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Barack Obama

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Actualización: 16 noviembre 2023

Estados Unidos

Presidente (2009-2017)

  • Barack Hussein Obama
  • Mandato: 20 enero 2009 - 20 enero 2017
  • Nacimiento: Honolulu, Hawái, 4 agosto 1961
  • Partido político: Demócrata
  • Profesión: Abogado

Presentación

(Nota de edición: esta versión de la biografía fue publicada originalmente el 24/10/2012. El 20/1/2013 Barack Obama inició su segundo mandato presidencial y el 20/1/2017 fue sucedido en la Casa Blanca por Donald Trump).

Entre los cambios democráticos de gobierno del mundo contemporáneo, resulta difícil encontrar parangón al entusiasmo y la expectación que en 2008 despertó la elección de Barack Obama como presidente de Estados Unidos. El aspirante negro del Partido Demócrata, que simplemente como candidato ya estaba haciendo historia, cautivó a paisanos y foráneos por el color de su piel, su carisma tranquilo y telegénico, sus mensajes conciliadores y su llamamiento a superar unidos el sombrío panorama de una gran crisis nacional y a la vez global. Durante unos meses, a caballo entre 2008 y 2009, el mundo vivió una verdadera Obamanía, fenómeno transfronterizo y transcultural que evocaba el tirón popular de estadistas excepcionales como Gorbachov o Mandela y del que no era fácil sustraerse, aunque ahora, cuatro años después, esta efusión afectiva tiende a ser vista como desmedida o incluso infundada.

Sin embargo, es necesario recordar el especial contexto de aquella elección, pues explica los atributos providenciales y casi mesiánicos adjudicados al político norteamericano: una extendida sensación de hartazgo por los ocho años de Administración Bush, con su legado negativo en múltiples terrenos, y el anhelo general de líderes capaces de traer concordia y progreso, y de generar confianza y esperanza en tiempos de amenazas terroristas, guerras inconclusas, desbarajuste ecológico y seísmo económico. La mayoría del pueblo estadounidense ansiaba un cambio de rumbo y la comunidad internacional esperaba un vuelco en las políticas de la debilitada superpotencia, en un sentido más multilateral y dialogante. Obama ofrecía algo de Roosevelt (la promesa de la reconstrucción), de Kennedy (una visión ilusionadora de América) y de Carter (la decencia regeneradora), tres de sus predecesores demócratas, pero él además, sin ser realmente un tribuno de esta causa, simbolizaba la culminación de muchos años de luchas de la comunidad afroamericana contra el racismo y por los derechos civiles.

 Estadista pragmático y cerebral, nada impulsivo o espontáneo, más deliberativo que resolutivo, propenso al consenso y abierto a temporizar, articulado y correcto en las formas, de personalidad amable pero sobria, incluso fría a veces, Obama, desde el primer día, quiso sofrenar las expectativas de mudanzas revolucionarias y de mejoras prácticamente instantáneas —como si él fuera un taumaturgo—, advirtiendo que los problemas a que hacía frente eran muy numerosos, muy complejos y muy profundos, toda una ducha de realismo para no dejarse obnubilar por el triunfalismo circundante. Algo de ello tuvo la concesión al dirigente del Premio Nobel de la Paz prácticamente a las primeras de cambio, en octubre de 2009, cuando Obama todavía no había tenido tiempo de apuntarse un logro tangible para la paz y la seguridad, más allá de sus declaraciones de intenciones y un puñado de discursos sensacionales. El galardonado agradeció el premio como un valioso acicate para su agenda que buscaba mejorar el mundo, pero aseguró no merecerlo.

Hoy, en su recta final, el primer mandato de Obama es un compendio mixto de tareas sin hacer (la reforma migratoria, el cierre de Guantánamo, el Estado palestino), fracasos incontestables (las elecciones al Congreso de 2010, el déficit exorbitante, la pertinacia nuclear iraní), batallas de desgaste con los republicanos (la negociación fiscal), cumplimientos sin alharacas (la retirada de Irak y el principio de retirada, penosa y rodeada de incertidumbre, de Afganistán), medidas de resultado discutible (el estímulo de la economía golpeada por la Gran Recesión, la reforma de Wall Street) y sonadas victorias, aunque muy trabajosas de conseguir y luego de breve rendimiento en las encuestas (la reforma sanitaria, la caza de Osama bin Laden). La ambivalencia se manifiesta claramente en el cara a cara con la pesada herencia de la etapa Bush, donde la voluntad de ruptura o reversión ha dejado intactos no pocos capítulos polémicos.

Desde 2008, el movimiento por el cambio, el cambio posible y factible, se fue desinflando en cuanto a expresión colectiva de fe y el desencanto de los votantes demócratas por un balance de realizaciones que esperaban más lustroso le pasó factura al presidente. En el otoño de 2012, parcialmente recuperado de su momento más bajo —entre agosto y octubre de 2011— en las encuestas de popularidad y con la economía intentando remontar vuelo, un Obama desmitificado pero aún sólido y con buenas opciones luchaba contra el republicano Mitt Romney por la obtención del segundo mandato, el cual reclamaba para poder completar la empresa reformadora por la que se le encumbró. Obama llegó a la trascendental jornada del 6 de noviembre de 2012 en una situación de virtual empate con Romney, si acaso tímidamente adelantado tras el desastre del huracán Sandy. Al final, la alta participación y la movilización del voto hispano, crucial como nunca, se tradujeron en una expresión renovada de confianza popular en Obama, reelegido hasta 2017 con unos resultados más discretos que los de 2008.

(Cobertura informativa hasta noviembre de 2012)

Biografía

1. Biografía en síntesis: El surgimiento de una figura icónica

2. Biografía en detalle
2.1. Orígenes familiares, formación académica y activismo social
2.2. Carrera política como senador demócrata en Illinois y Washington D. C.
2.3. La aspiración presidencial: definición de la plataforma y las primarias demócratas
2.4. La campaña electoral de 2008: el mensaje del cambio bajo la tormenta económica
2.5. Victoria frente al republicano John McCain y cascada de reacciones

3. La hora de los hechos: del aire fresco de los primeros 100 días al reto de la gran reforma doméstica
3.1. Un rosario de cambios para engalanar el debut
3.2. El plan de recuperación económica
3.3. La reforma sanitaria
3.4. La reforma financiera

4. La segunda mitad del mandato: regateo sin tregua con congresistas y conservadores
4.1. El revolcón de las legislativas de 2010 y la ofensiva derechista del Tea Party
4.2. Forcejeo fiscal con los republicanos y la crisis del techo de la deuda
4.3. Repostulación en 2012 y triunfo sobre Mitt Romney

5. El manifiesto de una nueva política exterior y la nueva Estrategia de Seguridad Nacional

6. Los hotspots de Oriente Medio
6.1. Irak: Retirada cumplida sin solucionar la inseguridad
6.2. Afganistán: Estrategia cambiante para salir del marasmo
6.3. Sucesión de golpes a Al Qaeda y colisión con Pakistán; la muerte de bin Laden y la guerra de los drones
6.4. Irán: diplomacia, sanciones y rumores de guerra
6.5. Del discurso de El Cairo a la Primavera Árabe: una oportunidad para rehabilitarse en la región
6.6. Los incendios de Libia y Siria: dos modalidades de respuesta
6.7. Palestina: asignatura pendiente con la aquiescencia de Israel

7. Un mundo-mosaico lleno de matices
7.1. Europa: disparidad de criterios sobre cómo salir de la crisis
7.2. Rusia: puntos de encuentro sobre un fondo de recelos
7.3. China y Asia-Pacífico: nueva "máxima prioridad" para Estados Unidos
7.4. América Latina: circunspección ante la emancipación hemisférica
7.4.1. Mirando a la región con nuevos lentes
7.4.2. Cuba: leve aflojamiento del bloqueo
7.4.3. Venezuela: fallido amago de reconciliación
7.4.4. México: profundos altibajos bajo el signo de la narcoviolencia
7.4.5. Brasil: complejo diálogo inter pares
7.5. Los riesgos nuclear y climático: avances, sobresaltos e inconsistencias
7.6. Los límites del discurso multilateralista: los tratados internacionales que Estados Unidos sigue ignorando


1. Biografía en síntesis: El surgimiento de una figura icónica

Los rasgos vitales de Barack Obama, un político de orígenes humildes hecho a sí mismo, lo último que harían presagiar es a un inquilino de la Casa Blanca. Nacido en Hawái con nombre y apellido árabe-africanos, hijo de estadounidense blanca y de kenyano —luego en puridad es mulato, aunque en Estados Unidos este mestizaje se diluye en el grupo racial afroamericano— posteriormente divorciados, con un nuevo padrastro musulmán y con varios hermanastros fruto de otros cuatro matrimonios de sus padres, el joven se crió en Hawái e Indonesia y hasta los 18 años no se instaló en el continente. Titulado en Ciencias Políticas por la Universidad de Columbia y en Derecho por Harvard, y feligrés de una iglesia cristiana congregacionista, su vocación por el voluntariado social y el servicio comunitario le involucró en el mundo de las ONG, los lobbies pro derechos civiles y el trabajo de calle con los negros pobres de Chicago, donde despuntaron sus dotes para el liderazgo cívico. Del activismo social y las andanzas profesionales en la abogacía y la docencia saltó al activismo político. En 1997, sus buenas conexiones en los círculos liberales y demócratas de Illinois le abrieron de par en par las puertas del Senado estatal.

En 2002 Obama se dio a conocer a nivel nacional por su oposición frontal a la inminente invasión de Irak y sus duras críticas al Gobierno Bush, al que a partir de ahora iba a contraponer la alternativa de un "liderazgo renovado" de Estados Unidos en el mundo. En 2004 hizo su puesta de largo en la política federal merced a un aplaudido discurso en la Convención Nacional Demócrata que proclamó la candidatura presidencial de John Kerry. A continuación, ganó el escaño de senador federal por Illinois, mandato legislativo que terminó de perfilarle como una brillante promesa del Partido Demócrata, adalid de un reformismo progresista que sabía transmitir con una oratoria impactante y persuasiva, cargada de retórica positiva y contenida emotividad. Salto educativo, innovación y competitividad eran algunos de sus lemas recurrentes.

En 2007 el senador desveló su ambición presidencial y en 2008 libró una enconada campaña de primarias con Hillary Clinton, todo un peso pesado del campo demócrata, a la que terminó doblegando. El irresistible Yes, we can de Obama, convertido en icono de masas sin ser presidente todavía, se impuso igualmente al republicano John McCain en la elección nacional del 4 de noviembre, cuando el voto juvenil, femenino y de las minorías raciales anuló el del miedo a un Obama pintado de izquierdista peligroso y apaciguador de terroristas. El próximo presidente de Estados Unidos, el 44º de la nómina histórica pero el primero de color, iba a estrenarse teniendo como principales colaboradores a Joe Biden (vicepresidente), Clinton (secretaria de Estado), Robert Gates (reenganchado secretario de Defensa), Timothy Geithner (Tesoro), Janet Napolitano (Seguridad Nacional) y Rahm Emanuel (jefe de Gabinete).


2. Biografía en detalle


2.1. Orígenes familiares, formación académica y activismo social

El presidente de Estados Unidos nació en agosto de 1961 en Honolulu, Hawái, como el único hijo del matrimonio formado por el kenyano Barack Hussein Obama, entonces un estudiante de Economía que disfrutaba de una beca gestionada por uno de los más prominentes políticos de su país, Tom Mboya, y la estadounidense Ann Dunham, natural del estado de Kansas y con ancestros anglo-irlandeses. En el idioma swahili, barack, nombre de raíces semíticas, significa el bendito. La pareja, con 24 y 18 años respectivamente, se había conocido el año anterior en las aulas del East-West Center de la Universidad de Hawái, y en febrero de 1961, estando ella embarazada de Barack Hussein júnior, celebró un casamiento interracial que hubo de vencer la oposición de las dos familias; seis meses después de la boda, el 4 de agosto, nacía el niño.

Este no era el primer vástago del padre, ya que Barack Obama sénior, que pese a su nombre y progenie tribal musulmanes no era religioso y de hecho se tenía por ateo, había estado maridado en Kenya con una compatriota, Kezia, quien le había dado dos hijos, un chico y una chica. En realidad, indican investigaciones periodísticas, Obama seguía casado con Kezia, desposada con él en 1957 mediante una ceremonia tribal, a la que había abandonado en Kenya y cuya existencia ocultó a Dunham.

El divorcio puso término al matrimonio Obama-Dunham a principios de 1964, culminando un período de alejamiento y separación entre los cónyuges que había comenzado en 1962, cuando él marchó al continente, a Massachusetts, para continuar su formación como economista en la Universidad de Harvard, y ella, llevándose al bebé consigo, se desplazó a Seattle para tomar clases en la Universidad de Washington. Al cabo de unos meses, Dunham regresó a Honolulu para reunirse con sus padres y reincorporarse a la Universidad hawaiana. Hacia 1966 Dunham volvió a casarse con un estudiante extranjero del campus isleño, el indonesio Lolo Soetoro, un treintañero de carácter risueño y musulmán no practicante al que las circunstancias políticas en su país le obligaron a retornar en 1967, trayéndose con él a la esposa y el hijastro. La familia fijó su hogar en Yakarta y en 1970 se incrementó en un miembro con el nacimiento de una hija de la pareja, Maya Kassandra. El niño Obama creció y se educó en un ambiente de clase media básicamente secular y con las necesidades económicas cubiertas gracias al trabajo de su padrastro como consultor geólogo, que ejercía por cuenta del Gobierno para la multinacional petrolera Mobil.

Fue en la capital indonesia donde Obama cursó los primeros grados de la enseñanza elemental, en un colegio católico franciscano, donde le inculcaron doctrina cristiana, y en una escuela pública del distrito de Menteng, donde leyó el Corán. Sin embargo, añoraba Hawái, así que en 1971 pidió a su madre que le mandara de vuelta a la que consideraba su verdadera casa, Honolulu. Allí quedó al cuidado de sus abuelos maternos, Stanley y Madelyn, y completó la formación primaria antes de emprender la secundaria en un centro privado, el Punahou School. Al poco de regresar Hawái, en las Navidades de 1971, el muchacho tuvo en el estado polinesio un reencuentro con su padre biológico, al que no veía desde la separación conyugal y que, según relata él mismo en su voluminoso libro de memorias Dreams from My Father: A Story of Race and Inheritance (publicado por primera vez en 1995 y reeditado en 2004 con un gran éxito de ventas), ya no volvería a ver.

Convertido tras la independencia del país africano en 1963 y su licenciatura en Harvard dos años más tarde en un alto funcionario económico de los ministerios kenyanos de Transportes y Finanzas, Barack Obama I mantuvo una agitada vida sentimental en Nairobi, donde se casó por tercera vez (con la estadounidense Ruth Nidesand), volvió a divorciarse, regresó temporalmente con su primera esposa y finalmente se emparejó con una cuarta mujer. En estas tres relaciones concibió descendencia en cinco ocasiones más, elevando a ocho los hermanastros del retoño tenido con su segunda esposa norteamericana.

Hombre de carácter difícil, incapaz de asumir sus responsabilidades como marido y padre, y de hecho un enigma para su hijo hawaiano, quien apenas trató con él, el progenitor del futuro estadista vio naufragar su prometedora carrera profesional por su adicción al alcohol y sus opiniones críticas con determinadas políticas económicas del régimen dictatorial del presidente Jomo Kenyatta y el partido único en el poder, el KANU. El asesinato en 1969 de su mentor y paisano de la etnia luo, Tom Mboya, cuando fungía de ministro de Planificación Económica, probablemente por órdenes de Kenyatta o de su entorno de dirigentes kikuyus, le deslizó por una cuesta abajo en la que perdió su trabajo en el Gobierno y vio restringida la libertad de movimientos. Provocados al parecer por la bebida, sufrió una serie de accidentes de tráfico, el último de los cuales, en 1982, a los 46 años, le costó la vida.

Hasta su graduación en 1979, el joven Obama, llamado familiarmente Barry, se vio periódicamente en Honolulu con su madre, que en 1972 se separó de Soetoro y ocho años después obtuvo el divorcio; el padrastro indonesio iba a fallecer por causas naturales en 1987 a los 51 años. En 1977 Dunham propuso a su hijo regresar con ella y Maya a Indonesia, donde había terminado sus estudios y se le abría un horizonte profesional como trabajadora social, pero Obama prefirió terminar el high school en territorio estadounidense. Hasta su muerte en 1995 a los 52 años víctima de un cáncer ovárico, la antigua señora de Obama destacó como antropóloga, especialidad en la que se doctoró por la Universidad de Hawái, consultora social y promotora de proyectos de desarrollo rural y microcréditos destinados a los campesinos pobres de Indonesia.

En 1979, Obama, tras haber repartido los 18 años de su vida entre Hawái e Indonesia, marchó a América para realizar el preuniversitario en el Occidental College de Los Ángeles. En este centro privado, uno de los más afamados de la costa oeste en la enseñanza de artes liberales, llevó, reconoce en sus memorias, un estilo de vida lúdico pródigo en fiestas, alcohol y drogas, de las que probó la marihuana y la cocaína, experiencia esta última que en agosto de 2008, en un foro de religiosos evangélicos, valoró como su "mayor fallo moral". Los coqueteos con las drogas, asegura, terminaron cuando entró en la universidad. Allí se relacionó con estudiantes negros radicales, profesores de izquierdas, feministas y otros "marginados", ya que se trataba de "demostrar tu lealtad a las masas negras", "demostrar de qué lado estabas", "para que no te confundieran con un traidor". En esta época, indica a modo de justificación, estaba "obsesionado conmigo mismo", mientras intentaba reconciliar su percepción social del racismo, ya experimentado en su etapa escolar en Hawái, y lo que significaba ser un afroamericano con su herencia multirracial, que le convertía en un negro mestizo, un mulato en realidad.

En 1981 se matriculó en el Columbia College de la Universidad homónima de Nueva York, donde cursó una diplomatura en Ciencias Políticas que orientó a las Relaciones Internacionales. En su autobiografía cuenta que su primera noche en Manhattan, con el equipaje a cuestas, la durmió "acurrucado en un callejón", y que aquel mes de agosto, antes de empezar las clases, trabajó de barrendero en el barrio de Upper East Side, un entorno golpeado por el hacinamiento, la suciedad y la delincuencia, donde halló alojamiento en un piso de renta baja que compartió con un amigo pakistaní. En mayo de 1983 obtuvo el título de Bachelor in Arts y al poco tiempo le salió un trabajo en la consultora comercial Business International Corporation, en cuyo servicio de publicaciones editó el boletín Financing Foreign Operations y redactó artículos para el semanario Business International Money Report. En 1984 pasó al New York Public Interest Research Group, una organización no partidista y no lucrativa dirigida por estudiantes y dedicada a la implementación de políticas reformistas con repercusión en la ciudadanía así como a la formación de educadores y lobbystas sociales. Durante otro año, Obama trabajó como coordinador de su ONG en el City College de la Universidad de Nueva York, en Harlem.

Esta experiencia, y seguramente también la inspiración de su madre, que en esos momentos combinaba la preparación académica con el trabajo de campo al lado de la población rural en la lejana Java, le animó a implicarse más a fondo en su vocación de servicio público y el voluntariado social. La oportunidad se le planteó en 1985, cuando respondió a un anuncio publicado en el diario The New York Times por el activista Gerald Kellman, responsable de la ONG Proyecto Desarrollar Comunidades (DCP), que buscaba a alguien que se ocupara de trabajar con los negros pobres de Roseland, un deprimido distrito proletario del sur de Chicago, urbe que vivía un período de graves tensiones interraciales azuzadas por una traumática reconversión industrial. Entonces, por primera vez en la historia de la ciudad, ostentaba la alcaldía un negro, Harold Washington, quien ya era uno de los principales referentes políticos de Obama.

Contratado con un salario de 10.000 dólares al año e instalado en un pequeño despacho parroquial, desde junio de 1985 Obama dirigió un equipo humano de la DCP cuya misión consistía en promover una infraestructura de solidaridad social, con talleres de formación ocupacional, tutorías escolares y servicios de apoyo a inquilinos de pisos de alquiler, en las barriadas populares de Roseland y distritos adyacentes. La DCP trabajaba codo con codo con las iglesias parroquiales católicas y protestantes, ya que partía de las mismas para tejer su red social, y Obama entabló una estrecha relación con el reverendo Jeremiah Wright, líder de la iglesia congregacionista Trinity United Church of Christ (TUCC), cuya feligresía era predominantemente afroamericana. Wright era toda una celebridad local por sus vehementes sermones antirracistas, que rayaban en el chovinismo negro. Obama se unió a la TUCC, en cuyo seno fue bautizado en 1988, y tomó a Wright como su pastor y mentor. En tanto que desarrollador de comunidades, el veinteañero sacó a relucir una capacidad para aleccionar y movilizar grupos de ciudadanos. Así se vio, por ejemplo, en una campaña popular que exigía a las autoridades la retirada de elementos con amianto contaminante de los edificios del polígono de viviendas protegidas Altgeld Gardens.

Las inquietudes políticas de Obama empezaron a aflorar en esta época, al tomar conciencia de que la acción social a pie de calle se quedaba muy corta si lo que se perseguía era propiciar reformas y cambios a una mayor escala territorial; la clave estaba en la legislación, su elaboración y su ejecución. Así que en mayo de 1988 puso término a sus actividades en la DCP y retomó su formación universitaria en las aulas de la Harvard Law School de Cambridge, Massachusetts, fijándose el objetivo de obtener una titulación en Derecho. En 1988 Obama realizó también un viaje de dos meses a Europa y Kenya, la patria de sus ascendientes, donde conoció a muchos de sus familiares paternos por vez primera. No era el caso del mayor de sus hermanastros, Abongo Roy, también llamado Malik, primogénito del primer matrimonio del padre, al que ya había conocido tres años atrás en un encuentro en Washington, donde este realizaba un trabajo de consultor. De la parentela kenyana, Abongo, convencido musulmán y militante de la causa negra, fue el deudo que más estrecha relación estableció con Obama, vínculo que se prolonga hasta nuestros días.

En el verano de 1989, mientras realizaba unas prácticas legales en una firma de abogados de Chicago aprovechando las vacaciones universitarias, Obama conoció y entabló una relación sentimental con Michelle Robinson, nativa de la capital de Illinois, de raza negra y recién licenciada en Jurisprudencia por la Harvard Law School, a la que el bufete había asignado el cometido de asesorar al estudiante en prácticas tres años mayor. Una de las mejores amigas de Robinson era Sanita Jackson, hija del conocido ministro baptista y activista pro derechos civiles Jesse Jackson, dos veces precandidato presidencial del Partido Demócrata. La pareja se comprometió en 1991, el año en que él culminó sus estudios en Harvard y obtuvo el título de Juris Doctor, el mismo que ella poseía, más la distinción magna cum laude, y en octubre de 1992 celebró una boda religiosa que fue oficiada por el reverendo Wright en la TUCC. El matrimonio iba a tener dos hijas, Malia Ann y Natasha (Sasha), nacidas en 1998 y 2001.

Instalado con su esposa en Chicago, en el barrio de Hyde Park, en cuyo perfil demográfico abundaban los profesionales liberales de clase media, Obama emprendió una carrera profesional que trianguló entre la abogacía, el mundo académico y el activismo político, por el momento apartado de la militancia partidista. Tres puertas que encontró abiertas de par en par gracias a la notoriedad que en círculos de abogados bien conectados con el establishment político le había granjeado su labor de editor jefe, en el último año de carrera, de la revista Harvard Law Review, donde causó sensación por tratarse del primer negro que desempeñaba el cargo en los 103 años de historia de la prestigiosa publicación.

Entre abril y octubre de 1992 Obama dirigió el Illinois' Project Vote, una campaña de concienciación política dirigida a los miembros de la comunidad afroamericana del estado habitualmente ausentes de los comicios porque no se molestaban en inscribirse en los censos electorales. El proyecto de Obama consiguió que decenas de miles de potenciales votantes adquirieran la condición de electores y luego acudieran a las urnas. Al parecer, esta movilización del voto negro en el estado resultó decisiva para la victoria de la candidata demócrata Carol Moseley Braun, quien se convirtió en la primera afroamericana en acceder al Senado de Estados Unidos. Ese mismo año, Obama participó en Washington en la puesta en marcha de Public Allies, una ONG dedicada a impulsar el liderazgo social entre los jóvenes. El jurista de Illinois figuró en la primera junta directiva de Public Allies y se dio de baja a principios de 1993, cuando su esposa fue nombrada directora ejecutiva de la organización en Chicago.

