Ariel Álvarez Valdés, una vida al servicio de la teología. ¿Era Jesucristo sacerdote?

Ariel Álvarez Valdés, una vida al servicio de la teología. ¿Era Jesucristo sacerdote?

Religión Digital ha publicado estos dos últimos días (la última vez el 01.08) dos postales sobre Ariel Álvarez Valdés, a quien el mismo Papa ha levantado, con carta personal, de puño y letra, la sanción que le había impuesto el Vaticano, impidiéndole ejercer de un modo oficial la enseñanza religiosa.

Tengo la suerte de contar con la amistad de Ariel, con quien he compartido y comparto muchos momentos de trabajo y amena conversación.

-- He publicado en este blog varias docenas de trabajos suyos, sobre temas de interpretación bíblica (y sobre los temas de fondo de su condena). El lector de RD podrá buscarlos sin dificultad, tecleando en el índice de mi blog el nombre Ariel Álvarez.

-- Por otra parte, quien quiera conocer más sobre Ariel sobre la vida y obra de Ariel no tiene más que buscar en https://es.wikipedia.org/wiki/Ariel_%C3%81lvarez_Vald%C3%A9s.

Con esta ocasión, con el gozo del levantamiento de su sanción, y con el deseo de que podamos tener al menos quince años más de amistad y conversación, para los amantes de la buena teología, quiero presentar hoy dos trabajos:

1. Uno mío, la introducción al libre de Ariel: LOS ENIGMAS DE LA PASIÓN DE JESÚS, Editorial Edhasa, Buenos Aires 2010. En él presento mi juicio académico sobre Ariel y su pensamiento.

2. Otro de Ariel: El cap. 16 de su nuevo libro: ¿QUIÉN ERA LA SERPIENTE DEL PARAÍSO? Y OTRAS 19 PREGUNTAS SOBRE LA BIBLIA, Editorial Verbo Divino, Estella 2016. Ese capítulo se titula ¿Jesucristo era sacerdote?

Es para mí un placer presentar de nuevo algo de la vida y obra de Ariel, a quien envío desde aquí mi saludo, con un beso de Mabel.

Prólogo a Los Enigmas de la pasión de Jesús



Le conocí el año 2002 en la Universidad Pontificia de Salamanca donde vino a disfrutar por un tiempo sabático de estudio e investigación. Coincidimos pronto en ideas y hemos compartido desde entonces muchas horas de estudio y trabajo, al servicio de un mejor conocimiento de la Biblia y, sobre todo, de un mejor entendimiento de la vida, en libertad y madurez, para saber mejor lo que somos y buscar con más intensidad aquello que podemos ser, en una línea religiosa y, sobre todo, humana. Por eso es para mí un honor y una alegría poner mi firma al comienzo de su libro, presentando a su autor, diciendo qué ha visto en Jesús de Nazaret y qué quiere aquí decirnos.


Ariel Álvarez Valdés, pensador distinto

No es fácil encontrar en Argentina, ni en el ancho mundo de lengua castellana, un autor como él, ocupado en cuestiones de especialidad y pre-ocupado por los temas de mayor vigencia, en la enseñanza universitaria y en el contacto directo con el pueblo “real” de la calle, desde Santiago del Estero, donde nació y donde vive normalmente. Allí en Santiago empezó a estudiar filosofía y teología, para especializarse después en filología e historia antigua en el Estudio Bíblico Franciscano de Jerusalén, donde conoció, de primera mano, los lugares y temas principales de la primera historia de occidente, realizando viajes de estudio por Egipto, Jordania, Turquía, Grecia y la Península del Sinaí. Se especializó luego en Salamanca, un centro clave de la cultura europea, desde la Edad Media hasta la actualidad.

Es un hombre abierto al ancho mundo, pero, al mismo tiempo, está bien arraigado en su tierra, Santiago del Estero, donde ha enseñado y enseña religión y pensamiento, vinculando los temas de la Biblia con las grandes cuestiones científicas y culturales del hombre actual, tanto en la Universidad Académica (la Católica y la Nacional), como en la Universidad del Pueblo, donde ha organizado y organiza cursos para estudiantes de todos los estamentos sociales y de todos los niveles culturales, hablando siempre con rigor y cercanía de los temas de la vida.

