Si alguna vez ha cruzado por su
mente la idea de disolver su
matrimonio, si siente que no vale la
pena seguir luchando por ese
trabajo o esas personas que lo han
despreciado; haga un alto y dese la
última oportunidad leyendo este
libro.
Usted tiene en sus manos una
novela que debe ser leída antes de
tomar una decisión de divorcio,
antes de renunciar a sus más caros
anhelos, antes de resignarse a vivir
desalentado.
«LA ULTIMA OPORTUNIDAD», es
una obra magistral de Carlos
Cuauhtémoc Sánchez autor de «Un
grito desesperado» y «Juventud en
éxtasis», que le proporcionará
enormes dosis de energía para
enfrentar sus problemas. Al terminar
de leerla usted se sentirá más
productivo, más alegre, y, sobre
todo, más fuerte en el área
emocional.
Carlos Cuauhtémoc
Sánchez
La última
oportunidad
ePub r1.0
XcUiDi 23.04.15
Título original: La última oportunidad
Carlos Cuauhtémoc Sánchez, 1994
Editor digital: XcUiDi
ePub base r1.2
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Viviendo cerca de un amor
conyugal tan hermoso aprendí
a respetar a la pareja y a
anhelar tener una así. Todo
tiene un principio: Por eso,
papá y mamá , públicamente
les doy las gracias. Sin
ustedes nada en mi vida
hubiera sido igual.
PREFACIO
Un fracaso matrimonial es algo para lo
que comúnmente no se está preparado.
La decisión de casarse viene siempre
acompañada de una fuerte carga de
ilusiones y sueños… «El divorcio es un
infortunio que sucede sólo a los demás,
a los que no se aman, a los que
descuidan a su pareja… Eso nunca me
ocurrirá a mí…». De la misma forma
visualizamos a una familia unida, con
niños lindos y sanos… «¿Y los bebés
enfermos? Ah, son raros, y por
supuesto Dios mediante, no me tocará
uno a mí…».
No puedo menos que sonreír con
aciaga melancolía. Los hechos son a
veces tan distintos de los anhelos…
Mi único hijo se hallaba en la
sección de terapia intensiva, en el
séptimo piso del hospital; su estado era
crítico y su diagnóstico incierto; mi
esposa estaba con él. Sólo se permitía
una visita por vez y yo tenía que esperar
hasta que ella saliera. No había mucho
que hacer. Mi esposa no me permitiría
ver al niño…
¡Qué pesadilla tan cruel! Mi hijo
estaba al borde de la muerte. Mi
matrimonio deshecho…
Era de noche cuando tomé pluma y
papel por primera vez con la sola
intención de desahogarme.
Me encerré con doble llave en la
habitación y permanecí estático por
varios minutos. Jugueteé con la pluma.
Tracé algunos garabatos grotescos.
Necesitaba poner en orden mis ideas,
descubrir en qué momento comencé a
bajar el tobogán que me condujo hasta
allí. Discutir con Dios en voz alta y
calibrar los recuerdos de algunos hechos
que aún no entendía.
Al fin mi letra se dibujó redonda y
grande al comenzar a reclamar:
¿En qué pensabas, Señor, cuando
hiciste aparecer en mi vida a esa mujer y
propiciaste nuestra unión, sabiendo que
no éramos compatibles? ¿En qué
pensabas cuando, hincado con ella frente
a tu altar, nos bendijiste sabiendo las
enormes dificultades que nos esperaban?
¿En qué pensabas cuando me ocultaste
sus defectos permitiendo que yo me
diera cuenta de ellos cuando era
demasiado tarde? ¿En qué pensabas
cuando permitiste que nuestro hijo
viniera al mundo en un cuerpo a veces
sano y a veces traicioneramente
enfermo? ¿Por qué no me preparaste?
¿Por qué te has deleitado en jugar
conmigo?
Detuve la incipiente reclamación.
Miré por la ventana. La noche era clara
y diáfana. Hacía tiempo que no veía un
cielo nocturno así… Mi alma estaba
deshecha; mi espíritu atribulado; mi
cuerpo cansado… Reinicié la escritura
como el viajero que se aventura a una
tierra extraña, tratando de hallar tesoros
escondidos en los que nadie cree.
Atrapado por tan deprimentes
circunstancias entendí los conceptos más
importantes de mi existencia. Tuve que
caer hasta el sumidero para detenerme a
reflexionar, una y otra vez me
preguntaba, mientras escribía, por qué
no lo hice antes.
1
SI QUIERES IRTE, VETE
La epilepsia de nuestro hijo Daniel fue
evolucionando lentamente. Primero tuvo
las llamadas crisis focales sensoriales
(constantemente decía oler o escuchar
cosas que nosotros no percibíamos);
más tarde aparecieron las «ausencias»
del mal (períodos breves de poca
duración, en los que el pequeño Ajaba
la mirada, suspendía la actividad que
venía realizando y permanecía quieto
como estatua, sin conocimiento y sin
capacidad para responder a estímulos
externos). Finalmente, después de un
período bastante largo en el que no
sufrió ataque alguno, apareció la
primera crisis convulsiva tónico-clónica
del gran mal[1].
Esa noche también sobrevino el caos
familiar.
Estábamos en la casa después de un
día común de trabajo. Nos disponíamos
a dormir cuando escuchamos la voz del
pequeño
llamándonos
desde
su
recámara. Mi esposa acudió de
inmediato. Yo seguí con toda calma
colgando mi traje y mi corbata.
—David, ven rápido. Por favor…
Detuve mis movimientos en señal de
alerta. La voz de Shaden sonó
verdaderamente alarmada. Reaccioné y
asustado corrí al cuarto del niño.
—Tiene alucinaciones… Otra vez.
Me hinqué frente a mi hijo que,
llorando, levantaba la mano derecha y
señalaba un ente monstruoso que sólo él
veía. Su mirada estaba desencajada y
sus palabras eran incongruentes, muestra
inequívoca de la actividad eléctrica
desordenada de su corteza cerebral.
—Cálmate, mi vida —le decía
tratando de abrazarlo—. No es nada…
Cierra los ojos… Pero Daniel seguía
gritando presa de un terror indecible,
con el rostro rígido y contraído en un
rictus de pánico…
—No quiero que se vayan… —
Articulaba entre gemidos.
—¿Qué dices? Nadie se va a ir…
En ese momento se tranquilizó y tuvo
un período de franca lucidez…
—Siento el aura —balbuceó—, los
brazos me cosquillean, tengo mucho
miedo papá…
—No va a pasar nada… —Le dije al
momento en que lo recostaba en su cama
previniendo lo que sí podría pasar…
—Los quiero a los dos… juntos…
Fue lo último que dijo antes de
lanzar un grito sordo y paralizarse.
Entonces comenzaron las convulsiones.
Shaden y yo habíamos leído mucho
respecto a las diferentes manifestaciones
de la epilepsia, pero nunca, hasta esa
noche, presenciamos de cerca la fuerza
de un ataque espasmódico del gran mal.
Mi esposa se mordió el puño llorando y
yo, con torpeza, aflojé la ropa del
pequeño para ayudarlo a respirar y puse
almohadas a sus costados. La
impotencia de no poder hacer otra cosa
era tanto más terrible cuanto más
violentas
las
contracciones.
Se
recomendaba no tratar de inmovilizarlo,
ni introducir objetos a su boca, ni darle
medicamentos o remedios… Sólo
esperar[2]… A los pocos minutos las
sacudidas se hicieron más suaves, hasta
que
fueron
desapareciendo
por
completo. El niño recobró parcialmente
el conocimiento moviendo la cabeza y
quejándose.
Las lágrimas me llenaron los
párpados. Lo abracé susurrándole al
oído que lo amábamos.
Shaden también se acercó a
acariciarlo. Era en extremo doloroso
enfrentar el sufrimiento de un hijo y no
poder hacer nada para ayudarlo.
—Los quiero a los dos… juntos —
articuló pastosamente, como si su mente
se hubiese detenido en la misma idea
anterior a la crisis.
—Aquí estamos, mi vida —le dije
con un nudo en la garganta—. Los dos
juntos. No te preocupes… Trata de
descansar… Todo está bien.
Ignoro cuánto tiempo pasamos
contemplándolo. Ya estaba muy
avanzada la noche cuando me incorporé
y le indiqué a mi esposa que debíamos
irnos a nuestra recámara. No me
contestó. Me encogí de hombros.
Últimamente habíamos tenido serios
problemas conyugales. Si quería pasarse
la noche dándose de topes contra el
entresijo era asunto suyo.
Salí del cuarto de mi hijo y me metí
a la gélida cama matrimonial. Durante
un largo rato estuve recostado con los
ojos fijos en el techo. Los cerré
simulando dormir cuando mi esposa
entró a nuestra recámara. Encendió la
luz y se detuvo de pie junto a mí para
observarme.
—Sé que estás despierto.
Permanecí inmóvil. ¡Qué honda
depresión me ahogaba! ¡Cuán infame se
presentaba ante mi mente la cadena de
preocupaciones! Después del acceso de
Daan, sentía especialmente deseos de
salir corriendo. ¿Cuánto hacía que no
compartía con nadie mis sentimientos?
Shaden comenzó a desvestirse. No
entreabrí los párpados para admirar sus
esbeltas formas, como lo hacía antaño.
Se acercó y en gesto de caricia puso una
mano sobre mi frente para decirme:
—Nos necesita unidos, ahora. ¿Qué
nos está pasando, David? Me siento muy
sola. Quise contestar «yo también», pero
mi boca permaneció cerrada. Trató de
sentarse a mi lado y, como no halló
espacio, se incorporó confundida y
triste.
Abrí los ojos. En la habitación se
respiraba un ambiente nostálgico, como
si el aire hubiese multiplicado su
densidad y tratara de aplastarnos…
¿Qué es lo que te ocurre? ¿Estás
enojado conmigo? ¿Te hice algo?
¡Dónelo! ¡Ya me cansé de tu silencio!
—Déjame en paz —espeté—. Estoy
afligido por lo que acaba de suceder.
¿No te das cuenta?
¿Y tú crees que yo estoy feliz? ¿Por
qué no podemos compartir nuestras
ideas ni siquiera en momentos como
éste?
—Van a dar las tres de la mañana.
Yo tengo que levantarme a las seis. No
es momento para compartir nada.
—Siempre
debes
levantarte
temprano… Ahora trabajas más y lo
curioso es que tenemos menos dinero.
¿A qué se debe? ¿Por qué ya no vienes a
comer? ¿Por qué llegas cada vez más
tarde a casa?
¡Ya basta…! —Le grité con fuerza
—. ¡Déjame en paz!
—No, no basta. Por favor, David.
Explícame qué rayos está pasando.
¿Acaso hay otra mujer?
—Bueno sería…
Shaden se quedó quieta frente a mí
tratando de recuperar el aplomo, un
abismo infranqueable nos separaba.
Recordé haber leído que cuando le
preguntaron a 400 psiquiatras por qué
realmente fracasaban los matrimonios,
el 45 por ciento contestó que uno de los
factores principales era la incapacidad
de los maridos para expresar sus
sentimientos[3].
—Si tú y yo nos entendiéramos
mejor, el más beneficiado sería nuestro
hijo…
Su último recurso me aplastó. Yo era
capaz de hacer cualquier cosa por mi
niño… Siempre lo había dicho. Además,
esto no podía seguir: era un martirio
vivir así.
Me senté al borde de la cama
frotándome la cabeza. ¡Cómo necesitaba
dar escape a tanta presión interna,
expulsar las penas, vomitar las toxinas
de mi conciencia! Ya no era posible
llevar a cuestas la carga de
preocupaciones, miedos y conflictos
irresolutos. Esa máscara encrespada era
un mecanismo de defensa para ocultar
mi naturaleza vulnerable, pero en el
mundo competitivo de los negocios y la
política sólo se sobrevive siendo
manipulador, desconfiado y frío, y
resulta muy difícil desahogarse cuando
se está tan acostumbrado a callar…
—Hace tiempo que dejaste de luchar
por nuestro matrimonio —remarcó mi
esposa al verme enmudecido— y Daan
no se merece eso.
—Otra vez lo mismo… —contesté
cayendo en la cuenta que intentaba
chantajearme—. ¿Quieres apartarte de
mi vista?
—Mira, David: yo también me estoy
cansando de ti… He hablado mucho con
otras personas y todos están de acuerdo
en que no puedo permitir que me sigas
tratando de esa forma.
—¿Todos están de acuerdo? ¡Vaya!
Y seguramente tu madre es la primera…
¿Cuándo aprenderá esa señora a no
meterse en lo que no le importa?
—Pues, independientemente de lo
que otros opinen, me estoy cansando, y
debo decirte que si las cosas no
cambian, vas a perderlo todo…
Me puse de pie sintiendo cómo la ira
comenzaba a calentarme las manos.
¿Estás amenazándome?
Tardó en contestar. Le costó trabajo
cruzar ese puente y sincerarse, pero
finalmente lo hizo.
—No es amenaza. Sólo quiero
hacerte saber que ya no estoy dispuesta
a vivir con alguien que me trata como si
fuese basura… Así que he comenzado
por pedir asesoría a unos abogados.
La miré con los ojos muy abiertos.
¿De modo que planeas divorciarte?
—Si tú no cambias, sí.
—Pues vamos a poner manos a la
obra. Ve con tus abogados mañana y me
mandas los papeles del divorcio a la
oficina. Yo me voy de una vez y para
siempre.
Caminé hasta el armario y comencé
a arrojar mi ropa al suelo sin ton ni son.
En realidad no deseaba irme ni
divorciarme, pero tampoco podía
mostrarme doblegado ante su desafío.
Comencé a hacer mi maleta en espera de
que se retractara. Eso solía ocurrir:
podíamos alegar durante horas sin llegar
a ningún lado pero en el momento en que
yo usaba el recurso de esfumarme, ella
cambiaba de actitud, se ponía en medio,
me pedía que no me fuera y yo
aprovechaba para lanzar blasfemias,
gritos e insultos superlativos. Era una
forma de recuperar mi autoridad. No era
la mejor, pero cuando estaba con mi
familia me sentía tan infeliz y devaluado
que precisaba echar mano de cualquier
recurso para lograr respeto.
En la empresa, la gente me trataba
con gran deferencia: los empleados me
adulaban, las secretarias me brindaban
un trato delicado, los proveedores me
llevaban regalos y nadie podía entrar a
mi oficina sin previa cita.
