Korolenko - La necesidad - Vladimir Korolenko La necesidad I En cierta ocasión, cuando tres buenos - Studocu
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Korolenko - La necesidad

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Antropología

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Vladimir Korolenko

La necesidad

I

En cierta ocasión, cuando tres buenos ancianos —Ulaya, Darnu y Purana— se encontraban sentados a la puerta de su común vivienda, se acercó el joven Kassapa, hijo del rajá Lichavi, y, sin pronunciar una sola palabra se sentó junto a ellos. Las mejillas del joven estaban pálidas, sus ojos habían perdido el brillo de los años mozos y parecían abatidos.

Los ancianos se miraron y el buen Ulaya dijo: —Oye, Kassapa: revela a estos tres ancianos, que desean tu bien, qué es lo que hace algún tiempo oprime tu alma. El destino te rodeó desde la cuna con sus dones, pero tu mirada es tan triste como la del último esclavo de tu padre, el pobre Jevaka, que ayer mismo conoció el peso de la mano de vuestro administrador...

—El pobre Jevaka nos ha mostrado los verdugones de su espalda —dijo el severo Darnu.

Y el bondadoso Purana añadió: —También queríamos llamar tu atención buen Kassapa... Pero el joven no le dejó hablar. Se puso en pie y dijo, con una impaciencia que antes no se había advertido en él:

—¡Callad, buenos ancianos, cesad en vuestros malignos reproches! Pensáis que estoy obligado a responder ante vosotros de cada verdugón que el administrador dejó marcado en la espalda del esclavo Jevaka. Y eso cuando tan grandes son mis dudas de si estoy obligado a responder hasta de mis propios actos.

Los ancianos se miraron de nuevo y Ulaya dijo: —Sigue, hijo mío, si así lo deseas. —¿Si así lo deseo? —le interrumpió el joven con una amarga sonrisa—. De eso se trata, de que no sé si deseo lo que quiero o si es otro el que lo

quiere, y yo no.

Se interrumpió, la calma era completa. Sólo la brisa movía ligeramente las copas de los árboles. Una hoja cayó a los pies de Purana. Mientras Kassapa la seguía con su triste mirada, de la roca calentada por el sol se desprendió un peñasco que cayó rodando hasta la orilla del arroyuelo, donde entonces estaba descansando un gran lagarto... Todos los días, a la misma hora, el lagarto salía de su agujero y, levantándose sobre sus patas delanteras, con los saltones ojos cerrados, parecía escuchar las sabias palabras de los ancianos. Se podía pensar que su verde cuerpo albergaba el alma de un sabio brahmán. Esta vez el peñasco liberó a aquella alma de su verde envoltura para nuevas reencarnaciones...

Una amarga sonrisa se esbozó en la cara de Kassapa. —Pues bien —dijo—, preguntad a esta hoja si era su deseo caer de la rama, o a la piedra si por su voluntad se desprendió de la roca, o al lagarto si deseaba verse bajo la piedra. Llegó el tiempo y la hoja ha caído, y el lagarto no volverá a escuchar vuestras palabras. Todo lo que sabemos es que no pudo ser de otro modo. ¿Acaso decís que esto pudo y debió ser de otra manera a como ha sido?

—No pudo —contestaron los ancianos—. Lo que fue debía ser en la concatenación general de los acontecimientos.

—Vosotros lo habéis dicho. Pues bien, también los verdugones de la espalda de Jevaka debieron producirse en la concatenación general de los acontecimientos, y cada uno de ellos estaba escrito desde el comienzo de los siglos en el «Libro de la Necesidad». Y vosotros queréis que yo, que soy como la piedra, como el lagarto, como la hoja en el árbol común de la vida, como la más pequeña gota de este arroyo, arrastrada por una fuerza desconocida desde el nacimiento hasta la desembocadura, queréis que luche contra la fuerza del torrente que me arrastra...

Dio con el pie a la piedra ensangrentada, que cayó al agua, y volvió a sentarse junto a los buenos ancianos. Sus ojos se hicieron de nuevo turbios y tristes.