En 1993, mientras iniciaba su andadura la Administración federal demócrata de Bill Clinton, Obama empezó a dar clases de Derecho Constitucional a tiempo parcial en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago. Fuera de las aulas se asoció al bufete de abogados Davis, Miner, Barnhill & Galland, especializado en pleitos relacionados con los derechos civiles de los ciudadanos de color. Uno de los miembros, Judson Miner, antiguo colaborador del alcalde Washington, conocía a Obama desde 1991, cuando todavía estudiaba en la Escuela de Derecho. Ya entonces, Miner ofreció al prometedor alumno de final de carrera un puesto en su bufete, y en los años siguientes le hizo poco menos que de relaciones públicas, dándole a conocer en importantes círculos de influencia en Illinois.

Aquel 1993 también, Obama ingresó en el consejo rector del Woods Fund of Chicago, una fundación privada dedicada a las actividades caritativas. En 1994 extendió su compromiso a la Joyce Foundation, entidad que sufragaba varios programas de dimensión social y que se mostraba particularmente dinámica en la protección medioambiental de los Grandes Lagos y el control de la venta de armas de fuego para reducir la violencia en las calles. En 1995 se convirtió en el primer presidente de la junta directiva del Chicago Annenberg Challenge, un proyecto de reforma educativa financiado por el magnate y filántropo Walter Annenberg, y que involucró a la mitad de las escuelas públicas de Chicago.


2.2. Carrera política como senador demócrata en Illinois y Washington D. C.

Para 1995, Obama, con 34 años, ya se había hecho un hueco en los cenáculos del establishment liberal de Chicago, a la vez que mantenía una amplia agenda de contactos en los movimientos sociales de base. Tenía abundantes amistades y algunos valiosos mentores, como el juez y ex congresista federal Abner Mikva y el senador estatal Emil Jones, los cuales venían siguiendo sus pasos y dispensándole útiles consejos. Había llegado el momento de plasmar sus apetencias políticas reformistas, que pasaban por la obtención de un cargo público de elección popular. El vehículo escogido fue, con toda lógica, por convicciones personales y porque desde su licenciatura venía codeándose con algunos de sus máximos dirigentes en el estado, el Partido Demócrata.

En septiembre de 1995, gozando de los parabienes de Alice Palmer, que abandonaba el escaño para optar a un asiento en la Cámara de Representantes del Congreso de Washington, y del veterano e influyente Emil Jones, Obama lanzó su postulación a senador estatal por el distrito 13º de Illinois, que incluía Hyde Park. El abogado fue lo suficientemente firme en su ambición como para negarse a devolver la candidatura a Palmer cuando esta fracasó en su aventura federal y reclamó la retirada de su delfín designado, y a continuación frustrar su intento, compartido por otros tres rivales, de forzar la convocatoria de un proceso de primarias demócratas para que los afiliados nominaran al candidato a senador por el distrito. Así las cosas, Obama llegó sin contrincantes correligionarios a la elección del 5 de noviembre de 1996 y con un avasallador 82,2% de los votos derrotó a sus adversarios del Partido Republicano y el llamado Partido de Harold Washington (montado por seguidores del fallecido alcalde), llevándose el asiento en la Cámara alta de la Asamblea General de Illinois.

El 8 de enero de 1997 Obama estrenó su mandato legislativo estatal, que renovó con facilidad en la siguiente cita electoral, el 3 de noviembre de 1998, próxima en el tiempo por tratarse ésta de una legislatura corta, de dos años, a la que seguían dos legislaturas largas de cuatro años cada una. En esta ocasión, el senador alcanzó el 89,2% de los sufragios, prolongando su mandato hasta 2003. Sin embargo, sus horizontes políticos tenían un alcance federal, así que el 21 de marzo de 2000 compitió en las primarias demócratas para la nominación del candidato del partido al distrito 1º de Illinois en la Cámara de Representantes del Congreso de Estados Unidos. El senador estatal se vio las caras con el congresista en ejercicio desde 1993, Bobby Rush, antiguo líder local de los Panteras Negras, y salió contundentemente derrotado con el 30,4% de los votos.

Tras esta tentativa fallida, Obama se afanó en mejorar las relaciones con los políticos negros y los dirigentes de las iglesias que habían apoyado a Rush, y que desconfiaban de él porque su mestizaje racial y sus suaves maneras de universitario de Harvard no le convertían, a sus ojos, en un buen ejemplo de tribuno afroamericano. En los comicios estatales del 8 de noviembre de 2002 Obama recibió en bandeja la reelección automática de manos de los republicanos, toda vez que éstos, conscientes de sus nulas posibilidades en tan potente bastión demócrata, renunciaron a presentar candidato. En consecuencia, el 4 de noviembre de 2003 el abogado inauguró su tercer mandato consecutivo en el Legislativo de Springfield. Desde el cargo de presidente del Comité de Salud y Servicios Humanos, Obama aprovechó la mayoría legislativa recobrada por su partido para elaborar, someter a debate y sacar adelante más legislación relacionada con la protección social de los ciudadanos del estado. Asimismo, participó en la adopción de normas centradas en el control de la actuación policial en los interrogatorios en las comisarías y en la persecución en caliente de presuntos infractores de la ley.

Con todo, su ambición de introducirse en la alta política federal permanecía intacta. El 2 de octubre de 2002 el senador, por primera vez, proyectó su nombre más allá de los límites de Illinois y se dio a conocer a nivel nacional merced a un discurso pronunciado en el centro de Chicago con motivo de un acto pacifista en el que criticó duramente los planes de la Administración republicana de George Bush de invadir Irak con el pretexto de las armas de destrucción masiva que la ONU prohibía y que Bagdad supuestamente mantenía escondidas.

Yendo a contracorriente del sentir mayoritario de los estadounidenses, incluyendo muchos demócratas, y sintonizando con las opiniones predominantes en el extranjero, el orador se declaró contrario a la "estúpida" y "precipitada" guerra en ciernes porque el régimen de Saddam Hussein, aun teniendo una naturaleza criminal, no suponía en ese momento una amenaza para la seguridad de Estados Unidos y el resto del mundo. Como si se dirigiera a un auditorio nacional y no local, Obama arremetió contra los "cínicos intentos" del núcleo neoconservador de la Casa Blanca de "hacernos tragar sus agendas ideológicas sin reparar en el coste de vidas" y contra una estrategia energética que sólo servía a los "intereses de la Exxon y la Mobil". También, destacó los peligros de una ocupación militar "de duración incierta, precio incierto e inciertas consecuencias", atreviéndose a profetizar que la aventura bélica iba a "avivar las llamas de Oriente Próximo y estimular lo peor, más que lo mejor, del mundo árabe, así como fortalecer el aparato de reclutamiento de Al Qaeda".

Tan notable discurso, que suscitaría paralelismos con los furibundos sermones antibelicistas del pastor Wright si no fuera por la ausencia de carga religiosa y la articulación política del mensaje, permitió a Obama mejorar su descolorida imagen entre el electorado negro más militante de Illinois e indujo a algunos observadores a etiquetarlo como un demócrata del ala izquierda. Con los patrocinios de Wright, Jones y Jesse Jackson, y con la asistencia técnica del consultor político David Axelrod, el asambleísta lanzó su precandidatura al Senado de Estados Unidos el 21 de enero de 2003.

La llegada a la bancada legislativa del Capitolio fue para Obama una competición básicamente interna, ya que primero hubo de medirse nada menos que con seis rivales del partido, el más potente de los cuales era el empresario blanco Blair Hull, quien compensó su inexperiencia política con una agresiva campaña de propaganda pagada de su bolsillo antes de ver arruinadas sus posibilidades por un escándalo de presuntos malos tratos conyugales. El 16 de marzo de 2004, Obama, pulverizando todos los sondeos, se deshizo de sus émulos con el 52,8% de los votos y ganó la proclamación. Superado el primer obstáculo, el candidato demócrata se encontró con que su contrincante republicano, Jack Ryan, arrojaba la toalla tras airearse sus infidelidades conyugales en un proceso de divorcio y que el sustituto de éste, Alan Keyes, era un negro de Maryland sin ninguna base popular en Illinois. Convertirse en el máximo favorito para el puesto senatorial que en la legislatura saliente ocupaba el republicano Peter Fitzgerald (quien había declinado presentarse a la reelección) le hizo a Obama merecedor del codiciado rol de orador inaugural de la Convención Nacional Demócrata, celebrada en Boston del 26 al 29 de julio y que proclamó oficialmente la candidatura de John Kerry, senador por Massachusetts, a la Casa Blanca en las elecciones presidenciales de noviembre.

En el keynote address que escribió y pronunció, Obama, convertido por unos minutos en la figura política más mediática del país, cautivó a la audiencia con una introducción familiar y personal de la que destacó el componente interracial como acicate del tan traído y llevado sueño americano, seguida de una loa a los valores de la nación estadounidense y una crítica a las políticas económicas y sociales de la Administración Bush. Como remate, el orador lanzó invocaciones a la unidad y la esperanza, elementos todos ellos que, proclamó, Kerry encarnaba perfectamente. Su campaña al Senado federal fue como un paseo militar para Obama, que el 2 de noviembre, mientras Kerry perdía su envite frente a Bush y el Partido Demócrata veía magnificarse su minoría en el Congreso, conquistó el escaño con el 70% de los votos. Una vez convertido en congresista electo, cesó como legislador en Springfield y puso término también a una década larga como profesor universitario y abogado en Chicago. El 4 de enero de 2005 Obama principió su carrera política en Washington como el quinto senador afroamericano en la historia de la Unión, el tercero surgido de una elección popular y el único en ejercicio en este momento.

Como miembro de la minoría demócrata del Senado, devenida ligera mayoría tras las elecciones congresuales parciales del 7 de noviembre de 2006 (que afectaron a un tercio de la Cámara alta con exclusión del escaño del representante junior de Illinois, siendo el senador senior, o de más antigüedad, del estado el también demócrata Dick Durbin), Obama consolidó su reputación de legislador de tendencias fuertemente liberales —entendidas en este contexto como progresistas— al participar en la elaboración y promoción de proyectos y enmiendas legislativos relativos a la transparencia en la gestión gubernamental y el manejo de fondos federales, la reducción de armas convencionales y los beneficios sociales para los soldados con lesiones de combate. En enero de 2007, consistente con su postura muy crítica con la invasión y la ocupación de Irak, y a rebufo del anuncio por Bush del incremento del contingente expedicionario para ganarle la batalla a la insurgencia y el terrorismo (el llamado surge), el senador presentó la Iraq War De-Escalation Act, propuesta legislativa nunca debatida que de haber sido aprobada habría supuesto una retirada escalonada del país árabe de todas las tropas de combate con compleción en marzo de 2008.

Ahora bien, por otro lado, Obama no tuvo inconveniente en votar a favor, discrepando con una parte de sus compañeros de bancada, de leyes defendidas por el Ejecutivo republicano y rodeadas de controversia, como la Energy Policy Act de 2005, que modificó la política energética del país al otorgar facilidades fiscales y crediticias a las empresas que invirtieran en el desarrollo de "energías innovadoras" para frenar las emisiones de efecto invernadero ligadas a los combustibles fósiles, y la Secure Fence Act de 2006, que autorizó la construcción de un muro reforzado con vigilancia electrónica a lo largo de más de 1.000 km de frontera con México para entorpecer la inmigración ilegal y el narcotráfico. Asimismo, en 2007 fue copatrocinador de la Iran Sanctions Enabling Act, que endurecía las sanciones contra Irán, cuyo Gobierno era acusado de estar desarrollando un programa nuclear para usos militares, al poner trabas a las inversiones de compañías nacionales en el sector energético iraní.

En su mandato legislativo, Obama fue miembro de cinco comités senatoriales, los de Relaciones Exteriores, Medio Ambiente y Obras Públicas, Asuntos de los Veteranos, Salud, Educación, Trabajo y Pensiones, y Seguridad Doméstica y Asuntos Gubernamentales. Dentro del primer Comité presidió el subcomité de Asuntos Europeos, y como miembro del mismo realizó varios viajes oficiales a Oriente Próximo, Europa Oriental y África, donde sostuvo reuniones con altas personalidades políticas y gubernamentales.


2.3. La aspiración presidencial: definición de la plataforma y las primarias demócratas

La publicación en octubre de 2006 de su segundo libro, The Audacity of Hope: Thoughts on Reclaiming the American Dream, obra que tomaba el título del discurso pronunciado en la Convención Demócrata de 2004 y que, a diferencia de Dreams from My Father, presentaba un contenido bastante más declarativo y político que biográfico, fue interpretada como un serio aviso de intenciones por parte de un congresista de color, humildes orígenes y exótico nombre que, pese a su cortísima experiencia en los pasillos federales de Washington y su no pertenencia a las élites tradicionales o a una familia influyente, parecía albergar la suprema ambición, que en su caso, considerando tan potentes handicaps, podía sonar a pretensión quimérica: llegar al Despacho Oval de la Casa Blanca. Las especulaciones en tal sentido venían formulándose desde su impactante subida a escena en la nominación de Kerry dos años atrás, pese a que entonces ni siquiera tenía despacho en Washington. Aquel mismo mes, octubre de 2006, la revista Time le dedicó su portada semanal con un titular premonitorio: Why Barack Obama Could Be The Next President.

El 10 de febrero de 2007, al cabo de unas semanas salpicadas de gestos inequívocos, Obama lanzó oficialmente su precandidatura demócrata en las escalinatas del Old State Capitol de Springfield, antigua sede del poder legislativo de Illinois y edificio muy vinculado a Abraham Lincoln, quien en 1858, antes de ser elegido presidente, pronunció aquí un famoso discurso contra la división política en el estado. En su alocución, el senador evocó a Lincoln, se refirió a las "esperanzas y sueños comunes", y achacó a un "liderazgo fracasado", en referencia a la Administración Bush, el "trágico error" de la guerra de Irak y el abandono de las metas de acabar con la pobreza y dotar a Estados Unidos de un sistema universal de salud. Aseguró reconocer "cierta presuntuosidad, una cierta audacia" en el anuncio que realizaba y que su bagaje en Washington no era muy amplio, pero sí lo suficiente como para saber que las cosas "debían cambiar". "Es hora de pasar página, aquí mismo y ahora mismo", sentenció.

En marzo siguiente sacó a la venta su tercer libro, Barack Obama in His Own Words, que recogía una selección de extractos de discursos y entrevistas, y luego escribió un artículo, Renewing American Leadership, que fue publicado como essay de portada por la revista Foreign Affairs en su número bimensual de julio y agosto. El texto, anticipando planteamientos luego expuestos en discursos y ruedas de prensa, reclamaba un "final responsable" para la guerra de Irak, la despolitización de los análisis de inteligencia y un liderazgo renovado para Estados Unidos que ni pretendiera "retirarse" del mundo ni intentara "intimidarlo para que se someta". El aspirante presidencial apostaba por una política exterior más abierta al multilaterialismo, el diálogo y el consenso. Ahora bien, esto no le convertía en un pacifista por principios, como tampoco repudiaba sin más la muy controvertida Doctrina Bush de la autodefensa preventiva, ya que él "no vacilaría en usar la fuerza, unilateralmente de ser necesario, para proteger al pueblo americano o nuestros intereses vitales en caso de ser atacados o amenazados de manera inminente". La matización multilateral la hacía Obama al considerar las opciones militares también "en circunstancias más allá de la autodefensa, en aras de la seguridad común que apuntala la estabilidad global".

Los dos principales peligros del momento, la posesión por Corea del Norte de un programa de armas nucleares y la aparente búsqueda por Irán de idéntica capacidad militar con su programa de enriquecimiento de uranio debían ser conjurados, pero confiando primero en las medidas de presión aplicadas por una "coalición internacional fuerte" y en la acción de la diplomacia, incluyendo llegado el caso las "conversaciones directas". En agosto, el senador afirmó que él no dudaría en ordenar una acción militar contra bases de Al Qaeda en Pakistán sin el consentimiento del Gobierno de Islamabad —el cual reaccionó airadamente al comentario—, y reclamó que se enviaran más tropas a Afganistán para combatir a la insurgencia talibán, cuya escalada de ataques estaba poniendo en jaque a las tropas internacionales de la OTAN allí desplegadas. Apoyado en su inseparable estratega político, David Axelrod, impulsado por una afluencia de aportaciones financieras tan impresionante como insospechada y sacando el máximo partido de su brillantez comunicativa, Obama encaró con prometedoras perspectivas un proceso de selección del candidato demócrata en el que le salieron tres contrincantes de peso que le aventajaban en experiencia y preeminencia.

Estos eran: John Edwards, antiguo senador por Carolina del Norte y candidato a la Vicepresidencia con Kerry en 2004; el hispanoamericano Bill Richardson, embajador en la ONU y secretario de Energía en la pasada Administración demócrata así como actual gobernador de Nuevo México; y, sobre todo, Hillary Clinton, la famosa ex primera dama, senadora por Nueva York desde 2001 y hasta hacía poco presidenta del Comité Directivo de Alcance del Partido Demócrata en el Senado, cuyas ambición y energía políticas eran de sobra conocidas. Retirados Richardson y Edwards en enero, la precampaña presidencial demócrata de 2008 se convirtió en un duelo particular entre Obama y Clinton, que alcanzó cotas de gran aspereza, sin rehuir los ataques puramente personales y el mutuo descrédito, insólitas entre postulantes de un mismo partido. La senadora por Nueva York, vendiendo experiencia, metiéndose en el bolsillo a las mujeres blancas, cortejando a los hispanos y lanzando guiños al mismo electorado negro, donde muchos seguían sin considerar al de Illinois, con su oratoria integradora carente de victimismo racial, un verdadero afroamericano, disfrutó a lo largo de 2007 de una considerable ventaja en los sondeos.

Sin embargo, en los caucuses de Iowa, que dieron el banderazo de salida al proceso el 3 de enero de 2008, Obama comenzó poniéndose en cabeza en la carrera por la obtención de delegados a la Convención Nacional Demócrata. La elección primaria de New Hampshire, el 8 de enero, fue ganada por Clinton, mientras que el supermartes del 5 de febrero, en el que se celebraron primarias o caucuses en 23 estados, acabó en un empate técnico. Obama dio un hachazo casi decisivo ese mismo mes al apuntarse once victorias consecutivas, pero entre marzo y abril Clinton prolongó la pugna, rechazando los llamamientos a que abandonara, al recobrar fuelle con sus victorias en los importantes estados de Ohio, Texas y Pensilvania. La dilatación del proceso por la obstinación esperanzada de Clinton alarmó a los dirigentes del partido, temerosos de que el único beneficiario de la contienda fratricida fuera el candidato de los republicanos, John McCain, septuagenario senador por Arizona, ex prisionero de guerra en Vietnam y hombre con fama de moderado y disidente dentro de su formación, quien tenía asegurada la nominación desde marzo.

Blandiendo los eslóganes emblemáticos de Change we can believe in y Yes, we can, Obama siguió engordando su cuenta y el 3 de junio, pronunciados ya todos los estados y pasados en masa a su lado los llamados superdelegados (compromisarios no elegidos sino designados y que no están sujetos a la disciplina partidista de voto en la Convención), rebasó el número de delegados, 2.118, necesarios para asegurarse la nominación.

En todo este tiempo, también había ganado a Clinton la batalla por los endorsements: a favor de Obama se pronunciaron entre otros Jackson, Kerry, Richardson, Edwards, Ted Kennedy y otros miembros del icónico clan, el emérito senador Robert Byrd, el ex presidente Jimmy Carter, el ex vicepresidente Walter Mondale y muchos prestigiosos ministros de anteriores administraciones demócratas, a los que posteriormente se sumó el ex vicepresidente y candidato presidencial Al Gore. Fuera del partido, Obama recibió las adhesiones de multitud de celebridades del mundo intelectual, la música, el cine, las ONG y el periodismo, sin faltar la muy influyente comunicadora televisiva Oprah Winfrey, que hizo campaña y recaudó fondos para él, mientras le comparaba implícitamente con Martin Luther King. Todo este caudal de respaldos a Obama neutralizó los posibles efectos negativos de su pública ruptura con Jeremiah Wright y la Trinity Church, forzada tras pronunciar el polémico reverendo unos sermones cargados de retórica nacionalista negra, que chocaban frontalmente con los mensajes de unidad del candidato, el cual salió al paso del pequeño escándalo llamando a "superar las viejas heridas raciales".

El 7 de junio, la senadora Clinton, por fin, renunció a la precandidatura y dio su apoyo a Obama, tomando como propio el Yes, we can e instando a sus fieles a que hicieran lo mismo. El primero en secundarla fue su marido, el ex presidente Clinton. La enorme acrimonia de las primarias demócratas fue súbitamente reemplazada por los llamamientos al cierre compacto de filas —asumido de mala gana por las votantes clintonianas más incondicionales— tras Obama y contra McCain. En julio, el candidato realizó un periplo internacional, por Oriente Medio y Europa Occidental, que, más que de presentación, fue de exaltación, a la vista del entusiasmo y las deferencias que halló en las siete capitales visitadas, donde sostuvo reuniones con los respectivos gobernantes. A lo largo y ancho del mundo, las encuestas indicaban que Obama era de largo el candidato preferido por los no estadounidenses para suceder a Bush, no teniendo los medios reparos en hablar de verdadera Obamanía, tales eran las expectativas que el aspirante negro nutría por doquier.

En Kabul, Obama pidió un refuerzo urgente del contingente militar de su país en Afganistán. En Bagdad, contrastó su propuesta de retirada escalonada de las tropas de combate en un plazo de 16 meses a partir de enero de 2009 —muy criticada por McCain ante los éxitos de la surge en la reducción de la violencia— con los deseos del Gobierno irakí de llegar a ese escenario antes de terminar 2010. El principio de la marcha de Irak, en realidad, ya lo tenía asumido la Administración Bush, solo que esta no contemplaba la evacuación de todas las tropas antes de finales de 2011. En Jerusalén, Obama transmitió a los dirigentes israelíes la firmeza de las "relaciones especiales" entre los dos países y su "compromiso permanente" con la seguridad del Estado judío, más ahora en que preocupaba vivamente la amenaza iraní, considerada por él la mayor a que hacía frente Oriente Próximo. En este terreno, el candidato venía destinando mucho más tiempo a exponer posturas proisraelíes que a alentar la convicción de que como presidente de Estados Unidos sería un mediador aplicado y más neutral en las empantanadas negociaciones con los palestinos.

El 23 de agosto Obama desveló que su compañero de fórmula para la Vicepresidencia era el católico Joe Biden, senador por Delaware desde 1973, presidente del Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara alta y uno de los congresistas más experimentados del país, así como precandidato testimonial en las primarias demócratas, de las que se había retirado tras el caucus de Iowa. Al escoger a Biden, Obama buscaba enmendar uno de los puntos flacos de su currículum, su minúsculo historial en los terrenos de la seguridad y la política exterior, convertido por los republicanos en un filón de propaganda negativa. El 27 de agosto, arropado protagónicamente por el matrimonio Clinton, Obama fue nominado por aclamación candidato presidencial en la Convención Nacional Demócrata celebrada en Denver. Independientemente del resultado de su liza con McCain, el senador por Illinois ya estaba escribiendo historia, ya que nunca antes un afroamericano había recibido esta oportunidad en el condominio bipartidista.


2.4. La campaña electoral de 2008: el mensaje del cambio bajo la tormenta económica

Salvo en las dos primeras semanas de septiembre, cuando McCain, impulsado por la efectista irrupción como acompañante de plancha de la gobernadora de Alaska, Sarah Palin (una exponente de los planteamientos ultraconservadores del republicanismo en cuestiones sociales y morales), se puso brevemente por delante, Obama encabezó a lo largo de la campaña todos los sondeos de intención de voto divulgados por los medios periodísticos y los institutos demoscópicos, si bien su margen de ventaja experimentó fuertes oscilaciones, convirtiéndose en un favorito sin certidumbres de victoria.

En sus articulados discursos, sin duda su mayor arma electoral por la fuerte carga retórica y emocional que les imprimía, ilusionando y convenciendo a unos auditorios entregados al carisma de quien algunos —en la comunidad afroamericana— ya contemplaban con expectativas cuasi mesiánicas, y, en menor medida, en los tres debates televisados que sostuvo con McCain, Obama hizo gala de un estilo metódico, cerebral y calmoso, hábilmente conjugado con rasgos de naturalidad, claridad y simpatía, que anulaban las percepciones de posible elitismo intelectual. El aspirante hizo una elocuente promoción del concepto del cambio, un cambio integral, en la manera de gobernar Estados Unidos, en los principios rectores de la economía de libre mercado y en el modo de relacionarse con el resto del mundo.

El lema Change we can believe in, que dio título a su cuarto libro, publicado en septiembre a modo de manifiesto electoral, se transformó en The change we need; en otras palabras, de lo posible y lo esperanzador se pasaba a lo ineludible y lo perentorio. Igualmente, Obama presentó un repertorio de posturas y promesas que, lejos de reflejar un programa bien desarrollado en origen, fue adquiriendo nitidez y detalle sobre la marcha, a veces matizando pronunciamientos anteriores, y de manera recurrente ajustándose a las necesidades electoralistas conforme estas iban surgiendo.

