadie.
      Habr�a sido imposible porque s�lo hubiera servido de pasatiempo a una sociedad indiferente. Sin embargo, puesto que, aun a su pesar, un misterioso sino le hab�a abierto la boca en la juventud, lo considerar�a como una compensaci�n y le sacar�a el m�ximo provecho. Que la persona adecuada lo supiera, suavizaba la aspereza de su secreto incluso m�s de lo que su timidez le hab�a permitido imaginar; y May Bartram era claramente la persona adecuada, porque... bueno, porque lo era. El que ella lo supiera, zanjaba sencillamente el asunto; si no hubiera sido la persona adecuada, �l lo habr�a sabido con seguridad para entonces. Sin duda, aquello era lo que, en su situaci�n le predispon�a, tal vez en exceso, a verla como una simple confidente, aceptando la luz que le ofrec�a, por el hecho, y �nicamente por eso, del inter�s que ella mostraba en su caso; por su compasi�n, simpat�a, seriedad y por haber condescendido a no considerarle el m�s c�mico de los c�micos. En resumen, consciente de que el valor que ella ten�a para �l resid�a precisamente en la sensaci�n permanente de asombrosa protecci�n que le ofrec�a, no olvidaba que, a pesar de todo, ella ten�a tambi�n su propia vida, que pod�an ocurrirle cosas, cosas que en la amistad tambi�n deb�an tenerse en cuenta. En relaci�n con eso, le sucedi� algo absolutamente extraordinario, algo simbolizado por una especie de traves�a mental repentina y de un extremo al otro.
      �l se hab�a cre�do, sin que nadie lo supiera, la persona m�s abnegada del mundo, llevando su concentrada carga, su perpetua ansiedad siempre tan silenciosamente, manteniendo sus labios sellados, no dejando que los otros vislumbrasen aquello ni el efecto que produc�a en su vida, no pidi�ndoles concesiones y, por su parte, haciendo todas las que le ped�an. No hab�a molestado a nadie con la excentricidad de tener que conocer a un hombre obsesionado, aunque hab�a pasado por momentos en los que estuvo bastante tentado de hacerlo, como cuando o�a a la gente decir que se sent�a «desequilibrada». Si hubieran estado tan desequilibrados como �l ��l, que no hab�a tenido un momento de equilibrio en toda su vida�, sabr�an lo que aquello significaba. Aun as�, no era asunto suyo ense��rselo y les escuchaba con bastante cortes�a. Por eso ten�a tan buenos modales, aunque sin duda m�s bien fr�os; raz�n por la que, en un mundo avaricioso, pod�a contemplarse a s� mismo como un ser decentemente, aunque en realidad tal vez un poco exaltado, generoso. En consecuencia, nuestra opini�n es que valoraba esta cualidad de su car�cter lo bastante como para calcular el peligro actual de permitir que se deteriorase, y contra lo que prometi� mantenerse firmemente en guardia. No obstante, estaba dispuesto a ser s�lo un poco ego�sta, pues con seguridad jam�s se le hab�a presentado una oportunidad de serlo m�s atractiva que �sta. En una palabra, «s�lo un poco» era justo aquello que Miss Bartram le permitiera, entre un d�a y otro.
      Jam�s la coaccionar�a lo m�s m�nimo y tendr�a bien presente las l�neas en las que deber�a reflejarse la consideraci�n alt�sima que ten�a de ella. Establecer�a con minucia los ep�grafes bajo los que los asuntos, peticiones y peculiaridades (se permiti� darles la amplitud de aquel nombre) de May Bartram entrar�an en sus futuras relaciones. Naturalmente, todo esto era una se�al de que daba por sentado que habr�a una relaci�n. No cab�a hacer nada al respecto. Simplemente exist�a; hab�a surgido con aquella primera pregunta desgarradora que ella le hizo bajo la luz oto�al, all�, en Weatherend. La forma real que debiera haber adoptado, bas�ndose en la pervivencia de la relaci�n, era la del matrimonio. Pero lo malo era que aquello mismo en lo que se basaba hac�a imposible el matrimonio. En resumen, no pod�a invitar a una mujer a que compartiera su situaci�n de condena, temor y obsesi�n; y el resultado de aquello era precisamente lo que le preocupaba. Algo se ocultaba, acech�ndole, entre el ir y venir de los meses y los a�os, como una bestia agazapada en la jungla. Poco importaba si la bestia agazapada estaba destinada a matarle o a morir. El punto decisivo era el inevitable salto de la criatura; y la lecci�n decisiva que hab�a que extraer era que un hombre con sensibilidad no se hace acompa�ar por una dama a una cacer�a de tigres. Tal era la imagen bajo la que hab�a acabado por representar su vida.
      No obstante, al principio, en las desperdigadas horas que pasaron juntos, no hab�an aludido a esa imagen; se�al de que estaba generosamente dispuesto a demostrar que no esperaba �ni en realidad le importaba� estar siempre hablando de aquel tema. Ese rasgo aparente de uno es como una joroba en la espalda. La diferencia que implicaba exist�a cada minuto del d�a, independientemente de que se hablara o no de ello. Por supuesto, uno argumentaba como un jorobado porque, aunque no fuera por otra cosa, la cara del jorobado estaba siempre all�.
      Eso perduraba y ella le observaba; pero como, en general, se observa mejor en silencio, su vigilia adoptar�a predominantemente esa forma. Al mismo tiempo, y aun as�, no quer�a ser solemne; cre�a que tend�a a mostrarse demasiado solemne con los dem�s. Hab�a que ser claro y natural con la �nica persona que lo sab�a �aludir a ello m�s que dar la impresi�n de evitarlo, evitarlo m�s que dar la impresi�n de hacerlo�, y, en cualquier caso, conservarlo, fresco e incluso divertido antes que pedante y l�gubre. Consideraciones de aquella �ndole estaban sin duda en su mente cuando, por ejemplo, escribi� amablemente a Miss Bartram que el gran acontecimiento, que durante tanto tiempo crey� en manos de los dioses, no era sino el incidente, que tan de cerca le tocaba, de su adquisici�n de la casa en Londres. Aun as�, fue la primera alusi�n que hab�an vuelto a hacer, no habiendo necesitado ninguna otra hasta la fecha; pero cuando, tras informarle de c�mo iban las cosas, le respondi� que no estaba en absoluto satisfecha con que aquella trivialidad fuera el climax de una expectativa tan especial, casi le oblig� a preguntarse si no tendr�a ella incluso mayor concepto de su singularidad del que �l ten�a sobre s� mismo. De todos modos, a medida que pasaba el tiempo, estaba destinado a darse cuenta, poco a poco, de que ella observaba su vida tan constantemente, juzg�ndola y midi�ndola, a la luz de lo que sab�a, que con el paso de los a�os, aquello lleg� por fin a no mencionarse nunca entre ellos, salvo como «su aut�ntica verdad». �sa hab�a sido siempre la forma que �l ten�a de nombrarlo, pero ella se hab�a plegado a esa forma tan discretamente que, mirando atr�s desde el final de una etapa, �l sab�a que no era perceptible el momento en que, como �l dir�a, May hab�a penetrado su circunstancia o cambiado su actitud de hermosa indulgencia por la m�s hermosa a�n de creer en �l.
      Siempre estaba dispuesto a acusarla de que lo consideraba el m�s inofensivo de los man�acos, y a la larga �puesto que dur� tanto tiempo� fue la descripci�n m�s sencilla de su amistad. Ella pensaba que a �l le faltaba un tornillo pero, a pesar de eso, le gustaba y, frente al resto del mundo, era pr�cticamente su amable y sabia guardiana, sin remuneraci�n pero bastante entretenida y, a falta de otros v�nculos m�s cercanos, ocupada sin descr�dito. El resto del mundo le consideraba un exc�ntrico, pero ella, y nadie m�s que ella sab�a c�mo y, ante todo, por qu� era un exc�ntrico y aquel conocimiento le permit�a, por tanto, disponer el velo encubridor con los pliegues correctos. Ella aceptaba la animaci�n que �l le ofrec�a �puesto que entre ellos deb�a pasar por animaci�n� como aceptaba todo lo dem�s; pero ciertamente ella, con su inequ�voca sensibilidad, se daba perfecta cuenta de la exquisita percepci�n que Marcher ten�a del extremo al que hab�a llegado a persuadirla.
      Ella, por lo menos, nunca se refer�a al secreto de su vida salvo como «la aut�ntica verdad sobre usted» y, en realidad, ten�a un modo maravilloso de hacer que pareciera que, como tal, era tambi�n el secreto de su propia vida. Aquel era, en resumen, el modo como Marcher percib�a constantemente que ella le asum�a. En general, no pod�a llamarlo de otra manera. �l se tomaba en cuenta a s� mismo, pero ella, con exactitud, le tomaba en cuenta mucho m�s todav�a; en cierto modo porque, con mejor perspectiva para ver el asunto, rastreaba su desgraciada perversi�n en etapas de su desarrollo que �l dif�cilmente pod�a seguir. El sab�a c�mo se sent�a, pero, adem�s ella sab�a tambi�n el aspecto que ten�a al sentirlo; sab�a cada una de las cosas importantes que insidiosamense te absten�a de hacer, pero ella pod�a calcular la suma a la que ascend�an, comprender cu�nto pod�a haber hecho si su esp�ritu no hubiera tenido que soportar un peso tan abrumador, y en consecuencia establecer c�mo, a pesar de ser inteligente, no alcanzaba a entender ciertas cosas. Ella conoc�a sobre todo el secreto que encerraban las diferentes posturas que �l adoptaba: en su peque�a oficina gubernamental, en la administraci�n de su patrimonio, en el cuidado de su biblioteca, de su jard�n en el campo, con la gente de Londres cuyas invitaciones aceptaba y devolv�a, y el despego que se ocultaba tras ellas y que convert�a todo su comportamiento, todo lo que de alg�n modo pod�a llamarse comportamiento, en un acto de permanente disimulo. Hab�a acabado poni�ndose una m�scara pintada con el rictus social de la sonrisa, a trav�s de cuyos orificios asomaba la expresi�n de una mirada que no casaba en absoluto con el resto de las facciones. El necio mundo, incluso despu�s de tantos a�os, nunca hab�a llegado a descubrirlo por completo. May Bartram era la �nica que lo hab�a hecho y, con un arte indescriptible, hab�a logrado la haza�a de encontrarse al mismo tiempo, o tal vez s�lo alternativamente, con los ojos frente a ella y fundir su propia visi�n, como por encima del hombro, con los ojos que atisbaban por los orificios.