El anciano Darnu guardó silencio. Y el anciano Purana meneó la cabeza. Sólo el jovial Ulaya rompió a reír y dijo:

—En el «Libro de la Necesidad» también está escrito, evidentemente, que yo debía contarte, Kassapa, lo que en tiempos ocurrió a estos ancianos, Darnu y Purana, que ves ante ti... Y en el «Libro» está escrito que tú escucharías su historia:

tormenta (las tormentas son terribles en aquellos desfiladeros), buscaba en el viejo templo protección para mi rebaño. También solía acudir, temblando y asustada, Angapali, la pastora de la vertiente vecina. Yo la abrazaba dándole el calor de mi cuerpo, y el viejo dios nos miraba con una extraña sonrisa. Pero nunca nos hizo daño alguno, acaso porque Angapali le hacía cada vez ofrenda de flores. Dicen, sin embargo...

Y el pastor se detuvo, mirando con cara de duda a Darnu, como si sintiese reparo en seguir el relato delante de él.

—¿Qué dicen? Sigue, buen hombre, hasta el fin— suplicó el sabio. —Dicen que todos los adoradores del viejo dios murieron... Algunos se dispersaron por el mundo... A veces, muy de tarde en tarde, vienen, preguntan por el camino del templo, como tú, y van a preguntarle al viejo dios. Los ancianos han podido ver en el templo ciertas columnas o estatuas que se asemejan a hombres sentados, todas cubiertas por la hiedra y otras plantas trepadoras. Algunos pájaros habían hecho allí sus nidos. Luego se fueron convirtiendo en polvo.

Darnu quedó profundamente pensativo al escuchar el relato. ¿Estaría cerca de alcanzar su propósito? Pues ya se sabe que «quien, como el ciego, no ve, como el sordo, no oye y, como el árbol, no siente ni se mueve, ha alcanzado el reposo y el conocimiento».

Y pidió al pastor: —Amigo mío, indícame el camino del templo. El pastor accedió a su ruego. Cuando Darnu empezó a subir animoso por el sendero cubierto de hierbas, se quedó largo rato mirando al sabio y, por fin, dijo a sus jóvenes compañeros:

—Llamadme no el más viejo de los pastores, sino el más joven de los corderos que maman la leche de su madre, si el viejo dios no consigue pronto una nueva víctima. Colocadme el yugo del buey o cargadme como a un asno si el viejo templo no ve aumentar sus estúpidas figuras de piedra...

Los pastores escucharon respetuosamente al viejo y se dispersaron por las praderas. De nuevo siguieron apacentando pacíficamente los rebaños; el labrador iba tras su arado, el sol brillaba, venían las noches y los hombres, entregados a sus quehaceres, no pensaban ya en el sabio Darnu. Pero al cabo de poco tiempo, unos días o algo más, un nuevo caminante estaba en las faldas de la montaña y de nuevo se interesaba por el templo. Cuando, valiéndose de las indicaciones del pastor, empezó a subir

alegremente el sendero, el viejo meneó la cabeza y dijo:

—Ahí va otro. Era Purana, quien iba siguiendo las huellas del sabio Darnu. Se decía: «Que no digan que Darnu encontró la verdad que Purana no había sabido hallar».

III

Darnu subía trabajosamente. El camino era difícil. Se veía que el pie del hombre pisaba en muy raras ocasiones aquellas sendas, cubiertas de hierba, pero Darnu vencía animoso los obstáculos hasta que, por fin, llegó a una puerta semiderruida sobre la que se veía una antigua inscripción: «Soy la Necesidad, señora de todos los movimientos». En los muros no había figuras o adornos, a excepción de los restos de ciertas cifras y de unos misteriosos cálculos.

Darnu entró en el santuario. De las viejas paredes emanaba un hálito de destrucción y de muerte. Pero la destrucción misma parecía haber cesado, dejando en paz los fragmentos de los muros, que habían visto transcurrir muchos siglos. En una de las paredes había un espacioso nicho; varios escalones conducían al altar, en el que había un ídolo de piedra negra y brillante que con extraña sonrisa contemplaba aquel cuadro de destrucción. En la parte de abajo había un arroyo que turbaba el sensible silencio con su rumoreo; unas cuantas palmeras nutrían las raíces con la humedad que de él tomaban y subían hacia el cielo azul, que se asomaba libre a través del hueco que el techo había dejado al derrumbarse.