Vive regularmente en Santiago y allí enseña, pero al mismo tiempo habita en una casa-móvil, pues ha viajado y viaja con regularidad para impartir cursos de Biblia y de Cultura Humana, no sólo en Argentina, sino en América Latina, desde Colombia a Chile, y también en España, donde viene regularmente a estudiar y enseñar.

Es un especialista, pertenece a la Asociación Bíblica Italiana (1996) y a la Española (2003), es miembro honorario del Instituto de Filosofía del Derecho de la Universidad de Lomas de Zamora (1998) y Consultor Internacional de Cuestiones Teológicas y Filosóficas, de la Universidad Pontificia Bolivariana de Colombia (2003). En esa línea se sitúa su tesis doctoral (La Nueva Jerusalén: ¿ciudad celeste o ciudad terrestre?), que obtuvo la máxima calificación en la Universidad Pontificia de Salamanca (2004) y que ha sido publicada en Verbo Divino, Estella (2006).

Es un investigador de primera línea, pero ha querido poner su especialidad al servicio directo de los que podrían llamarse “pobres de cultura”, pues no tienen acceso a los grandes y caros volúmenes de de la “ciencia” bíblica; por eso viene publicando para ellos, desde hace casi veinte años, una larga serie de artículos y libros más breves, en revistas de América Latina (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México y Venezuela), de Estados Unidos y de Europa (Alemania, Bélgica, España, Francia, Portugal, Rumania, Suiza, Ucrania), e incluso de Israel. Entre sus obras quiero destacar las colecciones: ¿Qué sabemos de la Biblia? (5 volúmenes) y Enigmas de la Biblia (8 volúmenes), con otros trabajos y libros sobre la Virgen María, el Sufrimiento o los problemas de fondo de la Biblia.

Muchos de sus libros y artículos han sido traducidos al italiano, inglés, francés, alemán, flamenco, ruso, ucraniano, rumano y portugués. No creo que exista ningún creador argentino (o de lengua castellana) cuyas obras de pensamiento estricto (no de ficción, ni de pura divulgación) se hayan extendido más, ni se hayan traducido a más idiomas. Sólo por eso, Ariel merece todo nuestro respeto.

Jesús, una figura apasionante

Entre los temas que ha estudiado destaca el de la vida y mensaje (actualidad) de Jesús de Nazaret, a quien entiende de un modo cristiano (como Hijo de Dios), pero también, y sobre todo, de un modo cultural y humano, como aquel que ha definido gran parte de la historia de occidente. Del legado de Jesús seguimos viviendo todavía, aunque muchos no sean confesionalmente cristianos. En esa línea, Ariel piensa que la historia de Jesús pertenece no sólo a nuestra cultura pasada, sino que puede ofrecer incentivos y luces para vivir de una manera más honda y apasionada en el futuro.

Como Ariel sabe, casi todos le estaban esperando en Israel (esperaban a un Mesías), pero cuando vino apenas le conocieron: aguardaban a un rey como David, a un caudillo victorioso como el Macabeo o Judas Galileo, a un sabio como Filón, a un maestro de la ley como Hillel, a un profeta del juicio como Juan Bautista, a un sacerdote... Pero vino él, Jesús, y a muchos les pareció que no era significativo, pues en vez de elevarse él mismo sobre los demás, decía que «el hijo del hombre ha venido para curar y perdonar, para compartir la vida con los hombres y mujeres…». Ése es el Jesús en quien Ariel confía, el Jesús que él ha estudiado.

Aquí está, según Ariel, el secreto de Jesús, su mayor milagro: supo vivir y potenciar la vida de los otros, de manera simple, a ras de tierra, entre la gente de la calle, con aquellos a quienes casi todos despreciaban: enfermos y prostitutas, leprosos, marginados y proscritos... A pesar de ello, y aunque parecía totalmente inofensivo, y no tuviera autoridad externa (militar o religiosa, política o social), él tenía una gran autoridad humana y muchos pensaron que podía cambiar el orden político-social de Palestina, adelantando sí la llegada del Reino de Dios y precisamente por eso, para impedir aquello que él quería, le mataron.

