De culto: El castillo de la pureza - ENFILME.COM
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FICHA T�CNICA
El castillo de la pureza
El castillo de la pureza
 
México
1973
 
Director:
Arturo Ripstein
 
Con:
Claudio Brook, Diana Bracho, Rita Macedo, Gladys Bermejo, Arturo Beristáin
 
Guión:
Arturo Ripstein, José Emilio Pacheco
 
Fotografía:
Alex Phillips
 
Edición:
Rafael Castanedo
 
Música
Joaquín Gutiérrez Heras
 
Duración:
110 min.
 

 
El castillo de la pureza
Publicado el 30 - Oct - 2020
 
 
Un hombre lleno de complejos y resentimientos, subyugando al pueblo con base en cadenas incesantes de mentiras, de construir una realidad paralela que colisiona con la objetiva, utilizando los medios que sean necesarios con tal de preservar el control absoluto de la situaci�n y endureciendo las formas y los discursos cuando se descuadra, por poco que sea, la ilusi�n de siniestra pureza anhelada. - ENFILME.COM
 
 

por: Alfonso Flores-Durón y M. @SirPon20

★★★★

Voluntad (Gladys Bermejo), Utopía (Diana Bracho) y Porvenir (Arturo Beristáin) viven recluidos, de forma asfixiante, en una casona vieja y destartalada en la calle de Donceles, en el primer cuadro de Ciudad de México, cuando todavía era el Distrito Federal, a principios de los setenta. Tres seres humanos que así fueron bautizados (o, cuando menos, registrados), pero también los tres conceptos a los que refieren sus nombres. Poco sabemos sobre el pasado de sus padres, Gabriel Lima (Claudio Brook), y Beatríz (Rita Macedo); él un hombre irascible y colérico, obsesionado con el orden y la disciplina, ella una mujer muy atractiva, amorosa con los hijos pero devota, hasta la ignominia, al esposo. Gabriel decidió, dieciocho años atrás, aislar a su familia del mundo, encarcelándola en su propio hogar para, según él, protegerla de todos los males, perversiones e inmoralidades que provoca el hombre, la sociedad, el otro. Todos los otros que no son ellos cinco.

Ninguno de los tres hijos ha visto jamás la luz del día (ni la oscuridad de la noche, ni nada de nada) fuera de los muros de su casa que es, simultáneamente, su prisión. No tienen derecho siquiera a acercarse a la puerta que conduce al mundo. Gabriel ha ingeniado una serie de recursos rústicos, aunque efectivos, para inhibir cualquier intento de desobediencia o, incluso peor, de deserción. Unas cuantas latas dispuestas de modo próximo entre sí y circular, amarradas a una soga que ligada a la puerta principal activan su sonoro ruido al golpear entre sí, a manera de alarma, es uno de ellos. Aunque escapar no es algo que aparezca precisamente entre los planes de los chicos, suficientemente ocupados con sus actividades escolares (orientadas por el padre), sus juegos en el patio central de la construcción colonial, intimidados además por la posibilidad de ser gritoneados, golpeados o, incluso, castigados con permanecer recluidos en la oscuridad de las mazmorras construidas por Gabriel para cuando considera se han violado severamente sus reglas (hablar en la mesa durante alguna comida, por mencionar alguno); o ayudando al padre a crear y empaquetar el raticida que él sale a vender al mundo externo, y con lo que provee a su familia de todo lo necesario que, en este caso, en realidad se reduce a la comida diaria.

El salir, empero, lo contamina… aparentemente. Pues por lo general, cuando Gabriel abandona el entorno de impecabilidad que ha querido construir alrededor de los suyos, en el que los quiere mantener inmaculados, puros, sin corromperse, sin contagiarse de los males y los vicios que ofrece o, incluso, impone la realidad externa, Gabriel se infecta. Su pulsación sexual se alebresta, por ejemplo, su deseo de comer carne (pese a que al interior de su zona todos son vegetarianos) se intensifica, también; y no le queda de otra que satisfacer sus apetitos. La calle le hace daño, pero él tiene que sacrificarse por la familia. Al regresar a su territorio lo hace, por lo general, agitado y atribulado. Tanto por la desconfianza que le da lo que pudo suceder en su ausencia, como por el imaginarse que los hijos y esposa pudieran caer en las mismas tentaciones con que él se enfrenta y cómo es que las solventarían; y, también porque, simplemente, la realidad lo abruma. Gabriel no se siente del todo bien afuera aunque, es evidente, tampoco adentro. En ningún lado.

