Una conquista envenenada

Judea, la provincia ingobernable del Imperio Romano

Entre las numerosas conquistas del Imperio Romano, pocas fueron tan difíciles de controlar como Judea. Los romanos y los propios habitantes no judíos de la región miraban con recelo una cultura con una idiosincrasia particular que no podían absorber.

La destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 d.C.

La destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 d.C.

“Son fanáticos con un solo dios”. Con estas palabras definía el emperador romano Adriano a los responsables de la enésima rebelión judía durante su reinado. Este pueblo llevaba un siglo y medio resistiéndose a formar parte del Imperio y cada intento en pos de la romanización hacía más ancha la brecha que los separaba de sus conquistadores. Incluso Adriano, hombre viajero y abierto a las diferentes culturas del Imperio -especialmente a la helenística-, fue incapaz de comprender la judía, tan opuesta a la romana que el conflicto estaba servido desde el momento en que entraron en contacto. Como los otros emperadores que le habían precedido, optó por suprimir cualquier disidencia a golpe de legiones.

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Destinados a no entenderse

El primer contacto directo entre Roma y Judea se produjo en el siglo I a.C. a causa de la intervención romana en las disputas por la sucesión al trono de Judea. Este siguió siendo oficialmente un reino independiente, pero sus reyes -en particular Herodes el Grande, que gobernó entre el 37 y el 4 a.C.- eran a efectos prácticos clientes de Roma. La idiosincrasia particular de la cultura judía, especialmente en el terreno religioso, hacía más prudente tener a un rey local como vasallo que intentar gobernar directamente.

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Aun así la presencia romana era muy visible en forma de legiones y de un prefecto que controlaba las acciones del rey, algo que a los sectores más religiosos de la sociedad judía no les gustaba nada. Los romanos eran a sus ojos unos idólatras -que, para colmo, divinizaban a sus emperadores- y veían como traidores e infieles a sus gobernantes que colaboraban con ellos. Además en Judea vivían, aparte de los judíos, otras etnias con las que la convivencia era tensa en el mejor de los casos; los altercados eran comunes y las legiones romanas a menudo imponían el orden de forma violenta.

Finalmente, en el año 4 d.C. el emperador Augusto decidió apartar a los sucesores de Herodes y convertir Judea en una provincia con la esperanza de romanizarla; esperanza que no llegaron a ver cumplida ni él ni ningún otro emperador en los siguientes 130 años.

Resistencia feroz

Judea demostró ser tan ingobernable como provincia como lo había sido como reino cliente. La comunidad judía estaba cada vez más resentida con los romanos, así como con sus propios líderes a quienes consideraban unos colaboracionistas por ceder a algunas concesiones como el culto imperial. El emperador Claudio hizo un amago de devolver el poder a un rey local, Herodes Agripa, nieto del último soberano, pero se lo retiró a los pocos años ante la sospecha de que podía estar organizando una rebelión. La situación se convirtió en un círculo vicioso en el que los prefectos romanos reaccionaban con dureza a cualquier protesta de la comunidad judía, con la intención de cortar de raíz cualquier resistencia organizada, lo que a su vez generaba más resentimiento contra ellos.

Las tensiones estallaron violentamente en el año 66, cuando las autoridades romanas decidieron no castigar a los responsables de un ataque antisemita en la colonia romana de Cesarea Marítima. El hijo del sumo sacerdote exhortó a los judíos a expulsar a los no judíos de sus ciudades, así como a los romanos por considerar que les protegían. Inesperadamente, la revuelta tuvo éxito y los rebeldes consiguieron apoderarse de las principales ciudades fortificadas y fortalezas del país.

La revuelta se convirtió en una guerra más dura de lo que los romanos habrían esperado: las ciudades judías estaban muy bien fortificadas y situadas en elevaciones naturales, lo que hizo derivar los ataques en largos asedios, a la espera de que las poblaciones sucumbieran al agotamiento y la falta de suministros. En el año 70 el general Tito, hijo del emperador Vespasiano y futuro emperador a su vez, logró finalmente entrar en Jerusalén: las tropas se ensañaron a fondo con la ciudad, que fue saqueada e incendiada, y el símbolo religioso de los judíos, el Templo, fue reducido a escombros.

Unos pocos rebeldes lograron escapar y durante tres años más resistieron en la fortaleza de Masada, situada en lo alto de un promontorio casi vertical en medio del desierto y considerada inexpugnable. Y tal vez lo habría sido de no ser por el ingenio militar de los romanos, que pacientemente construyeron una rampa de tierra para salvar la elevación natural, un esfuerzo que aunque poco práctico lanzaba un poderoso mensaje: si alguien se rebelaba contra Roma esta se lo haría pagar, aunque para ello tuviera que desafiar a la naturaleza misma. Viendo acercarse el final de su resistencia, los rebeldes supervivientes prefirieron suicidarse antes que caer en manos de los romanos. Era el año 73 y parecía que el Imperio, finalmente, había aplastado toda resistencia.

Masada, en el desierto de Judea, era considerada una fortaleza inexpugnable

Masada, en el desierto de Judea, era considerada una fortaleza inexpugnable

DUBY TAL / AGE FOTOSTOCK

La última revuelta judía

Pero esa esperanza se reveló pronto como una ilusión. Nuevas revueltas estallaron durante la campaña contra los partos iniciada por Trajano en 113, aprovechando que el emperador había movilizado a prácticamente todas sus legiones, dejando las provincias orientales casi desguarnecidas. Nuevamente las revueltas fueron sofocadas, pero habían demostrado que el conflicto con los judíos seguía bien vivo.

El sucesor de Trajano, Adriano, pareció adoptar en principio una posición conciliadora, anunciando su intención de reconstruir Jerusalén. Lo que se calló era que su intención real era reconstruirla como una ciudad romana, como ya se había hecho siglos atrás con Cartago. La comunidad judía, especialmente los sectores más religiosos, reaccionaron iracundos a lo que les debía de parecer la profanación final de su ciudad sagrada.

El Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén

El Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén

Este es el único vestigio que queda hoy del Segundo Templo de Jerusalén, destruido por las tropas de Tito.

Simon Bar Kojba, un personaje de tintes mesiánicos encumbrado por el sanedrín -la asamblea de rabinos-, encabezó una guerra de liberación que entre 132 y 135 permitió la restauración de un estado judío independiente. Las victorias iniciales contra las romanos les podían haber hecho soñar que esta vez lograrían resistir: dos legiones fueron aniquiladas, si bien venían mermadas de la guerra en Britania. Pero era un sueño fugaz cuya esperanza de vida era solo el tiempo que le llevase a Adriano reunir las fuerzas necesarias para aplastar definitivamente la resistencia judía, lo que se produjo finalmente en el 136.

El emperador, a pesar de que era un hombre famoso por su interés por las culturas que conformaban el Imperio, reaccionó con puño de hierro. Refundó Jerusalén como ciudad romana -Aelia Capitolina- y prohibió a los judíos entrar en ella, fusionó Judea con Siria convirtiéndolas en una única provincia -Siria Palestina- y limitó las libertades religiosas de los judíos, especialmente la enseñanza de la Torá. Habiendo perdido su capital espiritual y sus referentes, el fin de esta rebelión se considera el inicio de la Diáspora, es decir, la dispersión de los judíos como pueblo.