      As�, mientras envejec�an juntos, vigilaba con �l y dej� que la alianza que compon�an diera forma y color a su propia existencia. Tambi�n bajo sus modales aprendi� a instalarse el desapego, y su comportamiento, en el sentido social, se convirti� en una falsa expresi�n de s� misma. S�lo hab�a una expresi�n suya que hubiera podido ser verdadera en todo momento y que, directamente no pod�a manifestar a nadie, y menos que a nadie a John Marcher. Toda su actitud era una declaraci�n virtual, pero para �l, aquella percepci�n parec�a estar destinada s�lo a ocupar su lugar como una de las muchas cosas expelidas necesariamente de su conciencia. Adem�s, si, como �l, ella deb�a ofrecer sacrificios a la aut�ntica verdad de ambos, hab�a que dar por sentado que la recompensa a tales sacrificios podr�a haber tenido para May un efecto m�s inmediato y natural. En esta etapa de Londres, hubo largos per�odos en los que, cuando estaban juntos, un extra�o podr�a haberles escuchado sin aguzar el o�do lo m�s m�nimo; por otra parte, la aut�ntica verdad pod�a igualmente emerger a la superficie en cualquier momento y entonces el oyente se hubiera preguntado, en verdad, de qu� estaban hablando. Desde un principio hab�an resuelto que la sociedad era, afortunadamente, poco inteligente, y el margen que esto les conced�a se hab�a convertido justificadamente en uno de sus lugares comunes. No obstante, a�n hab�a momentos en que la situaci�n volv�a a ser casi nueva, generalmente bajo el efecto de alguna expresi�n que ella misma formulaba. Sin duda, sus expresiones se repet�an, pero los intervalos eran amplios.
      �Lo que nos salva, sabe, es que respondemos por completo a una apariencia muy com�n: la del hombre y la mujer cuya amistad se ha convertido en un h�bito tan cotidiano como para ser al fin indispensable.
      �ste era, por ejemplo, uno de los comentarios que hab�a tenido oportunidad de hacer con bastante frecuencia, aunque lo expon�a de modo diferente seg�n la ocasi�n. Lo que nos ata�e en especial es el giro que ella dio a uno de ellos en el transcurso de una tarde en que Marcher hab�a ido a verla con motivo de su cumplea�os. El aniversario hab�a coincidido con un domingo de una temporada de niebla densa y ambiente general sombr�o; pero John le hab�a tra�do su acostumbrada ofrenda, porque la conoc�a ya desde hac�a el tiempo suficiente como para haberse establecido entre ellos cientos de peque�os h�bitos. El regalo que le hac�a en su cumplea�os era un modo de probarse a s� mismo que no se hab�a sumido en el m�s absoluto ego�smo. En su mayor parte, s�lo se trataba de peque�as bagatelas, pero dentro de su estilo siempre era algo fino y, sistem�ticamente, ten�a cuidado de pagar por ello m�s de lo que pensaba que se pod�a permitir.
      �Al menos, nuestro h�bito le pone a salvo ¿no se da cuenta?; porque despu�s de todo, para la gente com�n, le hace indistinguible de los dem�s hombres. ¿Cu�l es el distintivo m�s arraigado de los hombres en general?
      Pues, la capacidad de pasar un tiempo ilimitado con mujeres insulsas; no dir�a que lo pasan sin aburrirse, pero no les importa, es decir no cambian por ello bruscamente de actitud; lo que resulta lo mismo. Yo soy su mujer insulsa, una parte del pan cotidiano por el que reza en la iglesia. Eso borra sus huellas mejor que ninguna otra cosa.
      �Y qu� borra las suyas? �pregunt� Marcher, a quien su insulsa mujer pod�a casi siempre divertir hasta aquel punto�. Desde luego, me doy cuenta de lo que quiere decir con lo de salvarme de alguna forma, frente a los dem�s: me he dado cuenta desde el principio. Pero ¿qu� le salva a usted? Sabe muy bien que pienso en ello a menudo. Daba la impresi�n de que a veces tambi�n ella lo pensaba, pero de muy distinta manera.
      �Quiere decir en lo que respecta a la gente?
      �Bueno, realmente se ha implicado tanto en mi vida como una especie de consecuencia de haberme implicado yo en la suya. Quiero decir que siento una gran estima por usted y le estoy inmensamente agradecido por todo lo que ha hecho por m�. A veces me pregunto si es totalmente justo. Quiero decir si es justo haberla involucrado as� y, si se me permite decirlo, interesado. Me siento casi como si no le hubiera quedado realmente tiempo para hacer nada m�s.
      �Para nada m�s que estar interesada? �pregunt�. ¿Oh, ¿y qu� otra cosa podr�a desear hacer? Si he estado «velando» con usted, tal como acordamos hace mucho tiempo, la vigilia es siempre absorbente en s� misma.
      �Desde luego �dijo John Marcher�. ¡Si no hubiera tenido esa curiosidad! Pero, ¿no se le ocurre a veces, a medida que pasa el tiempo, que su curiosidad no est� siendo visiblemente recompensada?
      May Bartram hizo una pausa.
      �Por casualidad me lo pregunta porque siente que la suya no lo ha sido? Quiero decir, por tener que esperar tanto tiempo.
      Comprendi� muy bien lo que ella quer�a decir.
      �A que suceda la cosa que nunca sucede? ¿A que salte la bestia? No, mi actitud respecto a eso no ha cambiado. No es un asunto en el que pueda elegir o decidir un cambio. No se trata de algo que pueda ser alterado. Est� en manos de los dioses. Y uno est� sujeto a sus propias reglas: as� es como se est�. En cuanto a la forma que tomen esas reglas y el modo en que act�en, es asunto de ellas.
      �S� �contest� Miss Bartram�, claro que el propio destino se cumple; claro que no ha dejado de cumplirse, a su propio modo y manera. S�lo que, ¿sabe?, en su caso, el modo y la manera de cumplirse deber�an haber sido algo... bueno, tan excepcional y, podr�amos decir, tan exclusivamente personal, que...
      Al o�r esto, algo le oblig� a mirarla con desconfianza.
      �Dice que «deber�a haber sido», como si en su coraz�n hubiera empezado a dudar.
      �¡Oh! �protest� ella vagamente.
      �Como si creyera �continu� que nada suceder� ya.
      May movi� la cabeza lentamente, pero permaneci� insondable.
      �Est� muy lejos de lo que pienso.
      �l continu� mir�ndola.
      �Qu� es lo que le pasa entonces?
      �Bien �respondi� tras otra pausa�, lo que me pasa sencillamente es que estoy m�s segura que nunca de que mi curiosidad, como usted la llama, ser� recompensada con creces.
      Ahora estaban francamente serios; �l se hab�a levantado de su asiento y una vez m�s daba vueltas por el saloncito en el que, a�o tras a�o, sacaba a relucir su inevitable t�pico; en el que, como �l hubiera dicho, hab�a saboreado una �ntima armon�a en cada sugerencia; donde cada objeto le resultaba tan familiar como los de su propia casa y las mism�simas alfombras estaban tan desgastadas por su vacilante caminar como las mesas de las viejas contadur�as lo est�n por generaciones de codos de contables. Las generaciones de sus inestables estados de �nimo hab�an trabajado all� y aquel lugar era la historia escrita de toda su vida adulta. Bajo la impresi�n de lo que su amiga acababa de decir, se sinti�, por alg�n motivo, m�s consciente de estas cosas, por lo que tras una pausa, volvi� a detenerse frente a ella.
      �Es posible que haya llegado a tener miedo? �pregunt�.
      �Miedo? Al o�rla repetir la palabra, Marcher pens� que su pregunta hab�a alterado ligeramente el color en el rostro de May; as� que temeroso de haber dado de lleno en una verdad, explic� muy amablemente:
      �Como recordar�, eso fue lo que me pregunt� hace tanto tiempo, aquel d�a en Weatherend.
      �Oh s�, y usted me dijo que no sab�a, que tendr�a que verlo yo misma. Hemos hablado muy poco de eso desde entonces, a pesar del tiempo transcurrido.
      �Precisamente �intervino Marcher� como si efectivamente fuera un asunto demasiado delicado para tratarlo con libertad. Como si presionados por ello, pudi�ramos descubrir que tengo miedo. Porque entonces �dijo� tal vez no sabr�amos qu� hacer, ¿verdad?
      De momento, no contest� a esta pregunta.
      �Hubo d�as en los que pens� que ten�a miedo. Unicamente que, por supuesto ha habido d�as en los que hemos pensado casi de todo �a�adi�.
      �De todo, ¡oh! �Marcher gimi� suavemente con un jadeo medio extinguido, frente al rostro, m�s descubierto entonces de lo que hab�a estado durante mucho tiempo, de la fantas�a que siempre les acompa�aba y que, en incontables ocasiones, ten�a en la mirada un destello feroz, como si fueran los propios ojos de la Bestia, y, acostumbrado a ellos como lo estaba, a�n pod�an arrancarle el tributo de un suspiro que emerg�a de las profundidades de su ser. Todo lo que hab�an pensado, al principio y al final, rodaba a su alrededor; el pasado parec�a haberse reducido a una mera especulaci�n est�ril. En realidad, le parec�a que aquello era lo que colmaba el lugar: la simplificaci�n de todo excepto del estado de alerta. Solamente quedaba eso, colgando en el vac�o que lo rodeaba. Incluso su miedo inicial, si hab�a sido miedo, se hab�a perdido en el desierto.
      �No obstante, me figuro que ya ve que ahora no tengo miedo �continu�.
      �Lo que veo es que, como yo lo percib�a, ha logrado algo casi sin precedentes en su modo de acostumbrarse al peligro. Al vivir tanto tiempo y tan �ntimamente con �l, ha dejado de sentirlo como tal; sabe que est� ah�, pero es indiferente e incluso ha dejado de silbar en la oscuridad como hac�a antes. Teniendo en cuenta de qu� peligro se trata �May Bartram concluy�: yo dir�a que no creo que su actitud pueda superarse.
      �Es heroica? �John Marcher esboz� una tenue sonrisa.
      �Por supuesto, puede llamarlo as�.
      �Soy, entonces, un hombre valeroso? �reflexion�.
      �Eso es lo que iba a demostrarme.
      Sin embargo, continu� pregunt�ndose.
      �Pero acaso el hombre valeroso no sabe lo que teme y lo que no teme? Yo no lo s�. No logro enfocarlo. No puedo nombrarlo. S�lo s� que estoy expuesto.
      �S�, pero expuesto �c�mo lo dir�a� directa e �ntimamente. De eso estoy totalmente segura.
      �Tan segura como para estar convencida, en lo que podr�amos llamar el final de nuestra vigilia, de que no tengo miedo?
      �No tiene miedo. Pero no es el final de nuestra vigilia. Es decir, no es el final de la suya. A�n le queda todo por ver �dijo.
      �Entonces, ¿por qu� a usted no? �pregunt�. Durante todo el d�a hab�a tenido la sensaci�n, y a�n la ten�a, de que le ocultaba algo. Como �sta hab�a sido la primera impresi�n, marc� una especie de hito. El caso fue a�n m�s manifiesto al no contestar ella inmediatamente a su pregunta; lo que a su vez le dio pie para continuar�: Usted sabe algo que yo no s�. �Entonces su voz, para ser la de un hombre valeroso, tembl� ligeramente�. Sabe lo que va a suceder. �El silencio y la expresi�n del rostro de May que eran casi una confesi�n, le afianzaron en su ideal�: Lo sabe y teme dec�rmelo. Es tan malo que teme que lo descubra.
      Todo esto podr�a ser cierto, porque a ella le parec�a como si, de improviso, �l hubiera atravesado una l�nea misteriosa que ella secretamente hubiera trazado a su alrededor. Aun as�, May no deber�a, despu�s de todo, haberse preocupado, y la culminaci�n real de aquello era que, de todos modos, �l tampoco deber�a hacerlo.
      �Jam�s lo averiguar�.