Así pudo haber terminado su historia. Pero «aquellos que antes le habían amado, siguieron amando» a Jesús, con más fuerza si cabe, como aseguró F. Josefo, el mayor historiador judío (Ant 18, 63-64). La memoria de ese amor, que se impuso y triunfó por encima de su muerte, hizo que se unieran sus amigos afirmando que el mismo Dios le había enviado y sostenido y resucitado. Esa memoria fundó la iglesia y enriqueció la historia de la humanidad, de manera que él ha sido durante veinte siglos el personaje central de occidente, hermano de pobres, amigo del alma de mujeres y hombres, animador de monjes, inspirador de obispos, pero también modelo de reyes e incluso patrono de guerras que se han hecho en su nombre.

Pues bien, Ariel ha descubierto, en esa línea, que muchos han querido “secuestrar” a Jesús, poniéndole al servicio de sus instituciones (incluso Iglesias y Estados que se confiesan o confesaban cristianas), que tienden a cerrarse en sí mismas, realizando incluso, en nombre de Jesús, cosas que son contrarias a la intención y obra de Jesús. Por eso ha querido estudiar de primera mano, en los textos originales (hebreos, arameos y griegos), aquello que Jesús hizo y dijo, recuperando su figura, en la línea de los grandes investigadores que desde principios del siglo XX (con A. Schweitzer) han querido recuperar la historia de Jesús.

Ariel está convencido de que uno de los mayores servicios que se puede hacer al hombre actual, al menos en los países de tradición cristiana, es conocer bien a Jesús y devolver su herencia a los “pobres”. Por eso ha unido su rigor científico y su esfuerzo al de los investigadores que, a largo de todo el siglo XX, han estudiado críticamente la figura de Jesús, primero en Alemania, luego en el resto de Europa y América del Norte y finalmente en todo el mundo (incluso en Argentina). Pero lo ha hecho no para encerrar otra vez a Jesús en una Universidad o en una Iglesia establecida, sino para devolverlo a su lugar, que es la vida y esperanza de los pobres.

Ese Jesús que así ha surgido (está surgiendo) del estudio de los textos no va en contra de la tradición de las iglesias, pero aporta numerosas novedades, que son importantes no sólo para la reforma de la Iglesias (cosa por otra parte necesaria), sino también para la maduración de la conciencia de los hombres y mujeres de la actualidad (sean o no sean creyentes confesionales). Ariel ha vinculado, según esos, dos rasgos: por un lado, es un investigador riguroso, que conoce y discute las mejores obras sobre el tema; por otro lado es un hombre de pueblo, y así quiere presentar en Santiago del Estero, y en libros populares, la mejor investigación actual, lo que se dice en las aulas de Harvard o Göttingen, de Oxford o Lovaina.

Por eso, él escribe para el pueblo, pero no vulgariza, como suele hacerse, ni rebaja el listón de las verdades, pues (en contra de algunos jerarcas) está convencido de que no se puede ocultar nada al pueblo, que está maduro para entender, más que muchos que se juzgan superiores porque forman parte de un gremio elitista de universitarios y burgueses del conocimiento. Éste ha sido su empeño, está su vocación: Todo para el pueblo, pero con el pueblo, no rebajando el nivel, sino adaptando el conocimiento.

De esa manera presenta a un Jesús que sigue siendo más apasionante que nunca, tras veinte siglos de cristianismo y cultura occidental. Es como si diera brillo a viejas monedas que parecían gastadas, descubriendo de nuevo la novedad cristiana, pero no al servicio del poder de iglesias, estados o universidades, sino de los hombres y mujeres concretos, esto es, del pueblo de aquellos que creen en el Dios de los hombres (Jesús).

