La guerra en nuestros cuerpos: reflexiones a partir de los ensayos de Rita Segato | Tierra Adentro
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Ilustración realizada por John Marceline
Ilustración realizada por John Marceline

Que el mundo y sus sociedades son patriarcales y misóginas no es una sorpresa para nadie. Que el orden social está basado en una lucha de poder constante, tampoco. Durante siglos, la “verdad” de las cosas ha sido la palabra masculina y, el cuerpo de las mujeres, el territorio en el que esta verdad se materializa. Como señala Rita Segato en su libro La guerra contra las mujeres, el cuerpo femenino es un mapa de la violencia ejercida por hombres y el campo de batalla en el que se pelean las guerras de poder.

Hoy, a pesar del feminismo y sus logros, nuestro cuerpo sigue siendo un medio de comunicación de los “dueños”, de quienes dominan y lo demuestran. En México, particularmente, esto lo podemos ver todos los días. ¿Cómo, entonces, pensarnos fuera de la “pedagogía de la crueldad” de la que habla Segato? ¿Cómo constituirnos, como mujeres, fuera de esta dinámica de poder machista? ¿Cómo reafirmar nuestra autonomía en el país de los 10 feminicidios diarios?

En La guerra contra las mujeres, Rita Segato señala que las formas de hacer guerra han cambiado, pues, a pesar de que en muchas partes del mundo todavía se ataca con bombas y tanques, en América Latina, al menos, se ha ido expandiendo una nueva conflictividad informal, un mundo bélico que no tiene ningún tipo de consideraciones, una guerra silenciada que no se admite y de la cual no se habla. México es el ejemplo perfecto. No por nada el primer ensayo en el libro de Segato empieza hablando acerca de la situación en Ciudad Juárez. México pertenece a las mafias criminales, militares, estatales y corporativas; es un país corrupto hasta la médula en el que no hay justicia y la única ley es la de los jefes de estas mafias.

Las consecuencias de las disputas entre los que mandan son las noticias de todos los días: que un decapitado aquí, que un desmembrado allá, que un cuerpo en una bolsa, que una ola de secuestros, que unos colgados. Y eso que los medios de comunicación ocultan mucha información. Pero basta una búsqueda rápida en Google o una ojeada al Blog del Narco o a algún subreddit para enterarse de la realidad escalofriante del día a día mexicano. Ahora, como menciona Segato, esta guerra de las élites disfrazada de “lucha contra el narco” o “lucha contra la corrupción” está basada, por supuesto, en el despojo y en el afán de lucro.

En la introducción a su libro Estado de emergencia: De la guerra de Calderón a la guerra de Peña Nieto, Carlos Fazio  —al igual que Segato— apunta que, desde sus inicios, el sistema capitalista ha sido amoral y, a partir de sus propios intereses, ha dictado la legalidad. El dinero, el poder, el secreto y otras formas de interés económico son las principales motivaciones de los grupos de influencia más grandes que se han instalado en el núcleo de los sistemas políticos y económicos.

Es por esto que la nueva forma de belicosidad es informal e ilícita, pero legal a la vez: los grupos o corporaciones armadas que se enfrentan son facciones, bandos, mafias, grupos tribales o mercenarios corporativos que están directamente relacionados con los sectores cruciales de la sociedad, el Estado y la economía. Hemos normalizado la violencia porque permea cada aspecto de nuestra vida cotidiana, porque es la ley impuesta y la impunidad lo ha demostrado.

La guerra contra las mujeres enfatiza cómo las fuerzas paraestatales de los regímenes dictatoriales, el crimen organizado, las fuerzas de seguridad oficiales actuando de manera arbitraria, la represión policial, la represión por parte de fuerzas privadas, las compañías contratadas para tercerizar la guerra, la violencia ejercida por mafias, las maras y otros grupos, son algunos de los elementos que caracterizan este nuevo modelo de guerra que tiene como base el capitalismo más brutal —propugnado por los sistemas de gobierno neoliberales— cimentado en el despojo y en el despliegue de violencia y crueldad sin límites para conseguirlo.

