El incendio de la capital persa

La destrucción de Persépolis por Alejandro Magno

Charles Le Brun   Entry of Alexander into Babylon

Charles Le Brun Entry of Alexander into Babylon

Alejandro, el triunfador. Este óleo de Charles Le Brun (1665) recrea la entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia, poco antes de conquistar Persépolis. Museo del Louvre, París.

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Tras la resonante victoria que obtuvo en la llanura de Gaugamela, en octubre del año 331 a.C., Alejandro Magno vio cómo quedaba abierto el camino a las grandes capitales del Imperio persa. Su rey, Darío III, había huido hacia el norte de sus dominios para reclutar nuevos contingentes con los que enfrentarse a los invasores macedonios. La ruta hacia el sur, donde se hallaba el corazón político y simbólico del Imperio, quedaba, así, despejada y al alcance del invasor. Las capitales de Babilonia y Susa fueron entregadas por sus respectivos gobernadores sin apenas oponer resistencia; Alejandro pudo, de este modo, hacer su entrada triunfal en Babilonia en medio de grandes fastos. Tampoco la ocupación de Pasargada y Ecbatana, las otras dos capitales imperiales, presentó excesivas complicaciones. 

La excepción a la regla fue Persépolis, tal vez la ciudad más emblemática del reino persa, que cada año acogía la espléndida ceremonia de homenaje y sumisión de todos los pueblos al Gran Rey. La imagen ideal del soberano se ha conservado en los impresionantes relieves que adornaban muros y escalinatas de la gran plataforma sobre la que se erigió el imponente complejo palacial. 

El camino más corto para alcanzar la ciudad discurría a través de los montes Zagros, límite geográfico oriental de la antigua Mesopotamia, y que constituían una barrera natural en el camino de Alejandro. El acceso a Persépolis se hallaba, por tanto, mucho más protegido que el de Babilonia o Susa. En el principal paso montañoso a lo largo de la ruta, las famosas Puertas de Susa, se había atrincherado un importante contingente militar persa dispuesto a resistir el avance de Alejandro e impedir a toda costa su entrada en la capital. 

Battle of Issus MAN Napoli Inv10020 n04

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El último rey de Persia. Este famoso mosaico de Pompeya muestra a Darío III huyendo del campo de batalla tras la derrota de su ejército por las tropas de Alejandro, en Issos, en 333 a.C.

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El primer ataque macedonio contra las defensas persas en el paso concluyó en un rotundo fracaso y se saldó con fuertes bajas. Era casi la primera contrariedad seria que sufría Alejandro en su arrolladora y victoriosa campaña por tierras de Oriente. El soberano macedonio se vio obligado a dividir sus fuerzas para intentar rodear al enemigo por ambos flancos y pudo sortear el obstáculo gracias a la ayuda de un pastor local que indicó a los macedonios una ruta alternativa, no exenta, sin embargo, de complicaciones y dificultades, y que exigía, además, una gran rapidez de movimientos. Las tropas persas fueron finalmente derrotadas y se retiraron a Persépolis, pero cuando llegaron ante las puertas de la ciudad vieron cómo les impidió la entrada el gobernador, que, al parecer, ya había pactado con Alejandro la entrega de la capital persa y le había advertido del peligro del saqueo de sus tesoros. 

La crueldad de la conquista 

Alejandro hizo su entrada en Persépolis a finales de enero de 330 a.C. A diferencia de lo sucedido en Babilonia o Susa, el conquistador macedonio permitió a sus soldados que procedieran al saqueo indiscriminado de la ciudad. Algunos testimonios describen con espanto las atrocidades cometidas por los soldados contra la población civil. En su desmesurada ansia de rapiña, los macedonios se disputaban entre sí el sustancioso botín con tal ardor que destrozaban piezas muy valiosas para compartirlas, o seccionaban las manos de los rivales que se les habían anticipado en esta furibunda carrera por conseguir el mayor número de riquezas posible. Los habitantes de Persépolis sufrieron toda clase de desmanes y muchos optaron por el suicidio. La consigna de los invasores era no hacer prisioneros. 

La decisión de Alejandro de permitir el brutal saqueo de Persépolis se ha explicado como una impulsiva y airada reacción ante la resistencia ofrecida por el enemigo, que había provocado considerables bajas en su ejército en el ataque inicial a las Puertas de Susa. De hecho, Alejandro ya había actuado del mismo modo antes, en Tiro o en Gaza. Por otra parte, desde un punto de vista estratégico y psicológico, era necesario conceder a las tropas un botín que se les había negado en los casos de Babilonia y Susa, ciudades que fueron respetadas y cuyos tesoros pasaron directamente a manos de Alejandro, sin que sus hombres participaran en el reparto. 

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La ciudad del Rey de Reyes. En 512 a.C., Darío I fundó Persépolis (en la imagen) como capital de su Imperio, y como espléndido ejemplo de la grandeza y el poder aqueménidas.

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El saqueo no afectó inicialmente a la zona de los palacios reales de Persépolis. Allí se hallaban las residencias construidas por Darío I y Jerjes, la imponente sala de audiencias de las cien columnas (la famosa Apadana) y el impresionante tesoro real que acumulaba en sus depósitos la enorme fortuna de 120.000 talentos, que equivalía a los ingresos del antiguo Imperio ateniense durante casi trescientos años. Alejandro ordenó trasladar todas estas riquezas a Susa, trayendo desde las llanuras de Mesopotamia las numerosas bestias de carga, camellos incluidos, que se necesitaban para transportarlas. Estaba claro que no tenía ninguna intención de mantener la posición preeminente de Persépolis como capital de la dinastía persa aqueménida, ya que prefería Babilonia como centro de sus dominios orientales. 