III

      Sin embargo, tal como he dicho, todo esto iba a marcar un hito. Se revelaba en c�mo, repetidamente, incluso tras largos intervalos, otras cosas que sucedieron entre ellos mostraban, en relaci�n a aquel momento, un car�cter de recuerdo y consecuencia. Su efecto inmediato hab�a sido obviamente, el de aligerar la insistencia, casi el de provocar una reacci�n; como si el asunto que compart�an hubiera ca�do por su propio peso y como si, adem�s, por aquel motivo, Marcher hubiera recibido una de sus ocasionales advertencias contra el egotismo.
      Sent�a que, en general, hab�a mantenido alerta muy decentemente su conciencia sobre la importancia de no ser ego�sta; y era verdad que nunca hab�a pecado en esta direcci�n sin intentar, casi de inmediato, inclinar la balanza al otro lado. Si la temporada lo permit�a, reparaba con frecuencia su falta invitando a su amiga a acompa�arle a la �pera; y as�, a menudo suced�a que, para demostrarle que no deseaba que nutriera su alma con un solo tipo de alimento, �l la llevaba all� una docena de noches al mes. Sol�a ocurrir incluso que, al acompa�arla de vuelta a casa en tales ocasiones, entrara con ella a terminar la velada, como �l dec�a; y para conseguir su prop�sito a�n mejor, se sentara a la frugal pero siempre esmerada cena que aguardaba para su deleite. Consegu�a su prop�sito, pensaba, no insisti�ndole constantemente sobre s� mismo; lo consegu�a, por ejemplo, en los momentos en los que, estando el piano a mano y ambos familiarizados con �l, repet�an juntos fragmentos de la �pera que acababan de escuchar. Sin embargo, fue casualmente en una de esas ocasiones cuando le record� que no hab�a respondido a cierta pregunta formulada en la conversaci�n que tuvieron en su �ltimo cumplea�os�. ¿Qu� es lo que le salva a usted? �quer�a decir qu� le salvaba a ella de aparecer como una variante del tipo humano com�n. Si pr�cticamente �l hab�a escapado a los comentarios, seg�n ella, haciendo lo que la mayor�a de los hombres hacen en lo fundamental: encontrar respuesta a la vida componiendo alg�n tipo de alianza con una mujer del mismo tipo que ellos, ¿c�mo hab�a escapado May y c�mo pod�a haber fracasado su alianza, tal como era, y suponiendo que fuera m�s o menos evidente para los dem�s, en evitar que seguramente la gente hablara de ella?
      �Nunca dije que nuestra alianza no haya sido la causa de que hablaran de m� �contest� May Bartram.
      �¡Ah bueno, entonces no se ha «salvado»!
      �Para m� no ha sido un problema. Si usted ha tenido su mujer, yo he tenido mi hombre �dijo.
      �Y quiere decir que eso la deja indemne?
      ¡Oh, siempre parec�a que hab�a tanto por decir!
      �No s� por qu� no deber�a dejarme tan indemne como le deja a usted, humanamente, que es de lo que estamos hablando.
      �Ya veo �contest� Marcher�. «Humanamente», sin duda, prueba que vive con una finalidad. Es decir, no s�lo para m� y mi secreto.
      May Bartram sonri�.
      �No pretendo que pruebe exactamente que no vivo para usted. Lo que est� en tela de juicio es mi intimidad con usted.
      Ri� al darse cuenta de lo que quer�a decir.
      �S�; pero puesto que, como dice, yo soy s�lo un tipo normal en relaci�n a lo que la gente entiende, usted no es m�s que otro tipo corriente, ¿no? Me ayuda a pasar por un hombre como los dem�s. Por tanto si lo soy, si la entiendo bien, usted no est� comprometida. ¿Es as�?
      Tras otro momento de vacilaci�n, habl� con suficiente claridad.
      �Eso es. Lo �nico que me preocupa es ayudarle a pasar por un hombre como cualquier otro.
      Puso la m�xima atenci�n en agradecer el comentario con generosidad.
      �¡Qu� amable y maravillosa es usted conmigo! ¿C�mo podr� recompensarla?
      Hizo su �ltima grave pausa, como si contemplara varias alternativas. Pero eligi�:
      �Continuando siendo como es.
      Se sumergieron en aquel «continuar siendo como �l era». Y realmente dur� tanto tiempo que lleg� inevitablemente el d�a de un nuevo sondeo de sus profundidades. Era como si estas profundidades, salvadas constantemente por una estructura lo bastante firme, a pesar de su ligereza y su ocasional oscilaci�n en el aire en cierto modo vertiginosa, invitaran de vez en cuando, para tranquilizar los nervios, a lanzar la plomada y medir el abismo. Adem�s, hab�a que se�alar una diferencia definitiva debido a que, durante todo aquel tiempo, ella no parec�a sentir la necesidad de rebatir la acusaci�n que �l hab�a formulado justo antes de terminar una de las m�s intensas de sus �ltimas discusiones, de guardar una idea que no se atrev�a a expresar. �l hab�a tenido entonces la sensaci�n de que ella «sab�a» algo y que era malo, demasiado malo para cont�rselo. Cuando habl� de ello como de algo tan ostensiblemente malo que tem�a que �l llegara a descubrirlo, su respuesta hab�a sido demasiado ambigua para que el asunto quedara as� y, no obstante, para la especial sensibilidad de Marcher, demasiado temible para volver a tocarlo. Daba vueltas a su alrededor a una distancia que se estrechaba y ensanchaba alternativamente y que sin embargo no estaba influida por la conciencia que �l ten�a de que, despu�s de todo, no hab�a nada que ella pudiera «conocer» mejor que �l. Ella no ten�a ninguna fuente de conocimiento que �l no tuviera igualmente, salvo que, por supuesto, pod�a tener una receptividad m�s acusada.
      Eso era lo que las mujeres ten�an respecto a lo que les interesaba; pod�an percibir cosas, en lo que se refer�a a los dem�s, que ellos a menudo no habr�an podido percibir por s� mismos. Su receptividad, sensibilidad e imaginaci�n eran conductores y reveladores, y lo maravilloso de May Bartram radicaba especialmente en que se hubiera entregado de aquel modo a su caso. Sent�a en estos d�as lo que, por extra�o que parezca, no hab�a sentido con anterioridad: el terror creciente de perderla en alguna cat�strofe �una cat�strofe que, sin embargo, no ser�a en absoluto la cat�strofe; en parte debido a que, casi de repente, ella hab�a empezado a parecerle m�s �til que nunca hasta entonces y, en parte debido a un atisbo de incertidumbre respecto a su salud, coincidente e igualmente nuevo�. Era caracter�stico del �ntimo desapego que hasta aquel momento hab�a cultivado con tanto �xito y del que toda nuestra descripci�n es una referencia, era caracter�stico que sus complicaciones, tal como se presentaban, no le hubieran parecido nunca, como en esta crisis, concentrarse a su alrededor hasta el punto incluso de preguntarse si, en verdad, no estar�a por casualidad al alcance de la vista o el o�do, en contacto o al alcance de la mano, dentro de la inmediata jurisdicci�n de la cosa que aguardaba. Cuando lleg� el d�a que hab�a de llegar, en que su amiga le confes� su temor de una grave enfermedad de la sangre, sinti� de alg�n modo la sombra de un cambio y el escalofr�o de un sobresalto.
      Inmediatamente comenz� a imaginar adversidades y desastres y sobre todo a pensar en el peligro que ella corr�a como una amenaza directa de privaci�n personal para s� mismo. Esto, desde luego, le proporcion� una de esas parciales recuperaciones del equilibrio que tan agradables le resultaban: pon�a de manifiesto que lo primero que a�n ten�a en su mente era el da�o que ella pod�a sufrir. «¿Qu� pasar�a si ella muriese antes de saber, antes de ver...?» Hubiera sido brutal hacerle esta pregunta en los primeros estadios de su enfermedad; pero a �l, la pregunta se le hab�a formulado de inmediato, con ansiedad, y la posibilidad de que aquello sucediera antes de resolver el enigma era lo que m�s sent�a. Adem�s, si May «sab�a» a consecuencia de haber tenido alguna... ¿c�mo pod�a llamarlo?, iluminaci�n m�stica irresistible, esto no mejorar�a el asunto sino que lo empeorar�a, puesto que la adopci�n inicial por parte de ella de su propia curiosidad hab�a llegado casi a convertirse en el fundamento de su vida. Hab�a estado viviendo para ver lo que hab�a de ser visto y ser�a cruel que tuviera que rendirse antes de que la visi�n se consumara. Estas reflexiones, como digo, reavivaron su generosidad; sin embargo, aunque le era posible hacerlas, a medida que pasaba el tiempo, se encontraba cada vez m�s desconcertado. El tiempo se deslizaba para �l con un flujo extra�o y constante, y lo m�s singular de aquella singularidad era que, independientemente de la amenaza de un gran problema, le proporcionaba casi la �nica sorpresa cierta que el curso de su vida, si es que se le pod�a llamar curso, le hab�a ofrecido hasta entonces.
      Ella se quedaba en casa como no lo hab�a hecho nunca; estaba obligado a ir all� si quer�a verla: ahora no pod�a reunirse con �l en ning�n lugar, aunque apenas quedara un rinc�n de su amado y viejo Londres en el que, en distintas ocasiones del pasado, no se hubiera reunido con �l; y la encontraba siempre sentada junto al fuego en la silla honda y antigua de la que cada vez le costaba m�s levantarse. Un d�a, tras una ausencia m�s dilatada de lo habitual, se hab�a sorprendido de encontrarla s�bitamente mucho mayor de lo que siempre hab�a pensado que era; m�s tarde reconoci� que lo s�bito hab�a sido su percepci�n: le hab�a sorprendido s�bitamente. Parec�a mayor porque, inevitablemente, despu�s de tantos a�os, era mayor, o casi, lo que, por supuesto, era v�lido, a�n en mayor medida, para su compa�ero. Si ella era mayor, o casi, John Marcher lo era con toda seguridad, y sin embargo fue la revelaci�n en ella, y no en s� mismo, lo que le hizo ver claramente la verdad. Aqu� empezaron sus sorpresas, y una vez que empezaron se multiplicaron; llegaron en torrente: fue como si, del modo m�s extra�o del mundo, hubieran estado todas ocultas, sembradas en un apretado haz para el atardecer de la vida, la hora en lo que, para la mayor�a de la gente, lo inesperado se ha extinguido.