Así, endureció su discurso sobre Irán, país al que amenazó con más fuertes sanciones económicas y con el empleo de la fuerza como último recurso, y dejó abierta la puerta a una revisión de su plan de retirada militar de Irak en año y medio, en función de la situación de la seguridad y de las opiniones de los comandantes sobre el terreno. A su entender, se trataba de poner fin a la guerra en el país árabe de una manera "responsable". Su conocido escepticismo con la ejecución discrecional de la pena de muerte y la legislación permisiva de la tenencia de armas de fuego por particulares fue también revisado. En un sentido general, se apreció una moderación de los enfoques personales de Obama, que tomaron un cariz más centrista en comparación con el izquierdismo asomado en la contienda con Clinton durante la precampaña.

En el libro-manifiesto Change We Can Believe In: Barack Obama's Plan to Renew America's Promise, el candidato presentaba un plan de "esperanza para América" estructurado en cuatro apartados. El primero, titulado Reactivar la economía: reforzando la clase media, se ocupaba de los aspectos socioeconómicos, y aquí Obama ofrecía: universalizar la red de seguros sanitarios, integrando en el sistema a aproximadamente 45 millones de estadounidenses sin cobertura médica; reforzar las prestaciones y consolidar la naturaleza pública del programa Medicare, de asistencia sanitaria gratuita a la tercera edad, y el conjunto de la Social Security, cuyo otro gran pilar era el programa federal de pensiones por jubilación y discapacidad; subir los impuestos a las rentas más altas, las superiores a los 250.000 dólares anuales; mantener o reducir la presión tributaria a las demás (el 95%), con devoluciones fiscales de 500 a 1.000 dólares a las familias de la "clase media" —Biden aclaró posteriormente que debían considerarse tales las que ingresaran menos de 150.000 dólares—, y exenciones totales a las personas mayores con rentas inferiores a los 50.000 dólares; y suprimir las tasas sobre los beneficios de capital a las empresas pequeñas, innovadoras o simplemente de nueva creación, pero incrementarlas a las grandes, en particular las compañías petroleras.

En el segundo apartado de su plan, Invertir en nuestra prosperidad: creando nuestro futuro económico, el candidato se comprometía a dar un gran salto educativo así como a alcanzar la "independencia energética", para él sinónimo de seguridad nacional, lo que pasaba por apostar en firme por las energías renovables y los combustibles alternativos a los fósiles, y reducir el consumo de petróleo importado de fuera a unos precios desbocados, poniendo como alternativas los biocarburantes y la explotación de parte del crudo atesorado por el subsuelo nacional, las llamadas reservas estratégicas. Como resultado, aseguraba, el país ahorraría ingentes cantidades de dinero y crearía cinco millones de puestos de trabajo verdes. Además, el cumplimiento de los criterios de eficiencia energética permitiría reducir masivamente las emisiones contaminantes de efecto invernadero, reducción que, afirmaba con optimismo, podría alcanzar en 2050 el 80% con respecto a los niveles de 1990. En este sentido, Obama quería convertir a Estados Unidos en "líder" mundial en la lucha contra el cambio climático, dando un giro de 180 grados a la política practicada por Bush. Ahora bien, el demócrata no dijo si pensaba impulsar la ratificación por el Congreso del Protocolo de Kyoto de 1997.

El tercer apartado del plan, Reconstruir el liderazgo de América: restaurando nuestro lugar en el mundo, tenía asimismo fuertes implicaciones económicas, ya que la retirada de Irak, la eventual finalización también de la guerra contra Al Qaeda y el terrorismo global —con victoria, se entendía—, la interrupción del desarrollo de nuevo armamento nuclear —ligado a una activa campaña internacional para frenar la proliferación nuclear y prohibir, tratado mediante, la fabricación de munición atómica en todo el planeta—, el abandono de los proyectos más dispendiosos del sistema de defensa nacional antimisiles (NMD) y la renuncia a situar armas en el espacio exterior supondrían en conjunto una acusada desmilitarización de la economía que liberaría decenas de miles de millones de dólares, dinero necesario para cubrir las ayudas fiscales, el gasto social y las inversiones energética y medioambiental, amén de podar el enorme déficit fiscal legado por la Administración Bush, que alcanzaba ya los 450.000 millones de dólares, cantidad equivalente al 3,2% del PIB. En relación con este apartado, Obama era también favorable a que el Senado ratificara el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares (CTBT) de 1996.

Las medidas para aliviar las cargas deudoras de los trabajadores, estimular el consumo e incentivar las inversiones productivas y generadoras de empleo adquirieron una dramática prioridad precisamente en el período álgido de la campaña, en septiembre y octubre, cuando la crisis del mercado de las hipotecas subprime, arrastrada desde el año anterior, desembocó en una descomunal tormenta financiera (intervención estatal en las entidades hipotecarias semipúblicas Fannie Mae y Freddie Mac, quiebra del gigante de la banca de inversiones Lehman Brothers, rescate y nacionalización de hecho por la Reserva Federal de la aseguradora AIG para impedir su bancarrota también), unida a un histórico crash bursátil espaciado en varias jornadas y al veloz agravamiento de la contracción económica: así, en el tercer trimestre del año el PIB estadounidense había retrocedido un 0,7% con respecto al segundo y la recesión iba a declararse con toda crudeza en el cuarto. La superpotencia parecía abocada a su peor crisis económica y financiera desde la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX.

La gravísima crisis de liquidez en el mercado crediticio estadounidense, que infectó a las demás economías mundiales, intentó ser atajada por la Reserva Federal con bajadas del tipo de interés y por el Ejecutivo con el lanzamiento, en una medida sin precedentes por su magnitud y su heterodoxia antiliberal, de un plan intervencionista de emergencia consistente en la inyección en el sistema financiero de 700.000 millones de dólares de dinero público destinados a comprar activos de inversión de los llamados tóxicos (toxic assets), por estar respaldados en hipotecas con riesgo de impago. Obama, como McCain, invocando acciones urgentes para evitar la "catástrofe económica", salió a apoyar la llamada Emergency Economic Stabilization Act, que fue aprobada en segunda lectura por las cámaras del Congreso el 1 y el 3 de octubre.

La triple calamidad financiera, económica y bursátil perjudicó la candidatura del republicano, cogido a contrapié y con serias dificultades para demostrar que sus propuestas económicas se apartaban saludablemente de las políticas de la Administración saliente de su propio partido, e impulsó la del demócrata, visto por la mitad de los ciudadanos, irritados por que el Estado corriera a socorrer a los responsables de la turbulencias y preocupados por su bolsillo, como el mejor preparado de los dos para afrontar el tremendo desbarajuste e imponer a las corporaciones las nuevas reglas del juego, que forzosamente tendrían que ser menos tolerantes con las prácticas especulativas y las operaciones financieras de alto riesgo movidas por el afán de lucro.

Otro punto a favor de Obama en el apartado económico era su equipo de asesores de alto nivel, entre los que estaban el magnate capitalista y filántropo Warren Buffett —uno de los hombres más ricos del mundo—, el presidente del gigante de Internet Google, Eric Schmid, el ex presidente de la Reserva Federal Paul Volcker y los ex secretarios del Tesoro con Clinton Robert Rubin y Lawrence Summers. El seísmo en Wall Street eclipsó también el efímero efecto Palin, desinflado de todas maneras por el rudo derechismo y, principalmente, la patente falta de preparación de la aspirante republicana a la Vicepresidencia, que pudo terminar convirtiéndose en un lastre para McCain, el cual, de todas maneras, llevó una campaña un tanto errática. En la recta final de la campaña, los dos postulantes republicanos pusieron unos acentos particularmente demagógicos y agresivos a los ataques de descalificación personal, adoptados luego de agotarse el argumento de que el de Illinois no tenía madera para comandar un país bajo amenaza terrorista e involucrado en dos guerras. McCain y Palin se aferraron a la esperanza de que la movilización del voto del miedo en el electorado conservador pudiera contrarrestar el impacto adverso de las funestas noticias económicas en las candidaturas propias.

Así, la gobernadora acusó a Obama de "juntarse con terroristas", luego de dar cuenta The New York Times (que editorializó a favor del demócrata, como otras grandes cabeceras de la prensa) de unos contactos circunstanciales del senador con el profesor universitario William Ayers, antiguo cabecilla de un grupo subversivo de extrema izquierda que había perpetrado atentados contra edificios federales a principios de los años setenta. Se trataba de otra "relación peligrosa", como las del reverendo Wright y el promotor inmobiliario Tony Rezko, encarcelado por corrupción. Palin, esta vez apoyándose en lo afirmado por el propio fustigado, echó también en cara a Obama su disposición a encontrarse cara a cara y sin condiciones con el venezolano Hugo Chávez, el iraní Mahmoud Ahmadinejad, el norcoreano Kim Jong Il, los hermanos Castro "y otros peligrosos dictadores".

McCain, por su parte, no se quedó atrás y sembró las dudas sobre el "verdadero Obama", al tiempo que le tildaba de "peligroso" e "izquierdista radical" —el demócrata le llamó a su vez "riesgo para la seguridad nacional"—, contribuyendo a asentar en las bases republicanas más derechistas un agitado estado de furia por la posible llegada del "comunismo" a Estados Unidos de la mano de un presidente "escogido por terroristas", como no podía ser de otra manera a la vista de tan sospechoso nombre, tan anómala biografía y tan "apaciguadoras" propuestas en política exterior. Las virulentas reacciones sectarias en su propio electorado, atizadas por varios medios de comunicación, escaparon al control de la campaña de McCain, quien, en un gesto insólito, se vio obligado, micrófono en mano y aguantando la presión de un auditorio exaltado, a negar que su contrincante fuera un "árabe", sino "un decente ciudadano y padre de familia".

Las maniobras de intoxicación en torno a la supuesta fe musulmana de Obama habían circulado ya durante la precampaña contra Clinton, cuando se filtraron unas fotos en las que se veía al senador vestido con un traje típico somalí, turbante inclusive, tomadas durante un viaje a Kenya en 2006. Ahora, Internet volvió a ser un excelente medio de propagación de bulos sobre las inconfesables "conexiones" del candidato con el Islam, a ser posible radical. El nombre y el apellido del aspirante a presidente, con su resonancia tan poco americana y sí árabe-musulmana, facilitaron los chascarrillos malévolos a costa de un tal Obama bin Laden, Barack Osama, Baraka Obama y el todavía más contundente Barack Saddam Hussein Osama, entre otros juegos de palabras (para completar las pullas, Joe Biden se prestaba a ser llamado Joe bin Laden).

Todas estas maniobras consiguieron sin duda detraer confianza en el demócrata por una parte del electoral blanco indeciso. Y sin embargo, Obama sacó un rendimiento extraordinariamente fructífero de Internet, atiborrado de webs, blogs, videos y canciones creados a mayor gloria suya, además de permitirle alcanzar cotas históricas de recaudación económica para su campaña: los 650 millones de dólares recogidos en total, procedentes exclusivamente de donaciones de particulares y entidades privadas —el candidato rehusó recibir fondos públicos—, más que duplicaron lo ingresado por McCain. El merchandising electoral fue también copado por Obama, cuyos lemas, logos y efigie se estamparon en todo tipo de soportes. El demócrata se convirtió en un icono sin ser aún el presidente.

Por lo demás, el aspirante se pronunció sobre una amplia variedad de temas, dando a entender que si llegaba a la Casa Blanca revocaría varias disposiciones ejecutivas de Bush: así, prometió clausurar el centro de detención de Guantánamo para sospechosos de terrorismo y erradicar los interrogatorios violentos y las torturas en la guerra secreta contra Al Qaeda y sus afines, ya que semejantes prácticas suponían "una brutal traición a nuestros valores fundamentales y una grave amenaza para nuestra seguridad"; mostró su disposición a flexibilizar el bloqueo a Cuba, levantando las restricciones de los viajes y el envío de remesas a los cubanos en la isla; ofreció duplicar la ayuda humanitaria de Estados Unidos a los países menos desarrollados y llamó a situar una estrategia para la reducción de la pobreza en el centro de la política exterior; valoró en términos muy críticos el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, con Canadá y México), por lo que fue acusado de proteccionista; se manifestó en contra del matrimonio homosexual (hasta 2004, sin embargo, había defendido su legalización), aunque también a que la Constitución definiera el matrimonio como la unión de hombre y mujer, siendo su preferencia las uniones civiles y las parejas de hecho de gays y lesbianas; y aceptó desbloquear la investigación médica de células madre embrionarias con fondos federales.


2.5. Victoria frente al republicano John McCain y cascada de reacciones

El elevado nivel de registros electorales, el 73,5% de la población en edad de votar, movilización que no tenía precedentes desde la introducción del sufragio femenino en 1920, hacía presagiar una victoria de Obama, impulsado decisivamente por una coalición popular formada por tres, cuatro segmentos sociales bien definidos: los jóvenes, muchos de ellos nuevos votantes, las mujeres solteras y las minorías raciales, muy particularmente la negra, volcada con el demócrata de una manera aplastante, en torno al 95%, pero también la hispana, que por primera vez apartó sus tradicionales sentimientos de recelo y rivalidad con la comunidad afroamericana, y se apuntó al mensaje del cambio.

El 4 de noviembre de 2008, con una participación nacional del 63%, Obama se proclamó presidente con el 52,9% de los votos populares y 365 delegados o votos electorales —le bastaban 270— de 29 estados, incluidos los determinantes de Florida, Pensilvania, Ohio y Florida, frente al 45,7% y los 173 votos de 22 estados idos a McCain. El color azul tiñó también las elecciones al Congreso, donde los demócratas incrementaron sus mayorías en ambas cámaras: en la Cámara de Representantes, con 435 miembros, pasaron de 235 a 257 escaños, y en el Senado, con 100 miembros, de los que 35 se renovaron ahora, pasaron de 51 —incluyendo dos independientes prodemócratas— a 58.

En la madrugada del 5 de noviembre, el presidente electo, acompañado de su familia, compareció ante una muchedumbre enfervorizada en el Grant Park de Chicago para pronunciar un discurso de aceptación y agradecimiento en el que apeló a la unidad de todos los estadounidenses sin distingos de edad, raza u orientación sexual, tendencia partidista o situación económica: "[Todos] somos y siempre seremos los Estados Unidos de América", proclamó, así como que "el cambio ha llegado a América". "Si hay alguien por ahí que todavía duda de que América es un lugar donde todo es posible, que todavía se pregunta si el sueño de nuestros padres fundadores está vivo en nuestros días, que todavía cuestiona el poder de nuestra democracia, esta noche es su respuesta", fue la frase con la que un sorprendentemente tranquilo Obama comenzó su alocución.

Entre tanto, a lo largo y ancho del país, se sucedían las públicas demostraciones de euforia, por momentos catártica, y exaltación patriótica. Un entusiasmo contagiado a otros lugares del mundo, desde donde le llovieron las felicitaciones al presidente electo, sin faltar el continente africano y muy especialmente Kenya, donde la población se echó a las calles para celebrar la elección de quien veía como un medio paisano y el Gobierno decretó día festivo. Tras tomarse un breve descanso, Obama, con sus gestos y sus palabras, se encargó de templar la desmedida exultación que su victoria electoral había generado, hizo hincapié en lo delicado de la situación por la que el país atravesaba, e indicó que no iba a quedarse de brazos cruzados hasta la toma de posesión del 20 de enero de 2009, cuando le tocaría enfrentar "el desafío económico más importante de nuestras vidas" y una crisis "de proporciones históricas". "No va a ser rápido, no va a ser sencillo salir del agujero en el que estamos", avisó, rehuyendo todo triunfalismo.

En los días y semanas siguientes a su elección, el ya ex senador —dimitió como tal el 16 de noviembre— fue avanzando algunas de las medidas que su Administración pensaba adoptar "inmediatamente después" de tomar posesión. En síntesis, buscaría atajar la recesión y la sangría laboral —la tasa de paro se situaba ya en el 6,5%, la más alta desde 1994, tras la destrucción de 300.000 puestos de trabajo y la suma de 600.000 personas a las listas de desempleados sólo en el catastrófico mes de octubre— mediante un desembolso masivo de dinero público, probablemente parangonable en cuantía al paquete de rescate del sistema financiero montado por el Gobierno Bush con consenso bipartidista.

El llamado Plan de Recuperación Económica, que algunos observadores ya comparaban con el New Deal de Roosevelt, con un horizonte operativo de dos años y bastante más ambicioso y dispendioso que las propuestas de campaña, tal como lo contemplaban sus promotores, pensaba socorrer fiscalmente a las familias de la clase media acosadas por las hipotecas, preservar o crear 2,5 millones de puestos laborales y hacer ingentes inversiones en infraestructuras públicas y tecnologías verdes. También, consideraba ayudar al sector industrial del automóvil, especialmente golpeado por la crisis por la caída en picado del consumo, a condición de que las empresas interesadas presentaran un plan "elaborado" de supervivencia.


3. La hora de los hechos: del aire fresco de los primeros 100 días al reto de la gran reforma doméstica


3.1. Un rosario de cambios para engalanar el debut

El 20 de enero de 2009 Obama tomó posesión del Despacho Oval con una abrumadora lista de deberes sobre la mesa, casi todos prioritarios y algunos urgentísimos, que conformaban el eje de su oferta electoral. Sólo en el ámbito socioeconómico, el nuevo Ejecutivo debía salir al rescate de una producción nacional sumida en la peor coyuntura recesiva desde la Gran Depresión de los años 30 del pasado siglo (en el último trimestre de 2008 el PIB había retrocedido un demoledor 8,9%), detener la destrucción masiva de empleo, poner orden en el sector financiero (asomado al abismo tras la quiebra de Lehman Brothers, pero dispuesto a continuar con sus malas prácticas), corregir los nuevos desequilibrios sociales, reestructurar un modelo de sanidad muy costoso pero insuficiente, y poner en marcha una "nueva economía de la energía" más respetuosa con el medio ambiente y generadora de riqueza.

La política de seguridad y antiterrorista de la era Bush, que también debía ser revisada a fondo aunque apartando cualquier ánimo revanchista y dejando intactas piezas legislativas fundamentales como las polémicas USA Patriot Act y Homeland Security Act (susceptibles de dar pie, advertían sus detractores, a restricciones de libertades y garantías constitucionales), reclamó las primeras órdenes ejecutivas del presidente, pensadas para cancelar ciertas prácticas denostadas, muy lesivas para el prestigio y la autoridad de Estados Unidos en el mundo. Así, Obama dispuso el cierre antes de un año del centro de detención de Guantánamo, donde "combatientes ilegales" y sospechosos de terrorismo eran arrojados a un limbo jurídico al margen de las Convenciones de Ginebra, y prohibió los interrogatorios violentos no conformes al Manual del Ejército sobre el trato debido a los prisioneros.

El presidente firmó además un memorándum sobre independencia y eficiencia energética que daba el pistoletazo de salida a su apuesta decidida por las energías renovables, reduciendo la dependencia de los combustibles fósiles, en particular el petróleo importado, y poniendo como alternativas los biocombustibles, la energía solar y la extracción de parte del crudo atesorado en las aguas de Alaska y el golfo de México. Más tarde, el vertido submarino de British Petroleum entre abril y julio de 2010 puso en dificultades a un enfadado Obama, que intentó aprovechar la peor catástrofe medioambiental sufrida por Estados Unidos para impulsar su política sobre los hidrocarburos, mientras que el desastre atómico de Fukushima en 2011 puso en tela de juicio la decisión del mandatario de reanudar, tras tres décadas de parón, la concesión de licencias para la construcción de centrales nucleares, energía que él consideraba compatible con su "agenda verde". Otras novedades de los primeros 100 días fueron la ley de igualdad salarial de hombres y mujeres, el levantamiento del veto al uso de fondos federales para la investigación médica con células madre embrionarias y la luz verde a la financiación con fondos públicos de los grupos pro aborto.


3.2. El plan de recuperación económica

Pero la gran medida de choque del período inaugural fue la American Recovery and Reinvestment Act (ARRA), firmada el 17 de febrero, un gigantesco paquete de estímulos fiscales de 831.000 millones de dólares a invertir en una década y con pretendidos efectos fulminantes en la producción y el empleo. Este plan típicamente keynesiano, que seguía al igualmente excepcional salvamento de la banca privada dispuesto por Bush y que se compaginaba con la estrategia expansionista de la Reserva Federal de mantener los tipos de interés entre el 0% y el 0,25%, dar barra libre de liquidez al interbancario y poniendo en circulación ingentes cantidades de dinero para comprar bonos y activos tóxicos y sanear así el sistema financiero, tuvo la virtud de poner fin a la Gran Recesión en el tercer trimestre de 2009 y de invertir la curva del paro, que alcanzó su pico del 10,1% (el mayor desde 1983) en octubre tras haber empezado el año en el 7,8%.

Sin embargo, la recuperación resultó ser frágil y a mediados de 2012, tras haber registrado unos meses prometedores entre 2009 y 2010 y, de manera más fugaz, a finales de 2011, la economía estadounidense continuaba sin tomar vuelo, mientras que las cifras del desempleo, devuelto al 7,8% de partida, seguían siendo vistas como demasiado elevadas. El programa de recuperación de Obama fue considerado insuficiente a su izquierda y un lamentable despilfarro del Big Government a su derecha.

La cara desagradable del desembolso a gran escala del erario federal en la economía era, naturalmente, el impacto en el déficit fiscal y la deuda pública, dos variables que llevaban un tiempo desaforadas. A Obama, Bush le dejó unos presupuestos ya desbaratados y en septiembre de 2009, al cerrarse el año fiscal, el Congreso confirmó que el déficit real alcanzaba los 1,41 billones de dólares, o el 9,9% del PIB, porcentaje que no tenía precedentes desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En cuanto a la deuda, colosal, formaba una montaña de 12,8 billones, en términos absolutos la más alta del mundo. Para su primer año fiscal, 2009-2010, el presidente sometió al Congreso, entonces controlado por su partido, un proyecto de presupuesto con el déficit disparado a los 1,75 billones, el 12,3% del PIB, para terminar 2009 pero recortado a los 1,17 billones en 2010, más un techo de deuda asimismo recrecido, por encima de los 14 billones. Ahora bien, el mandatario confiaba en podar el déficit drásticamente en los siguientes ejercicios, hasta dejarlo por debajo de los 0,6 billones en 2012, es decir, el 3,5% del PIB, volumen que ya se acercaba al tope sacrosanto de la Unión Europea (el 3%).


3.3. La reforma sanitaria

En sus cálculos, Obama y el Departamento del Tesoro habían de tener presentes los costes de la ARRA, el socorro específico a las familias hipotecadas abocadas al desahucio, las ayudas especiales a la industria del automóvil en graves apuros y la multiplicación del gasto obligatorio en pensionistas, desempleados y afiliados a los programas federales de salud Medicare y Medicaid. Tanto o más importante, en la factura de la provisión social debía encajar su divisa estrella de la campaña electoral, la reforma sanitaria, que de salir adelante sería el mayor avance normativo desde tiempos de Lyndon Johnson y en la cual ya se había estrellado Bill Clinton. El objetivo del presidente, realmente ambicioso, era implantar un sistema universal de salud que, sumando los diversos tipos de seguros, integrara a 45 millones de estadounidenses sin cobertura médica, en lo sucesivo obligatoria, y además acabara con las prácticas abusivas de las aseguradoras privadas, mejorando las condiciones de las pólizas. El instrumento legal, denominado Patient Protection and Affordable Care Act, topó con un fortísimo rechazo de los republicanos, pero también con la hostilidad de algunos demócratas moderados.

Puesto que se empeñó en hacer de esta reforma una cuestión central del consenso bipartidista, el Ejecutivo se enfangó en una tortuosa consulta parlamentaria a fin de obtener el mayor respaldo posible de los congresistas. Obama, que tenía de su lado a los hospitales y las farmacéuticas, tampoco se mostró muy beligerante con las agresivas campañas de boicot de las aseguradoras y poderosos grupos de presión empresariales. Al final, en marzo de 2010, una Cámara de Representantes dividida por la mitad (219 votos contra 212) entregó al presidente para su firma una versión suavizada del ObamaCare, que entre otras enmiendas a la baja descartaba la "opción pública" en el seguro médico para colectivos como los parados.


3.4. La reforma financiera

En enero de 2009 Obama estrenó la presidencia tildando de "vergüenza" que los ejecutivos de las firmas financieras salvadas con dinero público volvieran a repartirse primas millonarias. Las señales del regreso al business as usual por los bancos y los fondos de inversión puestos en la picota por su abuso del riesgo y la especulación, origen del estallido de la burbuja de las hipotecas subprime en 2007 y de las quiebras de 2008, obligaron al Ejecutivo a tomar "medidas extraordinarias" para cambiar las reglas del juego y poner fin a la "cultura de la irresponsabilidad"; en adelante, los negocios financieros, en especial el mercado de derivados y los fondos de alto riesgo, estarían más regulados y mejor supervisados, dando una mayor protección a consumidores y contribuyentes.