Esto es fácil de identificar. ¿Cuál es el mensaje detrás de los cuerpos despedazados junto a una cartulina firmada por algún cartel?, ¿qué busca la policía al levantar gente, torturarla y luego soltarla?, ¿qué gana el gobierno con reprimir las manifestaciones y solapar la corrupción? Reafirmar el poder sobre alguna plaza, amenazar a algún rival, provocar miedo, sofocar las quejas, ganar sumisión y, finalmente, lo que más importa en el mundo capitalista: obtener beneficios económicos y poder ilimitados.

Es importante tener en cuenta que, como indica Segato, este nuevo tipo de conflicto no tiene como meta la paz, o algún objetivo en especial, ni está en la mira un término: la guerra se ha vuelto un proyecto a largo plazo, una forma de existencia sin victorias o derrotas conclusivas. Más bien, es un despliegue constante de poder. Y uno de los blancos principales de dicha guerra es el cuerpo de la mujer, que es violentado como parte de estrategias específicas de exhibición y dominio.

Hay que recordar que las mujeres siempre han sido un sector vulnerable en los conflictos bélicos. A lo largo de la historia han sido botines de guerra, y la violación y maternidad forzada han sido formas de sometimiento y ruptura de dinámicas comunales (se me viene a la cabeza la violación masiva de Nankín, por ejemplo). Las mujeres han sido contadas entre las propiedades y recursos de un pueblo, y su destrucción o violación representan la destrucción y violación de toda una comunidad.

Sin embargo, como se explica en el libro de la autora argentina, con el cambio de tipo de guerra, el cuerpo de la mujer pasó de ser un daño colateral a ser el campo de batalla. En muchos de los feminicidios en México, incluyendo los de Ciudad Juárez, la tipología de la violencia es identificable:

[…] secuestro de mujeres jóvenes con un tipo físico definido, en su mayoría trabajadoras o estudiantes, privación de libertad por algunos días, torturas, violación tumultuaria, mutilación, estrangulamiento, muerte segura, mezcla o extravío de pistas y evidencia por parte de las fuerzas de la ley, amenazas y atentados contra abogados y periodistas, presión deliberada de las autoridades para culpar a chivos expiatorios a las claras inocentes y continuidad ininterrumpida de los crímenes desde 1993 hasta hoy [en el caso específico de las muertas de Juárez]”. 1

Suena bastante familiar, ¿no? Hay muchos ejemplos que concuerdan exactamente con esta descripción —sobre todo al norte del país—, pero el caso más reciente que se me ocurre es el de Debanhi Escobar: las inconsistencias en la investigación, el intento de la Fiscalía de Nuevo León de hacerlo pasar por un accidente, la presión mediática que se tuvo que hacer para que las autoridades tomaran cartas en el asunto, el lugar en el que encontraron su cuerpo y que supuestamente ya habían cateado varias veces.

Como era de esperarse, en la mayoría de los casos de feminicidio se recurre al señalamiento de chivos expiatorios, muchas veces la misma víctima (que qué hacía ahí, que por qué iba vestida de esa forma, que si estaba borracha), y culpables abstractos que contribuyen a la salida impune de los orquestadores reales de los crímenes. El Estado mexicano, cuyos nexos con organizaciones criminales no son un secreto, señala como perpetrador de toda la violencia del país al “narcotráfico”. No se mencionan nombres o sectores específicos y se deja al aire cualquier posibilidad de concretar los procesos judiciales necesarios.

Reitera Segato que “la pedagogía masculina y su mandato se vuelven una pedagogía de la crueldad, funcional a la codicia expropiadora, porque la repetición de la escena violenta produce un efecto de normalización de un pasaje de crueldad y, con esto, promueve en la gente los bajos umbrales de empatía indispensables para la empresa predadora”2.

Uno de los argumentos principales alrededor del que gira La guerra contra las mujeres es que la crueldad en el cuerpo de la mujer —del niño o del cuerpo feminizado— tiene como fin último transmitir un mensaje porque representa al “tercero inocente” de las tareas de guerra. Mujeres y niños son víctimas que ponen en evidencia el pacto de complicidad de las élites y que conforman el espectáculo de la ostentación de poder.