      Una de las sorpresas fue haberse descubierto (porque as� lo hab�a hecho) pregunt�ndose realmente si el gran accidente no ser�a otra cosa que estar condenado a ver c�mo esta encantadora mujer, esta admirable amiga, llegaba a su fin. Nunca la hab�a calificado tan francamente como al verse mentalmente confrontado con semejante posibilidad; a pesar de lo cual, apenas le cab�a duda de que, como respuesta a su largo enigma, la mera destrucci�n de uno de los m�s hermosos atributos de su circunstancia, ser�a una abyecta decepci�n. En relaci�n a su actitud mental anterior, representar�a el derrumbamiento de su dignidad, bajo cuya sombra su existencia s�lo podr�a convertirse en el m�s grotesco de los fracasos. Hab�a estado lejos de considerarla un fracaso a pesar del largo tiempo que hab�a esperado la aparici�n de lo que iba a convertirla en �xito. Hab�a esperado otra cosa bien distinta, no algo como aquello. Sin embargo, el aliento de su buena fe se ahogaba al advertir cu�nto tiempo hab�a esperado, o por lo menos, cu�nto tiempo hab�a esperado su amiga. De todos modos, el que pudiera record�rsela como alguien que hab�a esperado en vano le afectaba intensamente y a�n m�s porque en un principio �l no hab�a hecho sino recrearse con la idea. Esta se fue haciendo m�s grave a medida que las condiciones de salud de su amiga se agravaban, y el estado mental que le produc�a, que �l mismo acab� por observar, como si se tratara de una definida deformidad f�sica, pod�a considerarse otra de sus sorpresas. Esta �ltima fue seguida de otra m�s: la conciencia realmente pasmosa de una pregunta que habr�a permitido que tomase cuerpo si se hubiese atrevido. ¿Qu� significaba todo?; es decir, ¿qu� significaba ella y su vana espera y su probable muerte y la insondable admonici�n de todo ello, a no ser que, en este momento de la vida, fuera simple y abrumadoramente demasiado tarde ya? En ninguna fase de su peculiar estado de conciencia hab�a admitido nunca el susurro de tal censura; jam�s, hasta estos �ltimos meses, hab�a sido tan infiel a su convicci�n como para no sostener que lo que le esperaba ten�a su tiempo, tanto si a �l le parec�a que lo ten�a como si no. La certeza de que, por fin, por fin, pr�cticamente no lo ten�a, o que si lo ten�a era en una cantidad �nfima, lleg� a ser, muy pronto y a medida que le iban pasando cosas, una realidad con la que su vieja obsesi�n tuvo que contar; y la apariencia, progresivamente confirmada, de que a la gran incertidumbre que proyectaba la larga sombra en la que hab�a vivido no le quedaba ning�n margen en el que afirmarse. Puesto que debi� haberse enfrentado a su destino en el Tiempo, tambi�n su destino debi� haber actuado en el Tiempo; y mientras despertaba a la sensaci�n de no ser ya joven, que era exactamente la sensaci�n de ser viejo, y a la vez, del mismo modo, a la sensaci�n de ser d�bil, despert� adem�s a otro asunto. Todo estaba unido; �l y la gran incertidumbre estaban sujetos a la misma ley indivisible. Cuando, por consiguiente, las posibilidades mismas hab�an envejecido, cuando el secreto de los dioses hab�a languidecido, tal vez incluso se hab�a evaporado, aquello y s�lo aquello era el fracaso. No hubiera sido fracaso estar arruinado, deshonrado, puesto en la picota o ahorcado; el fracaso era no ser nada. Y as�, en el oscuro valle en el que desembocaba el imprevisto giro que su camino hab�a tomado, se sent�a no poco inseguro caminando a tientas. No le importaba qu� golpe espantoso podr�a aguardarle, con qu� ignominia, con qu� monstruosidad pudieran a�n asociarle �puesto que, despu�s de todo, no era tan anciano como para no poder sufrir�, si tan s�lo fuera decentemente proporcional a la postura mantenida durante toda su vida ante la presentida presencia. No le quedaba sino un deseo: no haber sido «estafado».



IV

      Fue entonces, una tarde en que la primavera del a�o era joven y nueva, cuando ella se enfrent� a su manera a la m�s sincera revelaci�n de estas inquietudes. Hab�a ido tarde a visitarla, pero la noche no hab�a ca�do y May apareci� ante �l a la luz fresca y clara de los atardeceres de abril que a menudo nos afectan con una tristeza m�s intensa que las horas m�s grises del oto�o. La semana hab�a sido c�lida; se supon�a que la primavera hab�a comenzado pronto y May Bartram se sentaba, por primera vez aquel a�o, frente a la chimenea apagada; un hecho que para la sensibilidad de Marcher confer�a al escenario del que ella formaba parte un aspecto sereno y definitivo, un aire como si supiera, en su orden inmaculado y su austera alegr�a sin sentido, que no volver�a a ver nunca otro fuego. Su propio aspecto (no hubiera sabido decir por qu�) intensificaba la sensaci�n. Casi tan blanca como la cera, con se�ales y marcas en el rostro, tan finas y numerosas como si hubieran sido grabadas con una aguja, con suaves y blancos ropajes realzados por un chal verde p�lido, cuyo tono delicado hab�a sido consagrado por los a�os, era la imagen de una esfinge serena y exquisita, aunque impenetrable, y cuya cabeza, o tal vez toda su persona, hubiera sido recubierta con polvo de plata. Era una esfinge; no obstante, con sus p�talos blancos y el follaje verde pod�a haber sido tambi�n un lirio; pero un lirio artificial, maravillosamente imitado y mantenido constantemente, sin polvo ni mancha �aunque no exento de una suave languidez y un laberinto de imperceptibles arrugas�, bajo una campana de cristal. La perfecci�n en el cuidado de la casa, de gran pulimento y detalle, reinaba siempre en sus habitaciones, pero ahora, en especial, a Marcher le parec�a como si todo en ellas hubiera sido envuelto, doblado y guardado, de forma que ella pudiera sentarse con las manos enlazadas sin nada m�s que hacer. Tal como la ve�a, estaba «al margen de aquello»; su trabajo hab�a terminado; se comunicaba con �l como a trav�s de un golfo, o desde un islote de descanso al que ya hab�a llegado, y eso le hac�a sentirse extra�amente abandonado. ¿Ser�a (o quiz�s no lo fuera) que, por haber pasado tanto tiempo velando con �l, la respuesta a su pregunta hubiera flotado ante su vista y asumido un nombre, de modo que su tarea hab�a concluido realmente? Hab�a llegado a acusarla de esto cuando, muchos meses atr�s, le hab�a dicho que, incluso entonces, le estaba ocultando algo que ella sab�a. Era un tema sobre el que no se hab�a aventurado a insistir desde aquel momento, temiendo vagamente que, si lo hac�a, pod�an crearse diferencias e incluso desavenencias entre ellos. En resumen, en los �ltimos tiempos se sent�a m�s irritable que nunca en todos aquellos a�os. Y resultaba extra�o que su irritabilidad hubiera aguardado hasta el momento que hab�a empezado a dudar y que se hubiera contenido tanto tiempo cuando estaba seguro. Ten�a la impresi�n de que algo caer�a sobre su cabeza si dec�a la palabra incorrecta, algo, que de esa forma al menos, pondr�a fin a su ansiedad. Pero no quer�a proferir la palabra incorrecta; eso har�a que todo fuera horrible. Deseaba que el conocimiento del que carec�a descendiera sobre �l, como si se dejara caer por su propio y majestuoso peso. Si era ella quien iba a abandonarle, con toda seguridad se despedir�a. Por este motivo no volvi� a preguntarle directamente lo que sab�a; pero tambi�n por la misma raz�n, abordando el asunto desde otro �ngulo, le dijo en el curso de su visita:
      �Qu� considera que es lo peor que puede sucederme en esta etapa de mi vida?
      Se lo hab�a preguntado bastante a menudo en el pasado; con el curioso e irregular ritmo de sus vehemencias y suspicacias, hab�an intercambiado opiniones sobre ello y despu�s hab�an visto c�mo aquellas ideas se desvanec�an, por intervalos de frialdad, como figuras dibujadas en la arena del mar. Hab�a sido siempre caracter�stico de su conversaci�n que las alusiones m�s antiguas que se hac�an no requer�an sino un peque�o rechazo y reacci�n para que volvieran a surgir, pareciendo nuevas en aquel momento. Por eso, ahora, ella pod�a enfrentarse a su pregunta con bastante paciencia y frescura.
      �¡Oh, s�, lo he pensado repetidas veces, pero desde el comienzo siempre me pareci� imposible decidirme. He pensado en cosas terribles entre las que era dif�cil elegir; y lo mismo debe de haberle pasado a usted.
      �¡Por supuesto! Ahora me parece que apenas he hecho otra cosa. Tengo la sensaci�n de haber pasado mi vida sin pensar en nada salvo en cosas espantosas. Muchas de ellas se las he mencionado en diversas ocasiones, pero hubo otras que no pude mencionar.
      �Eran demasiado espantosas?
      �Demasiado, algunas eran demasiado espantosas.
      Ella le mir� durante un momento, y al mirarla Marcher se enfrent� a la sensaci�n il�gica de que sus ojos, contemplados en toda su claridad, eran a�n tan hermosos como lo hab�an sido en su juventud, aunque aquella hermosura tuviera un extra�o y fr�o destello; un destello que, de alg�n modo, era parte del efecto, o tal vez m�s bien parte de la causa, de la dulzura p�lida y rigurosa de la estaci�n y la hora.
      �Y sin embargo �dijo, por fin�, hay horrores que hemos nombrado.
      El ver una figura como ella en un cuadro como aquel hablar de «horrores», acentuaba la extra�eza pero, pasados unos minutos, iba a hacer algo todav�a m�s extra�o (aunque �l no adquiriera plena conciencia de ello sino m�s tarde) y los indicios de aquella acci�n flotaban ya en el aire. Uno de los indicios relacionados con aquello era el que sus ojos tuvieran de nuevo el temblor vehemente de su plenitud. No obstante, ten�a que admitir lo que ella hab�a dicho.
      �Oh, s�, hubo veces que fuimos muy lejos.
      Se daba cuenta de que hablaba como si todo hubiera terminado. Bueno, ojal� fuera as�; y, para �l, la consumaci�n depend�a claramente, cada vez m�s, de su compa�era. Ahora, sin embargo, ella sonre�a suavemente.
      �¡Oh, s�, muy lejos...
      Resultaba singularmente ir�nico.
      �Quiere decir que est� dispuesta a ir m�s lejos todav�a?
      Mientras continuaba mir�ndole, May resultaba fr�gil, anciana y encantadora; y sin embargo era como si hubiese perdido el hilo.
      �De verdad considera que fuimos tan lejos?
      �Pero yo cre�a que era precisamente eso en lo que estaba haciendo hincapi�, en que hab�amos mirado de frente la mayor�a de las cosas.
      �Incluy�ndonos a nosotros? �Todav�a sonre�a�. Pero tiene mucha raz�n. Hemos vivido juntos enormes fantas�as; a menudo, grandes miedos; pero no hemos expresado algunos de ellos.
      �Entonces a�n no nos hemos enfrentado a lo peor. Creo que yo podr�a enfrentarlo si supiera de qu� cree que se trata. Siento �explic� como si hubiera perdido la capacidad de concebir tales cosas. �Se preguntaba si su aspecto resultaba tan confuso como sus palabras�. Se me ha agotado.
      �Entonces, ¿por qu� supone que la m�a no? �pregunt�.
      �Porque me ha dado se�ales de lo contrario. No se trata de que usted conciba, imagine, compare. Ahora, no se trata de elegir. �Por fin lo solt�: Usted sabe algo que yo no s�. Ya me lo dej� entrever antes.
      En aquel momento se dio cuenta de que sus �ltimas palabras le hab�an afectado considerablemente, pero habl� con firmeza.
      �Yo no le he dejado entrever nada, querido.
      �l neg� con la cabeza.
      �No puede ocultarlo.
      �¡Oh, oh! �murmur� May Bartram sobre lo que no pod�a ocultar. Era casi un gemido ahogado.