Darnu, ganado por el peregrino encantado del lugar, decidió preguntar a la misteriosa deidad cuyo hálito parecía dominar aún el derruido templo. Después de recoger agua del frío arroyo y reunir unos cuantos frutos de los que una vieja higuera le ofrecía en abundancia, el sabio empezó sus preparativos conforme a todas las reglas escritas en los libros de la contemplación. Lo primero de todo, se sentó con las piernas recogidas frente al ídolo y durante largo rato lo miró, tratando de grabar en su mente aquella figura. Luego, descubriéndose el vientre, fijó las miradas en el lugar donde en tiempos, cuando aún no había nacido, su ombligo se encontraba unido al vientre de su madre. Porque ya es sabido

—Los cincuenta nudos del bambú son mis años —dijo el sabio. —Y yo me encuentro sobre todos ellos porque soy la Necesidad, señora de todos los movimientos. Todo lo que ha sido creado, todo lo que respira, todo lo que existe, todo cuanto existe, es impotente, carece de fuerza y de poder; bajo la influencia de la necesidad alcanza el fin de su ser, que es la muerte. Soy yo quien dirigí los cincuenta años de tu vida desde la cuna hasta el momento presente. Tú no has hecho nada en toda tu vida, ni bueno ni malo... No has dado ni una sola limosna al mendigo en un impulso de piedad, no has asestado ni un solo golpe movido por la cólera de tu corazón... no has cultivado una sola rosa en el jardín del monasterio, ni has cortado un solo árbol en el bosque... no has dado de comer a un solo animal, ni has matado a un solo mosquito que te chupaba la sangre... En toda tu vida no ha habido ni un solo movimiento que yo no hubiera previsto. Porque soy la Necesidad... Te enorgullecías de tus actos o te sumías en el más profundo arrepentimiento pensando haber cometido un pecado. Tu corazón se estremecía de amor o de cólera cuando yo me reía de ti, porque soy la Necesidad y todo lo había previsto. Cuando tú salías a la plaza con ánimo de enseñar a otros estúpidos lo que debían hacer y lo que debían evitar, yo me reía y me decía: «Ahora el sabio Darnu dará a conocer su sabiduría a ingenuos estúpidos y compartirá su santidad con pecadores. Y eso no porque Darnu sea sabio y santo, sino porque yo, la Necesidad, soy como un torrente, mientras que Darnu es como la hoja que el torrente arrastra». Pobre Darnu, pensabas que habías venido aquí en busca de la verdad... Mas en estos muros, entre mis cálculos, se hallaban escritos el día y la hora en que cruzarías el umbral del templo. Porque soy la Necesidad... ¡Pobre sabio!

—Me eres desagradable —dijo el sabio, con repugnancia. —Lo sé. Porque te considerabas libre y yo soy la Necesidad, señora de todos tus movimientos.

Entonces Darnu se enfadó, cogió los cincuenta nudos de la caña de bambú, los rompió y los tiró a lo lejos.

—Así hago —dijo— con los cincuenta años de mi vida, porque durante todos ellos no fui más que un juguete de la Necesidad. Ahora me emancipo, porque la he conocido y quiero librarme de su yugo.

Pero la Necesidad, invisible en las tinieblas que rodeaban las turbias miradas del sabio, rió, insistiendo:

—No, Darnu: sigues siendo mío, pues yo soy la Necesidad. Entonces Darnu abrió trabajosamente los ojos y al momento sintió que

las piernas se le habían quedado entumecidas y le dolían. Quiso ponerse en pie, pero de nuevo cayó sentado. Porque ahora el sentido de las inscripciones del templo se le había hecho claro, lo mismo que todos los cálculos. Y, en cuanto quiso estirar sus miembros, vio que su deseo estaba ya escrito en la pared.

Y, como si viniera de otro mundo, oyó la voz de la Necesidad: —Levántate, pobre Darnu, porque las piernas se te han quedado entumecidas. Ya lo ves: entre un millón de hermanos tuyos, 999 lo hacen. Es necesario.

Despechado, Darnu siguió en la posición que ocupaba, que ahora le causaba un sufrimiento mayor todavía. Pero se dijo: «Seré uno entre los que un millón no se subordinan a la Necesidad, porque yo soy libre».

Mientras tanto, el sol se había levantado hasta el centro del cielo y, asomándose por el hueco del techo, empezó a abrasar su mal protegido cuerpo. Darnu alargó la mano hacia su cabeza.