En mi hogar, en cambio, yo era «el
viejo», «el ogro», «el gruñón», «el
ruco»; cuando llegaba, las risas se
apagaban
y
las
conversaciones
entusiastas entre mi esposa e hijo se
desvanecían. Era tan notorio el contraste
que, en mi casa, sólo siendo duro
lograba comedimiento.
—Tú debiste ser hombre —dije
metiendo la ropa sin cuidado en la valija
—. Quieres llevar las riendas, pero a mí
no me vas a manejar.
—Claro que me hubiera venido bien
ser hombre para tener derecho a gritar,
igual que tú.
—De todas formas lo haces. ¿O es
que no te has oído, bruja histérica? Te
gusta mandar y disponer, pero lo
absurdo es que también quieres que te
mantengan.
¡Lárgate de esta casa!
—Claro que me voy. Ese siempre
fue tu deseo, ¿verdad? ¿Por qué no lo
dijiste antes? —Porque te tenía miedo,
pero ya no, ¿me oyes?
—Así que ése es tu plan. ¿Y desde
cuándo? ¿Las feministas te lavaron el
cerebro? ¿Te dijeron que debes estar en
la onda de la liberación? Mira que si
salgo por la puerta ahora no me volverás
a ver, te lo advierto…
—Ya no amenaces que me das
lástima. Vete. Te estás tardando.
Me volví de espaldas y seguí
haciendo mi maleta.
—Quiero que cuando estés lejos
recuerdes la enfermedad de tu hijo —
remató—. Ya viste cómo le afectó la
idea de nuestra separación.
¿Ya le dijiste que estás viendo
abogados?
—Sí, para prevenirlo.
Pateé el equipaje y comencé a dar
vueltas por el cuarto. Recordé que, antes
de la crisis, el niño había gritado una y
otra vez «no se vayan», y después del
ataque remarcó la frase «los quiero a los
dos …juntos»
¡Maldición…!
—mascullé—.
¿Sabes que haberle dicho eso pudo ser
la gota que derramó el vaso en su
sistema
nervioso?
¡Maldición,
maldición! —repetí dando dos, tres,
cuatro puñetazos con todas mis fuerzas
en la pared, hasta que un intenso dolor
en los nudillos me detuvo.
Salí del cuarto. Mi esposa me siguió
hasta la sala.
—Las cosas no se pueden ocultar.
¿Crees que Daniel es tarado? Él se da
cuenta de todo. Además no fue por eso
que sufrió el ataque. Tiene más de un
año que los síntomas desaparecieron y
creímos que se había curado, así que
hace dos semanas le suspendimos el
medicamento, ¿ya no te acuerdas? Por
eso pasó lo que pasó.
¿Le suspendimos…? ¿Dejaste de
darle la etosuximida? —Me le aproximé
con los ojos muy abiertos y respirando
agitadamente.
Mi esposa dio un paso atrás. Había
detectado que el fantasma asesino de la
ira se había apoderado de mí.
—Sí. Acuérdate que te lo comenté.
—Nunca me dijiste nada.
—Lo hice, pero tú no sueles
escucharme. Cuando hablo piensas en
otras cosas y me contestas a todo que sí.
La ira me cegó. El organismo de los
animales ante el enojo o el miedo deja
de irrigar sangre al cerebro para
tonificar los músculos y disponerse a
huir o atacar. Algo parecido me ocurrió.
—Eres una estúpida. ¡Angustiar al
niño diciéndole que sus padres
posiblemente se divorcien y suspenderle
bruscamente la medicina…! No cabe
duda que eres una real y reverenda
estúpida.
—Y tú… un cobarde, puerco. Como
marido dejas mucho que desear.
¡Cállate infeliz!
¡Nunca has madurado! ¡Te crees muy
listo, pero la verdad es que eres un
cobarde que se escuda en el trabajo para
no cumplir como marido…!
Tuve deseos de echarme sobre ella y
matarla, pero la ira me paralizó. Detrás
de mí estaba el ventanal de cristal
filtrasol; me volví y lo golpeé
fuertemente haciéndolo añicos, por lo
que sufrí algunas cortadas con el vidrio.
¿Para qué discutimos tanto por tener
lo que tenemos? —reclamé—. ¿Qué
caso tiene todo esto si tú estás
planeando
divorciarte?
—Caminé
batiendo muebles, rompiendo floreros y
estatuillas—. Nos divorciaremos —bufé
acercándome a ella—, pero tarde o
temprano me quedaré con el niño. Me
iré de tu vida y me llevaré a Daan.
¡Estás loco! —gritó—. Vales más
muerto que vivo. Desaparécete. Eres un
maldito psicópa…
No la dejé terminar. Alcé la mano
derecha y con todas mis fuerzas la
impacté sobre su rostro. La potencia de
tan tremenda bofetada la hizo rodar por
el piso.
Shaden
reptó
hacia
atrás
observándome aterrada, al tiempo en
que se soltaba a llorar limpiándose la
sangre que le escurría por la boca.
Concluí que todo era inútil, que mi
matrimonio se había ido al demonio
definitivamente.
Miré
mi
rostro
desencajado en el espejo: parecía una
bestia sin control. Sentí lástima y rabia.
Esta vez mi vida parecía dispuesta a
dar un vuelco radical. Nunca imaginé a
qué grado.
2
¿VALE MÁS EL TRABAJO O
LAS INFLUENCIAS?
Me dirigí a la recámara principal para
terminar de arreglar mis cosas.
Al tomar la valija estaba temblando.
La escena recién vivida me parecía
un sueño incongruente y despiadado…
¡Le había pegado a mi esposa!
Ahora comprendía por qué los
maridos solemos caer, con mayor
frecuencia que las mujeres, en adulterio,
alcoholismo, infidelidad, abandono de
hogar o mal humor crónico. No es que la
naturaleza masculina sea proclive a la
corrupción ni que a los hombres nos
guste el libertinaje egoísta, sino que las
emociones no habladas, los sentimientos
acumulados sin desahogo, ocasionan una
presión interna que, tarde o temprano,
nos hace explotar en palabras hirientes,
escapes inaceptables e incluso en
extremos como el de levantarle la mano
a la pareja o darle un golpe, llegando así
a la coronación de la estupidez.
Escuché que la puerta del cuarto de
Daan se abría. ¿Shaden pretendía dormir
con el niño? ¿O acaso quería llevárselo?
¿Pero llevárselo a dónde? ¡Qué más
daba! Yo estaba expulsado del campo de
juego.
Continué preparando mis cosas.
El timbre del teléfono comenzó a
tintinear levemente. Mi mujer marcaba
un número desde la otra extensión. ¿A
quién podría estar llamando a las cuatro
de la mañana? Observé el aparato color
pistache en la mesita del pasillo y me
acerqué al auricular para averiguarlo;
pero estaba a punto de descolgar la
bocina cuando noté junto al aparato un
papel amarillento que hacía varios años
no veía. Había sido colocado de forma
evidente para que lo descubriera. Cinco
años atrás Shaden y yo participamos en
un retiro conyugal e hicimos una
renovación
de
nuestros
votos
matrimoniales, tras lo cual leímos y
firmamos juntos ese papel pergamino…
En ese momento no supe si lo había
dejado ahí para burlarse, para
despedirse o para hacerme sentir más
humillado por mi tropelía.
Escuché su voz en el piso inferior.
Se estaba comunicando con alguien. No
tenía caso entrometerme. Si había
llamado a la policía para acusarme de
haberla golpeado, no me defendería. Y
si se lo estaba comentando a su
madre…, era cosa de ella.
El diálogo que sostuvo fue muy
corto. Cuando la oí colgar, bajé con la
excusa de ir a la cocina por algo.
Shaden estaba sentada en un sillón de la
sala, junto al teléfono. Daan dormía en
su regazo…
Pasé de largo simulando no verlos.
Al regresar de tomar un poco de agua
que no apetecía, mis ojos se cruzaron
con los de ella. Su rostro se había
hinchado un poco: trataba de
desinflamar la contusión con una bolsa
de hielo. Quise decirle que había visto
la hoja con la promesa matrimonial de
aquel retiro, que estaba muy arrepentido
por haberla golpeado… pero en su lugar
giré la cara: siempre me enseñaron a no
mostrarme débil, a tener la razón. Fue un
momento crítico, un momento de
silencio en el que los caminos pudieron
enderezarse. Tal vez si hubiese logrado
decir algo, postrarme ante ella para
pedirle perdón, hacerle algún gesto o
dejar que las lágrimas salieran, hubiera
evitado el infierno que sobrevendría
después. Pero no pude. Regresé a mi
cuarto por el equipaje…
A los pocos minutos oí rechinar el
pestillo del portón exterior y el motor
del automóvil de mi esposa.
Me asomé por la ventana.
Dentro del coche atisbé en el asiento
del conductor a Shaden y junto a ella los
cabellos negros de mi hijo Daan.
«Perro que ladra no muerde» (por lo
menos mientras está ladrando). Yo, que
había hecho todo un teatro amenazando
con irme, aún seguía ahí. Ella, que no
abrió la boca, ya se iba.
Pensé en detenerla, pero me moví
muy despacio, como se mueve la gente
atrapada en un episodio depresivo
agudo.
Cuando llegué al patio era tarde.
El pequeño automóvil azafranado
había dejado el garaje y se alejaba
rechinando las llantas por la calle
solitaria.
Me quedé dormido en el sillón de la
sala donde había visto a Shaden por
última vez. Desperté cerca de las diez
de la mañana. Inicialmente creí que todo
había sido una grotesca pesadilla, pero
al reconocer el lugar, al verme vestido y
con zapatos, presa de una migraña
impresionante, me di cuenta con tristeza
que el desastre era real.
Llamé a la empresa para avisar que
no iría a trabajar. Volví a recostarme en
el sillón. Contra toda voluntad, repetía
en mi mente un poema de Bécquer que
aprendí muchos años atrás. Me sacudía
para alejarlo, pero los versos
regresaban al pensamiento como moscas
fastidiosas:
Asomaba a sus ojos una lágrima y a
mi labio una frase de perdón; habló el
orgullo y enjugó su llanto y la frase en
mis labios expiró. Yo voy por un
camino, ella por otro; pero al pensar
en nuestro mutuo amor, yo digo aún:
«¿por qué callé aquel día?» y ella dirá:
«¿Por qué no lloré yo?»[4]
Fue un día mórbido, sombrío.
Encendí el televisor y dejé que las horas
transcurrieran, una tras otra, como
hipnotizado por un maligno sortilegio.
No comí absolutamente nada. Era ya de
noche cuando me levanté por un vaso de
agua. Al pasar junto al espejo del
comedor vi mi silueta enjuta y mi cara
ojerosa. Recordé de pronto que
posiblemente al día siguiente en la
empresa me designarían gerente general.
¡Qué ironía! Mi estabilidad emocional
se había menoscabado justo en el
momento en que me encontraba en la
cima de mi carrera.
Apagué el televisor y me fui a la
cama. Entre tanta confusión mental tuve
la lucidez de entender que no podía
deprimirme al grado de morir
inmovilizado. Al día siguiente me
presentaría a la oficina. Si lograba ver
materializado el sueño de mi ascenso,
tal vez la amargura de mi trago familiar
se mitigaría con la dulzura de mi éxito
profesional…
Pasé la noche dando vueltas en la
cama. A las siete de la mañana me
levanté con un terrible vacío estomacal.
Fui a la cocina y abrí una lata de atún
que comí directamente del envase. Me
metí al baño y me di una ducha… ¡Cómo
necesitaba hablar con Daan! ¡Cómo
deseaba explicarle que nunca lo
abandonaría, que podía contar conmigo
aunque su madre y yo viviéramos
separados…!
Mecánicamente, sin detenerme en
detalles, terminé de arreglarme.
Subí al automóvil, salí de la casa, y
me encaminé hacia a la empresa.
Mi despacho, aunque pequeño, era
bastante privado.
Cerré la puerta y persianas antes de
acomodarme en mi sillón ejecutivo para
revisar papeles.
Una semana antes el gerente general
de la compañía había renunciado y yo
era el principal candidato a ocupar ese
puesto. Busqué en mis cajones el
esquema del discurso que había
preparado por si tenía que tomar la
palabra y agradecer al Consejo su
decisión de elegirme, mas apenas
comencé a estudiarlo caí en la cuenta de
mi absoluto desánimo. Todavía no se
llevaban a cabo las votaciones y ya
estaba acariciando la idea de dar
discursos…
Arrugué el papel y me froté los ojos
con fuerza. Sin darme cuenta, permanecí
en actitud abatida, hasta que un ruido
cercano me sobresaltó.
Karen, la secretaria parlamentaria
de la hasta ahora vacante rectoría, me
observaba de pie en la puerta.
—Discúlpame por no llamar antes
de entrar… —me dijo con su habitual
tono dulce.
—No hay cuidado —respondí
frotándome la cara.
—David: dentro de dos horas se
realizará la junta para elegir al nuevo
gerente general. Debes estar puntual.
La miré. Era una mujer delgada,
usaba el cabello recogido, lo que le
permitía lucir su cuello especialmente
largo; sus rasgos faciales eran un poco
toscos, pero su forma de hablar le daba
un aspecto culto y elegante. No podía
calificarse como sensual; sin embargo, a
mí me gustaba. Siempre que estaba
frente a ella me invadía una sensación
de magnetismo impresionante. Su voz
era suave, sus movimientos delicados,
su mirada penetrante, sus comentarios
agudos. Veía en ella la claridad de
pensamiento que mi esposa no tenía y
una
hermosa
identificación
de
caracteres.
—¿Qué te pasa? ¿Estás llorando? —
me preguntó.
—No. —Busqué un pañuelo en mi
bolsillo—. No es nada…
Lentamente cerró la puerta y le puso
seguro por dentro. Las persianas estaban
cerradas, de modo que quedamos en
absoluta intimidad.
Se sentó frente a mí con gesto de
genuina preocupación.
—Cuéntame… ¿Tienes nuevamente
problemas en tu casa?
—Sí… Pero esta vez son graves…
Quizá definitivos…
Permaneció contemplándome muy
interesada. Diríase que mi dolor le
dolía.
Karen era una compañera muy
especial. Divorciada y sin hijos, llevaba
trabajando en la empresa cerca de un
año. Desde que nos conocimos se había
dado entre nosotros, sin que ninguno lo
provocara, una amistad singular.