      �Lo admiti� hace meses cuando le habl� de ello como de algo que tem�a que yo descubriese. Me respondi� que yo no pod�a descubrirlo, que no lo har�a, y no pretendo haberlo descubierto. Pero, por lo tanto, pensaba en algo, y ahora veo que deb�a ser, que todav�a es, en la posibilidad que, entre todas las posibilidades, se le ha confirmado como la peor. Por esta raz�n recurro a usted �continu�. Ahora s�lo temo la ignorancia, el conocimiento no me asusta. �Y como durante unos instantes ella no dec�a nada, continu�: Lo que me hace estar seguro es que veo en su cara y siento aqu�, en este aire y entre estas paredes, que usted ha salido de esto. Lo ha conseguido. Ha vivido su experiencia. Me abandona a mi destino.
      May le escuchaba, inm�vil y blanca en su silla, como si de hecho tuviera que tomar una decisi�n, de manera que todo su porte era una confesi�n virtual, aunque a�n manten�a una m�nima, delicada y profunda rigidez, una rendici�n imperfecta.
      �Ser�a lo peor �dijo por fin�. Quiero decir la cosa que no he hecho jam�s.
      Aquello le acall� unos instantes.
      �M�s monstruoso que todas las monstruosidades que hemos nombrado?
      �M�s monstruoso. ¿O acaso no es eso lo que expresa con suficiente claridad al llamarlo lo peor? �pregunt�.
      Marcher reflexion�.
      �Ciertamente, si se refiere, como yo, a algo que incluye toda la p�rdida y la verg�enza que cabe imaginar.
      �As� ser�a si sucediera �dijo May Bartram�. Pero recuerde que s�lo estamos hablando de lo que a m� me parece.
      �Es lo que usted cree �contest� Marcher�. Para m� es suficiente. Siento que su creencia es acertada. Por tanto si, teni�ndola, no me la esclarece, es que me abandona.
      �¡No, no! �repiti�. A�n estoy con usted, ¿no lo ve?
      Como si quisiera hac�rselo m�s gr�fico, se levant� de la silla �un movimiento que rara vez hac�a por aquel entonces� y se mostr� completamente ataviada y apacible en toda su hermosura y delgadez.
      �No le he abandonado.
      Aquella era realmente una garant�a generosa en lo que ten�a de esfuerzo contra la debilidad, y si el resultado del impulso no hubiera sido felizmente admirable, le hubiera conmovido m�s dolorosa que placenteramente.
      Pero el fr�o encanto de sus ojos se hab�a extendido, mientras revoloteaba ante �l, a toda su persona como si recobrara la juventud durante un momento. No pod�a compadecerla por eso; s�lo pod�a aceptarla como se mostraba, como alguien todav�a capaz de ayudarle. Al mismo tiempo, era como si su luz pudiera apagarse en cualquier instante, por lo que deb�a aprovechar la situaci�n al m�ximo. Ante �l pasaban con intensidad las tres o cuatro cosas que m�s deseaba saber; pero la pregunta que descendi� a sus labios por su propio peso inclu�a realmente a las dem�s.
      �Entonces, d�game si voy a sufrir conscientemente.
      Ella neg� r�pidamente con la cabeza.
      �¡Nunca!
      Aquello confirm� la autoridad que �l le atribu�a y le produjo un efecto extraordinario.
      �Bien, ¿y qu� puede haber mejor? ¿A eso le llama lo peor?
      �Cree que no hay nada mejor? �pregunt�.
      Ella parec�a querer decir algo tan especial que �l volvi� a quedarse absolutamente perplejo, aunque con indicios de una expectativa de alivio.
      �Por qu� no, si no se sabe?
      Despu�s, cuando sus miradas se encontraron en silencio a prop�sito de esta pregunta, los indicios se intensificaron y el rostro de May Bartram le revel� algo que ven�a prodigiosamente en su ayuda. Al comprenderlo, el rubor le subi� de repente hasta la frente y se qued� sin aliento al sentir la fuerza de una percepci�n con la que todo encajaba en aquel momento. El sonido de su respiraci�n entrecortada llenaba el aire; despu�s empez� a articular.
      �Ya veo... ¡Si no sufro!
      Sin embargo, hab�a duda en la mirada de ella.
      �Qu� es lo que ve?
      �Pues lo que quiere decir... lo que siempre ha querido decir.
      Ella volvi� a negar con la cabeza.
      �Lo que quiero decir no es lo que siempre he querido decir. Es diferente.
      �Es algo nuevo?
      Dud� un momento.
      �Algo nuevo. No es lo que piensa. Veo lo que est� pensando.
      Su pron�stico tom� aliento; tal vez la rectificaci�n que ella hac�a fuera err�nea.
      �No ser� que soy un burro? �pregunt� entre el desfallecimiento y la inflexibilidad�. ¿No habr� sido todo una equivocaci�n?
      �Una equivocaci�n? �repiti� compasivamente.
      Se dio cuenta de que aquella posibilidad le resultaba monstruosa y si ella le garantizaba la inmunidad contra el dolor no ser�a por tanto a lo que ella se refer�a.
      �Oh, no �manifest�, no es nada de eso. No se ha equivocado. �Aun as�, no pod�a evitar preguntarse si, al sentirse presionada, no hablar�a s�lo para salvarle. Le parec�a que, si su historia resultaba ser una trivialidad total, estar�a absolutamente perdido.
      �Me est� diciendo que es verdad para que no me d� cuenta de que he sido un idiota m�s grande de lo que puedo soportar al enterarme? ¿No he vivido con una fantas�a est�ril, en el m�s fatuo espejismo? ¿No he esperado sino para ver c�mo la puerta se cierra ante mi rostro?
      Ella neg� de nuevo con la cabeza.
      �Sea como sea el caso, �sa no es la verdad. Cualquiera que sea la realidad, es una realidad. La puerta no est� cerrada. La puerta est� abierta �dijo May Bartram.
      �Entonces va a suceder algo?
      Ella hizo otra pausa, con sus fr�os y dulces ojos siempre fijos en �l.
      �Nunca es demasiado tarde.
      Con paso deslizante, hab�a acortado la distancia que les separaba y se qued� de pie, junto a �l, a su lado, un momento, como llena todav�a de lo inexpresado. Su movimiento pod�a estar motivado por querer dar un �nfasis sutil a lo que, al mismo tiempo, dudaba y se atrev�a a decir. El hab�a permanecido de pie junto a la chimenea apagada y escasamente adornada, con un relojito franc�s antiguo perfecto y dos figuritas rosadas de Dresden como �nico mobiliario; la mano de May se aferraba al estante mientras le manten�a a la espera; se aferraba buscando apoyo y est�mulo, sin embargo, s�lo le mantuvo a la espera; es decir, �l solamente esperaba. De pronto, de su movimiento y actitud se desprend�a de manera hermosa y v�vida para �l que ella ten�a algo m�s que darle; su cara devastada resplandec�a delicadamente con aquello que centelleaba en su expresi�n, casi como el blanco satinado de la plata. May ten�a raz�n, incontestablemente, porque lo que ve�a en su rostro era la verdad; y era extra�o que, de manera inconsecuente, mientras a�n estaba en el aire la conversaci�n que presentaba aquella verdad como algo espantoso, ella parec�a ofrecerla como excesivamente suave.
      Completamente perplejo �aquello le dej� boquiabierto de gratitud por su revelaci�n� continuaron en silencio durante unos minutos m�s, ella con el rostro radiante junto a �l, apremi�ndolo con su contacto imponderable y Marcher con una mirada colmada de afecto pero tambi�n de expectaci�n. Al final, sin embargo, lo que �l hab�a esperado no se manifest�. En su lugar sucedi� otra cosa, que en un principio pareci� consistir tan s�lo en que ella cerrara simplemente los ojos. Pero en aquel mismo instante se dej� llevar por un lento y tenue estremecimiento; y, aunque �l permaneci� mir�ndola fijamente (en realidad la miraba con intensidad), May se volvi� y alcanz� su silla. Fue el final de lo que ella se hab�a propuesto, pero aquello le dej� pensando �nicamente en eso.
      �Bueno, no me dice usted...?
      Al pasar hab�a tocado una campana junto a la chimenea y se hab�a hundido en la silla, extraordinariamente p�lida.
      �Me temo que estoy demasiado enferma.
      �Demasiado enferma como para dec�rmelo?
      El miedo a que pudiera morir sin mostrarle la luz, se le impuso violentamente y a punto estuvo de expresarlo. Se contuvo, a tiempo, de formular la pregunta, pero ella contest� como si hubiera o�do las palabras.
      �No lo sabe ahora?
      �Ahora...?
      Hablaba como si en aquel momento hubiera surgido algo que supusiera una diferencia. Pero la sirvienta, obedeciendo con prontitud a la llamada de la campanilla, estaba ya con ellos.
      �Yo no s� nada.
      M�s tarde, se dir�a que tal vez hab�a hablado con abominable impaciencia, al revelar con tal impaciencia que, absolutamente desconcertado, se lavaba las manos de todo aquel asunto.
      �¡Oh! �dijo May Bartram.
      �Tiene dolores? �pregunt�, mientras la sirvienta iba hacia ella.
      �No �dijo May Bartram.
      Su sirvienta, que la rodeaba con un brazo, como para llevarla a su habitaci�n, fij� en �l una mirada suplicante que contradec�a la respuesta de May; sin embargo, a pesar de esto �l volvi� a mostrarse desconcertado.
      �Qu� hab�a sucedido entonces?
      Ella se hab�a vuelto a poner en pie con ayuda de su compa�era, y Marcher, advirtiendo que se impon�a la retirada, recogi� torpemente el sombrero y los guantes y alcanz� la puerta. A�n esperaba su respuesta.
      �Lo que ten�a que suceder �dijo.



V

      Volvi� al d�a siguiente, pero May no estaba en condiciones de recibirle y como era, literalmente, la primera vez que esto ocurr�a en el largo intervalo de su amistad, regres� vencido y lastimado, casi enfadado (o por lo menos sintiendo que semejante ruptura de sus h�bitos era realmente el principio del fin), y deambul� solo con sus pensamientos, especialmente con uno que sent�a imposible de reprimir. Se mor�a y �l iba a perderla; se mor�a y su muerte pon�a fin a su propia vida. Se detuvo en el parque por el que hab�a cruzado y contempl� fijamente la insistente duda que surg�a ante �l. Lejos de ella, la duda acuciaba de nuevo; en su presencia, �l la hab�a cre�do; pero al sentir su soledad se entreg� por completo a la explicaci�n que, por estar m�s a mano, le produc�a una calidez m�s triste y un tormento menos fr�o. Le hab�a enga�ado para salvarle: le hab�a despachado con algo en lo que �l pudiera apoyarse. Despu�s de todo, ¿qu� pod�a ser lo que hab�a de sucederle sino precisamente esto que hab�a empezado a suceder? Su agon�a, su muerte y la soledad consiguiente; aquello era lo que hab�a imaginado como la bestia en la jungla; aquello era lo que hab�a estado en manos de los dioses. Se lo hab�a o�do decir cuando se marchaba; porque ¿qu� diablos si no habr�a querido decir? No era algo de categor�a monstruosa; ni un destino excepcional y distinguido; ni un golpe de suerte de los que abruman e inmortalizan; ten�a �nicamente la marca de los destinos anodinos. Pero, en este momento, el pobre Marcher pensaba que ten�a suficiente con un destino anodino. Colmar�a sus necesidades e incluso como consumaci�n de su infinita espera, doblegar�a su orgullo y lo aceptar�a. Se sent� en un banco a la luz del crep�sculo. No hab�a sido un imb�cil.