El guion escrito por José Emilio Pacheco y Arturo Ripstein, quien entonces tenía poco de haber iniciado su carrera como realizador, tomó el título del ensayo de Octavio Paz “El castillo de la pureza” sobre el artista francés, Marcel Duchamp, (que embona a la perfección con el contenido del filme), y recuperaba una historia ocurrida en el México de los cincuenta (que inspiró la novela La carcajada del gato, de Luis Spota), adaptada al de principios de los setenta por lo que, evidentemente, cuenta con ese elemento de realismo (aunque sea uno turbio) que permite darle un primer nivel de lectura a la narración. Por más extraño que parezca, incluso en este mismo bizarro 2020 en el que el mundo entero se ha detenido por una pandemia que ha obligado a la mayoría de la gente a permanecer confinada en sus casas por meses, situaciones de este tipo se han dado aquí, en México, y en otros países del mundo; personas que deciden encapsular a sus familias con el pretexto de protegerlas de un mundo hostil y siniestro. Pero, es también evidente, el relato les permitió a Pacheco y a Ripstein disponer de un amplio mantel en el que podían desmenuzar todas las posibilidades que un caso como ese les ofrecía. Y no solamente desde la óptica de la exploración del comportamiento humano en condiciones inhabituales. Las posibles metáforas y simbolismos se podían plantear para elucubrar figuraciones de diversa índoles, incluso con fuertes resonancias políticas.

La naturaleza del ser humano solo puede desarrollarse plenamente en libertad. Coartarla o, aún peor, prohibirle su manifestación eventualmente, más temprano que tarde, provocará más conflictos de los que se quieren evitar al negarla. No nos es permitido saber qué resortes impulsaron a Gabriel a encerrar a su familia, solo por medio de la esposa conocemos que él había sido un buen novio, como casi cualquier otro; pero lo cierto es que no es del todo importante tener esa información. El deseo de control, de someter a los demás, de imponer códigos, valores, reglas, hasta sueños es una debilidad (valga la expresión) recurrente en el hombre. Generalmente se vincula a la necesidad de reafirmación varonil, paradójicamente como consecuencia de miedos, temores e inseguridades no resueltos. Y es común que quien así actúa, constantemente coloca en la mente de  quienes tiene dominados sus propias proyecciones e, incluso, perversiones. Es imposible, pues, alcanzar la paz y seguridad buscada. El que, por si fuera poco, todo se desarrolle en un espacio limitado, con el aire viciado de los sitios donde no se permiten otros rostros, otras historias, otras ideas, sino que recicla todos los días a todas horas las mismas, paulatinamente, de modo inexorable, envenena el ambiente. Entre unos y otros, entre todos. La necesidad de rebelión por un lado, de emancipación respecto al símbolo de la autoridad inflexible y despiadada se va incubando; por el otro, la represión de los instintos más primarios (y también los menos) solo consigue que éstos busquen la menor oportunidad para bullir.

El tiempo, adentro del confinamiento, transcurre igual que afuera, pero se percibe distinto, también atrapado, también sometido, sin la elasticidad con que suele experimentarse cuando no hay reducción ni opresión . Y el espacio también se limita y más conforme los muchachos crecen, como si las paredes se fueran acercando entre sí, lenta pero insistentemente, agobiando, asfixiando. Cuando eso sucede resulta siempre, inexorable, que eventualmente estalle una rebelión.

Visto desde el 2020, el rol jugado por la madre resulta seguramente mucho más exasperante en buena medida a partir de los dramáticos cambios sociales y culturales que han ocurrido en estos últimos años, aunque en ciertos círculos de la sociedad mexicana (particular, aunque no exclusivamente, al interior de la república) podría seguir viéndose con cierta normalidad. La sumisión a su marido es absoluta y no obstante percatarse del absurdo en el que él sostiene su teatro, un retorcido sentido de una lealtad ciega, fusionado con el miedo e, incluso, con una tizna de masoquismo la terminan convirtiendo en cómplice del delirio; ni el amor por sus hijos le permite rebelarse a la humillación. Su pasividad y servilismo abyecto devienen criminal.