Resalta el hecho de que, frente a las oleadas de ataques, las autoridades y líderes de opinión fomentan cierta percepción de la tipología de todos los crímenes misóginos que ocurren en distintas zonas del país: se suele enfatizar que las agresiones son de tipo pasional, violencia doméstica, abuso sexual, violaciones a manos de agresores seriales, crímenes por deudas o tráfico de mujeres. Y claro que los hay. Cientos de crímenes encajan en esta tipificación. Sin embargo, en los medios masivos nunca se habla de la sistematicidad y correspondencias entre muchos de los asesinatos, como si se intentara ocultar su verdadera razón, el verdadero móvil de tales despliegues de crueldad y de la violación en todos los aspectos del cuerpo femenino.

A lo largo de las décadas se ha querido ocultar lo que es evidente: que la sexualidad plasmada en el cuerpo expresa la inseminación del domesticador sobre el cuerpo-territorio de la mujer y, por lo tanto, de la comunidad. Que el uso forzado y abuso del cuerpo del otro está dirigida al aniquilamiento de la voluntad y dignidad de la víctima. Que la violación, tortura y asesinato de las mujeres y la escritura en sus cuerpos tiene como objetivo una subordinación física y moral —no únicamente el placer del agresor—, que con ello se quiere perpetuar el nivel de crueldad y violencia a la que estamos habituados los mexicanos. Que somos la carne de cañón. Que los feminicidios son, en última instancia y como lo demuestra el análisis hecho por Rita Segato, mensajes de ciertos grupos que manifiestan su poder soberano sobre la vida de otras personas: sobre su trabajo, su economía, su tranquilidad, su muerte y su terror.

***

Hace algunos meses empecé a usar ropa más holgada, playeras y jeans aguaditos. En parte porque me gusta mucho más el estilo que la gen z volvió a poner de moda que la ropa embarradísima y los skinny jeans, y en parte porque me he puesto redondita y me siento insegura con mi cuerpo. Gracias al jomofis, a mi pésima gestión del tiempo, a que el covid me dejó jodidos los pulmones y a que como por ansiedad, no he podido desprenderme de varios hábitos que ya le están pasando factura a mi cuerpecito. En fin. En la última mitad del año pasado me di cuenta de que me estaba mirando demasiado tiempo en el espejo, que intentaba meter la panza constantemente y que me desvivía para que mi cabello y maquillaje fueran perfectos para “compensar” que mi cuerpo se viera como se ve.

Y sí, ya sé que las mujeres no vivimos para la mirada de otros o para ser bonitas o para seguir los estándares de belleza ridículos de esta sociedad misógina. También sé que mi valor no reside en los números de una báscula o en una piel perfecta, y que sentir presión para cumplir con ciertos ideales de belleza imposibles es un lavado del cerebro. Y aún así a veces me dan penita mis muslos, la piel de mis piernas, el vello corporal que decido no depilar o mi abdomen que se inflama a la mínima provocación. Sé que no me pasa únicamente a mí, que para muchas es complicado sacarse el chip de algunas prescripciones patriarcales y que es todo un proceso aprender a integrar el feminismo en el día a día.

El punto es que empecé a vestirme diferente y, después de un par de semanas, me percaté de que me estaba sucediendo algo que también había ocurrido cuando decidí raparme: el acoso callejero disminuyó, paró casi por completo, de hecho. Después de vivir toda la vida en la CDMX, una se acostumbra a los silbidos y las peladeces diarias en la calle o en el transporte público. No usar faldas cortas, cubrirse el escote, cargar con un gas pimienta o algo para defenderse, compartir siempre nuestra ubicación y, en general, estar alerta ante cualquier signo de que alguien nos quiere violar o secuestrar son los esenciales del manual de supervivencia en esta ciudad. Aprender a leer las situaciones y hasta las señales más sutiles del lenguaje masculino es siempre necesario.