Como en el caso de la reforma sanitaria, la reforma del sistema financiero (la Dodd–Frank Wall Street Reform and Consumer Protection Act), promulgada en julio de 2010, estuvo sometida a la presión de los lobbies perjudicados y adoptó una versión final descafeinada, pues Obama, para no encrespar en demasía a los republicanos, que le acusaban de excederse con un intervencionismo de signo "populista", renunció a imponer una controvertida tasa a la banca y dejó correr la idea de aplicar sanciones a quienes habían puesto la economía al borde del precipicio. Aun y todo, no consiguió tampoco ahora el voto bipartidista y de paso hubo de salir a desmentir que él fuera un "socialista". Las bases demócratas orientadas a la izquierda y sectores independientes de la sociedad civil no se sintieron impresionados con la reforma y de su seno surgió un movimiento de protesta sin precedentes, Occupy Wall Street, que denunció las inequidades del modelo de libre mercado y la rapacidad de las corporaciones. En octubre de 2011, en un mal momento de popularidad, un comprensivo Obama declaró que las manifestaciones, las sentadas y otros actos de desobediencia civil realizados por los activistas de Occupy Wall Street reflejaban "la amplia frustración del pueblo americano por cómo funciona nuestro sistema financiero".


4. La segunda mitad del mandato: regateo sin tregua con congresistas y conservadores


4.1. El revolcón de las legislativas de 2010 y la ofensiva derechista del Tea Party

Con vistas a las elecciones legislativas de la mitad del mandato, el 2 de noviembre de 2010, Obama presentó un anexo a su plan de estímulo económico consistente en una reducción de impuestos y cotizaciones durante dos años para los trabajadores de la clase media —la gran mayoría— y las pymes innovadoras. La medida, en realidad una prórroga de los descuentos fiscales decididos por Bush en su primer mandato, ponía el ojo en la superación de la crisis, más ahora en que la economía entraba en una nueva fase de enfriamiento, pero también en el ánimo del electorado, pues los sondeos indicaban que quienes suspendían la labor presidencial empezaban a superar a los que la aprobaban.

Las expectativas electorales del presidente fueron dinamitadas por la estridente irrupción del Tea Party, un movimiento político y social, entre derechista, populista y libertario, de reacción a las reformas del Ejecutivo, tachadas todas de anticonstitucionales y antiamericanas, y que en su radicalismo exacerbado llegó a desbordar al propio Partido Republicano, del que en buena parte emanaba. Precedidos por el aviso de la pérdida del escaño senatorial de clase A por Massachusetts, elección parcial que dejó al partido de Obama a merced del filibusterismo parlamentario de sus adversarios, los comicios de noviembre produjeron el mayor corrimiento de fuerzas desde 1938 en la Cámara de Representantes, la cual retornó al control republicano tras cuatro años de predominio demócrata, mientras que en el Senado el color azul conservó la mayoría por muy poco. Ahora, Obama tenía que apañárselas con una minoría demócrata de 193 congresistas, en muchos de los cuales tampoco podía confiar porque no dudarían en ejercer su libertad de voto contra las posiciones de la Casa Blanca.

En diciembre de 2010, un Obama claramente tocado por el bofetón electoral aún obtuvo de los exultantes republicanos sendos compromisos para renovar las rebajas tributarias (Tax Relief, Unemployment Insurance Reauthorization and Job Creation Act) y derogar la política del No preguntar, No decir implantada por Clinton en 1993 y que venía impidiendo a gays y lesbianas revelar su orientación homosexual con el uniforme de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, ese mismo mes, la Cámara de Representantes —y con el voto de no pocos demócratas, furiosos con el presidente por su acuerdo fiscal con los republicanos, que al final beneficiaba también a los ricos— denegó por ley de restricción financiera que los reclusos de Guantánamo pudieran ser trasladados a Estados Unidos para someterse a la justicia civil, posponiendo así sine díe el funcionamiento de los tribunales militares que el presidente ya se había visto obligado a restablecer en mayo de 2009.

Por su parte, el Senado dejó también en el dique seco el Dream Act, el proyecto de ley que habría concedido la residencia permanente a miles de estudiantes foráneos en situación irregular pero que habían entrado en Estados Unidos siendo niños y estaban perfectamente integrados en la sociedad de acogida. A la conversión en agua de borrajas del plan de Obama de regularizar a millones de inmigrantes indocumentados se le sumó la polémica Ley de Arizona que criminalizaba a los extranjeros del estado sin los papeles en regla, todo lo cual hizo poner el grito en el cielo a la pujante minoría hispana. Obama estrenó su tercer año en la Presidencia con la agenda reformista desarbolada y con la iniciativa política arrebatada por los republicanos y su impetuosa fuerza motriz, el Tea Party.

Por otro lado, el triste reguero de tiroteos indiscriminados cometidos por perturbados (masacres de Binghamton, Houston, Tucson —en la que resultó gravemente herida la congresista demócrata Gabrielle Giffords, en pleno vocerío intolerante del Tea Party— y Aurora) no fue suficiente para que la Administración Obama, dócil al influjo de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), retomara su propuesta original de renovar la prohibición federal de la adquisición por civiles de armas de asalto, que había expirado en 2004.


4.2. Forcejeo fiscal con los republicanos y la crisis del techo de la deuda

La vulnerabilidad legislativa de Obama se puso dramáticamente de relieve a lo largo de 2011 en relación con la delicada situación de las finanzas federales. En febrero de 2010 el presidente presentó a un Congreso teóricamente afín unos presupuestos de 2011 que preveían un déficit de 1,56 billones de dólares para terminar el año en curso (2010 iba a concluir con un déficit definitivo de 1,29 billones), y un déficit de 1,27 billones y un montante de deuda de 15,1 billones para 2011. Los republicanos, entonces en minoría, advirtieron que de ninguna manera aprobarían esas cifras. El 30 de septiembre expiró el año fiscal 2009-2010 sin acuerdo a la vista y en febrero de 2011, en mitad del impasse y con el Congreso mucho más intratable tras los comicios, Obama desveló su plan presupuestario para 2012.

La tozudez del desacuerdo arrastró a la Administración federal a un perturbador escenario de parálisis y cierre por falta de fondos a partir del 9 de abril. Obama escogió precisamente este tenso momento, el 4 de abril, para anunciar de manera oficial que en 2012 buscaría la reelección. In extremis, las partes alcanzaron un compromiso provisional por el que el Gobierno obtenía una capacidad de gasto puente a cambio de un recorte adicional de 38.500 millones en el presupuesto del año fiscal que terminaba en septiembre. Los presupuestos de 2011, a trancas y barrancas, vieron finalmente la luz.

El espectacular anuncio por el presidente, el 2 de mayo de 2011, de que comandos aerotransportados de operaciones especiales habían matado a Osama bin Laden en su refugio secreto en Abbottabad, Pakistán, desató una ola de orgullo patriótico que recorrió Estados Unidos y ciñó una súbita aureola de triunfador al presidente, quien había hecho sumaria justicia diez años después del infausto 11-S, pero la euforia se disipó pronto y la mayoría republicana se apresuró a recordar que la guerra fiscal en casa estaba lejos de solucionarse. El 3 de agosto era la nueva fecha tope para viabilizar el presupuesto de 2012 y fijar el margen deudor, imprescindible para pagar facturas y gastos corrientes; si para entonces no había acuerdo, las arcas federales entrarían en suspensión de pagos, una moratoria inaudita que haría trizas la credibilidad de Estados Unidos y acarrearía, sin lugar a dudas, catastróficas consecuencias económicas.

Para apretarle las tuercas al jefe del Ejecutivo, la mayoría republicana del Congreso exigió la aprobación previa de una ley del control presupuestario que obligara al Estado a no gastar más de lo que ingresara, es decir, a alcanzar el equilibrio presupuestario en el plazo superior a una década. A cambio, el Gobierno obtendría una elevación sustancial del techo de deuda, pero este incremento no podría ser mayor que el ahorro en el gasto, y el Gobierno tampoco podría buscar ingresos extra por la vía tributaria, lo que descartaba de plano la intención de la Casa Blanca de subirles los impuestos a las rentas más altas. Como en abril, el cataclismo de la quiebra técnica del Estado quedó conjurando en el último momento al acordarse, entre otros puntos, un límite de deuda ampliado de manera inmediata en 900.000 millones de dólares a cambio de una reducción de gastos de 917.000 millones hasta 2021. El 2 de agosto el presidente firmó la Budget Control Act of 2011 luego de superar el voto de la Cámara de Representantes con 269 síes y 161 noes, de los que 66 eran republicanos y 95, nada menos, demócratas. Esta mediocre cuota de apoyos fue lo más parecido al cacareado consenso bipartidista que Obama pudo arrancar del Congreso en las grandes cuestiones legislativas.

Además, lo acordado no dejaba de ser un parche para salir del paso que no resolvía los problemas de fondo, más allá del cortísimo plazo. En el horizonte asomaba amenazador el 31 de diciembre de 2012, fecha en que expiraba la prórroga de las rebajas de impuestos decidida en 2010. Si para entonces no había un acuerdo sobre la nueva fiscalidad federal, qué rentas tributarían con qué tipo, la simultaneidad de la subida automática de los impuestos directos a los contribuyentes y de los recortes generalizados en el gasto público, que era lo pactado ahora, bien podía arrastrar al país a una nueva recesión. Mucho se habló entonces de claudicación y de derrota de Obama en la crisis del techo de la deuda federal, pero el espectáculo del cerril bloqueo parlamentario, que había convertido al país entero en el rehén de una contienda partidista mezquina, dañó en no menor medida la imagen de los republicanos y el Tea Party. No por casualidad, la agencia de rating Standard & Poor's decidió degradar un escalón la solvencia crediticia del Tesoro federal, con lo que Estados Unidos quedó fuera del selecto club de la triple A. Entre agosto y octubre, la popularidad de Obama, con hasta un 55% de desaprobación frente a un 38% de aprobación, tocó fondo en las encuestas.


4.3. Repostulación en 2012 y triunfo sobre Mitt Romney

Obama arrancó el año electoral de 2012 levemente recuperado en los sondeos y con el respiro que le proporcionó la promulgación, mediante tres leyes aprobadas por el Congreso en noviembre y diciembre, del presupuesto federal de 2012. Claro que con una previsión de déficit de 1,32 billones, luego las metas fiscales de 2009 quedaban hechas pedazos, pues los datos del crecimiento y del ritmo de creación de empleo no invitaban al optimismo. Sacando partido de la confusión que se apoderó del campo republicano, erosionado por la bulla extremista del Tea Party y la multiplicidad de precandidatos, dedicados a demostrar quién era el más americano y se situaba más a la derecha, el mandatario se apuntó cuatro tantos seguidos en los meses de mayo y junio.

Dos fueron iniciativas propias: la declaración de respaldo, primera en un presidente estadounidense y de hecho contraria a la ley federal de 1996 que invalida expresamente esta fórmula conyugal, al matrimonio entre personas del mismo sexo y a continuación la orden de detener las deportaciones de aquellos a los que la paralizada Dream Act estaba dirigida. Ese mismo mes de junio el Tribunal Supremo, no obstante su mayoría conservadora, echó un doble capote a Obama al invalidar la mayoría de los puntos de la Ley de Arizona y avalar su modelo sanitario, que había sido impugnado por los republicanos.

El 5 de septiembre, entre llamadas a perseverar en un "camino más duro" pero que conducía "a un lugar mejor", y apelaciones al voto de la clase media, cortejada con nuevas gratificaciones tributarias, Obama fue oficialmente nominado por la Convención Nacional Demócrata reunida en Charlotte, Carolina del Norte. Terminó así la campaña de las primarias, que en realidad no fue tal al obtener Obama la proclamación prácticamente por unanimidad, y comenzaba la campaña de las presidenciales del 6 de noviembre, donde se vería las caras con el ganador de las primarias republicanas, el ex empresario mormón y ex gobernador de Massachusetts Mitt Romney.


5. El manifiesto de una nueva política exterior y la nueva Estrategia de Seguridad Nacional

Cuando en 2009 tomó el mando de Estados Unidos, la Administración Obama se apresuró a demostrar con gestos y con hechos su voluntad, manifestada con insistencia durante la campaña electoral, de practicar una política exterior mucho más abierta al multilateralismo, el diálogo y el entendimiento, incluso con gobiernos recalcitrantes que podían considerarse antagonistas y entrañaban potenciales amenazas para la seguridad nacional. En el Departamento de Estado, Hillary Clinton debutó invocando una "diplomacia inteligente" para manejar los desafíos internacionales y conducir a buen puerto la lucha contre el terrorismo. Los mensajes eran que Washington dejaba a un lado el excepcionalismo prepotente, se libraba de esquemas maniqueos o moralistas en el análisis internacional, como el Eje del mal acuñado por Bush, y aspiraba a una mejor coordinación con los países amigos y aliados.

Estados Unidos ya no buscaría transformar o moldear (shaping) el mundo con arreglo a sus valores y sus intereses, ni llevar por las bravas la democracia y el desarrollo a estados dictatoriales o fallidos (nation building). Siempre que pudiera, intentaría desactivar los conflictos con otros estados sin recurrir a la coerción o la fuerza, pero las tácticas del hard power seguían siendo una opción y América no vacilaría en aplicarlas cuando lo juzgara oportuno, por supuesto de manera unilateral. La secretaria de Estado popularizó el concepto del smart power, que conjugaba los instrumentos duros y los blandos. En septiembre de 2009, en su primer discurso ante la Asamblea General de la ONU, Obama sintetizó su filosofía sobre una nueva era de cooperación internacional con estas palabras: "Aquellos que solían fustigar a América por actuar sola en el mundo no pueden ahora mantenerse al margen y esperar a que América resuelva sola los problemas del mundo. Hemos buscado, de palabra y en los hechos, una nueva era de compromiso con el mundo. Y ahora es el momento para todos nosotros de compartir la responsabilidades para dar una respuesta global a los desafíos globales".

En el Departamento de Defensa, Robert Gates, un antiguo director de la CIA nombrado para el Pentágono por Bush en 2006 y confirmado ahora por Obama, asumió la complicada empresa de redirigir el esfuerzo bélico de Irak, donde la retirada militar era ineludible, a las contiendas, diferenciadas aunque con creciente hibridación en el caótico Pakistán, contra los talibanes afganos y las franquicias regionales de Al Qaeda. De las tres guerras que el Ejército estadounidense tenía abiertas, tocaba cerrar con presteza una, la del país árabe, la más mortífera y menos justificada, dejando atrás una situación política y de seguridad supuestamente encarrilada y pasando página al capítulo más sombrío y traumático de la reciente historia nacional. En cuanto a las otras dos guerras, se trataba de escalarlas, cuantitativa y cualitativamente, para poder ganarlas.

La reorientación de las prioridades militares y las misiones de combate, amén de los retos pendientes en otros puntos del globo como Irán, Corea del Norte y Palestina, junto con la apuesta decidida por la desnuclearización de las relaciones internacionales y la profundización de los tratos con las potencias emergentes de Asia, debía afrontarlos y conducirlos una superpotencia que arrastraba una seria deslegitimación ética allá donde tenía frentes abiertos y que además estaba obligada a desenvolverse en un mundo cada vez más complejo e ingobernable. Estados Unidos había perdido autoridad e influjo allende sus fronteras y en no pocos escenarios diplomáticos debía volver recorrer mucho terreno desandado, casi empezar de cero. A la espera de una mayor precisión teórica y de concreciones in situ, los adelantos de las nuevas políticas exterior y de seguridad de Estados Unidos prometían profundos cambios, aunque tampoco podía hablarse de enmienda a la totalidad de las políticas de Bush.

Los aspectos rupturistas y continuistas se sintetizaron bien en la nueva Estrategia de Seguridad Nacional (ESN), publicada en mayo de 2010 y que tomó el relevo al último documento sobre la mesa, el de 2006. De entrada, la ESN de 2010 pasaba página a la Doctrina Bush de 2002 sobre la defensa nacional ligada a los ataques preventivos en el extranjero y desglobalizaba el concepto de terrorismo y la propia guerra para combatirlo, dando paso a un enfoque de guerras compartimentadas, en particular la seguida contra Al Qaeda. La organización y sus "asociados violentos y extremistas" debían ser "desbaratados, desmantelados y derrotados en Afganistán, Pakistán y en todo el mundo", rezaba el documento.

La terrorista era identificada como una más de un abanico de amenazas, junto con la proliferación de armas de destrucción masiva, la criminalidad transfronteriza, la dependencia energética, las pandemias, las perturbaciones climáticas y otras más. Muchas de estas amenazas no requerían respuestas, llegado el caso, de tipo bélico. La ESN de 2010 daba soporte conceptual al deseo de Obama de someter al Pentágono a importantes recortes presupuestarios, adecuando el poderío militar de Estados Unidos a las realidades del mundo, y otorgaba un tratamiento integral a la seguridad nacional, superando la distinción categórica entre riesgos de impacto doméstico y riesgos de alcance internacional. En abril de 2011, la revisión de prioridades y la reducción de gastos en el aparato militar iban a enmarcar los nombramientos por Obama de Leon Panetta como nuevo secretario de Defensa y del general David Petraeus como su sucesor al frente de la CIA, dos departamentos obligados a trabajar más concertadamente que nunca. El cibercrimen y la ciberguerra constituían uno de los retos más peligrosamente tangibles a que hacía frente la seguridad de la nación. Sobre este particular, ya en 2009, al poco de asumir, la Administración Obama desveló su New Cyber-Security Strategy, que daba desarrollo a la Comprehensive National Cybersecurity Initiative lanzada por Bush el año anterior.


6. Los hotspots de Oriente Medio


6.1. Irak: Retirada cumplida sin solucionar la inseguridad

El 21 de enero de 2009, en su segundo día como presidente, Obama activó el proceso de repatriación por etapas de los 142.000 soldados desplegados en Irak y realizar así su promesa electoral, en la que no podía fallar, de darle un "final responsable" a esta infausta aventura exterior iniciada en 2003, suma de guerra y ocupación que podía ser vista como una cadena de trágicos errores con un balance de resultados más que mediocre. Aunque la estrategia militar de la surge y la formación de los Consejos del Despertar (antiguos insurgentes sunníes reclutados como milicianos legales para ayudar a las fuerzas gubernamentales en la lucha Al Qaeda) venían dando resultados y los niveles de violencia ya no eran los atroces de 2006-2007, el Pentágono y los mandos sobre el terreno recomendaron cautela, pues la situación distaba de estar controlada y el proceso de irakización de la seguridad se hallaba muy verde aún.

El 27 de febrero, tras consultarlo con Gates y los generales, el presidente precisó el calendario revisado de la evacuación, que al final iba a ser más espaciada en el tiempo y que de hecho se ajustaba a lo ya previsto por Bush en la recta final de su mandato: la vuelta a casa del grueso del contingente, el movilizado para combatir a campo abierto, sería un hecho el 31 de agosto de 2010; transcurridos estos 18 meses, 50.000 uniformados de diversas unidades permanecerían en Irak una temporada adicional, unos 16 meses, para adiestrar a los efectivos irakíes, conducir operaciones especiales de lucha antiterrorista y proteger instalaciones y personal civil estadounidenses. El cronograma se ejecutó prácticamente al milímetro, pese a las turbulencias políticas locales y los vacíos temporales de poder (tras las elecciones de marzo de 2010 los partidos invirtieron nueve meses en ponerse de acuerdo sobre el nuevo Gobierno de coalición encabezado por el shií Nuri al-Maliki), y a la terca realidad cotidiana de los atentados suicidas indiscriminados y los ataques sectarios de signo religioso, que buscaban reavivar el espectro de una guerra civil entre sunníes y shiíes.

Así, el 30 de junio de 2009 los soldados estadounidenses dejaron de patrullar en las ciudades y cedieron el control del orden público a las fuerzas de seguridad irakíes; el 19 de agosto de 2010 el Ejército retiró a su última brigada de combate y 31 de ese mes el presidente comunicó que las misiones de ese tipo habían concluido; horas después, el 1 de septiembre, la Operación Libertad Irakí dio oficialmente paso a la Operación Nuevo Amanecer; el 21 de octubre de 2011 Obama confirmó la retirada total a últimos de año; el 12 de diciembre siguiente, Obama y el primer ministro Maliki sellaron en la Casa Blanca el final de la intervención de Estados Unidos en Irak; tres días después, el sucesor de Gates en la Secretaría de Defensa, Panetta, participó en Bagdad en una ceremonia simbólica de clausura de misión; el 18 de diciembre el último convoy de tropas cruzó la frontera de Kuwait; y el 31 de diciembre de 2011 la retirada estadounidense de Irak se dio por completada.

Atrás quedaban, por la parte estadounidense, 4.486 bajas mortales (de las que 250 se habían producido en los casi tres años de presidencia de Obama), 32.000 heridos y costes económicos por valor de 823.000 millones de dólares, amén de inmensurables daños políticos y psicológicos. Por la parte irakí, un país destrozado y desangrado por todo tipo de violencias que habían provocado muchas decenas de miles (algunas estimaciones hablan de cientos de miles) de muertos entre civiles y combatientes, con unas instituciones políticas formalmente democráticas, pero poco funcionales y minadas por el sectarismo de unos partidos mayoritarios cortados por patrones étnicos y religiosos. Al comenzar 2012, Irak afrontaba un considerable repunte de la violencia interconfesional y en los meses siguientes terribles atentados dirigidos contra la población shií y de autoría jihadista pusieron crudamente de relieve lo volátil de la situación en el país árabe.


6.2. Afganistán: Estrategia cambiante para salir del marasmo

En Irak, Obama podía deshacerse —de la manera más ordenada posible, eso sí— de una guerra que no consideraba suya ni un conflicto donde estuvieran en juego intereses realmente vitales de Estados Unidos. Poco que ver con Afganistán, principal teatro bélico de la Operación Libertad Duradera (OEF), la ofensiva global contra el terrorismo islamista desencadenada por Bush como reacción a los atentados del 11-S, que el líder demócrata no sólo suscribía, sino que, incrementando los medios y rebajando la retórica, parecía tomarse más en serio que su predecesor. Derrotar a la potente insurgencia talibán, al igual que a las huestes conniventes de Al Qaeda, y apuntalar al Gobierno aliado del presidente Hamid Karzai constituían una acuciante prioridad. Para Obama, la de Afganistán era una contienda "necesaria" porque si las guerrillas talibán se hacían fuertes en el sur del país y también al otro lado de la frontera, en el noroeste tribal de Pakistán, las organizaciones extremistas como Al Qaeda y otros grupos jihadistas de su nebulosa, que sí eran mortales enemigos directos de Estados Unidos, volverían a medrar y a urdir acciones terroristas en los santuarios de que ya habían gozado anteriormente.

La estrategia inicial de la Administración Obama en la lucha contra los talibanes afganos, derrocados como régimen político en 2001 pero nunca anulados como fuerza armada y ahora más amenazantes que nunca, consistió en incrementar gradualmente el nivel de tropas, que en enero de 2009 sumaban 38.000 (de las que la mitad se integraban en la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad, ISAF, operación autorizada por la ONU y comandada por la OTAN, dedicada a labores de reconstrucción y a la lucha antitalibán, mientras que el resto se encuadraban en la OEF y la campaña antiterrorista), hasta alcanzar los 68.000 efectivos a finales de 2009.

Llegado diciembre, el presidente ordenó el despacho de 30.000 soldados adicionales, elevando el contingente a los 98.000 hombres, y planteó la posibilidad de, si las cosas transcurrían como se esperaba, empezar a retirar tropas y transferir responsabilidades a las frágiles Fuerzas Armadas afganas al cabo de 18 meses, a mediados de 2011. El vuelco de recursos materiales y humanos a Afganistán era paralelo a la desescalada en Irak. Para "estabilizar" la deteriorada situación de la seguridad y conjurar el riesgo del peor de los escenarios imaginables, que el país cayera en manos de nuevo, como en 1996, de los fundamentalistas, el mandatario nombró al general Stanley McChrystal nuevo comandante de las fuerzas estadounidenses y de la ISAF.

La particular surge afgana de Obama se tradujo inmediatamente en un considerable aumento de las bajas propias: si en 2008 habían perecido en acción de combate o en incidentes en la retaguardia 155 soldados de Estados Unidos y 140 de otras nacionalidades, en 2009 el balance fue de 317 muertos, 521 para el conjunto de la ISAF, y en 2010 las cifras se dispararon a los 499 y 711 muertos, respectivamente. El desasosiego y el hartazgo por la interminable guerra de Afganistán (la más larga de las libradas por Estados Unidos en toda su historia) prendieron en la opinión pública y en buena parte de la clase política norteamericanas, más porque los talibanes, lejos de ceder terreno y a pesar del durísimo castigo que les infligían las ofensivas de la ISAF, no hacían más que multiplicar sus incursiones, ataques y atentados, hasta el punto de infiltrar comandos en Kabul y sembrar el caos, antes de ser neutralizados, en el mismísimo centro neurálgico del país.