—Ojalá mi esposa fuese como tú…
—Le dije.
Sus ojos brillaron con bondad; al
ver su expresión enternecida agregué:
—Ojalá tú fueses mi esposa…
Karen tomó el papel arrugado que
contenía el esquema de mi discurso y
comenzó a alisarlo sobre la mesa.
—Pase lo que pase —susurró casi
en secreto— quiero que sepas que
cuentas conmigo incondicionalmente.
En realidad apreciaba a esa mujer,
pero nunca reparé en que, además de una
límpida amistad, entre nosotros pudiera
haber otra cosa… Esa mañana la
atracción nos envolvió como una
llovizna imperceptible y, cuando nos
dimos cuenta, ya estábamos empapados.
Verla frente a mí tratando de darme
ánimos, lejos de ayudarme me
perjudicó. Tener cerca a una amiga
como ella era lo que yo necesitaba, lo
que me hacía falta. ¡Cómo apreciaba a
esa dulce e inteligente mujer! ¿Por qué
la conocí ya casado? Las lágrimas
bordearon mis párpados; me puse de
pie. Ella también lo hizo. Me refugié en
sus brazos y me estrechó con ternura. No
había mala intención de ninguna de las
partes, simplemente el acercamiento se
dio. Fue maravilloso sentir su calor, su
preocupación por mí.
Quizá para comprobarme a mí
mismo que aún era capaz de amar y ser
amado, le hablé al oído, titubeando,
como un adolescente que se declara:
—Gracias, Karen… Eres una gran
mujer. Yo siempre te he admirado. He
luchado contra eso porque existen
normas. Pero ya no me importan. —Dejé
de abrazarla para tomarla de las manos.
Me observó callada. Continué—:
¿Sabes? Jamás lo había aceptado
abiertamente, pero te quiero mucho…
No se asustó ni se incomodó.
—Tal vez dentro de un par de horas
—respondió— seas ascendido a gerente
general y por consiguiente yo me
convierta en tu secretaria…
—Eso me pone aún más nervioso…
Nuestras miradas cruzaron mensajes
tácitos de una química incontrolable.
—Yo también te quiero, David —
aventuró con los ojos muy abiertos y el
rostro ligeramente encendido.
Bajé la cabeza y me tapé la frente
con el puño de la mano izquierda. Un
paso más y nada podría detener la
reacción en cadena del episodio sensual.
Apartó el puño de mi rostro con un
movimiento suave.
La observé en silencio. Es increíble
la forma en que la mente puede analizar
posibilidades y evaluar circunstancias
provocando en el cuerpo una enorme
exaltación sin que físicamente haya
ocurrido nada aún. El abrazo se repitió.
Nos enlazamos fuertemente y, casi sin
permitir lugar al raciocinio, nuestros
labios se juntaron. Fue un beso largo,
apasionado, como el que hacía años no
le daba a mi esposa… Pero sucedió lo
inesperado: me excité como en los
remotos días de mi mocedad, en los que
acercarse a las chicas era todo un reto…
Después de un rato nos separamos.
Me tomó la mano derecha y la colocó
sobre su largo cuello para que la
acariciara.
Lo hice muy suavemente. No había
ninguna prisa.
Ella cerró los ojos y movió la
cabeza en círculos.
Al tocarla susurré que me sentía muy
solo.
Era verdad…
Lo curioso era que en la antevíspera
no pude decirle lo mismo a mi esposa.
Deslicé lentamente la mano derecha
hasta su cintura rozando su blusa con la
levedad del artista que dibuja el cuerpo
de su modelo.
Escuchamos sonidos que provenían
del exterior. Me aparté de inmediato.
—La puerta está bien cerrada —
murmuró.
Se apoyó en el escritorio echando el
cuerpo hacia atrás, extendiéndome los
brazos.
La miré sin moverme. Esta vez
estaba realmente confundido. Para mí la
sesión había terminado.
Cuando el hombre simplemente
experimenta atracción sexual ilícita,
puede tratarse de algo pasajero porque
sus sentimientos están intactos. Pero
cuando la pasión se combina con
intensos sentimientos de afecto y ternura,
se trata de algo sumamente peligroso. Lo
entendí así y quise alejarme para tratar
de reflexionar, pero Karen me tomó la
mano y me atrajo hacia sí para que
recargara mi cuerpo en el de ella.
Sus ojos profundos se clavaron en
mi rostro. Con la voz más dulce y
excitante que yo haya escuchado jamás,
con la mirada más intensa y deseosa que
haya visto, me dijo:
—Llévame a un lugar privado…
Déjame darte la paz que necesitas…
No era una petición. No era un
deseo. Era una orden, como la que
puede dar una ninfa a su indefensa
víctima humana.
Moví la cabeza en señal de promesa.
Tal vez después de la junta…
Nos besamos nuevamente con pasión
desenfrenada.
Al tranquilizarme, destrabé el seguro
de la puerta del despacho y volví a mi
sillón ejecutivo.
En la sala de reuniones había un
ambiente tenso y silencioso. Para el
puesto de gerente general competiría con
otros tres jefes intermedios: un ingeniero
de grandes aptitudes, un licenciado en
finanzas extremadamente rígido y una
contadora joven e inexperta. Los dos
primeros eran rivales interesantes; en
cuanto a la tercera, no le augurábamos
mucho; simplemente nadie se explicaba
cómo, siendo mujer, había llegado tan
alto.
Esa mañana la enorme mesa
rectangular para juntas brillaba como si
hubiese sido barnizada recientemente.
Además de los cuatro postulantes,
alrededor de ella estaban sentados el
presidente de la compañía, los ocho
miembros del Consejo Directivo, que a
su vez eran accionistas de la empresa, y
las dos secretarias parlamentarias que
formularían los acuerdos.
Esa reunión significaba el fin de
muchos años de lucha en mi carrera por
el poder y de una competencia
encarnizada para llegar a la cima.
El presidente de la compañía, un
hombre maduro, de rostro rojizo y
cabello escaso, a quien todos conocían
como el Doctor Vallés, una vez hechas
las presentaciones y formalidades de
protocolo propias de toda asamblea
extraordinaria y de aclarar las razones
por las que el anterior gerente renunció
a su cargo, inició la sesión usando un
tono de familiaridad y sencillez.
—Quiero recordarle a nuestro
Consejo que los cuatro candidatos para
ocupar el puesto de gerente general son
técnicamente aptos. Cualquiera de ellos
puede desempeñar con eficacia la
función operativa. Por lo tanto, para
decidir, deseo que cuidemos, sobre
todo, los aspectos humanos. No me
gustaría que se elija como director a un
«currículum». Necesitamos a un
verdadero líder.
Estos comentarios me pusieron
nervioso. ¿A dónde quería llegar el
anciano?
—Los tiempos han cambiado —
continuó—. Ahora se sabe que los
empleados mejores y más productivos
no son quienes se entregan al trabajo con
amargura para olvidar la pena de tener
su vida personal deshecha. La verdadera
calidad y rendimiento sólo se da en
gente realizada, plena y feliz. Nadie
puede gobernar con cordura y equilibrio
su trabajo si no ha logrado gobernar su
vida como la empresa más elemental e
importante. Es del dominio mundial en
las altas esferas de mando que en esta
era ya no ganan los tramposos, evasores
y desleales. ¡En el siglo XXI sólo
sobrevivirán las empresas ÉTICAS,
cuya calidad comienza con su gente!
Hizo una larga pausa. Las manos me
sudaban copiosamente. Karen levantó
ligeramente la vista para mirarme. La
ignoré. ¿Es que acaso el decano había
tenido noticias de cuanto estaba
ocurriéndome dentro de lo que él
llamaba «la empresa más elemental e
importante»? ¿Acaso se trataba de un
plan estructurado para eliminarme? Era
una gran mentira declarar que cualquiera
de los candidatos desempeñaría bien la
función operativa. ¡Todos en esa mesa
sabían que yo era la única persona con
la preparación y experiencia ideal para
el puesto! No podían eliminarme a
menos que se basaran en cuestiones
personales.
Por su parte, el director del Consejo
dijo:
—Nuestro
procedimiento
de
elección será sencillo. Cada uno de los
cuatro candidatos llenará esta forma
para evaluarse a sí mismo y evaluar a
sus tres compañeros, describiendo
ampliamente lo que conozcan de ellos en
el aspecto humano. Concluirán diciendo,
también por escrito, a quién elegirían
para el puesto y por qué. Luego saldrán
de la sala para que el Consejo Directivo
pueda deliberar.
Hubo un rumor prolongado. Eso era
definitivamente un complot. ¿De qué me
había servido ser siempre tan exacto en
mis cálculos, tan suspicaz en mis
proyectos financieros, si al momento
decisivo para subir el escalón clave,
iban a elegir al más simpático?
Se repitió en mi mente una pregunta
que en otras ocasiones me había
formulado. ¿Qué vale más en la vida?
¿El trabajo o las influencias, el
profesionalismo
o
las
buenas
relaciones? Siempre navegué con la
bandera de que lo principal son los
hechos y no los conocidos. En ese
momento me pareció una conclusión
precaria.
Para tratar de controlar la aprensión
miré a mí alrededor. Mi vista se fijó en
un cuadro del APOLO XI al momento de
su lanzamiento en Cabo Cañaveral. Mis
ojos se perdieron en la antigua
fotografía. Había algo en ella que me
hipnotizaba.
Un cohete no puede ponerse en
órbita sin la ayuda de un lanzador, que
es otro pequeño artefacto que explota y
posteriormente se desprende. Ahí estaba
la respuesta: yo tenía la inteligencia, la
capacidad, la energía para desempeñar
el puesto, pero necesitaba un lanzador
que me pusiera en órbita. Ese lanzador
era la gente. Es importante la capacidad
técnica, pero la fuerza propulsora inicial
está dada por nuestras buenas relaciones
humanas. Las personas y no los
conocimientos son, en principio, quienes
nos abren las puertas, quienes nos
promueven, apoyan e impulsan. Nos
pasaron sendas carpetas conteniendo las
hojas impresas que debíamos llenar.
Revisé las preguntas preestablecidas
para valorar a nuestros rivales. Me
molestó ver que el encabezado decía
«Apreciación de CALIDAD».
Eso era demasiado. Me puse de pie
y dejé caer la carpeta sobre la mesa con
energía.
—¿Apreciación de calidad? —
protesté—. No me gusta este ejercicio.
Me da la impresión de que se nos trata
de tasar como productos de consumo.
Hubo un silencio cortante. Mi
comentario hacía parecer ridículo al
presidente corporativo.
Todos lo miraron.
3
CALIDAD HUMANA
El anciano se encaró conmigo y profirió
lentamente:
—Supongo que habrá leído el
artículo de Calidad Humana que se
publicó en la gaceta del viernes,
¿verdad?
—No doctor… No lo leí.
—Pues nuestra empresa pretende,
por
su nueva
filosofía,
tener
exclusivamente gerentes de esa clase.
—Le repito que no leí el artículo —
dije con excesiva cortesía—. Ignoro de
qué habla, señor.
Fui observado por los presentes
como lo hubiera sido un niño de
secundaria que insiste en salir al baño
en pleno examen. No me dejé intimidar.
Les devolví la mirada fríamente.
—Bien —dijo el hombre con mesura
—. Tome asiento. El primer punto que
revela la calidad de una persona, tal
cual se especifica en el cuadro impreso
que repartimos, es SU TRATO. El ser
humano que más vale da un TRATO
SENCILLO Y NOBLE —se detuvo unos
instantes para que no hubiese duda en el
concepto—. ¿Les ha tocado hablar con
alguien que mientras los oye hace otras
cosas? ¿Han negociado con funcionarios
a los que les gusta ser adulados y
tratados como faraones? ¿Gente que por
tener un poco de poder actúa como si
fueran los elegidos de Dios? ¿Gente que
nos mira de arriba a abajo y que procura
hacernos
sentir
inferiores?
Con
frecuencia nos topamos con ellos.
Personas de última categoría que a
veces ocupan puestos de primera.
Basura humana, señores. Entiendan esto:
mientras más valioso es un individuo
más sencillo es, no importa qué posición
ocupe o cuánto dinero tenga. Quien
posee la cualidad básica de dar un
TRATO SENCILLO Y NOBLE jamás
pasa de largo frente a uno fingiendo no
conocerle; comparte el pan tanto de los
más humildes como de los más
opulentos; le fascina jugar con los niños;
conversa amenamente con los ancianos,
enfermos o marginados; ayuda a los que
están abajo sin ufanarse, poniéndose a
su nivel. Quien da un TRATO
SENCILLO Y NOBLE hace que los
demás se sientan cómodos a su lado,
como cuando se está con un amigo.
¿Viven ustedes de esa forma? No hay
nadie mejor que sus compañeros de
trabajo y sus familiares para decirlo.
Bajé la cara. Ciertamente las
elecciones se estaban complicando y el
anhelado puesto de gerente general
desvaneciendo.
Sin querer recordé que cuando mi
esposa tuvo su segundo embarazo
fallido, insistió mucho en cambiar de
ginecólogo. Al respecto, reñimos porque
ella decía que el nuevo doctor era más
competente que el anterior; yo sólo
sabía que cobraba el doble de
honorarios. Pero cuando la acompañé a
consulta me di cuenta en qué consistía la
«competencia» del nuevo médico: el
tipo suspendía su trabajo para escuchar
a Shaden con la paciencia y atención de
quien dispone de todo el tiempo del
mundo, contestaba detalladamente sus
preguntas, la hacía sentir en absoluta
confianza. El doctor anterior, en cambio,
era más parco, de pocas palabras, frío,
apresurado y en ocasiones sarcástico; se
burlaba un poco de nuestra ignorancia y
nos trataba como a inferiores. Huelga
aclarar cuál de ellos tenía una cartera de
pacientes más grande. La mayoría de la
gente no estamos preparados para medir
la CALIDAD PROFESIONAL de los
especialistas, pero cualquier persona
está capacitada para evaluar la
CALIDAD HUMANA, y es evidente que
muchos preferimos pagar más con tal de
recibir mejores modales.
¿Quién de los cuatro candidatos
tiene el trato más sencillo y noble? —
preguntó el presidente. La pregunta flotó
en el aire. Yo definitivamente no…
—El segundo punto a anotar en sus
evaluaciones de calidad humana es LA
CONFIABILIDAD. Las personas que
más valen son las más confiables.