Lo que este libro dice

A modo de conclusión, quiero añadir tres observaciones que pueden ayudarnos a entender este libro, que trata de temas relacionados con la muerte de Jesús
1. La muerte de
Jesús, un tema de maduración. Los momentos de esa muerte han sido, y pueden seguir siendo, en otro plano, objeto de meditación y liturgia piadosa, como muestra el ejercicio clásico del Via-Crucis. Pero Ariel ha querido situarse en otro plano, estudiando de manera críticamente rigurosa algunos momentos de esa historia, que son importantes y plantean preguntas a los eruditos y curiosos.
Todo lo relacionado con la muerte de Jesús (incluso más que lo relacionado con la de Sócrates) constituye un lugar privilegiado para conocer la realidad humana y para madurar en ella. Por eso, Ariel ha querido reunir en este libro, como en un espejo de humanidad, algunas de las fuerzas (pasiones y miedos) que actuaron en el fondo de esa muerte, para descubrir mejor lo que nosotros somos, conociendo lo que fue Jesús.

2. Relatos breves, al parecer independientes. Muchas veces hemos dialogado sobre el tema: Yo provengo de la filosofía y me gustan los libros largos, lógicamente trabados; Ariel, en cambio, proviene de la ciencia y del contacto personal (cara a cara) con oyentes y lectores. Por eso prefiere los relatos breves, que parecen independientes, reunidos en torno a un personaje o tema central (en este caso la muerte de Jesús).
Tenemos criterios diferentes, pero debo confesar que el de Ariel me parece el apropiado para conseguir los fines que pretende y de esa forma ofrece materiales, como historias rápidas, en forma de mosaico; la unidad de los relatos ha de darla el tema de fondo y han de darla también los lectores, que van construyendo su libro, a medida que leen el de Ariel, haciéndose así co-autores de la obra.

3. Con una breve conclusión, pero sin moraleja. Otra nota significativa del libro (junto a su agudeza crítica) es su aparente imparcialidad: Va contando lo que se puede decir y se dice sobre un problema o texto, sin afán apologético ni moralista: No quiere defender nada, ni dar consejos, pues sabe que la mejor “medicina” es la verdad y así la va buscando, de manera minuciosa y profunda. De esa manera, siendo imparcial, puede ser “parcial” como Jesús, al servicio de los pobres y expulsados del gran sistema.
Por eso, cada relato puede terminar con una brevísima conclusión, que se sitúa y nos sitúa en nuestro tiempo, en Santiago del Estero y en el mundo (¡urbi et orbi!), de un modo concreto, sin fijar conclusiones generales sobre la humanidad o el conjunto de la Iglesia Católica. Éste es el mejor servicio que él puede prestar y presta al conocimiento de Jesús y a la maduración de muchos hombres y mujeres, en este año de esperanza que es el 2010 de la era de Jesús. Por eso, este libro que Ariel ha comenzado sólo pueden terminarlo los lectores, ellos tienen la última palabra.

A mí sólo me queda decirle a Ariel: ¡Gracias por haberme invitado a compartir este libro, escribiendo para ti y contigo, estas letras de prólogo, mientras vueles de Salamanca a Santiago del Estero! Gracias también a su editorial, EDHASA, por confiar en este libro, que es vuestro (de la editorial), siendo mío y de todos sus lectores.

En San Morales de Salamanca
1 de Marzo de 2010
Xabier Pikaza

¿Jesucristo era sacerdote?

(Presentación general del libro ¿Quién era la serpiente del paraíso? (Verbo Divino, Estella 2016), con los dos primeros capítulos on line enhttp://www.verbodivino.es/libro/4498/quien-era-la-serpiente-del-paraiso-y-otras-19-preguntas-sobre-la-biblia.

El cap. 16, que reproduzco aquí, ocupa lás págs. 137-144 del libro.

Los sacerdotes de la Iglesia católica sostienen que lo son al igual que
Jesucristo. Pero ¿de dónde sacan la idea de que Jesucristo era sacerdote?
En los evangelios jamás se dice semejante cosa. Los únicos sacerdotes que
allí se mencionan son los del templo de Jerusalén (Mc 1,44). Como por
ejemplo Zacarías, padre de Juan el Bautista (Lc 1,5). De Jesús nunca se
afirma que oficiara ceremonias religiosas en el templo.