Por si fuera poco, el Gobierno de Karzai, reelegido presidente en 2009 en unas votaciones escandalosamente fraudulentas y dedicado a un sospechoso cabildeo tribal, revelaba diariamente, a los ojos de sus protectores de Washington, su naturaleza corrupta y su incompetencia. En cuanto a la martirizada población civil, era blanco periódico de bombardeos "por error" de la OTAN, con los consiguientes desconfianza y rencor de los paisanos hacia las fuerzas extranjeras que en teoría estaban allí para protegerles. Casi nada marchaba bien en Afganistán y de la frustración general se hizo eco el general McChrystal, cesado por Obama en junio de 2010 tras criticar en una entrevista al mando político de la Casa Blanca. El presidente puso en su lugar al general Petraeus, un oficial nada partidario de plantear retiradas en tan difícil momento. Obama, sin embargo, no era insensible al coro de peticiones, con visos de clamor, que le emplazaban desde casa y desde los gobiernos aliados a reconocer que no había perspectivas de una victoria decisiva sobre los talibanes y sus cofrades islamistas de la red Haqqani, y que era la hora de aplicar una estrategia realista de retirada con plazos bien definidos, combinada con pasos políticos encaminados a una solución negociada.

En noviembre de 2010, no sin dudas y vacilaciones, Obama consensuó con los aliados de la OTAN un plan de retirada paulatina de las tropas entre 2011 y finales de 2014, fecha en que las fuerzas de seguridad afganas podrían asumir el control de la seguridad en todo el país. En junio de 2011, luego de conocerse el dato de que el número de civiles muertos desde la invasión de diez años atrás había alcanzado niveles récord en 2010 y al poco de los graves disturbios en Mazar-i-Sharif y Kandahar como reacción a la quema de un ejemplar del Corán por el lunático pastor de Florida Terry Jones, el presidente fue más explícito y anunció la salida de 33.000 soldados hasta diciembre. La retirada de la ISAF, muy prudente y pausada, ya estaba en marcha, y gobiernos como el británico, el francés, el alemán y el español no tardaron ni un segundo en anunciar sus propios repliegues, que discurrirían en paralelo al estadounidense.

El otro pilar del nuevo enfoque, que suponía reconocer el fracaso de la vía exclusivamente militar, era la apertura de negociaciones directas con los talibanes sin ningún alto el fuego de por medio, en la esperanza de que el agresivo movimiento aceptara cambiar los fusiles por los despachos, integrándose en el juego político como un actor más y participando en las elecciones. El éxito de esta tentativa parecía de lo más improbable, pues Estados Unidos quería seguir lanzando ofensivas para debilitar a lo talibanes mientras avanzaba en la formación del Ejército afgano y aquellos, campeones del extremismo y autores de incontables actos de barbarie, dejaron más que clara su voluntad de lanzarse al asalto de Kabul tan pronto como la OTAN hiciera mutis o simplemente bajara la guardia.

2012, el año en que Obama se jugaba la reelección, deparó al presidente capas tanto de cal como de arena en relación con Afganistán. Así, en enero arrancaron en Qatar las conversaciones de paz a tres entre Estados Unidos, el Gobierno afgano y los talibanes, pero estos últimos suspendieron su participación en marzo luego de la quema de coranes por personal estadounidense en la base de Bagram —inexplicable episodio que dinamitó muchos esfuerzos de relaciones públicas— y tras una matanza de civiles a manos de otro soldado en Kandahar, hechos que provocaron una enorme indignación en el país y la queja airada del mismo Karzai. La batalla militar no se estaba ganando y, peor aún, la batalla "por la conquista de los corazones y los espíritus" se estaba perdiendo.

El 1 de mayo, cuando parecía que el plan de salida ordenada se derrumbaba sin remedio, Obama se presentó en Kabul y suscribió con Karzai un documento clave negociado en las últimas semanas, el Acuerdo de Asociación Estratégica Estados Unidos-Afganistán, que regulaba las responsabilidades y el marco de relaciones de los dos gobiernos tras la compleción de la marcha de la ISAF en 2014. Días después, en su Cumbre de Chicago, la Alianza Atlántica confirmó el horizonte temporal de la retirada y previó la firma a posteriori de una Asociación Duradera OTAN-Kabul. En julio, Obama concedió a Afganistán el estatus de aliado principal fuera de la OTAN, pero en septiembre el programa de entrenamiento de reclutas del Ejército afgano hubo de ser suspendido ante los últimos asesinatos de personal estadounidense por militantes infiltrados. Fue otro golpe a la estrategia de afganización del conflicto, que tomaba como ejemplo —nada modélico, aunque por lo menos operativo— a la irakización pero que no tenía visos de funcionar aquí.


6.3. Sucesión de golpes a Al Qaeda y colisión con Pakistán; la muerte de bin Laden y la guerra de los drones

A lo largo del primer mandato de Obama se agravó el mutuo efecto contaminante que entre sí ejercían el conflicto de Afganistán y el de la vecina Pakistán, escenario desde 2004 de una guerra en toda regla entre el Ejército de Islamabad y una poderosa mezcolanza de insurgentes integristas, prácticamente adueñada de las FATA y de parte de la aledaña provincia de Khyber Pakhtunkhwa, que incluía a talibanes locales resueltos a imponer una teocracia sunní en Pakistán, grupos alqaedistas de composición multinacional y milicias de tribus pashtunes desafectas. La ósmosis entre ambos conflictos hizo que se acuñara el neologismo Af-Pak, empleado con naturalidad por el Departamento de Estado, para referirse a Afganistán y Pakistán como un único teatro de operaciones en la práctica.

Para consternación de Washington, cada vez más irritado con este asunto, el Gobierno pakistaní, o más exactamente sectores de las Fuerzas Armadas y los omnipresentes servicios de inteligencia controlados por los militares, permitían, si no estimulaban, que las fronteras fueran lo suficientemente porosas como para que a los talibanes afganos —cuyos objetivos e intereses se apartaban de los de sus homólogos pakistaníes, con los que no estaban directamente vinculados— y a la red Haqqani no les faltara de nada y pudieran operar desde suelo pakistaní a sus anchas. Además, estaba más que comprobado que el turbulento noroeste de Pakistán brindaba refugio a algunos de los principales líderes y cerebros de Al Qaeda. Karzai y el presidente pakistaní, Asif Ali Zardari, no sintonizaban y sus promesas a Obama, el común proveedor de armas y dinero, de formar un frente único contra el terrorismo cayeron en saco roto.

El Ejército de Estados Unidos y la OTAN carecían de la autorización legal para extender a Pakistán las ofensivas contrainsurgentes que venían realizando en Afganistán. Para compensar este impedimento, y toda vez que las autoridades de Islamabad no ponían término al problema sobre el terreno, la Administración Obama optó por intensificar una táctica de combate puramente tecnológica y con cero bajas propias ya probada por Bush, el bombardeo de objetivos enemigos mediante aviones robot, no tripulados, armados con misiles aire-tierra de alta precisión. Los llamados drones, en lo sucesivo fuertemente asociados al nombre de Obama, demostraron ser un arma de doble filo, pues si bien golpeaban letalmente a jefes y campamentos de los dos movimientos talibán —Estados Unidos no hacía distingos— y de Al Qaeda, también dejaban un reguero de muerte y destrucción que, contradiciendo sus supuestas bondades quirúrgicas, segaba muchas vidas, probablemente centenares, de civiles ajenos al conflicto. En Pakistán, las actuaciones militares de Estados Unidos concitaron tanto o más repudio popular que en Afganistán.

Las oleadas de drones y los esporádicos incidentes provocados por las persecuciones "en caliente" desde helicópteros hasta este lado de la frontera fueron en perjuicio de las relaciones diplomáticas, crecientemente tensas, entre Estados Unidos y Pakistán, país que desde 2004 poseía el estatus de aliado principal no de la OTAN. El momento crítico llegó en mayo de 2011 con el asesinato manu militari de Osama bin Laden, inquilino de una vivienda nada discreta en un área urbana de la provincia de Khyber. La fulminante operación de comandos encolerizó al Gobierno Zardari, pero la Casa Blanca, lejos de pedir disculpas por la flagrante violación de soberanía, reclamó explicaciones por el hallazgo en tan sorprendente entorno del responsable del 11-S, pues resultaba "inconcebible" que el archifamoso prófugo saudí no hubiera gozado como mínimo de una red de apoyo local.

La crisis de desconfianza se agravó en los meses siguientes con la detención de los informantes pakistaníes de la CIA que habían ayudado a localizar a bin Laden, la reducción en un tercio por Estados Unidos de su ayuda militar, la amenaza por Islamabad con retirar sus tropas de la frontera afgana y la continuación de los ataques de drones, concentrados en la región tribal de Waziristán, que hasta junio de 2012 mataron a una decena más de cabecillas alqaedistas, algunos del más alto rango, como los libios Atiyah Abdel Rahman y Abu Yahya al-Libi, jefes de operaciones y principales lugartenientes del nuevo líder supremo de la organización, el egipcio Ayman al-Zawahiri. La escalada de tensión pegó otro rebote en noviembre de 2011, cuando helicópteros de la ISAF mataron supuestamente por accidente a 28 soldados pakistaníes en un puesto fronterizo. Obama telefoneó a Zardari para presentarle excusas y condolencias por el "lamentable" incidente, pero la indignación pakistaní era enorme y el Gobierno tomó la represalia de cerrar la frontera a los convoyes de suministro de la ISAF.

En junio de 2012, al poco de la eliminación de al-Libi, el secretario Panetta lanzó a Islamabad un duro mensaje de advertencia sobre que Estados Unidos estaba alcanzando "los límites de su paciencia" y que Pakistán debía acabar ya con los santuarios terroristas. En julio, sin embargo, Clinton accedió a pedir público perdón por la escabechina de noviembre y de paso anunció el desbloqueo de la ayuda militar; al instante, Zardari ordenó reabrir la ruta de abastecimiento a las fuerzas de la OTAN en Afganistán. Más allá de los graves encontronazos con el Gobierno pakistaní, la acumulación de decapitaciones en el liderazgo de Al Qaeda, formidables por su impacto psicológico y sus repercusiones operativas, alentó la impresión de que la superpotencia con Obama al mando pudiera estar ganándole la guerra al terrorismo a golpe de misiles de crucero y aviones teledirigidos, una forma de combatir muy popular en Estados Unidos pero que planteaba serios interrogantes sobre su ajuste al derecho internacional al basarse en el concepto del asesinato selectivo. La opción de los drones, instrumentos para la comisión de ejecuciones extrajudiciales de hecho, arrastraba un debate sobre su legitimidad y legalidad, y además recordaba vivamente la Doctrina Bush, supuestamente periclitada, de golpear duramente en remotos lugares para prevenir agresiones al suelo patrio.

Por otro lado, Al Qaeda ya no era una organización centralizada y tentacular, sino más bien una marca a la que podían adherirse grupos jihadistas y salafistas de todo el mundo, que actuaban con un alto grado de autonomía. La paulatina desintegración de Al Qaeda en sucursales regionales obligó a Estados Unidos a segmentar también la OEF en teatros de operaciones tan distantes como Filipinas, el Cuerno de África, el Sáhara-Sahel e incluso, más como medida preventiva que reactiva, las puertas de casa, en América Central y el Caribe. Los drones de la CIA y los misiles inteligentes hicieron también ruidosa aparición en Yemen, uno de los países más revueltos e inestables de Oriente Medio. Entre 2009 y 2012 Al Qaeda, fuera de las masacres tristemente habituales en Irak, y descontando también los ataques, poco comentados y ligados a la guerra en el país africano, de la Al-Shabaab somalí contra los aficionados futboleros de Kampala en julio de 2010 (con el resultado de 74 muertos), no fue capaz de sacudir al mundo con un atentado espectacular. En estos cuatro años, las crecientes eficacia y coordinación de los servicios de seguridad nacionales consiguieron abortar infinidad de planes terroristas. De todas maneras, Obama, fiel a su estilo contenido y prudente, evitó transmitir mensajes triunfalistas.

Ahora bien, si Obama, a lo largo de su primer mandato, se ahorró sufrir algún tipo de 11 de septiembre particular fue más por una cuestión de suerte. En la Navidad de 2009 sólo algún tipo de error propio impidió a un suicida nigeriano detonar un potente explosivo a bordo de un avión de la Northwest Airlines que transportaba a 279 pasajeros desde Ámsterdam a Detroit. La ignición falló minutos antes de iniciarse las maniobras de aterrizaje y el espionaje de Estados Unidos alertó sobre la presencia del terrorista en pleno vuelo. Días después, el presidente, muy serio, admitió que la seguridad nacional había sido vulnerada "de forma potencialmente desastrosa" y la responsable del departamento, Janet Napolitano, reconoció que el sistema de vigilancia aérea había "fallado miserablemente".

Luego, en mayo de 2010, un coche bomba aparcado en la concurridísima Times Square y propiedad de un pakistaní naturalizado no llegó a estallar pese a haber sido activado. Ante el vendaval de críticas, Obama obligó a dimitir al Director Nacional de Inteligencia, Denis Blair. Los sucesos del vuelo 253 y del coche bomba de Nueva York, así como el aún más inquietante de la matanza en la base militar de Fort Hood (donde un mayor del Ejército de Estados Unidos de origen palestino y con posibles nexos alqaedistas tiroteó mortalmente a 13 compañeros de armas), dejaron claro que la guerra electrónica en lejanos desiertos, por sí sola, no podía proteger totalmente a América de las asechanzas terroristas.


6.4. Irán: diplomacia, sanciones y rumores de guerra

Antes de 2009 Obama llevaba tiempo advirtiendo que el programa nuclear iraní constituía la mayor amenaza para la seguridad de Oriente Próximo y, junto con Al Qaeda, para los propios Estados Unidos. Una vez en el cargo, el presidente reiteró su determinación de impedir que el régimen de Teherán llegara a obtener algún día capacidad armamentística en este terreno, lo cual trastocaría de inmediato la balanza geopolítica favorable a Israel, para lo que contaba con una panoplia digna del smart power, con opciones diplomáticas y coercitivas.

Así, estaban las negociaciones multilaterales, en curso desde hacía años pero con resultado infructuoso hasta la fecha, en el seno del llamado Grupo 5+1, que incluía a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania; las conversaciones bilaterales directas, por el momento sólo una posibilidad insinuada; las sanciones nacionales e internacionales; y, como opción de último recurso y ahora mismo arrinconada —no gustaba para nada al secretario Gates—, la intervención militar. El conflicto ya estaba plenamente internacionalizado y Obama confiaba en que la suma de persuasión negociadora y de presión económica ejercidas por una coalición internacional reforzada terminase dando resultados, obligando a Irán a cancelar su programa de enriquecimiento de uranio y someterse al exigente régimen de verificación de la AIEA. Pero no estaba claro que el Gobierno iraní diera su brazo a torcer, ya que su argumento, repetido hasta la saciedad, era que sus investigaciones no perseguían más objetivo que sintetizar combustible nuclear destinado a la generación eléctrica para el consumo propio, derecho pacífico que no podía ser negado. Pero como el país era el cuarto productor y exportador mundial de petróleo, la tesis de la finalidad energética civil de la fisión del átomo no encontraba credibilidad en Estados Unidos y sus aliados.

La primera aproximación personal al espinoso problema iraní la envolvió Obama en sedas. En marzo de 2009, con motivo del Año Nuevo iraní, el mandatario hizo explícita su oferta de diálogo en aras de "un nuevo comienzo" en un video dirigido al Gobierno y el pueblo de Irán y que incluyó subtítulos en persa. La propuesta de "un compromiso honesto y basado en el respeto mutuo en lugar de las amenazas" tuvo la callada por respuesta. Luego, en junio, como parte de su famoso discurso pronunciado en El Cairo, el presidente reconoció la implicación de Estados Unidos en el golpe de Estado que en 1953 liquidó el experimento democrático del primer ministro Mosadeq y repuso la dictadura absolutista del Sha.

La República Islámica, insistiendo en que nada reprobable podía achacársele, no tuvo gestos consonantes y la escalada de tensión se hizo inevitable. En septiembre de 2009 Teherán admitió la existencia de una planta clandestina de enriquecimiento de uranio cerca de Qom y Obama, al alimón con el británico Gordon Brown y el francés Nicolas Sarkozy en el marco de la III Cumbre del G20 en Pittsburgh, amenazó al régimen iraní con más duras sanciones si no abría sus instalaciones a las inspecciones de la AIEA. En los meses siguientes, el escepticismo y la frustración fueron apoderándose de la Casa Blanca al constatar la maestría de los iraníes en ganar tiempo, aceptando ambiguamente o bien rechazando las propuestas que iban recibiendo en las sucesivas mesas negociadoras mientras anunciaban a bombo y platillo sus progresos nucleares, que avanzaban a buen ritmo.

En junio de 2010, la aprobación por el Consejo de Seguridad de la ONU de una cuarta ronda de sanciones internacionales (que siguieron sin incluir el embargo petrólero, por deseo de Rusia y China y para decepción estadounidense) y por el Congreso de otro giro de tuerca a las sanciones nacionales, consistente en la extensión de las represalias contra las compañías internacionales que invirtieran en el sector energético iraní y en el boicot de productos básicos de su comercio como el caviar, los pistachos y las alfombras, sugirieron que a Obama y sus colaboradores se les estaba acabando la paciencia. El ambiente se caldeó considerablemente a finales de 2011. En octubre, el Departamento de Justicia y el FBI anunciaron haber frustrado un complot respaldado por Teherán para matar al embajador saudí en Washington. El presidente iraní, Ahmadinejad, refutó el grave cargo, pero Obama lanzó la advertencia de que Irán "pagaría el precio" de su "comportamiento peligroso e insensato".

En noviembre, se filtró un informe de la AIEA que otorgaba máxima plausibilidad a la búsqueda acelerada por Irán de la bomba atómica. Con esta información sobre la mesa, el Departamento de Estado dictaminó que la "opción militar" crecía y que la caída del régimen de los ayatolás, impugnado por la oposición democrática interna, era "inevitable". En diciembre, Irán amenazó con cerrar al tráfico naval el estrecho de Ormuz, ruta de salida del petróleo del golfo Pérsico y principal arteria energética de mundo, y en enero de 2012 Obama conminó a Irán a no cruzar esa "línea roja"; si lo hacía, podía estar seguro de que tendría guerra. Portaaviones de la Armada empezaron a merodear en la zona de responsabilidades de la V Flota y la prensa dio cuenta de las diversas opciones de ataque que el Pentágono estaba barajando.

Por si la situación no fuera suficientemente alarmante, comenzaron a agolparse las señales de que Irán venía siendo objeto de una guerra sucia encubierta, con asesinatos de personas cualificadas y ciberataques, mediante potentes virus de ordenador, contra sus equipos informáticos. Las miradas se volvieron, lógicamente, a Estados Unidos e Israel, que podrían estar actuando juntos o por separado. En enero, la secretaria Clinton negó de plano que su país tuviera algo que ver en el asesinato del científico nuclear Mostafa Ahmadi-Roshan o en cualquier otro acto de violencia en el interior de Irán. A lo largo de 2012, el Gobierno israelí, resuelto a borrar de un solo golpe esta amenaza a su "existencia como Estado" (deslegitimada por Ahmadinejad en sus diatribas), urgió abiertamente al estadounidense a bombardear las instalaciones nucleares iraníes, porque si no lo harían ellos.

Deseosa de rebajar la impresión en la opinión pública, en pleno año electoral, de que la guerra con Irán no sólo era inevitable sino inminente, la Administración Obama, puesto que se había comprometido a ayudar a su aliado si llegaba a las manos con la República Islámica, se afanó en refrenar las ansias israelíes y pidió más tiempo para la diplomacia. La resistencia de Washington a emplear la opción bélica, con imprevisibles consecuencias —probablemente desastrosas— en la política internacional, implicaba un reconocimiento: que no había sido capaz de construir una sólida coalición internacional para acrecentar el aislamiento del régimen iraní y llegado el caso tomar contra él represalias militares, desenlace que seguía sin contar con el visto bueno de China y Rusia.

No parecía probable que el Consejo de Seguridad de la ONU fuera a avalar una operación de guerra porque en su seno continuaba el disenso sobre si las acciones iraníes, ciertamente sospechosas, entrañaban una amenaza para la paz y la seguridad internacionales, tal como establece el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. Por otro lado, un ataque quirúrgico ordenado por Obama contra objetivos militares e industriales de Irán se adecuaría exactamente al modelo de guerra preventiva consagrado por la Doctrina Bush. En octubre de 2012, luego de repetir Israel de que podría atacar a Irán en solitario y en cualquier momento, Estados Unidos e Irán desmintieron a la vez una información del New York Times sobre que los dos gobiernos habían acordado abrir negociaciones bilaterales para rebajar la crisis después de las elecciones presidenciales de noviembre.


6.5. Del discurso de El Cairo a la Primavera Árabe: una oportunidad para rehabilitarse en la región

El 4 de junio de 2009 Obama pronunció en la Universidad Al Azhar de El Cairo un solemne discurso dirigido al mundo árabe-musulmán y que los medios no dudaron en calificar de histórico. Con el título de Un nuevo comienzo, el mandatario, sin dejar de citar al Corán, pasar lista a las contribuciones de la ciencia y el arte musulmanes a la civilización occidental y recordar la fuerte presencia musulmana en su árbol genealógico así como su familiaridad con esta fe en la Indonesia de su infancia, llamó a terminar el "ciclo de sospecha y discordia" alimentado desde los atentados del 11-S por los "extremistas violentos" en el lado musulmán y del que no eran ajenos "algunos en mi país, que ven al Islam como inevitablemente hostil".

Como alternativa, el orador ofrecía un "nuevo comienzo" basado en el "respeto mutuo" y en "la verdad de que América y el Islam no están en competición", sino que "comparten principios comunes, los de la justicia y el progreso, la tolerancia y la dignidad de todos los seres humanos". Quienes le escuchaban debían estar seguros de dos cosas: que el Islam era, histórica y socialmente, "parte de América" y que, como ya había dicho en Turquía en abril anterior, "América no está ni estará en guerra con el Islam". El discurso cairota abordó también el conflicto de Palestina. Dejando claro que el lazo entre Estados Unidos e Israel era "inquebrantable", resultaba "innegable", opinaba Obama, el "sufrimiento" del pueblo palestino en la búsqueda de una patria. Seis décadas de "desplazamiento" y de "humillaciones diarias" ligadas a la ocupación habían dado lugar a una situación "intolerable". La aspiración palestina a tener su propio Estado era "legítima" y la única solución para el enquistado conflicto pasaba por el mutuo reconocimiento de palestinos e israelíes basado en el principio de los dos estados.

Otro pasaje destacado de la alocución hacía oficial la defunción del shaping y el nation building: "Sé que hay mucha controversia sobre la promoción de la democracia en los últimos años, y que mucha de esta controversia está conectada con la guerra de Irak. Así que déjenme ser claro: ningún sistema de gobierno puede o debe ser impuesto por una nación a otra (…) América no pretende saber qué es lo mejor para todos". La expresión de deseo por Obama de pasar página a años de conflicto y desencuentro y de reabrir el diálogo cultural con el mundo árabe-musulmán recibió grandes alabanzas en esta parte de planeta, que destacó el cambio de tono y de talante en el morador de la Casa Blanca con respecto a los años de Bush, aunque los sectores más militantes replicaron que las palabras debían convertirse en hechos.

Luego, la comprobación de que la Administración Obama carecía de la firmeza o, peor aún, de la voluntad para obligar al inflexible Gobierno israelí a parar la expansión colonial ilegal en Cisjordania y Jerusalén Oriental, con la cual la Autoridad Nacional Palestina (ANP) se negaba a discutir las cuestiones relativas al estatus final y la estatalidad, vino a aguar las esperanzas suscitadas en las sociedades árabes, que además padecían unos regímenes autocráticos en la mayoría de los casos oxigenados con las ayudas financieras, las ventas de armas y las inversiones comerciales de Estados Unidos. Sin ir más lejos, mientras aún reverberaban las palabras de presidente en la capital egipcia, no lejos de allí, en Teherán, el régimen islámico reprimió a mansalva a los demócratas iraníes que denunciaban la reelección de Ahmadinejad como fraudulenta. Obama protestó y condenó, pero su reacción entonces fue considerada tibia por muchos dentro y fuera de Estados Unidos.

En suma, la gran expectación levantada por el discurso de El Cairo dio paso a una gran decepción, aunque Obama siguió lanzando guiños que daban un rodeo al nudo gordiano palestino. Así, en mayo de 2010 anunció la adhesión de Estados Unidos a la Alianza de Civilizaciones, un programa de la ONU surgido como una iniciativa hispano-turca para tender puentes de entendimiento entre las sociedades musulmanas y occidentales.