      Como ella dijo, algo hab�a sucedido. Lo cierto es que, antes de levantarse, hab�a tenido la impresi�n de que el hecho final encajaba con el largo camino que hab�a tenido que recorrer para alcanzarlo. Al compartir su incertidumbre y al entregarse por completo, ofreciendo su vida hasta agotarla, ella le hab�a acompa�ado en cada paso del camino. �l hab�a vivido gracias a su ayuda y dejarla atr�s ser�a una forma atroz y espantosa de perderla. ¿Qu� pod�a ser m�s abrumador que esto?
      Pues, iba a saberlo en el transcurso de la semana, porque aunque ella le mantuvo a distancia un cierto tiempo y le dej� inquieto y desdichado durante una serie de d�as, en cada uno de los cuales pregunt� por ella s�lo para tener que volver a marcharse, termin� por poner fin a sus tribulaciones recibi�ndole donde siempre le hab�a recibido. Sin embargo, ella hab�a sido expuesta, no sin cierto riesgo, en presencia de tantas de las cosas que, consciente y vanamente eran la mitad del pasado que hab�an compartido; y de poco serv�a, por parte de ella, la bondad del mero deseo demasiado visible, de refrenar la obsesi�n y poner fin a la larga angustia que �l padec�a. Eso era claramente lo que ella deseaba; hacer algo m�s, para quedarse tranquila, mientras a�n pudiera tenderle la mano. �l estaba tan afectado por el estado en el que ella se encontraba que, una vez sentado junto a su silla, estuvo tentado de dejar las cosas como estaban; as� que fue May quien le record� y retom�, antes de despedirse, sus �ltimas palabras del encuentro anterior. Le demostraba que quer�a dejar su asunto en orden.
      �No estoy segura de que me entendiera. No tiene que esperar nada m�s. Ha sucedido.
      ¡Oh, de qu� forma la mir�!
      �De verdad?
      �De verdad.
      �Aquello que usted dijo que ten�a que ocurrir?
      �Aquello que empezamos a esperar en nuestra juventud.
      Cara a cara con ella volvi� a creerla; era una declaraci�n a la que, resignadamente, poco ten�a que oponer.
      �Quiere decir que ha ocurrido como un suceso seguro y definido, con nombre y fecha?
      �Seguro y definido. No s� el nombre, pero s� una fecha concreta.
      De nuevo volvi� a encontrarse perdido.
      �Pero es que lleg� en la oscuridad... lleg� y pas� de largo?
      May Bartram mostraba una sonrisa vaga y extra�a.
      �Pero si no he sido consciente de ello y no me ha rozado...?
      �El no haber sido consciente de ello �y al decir aquello pareci� titubear un segundo�, el que no haya sido consciente de ello, es lo extra�o dentro de lo extra�o. Es lo inexplicable de lo inexplicable.
      Hablaba casi con la morbidez de un ni�o enfermo, pero ahora, por fin, con la perfecta exactitud de una sibila. Evidentemente sab�a lo que sab�a, y a �l le produc�a el efecto de algo que armonizaba, por su elevada �ndole, con la ley que le hab�a gobernado. Era la verdadera voz de la ley; como si la ley hubiera hablado por sus propios labios.
      �Le ha rozado �continu� diciendo�. Ha cumplido su funci�n. Le ha hecho completamente suyo.
      �Tan completamente suyo sin yo enterarme?
      �Tan completamente suyo sin enterarse usted?
      Al inclinarse hacia May, apoy� la mano en el brazo del sill�n, y entonces, sonriendo como siempre vagamente, ella coloc� la suya sobre la de �l.
      �Es suficiente con que yo lo sepa.
      �¡Oh! �exclam� atropelladamente, como ella lo hab�a hecho tantas veces �ltimamente.
      �Lo que dije hace mucho tiempo es verdad. Ahora nunca lo sabr� y me parece que deber�a alegrarse. Ya le ha sucedido �dijo May Bartram.
      �Pero qu� me ha sucedido?
      �Ciertamente, lo que le estaba destinado. La prueba de su ley. Ha actuado. Estoy content�sima �agreg� entonces con valent�a� de haber podido ver lo que no es.
      �l continuaba mir�ndola fijamente con la sensaci�n de que todo aquello estaba fuera de su alcance y de que ella tambi�n lo estaba; le hubiera desafiado impacientemente para que continuara de no haber considerado un abuso de su debilidad hacer otra cosa que no fuera recibir con devoci�n lo que le ofrec�a, recibirlo tan calladamente, como una revelaci�n. Si �l hablaba era debido al augurio de soledad que le esperaba.
      �Si est� contenta por lo que «no» es, ¿quiere decir que pod�a haber sido peor?
      Ella dirigi� su vista a otra parte, mir� fijamente adelante y, tras un momento, dijo:
      �Bien, usted conoce nuestros miedos.
      �Es entonces algo que nunca hemos temido? �pregunt�.
      Al o�r esto, ella se volvi� lentamente hacia �l.
      �Es que alguna vez so�amos, con todos nuestros sue�os, que estar�amos sentados hablando de ello as�?
      �l trat� de pensar por un momento si lo hab�an hecho; pero era como si sus innumerables sue�os estuvieran disueltos en una niebla fr�a y densa en la que el pensamiento se perd�a.
      �Podr�a haber sucedido que no pudi�ramos hablar?
      �Bien �May hac�a por �l todo lo que pod�a� no lo mire desde este �ngulo. Estamos, ya sabe, en el �ngulo opuesto �dijo.
      �Me parece �respondi� el pobre Marcher�, que para m� todos los �ngulos son iguales.
      Sin embargo, en aquel momento, mientras ella mov�a la cabeza suavemente, corrigi�ndole, dijo:
      �Tal vez no nos fue posible cruzar...?
      �En donde estamos... no. Estamos aqu� �dijo con d�bil �nfasis.
      �Y de qu� nos sirve? �fue el sincero comentario de su amigo.
      �Nos sirve de lo que puede. Nos sirve el hecho de que no est� aqu�. Ha pasado. Ha quedado atr�s �dijo May Bartram�. Antes... �pero su voz desfalleci�.
      El se hab�a levantado para no cansarla, pero era dif�cil combatir su anhelo. Despu�s de todo, ella no le hab�a dicho nada excepto que su luz hab�a palidecido (algo que ya sab�a sin que se lo dijera).
      �Antes...? �repiti� desconcertado.
      �Antes, ya sabe, era algo siempre por lo que lo manten�a presente.
      �Oh, no me importa lo que llegue ahora. Adem�s, me parece que preferir�a que estuviera presente, como usted dice, m�s que ausente con su ausencia �a�adi� Marcher.
      �¡Oh, mi ausencia! �y sus p�lidas manos le restaron importancia.
      �Con la ausencia de todo.
      Ten�a la espantosa sensaci�n de estar all�, ante ella por �ltima vez en su vida (si se puede dar por buena una mera sensaci�n, la sensaci�n de caer en un vac�o insondable). Esto gravitaba sobre �l con un peso que apenas pod�a soportar y era este peso el que aparentemente extra�a a�n lo que quedaba en �l de protesta articulable.
      �Le creo; pero no puedo aparentar que entiendo. Nada ha terminado para m�; nada habr� terminado hasta que yo mismo termine, lo cual ruego a mi estrella sea lo m�s pronto posible. D�game �a�adi�, aunque no haya apurado mi copa hasta las heces, como usted sostiene, ¿c�mo es posible que aquello que no he sentido jam�s sea, entre todas las cosas, lo que estaba destinado a sentir?
      Se enfrent� a �l quiz�s menos directamente, pero se le enfrent� impasible.
      �Usted da por sentados sus «sentimientos». Deb�a padecer su destino. Eso no significa necesariamente conocerlo.
      �Y c�mo es posible, cuando tal conocimiento no es sino sufrimiento?
      Levant� la mirada hacia �l en silencio.
      �No, no lo entiende.
      �Sufro �dijo John Marcher.
      �¡No lo haga, no lo haga!
      �C�mo puedo evitar al menos eso?
      �¡No lo haga! �repiti� May Bartram.
      Lo dijo en un tono tan especial, a pesar de su debilidad, que �l la mir� fijamente un momento, la mir� tan fijamente como si una luz, hasta entonces oculta, hubiera brillado tenuemente ante sus ojos. La oscuridad se cerni� de nuevo a su alrededor, pero el destello ya se hab�a convertido para �l en una idea.
      �Por qu� no tengo derecho a...?
      �No quiera saber lo que no necesita �le inst� compasivamente�. No lo necesita... porque no debemos.
      �No debemos? �¡Si tan s�lo pudiera saber lo que ella quer�a decir!
      �No..., es demasiado.
      �Demasiado? �sigui� preguntando con un desconcierto que, repentinamente, desapareci� un momento despu�s. Sus palabras, si algo significaban, le afectaban a la luz de esto, la luz tambi�n de su rostro demacrado, como si significaran todo, y la sensaci�n de lo que el conocimiento hab�a sido para ella, cay� sobre �l como un torrente que desemboc� en una pregunta:
      �Entonces, es de eso de lo que se est� muriendo?
      Ella tan s�lo le mir�, seria al principio, como para ver, de esta forma, hasta d�nde comprend�a �l, y algo debi� ver o temer que la movi� a compasi�n.
      �Seguir�a viviendo para ti... si pudiera.
      Cerr� los ojos un momento, como si, recogida en s� misma, estuviera intent�ndolo por �ltima vez.