Tampoco el libro de los Hechos de los Apóstoles habla de ningún sa‑
cerdote, fuera de los sacerdotes judíos (Hch 4,1) o paganos (Hch 14,13).
En las cartas de san Pablo ni siquiera aparece la palabra sacerdote, como
si la quisiera esquivar a propósito. Y las Cartas Católicas y el Apocalipsis
nunca llaman sacerdote a Jesús en ningún sentido. ¿Por qué entonces
nosotros le damos este título a Jesucristo?

Hay un solo libro en todo el Nuevo Testamento que afirma que
Jesucristo era sacerdote: es la Carta a los Hebreos, mejor llamada Ex‑
hortación a los Hebreos.

¿Por qué aparece aquí esta inusual afirmación? Porque el autor de
este escrito tenía que enfrentar dos graves problemas que se daban en su
comunidad alrededor del año 90, época en la que se compuso el libro.
En primer lugar, sus destinatarios estaban desilusionados por
la austeridad y la sencillez de la liturgia cristiana. Para entender es‑
to, tengamos presente que los primeros cristianos eran todos judíos
convertidos. Y los judíos estaban acostumbrados a las espléndidas y
vistosas celebraciones del templo de Jerusalén.

Basta pensar en lasimponentes reuniones que celebraban con decenas de sacerdotes y
levitas, que oficiaban acompañados de cantos, música estruendosa y
ornamentos; y en los rituales impactantes que practicaban, como los
animales desangrados, las carnes quemadas, las nubes de incienso y las
múltiples purificaciones con agua. Sobre todo resultaban majestuosas
las peregrinaciones nacionales que se hacían para las grandes fiestas,
a las que asistían multitudes de campesinos con su espontaneidad, su
entusiasmo y sus cantos.

El cristianismo, en cambio, había eliminado todo esto. En primer
lugar, no obligaba a la gente a asistir a ningún templo. Jesús mismo le
había dicho a una mujer samaritana que a Dios no se lo encuentra en el
templo, sino en el corazón del hombre (Jn 4,21‑23).

Tampoco insistía en que las ceremonias de sacrificios de animales
fueran agradables a Dios. Al contrario, ponía el acento en vivir como
hermanos, ayudándose mutuamente y sirviendo a los demás. El culto
y el sacrificio cristiano consistían casi exclusivamente en la fe y el amor
fraterno, la entrega a Dios y el amor al prójimo.

Incluso la misma celebración eucarística, que se realizaba cada
domingo en casas de familia, no se distinguía demasiado de las cenas
familiares de la vida ordinaria.

Toda esta sobriedad de la liturgia cristiana debió de causar una
enorme decepción en el ánimo de los primeros creyentes, y mucha nos‑
talgia del culto antiguo. Frente al espíritu religioso judío, amante del
fausto, la pompa y las ceremonias, el cristianismo aparecía como una fe
sin culto, empobrecida y desconcertante.

El segundo problema que debía enfrentar el autor de la Exhorta‑
ción a los Hebreos era el de los rumores que circulaban acerca de que
Jesús no podía ser el verdadero Mesías porque no era sacerdote. En
efecto, los judíos de la época de Jesús esperaban la aparición de tres
grandes personajes prometidos por Dios para el final de los tiempos: un
sacerdote, un profeta, y un rey.

La aparición de un futuro profeta lo anunciaba el libro del Deute‑
ronomio, cuando Dios le dice a Moisés: “Suscitaré un profeta como tú de
entre tus hermanos” (Dt 18,18). En realidad estas palabras prometían que
nunca faltarían profetas en el pueblo de Israel, pero poco a poco las espe‑
ranzas populares se habían ilusionado con la aparición de un gran profeta
semejante a Moisés para el final de los tiempos, y así lo esperaron.
La promesa de un futuro rey estaba en el segundo libro de Samuel,
donde Dios le dice a David: “Cuando tú mueras yo pondré un descendiente
tuyo y mantendré tu trono para siempre” (2 Sm 7,12). Esto había creado
la expectativa entre los judíos de un poderoso rey enviado por Dios a su
pueblo.