Al iniciarse 2011, el estallido de la Primavera Árabe, el extraordinario levantamiento democrático de los ciudadanos de varios países árabes contra sus gobiernos despóticos y con arranque en Túnez, cogió a Estados Unidos desprevenido, como a todo el mundo. Tras un momento de vacilación, que duró menos que la falta de reflejos de la Unión Europea, Obama apoyó las "aspiraciones democráticas de todos los pueblos" y saludó la revolución tunecina que acabó con el régimen de Ben Alí, modelo de prooccidentalismo en la región pero completamente corrupto. A continuación, en un viraje de enorme calado estratégico por cuanto la siguiente bestia negra de los manifestantes llevaba 30 años siendo el más valioso y leal aliado de América en el mundo árabe, Obama dejó caer al egipcio Mubarak, el mismo que había aplaudido a rabiar el discurso de Al Azhar pero que en estos críticos días de febrero se resistió a aplicar las reformas democráticas radicales urgidas por su proveedor.

Lo cierto era que Obama se jugaba en Egipto su credibilidad internacional y que sus anteriores declaraciones a favor de la democracia en la región no le daban más alternativa que ponerse del lado de la Revolución de Tahrir, a pesar de que de la misma podía salir un régimen menos comprometido con la paz con Israel o capaz de levantar el bloqueo a la franja palestina de Gaza, gobernada el Movimiento de Resistencia Islámico, Hamas. La posibilidad de pasar a la historia como el presidente de Estados Unidos que apostó por la democracia en el orbe árabe ofrecía a primera vista más ventajas que inconvenientes. Estos últimos se derivaban de la eventual subida al Gobierno de fuerzas islamistas que, aun con legitimidad electoral, no vieran con buenos ojos a Occidente y dejaran de perseguir al extremismo alqaedista, que a su vez podría sacar partido de la anarquía y el vacío de poder. Los riesgos estaban ahí, pero Obama hizo su elección, la única posible en realidad, que brindaba una oportunidad de oro para reconciliar a Estados Unidos con las masas árabes ansiosas de libertad.

La preocupación por impedir el baño de sangre en los desafueros represivos y por que las transiciones democráticas fueran lo más ordenadas posibles implicó intensamente al Gobierno estadounidense en el Egipto post-Mubarak, donde los triunfadores finales, ya en 2012, fueron los Hermanos Musulmanes, con los que se llegó a un entendimiento bastante tranquilizador. También, en el caótico y vulnerable Yemen, donde el dictador Saleh, tras una porfía de meses, claudicó finalmente a las presiones para que renunciara y entregara el poder a un Gobierno más digerible por la oposición interna pero sin aflojar la ofensiva del Ejército contra la insurgencia de Ansar al-Sharia y Al Qaeda en la Península Arábiga, en la que venían tomando parte los drones de la CIA y soldados de operaciones especiales. Sin embargo, importantísimos intereses estratégicos pusieron un clamoroso paréntesis al discurso democratizador del presidente en el caso de Bahrein, diminuto reino del Golfo con mayoría de población shií susceptible de simpatizar con Irán y el fondeadero de la V Flota. Allí, en marzo de 2011, el autoritario monarca sofocó sin contemplaciones las algaradas con la ayuda militar de Arabia Saudí, mientras Washington prefería mirar hacia otro lado.


6.6. Los incendios de Libia y Siria: dos modalidades de respuesta

Obama se encontró ante una papeleta altamente comprometida en la Libia de Gaddafi, quien escogió la vía de la represión despiadada: el fuego a discreción contra los revoltosos. Con prontitud y sin sentimentalismos, pues el extravagante dictador libio había sido en los últimos años un interlocutor diplomático y un socio comercial de muy altos vuelos pero sólo por puros intereses prácticos (y nada edificantes), Washington se puso del lado de los rebeldes libios, aunque tardó en reconocer a su protogobierno, el Consejo Nacional de Transición (CNT).

En marzo de 2011 Obama mencionó el imperativo moral y los motivos humanitarios como justificantes del voto favorable de su país en el Consejo de Seguridad de la ONU a la creación de una zona de exclusión aérea sobre Libia para proteger a la población civil de las fuerzas gaddafistas, las cuales habían contraatacado y se disponían a aplastar a los alzados en su bastión oriental, la liberada Bengasi. La resolución amparó una operación de bombardeos aéreos sostenidos cuyo objetivo oficioso era destruir la capacidad militar de Gaddafi y acelerar su derrocamiento. En esta intervención militar, Obama, se mostró como un comandante reacio que transfirió el mando operativo a la OTAN y que prefirió delegar el liderazgo político al francés Sarkozy y al británico Cameron. El presidente puntualizó que en la crisis libia no estaban en juego intereses vitales de Estados Unidos y hasta el final de la misma, pese a la intensa participación de la Armada y la Fuerza Aérea en la campaña bélica, mantuvo un perfil llamativamente bajo.

Tras el colapso del régimen de la Jamahiriya, la proclamación de la República Libia por el CNT y la muerte de Gaddafi entre agosto y octubre de 2011 , el Departamento de Estado inauguró una nueva era de relaciones con el país norteafricano en medio de inquietantes fracturas y vacíos de seguridad, al proliferar milicias de ex combatientes, partidas tribales y bandas islamistas de las que Washington poco o nada sabía, y que pusieron en jaque a las autoridades provisionales de Trípoli.

La política seguida por Obama en la Libia post-Gaddafi quedó puesta en entredicho el 11 de septiembre de 2012, seis días después de la nominación por la Convención Nacional Demócrata, con el asalto por pistoleros y el ataque con granadas contra instalaciones del Consulado en Bengasi, donde resultaron muertos el embajador Christopher Stevens, dos contratistas de la CIA y un oficial del Servicio Exterior. El atentado, atribuido al grupo salafista Ansar al-Sharia, fue el episodio más dramático de una llamarada de violencia antiestadounidense que se extendió a Egipto, Yemen, Túnez y otros países musulmanes, y cuyo mechero fue la divulgación en Internet de un tráiler de Innocence of Muslims, una película producida en Estados Unidos y de oscura autoría que denigraba gratuitamente al Profeta Mahoma. Aunque la secretaria Clinton se apresuró a asegurar que su Gobierno nada tenía que ver con la provocadora película, considerada sacrílega por el público al que estaba dirigida, el mal ya estaba hecho.

Estos sucesos condenables suscitaban dos lecturas: que las revoluciones árabes, protagonizadas por ciudadanos sin militancia religiosa, además de traer democracia y libertades habían dado un fuerte impulso a las corrientes islamistas conservadoras; y que el resentimiento acumulado en esta parte de mundo desde hacía años y décadas era más profundo de lo que quizá Obama había supuesto. La crisis de las embajadas de septiembre de 2012 desautorizó amargamente el vislumbre el año anterior del ocaso del antiamericanismo en la región y bañó de agua fría la prédica obamiana de tolerancia religiosa y respeto cultural. Los argumentos humanitarios esgrimidos por el dirigente norteamericano para parar la masacre de inocentes en Libia no los aplicó con el mismo rigor en Siria, donde la dictadura del clan Assad desencadenó contra sus manifestantes una represión de inaudito salvajismo que en 2012 degeneró ya en una mortífera guerra civil entre dos bandos irreconciliables y permeables al sectarismo religioso. La matanza sistemática de civiles por las tropas gubernamentales, con miles de muertos, consternó a la Casa Blanca, pero las medidas que esta adoptó no tuvieron el menor efecto paliativo.

El tono admonitorio y el firme veto de rusos y chinos en la ONU a cualquier medida punitiva contra el régimen de Damasco, más el temor a incrementar los niveles de violencia (ya de por sí elevadísimos) y dar pie a un gran conflicto regional que arrastrara a Irán, Turquía, Arabia Saudí y a las comunidades shiíes de Irak y Líbano, llevaron a Obama a asegurar en marzo de 2012 que una intervención unilateral allí sería un "error". Del cálculo de los riesgos no se apartaba la visión de una Siria convertida en imán para jihadistas y alqaedistas de todo el mundo, lo que de todas maneras ya estaba sucediendo. Aunque pieza esencial para la estabilidad del Magreb y su mediodía saharaiano, Libia era un país de la periferia de Oriente Próximo que no estaba hecho de grandes retales étnico-religiosos ni poseía fronteras potencialmente explosivas. Pero ese era exactamente el cuadro que ofrecía la volátil Siria, en el corazón del tablero árabe.

Mucho más lenta que en las ocasiones anteriores en la deslegitimación de la tiranía siria, a pesar de no haber sido nunca una aliada de Occidente, la Administración Obama adoptó una estrategia contenida consistente en exigir la renuncia de Assad, construir un círculo de presión diplomática y asistir discretamente a los rebeldes del Ejército Sirio Libre (ESL), que ya estaban recibiendo suministros de armas de Qatar y Arabia Saudí. El presidente cerró las puertas a la intervención militar directa salvo en el caso de que Assad se atreviera a emplear su arsenal químico: esa era la "línea roja" que el sanguinario líder sirio no debía cruzar, advirtió en agosto de 2012. Las voces críticas con la política exterior del mandatario demócrata no dejaron de denunciar su "doble rasero" en los conflictos de Libia y Siria, o bien sacaron a colación el omnipresente petróleo, abundante en el país magrebí (donde venía siendo explotado por un ramillete de compañías occidentales, aunque la participación en la tarta libia de las firmas estadounidenses era de hecho bastante modesta) y en menor medida en el levantino, que no era un gran exportador de crudo.


6.7. Palestina: asignatura pendiente con la aquiescencia de Israel

En 2008 y con anterioridad a la campaña presidencial, la necesidad que tenía de persuadir a los electores judíos, en su gran mayoría decantados por Bush y los republicanos, empujó a Obama a explayarse en un sentido nítidamente proisraelí en el contexto del conflicto de Palestina. Así, el demócrata respaldó y justificó la campaña militar librada en Líbano en 2006 por las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) contra la milicia de Hezbollah, las acciones de represalia contra Hamas en Gaza y el estatus de Jerusalén como capital indivisa del Estado de Israel. En su gira de presentación internacional de julio de 2008, el entonces candidato viajó a Israel para confirmar la firmeza de las "relaciones especiales" entre los dos países y su "compromiso permanente" con la seguridad del Estado anfitrión.

Hasta la misma víspera de estrenarse en la Casa Blanca, Obama no dio garantías de que con él de presidente Estados Unidos fuera a retomar el rol de mediador aplicado y más neutral —en la medida que podía serlo, aunque de la primera característica ya habían dado sobradas muestras la Administración Clinton y, con mayor rotundidad, la de Bush padre—, abandonado por el Gobierno republicano saliente, en las conversaciones palestino-israelíes. Estas se encontraban empantanadas desde la Conferencia de Annapolis de noviembre 2007, intento diplomático que, por primera vez de una manera clara y oficial, había abordado la resolución del añejo conflicto con arreglo al principio de los dos estados territorialmente coexistentes. Un año más tarde, la declaración de Annapolis era papel mojado, al igual que las previsiones incluidas en la Hoja de Ruta, presentada a las partes por el Cuarteto de Oriente Próximo (la ONU, Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia) en 2002. Al comenzar 2009, el proceso de paz propiamente dicho estaba en estado de coma y del fenecido Proceso de Oslo (1993-2000) casi no quedaba ni el recuerdo. Entre la guerra de Irak y la desidia en el tema palestino, la autoridad de Estados Unidos en Oriente Próximo se encontraba bajo mínimos.

Inmediatamente después de asumir la Presidencia en enero de 2009, Obama anunció el deseo de su Administración de implicarse a fondo en la búsqueda de una "paz duradera" basada en la solución de dos estados capaces de "convivir en paz y con seguridad". Como primer paso, nombró enviado especial para Oriente Próximo al ex senador George Mitchell, una personalidad familiarizada con el conflicto regional desde que propusiera soluciones para el mismo en tiempos de Bill Clinton. La urgente misión inicial de Mitchell era ayudar a preservar el cese de hostilidades, alcanzado el 18 de enero tras una brutal guerra de tres semanas con un balance estremecedor de 1.400 palestinos muertos, en la franja de Gaza, invadida en diciembre por las FDI con el objetivo de destruir la capacidad de Hamas para lanzar cohetes contra el sur de Israel. Obama habló de reconstruir Gaza y de abrir pasillos en la frontera con Egipto para aliviar a la población, pero dejó claro que Estados Unidos siempre respaldaría a Israel en su derecho a defenderse de ataques indiscriminados contra su territorio y sus ciudadanos, y de paso exigió a Hamas que reconociera el derecho de Israel a existir como Estado.

A principios de marzo Hillary Clinton visitó la zona y calificó de "no útiles" para la paz la política del Gobierno de Ehud Olmert de ampliar el perímetro urbano de Jerusalén Oriental a costa de tierras y viviendas árabes. Antes de terminar el mes, a Olmert le sustituyó el derechista Binyamin Netanyahu, un halcón intransigente que dejó bien clara su triple posición: la expansión colonial y urbana en Cisjordania y Jerusalén era irrenunciable, el Estado palestino no era viable y la reanudación de las negociaciones con la ANP estaba sujeta al previo reconocimiento por esta del carácter judío del Estado israelí. El presidente palestino, Mahmoud Abbas, fijó sus propias exigencias, antitéticas: Israel debía asumir el principio del Estado palestino como meta del proceso de paz y la suspensión de la construcción de nuevos asentamientos era precisamente condición sine qua non para volver a sentarse a la mesa de negociaciones.

Obama, voluntarioso, se propuso romper el bloqueo. En mayo, en su primera recepción al dirigente israelí en la Casa Blanca, el presidente recordó a Netanyahu las "obligaciones" contraídas por Israel en 2003 al asumir la Hoja de Ruta y le pidió que diera su brazo a torcer en las cuestiones cardinales de la estatalidad palestina y el crecimiento de las colonias. Ese mismo mes, Obama reiteró estos planteamientos a Abbas, que salió de la reunión en Washington muy complacido. Las expectativas se dispararon en junio con el ya comentado (véase supra) discurso de El Cairo, que dejó la pelota en el tejado israelí. "Estados Unidos no acepta la legitimidad de los continuos asentamientos israelíes. Su construcción viola anteriores acuerdos y mina los esfuerzos para lograr la paz. Es hora de que estos asentamientos cesen", fueron otras de las contundentes palabras pronunciadas por el mandatario en la capital egipcia. Claro que los palestinos, concretamente los de Hamas, estaban en igual medida obligados a dar las debidas garantías de seguridad a Israel, reconociendo su derecho a existir como Estado y deponiendo todo acto de violencia, puntualizó Obama.

A los pocos días de la alocución de Obama, Netanyahu movió pieza al reconocer, por primera vez, el futurible de un Estado palestino, pero desmilitarizado, sin capitalidad en Jerusalén y sin el derecho de retorno de los palestinos refugiados desde 1948. Además, seguía matizando el primer ministro, debía aceptarse el "crecimiento natural" de las colonias judías en Cisjordania. Abbas avisó a Obama de que estaba listo para dialogar, pero no sobre la base de los condicionantes israelíes. La primera reunión a tres entre Obama, Netanyahu y Abbas, en septiembre de 2009 en Nueva York, no produjo resultados. Sin embargo, a finales de noviembre, las presiones del presidente volvieron a rendir fruto, bien que pequeño, al anunciar Netanyahu la congelación por un período de diez meses de la construcción de asentamientos en Cisjordania, excepción hecha de las obras de 3.000 viviendas e infraestructuras ya autorizadas. La moratoria tampoco afectaba a los arrabales de Jerusalén Oriental, anexionada al Estado en 1980.

El hecho de que pocas semanas antes del anuncio de Netanyahu Clinton se deshiciera en elogios al primer ministro y llegara a respaldar su tesis de que para hablar con los palestinos no era necesario parar los proyectos urbanísticos en los territorios ocupados, sugirió que el presidente y la secretaria de Estado —identificada por algunos observadores como la principal representante del lobby proisraelí en el núcleo del poder en Washington— no encaraban el conflicto con idéntico talante. Sobre la mesa estaba lo más parecido a un plan Obama para Palestina, plan que, sin declaración precisa, sin texto formal y sin lanzamiento oficial, no era tal. Aun y todo, la iniciativa encalló tan pronto como echó a andar en 2010, mientras las relaciones personales entre Obama, que seguía expresando su confianza en un acuerdo definitivo de paz en el plazo tan corto de un año, y Netanyahu se agriaban a la vista de todos.

El 14 de septiembre de 2010, precedido por episodios tan desalentadores como el anuncio por Tel Aviv de la edificación de 1.600 nuevos apartamentos en una colonia en las afueras de Jerusalén (y en plena visita del vicepresidente Biden, coincidencia no casual que fue sentida como una afrenta por Obama), y el asalto militar en aguas internacionales de la flotilla humanitaria que bajo bandera turca pretendía romper el bloqueo de Gaza (el sangriento incidente no arrancó del Consejo de Seguridad de la ONU una resolución de condena, sino una declaración presidencial no vinculante), Obama bendijo en Sharm El Sheij, Egipto, la celebración al día siguiente en Jerusalén de conversaciones directas, tras diez meses de interlocuciones indirectas en Washington, entre Netanyahu y Abbas.

La hora de la verdad llegó el 26 de septiembre, día en que expiró la congelación parcial de la expansión colonial en Cisjordania. Obama imploró a Netanyahu que extendiera la moratoria a fin de salvar el diálogo con los palestinos, pero el primer ministro replicó que estos seguían negándose a reconocer a Israel como un Estado judío, así que no había lugar para prórrogas. Cumpliendo su amenaza, Abbas dio por interrumpidas las conversaciones. En noviembre, Estados Unidos ofreció a su aliado un paquete de sustanciosos incentivos armamentísticos y diplomáticos si declaraba otra moratoria, de 90 días y circunscrita a Cisjordania. Israel no se pronunció. Llegado este punto, a Obama ya no se ocurrieron más ideas e implícitamente claudicó. En diciembre, la prensa israelí anunciaba que Estados Unidos se había resignado a dejar de exigir al Gobierno Netanyahu el cese de la construcción de asentamientos.

A lo largo de 2011 Obama y el Departamento de Estado defendieron activamente las posturas israelíes en varias ocasiones. En febrero, la embajadora Susan Rice vetó en el Consejo de Seguridad de la ONU una resolución de condena que recordaba la ilegalidad de todos los asentamientos erigidos en los territorios ocupados desde 1967. En septiembre, la diplomacia estadounidense intentó neutralizar el anuncio por Abbas de que pediría al Consejo de Seguridad y a la Asamblea General de la ONU la admisión plena en la organización del Estado de Palestina, el cual echaría a andar de manera unilateral (el presidente palestino llegó a entregar los documentos de intenciones al secretario general Ban Ki Moon, aunque se abstuvo de proclamaciones soberanistas en casa). Y en octubre, en represalia por la aceptación de Palestina en la UNESCO como miembro de pleno derecho, Estados Unidos decidió retirar su aportación económica a esta organización.

En mayo de 2011, en mitad de esta cascada de abogacías internacionales en nombre de Israel, Obama, a título bastante personal y al hilo de la vigorizante liquidación de Osama bin Laden, se permitió un último gesto de autonomía al volver a plantear un principio que no era más que el universalmente reconocido por la comunidad internacional y el recogido por el derecho de la ONU, a saber, que la solución pacífica del conflicto palestino según la fórmula de seguridad por territorios debía basarse en las fronteras anteriores a la guerra de los Seis Días de 1967, es decir, las dejadas por el Armisticio de 1949. La declaración de Obama, vista como una especie de secuela del discurso cairota de 2009, frisaba la inanidad, pero no dejó de indignar al Gobierno israelí, que pensaba que esta cuestión ya estaba zanjada en Washington. Netanyahu, recibido a las pocas horas para una reunión concertada, no tuvo ambages en refutar a Obama ante los mismísimos focos del Despacho Oval, donde le recordó que tal esquema territorial y la evacuación total de Cisjordania por Israel no eran a estas alturas unas opciones "realistas".

En 2012, la agudización de la sensación de amenaza iraní reforzó aún más el indisoluble vínculo de alianza y solidaridad entre Estados Unidos e Israel. En marzo, Netanyahu estuvo de vuelta en la Casa Blanca y su anfitrión le garantizó que Estados Unidos nunca permitiría un Irán nuclear y siempre le "cubriría las espaldas" a Israel, aunque en los meses siguientes Washington (véase supra) pidió encarecidamente prudencia y contención en la tesitura de un escarmiento militar a Irán. Poses de cordialidad aparte, lo cierto era que Obama y Netanyahu no se caían bien: en septiembre, metido de lleno en la campaña para la reelección, el presidente esquivó un encuentro previsto con el primer ministro en la Asamblea General de la ONU; Netanyahu, a su vez, no hizo mucho por desmentir la especie de que suspiraba por una victoria electoral del republicano Romney, con el que tenía cálidos tratos personales.

En sus primeros cuatro años de mandato, Obama no sólo no consiguió arrancar a palestinos e israelíes ningún acuerdo o compromiso para avanzar hacia la paz, sino que vio ignorada su autoridad con sonoros desplantes y desafíos unilaterales, tanto por Netanyahu como por Abbas. La incapacidad del presidente para gestionar eficazmente el eterno conflicto de Oriente Próximo podía verse tanto como una limitación personal del estadista como la muestra palpable de la declinante influencia de Estados Unidos como superpotencia política.


7. Un mundo-mosaico lleno de matices


7.1. Europa: disparidad de criterios sobre cómo salir de la crisis

Uno de los rasgos más llamativos de la presidencia de Obama ha sido su incomprensión de la estrategia adoptada por la UE, resumida en la austeridad fiscal a ultranza, para superar la gran crisis de las deudas soberanas de la zona euro, cuyo efecto desestabilizador y de contagio en la convaleciente economía nacional el presidente y sus colaboradores temen grandemente. Tal ha sido esta aprensión que la Casa Blanca, en ocasiones, ha parecido más preocupada por la supervivencia del euro que las propias instancias dirigentes de la UE. La obsesión del Departamento del Tesoro que encabeza Timothy Geithner ha sido la eventualidad de hacer frente a un escenario de pesadilla: un hipotético colapso del euro, a causa de una salida intempestiva de la arruinada Grecia o bien por los hundimientos de España o Italia, lo que podría generar un movimiento de pánico en los mercados con reacción en cadena que vendría a ser el equivalente europeo, aunque seguramente más dañino, al momento Lehman de 2008.

Las divergencias entre las dos orillas del Atlántico en torno a las fórmulas más eficaces para zafarse de una recesión compartida cuyo detonante había sido el incendio hipotecario y bancario de 2007-2008 en Estados Unidos afloraron a las primeras de cambio. En abril de 2009, en la II Cumbre del G20 en Londres, cita multilateral que el mandatario convirtió en la segunda etapa de su primera gira por Europa (que le llevó al Reino Unido, Francia, Alemania, Chequia y Turquía) y con la que sus asistentes intentaron dar una respuesta coordinada a la crisis global, contrastaron las posturas de Obama, favorable a las inyecciones masivas de dinero público para reflotar los bancos sin liquidez y reactivar los PIBs, y las del eje franco-alemán conformado por Nicolas Sarkozy y la canciller Angela Merkel, que puso mayor énfasis en el endurecimiento de los controles de las operaciones financieras de alto riesgo, que estaban en la raíz del presente desbarajuste, y en acciones contundentes como la erradicación de los paraísos fiscales y la tasación de los flujos especulativos de capital.

Las coincidencias fueron algo mayores en la III Cumbre del G20, organizada por Obama en Pittsburgh en septiembre de 2009 y que abordó la revisión del modelo capitalista a fin de "pasar página a la era de la irresponsabilidad" y "poner las bases para un crecimiento vigoroso, sostenido y equilibrado en el siglo XXI", rezaba la retórica declaración final adoptada por los mandatarios. En la industriosa urbe de Pensilvania, Obama y los líderes europeos convinieron en la necesidad de mejorar los mecanismos públicos de supervisión y vigilancia de los negocios financieros y de poner de alguna manera coto a prácticas empresariales en la picota como la autoconcesión de sueldos astronómicos y el pago de bonus a altos ejecutivos a pesar de su mala gestión. Ahora bien, los detalles, nada baladíes, volvieron a separar al núcleo duro europeo de Estados Unidos, que se mostró reticente a imponer trabas taxativas a las grandes remuneraciones en la banca comercial y de inversiones, como querían alemanes y franceses.

A partir de 2010, con la declaración en la Eurozona de insolvencias nacionales en cascada (en Grecia, Irlanda y Portugal, seguidas del acoso de los mercados a las deudas soberanas de España e Italia, asomadas al rescate financiero también, turbulencias todas que pusieron a la moneda única europea al borde del abismo), Obama y el secretario Geithner redoblaron sus exhortaciones a las instituciones comunitarias y a la omnipresente Alemania para que los socorros crediticios a los estados asfixiados por las deudas se hicieran sin demora ni cicatería, y para que los objetivos de reducción de déficit público tuvieran en cuenta las necesidades del crecimiento y el empleo. O lo que era lo mismo, urgía Obama, Europa debía demostrar más energía y consistencia a la hora de enderezar sus zozobras y hallar la manera de conciliar la consolidación fiscal y el impulso a la actividad, asumiendo que el peligro de caer en la depresión por un rigor presupuestario a rajatabla era mayor que el de una posible inflación.