Y a pesar de seguir las recomendaciones de seguridad al pie de la letra, en este país siempre hay un alto riesgo de ser víctima de algo, especialmente si se es mujer. Tristemente, con tantos feminicidios y desapariciones, el acoso callejero es lo de menos. Aun así, cuando comencé a vestirme con prendas que no dejan ver mucho de la forma del cuerpo y no revelan las curvas del pecho o las piernas me sentí más segura, como cuando me corté el cabello al ras hace un par de años. Caminar por la calle frente a algún grupo de hombres y pasar más o menos inadvertida es una bendición. ¿Pero por qué este cambio? ¿Qué hace que una se aleje un poco del blanco de los tipos que acosan? ¿Qué hace que seamos menos atractivas para los hombres? Creo que se debe al alejamiento de los códigos específicos de la feminidad tradicional. Salir un poco del molde de “cómo se ve una mujer” hace que seamos menos… visibles, supongo. Ocultar lo que es típicamente femenino y que nos pone en el mapa de la mirada masculina.

No generalizo porque el cómo una decida vestirse para nada es garantía de que se esté segura, cuántas violaciones no ocurren a plena luz del día aun cuando las víctimas vestían ropa nada llamativa. Aun así, vale la pena preguntarse por qué. A todo esto, ¿qué tienen que ver estas preguntas y anécdota personal con los feminicidios y la guerra en el cuerpo de las mujeres de la que habla Rita Segato? Son reflexiones que surgieron después de leer el texto y al pensar en mi propio cuerpo como campo de guerra potencial o como medio de comunicación entre hombres.

Nuestro cuerpo, como mujeres, no es únicamente un lienzo en el cual se escriben las historias de crueldad y terror de los hombres a nivel político. También es objeto de dogmas moralistas y religiosos (el asunto la legalización del aborto, por ejemplo); de ideas misóginas respecto a nuestro papel en el hogar, en el espacio laboral, en el ambiente doméstico; de estándares de belleza patriarcales; de una sexualización constante por parte de los medios y la cultura popular; de concepciones machistas respecto a las relaciones de pareja y un largo etcétera.

Al leer los ensayos de Rita Segato lo único que pude pensar es que nuestros cuerpos no son nuestros. Nunca lo han sido. La mayoría de las mujeres que conozco han sido víctimas de algún tipo de violencia sexual, han vivido dinámicas abusivas en relaciones de pareja, han sufrido acoso en la calle y, claro, se han sentido avergonzadas de su cuerpo o han sentido presión de verse de cierta forma. Como si esto no fuera ya parte del paquetito que viene con el “ser mujer”, las mujeres latinoamericanas (mexicanas, en este caso), encima de todo, tenemos que intentar hacer nuestras vidas en este país podrido, lleno de cadáveres en el que, tomando en cuenta las estadísticas, cada hombre representa un peligro potencial. LITERALMENTE. Por más que creamos que los conocemos o que son confiables y no nos harían daño.

Qué agüite, ¿no? Es horroroso (aunque muy esclarecedor) leer el libro de Rita Segato, pero es aún más horrible reconocer nuestra realidad en las dinámicas espeluznantes que describe, saberse parte de un sistema monstruoso para el cual somos pedazos de carne, medios para un fin; un sistema que se alimenta del miedo y el silencio; un sistema en el que si un día desaparecemos, lo más probable es que quede impune.

Reflexionando acerca de esta idea de que nuestros cuerpos no son nuestros, es que pensé en mi relación con el mío: en cómo me gustan los jeans guangos porque no aprietan y se ven lindos, pero también porque evita que me sexualicen en la calle; que me encantan los suéteres grandotes porque son cómodos, calientitos y me gusta la moda de los 90s, pero también porque me cubren todo lo que hay que cubrir para que no haya excusa de que una “se lo buscó”; en cómo me gustan las camisetas oversized porque se ven cool, pero también porque no acentúan mi panza blandita. El hecho de que nuestro cuerpo no es nuestro se refleja no solo a nivel físico, sino también simbólico. No solo hay que cuidarse de los acosadores, también hay que cuidarse de la vergüenza pública y la presión social de no encajar o de no tener un cuerpo normativo. Y estoy consciente de que hablo desde mis privilegios, sé que hay mujeres que lo tienen mucho más difícil que yo.