Finalmente la promesa de un futuro sacerdote para los últimos
tiempos se la había hecho Dios al sacerdote Elí: “Mandaré un sacerdote
fiel, que actúe según mi voluntad” (1 Sm 2,35).

Ahora bien, cuando apareció Jesús, comenzaron a descubrirse en él
las diversas características que se esperaban de un enviado divino. Fue
reconocido como “profeta” (Mc 9,8), “gran profeta” (Lc 7,16), e incluso
“el profeta” (Jn 6,14). También fue reconocido como “rey” (Mt 21,9), el
“rey que viene en nombre del Señor” (Lc 19,38), el “rey de Israel” (Jn 12,13).
Pero jamás nadie durante su vida lo reconoció como sacerdote ni le des‑
cubrió vinculación alguna con los ministros del templo. Y esto por la
sencilla razón de que para ser sacerdote había que pertenecer a la tribu
de Leví, y Jesús pertenecía a la tribu de Judá. Por lo tanto, nunca podría
haber sido aceptado como sacerdote. Para su pueblo, Jesús era un laico.
Por eso los apóstoles nunca predicaron sobre el sacerdocio de Cristo.

El propio san Pedro reconoce en Jesús al profeta prometido (Hch 3,22),
al Rey esperado (Hch 2,36), pero no al sacerdote anunciado.
Los primeros cristianos, pues, destinatarios de esta Exhortación, se
sentían desconcertados. ¿A dónde habían ido a parar el sacerdocio, los
ritos, los sacrificios, el culto del Antiguo Testamento, que durante siglos
habían ocupado un puesto central en la espiritualidad de Israel? ¿Podían
desaparecer así de un plumazo? ¿En el cristianismo no tenían ya lugar
alguno, ni sentido?

Se requería una mente poderosa, que dominara las antiguas insti‑
tuciones y conociera profundamente la persona de Cristo, para poder
resolver semejante dilema teológico que perturbaba a los judíos que
querían pasarse al cristianismo. Y fue así como alrededor del año 90
apareció en la ciudad de Roma una figura, de vasta cultura y notable
manejo de la lengua griega, que luego de analizar cuidadosamente el
problema descubrió la solución. Este autor, que para nosotros perma‑
nece anónimo, compuso una obra llamada actualmente la Exhortación
a los Hebreos, y que constituye el escrito más fino, mejor construido y
más elegante de todo el Nuevo Testamento.

El núcleo de sus enseñanzas está en los capítulos 7 al 10 de la exhor‑
tación. Allí el autor empieza diciendo que Jesucristo sí era sacerdote. Pero
¿cómo podía serlo si no pertenecía a la tribu de Leví? Ahí está la clave. El
autor afirma que Jesús pertenecía a un sacerdocio distinto de los levitas,
a un “orden” distinto: al “orden” de Melquisedec. Esta respuesta la des‑
cubrió leyendo un salmo que decía: “Dios lo ha jurado y no se retractará:
Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec” (Sal 110,4).
Para nuestro autor, este antiguo salmo profetizaba la aparición en el
futuro de un nuevo “orden” de sacerdotes que reemplazaría a los levitas.
Pues si Dios hubiera querido que el sacerdocio de los levitas fuera defini‑
tivo, ¿qué necesidad tenía de anunciar la aparición de uno nuevo “según el
orden de Melquisedec”? Por lo tanto, el sacerdocio de los levitas, es decir,
del Antiguo Testamento, con sus reglas, sus leyes y sus ritos, no iba a
poder seguir existiendo después del surgimiento de este nuevo sacerdocio.