El choque de las dos visiones, la del socialdemócrata Obama y la de la neoliberal UE, se escenificó en numerosas ocasiones; sólo en noviembre de 2011 pudo verse dos veces seguidas, en la VI Cumbre del G20 en Cannes y en la cumbre regular UE-Estados Unidos celebrada en Washington. En 2012 el presidente se mostró particularmente inquieto por la delicada situación de España, la cuarta economía del euro y con su riesgo país desbocado, para la que pidió una rápida capitalización de sus bancos en apuros y compras masivas por el Banco Central Europeo (BCE) de los bonos emitidos por el Estado. Ahora bien, insistía una y otra vez el dirigente norteamericano, el eje de decisión Bruselas-Frankfurt–Berlín debía acompañar la disciplina fiscal de una política monetaria que promoviera la recuperación de países que, como España e Italia, habían puesto en marcha "objetivos y políticas muy duros".

Con la llegada a la Presidencia de Francia del socialista François Hollande, Obama encontró un líder europeo más receptivo a sus planteamientos, que en buena parte eran coincidentes con los del galo, pero las tesis ortodoxas de Merkel siguieron prevaleciendo. La decepción por la lentitud de reflejos y la falta de solidaridad de los europeos a la hora de resolver sus problemas estructurales y de identidad agudizó el escepticismo de Obama, asomado desde el principio, hacia una UE cada vez menos relevante en el concierto internacional y a la que no terminaba de ver como bloque supranacional, un verdadero actor político y económico capaz de hablar con una sola voz y de hacerse respetar. A cambio, Estados Unidos prefería entenderse con las potencias emergentes de Asia y América Latina.

Más allá de las divergencias sobre las recetas anticrisis, los Estados Unidos de Obama y la Europa alemana de Merkel tampoco armonizaron sus sintonías en cuestiones tan dispares como la operación en Afganistán y la lucha contra el cambio climático. Por otro lado, la cancelación de la instalación en Polonia y Chequia de componentes fundamentales del escudo nacional antimisiles a fin de contentar a Rusia (véase infra) generó vivos desconcierto y malestar en los países de la antigua Europa del Este, donde Estados Unidos tenía a algunos de los más leales aliados de la OTAN y que ahora se sintieron marginados. El rosario de discrepancias y el desapego de Obama han arrojado serias dudas sobre el grado de excelencia en estos cuatro años de la relación transatlántica, que tras la etapa Bush por fuerza tenía que mejorar.

En cuanto al Reino Unido, país miembro de la UE pero no de la Eurozona, Obama viene manteniendo con él un diálogo fluido que ha devuelto equilibrio a la vieja "relación especial" entre los dos países anglófonos, lastrada por ciertas complicidades seguidistas de Londres en los años de Bush. De los tratos correctos aunque fríos con el laborista Gordon Brown se pasó en 2010 a una etapa de gran cordialidad con el conservador David Cameron, el cual se estrenó en el 10 de Downing Street justo en mitad de la avalancha de reproches a la multinacional BP por su desaguisado petrolero en el golfo de México.


7.2. Rusia: puntos de encuentro sobre un fondo de recelos

En marzo de 2009 la secretaria Clinton se encontró con su homólogo ruso, Serguéi Lavrov, en Ginebra y allí, en un ambiente muy distendido y entre risas, le entregó un pulsador rojo inserto en una cajita de plástico y donde podía leerse la palabra reset. El singular obsequio aludía al anuncio hecho por Obama y Biden del deseo de Estados Unidos de "presionar el botón de reinicio" y "partir de cero" en sus relaciones con Rusia, bloqueadas desde la guerra contra el Estado transcaucásico de Georgia en el verano de 2008, con el fin de trabajar juntos en una serie de asuntos internacionales, todos complejos y algunos bastante delicados, de interés común. Sobre la mesa estaban capítulos tan importantes como el refuerzo de la cooperación militar en Afganistán, el control del programa nuclear de Irán (al que Rusia brindaba asistencia técnica), las reluctancias de Corea del Norte a desmantelar el suyo y el relanzamiento, con metas más ambiciosas, de las negociaciones para la reducción de armas nucleares estratégicas, toda vez que los tratados START I de 1991 y SORT de 2002 expiraban respectivamente en diciembre del año en curso y en 2012.

La cuestión más espinosa era el plan de Estados Unidos, aprobado por la Administración Bush, de dotarse de un sistema de defensa nacional antimisiles (NMD) con alcance europeo, que Washington concebía mencionando las posibles amenazas a su territorio por gobiernos "rufianes" y organizaciones terroristas dotados de capacidad nuclear ofensiva, pero que a Moscú le parecía un panoplia esencialmente antirrusa, una amenaza frontal a su seguridad. Durante la campaña de las presidenciales, Obama ya había hablado de renunciar a la carísima NMD en su actual concepción, que preveía la instalación de radares y baterías de intercepción de misiles balísticos en Polonia y Chequia, siguiendo la estrategia clásica de la defensa estática avanzada. Las preocupaciones por la seguridad estratégica, la proliferación nuclear y el control de armamentos señoreaban, en suma, la densa agenda bilateral. Otras fricciones se debían a los reconocimientos de las soberanías, mutuamente objetados, de Kosovo por Estados Unidos y de Abjazia y Osetia del Sur por Rusia. Moscú argüía que la integridad territorial de Serbia no podía mutilarse y Washington rechazaba la búsqueda por los rusos de "esferas de influencia" en el espacio ex soviético.

El viraje pragmático de la Administración demócrata en los tratos con la autoritaria Rusia del presidente Dmitri Medvédev y el primer ministro (y verdadero hombre fuerte del país) Vladímir Putin, muy criticado por los republicanos, fue espectacular. En marzo, la Casa Blanca dispuso la reanudación, tras siete meses de suspenso por la guerra de Georgia, de las reuniones del Consejo OTAN-Rusia, marco básico de las consultas entre Moscú y los aliados occidentales. La Alianza Atlántica, además, metió discretamente en el congelador las solicitudes de ingreso de Ucrania y Georgia, de las que Rusia no quería ni oír hablar. El primero de abril, horas antes de la cumbre del G20, Obama sostuvo en Londres su primera reunión con Medvédev, quien suscribió su deseo de "movernos más allá de la mentalidad de la Guerra Fría" y de conseguir el objetivo de "un mundo libre de armas nucleares". En julio, el estadounidense viajó a Moscú para una cumbre formal con su homólogo que alumbró un Entendimiento Conjunto con miras a un nuevo tratado de reducción de armas estratégicas.

En septiembre llegó el plato fuerte de esta nueva política exterior: el anuncio por Obama del abandono del proyecto del escudo antimisiles en Europa central y su sustitución por una alternativa más modesta pero más versátil enfocada a repeler ataques de misiles no de largo alcance, sino medio y corto, categoría de armas de destrucción masiva que ahora mismo sí nutrían los arsenales operativos de países bajo sospecha como Irán y Corea del Norte. La nueva arquitectura de la NMD, denominada Sistema de Defensa Antimisiles Balísticos Aegis (Aegis BMD), iba a consistir en componentes móviles de rastreo e intercepción montados en buques de la Armada y en países costeros del sur de Europa como Turquía y Rumanía. El Kremlin se apresuró a ofrecer su participación en el nuevo sistema antimisiles a fin de hacerlo más efectivo y global. La OTAN respondió positivamente a la propuesta.

La firma por Obama y Medvédev, en Praga el 8 de abril de 2010, del Nuevo START, que establecía para cada país unos topes históricamente bajos de 1.550 cabezas nucleares de largo alcance (frente a las 2.200 permitidas por el Tratado SORT), 800 lanzaderas y bombarderos estratégicos, y 700 misiles y bombas, pusieron las relaciones bilaterales en su mejor momento. El buen ambiente continuó hasta la cumbre de la OTAN en Lisboa, en noviembre siguiente, ocasión en la que la Alianza Atlántica dio luz verde a la exploración de fórmulas para desarrollar un sistema conjunto de defensa antimisiles y donde Obama se refirió a Rusia como "un socio, no como un adversario".

Sin embargo, la afectuosa puesta en escena resultaba algo engañosa. Los antiguos recelos no se habían disipado y la gelidez invadió las relaciones ruso-americanas casi de súbito. En diciembre de 2011, las críticas del Departamento de Estado a la pobre calidad democrática de las elecciones legislativas a la Duma fueron acogidas por el Kremlin con mucha susceptibilidad y acritud. Putin, retornado en mayo de 2012 a la Presidencia de la Federación, advirtió a los estadounidenses que no debían inmiscuirse en los asuntos de su país y en líneas generales el poder ruso dio nuevos bríos a la retórica nacionalista de resabios neosoviéticos que convertía a Occidente en general y a Estados Unidos en particular en el origen de todos los males.

En 2012 el lenguaje ha adquirido un inquietante tono de confrontación en ambas partes por el rechazo de Rusia a la imposición por la ONU de sanciones petroleras a Irán y, sobre todo, a cualquier género de intervención militar en Siria (cuyo régimen le compra armas y le alquila su única facilidad naval en el extranjero), algo que Moscú no está dispuesto a tolerar luego de salir escaldado en Libia. En sus conminaciones, el Kremlin ha insinuado que no se quedará cruzado de brazos si se produce una acción bélica contra el Gobierno cliente de Damasco. En julio, Clinton advirtió a Rusia (y a China) que podría "pagar un precio" por su terco respaldo a la dictadura criminal de Assad. Menos de cuatro años después del simbólico botón de reseteo regalado en Ginebra, los Estados Unidos de Obama y la Rusia de Putin se miran menos como socios que como competidores, rivales e, incluso, desde la óptica de muchos en los dos países (incluido Mitt Romney), enemigos.


7.3. China y Asia-Pacífico: nueva "máxima prioridad" para Estados Unidos

El 1 de abril de 2009 los presidentes Obama y Hu Jintao anunciaron en Londres el establecimiento del Diálogo Estratégico y Económico (DEE) Estados Unidos-China, un formato de reuniones anuales al nivel ministerial que tomaba el relevo, subsumiéndolos, al Diálogo Mayor y al Diálogo Estratégico Económico, lanzados en 2005 y 2006. Además, Estados Unidos y China ya venían compartiendo mesas multilaterales como la Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) y el novísimo G20, palestra de alcance global que con toda lógica arrebató al G8, el club restringido de las potencias occidentales al que la Gran Recesión había dejado obsoleto, la condición de principal foro internacional de discusión económica.

El nuevo DEE, cuya primera ronda de discusiones tuvo lugar a finales de julio en Washington, sistematizaba y profundizaba la interlocución entre las dos mayores potencias económicas del planeta (China, el desaforado gigante asiático, desbancó a Japón en el segundo puesto en 2010 y su PIB, si mantiene su actual ritmo de crecimiento, podría superar al de Estados Unidos antes de dos décadas) sobre un vasto abanico de temas situadas en el triple contexto bilateral, regional y global. En los terrenos económico, comercial y financiero, una serie de cifras de vértigo pone sobre el tapete el tremendo grado de interacción alcanzado por Estados Unidos y China, dos colosos que sin ser oficialmente amigos ni tampoco enemigos, sino una ambigua mixtura de socios y rivales, están obligados a afinar constantemente sus relaciones, de lo más complejas y multifacéticas. En las mismas convergen las disputas propias de los competidores duros, enfoques de los problemas mundiales tanto divergentes como convergentes, y dependencias mutuas en grado diverso, si bien aquí la balanza se inclina del lado de Beijing.

Así, Estados Unidos es el principal destino de las exportaciones chinas y el tercer origen de sus importaciones; China, a su vez, es el primer proveedor de mercancías para Estados Unidos, aunque solo el tercer cliente de las suyas. Además del abultado déficit comercial, la vulnerabilidad de Estados Unidos con respecto a China resulta evidente en el aspecto financiero puesto que el país asiático es con mucho el mayor acreedor internacional del norteamericano. El Estado que monopoliza con puño de hierro el Partido Comunista, las compañías privadas y los particulares chinos tendrían colocados en Estados Unidos unos 2 billones de dólares entre bonos del tesoro y de otros organismos públicos, títulos de deuda corporativos y acciones empresariales, además de un importante volumen de préstamos bancarios. Con semejante participación en la balanza de pagos, el Gobierno chino, mientras recibe con inquietud la pérdida de la máxima nota de solvencia por la deuda soberana estadounidense, cuyas compras son el núcleo de su enormes reservas de divisas, y toma pasos para desdolarizar el comercio intraasiático, se siente perfectamente legitimado para criticar sin medias tintas la política fiscal de Estados Unidos, que según él es incapaz de superar su "adicción" al déficit y la deuda. La Administración Obama ha sido, literalmente, sermoneada por Beijing en asuntos de economía y finanzas.

En noviembre de 2009, desde Tokyo, antes de recalar en Beijing para reunirse con Hu Jintao y en mitad de su primera gira por Extremo Oriente, en el curso de la cual, en Singapur, participó también en la cumbre anual de la APEC y, signo de los tiempos, en la primera cumbre especial Estados Unidos-ASEAN, Obama dio el envoltorio conceptual al nuevo orden bilateral inaugurado este año. En otro de sus discursos pensados para dejar poso, el mandatario aseguró que Estados Unidos no pretendía "contener" a China y que el "auge de una China fuerte y próspera" debía ser visto, no como una amenaza, sino como una "fuente de fortaleza para la comunidad de naciones", ya que "ninguna nación puede hacer frente por sí sola a los retos del siglo XXI".

A lo largo de su presidencia, Obama se ha hecho eco de lo que acerca y separa a Estados Unidos, la superpotencia global y que como tal asume responsabilidades globales, y China, una superpotencia emergente que no envía señales definitorias sobre si se conformará con dominar la esfera económica o si aspira a forjar una especie de G2 también en lo concerniente a la política y la seguridad, aunque el morador de la Casa Blanca, al tratar a China como lo hace, parece apostar por ese escenario. Las desavenencias y las tensiones han menudeado. A la cabeza de las mismas está la política monetaria china, que se resiste a corregir del todo la depreciación artificial del yuan manteniendo el tipo de cambio en flotación restringida, con el consiguiente perjuicio a las exportaciones estadounidenses y por ende a la recuperación económica y laboral del país, víctima desde hace tiempo de las deslocalizaciones industriales. En respuesta, el Congreso, muy enfadado por este desajuste, ha aprobado legislación comercial de signo proteccionista. En septiembre de 2009 el Ejecutivo, en una medida enmarcada en la consigna gubernamental del "compre americano" y en el auxilio a las industrias del ramo de la automoción, impuso una fuerte subida de aranceles a la importación de neumáticos chinos. La reacción sulfurada de Beijing fue instantánea.

En noviembre de 2010, en la V Cumbre del G20 en Seúl, el presidente experimentó lo que podía entrañar la pertenencia a un consejo descentralizado de líderes mundiales sin complejo de subalternos cuando vio ignorada su demanda, implícita en su contundente reproche a la política monetaria de Beijing, de que se obligara a China a revaluar su moneda. Por el contrario, Obama hubo de escuchar un torrente de críticas a la política de la Reserva Federal de imprimir billetes a mansalva para inyectar savia en la economía y de paso presionar a la baja el valor del dólar, luego Estados Unidos, a la chita callando, replicaban las potencias emergentes —y de esta queja no era ajena la UE—, también manipulaba moneda. La descafeinada declaración de la cumbre surcoreana sólo recogió un compromiso genérico para evitar las "devaluaciones competitivas" que persiguieran estimular el comercio de manera unilateral. El líder chino, Hu Jintao, se salió con la suya en Seúl y Obama regresó a casa con una sensación de derrota y hasta de soledad.

Las llamadas de atención por la represión en Tíbet, los gestos de reconocimiento al Dalai Lama y las ventas de armas a Taiwán son los asuntos internacionales que de manera invariable desatan la cólera del régimen chino. Notoria ha sido aquí la contención de Obama y sus colaboradores, para los que la pésima situación de los Derechos Humanos en China no es una cuestión tan prioritaria como el respaldo de Beijing en el tratamiento de los grandes problemas mundiales. En 2010 Obama se permitió un gesto de desafío al exigir la liberación del intelectual y activista pro Derechos Humanos Liu Xiaobo, quien recibió el Nobel de la Paz estando en prisión. En añadidura, en 2012, Estados Unidos ha sido incapaz de doblegar la oposición china a cualquier acto de hostilidad, comercial o militar, contra Siria a cuenta del Consejo de Seguridad de la ONU, luego de haber colaborado, con su abstención, el año anterior en Libia.

En el otro lado de la balanza bilateral están los intereses y las preocupaciones comunes, que tampoco son pocos. Entre los factores de estabilización de los tratos sino-estadounidenses figuran la desactivación del peligroso juego nuclear de Corea del Norte, cuyo impredecible régimen sólo es sensible a las presiones que le puedan llegar de los líderes chinos; el deseo de encauzar el contencioso nuclear de Irán; la erradicación del terrorismo islamista en diversas partes del mundo; y, ya en el frente medioambiental, las negociaciones sobre las emisiones de efecto invernadero (véase infra). El nuevo "pivote asiático", la reorientación de las prioridades comerciales, diplomáticas y militares de Estados Unidos desde Europa y Oriente Próximo hasta Asia del Este, tomó cuerpo en 2010 y se aceleró en 2011.

En noviembre de 2010 Obama cursó su segunda gira por la zona, que le llevó a India, Indonesia, Corea del Sur y Japón, con jalones multilaterales en la Cumbre del G20 en Seúl y la Cumbre de la APEC en Yokohama. Justo doce meses después el presidente encabezó la cumbre anual de la APEC en su Honolulu natal para acto seguido desplazarse a Australia y, de nuevo, Indonesia, donde asistió a una Cumbre ASEAN-Estados Unidos y a la VI Cumbre de Asia Oriental, foro del que Estados Unidos se convirtió en miembro formal sin ser un país asiático. El dirigente escogió el Parlamento australiano en Canberra para consagrar de viva voz el nuevo paradigma, por el que la región de Asia-Pacífico pasaba a ser la "máxima prioridad" de la política exterior de su país.

El anuncio de la apertura de una base de marines en Australia para 2016 venía a simbolizar la presencia estratégica y duradera de Estados Unidos en la región, donde sus fuerzas militares en número creciente no iban a quitar ojo a los movimientos de la Armada china, punta de lanza del rearme acelerado del gigante asiático. Otros tres países del continente han merecido la atención especial y el trato privilegiado de Obama. Dos, Japón y Corea del Sur, son unos aliados tradicionales a los que les ha certificado los compromisos de Estados Unidos en la defensa de su seguridad, máxime con una Corea del Norte entregada a la provocación belicista. El tercero es India, con la que Obama ha profundizado la asociación de carácter estratégico inaugurada por Bush, aunque sin llegar al nivel de alianza. En noviembre de 2012, justo después de ganar la reelección, Obama se embarcó en la cuarta minigira asiática de su mandato. En esta ocasión recaló en Tailandia, Myanmar, país hasta entonces nunca visitado por un presidente de Estados Unidos, y Camboya, donde se reunió con los líderes sudasiáticos de la ASEAN y los de Asia Oriental, sin faltar los de China, India y Japón.


7.4. América Latina: circunspección ante la emancipación hemisférica


7.4.1. Mirando a la región con nuevos lentes

La elección de Obama en 2008, recibida con verdadero entusiasmo por las opiniones públicas latinoamericanas, abonó la creencia en un cambio radical de actitud de Estados Unidos hacia su antiguo "patio trasero". En estos momentos, América Latina debía considerarse una realidad geopolítica en transformación, preservando (potenciando, de hecho) sus ricas especificidades sociales y culturales, y que desde hacía un tiempo, mediante elecciones inapelablemente democráticas, estaba virando hacía gobiernos y políticas nacionales de izquierda y centroizquierda que corregían o revertían las recetas neoliberales preceptuadas por el llamado Consenso de Washington. A diferencia del Norte rico, los países del Centro y el Sur del continente estaban esquivando los peores embates de la crisis global y en su mayoría ofrecían unas tasas anuales de crecimiento que Estados Unidos, Europa o Japón no podían ni soñar.

En los años de Bush, el poderoso vecino norteño sólo había mostrado interés, básicamente, en el combate militar in situ al negocio de la droga, en la creación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y, una vez que este vasto proyecto de desarme arancelario panamericano se fue a pique por el rechazo de Brasil y otros gobiernos, en acelerar la urdimbre de tratados de libre comercio bilaterales. Tras muchos años quejándose de que Estados Unidos se involucraba en sus asuntos de manera excesiva y con prepotencia imperial, los latinoamericanos lamentaban ahora la marginación o la indiferencia que advertían en la Casa Blanca. El debut regional del nuevo presidente demócrata, en abril de 2009, dejó un grato sabor de boca. Se trató de una corta estadía de tres días limitada a México, donde sostuvo su primer encuentro oficial con el presidente Felipe Calderón, y Trinidad y Tobago, para asistir a la V Cumbre de las Américas. En Trinidad, Obama departió amistosamente con el venezolano Hugo Chávez, quien había demonizado a Bush y lideraba el bloque de países bolivarianos mal encarados con las políticas estadounidenses, y también tuvo apretones de manos con el socialista boliviano Evo Morales y el sandinista nicaragüense Daniel Ortega.

En su alocución, Obama, estrella indiscutible de la conferencia, arrancó los aplausos de los presentes al reconocer que en el pasado Estados Unidos había "desatendido" o "tratado de dictar sus condiciones" a sus vecinos del sur, y al comentar su deseo de "pensar en el futuro" y de "buscar una alianza entre iguales" basada "en el mutuo respeto, los intereses comunes y los valores compartidos". El mensaje de acercamiento tuvo un destinatario específico, Cuba, objeto de un férreo bloqueo desde 1962, a la que el orador ofreció imprimir una "nueva dirección" a las difíciles relaciones bilaterales. La Cumbre de Puerto España concluyó con la promesa de Estados Unidos de respetar a todos los países por encima de las diferencias políticas, si bien estaba claro que el régimen comunista cubano iba a seguir siendo la gran salvedad. Tras este anuncio de un "nuevo capítulo del compromiso" estadounidense en la región, la Administración Obama, un poco a semejanza del día después del discurso del Nuevo comienzo dirigido al mundo árabe aunque tal vez sin igualar las reacciones de decepción en aquella parte del mundo, se mostró tímida o inconsistente a la hora de relanzar las relaciones Estados Unidos-Latinoamérica.

Al poco de la Cumbre de las Américas, en junio, tuvo lugar en Honduras el golpe de Estado que derrocó al presidente Mel Zelaya, un miembro del bloque chavista. El Departamento de Estado condenó la quiebra del orden constitucional en el país centroamericano, pero no tardó en condescender con el desafiante Gobierno civil de facto y finalmente se avino a los hechos consumados, que redujo a la condición de problema interno de los hondureños. Cuando la catástrofe sísmica de Haití, en enero de 2010, los reflejos de Estados Unidos, puramente humanitarios esta vez, sí dieron la talla con el despacho de 17.000 marines y soldados para ayudar en la distribución de la ayuda internacional a las víctimas del terremoto.

A lo largo de su primera presidencia, Obama ha concretado al menos una postura inédita en la visión que su país tiene del subcontinente: ha sido explícito en reconocer que Estados Unidos, principal origen de la demanda de estupefacientes ilegales, es corresponsable de los resultados obtenidos hasta la fecha, muy poco satisfactorios, en la lucha sin cuartel contra las redes y mafias del narcotráfico, que están causando estragos en México y Centroamérica. En este terreno, Washington se muestra dispuesto a revisar, discutiéndolo con los gobiernos involucrados cuyas sociedades soportan unos desorbitados niveles de violencia e inseguridad, la efectividad de la estrategia antidrogas, pero sin consentir la alternativa, exploratoria, de la despenalización parcial, sugerida por algunos mandatarios en la VI Cumbre de las Américas, en abril de 2012 en Cartagena de Indias.

La conclusión provisional, a la espera del cariz que pueda tomar el segundo mandato a partir de enero de 2013, es que bajo la presidencia de Obama Estados Unidos no ha sustanciado una política latinoamericana, aunque el hecho es que no existe una sola Latinoamérica. Más allá de una unidad geográfica con rasgos de identidad común y algunos criterios compartidos, lo que Estados Unidos tiene delante es en buena medida un conglomerado de bloques, alianzas y países con intereses y aspiraciones diversos, con el enorme Brasil destacando por encima de todos. En consecuencia, la Administración Obama ha optado por personalizar sus estrategias, aunque manteniendo una actitud respetuosamente receptiva a las propuestas de cooperación multilateral que puedan llegarle del diálogo regional.