Para mí sería impensable usar algún crop top que deje ver las costillas o un vestido corto si voy a caminar en la calle, ya ni siquiera por complejos personales o por una cuestión de estilo, sino porque realmente me aterroriza sentirme tan vulnerable y expuesta. Me da miedo llevar la piel al aire y no es que sea paranoica, es que se siente horrible sentir las miradas lascivas embarradas en el cuerpo o estar escuchando siseos o besos mandados de lejos de algún tipo asqueroso al que le gusta molestar e intimidar gente. Las veces que he querido usar ropa más ligera, me he tenido que cambiar aunque me guste cómo me veo porque me asusta salir muy descubierta y me dan mucho asco los piropos de los viejos cerdos que una se encuentra en los camiones o en el metro. Esta situación es un recordatorio más de que mi cuerpo no es mío.

Y a todo esto… ¿qué se puede hacer?, ¿qué podemos hacer para volver a ser nuestras y encontrar refugios en medio del horror de la realidad mexicana, en medio de miles de crímenes repugnantes?, ¿cómo sobrellevar tantas atrocidades? Se me ocurren varias cosas:

  1. Abrir los ojos, no formar parte de la invisibilización de esta guerra en nuestros cuerpos y del régimen de terror sistemático que vivimos día tras día.
  2. No contribuir a la revictimización de las mujeres que han sido asesinadas, violadas o desaparecidas.
  3. No olvidar. Nunca. Jamás.
  4. No contribuir a nuestra objetificación e hipersexualización, no observarnos entre nosotras desde la mirada masculina y sus prescripciones.
  5. Formar vínculos significativos y hacer comunidad ante el aislamiento en el que pretende sumirnos el régimen de terror que vivimos. Cuidarnos entre nosotras.
  6. Aprender a valorar lo que vemos en el espejo y subvertir, poco a poco y con paciencia, los mandatos misóginos que se nos imponen.
  7. Ante la pedagogía de la crueldad, ternura radical. Ternura hacia nosotras mismas y nuestro cuerpo que se empeñan en destruir y volver desechable.

En fin, estas son algunas cosas que creo que pueden ayudar para configurarnos desde otro lugar que no sea la revictimización y el miedo; que pueden ayudarnos a resistir y quizá, incluso, ayudarnos a imaginar una realidad diferente.

  1. Segato, Rita, La guerra contra las mujeres, p. 37.
  2. Segato, Rita, op. cit., p. 21.

Autores
(Ciudad de México, 1997) Estudió Escritura Creativa y Literatura en la Universidad del Claustro de Sor Juana. En 2018 participó en el programa de escritura Elipsis organizado por el British Council y, al año siguiente, fue parte del Women’s Creative Mentorship Project de la Universidad de Iowa. Es autora de Sapos en la lluvia (2021), colección de cuentos publicada por el Fondo de Cultura Económica en colaboración con el Fondo Editorial Tierra Adentro. Ha publicado en revistas como Sin Embargo, Este País, Armas y Letras y la Revista de la Universidad de México. Actualmente es becaria del Programa de Jóvenes Creadores del Fonca.

Ilustrador
John Marceline
Rous, mejor conocida como John Marceline, es Diseñador gráfico por la Universidad de La Salle Bajío, aunque su verdadero amor es el dibujo, así que se ha dedicado a la ilustración de literatura infantil/juvenil, pero aún más grande resultó ser su amor por el cómic y la autoedición, actualmente prepara un par de libros de narrativa gráfica que espera lleguen a buen puerto para cerrar ciclos y empezar nuevos. Estudió el diplomado en Ilustración en la Academia de San Carlos en 2014, ha sido becaria de Jóvenes creadores 2016-2017 y tiene un proyecto de revista llamado Fabuloso Darks junto con Lucía Ayala, ha participado como ponente en varios eventos de narrativa gráfica mexicana, una fantasía que la hubiera hecho muy feliz en la infancia si un viajero en el tiempo se lo hubiera revelado.