«Confiables…
Confiables…
Confiables…». La palabra se repitió en
mi mente como si en el salón hubiera
eco.
¿Qué características tiene la persona
a la que pueden entregar su confianza
absoluta? No piensen mucho. Lo
diremos de una forma muy simple: sólo
podemos confiar en quien sea incapaz de
traicionarnos; en quien sabemos que no
dirá nuestros secretos ni hablará mal de
nosotros; en gente honesta que le guste
decirnos las cosas cara a cara. Suena
fácil, pero personas así no abundan. Los
años nos enseñan esto. Muchos amigos
son aparentemente confiables, incluso
nos dan un trato sencillo y noble, pero al
estar lejos hablan con suspicacia de
nosotros y nos traicionan a su
conveniencia. ¿Cómo nos damos cuenta
entonces que una persona es confiable?
Muy sencillo. Jamás cuenta asuntos
negativos de otros y no accede, ni por
excepción, a decirnos los secretos de
los demás. Es así de fácil. Cuando
alguien aprovecha toda oportunidad para
difundir los errores y tropiezos de sus
conocidos, cuando lo vemos quejarse de
todo y por todo, cuando nos propone
acciones que perjudicarán a alguien
más, estamos ante una persona poco
confiable. Es el sujeto que será tu amigo
sólo mientras le sirvas para algo y que
hablará mal de ti a tus espaldas. Los
gerentes de esta empresa deben aquilatar
entre sus virtudes principales la
CONFIABILIDAD. Yo prefiero tener un
equipo menos competente pero más
confiable, menos experto pero con la
camiseta puesta. Deben estar seguros
que el líder a elegir hoy es una persona
que no se aprovechará de cuanto uno le
diga para su beneficio; que no se
alegrará de pregonar las malas noticias;
que no venderá un secreto al mejor
postor. ¿Quién de los cuatro candidatos
cumple este requisito?
Me sentía flotando en las nubes por
la aprensión. En esa sala varios me
habían oído hablar de la «bola de
brutos» que teníamos en el departamento
de ventas. Volteé a ver a Karen como
tratando de escapar mentalmente. Estaba
cruzada de piernas junto al presidente.
Era una mujer muy bella. Mi
pensamiento fantaseó con el deseo de
estar nuevamente con ella y hacer lo que
me pidió. El dejarme llevar en esos
momentos por la enajenación de mis
instintos
poco
confiables
me
proporcionó un íntimo consuelo al
comprender que estaba a punto de
fracasar en mi más grande aspiración
profesional. —El tercer punto para
determinar la calidad humana de una
persona es su POSITIVISMO. Las
personas que más valen son positivas —
declaró el presidente corporativo—.
Aunque les vaya mal y el ambiente sea
hostil, siguen optimistas, bromeando y
con deseos de seguir luchando. Las
personas positivas no desertan: se caen,
pero se levantan una y otra vez hasta
lograr sus anhelos. Todos poseemos dos
cristales a través de los cuales podemos
mirar hacia el exterior: uno transparente
y otro turbio. Si uno está acostumbrado a
ver por el cristal turbio es una persona
negativa, todo le desagrada, no brinda
ayuda gratuita ni tolera que le llamen la
atención por su conducta. A las personas
negativas son pocos los que las estiman.
Es una ley natural. Recuerden, por
ejemplo, a alguien que les desagrada
sobremanera, alguien con quien no se
han podido identificar y por quien
sienten rechazo; seguramente ese
individuo
también
experimente
desagrado y repulsión por ustedes. Es
una ley natural —repitió—. Piensen mal
de los demás y muy pronto van a pensar
mal de ustedes; por el contrario, piensen
sinceramente bien de alguien, busquen
sus cualidades y aprendan a quererlo, y
verán cómo esa persona también
terminará queriéndolos.
Vallés se detuvo mirando a su
reducido y selecto auditorio.
—Ser positivo es difícil —murmuré
como para mí.
—Nadie dijo que fuese fácil… —
increpó—. Por eso son tan escasas las
personas de alta calidad humana.
Imaginen, por ejemplo, esta escena: un
adolescente llega a su casa con dos
horas de retraso; el padre, que le había
advertido que volviese temprano, está
en la puerta furioso esperándolo y le
reclama con verdadero enojo; el
muchacho contesta que no le fue posible
salirse antes de la fiesta; la discusión
sube de tono; el padre se pone furioso
echándole en cara qué es un
inconsciente,
desobligado
y
malagradecido, pues ni siquiera llamó
por teléfono para que en su casa no se
preocuparan; el hijo termina la
desagradable escena retirándose a su
cuarto a dormir. En este punto se
determina la calidad humana del joven.
Dentro de su habitación puede analizar
las cosas desde los diferentes puntos de
vista:
»Número uno. Sintonizando su mente
en el canal negativo dirá: “Este tipo no
me entiende, ya se le olvidó que
también fue joven, es un engreído
autoritario que sólo quiere molestarme,
no lo soporto. ¡Cómo me gustaría
largarme de esta casa y darle una
lección!…”. A la mañana siguiente se
levantará y pasará junto a su padre sin
saludarlo, actuando conforme a sus
pensamientos. El enojo continuará y el
conflicto se complicará con más
hostilidades mutuas.
»Número dos. El joven tiene la
opción de sintonizar su mente en el canal
positivo. Dirá: “Caray, no me gusta la
forma que tiene el viejo de
reprenderme, pero lo hace porque me
ama, porque le intereso; si no fuera así
lo hubiera encontrado dormido y
despreocupado. No cabe duda que
quiere lo mejor para mí. ¿Cómo pude
ser tan descuidado de no llamar? Ni
modo, merezco que me haya regañado”.
A la mañana siguiente el joven saldrá de
su recámara, saludará sonriendo con
agrado a su padre y él le contestará con
la misma tranquilidad. Entre ellos no
pasó nada; y si pasó, ya se olvidó.
»Todos poseemos cosas buenas y
malas. Concéntrense en las malas y
verán que muy pronto detestarán a la
persona con la que conviven y ésta,
como correspondencia natural, también
los detestará a ustedes. Funciona a todos
los niveles: en un salón de clases entre
alumno y profesor, en una oficina entre
gerente y supervisor y en un matrimonio
entre los cónyuges. Un vendedor
profesional muy destacado a nivel
mundial decía: “Mi secreto consiste en
que antes de llegar me concentro en las
cualidades de la persona que voy a
visitar. Estando en su oficina ignoro los
detalles que me desagradan, los
justifico mentalmente y procuro
hacerme una buena idea de mi cliente;
me esfuerzo por admirarlo, apreciarlo,
comprenderlo, quererlo. Es fácil: todo
es cuestión de concentrarse en lo
bueno. El cliente percibe mi agrado
sincero y deja de estar a la defensiva”.
Esta cualidad funciona hasta con las
cosas. Piensen en todos los defectos del
coche
que
tienen y acabarán
detestándolo,
descuidándolo
y
avergonzándose de él; en cambio
concéntrense en lo bueno del automóvil,
en el servicio que les da, en lo útil que
es y aprenderán a quererlo, lo cuidarán y
se sentirán a gusto conduciéndolo. Ser
positivo es buscar lo bueno de todo, es
no dejarse influenciar por las opiniones
corrosivas de los demás. ¿Cuántas veces
nos han hablado mal de una persona
ausente y nosotros, dejándonos llevar
por las habladurías, tomamos partido de
inmediato? Cambiamos de forma de
pensar y de sentir respecto a un ser
humano más por lo que nos dicen de él
que por lo que personalmente vivimos
con él. Este fenómeno es muy común:
divide comunidades fraternas, religiosas
y familiares.
»Si un amigo se enemista con otro,
no se alíen con ninguno. Digan
simplemente: “Siento mucho lo que te
hizo pero a mí no me ha hecho nada y
lo sigo apreciando igual…”.
Hizo una pausa para tomar agua y
concluir:
—En este orden de ideas, anotarán
en su hoja a cuál de los cuatro
candidatos consideran más positivo.
La recepcionista, que se hallaba en
el umbral de la puerta, aprovechó la
pausa para hacerme llegar una pequeña
nota. La leí de inmediato.
«Contador David Arias: dos
hombres lo esperan afuera. Dicen que es
un asunto urgente».
Tardé unos minutos en reaccionar
pues era verdaderamente inusual que la
recepcionista
se
permitiera
la
interrupción de una junta de Consejo.
¿Qué asunto podía ser tan urgente y
por qué no lo mencionaba en la tarjeta?
Me fue imposible abandonar la sala
pues el doctor Vallés continuó
explicando el último de los puntos a
evaluar y tuve que esperar hasta el final
de su disertación para ponerme de pie y
salir a averiguar quién me buscaba.
—Las personas que valen más —
concluyó
el
anciano—.
SON
GENEROSAS,
constantemente
AYUDAN a otros y hallan el equilibrio
entre dar y tener. La gente detallista es
estimada, así como los mezquinos
egoístas son aborrecidos. Piensen en
aquel familiar, tío, madre, abuela,
amigo, que siempre que puede brinda
ayuda. Todos tienen algo que
agradecerle; alrededor de la gente buena
giran familias enteras; cuando ellos
fallecen, muchas vidas se afectan porque
eran fuente de amor y bondad de la que
otros se nutrían.
»Vean los negocios que prosperan.
Brindan un poco más que los demás por
el mismo costo. Siempre tienen algo
adicional, un extra, una ganancia para el
cliente. Proporcionar servicio real,
trabajar más de lo que estipula el
contrato, en ocasiones puede parecer
injusto, pero quien lo hace resulta
doblemente beneficiado.
»Queremos un gerente de ese corte
ideológico: un poco altruista, un poco
soñador, convencido de que va a
cambiar la empresa para bien, que la
calidad abarcará a todos los niveles
jerárquicos y llegará al cliente.
Queremos a alguien que no tase todos
sus actos en pesos y centavos; alguien
que tenga la calidad humana de dar…
»¿Quién de los cuatro candidatos es
el más generoso?
Las miradas estaban Ajas en el
presidente. Su exégesis había sido tan
rotunda que no dio lugar a preguntas.
Mientras los demás compañeros
llenaban sus fichas de evaluación, me
puse de pie suspirando. No cabía duda
que mi candidatura estaba perdida…
Ante tan peculiares cortapisas no tenía
nada que hacer ahí.
—Permiso —me disculpé—, ahora
vuelvo.
En la recepción había dos hombres
jóvenes vestidos con trajes oscuros.
¿Quién me buscaba? —pregunté a la
recepcionista
para
obligarla
a
presentarme a los aludidos.
—El licenciado Ramírez y el
licenciado Pérez. Dicen ser abogados de
su esposa.
Enfado y miedo convergieron en mi
mente como un flashazo de neón.
¿En qué puedo servirles, señores?
—Venimos a entregarle un convenio
de divorcio que debe analizar y firmar
para abreviar los trámites. El citatorio
del juez le llegará muy pronto.
Si una mirada matara, ambos sujetos
hubiesen caído fulminados al momento.
—Esta rapidez significa que la
muy… —Me mordí el labio—. Ella ya
tenía todo arreglado desde hace
tiempo…
—Por favor, revise los términos del
acuerdo y firme las actas aquí y aquí.
Mañana vendremos como a esta hora a
recoger el expediente.
Los tipos me alargaron una carpeta y
yo la tomé trabado por la ira y la
humillación. No di las gracias ni me
despedí de los abogados.
Entré a la sala nuevamente. Mi
palidez debió ser manifiesta porque el
presidente preguntó si todo estaba bien.
—No —contesté—. Me avisaron de
un problema y tengo que retirarme.
—Pero usted no puede irse. Si es
electo deberá estar presente para recibir
el puesto.
—No lo seré —aventuré—.
Cualquiera de mis tres compañeros
resultará más sencillo, confiable,
positivo y generoso. Yo sólo soy un buen
contador. De todos modos agradezco
que se hayan fijado en mí.
No esperé una respuesta. Recogí mis
cosas y me retiré con una vehemencia
que dejó a todos absortos.
Me subí al automóvil dispuesto a
emprender el largo camino hacia la casa
de mis suegros. ¿En dónde más podía
haberse refugiado Shaden? Si ella desde
hacía tiempo estaba planeando nuestra
separación, había llegado el momento de
demostrarle que yo también sabía jugar
sucio.
4
EL PLACER DE SERVIR
La sinuosa carretera de doble
circulación me pareció más larga y
peligrosa que de costumbre. El trayecto
que debía recorrer era al menos de una
hora. Los padres de mi esposa vivían en
una pequeña residencia campestre
ubicada a setenta kilómetros de la
ciudad. Cerca había un lago en el que
algunos excursionistas solían pescar y
remar en pequeños botes de fibra de
vidrio.
Manejando hacia el lugar iba
hablando en voz alta. Mi enojo principal
no era contra mí, ni contra Shaden, sino
contra Dios.
¿En qué pensabas, Señor, cuando
permitiste que este caos se apoderara
de mi hogar? No creo en el azar. Hay
demasiada perfección en la naturaleza,
en el reino vegetal y animal, en el
mundo microscópico, en el universo
entero, para suponer que todo es obra
de la casualidad. No creo en ella. No
creo en destinos nefastos ni en mala
suerte. Creo en ti. Señor; creo que de
alguna forma tú piensas las cosas antes
de que ocurran y nosotros formamos
parte de tus sueños… ¿Por qué si
sabías que ella y yo no funcionaríamos
bien juntos, permitiste nuestra unión?
¿Por qué no usaste alguna señal para
que nos detuviéramos a tiempo? ¡Antes
de llegar a esto…!
Conduje a la mayor velocidad
posible. Tenía prisa por llegar, urgencia
de hablar con Shaden. Si nuestro vínculo
matrimonial se deshacía, yo me quedaría
con Daan. Ella tenía que saberlo antes
de seguir, porque ya entrados en pleitos
no me detendría ante nada, le quitaría al
niño a costa de cualquier cosa, por la
buena o por la mala; invertiría hasta el
último centavo… Estaba decidido a
devolver doblemente mal por mal, pero
sobre todo estaba decidido a salvarme a
mí mismo. Yo era un desdichado cuya
existencia colgaba en un precipicio y mi
hijo era la única raíz de la que iba a
poder asirme para no caer.
Desaceleré al ver que la aguja del
velocímetro oscilaba dentro de la zona
roja de peligro.
Aún no cabía en mi entendimiento la
magnitud del cisma que estaba viviendo.