¿Y qué era el sacerdocio “según el orden de Melquisedec?”. Para expli‑
carlo, el autor recurre al libro del Génesis. Allí se cuenta que Melquisedec
era un sacerdote de Jerusalén y que un día, al pasar Abrahán cerca de la
ciudad, aquel sacerdote le salió al encuentro y lo bendijo (Gn 14,17‑20).
Este sacerdote Melquisedec, continúa razonando el autor, aparece
como un personaje extraño. Ante todo, no se dice quién era su padre,
ni su madre, ni sus antepasados. Normalmente la Biblia menciona la
genealogía de los ministros del culto, para demostrar que pertenecían
al puro linaje de Leví. Pero el hecho de que no constaran los orígenes
familiares de Melquisedec, indicaba que su sacerdocio no era levita.

Tampoco se cuenta el nacimiento ni la muerte de Melquisedec. Y
esto, dice el autor, no puede significar más que una cosa: que Melquise‑
dec no ha muerto, que vive para siempre, que es eterno como sacerdote.
¿Y quien es, se pregunta el autor, el único que puede ser sacerdote
como Melquisedec? ¿Quién es el único que reúne las dos características
mencionadas (ausencia de genealogía humana y ausencia de límites
temporales)? Y se responde: Jesucristo. Porque al resucitar de entre los
muertos es como si hubiera nacido de nuevo, sin intervención de pa‑
dres humanos (es decir, sin antepasados); y desde entonces ya no puede
morir más (es decir, permanece para siempre).

Por lo tanto, Jesucristo, si bien no fue sacerdote durante su vida
terrena, después de resucitar se convirtió en sacerdote de un nuevo “or‑
den”, un nuevo estilo, tal como lo había anunciado la profecía: “Tú eres
sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”.
El autor de la Exhortación a los Hebreos, con su genial argumen‑
tación, pasa luego a demostrar la superioridad del sacerdocio de Cristo
sobre el sacerdocio de los levitas mediante una serie de comparaciones.
Los sacerdotes levitas eran figuras pasajeras, transitorias, porque la
muerte les impedía perdurar; por eso forzosamente tenían que ser mu‑
chos. De hecho en tiempos de Jesús había más de 8.000 sacerdotes que
oficiaban en el templo de Jerusalén por turnos. En cambio, Jesucristo,
como sacerdote, no muere nunca más. Permanece para siempre. Es
eterno. Por eso su sacerdocio es único.

Los sacerdotes levitas antes de ofrecer sacrificios por los pecados de
la gente tenían que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, porque
eran hombres con defectos y errores. En cambio, Jesucristo no necesita
ofrecer sacrificios a Dios por sus propios pecados, porque él es absolu‑
tamente puro, santo, sin defecto.

Los sacerdotes levitas ofrecían a Dios sacrificios de animales todos
los días. Esa reiteración mostraba que aquellos sacrificios eran poco efi‑
caces y no servían para perdonar pecados. En cambio, Jesucristo con un
solo sacrificio, el de su persona entregada en la cruz por amor, obtuvo el
perdón de todos los pecados, y ya no hacen falta más sacrificios.

Los sacerdotes levitas oficiaban el culto en un templo terreno,
construido por manos humanas. En cambio, Jesucristo para ofrecer su
sacrificio entró en el templo del cielo, es decir, en el Santuario eterno,
donde habita Dios. Y mientras los levitas entraban en el templo muchas
veces, Jesús entró una sola vez y para siempre.

Finalmente los sacerdotes antiguos empleaban la sangre de toros,
ovejas y cabras, es decir, sangre ajena, para realizar sus ofrendas. En
cambio, Jesucristo le ofreció a Dios su propia sangre, pura y sin man‑
cha, para purificar a toda la humanidad y devolverle la santidad perdida.