      �¡Pero no puedo! �dijo, al abrirlos de nuevo, para despedirse. Desde luego no pod�a, como se puso de manifiesto muy pronto y de forma harto rigurosa; y despu�s de esto no volvi� a tener una imagen suya que no fuera oscuridad y muerte. Se hab�an separado para siempre con aquella extra�a charla; el acceso a su lecho de dolor, guardado estrictamente, le fue casi totalmente prohibido; adem�s, ahora, frente a m�dicos, enfermeras y los dos o tres parientes atra�dos sin duda por los presuntos bienes que ella ten�a que «dejar», sent�a qu� pocos derechos, como se dice en estos casos, pod�a esgrimir, y qu� extra�o pod�a resultar incluso que la intimidad habida entre ellos no le otorgara algunos m�s. El m�s est�pido de los primos lejanos ten�a m�s que �l, a pesar de que ella no hubiese significado nada en la vida de aquella persona. En la suya, ella hab�a sido primordial entre lo primordial, porque ¿qu� otra cosa era haber sido tan indispensable? Indeciblemente extra�os eran los derroteros de la existencia y desconcertante para �l la anomal�a de su falta, como �l sent�a, de derechos reconocibles. Una mujer pod�a haber sido, supongamos, todo para �l, y aun as� aquello no le presentaba ante los dem�s , como una relaci�n que parecieran obligados a reconocer. Si esto hab�a sucedido en las �ltimas semanas, a�n sucedi� m�s pronunciadamente con ocasi�n de las �ltimas exequias, en el gran cementerio gris de Londres, en honor de lo que hab�a sido mortal, de lo que hab�a sido precioso en su amiga. La concurrencia en torno a su tumba no fue numerosa, pero �l se vio tratado como si apenas tuviera m�s relaci�n con aquello de la que hubieran podido tener otros miles de personas. En resumen, desde este momento se vio enfrentado al hecho de que el inter�s que May Bartram se hab�a tomado por �l iba a beneficiarle extraordinariamente poco. No hubiera podido decir con exactitud lo que esperaba, pero era seguro que no hab�a esperado tener que abordar esta doble privaci�n. No s�lo le faltaba el inter�s de su amiga, sino que parec�a sentirse privado, por razones que no pod�a entender, de la distinci�n, dignidad y decoro, aunque no fuera m�s, del hombre manifiestamente afligido. Era como si, a los ojos de la sociedad, no hubiera estado manifiestamente afligido; como si faltara alg�n signo o prueba de ello y como si, a pesar de todo, ese car�cter no pudiera ser confirmado nunca, ni su deficiencia subsanada jam�s. A medida que las semanas pasaban, hubo momentos en que le hubiera gustado, por medio de un acto casi agresivo, pronunciarse sobre la intimidad de su p�rdida, para que, al ser cuestionada, pudiera dejar constancia de su r�plica para alivio de su esp�ritu; no obstante, los momentos de m�s impotente exasperaci�n se sucedieron r�pidamente; momentos en los que al considerar estas cosas con la conciencia tranquila, pero sin perspectiva de futuro, se encontr� pregunt�ndose si no deber�a haber empezado, por as� decirlo, mucho antes. Se encontr�, en realidad, pregunt�ndose muchas cosas, y esta �ltima especulaci�n vino acompa�ada de otras. Despu�s de todo, ¿qu� hubiera podido hacer �l mientras ella viv�a sin que ambos, por expresarlo de alguna forma, quedaran en evidencia? No hubiera podido revelar que ella estaba vigil�ndole, porque eso hubiera sido hacer p�blica la superstici�n sobre la Bestia. Eso era lo que ahora manten�a cerrada su boca, ahora que la Jungla hab�a sido batida hasta quedar arrasada y la Bestia se hab�a escabullido. Parec�a demasiado tonto y demasiado ins�pido; la diferencia para �l en este punto concreto, la extinci�n en su vida del elemento de incertidumbre, era tal que de hecho le sorprend�a. Apenas hubiera podido decir a qu� se parec�a el efecto que causaba; el cese abrupto, la prohibici�n tajante, tal vez de la m�sica, m�s que de ninguna otra cosa, en un lugar donde todo estaba dispuesto y habituado a la sonoridad y a la atenci�n. Si, de todos modos, se le hubiera ocurrido levantar el velo de su propia imagen en alg�n momento del pasado (despu�s de todo, ¿qu� otra cosa hab�a hecho sino levantarlo para ella?), o levantarlo as� ahora, y hablar a la gente sin restricciones de la jungla desbrozada y hacerles la confidencia de que ahora la sent�a como un lugar seguro, hubiera sido no s�lo verles escuchar un cuento de comadres, sino realmente o�rselo contar a s� mismo. Lo que en verdad sucedi� al poco tiempo fue que el pobre Marcher avanzaba con dificultad por sus pastos arrasados, donde la vida no bull�a, donde ninguna respiraci�n era audible, donde ning�n ojo maligno parec�a centellear desde una posible madriguera, como si buscara vagamente a la Bestia, y a�n m�s como si la echara de menos. Deambulaba por una existencia que de forma extra�a se hab�a hecho m�s espaciosa, y deteni�ndose a intervalos, en lugares donde la maleza de la vida le parec�a m�s tupida, se preguntaba con ansiedad, inquir�a secreta y dolorosamente si habr�a estado al acecho aqu� o all�. Hubiera saltado de todos modos; lo que por lo menos estaba �ntegro era su fe en la verdad de la certidumbre que se le hab�a ofrecido. El cambio de sus viejas sensaciones a esta otra nueva era absoluto y definitivo: lo que estaba destinado a suceder hab�a sucedido tan absoluta y definitivamente que se sent�a tan poco capaz de ver con miedo su futuro como de concebir esperanzas; carente en suma de cualquier interrogante sobre lo que pudiera sucederle. Tendr�a que vivir exclusivamente con la otra interrogante, la de su pasado sin identificar, la de haber tenido que ver su suerte impenetrablemente embozada y enmascarada. El tormento de esta visi�n se convirti� entonces en su ocupaci�n; tal vez no hubiera accedido a seguir viviendo a no ser por la posibilidad de resolver el acertijo; ella, su amiga, le hab�a dicho que no tratara de averiguar; le hab�a prohibido, hasta donde le fuera posible, saber, y en cierto modo hab�a negado en �l la capacidad de aprender: obviamente, demasiadas cosas como para privarle de descanso. No era que deseara, argumentaba con imparcialidad, que lo que le hab�a sucedido volviera a sucederle de nuevo; era �nicamente que, como anticlimax, no deber�a haberle sorprendido tan profundamente dormido como para no ser capaz de recobrar con un esfuerzo mental el elemento perdido de su conciencia. En ciertos momentos se declaraba a s� mismo que lo recobrar�a o terminar�a con la conciencia para siempre; convirti� esta idea en su �nico tema; en definitiva, la convirti� en una pasi�n como ninguna otra, en comparaci�n, parec�a no haberle afectado nunca.
      El elemento perdido de su conciencia lleg� a ser para �l como un ni�o extraviado o cautivo para un padre desesperado; lo buscaba por todas partes incansablemente como si llamara a las puertas o consultara con la polic�a. �ste fue el estado de �nimo con el que, inevitablemente, se dispuso a viajar. Emprendi� un viaje que durar�a tanto como pudiera alargarlo; ante �l danzaba la idea de que, puesto que el otro lado del globo no tendr�a menos que contarle, era probable que le ofreciera m�s posibilidades de sugerencia. Antes de abandonar Londres, sin embargo, peregrin� a la tumba de May Bartram, se dirigi� all� a trav�s de las interminables avenidas de la t�trica necr�polis suburbana, la busc� entre la multitud de tumbas, y, aunque no hab�a ido m�s que para renovar el acto de despedida, cuando al fin estuvo de pie frente a ella, se encontr� seducido por remotas fuerzas.
      Durante una hora permaneci� all� de pie, incapaz de volverse e incapaz de penetrar la oscuridad de la muerte: con los ojos clavados en el nombre y la fecha grabados en la piedra, golpeando su frente contra el secreto que guardaban, tomando aliento, como si esperase que, por piedad, alguna sensaci�n surgiera de las l�pidas. Sin embargo, se arrodill� en vano sobre las l�pidas; guardaban lo que ocultaban; y si el rostro de la tumba lleg� a ser un rostro para �l fue porque los dos nombres de su amiga eran como un par de ojos que no le conocieran. Les dirigi� una �ltima y larga mirada, pero ni la m�s tenue luz apuntaba.



VI

      Despu�s de esto, estuvo fuera un a�o; visit� lo m�s rec�ndito de Asia, consumi�ndose en parajes de inter�s rom�ntico, de suprema santidad; pero en todo lugar se le hac�a presente que, para un hombre que hab�a conocido lo que �l hab�a conocido, el mundo era vulgar e insignificante. El estado mental en el que hab�a vivido durante tantos a�os resplandec�a para �l, al reverberar, como una luz que embellec�a y purificaba; comparado con aquella luz, el brillo del Este resultaba chill�n, vulgar y d�bil. La terrible verdad era que hab�a perdido, junto a lo dem�s, la capacidad de ser distinto; las cosas que ve�a no pod�an ser sino comunes puesto que quien las miraba se hab�a convertido en un ser com�n. Ahora era simplemente uno de ellos, estaba en el polvo, sin una excusa que marcara la diferencia; y hab�a momentos en los que, frente a los templos de los dioses y los sepulcros de los reyes, su esp�ritu recurr�a, asociando su nobleza a la de May, a la l�pida an�nima de aquel barrio de Londres. Aquello se hab�a convertido para �l, y m�s intensamente con el tiempo y la distancia, en el �nico testigo de su pasada gloria. Era todo lo que le quedaba como prueba o esplendor y, aun as�, cuando lo pensaba, la pasada gloria de los faraones no significaba nada para �l. En consecuencia, no hay que extra�arse de que volviera all� al d�a siguiente de su regreso. Esta vez se sinti� arrastrado tan irresistiblemente como en la ocasi�n anterior, con cierta esperanza, debida sin duda al efecto de los muchos meses transcurridos. Hab�a sobrevivido, a su pesar, a este cambio de sentimientos, y, al vagar por la tierra hab�a vagado, podr�a decirse, del borde al centro de su desierto. Se hab�a acomodado a su seguridad y aceptado su inevitable extinci�n; se imaginaba a s� mismo, en cierto aspecto, con la apariencia de esos viejecitos que recordaba haber visto, de los que, por enjutos y marchitos que ahora pareciesen, se contaba que en sus tiempos se hab�an batido en veinte duelos o que hab�an sido amados por diez princesas. Ellos hab�an sido asombrosos para los dem�s, mientras que �l s�lo era asombroso para s� mismo; lo que, sin embargo, fue exactamente el motivo de su prisa por renovar el asombro volviendo, por decirlo de alg�n modo, a su propia presencia. Aquello hab�a acelerado sus pasos e impedido su demora. Si su visita fue inmediata era porque hab�a estado separado demasiado tiempo de la �nica parte de s� mismo que ahora valoraba.
      En consecuencia, no es falso decir que alcanz� su meta con un cierto j�bilo y de nuevo se qued� all�, de pie, con una cierta seguridad. La criatura bajo la tierra conoc�a su rara experiencia, de modo que, extra�amente ahora, el lugar perdi� para �l su mera vacuidad de expresi�n. Le recib�a con benignidad, no con burla como antes; le mostraba el aire de consciente bienvenida que encontramos, despu�s de la ausencia, en las cosas que nos han pertenecido estrechamente y que parecen confesarse a s� mismas esa relaci�n. La parcela de tierra, la l�pida esculpida, las flores cuidadas le conmov�an como si le pertenecieran, de manera que se sent�a en aquel instante como un terrateniente satisfecho pasando revista a una propiedad.