Pero en aquel mismo instante vio que esto estaba escrito entre los 999, y la Necesidad volvió a insistir:

—Pobre sabio, necesitas calmar tu sed. Y Darnu dejó la calabaza en su sitio, afirmando: —No beberé, porque soy libre. Alguien se rió en el apartado rincón del templo y en este momento un fruto de la higuera se desprendió, cayendo en la mano misma del sabio. En la pared cambió una cifra. Darnu comprendió que se trataba de un nuevo atentado de la Necesidad contra su libertad interna.

—No comeré —dijo—, porque soy libre. De nuevo rió alguien en el rincón más lejano del templo, y entre el rumoreo del regato creyó oír: «¡Pobre Darnu!»

El sabio acabó por enfadarse. Se quedó inmóvil, sin mirar los frutos que de cuando en cuando se desprendían de las ramas, sin escuchar el seductor rumoreo del agua, limitándose a afirmar para sus adentros: «¡Soy libre, soy libre, soy libre!» Y para que un fruto, a pesar de su libertad, no le fuese a parar a la boca, la cerró y apretó los dientes.

Así estuvo largo tiempo, sin sentir hambre ni sed y tratando de hacer llegar a los cuatro puntos cardinales la seguridad en su libertad interna. Adelgazó, se secó hasta quedar como un palo, perdió la noción del tiempo y del espacio, no distinguía el día de la noche y seguía afirmándose que

mirándolo con arrobo, se dijo:

—Es bienaventurado, sin duda; pero siempre recurrió a medidas de contemplación demasiado severas. Yo, en cambio, me abstendré de pretender los grados superiores de bienaventuranza y confió en contar a los hombres de la tierra lo que vea en los grados inferiores.

Y luego, después de calmar abundantemente sus necesidades con el agua del arroyo y con los higos más suculentos, se sentó en posición cómoda, no lejos de Darnu, y también inició, de conformidad con las reglas, lo que había de llevarle a la contemplación: descubrió su vientre y clavó la mirada en el mismo lugar que el primer sabio había hecho.

Así transcurrió el tiempo, aunque de manera más lenta que para Darnu, porque el bondadoso Purana interrumpía a menudo la contemplación para tomar un trago de agua y un higo. Mas, finalmente, del vientre del segundo sabio emergió también una caña de bambú con sus cincuenta nudos, que correspondían a los cincuenta años de su vida. En lo más alto apareció también la Necesidad, pero entre las nieblas en que se encontraba, le pareció que sonreía agradablemente, y él le contestó con una sonrisa no menos agradable.

—¿Quién eres, amable deidad? —preguntó. —Soy la Necesidad, que ha regido los cincuenta años de tu vida... Todo cuanto has hecho no lo hiciste tú, sino yo, pues tú no eres sino una hoja arrastrada por la corriente, mientras que yo soy la señora de todos los movimientos.

—Bendita seas —dijo Purana—. Veo que no en vano vine a ti. Sigue cumpliendo tu obra por lo que a ti se refiere y por lo que se refiere a mí. Te observaré sumido en agradable contemplación.

Y se sumió en el sopor, con una bienaventurada sonrisa en los labios. Así siguió su agradable contemplación. De cuando en cuando alargaba la mano a la calabaza del agua o recogía un fruto caído a sus pies. Pero cada vez lo hacía con menos placer, pues el sopor contemplativo le dominaba cada vez más, los frutos más próximos se habían acabado y para alcanzar otros del árbol tenía que hacer un esfuerzo.

Finalmente, se dijo: —Soy vanidoso, me he alejado mucho de la verdad y por eso me entrego a vanas preocupaciones. ¿Será ésta la causa de que la deidad no me haga sus revelaciones? Ante mí, en el árbol, hay un fruto maduro y mi estómago está vacío... Pero la ley de la Necesidad dice que, donde hay un

estómago hambriento y un fruto, este último entra obligatoriamente en el estómago... Así pues, buena Necesidad, me someto a tu poder... ¿No reside en ellos el bienestar supremo?

Y se entregó ya a una contemplación completa, como Darnu, esperando que la necesidad se realizase por sí misma. Para aliviarle un tanto la tarea, se volvió hacia la higuera y abrió la boca...