Es cierto que algunas veces vislumbré la
posibilidad de abandonar a mi esposa,
pero jamás, ni en mis pesadillas más
repugnantes, imaginé el drama de ser
abandonado por ella.
Llegué a la casa de mis suegros
cerca de las siete de la noche. El
automóvil de Shaden no estaba. Me bajé
del mío sin pensarlo dos veces y toqué
el timbre.
El lugar parecía más descuidado y
viejo que otras veces.
Volví a tocar. Mi hijo Daan abrió la
puerta. Durante unos segundos nos
miramos como tratando de adivinar
mutuamente los pensamientos del otro.
Después bajó la cara con la inteligente
timidez que le caracterizaba. Adiviné en
su gesto indeciso cuán necesitado estaba
de recuperar un poco de coherencia.
—Pasa, papá…
Quise abrazarlo, pero me limité a
acariciar su negro cabello lacio en un
gesto de compañerismo varonil.
¿Por qué…? —Articuló con su
vocecilla diáfana.
Me encogí de hombros.
—Ni yo mismo lo sé… —susurré.
El chiquillo movió la cabeza y se
quedó mirándome como si se sintiera
responsable de lo que estaba pasando.
—Mamá está muy extraña —dijo
después—. Por favor, ya no te pelees
más con ella… Frío, inerme, tartamudeé
y luego simplemente callé.
¿Cuándo volveremos todos a nuestra
casa?
Un fantasma me apretaba la garganta.
—Te prometo que pronto…
En ese instante apareció mi suegro,
con su habitual rostro seco de aspecto
aristocrático, enfundado en la bata
marrón de seda que solía usar desde que
lo conocí. Me erguí para tenderle la
mano.
—Necesito hablar con usted, señor.
Asintió sin responder a mi saludo ni
hacer el más mínimo ademán de
bienvenida. Caminó hacia la sala. Lo
seguí. Al momento apareció su esposa
quien, asombrada por mi presencia, se
acercó con mucha cautela, como un
animal temeroso de ser agredido y
presto a atacar.
—Quiero, en primer lugar, pedirles
una disculpa por la forma en que he
tratado a su hija. He sido un patán.
Estábamos de pie, listos para
sentarnos, pero sus gestos estáticos e
inexpresivos no daban lugar al
relajamiento.
Vi sobre la mesa un montón de
fotografías recién reveladas.
—A veces me cuesta mucho trabajo
controlarme —continué— y no mido mis
palabras…
—Ni sus golpes —completó el
padre de mi esposa.
Hubo un silencio helado.
—Shaden ha decidido separarse de
usted —intervino la señora.
¿Cuántas veces y en qué tono tenían
que decírmelo? Ante tal afirmación no
pude argumentar nada.
—Quisiera poder hablar con ella.
—Hablarán en su momento —señaló
la madre con ampulosidad—. De eso
puede estar seguro. Mientras tanto, le
suplico que se mantenga alejado de esta
casa.
Asentí resignadamente.
La entrevista había sido breve y
concisa.
Di la media vuelta y me dirigí a la
puerta.
¿Ella no está? —insistí antes de
girar el picaporte.
Tardaron en contestar; primero se
miraron entre sí como indecisos de
comunicarme
algo
que
sabían.
Finalmente mi suegro dijo:
—No. Y no la espere porque no
vendrá a dormir.
Era así de simple y evidente. Ellos
fungían como alcahuetes de una nueva
aventura amorosa de mi esposa. Me
cuestioné si ésta se habría fraguado a
raíz de nuestra última desavenencia o ya
se venía cocinando con autorización de
mis suegros desde meses antes.
¿Y el niño? —pregunté—. ¿Por
cuánto tiempo estará aquí?
—Hasta que Shaden lo disponga —
especificó instantáneamente la señora—,
usted sabe que en esta casa somos muy
creyentes. Por varios días nos estará
visitando un sacerdote para hablar con
Daan hasta que vaya asimilando el
divorcio de sus padres sin traumatismos.
Sonreí con coraje. Yo también era
creyente, pero esa prepotencia me hizo
recuperar el valor. Vi a mi suegra como
una cínica farisea. Su arrogancia me dio
asco. Era la historia más vieja de la
humanidad: ciertos religiosos cuadrados
y egocéntricos juegan con el concepto de
Dios para condenar a otros. Una clara
tristeza me invadió también al
comprender que otra persona estaba
hablando con mi hijo para ayudarlo,
cuando lo que necesitaba era a sus
padres.
Vi nuevamente el montón de
fotografías y lo tomé sin pedir permiso.
Mi suegra saltó sobre mí para
quitármelo. No se lo di. Comencé a
pasarlas con rapidez buscando algo,
cualquier evidencia de lo que
sospechaba.
¡Devuélvame eso inmediatamente!
Entonces lo encontré. En una de
ellas se veía a mi esposa abrazando a un
sujeto desconocido. Un joven delgado,
con anteojos y barba. Me erguí
encolerizado. ¿Quién era ese tipo? ¿Por
qué, si la fotografía había sido tomada
recientemente, yo no lo conocía?
Eché la fotografía a mi bolsa y sentí
un enorme impulso de insultar, golpear,
escarnecer a mis suegros, pero me
contuve.
—Me llevo esto como prueba.
Los ancianos debieron leer en mi
rostro algo muy peligroso, porque
ninguno se movió ni dijo nada más. Abrí
la puerta y jalé hacia mí el aldabón
mientras salía provocando un portazo
tremendo.
Junto al automóvil estaba parado
Daan. Ni mis suegros ni yo nos
percatamos de que había salido de la
casa.
—Abrázame —le dije agachándome
para despedirme de él.
—No me gusta estar aquí, papá.
Ante su firme comentario quedé
prendido y suspenso.
¿Te irás conmigo?
—Sí…
No lo dudé ni un segundo.
Abrí la portezuela del automóvil y lo
cargué para acomodarlo con rapidez.
La luz del exterior de la casa se
encendió y al momento los viejos
salieron corriendo, gritando y agitando
las manos.
Salté al volante y encendí el motor.
Los señores se aproximaron con pasos
gimnásticos. La mujer llegó casi a
interponerse en mi camino, pero le
faltaron unos metros. Aceleré para ganar
la carretera llevando a mi hijo. Nadie
iba a poder quitármelo, me dije, aunque
en ello me fuera la vida.
Cuando llegamos el niño ya estaba
dormido. Estacioné en la puerta y entré a
la casa directo a recoger ropa del
pequeño y mía. Por fortuna mi maleta
había quedado lista dos días antes. Con
gran nerviosismo eché las cosas al
coche. Demorarse en ese sitio era muy
peligroso pues sería el primero en el
que nos buscarían.
Mientras se definían las cosas
deseaba proporcionarle a Daan un lugar
agradable, de modo que me trasladé al
hotel más lujoso de la zona y tomé una
habitación doble frente a los jardines y
la alberca.
Cargué al chiquillo y lo acomodé en
su cama. Antes de dormir estuve
contemplando su dulce rostro, su
respiración acompasada y tenue,
embelesado por tanta inocencia y
perfección.
¿Qué culpa tienen los niños de las
tonterías de los adultos? Ahí estaba mi
hijo, secuestrado por su padre,
arrancado violentamente de la paz
natural de su hogar…, lejos de una
madre
que
exploraba
nuevas
aventuras… Un pequeño ser humano
terriblemente necesitado de amor,
confianza y respeto. Qué injusto parecía.
Los niños cargan con las frustraciones
conyugales, los pleitos y las creencias,
buenas o malas, de sus padres. Siempre
están dispuestos a perdonar, a darnos
otra oportunidad y aunque les volvamos
a fallar, en la noche cierran los ojos y
nos muestran, al dormir en angelical
postura, lo vulnerables que son, la forma
en que dependen de nosotros, la manera
incondicional en que nos aman…
Acaricié la frente de Daniel, me
puse de rodillas y encogí la cabeza
mordiéndome fuertemente el antebrazo
para detener el llanto…
Al día siguiente a primera hora
fuimos al hospital de neurología.
Revisaron a Daan exhaustivamente y los
resultados
de
su encefalograma
arrojaron ciertas alteraciones raras. Los
médicos consideraron pertinente hacer
un
cultivo
de
su
líquido
encefalorraquídeo
para
descartar
cualquier posibilidad de encefalitis. La
punción lumbar que le hicieron fue muy
dolorosa y al salir del hospital el niño
me suplicó que no lo dejara solo en el
hotel.
—Debo ir a mi trabajo —le dije—.
Tengo una junta a la que no puedo faltar.
Me tomará sólo un par de horas…
¿Quieres acompañarme?
—Sí, papá. Por favor…
En cuanto entramos a las oficinas se
me informó que Jeanette, la contadora
joven e inexperta, había sido la electa.
Percibí las miradas indiscretas,
sarcásticas
y burlonas.
Algunas
secretarias saludaron a mi hijo con
mucho cariño y le ofrecieron dulces.
Hallé en mi escritorio el esperado
memorándum en el que se indicaba que
los siete jefes intermedios estábamos
citados en el despacho de la nueva
gerente general a primera hora.
Arrugué el papel. Ahora nos
gobernaría una niña. Era el colmo de los
colmos. No conocía su edad, pero
seguramente andaba entre los treinta y
cinco y cuarenta años. Muy seria y
distinguida, pero una chiquilla al fin.
Casada, sin hijos. ¿Los electores habrían
considerado la posibilidad de que
siendo mujer se embarazara y les dejara
el
puesto?
¡Qué
decisión tan
incomprensible! O la dama poseía una
calidad humana sobrenatural o tenía
relaciones íntimas con los miembros del
Consejo.
¡Otra vez pensando mal! —me
reprendí—. El negativismo era un hábito
tan arraigado que no bastaban conceptos
de superación para acabar con él. Se
precisaba disciplina.
Miré el reloj. Según el citatorio la
junta había comenzado hacía media
hora. Suspiré y me encaminé a la oficina
de Jeanette. Trataría de hallarle el lado
bueno a la nueva jefa.
Tomé de la mano a Daniel para que
me acompañara.
Karen, mi cariñosa amiga, sentada
frente a su mesa en la antesala de la
oficina gerencial, se levantó alegre al
verme llegar con mi hijo. Lo besó con
efusividad y lo cargó en brazos.
—Qué bueno que viniste, pequeño.
Tu papá me ha hablado mucho de ti.
Eres más guapo de lo que me imaginé.
¿Sabes?, te pareces a él —me guiñó un
ojo y sugirió—: Déjalo conmigo, la
junta ya empezó.
Cuando entré en la gerencia general
me percaté avergonzado que todos
estaban esperándome. Me disculpé
parcamente y tomé asiento en la última
silla del rincón.
La oficina se veía igual, con la
diferencia de algunos detalles casi
imperceptibles que le daban un aire más
acogedor: flores en la repisa, música
suave, y un par de cuadros nuevos.
Frente al despacho se hallaba la sala
de juntas, pero Jeanette prefirió no
usarla y dirigir su primera reunión desde
su bello escritorio de caoba,
evidentemente
para
dejar
bien
establecida su nueva jerarquía.
—Quiero confesarles —aclaró en
cuanto me acomodé— que no esperaba
ser electa… Seguramente ustedes
tampoco. He escuchado murmuraciones
respecto a si soy familiar de los
miembros del Consejo o si me acuesto
con alguno de ellos —movimientos y
risas disimuladas—. No me importa.
Pueden pensar lo que quieran.
Únicamente me preocupa el hecho de
habérseme confiado un puesto de mucha
responsabilidad que requiere de gran
apoyo. Necesito un equipo de gente
comprometida y honesta con la misión
de ayudar, gente que tenga un motivo de
trabajo más allá de ganar dinero o lograr
prestigio. Y, sobre todo, que sea capaz
de aliarse conmigo olvidando los mitos
machistas…
Hubo un silencio denso. Nadie había
oído antes hablar así a Jeanette.
—¿A qué te refieres? —le pregunté
medio escamado por la palabreja.
—Muchos hombres proclaman que
el varón es más competente que la
mujer. Como pueden ver, estando una
mujer al frente, los que piensen de esa
forma nunca podrán cooperar con mis
disposiciones. Siempre se sentirán fuera
de lugar… Por eso es importante poner
las cosas en claro desde ahora. La nueva
filosofía de nuestra empresa define que
la verdadera misión del ser humano es
auxiliar, desde los estratos más sencillos
hasta los más complejos; el servicio
engrandece y dignifica a la persona. La
gente orgullosa que presume de no
obedecer a nadie, que jamás hace algo
fuera de lo que se espera de ella, que no
escucha opiniones ni sugerencias, sólo
demuestra, con esa actitud, su complejo
de inferioridad. Para dar órdenes
acertadas se necesita ser inteligente,
para obedecerlas con humildad se
requiere ser sabio, la persona que más
vale, como lo indicó ayer el presidente
de esta compañía, es la más sencilla, la
que puede bajarse de su pedestal para
ponerse en los zapatos del otro y
servirle como le gustaría ser servido…
Yo necesito un equipo así. No pretendo
usar mi cargo para elevarme; seré la
primera en asistir, en trabajar con
energía y entusiasmo. Quiero un grupo
que esté dispuesto a comprometerse
conmigo en la transformación que está a
punto de iniciarse.
Me quedé mirando a Jeanette. Sin
querer recordé las conclusiones del
señor Vallés del día anterior:
Nuestro gerente debe ser un poco
altruista, un poco soñador, convencido
de que va cambiar la empresa para
bien, que la calidad abarcará a todos
los niveles jerárquicos y llegará al
cliente.
Aburrido, me detuve la cabeza con
ambas manos. Esa niña era lo que los
dueños querían. Hablaba bonito, pero el
tiempo nos demostraría si además de
fantasear también sabía manejar las
finanzas como el puesto lo exigía.
Se puso de pie para repartirnos
personalmente
sendas
carpetas
engargoladas con más de cincuenta hojas
escritas a máquina. Mientras lo hacía,
mi mente brincaba del escarnio a la
consideración. El idealismo de Jeanette
era pueril pero contagioso. ¿Hacer lo
que no se espera que hagamos, servir,
ayudar, bajarse al nivel más humilde de
trabajo si se requiere, es realmente la
actitud grandiosa y fortalecedora que
ella dice…?