      Cualquier cosa que hubiera sucedido... bueno, hab�a sucedido. Esta vez no hab�a vuelto con la vanidad de aquella pregunta, su antigua preocupaci�n: «¿Qu�, qu�?», ahora pr�cticamente desaparecida. No obstante, no volver�a nunca jam�s a separarse de aquel modo de ese lugar; volver�a todos los meses, porque aunque su ayuda no le sirviera de otra cosa, al menos, podr�a llevar alta la cabeza. As�, aquello se convirti� para �l, del modo m�s extra�o, en un recurso positivo; llev� a cabo su idea de visitas peri�dicas que por fin llegaron a ocupar un lugar entre sus costumbres m�s arraigadas. Todo esto lleg� a significar que, por extra�o que parezca, en su mundo tan simplificado ahora, este jard�n de la muerte le ofrec�a los pocos metros cuadrados de tierra sobre la que a�n pod�a, a lo sumo, vivir. Era como si, no siendo nada para nadie en ninguna parte, nada incluso para s� mismo, aqu� lo fuera todo, y si no lo era para una multitud de testigos, o incluso para ning�n testigo excepto John Marcher, en tal caso lo ser�a por el evidente derecho de la inscripci�n que pod�a escudri�ar como una p�gina abierta. La p�gina abierta era la tumba de su amiga y all� estaban los hechos del pasado, la verdad de su vida; all� estaban las remotas extensiones en las que pod�a perderse. De vez en cuando se perd�a con tal efecto que parec�a vagar por los a�os pasados del brazo de un compa�ero que resultaba ser, de forma extraordinaria, su yo m�s joven; y lo que era a�n m�s extraordinario, vagaba dando vueltas y m�s vueltas alrededor de una tercera presencia, que no vagaba, sino que estaba inm�vil, quieta, cuyos ojos giraban con su rotaci�n, sin dejar de seguirle un momento y cuyo foco era, por as� decirlo, su punto de orientaci�n. En resumen, determin� vivir aliment�ndose �nicamente de la sensaci�n de haber vivido una vez y dependiendo de ella no s�lo como sustento sino como identidad. Aquello, a su manera, le bast� durante meses, y as� transcurri� el a�o; sin duda aquel sentimiento le hubiera sostenido m�s tiempo a no ser por un accidente, trivial en apariencia, que le conmovi�, en una direcci�n bastante distinta, con una fuerza superior a cualquiera de sus impresiones de Egipto o la India. Fue la m�s pura de las casualidades (por un pelo, como m�s tarde sinti�); aunque iba a vivir para creer que si la luz no le hubiera llegado de esta manera peculiar le habr�a llegado de otro modo. Iba a vivir para creerlo, digo, aunque no iba a vivir, puedo decirlo de manera no menos definitiva, para hacer mucho m�s. De todos modos le concedemos el beneficio de la convicci�n, abri�ndose paso hasta �l de que, al final, cualquier cosa que hubiera pasado o dejado de pasar, �l habr�a alcanzado la luz por s� mismo. El incidente de un d�a de oto�o hab�a encendido la mecha al reguero de p�lvora que su sufrimiento hab�a tendido hac�a tiempo. Con la luz ante �l supo que incluso en estos �ltimos tiempos su dolor tan s�lo se hab�a calmado.
      Estaba extra�amente adormecido, pero palpitaba; con el contacto comenz� a sangrar. Y el contacto, en este caso, fue el rostro de un semejante. Este rostro, una tarde gris, cuando las hojas se agolpan en los callejones, mir� el de Marcher, en el cementerio, con una expresi�n como el filo de una espada. Es decir, lo sinti� tan profundo dentro de �l que se encogi� ante la firme estocada. La persona que le asaltaba tan silenciosa era una figura que hab�a visto al llegar a su propio destino, absorto junto a una tumba a poca distancia de �l, una tumba reciente en apariencia, de modo que la emoci�n del visitante era seguramente tan nueva como aqu�lla en su sinceridad. Esto s�lo le imped�a a Marcher observarle con m�s detenimiento, aunque durante el tiempo que permaneci� all� no dej� de ser vagamente consciente de su vecino, un hombre de mediana edad aparentemente, de luto, cuya espalda agobiada estaba constantemente presente entre los grupos de monumentos y l�pidas mortuorias. La teor�a de Marcher de que hab�a elementos a cuyo contacto �l reviv�a, hab�a experimentado en esta ocasi�n, puede asegurarse, una confirmaci�n apreciable aunque inescrutable. El d�a de oto�o le resultaba espantoso como ninguno se lo hab�a parecido �ltimamente y se apoyaba, con una pesadez desconocida para �l hasta entonces, en la baja l�pida de piedra que llevaba inscrito el nombre de May Bartram. Se apoyaba sin fuerzas para moverse, como si alg�n resorte en �l, fruto de alg�n encantamiento, se hubiera roto de repente para siempre. Si en aquel momento hubiera podido hacer lo que quer�a, simplemente se habr�a estirado sobre la piedra dispuesta a acogerle, consider�ndolo un lugar preparado para recibir su �ltimo sue�o. ¿Con qu� fin en este mundo ten�a que mantenerse ahora despierto? Miraba fijamente ante s� pregunt�ndose esto y fue entonces, puesto que uno de los paseos del cementerio discurr�a junto a �l, cuando recibi� el impacto de aquel rostro.
      Su vecino junto a la otra tumba se hab�a retirado, como lo hubiera hecho �l mismo para entonces de haber tenido fuerzas para moverse, y avanzaba ahora, por el sendero, de camino hacia una de las verjas. Se iba acercando y como caminaba lentamente, y m�s a�n porque hab�a una especie de hambre en su mirada, los dos hombres se encontraron frente a frente durante unos momentos. Marcher lo reconoci� en el acto como un ser profundamente afligido; una percepci�n tan penetrante que nada m�s exist�a en aquella imagen; ni su vestimenta, ni su edad, ni su presumible car�cter o clase social; nada exist�a salvo la profunda devastaci�n que mostraba en sus facciones. La mostraba, eso era lo importante; y, al pasar ante Marcher, se vio sacudido por un impulso que era o bien una se�al de simpat�a o, m�s posiblemente, un desaf�o frente a otro dolor. Podr�a haberse dado cuenta de la presencia de nuestro amigo; podr�a ser que, en cierto momento anterior, hubiera visto en �l la serena costumbre de aquella escena con la que el estado de sus propias sensaciones tan escasamente armonizaba, y podr�a por eso haberse sentido provocado por una especie de evidente discrepancia. En cualquier caso, Marcher era consciente de que, en primer lugar, la imagen de malherida pasi�n presentada ante �l era tambi�n consciente de que algo profanaba el aire; y, en segundo lugar, de que, agitado, asustado, sobresaltado, �l estaba un momento despu�s siguiendo aquella imagen con los ojos, mientras se iba, con envidia. Lo m�s extraordinario que le hab�a ocurrido �aunque le hab�a dado ese nombre tambi�n a otros asuntos� sucedi�, tras aquella inmediata y vaga mirada, como consecuencia de esta impresi�n. El extra�o pas�, pero el fulgor en carne viva de su dolor permaneci�, forzando a nuestro hombre a preguntarse compadecido qu� agravio, qu� herida expresaba, qu� lesi�n incurable. ¿Qu� hab�a tenido aquel hombre para que su p�rdida le hiciera sangrar as� y no obstante seguir viviendo?
      Algo �y esto le alcanz� con una punzada de dolor� que �l, John Marcher, no hab�a tenido; y la prueba de ello era precisamente el �rido final de Marcher. Ninguna pasi�n le hab�a tocado jam�s, pues aquello era lo que la pasi�n significaba; hab�a sobrevivido y divagado y languidecido, pero ¿d�nde estaba su profunda devastaci�n? Lo m�s extraordinario de lo que estamos hablando fue la repentina embestida de la respuesta a esta pregunta.
      La escena que sus ojos acababan de contemplar se�alaba, como con letras de fuego, algo que �l, insensatamente, hab�a pasado completamente por alto; y lo que hab�a pasado por alto convirti� aquellas cosas en un reguero de p�lvora e hizo que se grabaran en �l como una angustia de latidos interiores. Hab�a visto fuera de su propia vida, no aprendido desde dentro, el modo en que se llora a una mujer cuando se la ha amado por s� misma; tal era la fuerza de su convicci�n sobre el significado del rostro del extra�o, que a�n llameaba para �l como una antorcha humeante. El conocimiento no le hab�a llegado de mano de la experiencia; le hab�a rozado, empujado, tumbado, con la desconsideraci�n de la casualidad, con la insolencia de un accidente. Sin embargo, ahora que la iluminaci�n hab�a comenzado, resplandec�a en su apogeo y lo que en este momento estaba all� mirando con asombro era la profunda vacuidad de su vida. Miraba con asombro, tomaba aliento con dolor; se revolv�a desalentado y al revolverse vio ante s�, escrita en caracteres m�s definidos que nunca, la p�gina abierta de su historia. El nombre en la l�pida le golpe� como lo hab�a hecho el encuentro con su vecino, y lo que le manifest�, en pleno rostro, fue que ella era lo que hab�a pasado por alto. �ste era el terrible pensamiento, la respuesta a todo el pasado, la visi�n cuya espantosa claridad le dej� tan helado como la piedra que ten�a a sus pies. Todo se desmoronaba al mismo tiempo, se revelaba, se explicaba, le abat�a y dejaba sobre todo estupefacto ante la ceguera que hab�a abrigado. El destino para el que hab�a sido destinado se hab�a cumplido con creces: hab�a bebido la copa hasta las heces; hab�a sido el hombre de su tiempo, a quien no le iba a suceder nada en el mundo. Ese era el extra�o golpe, �se era su castigo. As� lo ve�a, podr�a decirse, con un terror apagado, mientras las piezas iban encajando. Ella lo hab�a visto, mientras que �l no ve�a nada, y as� ella le ayudaba en estos momentos a ver la verdad. Era la verdad, v�vida y monstruosa que hab�a esperado todo aquel tiempo, y la propia espera hab�a sido su suerte. En un momento dado, la compa�era de su vigilia lo hab�a percibido y le hab�a ofrecido entonces la posibilidad de burlar su destino. Pero uno no puede burlar su destino, y el d�a que ella le dijo que el suyo hab�a llegado no hizo sino quedarse mirando fija y est�pidamente la liberaci�n que ella le ofrec�a.
      La liberaci�n hubiera sido amarla; entonces hubiera vivido. Ella hab�a vivido �qui�n podr�a decir ahora con qu� pasi�n?� porque le hab�a amado por s� mismo; mientras que �l nunca hab�a pensado en ella (¡oh, con qu� espanto lo ve�a ahora!), sino en la frialdad de su ego�smo y con la vista puesta en su utilidad. Las palabras de ella volv�an a resonar para �l y la cadena se tensaba y tensaba. Ciertamente la bestia hab�a acechado y, en su momento, la bestia hab�a atacado; hab�a atacado en aquel fr�o crep�sculo de abril cuando, p�lida, enferma, debilitada, pero toda hermosura, y tal vez incluso entonces recuperable, se hab�a levantado del sill�n para estar frente a �l y dejar que probablemente adivinara. Hab�a atacado en el momento que �l no adivin�; hab�a atacado cuando desesperanzada se alej� de �l, y la se�al, cuando �l se march� de la casa, ya hab�a ca�do donde ten�a que caer. Hab�a justificado su miedo y cumplido su destino; hab�a fracasado, con la m�xima exactitud, en todo lo que ten�a que fracasar; y, al recordar que ella le hab�a rogado que no tratara de saber, un gemido acudi� a sus labios. Este horror de despertar: esto era el conocimiento, un conocimiento bajo cuyo aliento las mism�simas l�grimas parec�an helarse en sus ojos. No obstante, a trav�s de ellas, trataba de asegurarlo y retenerlo; lo manten�a all�, frente a s�, para, de esta forma, poder sentir el dolor. Aquello al menos, aunque tard�o y amargo, conservaba algo del sabor de la vida. Pero, de repente, la amargura le enferm�, y fue como si, de una manera espantosa, viera en la verdad, en la crueldad de su propia imagen, lo que hab�a sido dispuesto y cumplido. Vio la Jungla de su vida y vio la Bestia acechante; despu�s, mientras miraba, la percibi�, como una conmoci�n en el aire, alzarse, enorme y repugnante, para dar el salto que le destrozar�a. Los ojos de Marcher se oscurecieron: la Bestia estaba cerca y, en su alucinaci�n, volvi�ndose instintivamente para esquivarla, se arroj� de bruces sobre la tumba.



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