Esperó un día, otro, un tercero... Poco a poco se extinguió la sonrisa de su rostro, su cuerpo enflaqueció, desapareció la agradable redondez de su cuerpo, la grasa que había bajo su piel se agotó y los tendones quedaron de manifiesto. Cuando, por fin, el fruto hubo madurado y cayó, dándole a Purana en la nariz, el sabio no se dio cuenta de la caída ni sintió el golpe... Otra pareja de tórtolas hizo el nido en los pliegues de su turbante, las crías no tardaron en piar y los hombros de Purana se cubrieron en abundancia con su excrementos. Y cuando la exuberante vegetación llegó hasta él, ya no se podía distinguirle de su compañero: eran iguales el rebelde sabio que había luchado contra la Necesidad y el sabio benigno, que se había sometido a ella por completo.

En el templo se hizo un silencio completo en el cual el brillante ídolo contemplaba a ambos sabios con su sonrisa extraña y enigmática.

Se desprendían y caían los frutos de los árboles, rumoreaba el arroyo, las blancas nubes cruzaban el cielo azul y se asomaban al interior del templo, pero los sabios seguían sin mostrar el menor indicio de vida: uno en la bienaventuranza de la negación y el otro en la bienaventuranza de la sumisión a la Necesidad.

V

La noche eterna había extendido ya sus negras alas sobre ambos y ninguno de los vivos habría sabido qué verdad había sido revelada a los dos sabios en lo más alto de la caña de bambú de cincuenta nudos... Pero antes de apagarse el último rayo que en la penumbra de la conciencia iluminaba al sabio Darnu, éste oyó de nuevo la voz de antes: la Necesidad se reía en medio de las tinieblas que llegaban, y esta risa, silenciosa, penetró en Darnu como nuncio de la muerte...

—Pobre Darnu —decía la implacable deidad—, ¡sabio miserable! Pensabas escaparte de mí, confiabas en librarte de mi yugo y, convertido en un leño inmóvil, comprar así la conciencia de la libertad interna...

adoradores de una antigua deidad. Por lo demás, no pueden hacernos daño... Quédate con ellos mientras yo reúno tus ovejas.

Salió y ella se quedó con el ídolo y los dos sabios. Y como sentía cierto miedo y, además, rebosaba joven amor y entusiasmo, no podía permanecer quieta; iba y venía por el templo y cantaba en alta voz canciones de amor y de júbilo. Cuando la tormenta se hubo calmado por completo y los bordes del oscuro nubarrón se ocultaron tras las lejanas cumbres de las montañas, recogió un ramo de flores, todavía mojadas, y se las ofreció al ídolo. Para disimular la desagradable sonrisa de éste, le puso en la boca una nuez silvestre unida a su rama.

Después de esto lo miró y rompió en sonora risotada. Esto le parecía poco. Sintió el deseo también de adornar con flores a los sabios. Mas como sobre el buen Purana seguía el nido con las crías, se fijó en el severo Darnu, cuyo nido ya estaba vacío. Retiró el nido, limpió el turbante, los cabellos y los hombros del anciano del excremento del ave que le cubría y le lavó su cara con agua del arroyo. Pensaba que así pagaba a los dioses la protección y felicidad que le dispensaban. Y como esto también le pareció poco, poseída de júbilo como se encontraba, se inclinó y, de pronto, el bienaventurado Darnu, que se encontraba en el umbral mismo del Nirvana, sintió en sus secos labios el fuerte beso de una mujer estúpida...

Poco después volvía el pastor con la última de las ovejas y ambos se alejaron, entonando una alegre canción.

VI

Entre tanto, la chispa casi apagada de la conciencia del sabio Darnu comenzó a revivir y fue adquiriendo más y más calor. Lo primero de todo, como en una casa cuyos habitantes durmiesen, se despertó en él el pensamiento, que empezó a vagar inquieto en la oscuridad. El sabio Darnu pensó toda una hora y únicamente se le ocurrió una frase...

—Ellos se sometían a la Necesidad... Una hora después: —Pero, después de todo, también yo me sometí a ella... La tercera hora trajo una nueva premisa: —Al arrancar el fruto, cumplí la ley de la Necesidad.

La cuarta: —Pero al renunciar a él, cumplo sus intenciones. La quinta: —Ellos, que son necios, viven y aman, mientras que el sabio Purana y yo nos morimos.