Los conquistadores permanecieron en la ciudad al menos cuatro meses más, hasta bien entrada la primavera, a la espera de continuar la lucha contra el rey persa, que había huido a las denominadas satrapías superiores (Bactria y Sogdiana). En ese tiempo, Alejandro llevó a cabo una campaña contra los mardos, un pueblo que vivía en las montañas en torno a Persépolis y que todavía no se había sometido a su dominio. 

Persépolis, pasto de las llamas 

Por fin llegó el momento de dejar la ciudad para emprender la persecución de Darío. Fue justo antes de partir cuando Alejandro tomó la decisión de arrasar con un incendio todo el complejo palacial de Persépolis. Seguramente existió un cierto debate dentro de su propio estado mayor a la hora de adoptar tal medida. Al parecer, su viejo general Parmenión mostró abiertamente su disconformidad, argumentando, con cierta lógica, que aquello sería destruir unos palacios reales que ahora eran de su propiedad, e instándole a no aparecer ante los persas como un simple y violento conquistador en lugar de como su nuevo rey. 

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Los tributos imperiales. Centro de un vasto y poderoso reino, a Persépolis llegaban los tributos de los pueblos sometidos, como muestra este relieve de la Apadana, la sala de audiencias.

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Según una tradición recogida por historiadores como Plutarco y Diodoro Sículo, la destrucción de los palacios de Persépolis fue una decisión impulsiva e irreflexiva. Una noche, después de realizar un solemne sacrificio en honor de Zeus, Alejandro y sus generales celebraban un banquete en el palacio de Jerjes. En él también estaba presente una mujer, la cortesana ateniense Tais (o Taíde), amante de Ptolomeo –el general de Alejandro que se convertiría en el primer rey macedonio de Egipto y fundador de la dinastía ptolemaica o lágidas–.

En medio de la celebración, cuando el vino ya había nublado la mente de muchos comensales, Tais propuso incendiar los palacios para de esta forma vengar a los griegos por una acción similar perpetrada por Jerjes en Atenas ciento cincuenta años antes: la destrucción de la Acrópolis de Atenas, durante la segunda guerra médica. La propuesta fue secundada con entusiasmo por el propio Alejandro, que junto a Tais encabezó una especie de cortejo báquico que al son de las flautas y los címbalos, y provisto de antorchas, recorrió los palacios y les fue prendiendo fuego. 

Georges Antoine Rochegrosse Incendie de Persepolis

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El incendio de Persépolis, pintura al óleo de Antoine Rochegrosse, 1890.

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Los soldados macedonios, que vieron de lejos el resplandor del incendio, acudieron de inmediato con el propósito de apagarlo, llevando consigo el agua necesaria, pero cuando llegaron al lugar vieron sorprendidos cómo se les invitaba a sumarse a la fiesta, a lo que accedieron encantados. La voracidad de las llamas consumió con rapidez las espléndidas vigas de madera de cedro labrado que formaban los techos de los palacios y los bellos tapices que adornaban sus paredes. De la noche a la mañana, el fastuoso complejo palacial que en su día concibió el rey Darío I como el escaparate del poderío aqueménida quedó reducido a un montón de escombros. Eso sí, las crónicas mencionan que Alejandro mostró posteriormente un arrepentimiento tardío por lo sucedido. 

Los motivos de Alejandro 

La idea de un Alejandro embriagado en una francachela descontrolada, que cede a la persuasión de una cortesana y prende fuego a los palacios para arrepentirse al día siguiente, en plena «resaca», parece más un argumento de novela que un relato verídico. Sin embargo, hay elementos que le otorgan fundamento. El cortejo báquico pleno de furor dionisíaco que llevó a cabo el incendio encuentra su explicación si tenemos en cuenta la importancia que Alejandro concedía al dios Dionisos como inspirador de su campaña militar. También resulta creíble el pretexto que se dio para el incendio: vengar a los griegos por la invasión de Jerjes en 480 a.C. A lo largo de todas sus campañas, Alejandro buscó insistentemente la lealtad de los griegos, y para ganársela, tras la primera batalla de Gránico, envió las ofrendas del triunfo a Atenas. También devolvió a esta ciudad las estatuas de los Tiranicidas, que formaron parte del botín que Jerjes se llevó de Atenas. 

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Puerta de Todas las Naciones. En 475 a.C., Jerjes erigió la entrada occidental a la capital; en ella, el rey proclama: «Gracias a Ahura Mazda yo he hecho este pórtico de todos los pueblos».

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La destrucción de Persépolis pudo servir a los intereses de Alejandro, en un momento en que Grecia se agitaba contra el rey macedonio, en un ambiente de rebelión alentado por Esparta. También está claro que Alejandro deseaba hacer una contundente demostración de fuerza ante la tenaz resistencia persa. Ésta no había concluido con la victoria de Gaugamela y todavía no podía preverse cuál sería el futuro de Darío III, refugiado en las zonas más septentrionales de su extenso Imperio, a la espera de una nueva oportunidad. El conquistador macedonio, al destruir el principal símbolo de poder del Imperio aqueménida, mostraba que, ahora que había llegado tan lejos, nada le impediría llevar su conquista hasta el final.