Con su estilo brillante y admirable, el autor de la Exhortación a los
Hebreos demuestra que Jesucristo no solo se convirtió en sacerdote al
resucitar, sino que dio origen a un sacerdocio superior y más abarcante
que el de los judíos. ¿Por qué? Porque el sacerdocio judío provocaba una
triple división con el resto de la gente.

a) El sacerdote judío pertenecía a una casta social selecta, exclusiva:
la tribu de Leví. Solo ellos podían ser sacerdotes.
b) El sacerdote judío recibía una consagración especial de Dios,
que el resto de la gente no podía recibir. Esto se indicaba me‑
diante rituales minuciosos, vestidos especiales y adornos de
piedras preciosas.
c) El sacerdote judío estaba más de parte de Dios que de los hom‑
bres. Se ocupaba más del culto y de los derechos de Dios, que de
la gente. Por eso, cuando alguien ofendía a Dios no se dudaba
en invocar tremendos castigos e incluso la muerte sobre los pe‑
cadores.

Jesucristo, en cambio, con su nuevo sacerdocio, derribó esta triple
división.

a) Al no nacer de la tribu de Leví, abolió la exclusividad y abrió
el sacerdocio a todos los hombres. Todos los bautizados, pues,
participan del sacerdocio común de Cristo.

b) Al no ser ordenado sacerdote con un rito especial, sino que llegó
a serlo por cumplir fielmente la voluntad de Dios, mostró que
todos los cristianos, cuando practican el amor al prójimo y obe‑
decen al Padre que está en el Cielo, son sacerdotes igual que Él.

c) Al ponerse de parte de la gente, sentarse a comer con ladrones
y prostitutas, juntarse con pecadores, y no condenar nunca a
los que vivían equivocadamente, mostró que este sacerdocio no
servía para “salvar” los derechos de Dios, sino para salvar la vida
de los hombres.

El sacerdocio de Cristo, por lo tanto, es diferente al de los levitas
del Antiguo Testamento. Este tenía por misión sacrificar animales para
Dios, ofrecerle su sangre, que por ser el símbolo de la “vida” era una
manera de entregar a Dios la vida, de reconocerlo como dueño.
Pero todo esto no era más que un símbolo imperfecto, una som‑
bra, de otro sacerdocio que Dios estaba preparando para más adelante:
el sacerdocio de Cristo. Actualmente todos los cristianos participan de
este nuevo sacerdocio, que se llama el “sacerdocio común de los fieles”.

Y ya no consiste en ofrecerle a Dios la vida de los animales, ni la sangre,
sino la vida de uno mismo. Cada uno es sacerdote de su propia vida,
de su propia existencia, y libremente se la debe ofrecer a Dios, viviendo
de acuerdo con su voluntad. Esta es la forma de practicar el nuevo sa‑
cerdocio, para que la humanidad entera se llene un día de Dios, de su
justicia y su paz. Cosa que no se podía lograr con la sangre de animales.
Todo cristiano, pues, es sacerdote de su propia vida, y es la única
“víctima” que debe sacrificar a Dios, mediante un sacrificio de amor
a los demás y de fidelidad a Él. Fue la genial intuición del autor de la
Exhortación a los Hebreos.

Aunque no lo sepan, todos los cristianos por el hecho de ser bau‑
tizados son sacerdotes. Después, y para organizar mejor las tareas en la
Iglesia, unos pueden hacerse ministros (o presbíteros) y otros trabajar
más directamente en el mundo (como laicos), pero todos son sacerdotes
de Jesucristo y participan de su sacerdocio.

La misión de este nuevo sacerdocio ya no es encerrarse en ningún
templo en determinadas fiestas y practicar ciertos ritos, sino transformar
la tierra, la sociedad, la historia de todos los días, con su alegría y sus do‑
lores, sus gozos y sus tragedias, sus proyectos y desvelos, y encaminarlo se‑
gún Dios. Inyectar en el mundo una nueva vida, hecha de fraternidad, de
solidaridad, de amor. En una palabra: consagrar la humanidad para Dios.
Si todos los cristianos ejercieran su sacerdocio, el que descubrió
el autor de la Exhortación a los Hebreos, viviendo su vida con fe y en
servicio a los demás, tal como Jesús ejerció su sacerdocio, estarían prac‑
ticando el culto verdaderamente agradable a Dios, y construyendo un
mundo mejor sobre la faz de la tierra.
Para continuar la lectura
A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, según el Nuevo Testa-
mento, Editorial Sígueme, Salamanca 2002.
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