No pude evitar rememorar las
épocas en que mi matrimonio marchaba
viento en popa. Sólo una vez hice algo
que por definición no me tocaba hacer:
nuestro hijo tenía tres meses de nacido y
como su salud era precaria, pasaba casi
toda la noche despierto llorando. Un día
me di cuenta que Shaden tenía enormes
ojeras y que los desvelos comenzaban a
mermar su lucidez. Entonces le ofrecí
ayudarle a cuidar al niño. Esa noche mi
esposa durmió de un tirón, mientras yo
me la pasé lidiando con el crío en la
oscuridad. Le preparé la fórmula, le
administré el biberón, lo hice eructar, lo
arrullé, le canté y cambié con enorme
torpeza y asco los pañales un par de
veces. A la mañana siguiente Shaden me
preguntó cómo me había ido. Le platiqué
mis peripecias y ella se rió mucho, me
abrazó y me besó con el mayor cariño
que recordara haber visto en sus ojos
desde que éramos novios. Lo curioso es
que después de la experiencia me sentí
más cerca del bebé, más integrado a mi
familia, mejor padre, mejor ser
humano…
—¿Escuchas, contador Arias?
Volví al presente en una junta en la
que se había roto el hielo mientras todos
se regodeaban con mi distracción.
—¿Perdón?
—Te estoy pidiendo que por favor
leas el párrafo tercero de la página diez
en nuestro manual de nueva filosofía.
Las risas y guasas se apagaron poco
a poco. —Claro.
Busqué lo que la joven gerente me
pedía y leí en voz alta cuidando mi
dicción:
Los empleados verdaderamente
imprescindibles son aquellos que
buscan solucionar problemas más que
coleccionar reclamos. Son aquellos a
los que no les importa trabajar una
hora más o arremangarse la camisa
para corregir los errores detectados.
Un ser humano imprescindible sabe
que el servicio es oro, que puede
pagarse pero no tiene precio; actúa y
se entrega a la vida sin temor a
equivocarse; también sabe que lo que
le remorderá su conciencia al final de
los tiempos no será cuánto hizo mal,
sino todo lo que pudo hacer y no hizo.
Recapacita no en lo malo que has
hecho sino en lo bueno que estás
dejando de hacer. ¿Sueles llevar
regalos a tus seres queridos
simplemente porque los amas? ¿Sueles
abrazar y besar apasionadamente a tu
cónyuge? ¿Últimamente has jugado con
tus hijos sin prisas y sin máscaras?
¿Hace cuánto no acompañas a tus
padres y platicas con ellos como si
fueran tus amigos? ¿Hace cuánto no
haces algo desinteresadamente, no por
dinero sino simplemente por formar
parte de tu gente y ella de ti, porque la
quieres y deseas verla crecer, a pesar
de todos los problemas…?
Has
experimentado
muchos
placeres… Experimenta el placer de
servir y verás cómo el mundo comienza
a
reclamarte
como
un
ser
imprescindible…
Cerré los apuntes con parsimonia
tratando de aparentar indiferencia. Lo
cierto es que leer esa página me había
removido los más hondos sentimientos.
Mientras la gerente general continuó
hablando, revisé detenidamente la
carpeta engargolada. ¿Se trataba de una
recopilación de varios autores? ¿Era una
obra comercial? ¿Por qué la empresa
nos presentaba esas hojas como su
nueva bandera? Cuando examiné las
primeras páginas me invadió la envidia,
la ira y el desconcierto. Entendí que
nuestra jefa fue electa para ese puesto no
por ser familiar ni amante de alguno de
los miembros del Consejo sino porque
el manual titulado «Nueva Filosofía
Empresarial»
era
un
proyecto
presentado por ¡ella misma!, Jeanette
Sandri, su autora. No pude poner
atención a lo que se habló después. Mis
compañeros salieron motivados de la
junta; en cambio yo salí molesto: ya
antes de la reunión electoral los dueños
de la compañía sabían quién quedaría en
el cargo. Todo había sido un arreglo.
¡Por eso encauzaron las votaciones a los
puntos de «calidad humana» expuestos
en ese manual! ¿Entonces por qué nos
hicieron creer que la elección era real?
¡Qué manera de jugar con nosotros!
Salí de la oficina confundido,
considerando seriamente la idea de
renunciar a la empresa. Karen estaba
sentada frente a su computadora y mi
hijo dormía plácidamente en un sillón.
—¿Tan pronto dejaron de jugar? —
pregunté.
—No. Tu hijo parece enfermo. Me
dijo que estaba cansado y que tenía
mucho sueño. —Ha de ser porque antes
de venir hacia aquí le hicieron unos
análisis muy dolorosos. Voy a llevarlo a
mi despacho. Aprovecharé que está
dormido para trabajar un rato.
—Yo te ayudo —se ofreció mi
amiga adelantándose con intenciones de
preparar en mi despacho un lugar para el
niño.
Levanté a Daan y éste se acomodó
recargando su cabeza en mi hombro.
Caminé muy despacio por el corredor.
Antes de doblar el último recodo del
pasillo que conducía a mi despacho,
Karen salió a mi encuentro agitada y
nerviosa.
—Detente —me alcanzó a decir al
punto que me señalaba el espejo de la
recepción. Tardé en captar su
desesperado mensaje, pero cuando
reconocí las siluetas allí reflejadas casi
me fui de espaldas.
Un policía parecía estar montando
guardia. Junto a él estaban los abogados
de mi esposa acompañados de mis
suegros.
Me agazapé contra la pared
abrazando muy fuerte al niño para no ser
visto y, sin darle las gracias a mi amiga,
sin despedirme ni dar aviso a nadie,
corrí como un loco atravesando la
planta. Escapé como un fugitivo por la
puerta lateral, esquivando camiones y
cajas de productos.
Posiblemente perdería mi empleo,
pero no a mi hijo.
Conduje el automóvil rápidamente,
sin precaución. Con tanto ajetreo el niño
se despertó diciendo que le dolía la
cabeza. Al verlo quejándose tuve la
premonición de que algo importante
estaba a punto de ocurrir.
Era verdad. Lo que sucedió esa
tarde cambió por completo mi vida.
5
¿CUÁNTO VALE LO QUE
TIENES?
Llegando a la recepción del hotel llamé
por teléfono al hospital y pedí hablar
con el neurocirujano que le hizo los
análisis a Daniel para preguntarle si la
jaqueca era algo normal.
¿El niño tiene fiebre?
—No parece —le contesté después
de tocarle la frente.
—Señor Arias, con el EEG
detectamos cierta emisión de impulsos
arrítmicos y asimétricos en su cerebro.
Es recomendable realizarle una
escenografía. El costo de esta prueba es
muy alto. Se lo digo para que se
prepare. Por lo pronto estamos
esperando los resultados del cultivo.
¿Dónde puedo localizarlo si tengo algún
dato importante que informarle?
Le di el número de teléfono del
hotel.
Daniel miraba mi expresión
atentamente. Me levanté del sillón y
caminé tomándolo de la mano.
¿Por qué estoy enfermo, papá?
—Tuviste problemas al nacer.
¿Qué problemas?
Atravesamos el cálido vestíbulo sin
decir palabra.
¿Tienes hambre? —le pregunté con
la esperanza de que olvidara el tema.
—No…
—Mientras
caminaba
miraba el suelo—. Papá, platícame qué
problemas tuve al nacer.
—En realidad no lo sé muy bien,
hijo.
Al salvar el dintel de la puerta para
pasar a los jardines, Daan volvió a
preguntar:
¿Tú y mamá hubieran querido tener
otro hijo que fuera sano en vez de mí?
¿Qué
dices?
—Me
detuve
desconcertado.
—Últimamente he notado que
ustedes siempre discuten por causa mía.
¿Si yo no existiera se llevarían mejor?
Vacilante, volví a emprender el
camino con pasos cortos. Mi hijo me
seguía en espera de una respuesta clara
y directa como su pregunta.
¿Sabes, Daan? Aquí, junto al hotel,
hay un campo de golf. ¿Quieres
conocerlo? Podemos vagar por el prado
y platicar sobre lo que quieras…
Asintió.
Deseaba pasar el resto de la tarde
con mi pequeño.
Al andar acaricié su cabeza. Era
preciso explicarle que él no tenía la
culpa de lo que pasaba entre su madre y
yo, que su llegada al mundo fue una
verdadera bendición…
—Nosotros siempre quisimos un
hijo —comencé lentamente y con
volumen bajo—. Después de dos
embarazos
malogrados
decidimos
adoptar alguna criatura. Ya habíamos
comenzado los trámites cuando supimos
que tu madre estaba embarazada por
tercera vez. La noticia, lejos de
producirnos
alegría,
nos
asustó
terriblemente. Después del último
aborto
necesario
Shaden
había
requerido tratamiento psicológico y no
queríamos pasar por otra experiencia
similar…
Hice una pausa. Daan me escuchaba
con una atención sedienta. Salimos del
hotel y entramos a los prados.
—Estábamos cansados de fármacos
y cuidados excesivos, así que llegamos
a la conclusión de que sólo si Dios
realmente lo quería tendríamos ese hijo.
Dejamos todo en sus manos y nos
olvidamos, en lo posible, de las recetas.
Esperarte a ti fue la etapa más hermosa
que recuerdo. Nos acercamos a la
Iglesia y nos integramos a un grupo de
oración. Inexplicablemente el embarazo
prosperó.
¿De veras fue así?
—Sí. Te deseábamos muchísimo.
Se sentó en el pasto a la sombra de
un pino y me jaló de la mano.
—Cuéntame —me miró con sus
dulces ojos tristes—, por favor…
—Yo estuve presente en tu
nacimiento.
—Sí. Hace mucho me dijiste eso,
pero ¿cómo nací yo? ¿Tú viste qué fue
lo que me golpeó la cabeza?
¿Por qué supones que algo te
golpeó?
—Porque me están haciendo tantos
análisis… Dicen que tengo una herida
de nacimiento. ¿Cómo es eso?
Jamás imaginé que un niño de nueve
años pudiera tener tantos y tan profundos
cuestionamientos… Era cierto. Yo lo
sabía y también era cierto que no había
nada de malo en compartírselo.
—Bien… —suspiré—, ¿por dónde
comienzo?
—Por el principio.
—Mira. La lesión que tienes no se
debió a un golpe. Tú naciste por
cesárea. Eso significa que tuvieron que
abrir el vientre de tu mami para sacarte.
—¿Con un cuchillo?
—Algo así. Esas operaciones son
muy delicadas. Tu mami ya estaba
siendo preparada cuando conseguí el
permiso para que me dejaran entrar.
Recuerdo que corrí al quirófano con la
tarjeta autorizada en la mano. Una
enfermera me dio la ropa que debía
ponerme y me indicó dónde estaba el
vestidor. Casi volé hasta él y me cambié
lo más rápido que pude. El pantalón y la
bata azul se ajustaban con correas, me
los coloqué al revés y, nervioso, tuve
que repetir el procedimiento. Según me
enteré después, las botas debían ponerse
sobre los zapatos, pero yo me quité todo
el calzado y salí apresurado dejando mi
ropa en el suelo.
»Me coloqué detrás de la puerta del
quirófano dando saltos de ansiedad. A
través del cristal se veían tres médicos
inclinados sobre el cuerpo de tu mami.
Atrás de ella otro especialista
controlaba el suero y los signos vitales.
A un lado una enfermera les pasaba el
instrumental. Nadie giraba la cabeza
para verme. Todos parecían realmente
ocupados.
»Tu mamá estaba despierta, porque
en esas operaciones a las mamás les
ponen una anestesia que hace que no
puedan sentir nada en el cuerpo, pero
ven y oyen perfectamente. El anestesista
me miró de reojo y comenzó a decirle a
Shaden que yo ya estaba ahí, que se
calmara. Ella me llamó para comprobar
si era cierto y entonces al jefe del
quirófano no le quedó más remedio que
hacerme una señal y dejarme entrar. Lo
hice de inmediato y comencé a hablarle.
Le dije: “Aquí estoy mi cielo, aquí
estoy. Todo está bien”.
Una vez encendida la mecha de los
recuerdos intensos es difícil reprimirlos.
Había detalles que no podía relatar a
Daan, pero que se presentaban con
infame autenticidad en mi mente sin que
pudiera evitarlo. Verbigracia, las
primeras escenas de la operación que
observé: un cuadro que seguramente
para los cirujanos era corriente, pero
para el profano resultaba en exceso
sobrecogedor.
¡Dios mío!, me dije. ¡Es el cuerpo
de mi esposa! Al nivel del bajo vientre
había una abertura enorme. Los
órganos humanos, que sólo había visto
en fotografías o películas, estaban al
aire. El color rojo de la sangre
entintaba todo el interior. Los doctores
introducían pinzas, tijeras, navajas,
gasas, cortando, limpiando y palpando
con sus ensangrentados guantes de
látex.
Tampoco quería decirle a mi hijo,
por no despertarle el deseo de ver a su
madre, que, mientras observaba la
intervención, sentí cómo segundo a
segundo se incrementaba mi amor y
respeto por esa mujer tendida en la mesa
de operaciones que sonreía y me
hablaba con voz tierna.
—¿Por qué te detienes, papá? Sigue
platicándome. —Ah, sí —carraspeé un
poco—.
Tu
madre
preguntaba
continuamente: «¿Ya nació?». Y yo le
decía: «No, mi amor, ten paciencia». De
pronto el anestesista, detrás de ella,
gritó: «¡Aquí viene!».
»Cuando el doctor hizo una incisión
a la última membrana, tus pequeñas
nalguitas saltaron hacia afuera, seguidas
de un líquido transparente. “¡Ahí viene
—volvió a gritar—, y viene sentadito!
¡Es un niño! ¡Un hermoso niño!”.
»E1 cirujano desdobló tus piernitas
y las tomó fuertemente. Con la mano
derecha trató de jalar, pero sólo salió
medio cuerpecito; entonces metió
nuevamente la mano hasta encontrar la
cabecita y la atrajo hacia afuera.
Interrumpí mi relato cuando un carro
de golf pasó cerca de nosotros. Daan
tenía
la
vista
perdida,
como
vislumbrando las escenas de aquel
importante acontecimiento que él no
podía recordar…
Por mi parte no tuve que esforzarme.
Mi mente se encargó de revivir los
hechos y remover los sentimientos sin
conmiseraciones. Lo que recordé
seguidamente no se lo dije a Daan.
En ese último tirón Shaden emitió
un quejido desgarrador. Más tarde nos
comentó que aún anestesiada sintió el
jalón como si le hubiesen arrancado
sus mismas entrañas.