El Ejecutivo de Washington, tan pendiente como está de Asia, viene observando casi en silencio la paulatina asunción por los latinoamericanos de mayores cotas de autonomía en la gestión colectiva de los asuntos hemisféricos. Entre 2009 y 2012 los países de América Central, el Caribe y América del Sur han seguido desarrollando una geometría de integración de alcance continental que conforman varios círculos concéntricos (CELAC, UNASUR, AEC, ALBA), ninguno de los cuales incluye a Estados Unidos. La superpotencia continúa teniendo un fuerte peso en la OEA, pero la vieja organización panamericana, ineficaz en crisis como la de Honduras, se ha visto eclipsada por las pujantes iniciativas de integración regional a la carta.


7.4.2. Cuba: leve aflojamiento del bloqueo

Así las cosas, se impone el seguimiento pormenorizado de las relaciones país por país. Con Cuba, Obama materializó una política algo menos rigurosa consistente, tal como había adelantado en 2008 durante la campaña electoral, en la suavización de las restricciones a los viajes familiares a la isla y al envío de remesas. Clinton, también en abril de 2009, en una declaración sin precedentes, llegó a reconocer que las políticas de su país hacia Cuba habían "fracasado". Sin embargo, el embargo comercial, fundamentado en las leyes aprobadas por el Congreso y visto por doquier como un anacronismo ideológico de la Guerra Fría, se mantuvo intacto. El fallido plan de cerrar el centro de detención de Guantánamo reforzó el escepticismo del régimen castrista con la Administración Obama. Además, en junio de 2009 el Departamento de Estado se resignó a que la Asamblea General de la OEA, en una decisión histórica, levantara la suspensión de membresía impuesta a Cuba en 1962. La resolución, aprobada por unanimidad, fue presentada por sus promotores, Venezuela y los aliados del bloque bolivariano, como un gol a Estados Unidos. Sin embargo, La Habana, aunque satisfecha por la decisión de la OEA, rehusó participar de nuevo en la organización.


7.4.3. Venezuela: fallido amago de reconciliación

Con Venezuela, el principio de deshielo advertido a raíz de la Cumbre de Trinidad se truncó en 2010. Chávez recuperó el tono beligerante contra "el hombre negro", aquel con el que en 2008 y 2009 había estado dispuesto a negociar y amistar, y llegó a amenazar a Estados Unidos con "cortarle" las exportaciones de petróleo si Venezuela era objeto de alguna "agresión armada" en el contexto de la crisis abierta con Colombia por las acusaciones de Bogotá a Caracas de estar cobijando a comandantes de la guerrilla de las FARC.

En los últimos meses del año, Caracas y Washington practicaron un boicot recíproco de embajadores. En 2011 el Departamento de Estado no se anduvo con rodeos e impuso sanciones a la empresa estatal de petróleos venezolana, PDVSA, por sus negocios con el sector energético de Irán. Se trataba de una medida punitiva puramente unilateral, pues los tratos petroleros venezolano-iraníes no contravenían ninguna resolución de la ONU, sino que impugnaban el régimen de sanciones particular de Estados Unidos. El líder bolivariano, con su vehemencia habitual, repudió la nueva "agresión imperialista gringa". Sin embargo, la fuerte dependencia que la economía venezolana tenía de las divisas ingresadas por las ventas de crudo a Estados Unidos desaconsejaba la adopción de medidas de retorsión.


7.4.4. México: profundos altibajos bajo el signo de la narcoviolencia

A México, país fronterizo, interlocutor especial (es la única nación a la vez latinoamericana y norteamericana) y socio comercial de primer orden en el marco del NAFTA, desde 2006 sumido en un terrible conflicto armado del Estado contra los cárteles de la droga y de estos entre sí (con un estremecedor balance de 60.000 muertos al cabo de seis años), Obama empezó lanzándole mensajes alentadores tras el muro de incomprensión construido en los años de Bush. La aceptación por el nuevo Ejecutivo de una mayor cooperación en la lucha antinarcóticos perseguía, en parte, enjuagar la desagradable sensación que había dejado un informe del Departamento de Defensa, hecho público poco antes del cambio de mando en Washington, donde se pintaba a México como un posible "Estado fallido" expuesto a sufrir un "colapso rápido y repentino" ante la situación de caos generada por los poderosos cárteles del narcotráfico y las mafias del crimen organizado. Estos tenían desbordados a los cuerpos policiales, gangrenados por la corrupción y en parte comprados por los delincuentes, y ni el mismo Ejército, movilizado por Calderón, conseguía frenarlos.

En marzo de 2009 la Casa Blanca, en preparación de la primera cumbre Obama-Calderón en el DF, admitió la responsabilidad de Estados Unidos en la ola de violencia que desangraba México y reconoció que los mexicanos tenían razón cuando se quejaban amargamente de las facilidades que los narcos encontraban para colocar sus cargamentos de cocaína y marihuana al otro lado de la frontera y para abastecerse de todo tipo de armas automáticas con su munición: podían comprarlas en cualquiera de los miles de puntos de venta legales en los estados del sur y traerlas en vehículos libres de registros aduaneros. En concreto, los departamentos del Gobierno federal anunciaron un gran refuerzo policial de la vigilancia del lado norte de la frontera y prometieron presionar al Congreso para que liberara nuevos fondos adjudicados a la Iniciativa Mérida, un ambicioso acuerdo de seguridad válido por tres años, entre 2008 y 2011, que buscaba ayudar al Gobierno mexicano a ganar su ofensiva contra los cárteles, proporcionándole asistencia material como aviones, equipos de rastreo y tecnología operacional.

Luego, en agosto de 2009, Obama volvió a encontrarse con Calderón en Guadalajara con motivo de la VI Cumbre de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN), una iniciativa de diálogo integral que trascendía el ámbito restringido del NAFTA pero que justamente a partir de ahora quedó en suspenso. La cita, que incorporó al primer ministro canadiense Stephen Harper, se saldó con la renuncia por Estados Unidos, para alivio de México, a plantear modificaciones al Tratado del NAFTA susceptibles de introducir cláusulas proteccionistas.

Poco más se avanzó en las relaciones con México. El presidente Calderón siguió haciéndose eco del disgusto de sus paisanos por la falta de acuerdos en materia de emigración irregular y por actitudes reactivas como la Ley de Arizona y el bloqueo por el Capitolio a la Dream Act, aunque luego, en junio de 2012, la orden ejecutiva de revisar los casos individuales de jóvenes residentes indocumentados para impedir su deportación mereció los elogios de Calderón en su encuentro bilateral con Obama previo a la VII Cumbre del G20 en Los Cabos. En 2010 y 2011 el Departamento de Estado sublevó al Gobierno mexicano por partida doble, al comparar la secretaria Clinton la situación del narco de México con la narcoinsurgencia sufrida por Colombia a finales del siglo XX, y por la filtración de los cables diplomáticos de Wikileaks, que revelaban la frustración de Estados Unidos por la venalidad e ineficacia de las fuerzas del orden mexicanas. Este último escándalo provocó la renuncia del embajador en el DF, Carlos Pascual.

En septiembre de 2012 Obama encomió el "coraje" mostrado por Calderón en su lucha contra los cárteles y se comprometió a continuar la colaboración con su sucesor electo, Enrique Peña Nieto. Aunque, por otro lado, disintió de la actitud receptiva de las autoridades mexicanas en el debate abierto en la región sobre la posibilidad de despenalizar el mercado de las drogas para romper el oligopolio de los cárteles y así desplomar los beneficios astronómicos que este negocio criminal genera. De todas maneras, las tres visitas efectuadas por Obama a México en su primer mandato, registro solo igualado por Afganistán y Corea del Sur, y únicamente superado por Francia (cuatro estadías), indican la importancia que este país sigue teniendo para Estados Unidos.


7.4.5. Brasil: complejo diálogo inter pares

En América del Sur, Obama, mediante sendas visitas en 2011 y 2012, hizo saber su interés concreto en tres países, los dos primeros gobernados por la derecha liberal y el tercero por el socialismo democrático. Estos eran: Colombia, socio estratégico y el mejor amigo en la región, con el que en 2009 se firmó un Acuerdo de Cooperación y Asistencia Técnica en Defensa y Seguridad (que entre otros puntos regulaba el uso por las Fuerzas Armadas estadounidenses de siete bases militares en el marco de la lucha antidroga en el país andino), al que siguió en 2011 la ratificación por el Congreso de Washington del Tratado de Libre Comercio bilateral suscrito en 2006; Chile, cuyo modelo estable de madurez democrática, prosperidad económica y salud financiera Obama ensalzó como "uno de los grandes éxitos" de América Latina; y Brasil, el principal vocero del nuevo Sur emergente en las palestras mundiales, gigante económico de la región y líder preclaro de la autonomía integracionista de los sudamericanos.

Una ambivalencia teñida de frialdad caracterizó las relaciones de Obama con el presidente Lula da Silva, a quien recibió en la Casa Blanca en marzo de 2009 y con el que volvió a encontrarse en la Cumbre de las Américas en Trinidad, en la del G8 en L'Aquila, en la de Washington sobre Seguridad Nuclear y en las del G20 (el brasileño era el principal artífice de este foro de discusión de las potencias desarrolladas y los emergentes) en Pittsburgh y Seúl. A pesar de su alianza tácita en el capítulo de los biocombustibles, de su coincidente apuesta por los cultivos transgénicos, de la complicidad en la Cumbre de Copenhague sobre el cambio climático (véase infra) y del suculento acuerdo de cooperación militar firmado en abril de 2010, Estados Unidos y Brasil discrepaban en cuestiones de calado como la estrategia militarista de la lucha antidroga que tenía su pivote en las bases colombianas, la política monetaria expansiva de la Reserva Federal y, sobre todo, el conflicto nuclear iraní, donde Lula, quien no tenía reparos en estrecharle efusivamente la mano a Ahmadinejad con flashes de fotógrafos, se implicó en mayo de 2010 con una iniciativa de mediación turco-brasileña que buscaba evitar la cuarta ronda de sanciones de la ONU contra Teherán y cuya clave era una permuta de uranio enriquecido para usos civiles.

Obama dejó patente su malestar por estas gestiones unilaterales, a la sazón infructuosas, porque desde su perspectiva socavaban los esfuerzos estadounidenses de someter a Irán a una cuarentena internacional. Así, el mandatario renunció a participar en el III Foro de la Alianza de Civilizaciones, en Río de Janeiro, y declinó la invitación brasileña de realizar una visita de Estado antes de las elecciones generales de octubre de 2010, a las que Lula ya no se presentaba. En la recta final de su mandato, un decepcionado Lula confesaba su "tristeza" porque los Estados Unidos de Obama "no hubieran cambiado" la relación con América Latina, cuya "importancia" Washington "seguía sin reconocer".

Con la sucesora de Lula en enero de 2011, Dilma Rousseff, quien iba a continuar las políticas lulistas salvo los gestos positivos hacia Irán, Obama se mostró más dispuesto a entablar el diálogo "de igual a igual" que le reclamaba Brasil, protagonista de un formidable crecimiento económico con inclusión social y cada vez más seguro de su condición de gran potencia sureña, capaz de competir con Estados Unidos por la influencia política y económica en el continente y fuera de él. En marzo de 2011 Brasil, como China, Rusia, Alemania e India, se abstuvo en la votación del Consejo de Seguridad de la ONU que abrió las puertas a la intervención de la OTAN en Libia. La tibieza de Brasilia en la crisis libia no ayudó al respaldo por Washington de su aspiración al asiento permanente en la suprema instancia de la ONU. El mutuo interés en profundizar las relaciones impregnó las cumbres Obama-Rousseff de Brasilia, en marzo de 2011, y Washington, en abril de 2012. Los encuentros sirvieron al menos para llamar la atención sobre el nivel de cooperación y el volumen de los intercambios comerciales, que no estaban a la altura de las posiciones de los dos países en el ranking mundial de PIB, donde Brasil ya ocupaba el sexto lugar.


7.5. Los riesgos nuclear y climático: avances, sobresaltos e inconsistencias

Reiterando lo comentado en los epígrafes anteriores, el freno a la proliferación nuclear, la reducción de los arsenales estratégicos y la desnuclearización de las relaciones internacionales conformaban una de las grandes pretensiones de la política exterior inaugurada por Obama. El 5 de abril de 2009 desde Praga, en el curso de su primera gira europea, el presidente comunicó la voluntad de su país de dar "pasos concretos" hacia un mundo sin armas atómicas, y distinguió entre la "amenaza de una guerra nuclear global", que a su entender se había "desvanecido", y el "riesgo de un ataque nuclear", que por contra había "aumentado".

El mismo día del discurso de Obama en la capital checa, Corea del Norte disparó sobre el mar del Japón un misil balístico de largo alcance que según el Gobierno era un cohete espacial para poner en órbita un satélite; a los pocos días, Pyongyang, con el pretexto de que Estados Unidos había incumplido su parte del acuerdo de desarme a cambio de ayuda, se retiró de las conversaciones sexpartitas y reanudó su programa nuclear militar. Los peores presagios de la Casa Blanca se vieron confirmados a finales de mayo con la detonación por Corea del Norte de una bomba atómica bajo tierra, el segundo test de estas características desde 2006. Las pésimas noticias procedentes de Corea del Norte, unidas a la incapacidad para convencer a Irán de que acatara el régimen de verificación de la AIEA, que eran dos tremendos varapalos a los esfuerzos anti proliferación, indujeron a Obama a perseverar en su campaña internacional.

El 24 de septiembre de 2009, a remolque del anuncio de la cancelación de los planes para extender la NMD a Polonia y Chequia, el mandatario, flanqueado por Medvédev, Hu Jintao, Brown, Sarkozy y el resto de jefes de Estado y de Gobierno que representaban a sus países en esta excepcional sesión, consiguió que el Consejo de Seguridad de la ONU adoptara una resolución vinculante que instaba a todos los países miembros a firmar y cumplir el Tratado de No Proliferación (TNP) de 1968 y a firmar y ratificar el CTBT de 1996, que seguía sin entrar en vigor por déficit de signatarios. Esto último iba en particular para las potencias nucleares de China, India, Pakistán, Israel (oficiosa), Corea del Norte y los mismísimos Estados Unidos, que seguían sin dar pasos para certificar de iure lo que ya venían cumpliendo de facto, una moratoria de pruebas nucleares que se remontaba a 1992. La situación era embarazosa, aunque Obama, como refutando cualquier acusación de inconsecuencia, insistía en que la pelota estaba en el tejado del Senado y que él sólo podía instar desde el Ejecutivo. Si la gran potencia nuclear del planeta se negaba a ratificar el CTBT (paso ya dado por los demás aliados de la OTAN y por Rusia), mal podía esperar que otros países vencieran sus reticencias.

Abril de 2010 fue un mes relevante por triple motivo: primero, por la firma en Praga del Nuevo START (véase supra); segundo, por la celebración en Washington, siguiendo la convocatoria de Obama, de la I Cumbre sobre Seguridad Nuclear, en la que participaron 46 países, 38 de ellos representados por sus jefes de Estado o de Gobierno, y que produjo un comunicado no vinculante; y tercero, por la publicación por el Departamento de Defensa de la Revisión de la Postura Nuclear (NPR), que enfatizaba la prevención de los riesgos derivados de la proliferación y el terrorismo nucleares, y que disminuía la importancia estratégica de las armas nucleares propias al abogar por la reducción del arsenal, restringir su uso en caso de conflicto bélico (en lo sucesivo, Estados Unidos no respondería con la bomba al ataque bioquímico o convencional de un país adherido al TNP) y renunciar a construir nuevas cabezas atómicas. En marzo de 2012 Obama tomó parte en Seúl en la II Cumbre sobre Seguridad Nuclear.

Más controvertida ha sido la actuación del dirigente norteamericano en la lucha contra el cambio climático causado por el calentamiento global antropogénico, que tal es el análisis oficial de la Casa Blanca. En casa, la promoción por Obama de la cultura medioambientalista descansa en un pretendido equilibrio, no libre de contradicciones, donde confluyen una pléyade de acciones: las medidas de ahorro y eficiencia energética; el cierre de centrales térmicas altamente contaminantes; las restricciones al mercurio y otros derivados industriales tóxicos; el desarrollo de las energías renovables; el impulso a los biocombustibles obtenidos de cultivos intensivos como el maíz; la explotación de las reservas petroleras nacionales; y la extracción de gas y petróleo shale contenido en las rocas del subsuelo mediante técnicas no convencionales, entre ellas la muy polémica del fracking o fractura hidráulica.

De puertas al exterior, nada más tomar posesión del cargo Obama quiso demostrar con hechos que era un abanderado de la reducción de las emisiones de gases invernadero, en particular el dióxido de carbono. En marzo de 2009 tomó su primera gran iniciativa citando a las 17 mayores economías mundiales, esto es, las más contaminantes del planeta, a unas rondas de reuniones para consensuar un marco de referencia que sirviera para continuar los esfuerzos de reducción una vez expirado el Protocolo de Kyoto a finales de 2012. Se trataba del Foro de Grandes Economías sobre Energía y Cambio Climático (MEF), el cual perseguía, indicaban los convocantes, un "diálogo sincero" entre países desarrollados y países en desarrollo a fin de ayudar a crear el "liderazgo político" necesario para obtener "resultados satisfactorios" en las negociaciones de la ONU sobre el cambio climático, las cuales iban a tener lugar en diciembre en Copenhague.

Aunque la Administración Obama aseguraba que el MEF no era una alternativa al proceso conducido por la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), custodia del Protocolo de Kyoto y responsable de sus posibles apéndices, no se ahorró las críticas de quienes temían que unas negociaciones paralelas de un grupo restringido de países grandes terminaran conduciendo a un marco devaluado de compromisos post-Kyoto. Otra implicación de la iniciativa MEF era que Obama, al parecer, había llegado a la conclusión de que a estas alturas ya no tenía sentido que su país ratificara el Protocolo de Kyoto, el cual establecía para los contrayentes la obligación colectiva de reducir las emisiones de seis gases de efecto invernadero una media global del 5,2% entre 2008 y 2012, tomando como base el nivel de emisiones de 1990. Estados Unidos iba a seguir siendo por tanto el único país del mundo que habiendo firmado el Protocolo lo tenía pendiente de ratificar.

El argumento de justificación expuesto por la Administración Bush seguía teniendo validez con Obama, que lo interpretó desde las necesidades de la recuperación económica del momento: Estados Unidos no quería someterse ahora mismo a un Protocolo que exoneraba de compromisos jurídicamente vinculantes a países que, como China e India, estaban en vías de desarrollo, pese a ser contaminantes en grado sumo; el acatamiento de Kyoto, que para Estados Unidos significaría un porcentaje de reducción del 7% hasta 2012, dejaría a la industria norteamericana, ya tocada por la crisis, en desventaja competitiva justamente cuando más le urgía facturar. Ello no era óbice para que la Administración Obama estuviera embarcada en el objetivo nacional de reducir las emisiones a más largo plazo, un 17% (tres puntos menos que el plan 20-20-20 de la UE) hasta 2020 y un 83% en 2050, tomando como referencia los niveles de 2005 y 1990, respectivamente.

En julio de 2009, en la Cumbre de L'Aquila, Obama hizo una traslación parcial de las metas nacionales al resto del G8, que se comprometió a bajar sus emisiones un 80% antes de 2050. Sin embargo, las ocho economías industrializadas no convencieron a los países en desarrollo del MEF para que asumieran el objetivo en su caso de una reducción del 50% para aquella fecha. El 22 de septiembre, desde la sede de la ONU en Nueva York y con motivo de la Cumbre especial sobre el Cambio Climático convocada por Ban Ki Moon, el presidente se dirigió a la comunidad internacional con palabras de advertencia y apremio: "Que tantos de nosotros estemos hoy aquí es un reconocimiento de que la amenaza del cambio climático es seria, es urgente y está creciendo. La respuesta de nuestra generación a este desafío será juzgada por la historia, porque si no somos capaces de hacerle frente —de manera audaz, rápida y conjunta— nos arriesgamos a abocar a las generaciones futuras a una catástrofe irreversible (…) La integridad y la estabilidad de cada nación y de todos los pueblos —nuestra prosperidad, nuestra salud, nuestra seguridad— están in peligro. Y el tiempo que tenemos para revertir esta tendencia se está agotando".

La hora de la verdad era la Conferencia de las Partes de la CMNUCC en Copenhague, que se proponía concluir un acuerdo jurídicamente vinculante sobre el clima y de validez universal a partir de 2012. El borrador danés de la Cumbre hablaba de reducir las emisiones globales de CO2 al menos un 50% para 2050 en comparación con 1990 y animaba a las naciones desarrolladas a asumir la meta del 80%. Las recomendaciones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) apuntaban a objetivos más ambiciosos aún en el caso de los países industrializados: estos deberían reducir sus gases invernadero entre un 25% y un 40% en 2020 y entre el 80% y el 95% en 2050, tomando como referencia 1990. La UE propuso pactar unas metas del 30% en 2020 y de hasta el 95% en 2050. Estados Unidos replicó que todos estos paquetes de cifras no eran realistas. En consecuencia, Obama optó por un entendimiento particular con China. En noviembre, durante la cumbre de la APEC en Singapur, el presidente y Hu Jintao, funcionando como un verdadero G2, comunicaron que no iba a ser posible llegar a un acuerdo vinculante en Copenhague y que lo mejor sería alcanzar un "pacto de dos etapas" con compromisos más bien orientativos.

En efecto, el 18 de diciembre, al filo de la conclusión de la Cumbre de Copenhague, Estados Unidos, China y otras tres potencias emergentes, India, Sudáfrica y —con algunas reservas— Brasil, muñeron un texto no vinculante, sin objetivos cuantitativos ni plazos concretos, aunque se mantenía el propósito de que la temperatura global no subiera más de dos grados. La UE, de mala gana, y la misma CMNUCC, incapaz de avanzar por consenso, aceptaron con resignación el plan de los cinco, a sabiendas de que el documento de mínimos en modo alguno podía considerarse un Kyoto 2.

Multitud de gobiernos, ONG y movimientos ecologistas calificaron los resultados de Copenhague, forzados por la irresistible connivencia de Washington y Beijing, de "decepción" y de "fracaso". Obama concedió que el acuerdo alcanzado era modesto, pero insistió en que podía servir de base para negociaciones de más calado. Dos años después, el razonamiento del presidente fue tímidamente corroborado por los resultados de la Conferencia de la CMNUCC en Durban, Sudáfrica, donde las Partes, in extremis, consensuaron un documento que estipulaba la adopción en 2015 de, por primera vez, un pacto global vinculante para todo el mundo sobre recortes de emisiones y que podría entrar en vigor en 2020. Lo acordado en Durban era una hoja de ruta que volvía a posponer la fijación de nuevos límites de emisiones. Hasta entonces, regiría el "segundo período de compromiso" del Protocolo de Kyoto, sin la adhesión de Estados Unidos y, a partir de 2013, tampoco de Rusia, Japón y Canadá.

En noviembre de 2012, Obama, en su primera rueda de prensa tras ser reelegido, volvió a referirse sobre el particular con tono de urgencia: "Soy un firme creyente de que el cambio climático es real, que se ve afectado por el comportamiento humano y las emisiones de carbono. Y como consecuencia, creo que hemos contraído una obligación con las generaciones futuras para hacer algo al respecto", subrayó.


7.6. Los límites del discurso multilateralista: los tratados internacionales que Estados Unidos sigue ignorando

El CTBT y el Protocolo de Kyoto no son, ni mucho menos, los únicos tratados internacionales ignorados y boicoteados por la Administración Bush que su sucesora, poniendo como excusa en algunos casos las resistencias del Congreso y oscilando entre la ambigüedad y el silencio en los restantes, ha seguido manteniendo en el alero, situación que no ayuda a que otros países se adhieran a los mismos y los acaten. El Tratado Anti-Misiles Balísticos (ABM) de 1972, impugnado por Bush en 2002 alegando que era una reliquia obsoleta de la Guerra Fría que estorbaba al desarrollo de la NMD, es considerado letra muerta también por Obama.

La excepcionalidad de la Administración Obama, un unilateralismo de hecho, se extiende a estos otros tratados, que continúan sin contar con el visto bueno, la firma o la ratificación de Estados Unidos: el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI), firmado por Bill Clinton en 2000 pero desfirmado por Bush dos años después; el Protocolo para los mecanismos de verificación —que por lo tanto sigue nonato— de la Convención sobre la Prohibición de Armas Bacteriológicas (BWC) de 1972; el Tratado de Ottawa sobre la Prohibición de Minas Antipersona (MBT) de 1997, firmado por todos los aliados de la OTAN salvo por Estados Unidos; la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989, de la que Estados Unidos y Somalia son los únicos países del mundo no ratificatorios; el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, tampoco ratificado por Estados Unidos y otros seis países; y la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (UNCLOS) de 1982.

(Cobertura informativa hasta 1/12/2012)