La sexta: —En esto puede que se revele la Necesidad, pero hay muy escaso sentido.

Después, el pensamiento, ya despierto, se levantó definitivamente y empezó a llamar a las otras facultades, aún dormidas:

—Si Purana y yo morimos —se dijo el sabio Darnu—, esto será inevitable pero estúpido. Si consigo salvarme y salvar a mi compañero, esto también necesario, pero inteligente. Salvémonos, pues. Para ello hace falta voluntad y un esfuerzo.

Trató de buscar en sí la pequeña chispa de libertad que no había acabado de extinguirse. La obligó a levantar sus pesados párpados.

La luz del día irrumpió en su conciencia lo mismo que entra en un edificio cuando se abren las ventanas. Lo primero que vio fue la figura sin vida de su compañero, con la cara petrificada y la última lágrima en la mejilla. Entonces en el corazón de Darnu se alzó tal sentimiento de piedad hacia su desgraciado amigo, que la voluntad se movió en él con más diligencia todavía. Acudió a sus brazos y éstos empezaron a moverse; luego los brazos ayudaron a las piernas... Para todo esto se necesitó mucho más tiempo que el invertido por sus pensamientos. Sin embargo, a la mañana siguiente la calabaza de Darnu estaba, llena de agua fresca, en los labios de Purana, y un trozo de dulce fruto acabó por entrar en la boca abierta del bondadoso sabio.

Entonces se pusieron en movimiento por sí mismas las mandíbulas de Purana, y éste pensó: «Oh, benéfica Necesidad! Veo que empiezas tu promesa». Mas luego, al advertir que junto a él tenía no a la deidad, sino a su compañero Darnu, dijo, un tanto ofendido:

—A las ocho montañas y los siete mares, al sol y los santos dioses, a ti, a mí, al universo, todo lo mueve la Necesidad... ¿Para qué me has despertado, Darnu? Ya estaba en el umbral del bienaventurado reposo.

—Pero parecías muerto, amigo Purana. —Quien no ve, como el ciego, quien no oye, como el sordo, quien, como

—... Y donde vuestro administrador, ¡oh Kassapa!, cubre de verdugones la espalda del esclavo Jevaka —añadió el sabio Darnu, con una sonrisa de reproche.

Esto es lo que el jovial anciano Ulaya contó al joven hijo del rajá Lichavi, que había caído en la inacción del abatimiento... Darnu y Purana sonrieron, sin negar ni confirmar, y Kassapa, después de escuchar el relato, se alejó pensativo hacia la casa de su padre, el poderoso rajá Lichavi.

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En cierta ocasión, cuando tres buenos ancianos —Ulaya, Darnu y
Purana— se encontraban sentados a la puerta de su común vivienda, se
acer el joven Kassapa, hijo del rajá Lichavi, y, sin pronunciar una sola
palabra se sentó junto a ellos. Las mejillas del joven estaban pálidas, sus
ojos habían perdido el brillo de los años mozos y parecían abatidos.
Los ancianos se miraron y el buen Ulaya dijo:
—Oye, Kassapa: revela a estos tres ancianos, que desean tu bien, qué es
lo que hace algún tiempo oprime tu alma. El destino te rodeó desde la
cuna con sus dones, pero tu mirada es tan triste como la del último
esclavo de tu padre, el pobre Jevaka, que ayer mismo conoció el peso de la
mano de vuestro administrador...
—El pobre Jevaka nos ha mostrado los verdugones de su espalda —dijo
el severo Darnu.
Y el bondadoso Purana añadió:
También queríamos llamar tu atención buen Kassapa...
Pero el joven no le dejó hablar. Se puso en pie y dijo, con una
impaciencia que antes no se había advertido en él:
—¡Callad, buenos ancianos, cesad en vuestros malignos reproches!
Pensáis que estoy obligado a responder ante vosotros de cada verdugón
que el administrador dejó marcado en la espalda del esclavo Jevaka. Y
eso cuando tan grandes son mis dudas de si estoy obligado a responder
hasta de mis propios actos.
Los ancianos se miraron de nuevo y Ulaya dijo:
—Sigue, hijo mío, si así lo deseas.
—¿Si así lo deseo? —le interrumpió el joven con una amarga sonrisa—.
De eso se trata, de que no si deseo lo que quiero o si es otro el que lo