Sobre el cuerpo de mi esposa
estaba Daan colgando de cabeza,
detenido por las manos del doctor y
aún conectado al cordón umbilical. Era
demasiado pequeño para asemejarse a
un ser humano. En realidad parecía
una visera más, un órgano blanco,
brillante y ensangrentado, pero que
curiosamente tenía la forma de un
diminuto bebé.
Jamás me había imaginado que el
sólo ver ese inmóvil pedazo de carne
colgando cambiaría tanto mi vida. Son
instantes impresionantes en los que, en
pocos segundos, uno madura años.
El doctor cortó inmediatamente el
cordón umbilical. En ese momento todo
fue nerviosismo y confusión en el
quirófano.
Yo sabía que comenzaba la cuenta
regresiva de la vida. La muerte estaba
a un paso. Todo dependía de la rapidez
y agilidad con que los doctores
hicieran respirar a ese pequeño pedazo
de carne. La enfermera asistente lo
recibió en sus brazos y corrió a una
mesa próxima. El pediatra la esperaba
con
una
bomba
succionadora
conectada a delgadísimas sondas.
Daan no se movía. Parecía muerto.
Por un momento me convencí de que
tendría que vivir con la angustia de
haber visto a mi primer hijo muerto al
nacer. Todo parecía un sueño. Eso que
estaba pasando no era real. No podía
serlo. Me sentía flotar en el aire.
Siempre imaginé un parto normal.
Incluso Shaden y yo tomamos el curso
psicoprofiláctico juntos, pero las
membranas se rompieron con setenta
días de anticipación… y he ahí que
estaba presenciando una cesárea de
emergencia, sin poder tocar siquiera a
mi esposa, viendo nacer a un niño
prematuro,
pequeñísimo,
blanco,
inmóvil, como si estuviera muerto.
Caminaba desesperado de un lado
a otro: me asomaba sobre los hombros
del pediatra intentando ver aquello que
se suponía era mi hijo y volviendo a la
mesa de cirugía a mirar la sangrienta
extracción de la placenta.
«Dios mío. Dios mío», me repetía
en mi interior, «esto es un sueño, esto
no puede estar pasando».
—¿Esta bien, doctor? ¿El niño está
bien? —gritó mi esposa, pero nadie le
contestó.
—El
oxígeno.
¡Pronto!
—
Escandalizó el pediatra—. ¡No respira!
El anestesista se movió tan rápido
como pudo arrastrando el pesado
tanque. Mi impulso inmediato fue
correr a ayudarle con la carga, pero me
detuve. Primera regla en el quirófano:
no estorbar.
El niño estaba muerto, así que volví
hacia donde se encontraba Shaden. No
podía hacer nada por el bebé, pero sí
por mi esposa: debía ayudarla,
prepararla; al menos estar a su lado.
¿Está bien el niño —gritó Shaden
—, ¿está bien?
—Sigue contándome, papá… ¿Qué
pasó después? Me sobresalté. Había
estado varios minutos en silencio y el
niño quería saber más.
—Tardaste un poco en respirar… —
Le dije titubeando—. La falta de aire te
causó la lesión que ahora tienes. No fue
un golpe. Hubo mucha angustia en el
quirófano, pero de pronto comenzaste a
toser… Tosiste otra vez y escupiste
como si estuvieras expulsando una flema
o reviviendo después de medio
ahogarte. Sentí una gran alegría y una
terrible ansiedad. ¡Ayúdenlo, por favor
ayúdenlo! «¿Respira, doctor?», gritó tu
madre. «Sí…», le contestó. La
enfermera te envolvió y te sacó
corriendo del quirófano. El pediatra
salió detrás. Te llevaron directo al a
incubadora. No supe más de ti por el
momento. Dejé de hablar.
Mi hijo estaba fascinado, con la
boca abierta. En mi mente siguió
proyectándose la película de los
recuerdos:
—Acérquese —me invitó el
anestesista.
Caminé hacia Shaden.
—Mi cielo… —Le acaricié la
cabeza.
¿El niño está bien?
—Está perfecto. No te preocupes,
descansa, tranquila…
¿De veras está bien?
—Claro que sí.
¿Está vivo?
—Sí, mi cielo, tan vivo como yo.
Comenzó a llorar. A llorar con una
congoja enorme.
¿No me estás mintiendo?
Abracé su cabeza y la besé.
—Tranquila, mi amor, tranquila.
De veras está bien.
¿De veras, David? Júramelo, por
favor.
Comencé a sentir un nudo en la
garganta. Eso era demasiado.
El anestesista insertó una aguja en
la manguera del suero y lentamente
comenzó a introducirle un líquido.
—La voy a dormir, señora… Debe
relajarse. Cuando despierte ya estará
en su cuarto.
— ¿Está bien mi hijo? —Repetía
incesantemente—. ¿Está completo? —
Sus ojos comenzaron a cerrarse y su
mente a caer en el abismo de la
anestesia. Aún así, siguió hablando con
voz pastosa, volumen bajo y
articulación cerrada.
La operación duró una hora más,
una hora en la que Shaden no dejó de
hablar. La ternura de esa voz, torpe y
suave, preguntando todo lo que había
en su subconsciente me impactó
severamente. Después la soñé dos o
tres noches.
«¿Tiene los cinco dedos? ¿Tiene
boca, nariz, ojos, oídos, pies, manos?
¿Es bonito? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto
mide? ¿Qué Apgar[5] tuvo? ¿Pueden
traérmelo aquí, donde lo vea? Mi amor,
diles que quiero verlo. ¡Doctor, quiero
ver a mi niño!».
—¿Cómo celebraron mi nacimiento?
—me preguntó Daan repentinamente.
El cielo se hallaba nublado. Un rayo
cruzó el firmamento anunciando la
proximidad de una fuerte lluvia.
—La verdad —confesé— no
podíamos haber celebrado una fiesta
pues tu vida estaba en peligro y aunque
nos sentíamos felices de que hubieras
nacido, también estábamos muy
preocupados. ¡Pesaste poco más de un
kilo y medio! Yo estaba profundamente
emocionado pero confuso. Esa noche me
fui a cenar solo a un restaurante. La
música de fondo me hacía vivir la
sensación de estar flotando, de estar en
otro mundo. ¡Era padre! ¡Había tenido
un hijo! ¡Mi máxima ilusión, mi mayor
anhelo, mi más grande reto en la vida se
hizo realidad…! Sin embargo, la sombra
de la muerte estaba sentada en mi misma
mesa. Podía sentirla con repulsiva
claridad… «¡No te lleves a mi hijo…!»,
le dije… «No tienes derecho…».
Cuando Shaden salió del quirófano
permanecí a su lado en la sala de labor
antes de que la subieran a su
habitación. Despertó de la anestesia
muy rápido. Casi creo que nunca se
durmió realmente. La incubadora
estaba a dos metros y me pidió que se
la acercara. La empujé con delicadeza
y ella se incorporó a medias luchando
contra el dolor de la herida.
—Hijo… —susurró como si el bebé
pudiera escucharla a través de la
gruesa pared acrílica— hijito lindo…
—Me miró a mí con ojos horrorizados
soltándose a llorar—: ¡Está muy
chiquito!… Hijo… ¡Hijo!…
Y su llanto fue tan angustiado y
abundante que la enfermera corrió a
consolarla y yo me quedé petrificado
junto a la incubadora.
—Su bebé está muy delicado —me
dijo el pediatra cuando estuve solo con
él—. Las posibilidades de que viva son
mínimas… Es mejor resignarse.
—El restaurante parecía casi vacío y
por un momento pensé que el mundo
entero nos daba la espalda —continué
contándole a Daan—. No apetecía
comer. El plato estaba frente a mí. Yo lo
observaba sin moverme hasta que una
lágrima cayó sobre el mantel. Le dije a
Dios que no importaba si mi hijo estaba
enfermo. En ese restaurante, llorando le
pedí que te permitiera vivir a cualquier
precio… —Me detuve conteniendo la
emoción.
Cuando
pude,
proseguí
muy
despacio:
—Esto es algo que nadie sabe,
Daniel, a excepción de tu madre… En
ese momento sentí la imponente
presencia de Dios, su infinito poder, su
infinita bondad. En mi delirio imaginé
que Él me veía y entonces no me
importó que nadie en el mundo celebrara
conmigo. Cerré los ojos limpiándome
las lágrimas, que no dejaban de correr
por mis mejillas. «¡Dios mío! ¡Dios
mío! Soy tuyo, Señor —repetí por lo
bajo—, haz de mí lo que quieras…
Gracias por lo que está pasando.
Perdóname por querer hacer siempre
mis caprichos. Tú sabes lo que nos
conviene a todos. Me entrego a ti sin
condiciones. Toma mi vida, Señor… Y
toma la vida de mi hijo y la de mi
esposa, te las entrego. Son todo lo que
tengo, Dios mío… Haz de ellas lo que tú
quieras».
Al dejar de hablar, la congoja que
me ahogaba comenzó a transformarse en
una profunda paz. Daniel también la
percibió. —Gracias, papá…
Me volví hacia él y lo abracé con
mucha fuerza.
Qué estúpidos somos a veces los
seres humanos… Enterramos nuestros
tesoros y nos llenamos los bolsillos con
suciedades. Y lo peor es que ni siquiera
nos damos cuenta…
Todo se convierte en hábito. La
rutina es nuestro enemigo más terrible.
El trabajo, los proyectos, las demandas,
el dinero, nos hacen olvidar lo que tiene
más valor…
De pronto nos vemos conduciendo el
automóvil de la vida a toda velocidad
sin percatarnos que lo más importante no
es la carretera ni el velocímetro sino
esas personas que hemos olvidado y que
llevamos viajando en el asiento de atrás,
esos
seres
humanos
valorados
únicamente al sentirlos perdidos. ¡Es
cierto! Lloramos de alegría cuando nos
unimos a ellos o cuando los vemos nacer
y lloramos de tristeza cuando se van,
pero mientras están con nosotros
evitamos darles nuestro tiempo,
convivir, disfrutarlos en cada etapa… Y
es que en el delirio rutinario todo nos
resulta más urgente, desde el trabajo
hasta un partido de fútbol.
«¿Cuánto vale una familia?», me
dije. «¡Grandísimo animal! ¡La paz de
un hogar es algo que no tiene precio y la
dejaste escapar! ¡Qué idiota has sido! La
vida está pasando frente a ti y tú
dormido…, soñando con monstruos y
vampiros».
Comenzó a llover.
Dejé de abrazar a mi hijo y lo besé
en la mejilla.
—No llores, papito…
La lluvia incrementaba gradualmente
su intensidad.
—Vámonos —le dije limpiándome
la cara.
—No… —Sonrió con una seguridad
y dulzura que hacía mucho no había
visto en su rostro—. Me quiero mojar…
—De acuerdo.
¿Sabes? —Me dijo—, estoy seguro
que los problemas se van a arreglar.
—Yo tengo uno muy grande que ha
echado todo a perder en mi vida.
—Tu carácter —suspiró—. Cuando
te enojas haces tonterías.
—Y he hecho muchísimas, hijo.
—A mí no me importa.
La lluvia caía en enormes gotas,
cada vez más cerradas.
¿Corremos al hotel? Todavía
podemos salvarnos.
Sin contestar se puso de pie y
emprendió la carrera. Me levanté y fui
tras él. Íbamos a la mitad del campo de
golf cuando el aguacero se hizo
terriblemente tupido y fuerte. Era inútil
correr. En unos segundos estuvimos
totalmente empapados.
El niño cayó de narices frente a mí.
Presa de un miedo repentino me
apresuré a levantarlo.
Al agacharme vi que se carcajeaba.
—Estoy bien.
Lo abracé con lágrimas en los ojos.
Se puso de pie y me tomó de las
manos. Comenzamos a dar vueltas bajo
el tremendo aguacero. Daan reía con una
alegría enorme. Por fortuna llovía tan
copiosamente que no se dio cuenta que,
aunque yo también reía, mi cara estaba
bañada en lágrimas.
En ese momento detuvo su juego, se
hizo a un lado el pelo empapado y me
observó
los
ojos
ligeramente
entrecerrados por la lluvia.
Me puse de rodillas para estar a su
altura.
—No te preocupes, papá… Si Dios
te oyó en ese restaurante, nos oirá otra
vez…
No pude contestar. Una congoja
enorme me hizo explotar. Comencé a
llorar abiertamente como un niño
pequeño. Nuevamente abracé a mi hijo.
Estábamos en medio del campo de golf
enlazados. No podíamos hablar, pero
nuestro intenso abrazo era una plegaria,
una súplica, un grito de ayuda.
6
INCONFORMES QUE SE
QUEDAN
Llegamos
a
nuestra
habitación
escurriendo.
Por debajo de la puerta habían
arrojado un sobre cerrado. Lo recogí y
revisé el interior. Tenía una pequeña
nota con un recado telefónico del doctor
Rangel indicándome que lo llamara al
hospital de neurología.
Daniel y yo fuimos al baño y nos
dimos un regaderazo con agua tibia.
Sequé al pequeño con la toalla, le puse
su pijama y lo peiné. Necesitaba dinero.
Le expliqué a mi hijo que iba a dejarlo
solo por un rato para ir a visitar al
dueño de la empresa. Mientras él se
recostaba en la cama viendo una
película, me vestí presuroso y llamé por
teléfono al médico. El tono sonó
ocupado. Insistí varias veces pero no
tuve suerte. «Llamaré más tarde», me
dije.
Recordé a mi esposa y sentí pánico.
Ella estaba llevando su barco hacia
otras aguas, navegaba con otro rumbo…
Además yo era un prófugo que había
raptado a un menor. Seguramente no iban
a tardar en encontrarme y Daan sufriría
las consecuencias de todo ello. Entonces
decidí irme del país. Era preciso actuar
rápido, con paso firme y seguro si no
quería perder la felicidad que había
encontrado.
Marqué el número de Karen y le dije
que preparara una maleta pues iba a
pasar por ella para irnos de viaje…
Rumbo al domicilio particular del
accionista mayoritario imaginaba el
futuro: el doctor Rangel me tendría que
indicar a qué médico acudir en el
extranjero; iba a ser complejo cruzar la
frontera; seguramente mi hijo y yo
habíamos sido reportados a la policía de
todo el país, pero si Karen nos
acompañaba podríamos pasar como una
familia diferente; no sería fácil;
requeriríamos falsificar documentos; la
idea me asustaba, pero a la vez me
entusiasmaba; quizá con el tiempo
Daniel lograría olvidar a su madre y
querer, como yo, a Karen.