No es desmesurado pensar que Ripstein y Pacheco, como lo hacían los artistas en los países socialistas durante la Guerra Fría, utilizaron el filme como oblicua metáfora para reinterpretar la sofocante realidad que se vivía en México a fines de los sesenta y principios de los setenta, con tal de conseguir financiamiento (del propio gobierno) y evitar ser censurados.  Gobernaba el régimen autoritario del PRI, con la fuerza de los años ya acumulados en el poder como partido único de gobierno y, en ese momento, con la mano dura y despótica de Gustavo Díaz Ordaz en la presidencia de la república. Había ocurrido ya la tragedia de la matanza estudiantil del 68 y, también, el “halconazo” del 71, dos de los episodios más sangrientos y bestiales cometidos por el Estado en la historia del México posrevolucionario, en un país en el que los medios de comunicación estaban totalmente plegados al poder y la oposición tenía poco espacio de operación. Era materialmente imposible articular una crítica frontal al poder, al gobierno, al presidente en aquel momento y, mucho menos, desde el cine.

A la distancia, empero, parece nítida esa intención. Un hombre lleno de complejos y resentimientos, subyugando al pueblo con base en cadenas incesantes de mentiras, de construir una realidad paralela que colisiona con la objetiva, utilizando los medios que sean necesarios con tal de preservar el control absoluto de la situación y endureciendo las formas y los discursos cuando se descuadra, por poco que sea, la ilusión de siniestra pureza anhelada. Tan alta es colocada la apuesta que no puede rebajarse en momento alguno; no puede mostrarse flaqueza o debilidad en su defensa, mucho menos reconocimiento de error o descuido cualquiera por lo que, de ser necesario, su jugada debe ser llevada hasta las últimas consecuencias, incluso si éstas se traducen en la inmolación del líder, del grupo, del pueblo, de todo. Los ecos con lo que estamos viviendo actualmente en México, a nivel político y social, son espeluznantes, máxime cuando se viven de modo simultáneo tanto un prolongado confinamiento, como el espectáculo de un gobierno afanado en una misión destructora, liderado por un hombre asumiendo un rol de autoridad moral con ansias purificadoras, dispuesto a demoler todo cuando le precedió y a exterminar del debate público (en un inicio, después no solo será del debate) a todos quienes no le son absolutamente dóciles, disciplinados a su voz.

Lo que Gabriel Lima instauró en su casa fue, en realidad, una alegoría al régimen fascista, con una figura mesiánica asumiéndose la encarnación del espíritu del grupo que encabeza, ejerciendo su mando a través de la represión, la violencia e inoculando conceptos en sus miembros que validan tanto el esquema que los apresa como las decisiones que en él se toman. Casi 50 años después de su estreno en cines, el planteamiento y la postura de Arturo Ripstein han cobrado una rotunda relevancia.

Ya hace unos años, en el terreno cinematográfico -entre otros ejemplos-, primero surgió el filme griego Kynodontas (Canino, 2009), del hoy internacionalmente aclamado Yorgos Lanthimos, e incluso el mexicano Maquinaria Panamericana (2016), de Joaquín del Paso que, es notorio, abrevan de la obra de Ripstein. El formidable filme de Lanthimos como punto de partida hacia un desquiciado, delirante y sofisticado absurdo que a través de la deconstrucción del lenguaje (a partir del que conocemos) intenta reinventar la noción de realidad, sus códigos y revestimientos, al interior de una familia confinada adentro de una casa. El trabajo de Joaquín, también desde un aislamiento del mundo exterior en una fábrica, como ácida mirada a las relaciones colectivas dentro del ámbito laboral, la sublimación del ‘godinismo’, pero también incorporando el desdoblamiento de lecturas políticas.  

La historia planteada en El Castillo de la pureza y las resonancias simbólicas que vocifera con ahínco han encontrado en este atribulado año 2020 el aposento perfecto para desplegar todo el vigor del discurso de Ripstein, dentro de la formalidad de una ingeniosa puesta en escena (ejecutada en conjunto con el cinefotógrafo Alex Phillips, quien trabajó con Buñuel) que pese a exprimir todos los rincones del limitado espacio, logra imponer en el espectador un sofocamiento existencial con el que hoy todos, en todo el mundo, nos identificamos en buena medida; y con el que los mexicanos, en particular, desgraciadamente nos sentimos terriblemente familiarizados. Valga la expresión.

 
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