Llegué a la casa del señor Vallés
cerca de las diez de la noche. Cuando
minutos antes le llamé por teléfono para
decirle que me urgía verlo, el anciano se
mostró sorprendido pero no hizo
averiguaciones; aceptó recibirme. Ni
siquiera preguntó dónde había obtenido
su número privado. Yo tampoco
puntualicé que Karen me lo había
proporcionado.
Su casa no era tan magnificente
como yo esperaba. Siempre conjeturé
que el accionista mayoritario de la
compañía viviría en un palacio, pero no
era así. Había amplitud, jardines, un par
de criados, pero no lujos ostentosos.
—Me da gusto recibirlo —declaró
sonriendo abiertamente—, aunque le
diré que su visita me es totalmente
inesperada.
—Gracias…
Pasé a la sala, tomé asiento como me
lo indicó y, dada mi falta de habilidad
para entablar charlas sociales, entré en
materia sin siquiera haber roto el hielo.
—Estoy un poco molesto —expresé
con voz neutra—. Creo que la elección
del gerente general fue un engaño. Esta
mañana Jeanette nos citó en su oficina
para darnos un discurso muy
conmovedor de compañerismo y
servicio, pero también nos proporcionó
a todos una copia del cuaderno de nueva
filosofía, inmediatamente me percaté
que ella escribió el artículo sobre
calidad humana en el cual el Consejo se
basó para la votación. Siempre se supo
que Jeanette iba a ser electa pues era la
inventora de ese nuevo dogma, así que
¿por qué se nos hizo creer que iba a
haber elecciones democráticas?
El anciano me miró unos segundos y
tomó la palabra con su serenidad
acostumbrada. —No había nada
arreglado previamente. Aunque en
efecto yo deseaba que ella fuera
designada, la votación fue real…
—Quiero renunciar, señor Vallés.
Su modo afable se tornó enojoso.
—¿No le parece absurdo venir a
decirme eso a mi casa? ¿Por qué no lo
hace por los canales normales?
—Bueno… no quise esperar.
Además, sólo usted puede autorizar el
retiro del fondo de ahorros y mi
liquidación de manera inmediata. Voy a
hacer un viaje urgente y quisiera
solicitarle que me depositen el dinero en
una cuenta bancaria. Sé que esto es
inusual, pero créame no tengo otra
opción. Puedo firmarle el documento
que usted desee.
El anciano inspiró lentamente y
movió la cabeza.
—Mucho me temo, señor Arias, que
no puedo hablar de negocios sin antes
haber definido perfectamente los
derroteros. Haré algunas conjeturas y me
corregirá en lo que esté equivocado:
usted no puede presentarse mañana a la
empresa porque sabe que lo estará
esperando la policía. Usted raptó a su
hijo. Su esposa le ha levantado cargos y
ahora pretende huir…
Me quedé helado. ¿Cómo estaba
enterado de todo eso?
—Bue… bueno —tartamudeé—. Es
cierto que he tenido problemas
familiares, pero eso no tiene nada que
ver con mi decisión de trabajo…
—Señor Arias, no trate de hacer
demagogia frente a un viejo que podría
ser su padre, usted está huyendo, esa es
la palabra, e intenta darle la espalda a
sus problemas.
—Llámelo como quiera —respondí
decidido al ver que no quedaba nada
que ocultar—. Simplemente estoy
tomando una decisión. Es verdad que
firmé un contrato de trabajo y también es
verdad que firmé un acta de matrimonio,
pero después de evaluar las cosas que
pierdo y las que gano tengo derecho a
cambiar de opinión. Mi derrotero es así
de claro: estoy decidido a pagar el
precio de ese cambio de opinión.
—Muy bien —convino—, se
necesita valor para hablar así. Pero
tenga cuidado: usted tiene el derecho de
renunciar a todo lo que desee en la vida,
siempre y cuando no se olvide que eso
debe ser el último recurso.
Bajé la vista. ¿Qué otro recurso me
quedaba? Tal vez el anciano notó la
turbación de mi ánimo porque continuó
hablando con el entusiasmo propio de un
maestro que ha visto la oportunidad de
enseñar algo trascendente.
—La emoción más común y
destructiva en los seres humanos, señor
Arias, es el desaliento. Es más frecuente
y causa más estragos que la ira, el odio,
el miedo, la preocupación, el rencor,
etcétera. Es la madre de todos los
suicidios, es un monstruo letal que se
esconde tras la sombra del anonimato.
Usted está siendo presa de esa
emoción…
—¿El desaliento?
—Sí:
desánimo,
decaimiento,
depresión.
Ocurre
cuando
nos
enfrentamos a situaciones aparentemente
injustas. Ocurre al sopesar ilusiones,
sueños, aspiraciones que no se
consumaron. Ocurre al ver la actitud
egoísta y cerrada de ciertas personas
allegadas.
Algunos estadistas afirman que por
dicha emoción siete de cada diez
personas están pensando en cambiar de
empleo este año y que el 80 por ciento
de los matrimonios están considerando
seriamente la separación definitiva.
Miles de adolescentes se van de su casa
diariamente convencidos de la frialdad,
injusticia o autoritarismo de sus padres.
La deserción escolar ha llegado a
niveles
alarmantes
porque
los
estudiantes, ante profesores prepotentes,
aburridos o poco estimulantes, se dejan
envolver por esa burbuja pegajosa y
subyugante que se llama desaliento… Es
el mal de nuestros días, contador. La
gente está harta de tal situación; está en
el camino, pero sin muchos ánimos de
seguir.
—¿De modo que lo que me pasa a
mí es algo común y corriente? ¿Cuál es
la salida entonces? No me dirá que
«según los preceptos de urbanidad»
tenemos la obligación de quedarnos a
soportar cualquier atropello con la
cerviz agachada como perros.
—De ninguna manera. No hay nada
más denigrante para un ser humano que
dejarse humillar, tolerando abusos en
silencio. Muchas mujeres soportan
golpes, insultos o infidelidades «por el
bien del hogar y de sus hijos». No hay
actitud más absurda y tonta. La
resignación en estos casos es sinónimo
de cobardía. Una persona dejada inspira
lástima; nadie la respeta porque ella no
se respeta a sí misma. Hay millones de
seres humanos en ese nivel, que se
escudan con el lema de «prefiero no
tener problemas» y se ven precisadas a
vivir medrosamente con apatía y
tristeza…
—Entonces usted me está dando la
razón, una forma superior de reaccionar
es respetarse a sí mismo y no dejar que
las cosas sigan igual, aunque se tenga
que poner tierra de por medio.
—Bueno…, sí y no —dijo el hombre
con interés—. Ser inconforme es estar
en un nivel más alto que ser un cobarde.
Para decir «no estoy de acuerdo»,
aunque sea desapareciendo o incitando a
otros a protestar, se requiere un cierto
grado de gallardía; sin embargo, es
cierto que, en este segundo nivel, hay
una gran cantidad de gente, mucho mayor
que en el nivel anterior, con la
compulsión neurótica de maldecir todo.
Andan de un lado a otro, nunca están a
gusto, se la pasan quejándose,
intrigando, propagando chismes e ideas
negativas, se la pasan huyendo y
regresando, traicionando a unos y a
otros. Es un tipo de gente que se
encuentra en todos lados: que saca el
dinero del país cuando hay crisis, que
busca aventuras amorosas cuando
discute con su cónyuge, que cambia
impulsivamente de empleo o de ciudad
con tal de no seguir soportando las
cosas que le desagradan. Son infantiles
crónicos. Cuando tienen la sonaja por la
que lloraban la dejan caer, olvidándose
de ella, y lloran por la pelota. Ese es el
mecanismo de la perdición. Creen que el
patio del vecino es más verde, que su
coche es más rápido, sus hijos más
nobles, su trabajo menor…
No supe qué contestar. Esa
descripción era mi auténtico retrato.
—Si usted se mueve en ese estrato
—continuó como si hubiese adivinado
mi pensamiento—, sepa que hay otro
grado mayor al que debe aspirar. Ese
tercer horizonte es característico de los
próceres, de los grandes hombres de la
humanidad, de la gente especial que
trasciende, que deja huella. Me refiero a
LOS INCONFORMES QUE SE
QUEDAN A TRABAJAR. ¿Sabe usted
que muchos de los caudillos de la
Independencia de todos los países
pudieron, para no vivir inmersos entre
tanta corrupción y dolor, irse a una tierra
más tranquila? No fueron cobardes que
toleraron la humillación, pero tampoco
inconformes anónimos que hicieron
daño escondidos entre los demás o que
salieron huyendo para no ser afectados.
Pensaban como los grandes: LOS
INCONFORMES QUE SE QUEDAN A
TRABAJAR… Personas que hacen
historia, que son las piedras angulares
de la humanidad. ¿Usted sabía que
Gandhi estudió leyes y aunque pudo
quedarse en Inglaterra a disfrutar la
plácida vida aristocrática de los
abogados prefirió volver a la India a
exponer
abiertamente
sus
inconformidades y a trabajar para su
país? Quien alcanza este nivel es alguien
que entrega su existencia a aquello que
le pertenece… Entiéndalo, es muy claro:
los grandes hombres no abandonan su
ciudad porque hay epidemia; se
previenen, protegen a los suyos, pero se
ponen a trabajar, a ayudar, a conseguir
víveres…
»¿Sabe usted cómo se descubrió la
mina de diamantes más grande del
mundo?
»Escuche muy bien esta pequeña
muestra de la historia humana. En ella
hay un mensaje tremendo: Cerca del río
Indo había un persa llamado Alí Hafed.
Era dueño de una enorme hacienda en la
que vivía cómodamente con su familia.
Sin embargo, el hombre, aunque era
rico, sentía que su existencia carecía de
sentido y tenía el legítimo deseo de
superarse aún más… Un día cierto
viajero le mostró un diamante y le dijo
cuánto valía. El hombre rico,
obsesionado con la idea de volverse
multimillonario, vendió la granja, dejó a
su esposa e hijos encargados
temporalmente con un familiar y salió en
pos de su anhelo: se gastó cuánto dinero
tenía buscando diamantes en todas las
playas y ríos de arenas claras hasta
entonces conocidos. Después de varios
años, ya en la miseria, volvió
anónimamente a su ciudad, pero
encontró que su familia se había
mudado. Desalentado y perdido como un
vagabundo fracasado, se adentró en el
mar y se suicidó. Lo verdaderamente
trágico de la historia es que el hombre
que compró la granja de Alí Hafed, una
mañana que estaba dando de beber a sus
camellos en el arroyo que pasaba por su
terreno, vio una piedra negra que emitía
un destello de luz; la limpió y descubrió
un cristal precioso; escarbó en las aguas
del riachuelo y casi a flor de piso halló
gemas aún más hermosas y grandes. De
esa forma y en ese preciso lugar
descubrió el yacimiento de diamantes
más grande del mundo: la mina
“Golconda”.
Las
gemas
más
maravillosas que se han hallado
provienen de la que fue la despreciada
granja de Alí Hafed[6].
»Señor Arias: jamás sabremos el
tesoro que tenemos en nuestra casa hasta
meternos de cabeza a luchar por ella. Si
ese hombre se hubiese decidido a
trabajar ahí, en el lugar que Dios lo
había puesto, en vez de abandonarlo
todo e irse a probar fortuna a otras
tierras, su final hubiese sido muy
distinto. Que no le pase a usted lo
mismo. Cambiar no significa progresar.
Apréndase esta frase: “Dios bendice a
los hombres que progresan sin cambiar
su esencia”. Hay muchos trabajos y
países. Usted puede dedicarse a probar
todos ellos, pero créame, no hallará
nunca lo que busca hasta que elija uno,
lo trate como SUYO y en él apueste el
todo por el todo… De la misma forma,
entienda: hay muchas mujeres, pero hay
sólo una que de algún modo le pertenece
a usted y a quien de algún modo usted le
pertenece… Es cierto que puede
abandonarla si le da la gana, pero no lo
haga sin antes haber puesto todo el
empeño que es posible poner para hallar
la mina de diamantes que hay en ella.
Miré a mí alrededor. Sentí que me
faltaba el aire. Nunca había interpretado
las cosas desde ese punto de vista. Era
tan confuso. Yo ya había tomado una
decisión; y ahora estaba ahí sentado
como un niño regañado que no sabe lo
que debe hacer.
—Eso suena muy bien —articulé
entre dientes—, pero ¿qué pasa cuando
tenemos que vivir en la cotidianidad de
los días con gente arrogante, violenta,
difícil? ¿Cómo se puede luchar por una
familia o por un trabajo si hay
incompatibilidad de caracteres entre las
personas?
—Muy buena pregunta. Y la
respuesta es igualmente buena y útil.
Hay una constante natural en las
relaciones humanas que yo llamo la
«LEY DE LA SEMEJANZA» y es ésta:
«TODOS LOS MIEMBROS DE
GRUPOS
DE
CONVIVENCIA
CERCANA TIENDEN A PARECERSE
ENTRE SÍ». Eso significa que tarde o
temprano las personas comienzan a
adaptarse a la forma de ser de los demás
individuos con quienes residen.
¿Y si inicialmente todos son muy
distintos? ¿Quién se adapta a quién?
—Muy fácil: el que tenga el estilo
más definido comenzará a dominar a
los demás. Aprenda esto, señor Arias:
en todos los núcleos sociales existe una
guerra tácita de personalidades. Los que
se mantienen firmes en sus principios y
valores terminan influyendo. Obsérvelo.
La persona amorosa, soñadora, ética, se
va rodeando poco a poco de gente así.
¿Por qué? Porque todos nuestros hábitos
son aprendidos de observar a los demás:
cómo vestimos, reímos, tosemos,
caminamos, comemos y pensamos. Este
punto es verdaderamente importante
para entender el comportamiento
humano.
¿Está sugiriendo que vivimos
rodeados de personas que se asemejan a
nosotros?
—Ni más ni menos. Esa es la ley de
semejanza. Si su equipo de empleados
es desordenado, lo es porque usted es el
desordenado mayor; si sus amigos son
burlones, hipócritas y dañinos, véase al
espejo. Si su familia no tiene normas
bien definidas es porque usted como
individuo tampoco las tiene. Detrás de
un grupo exitoso siempre se halla un
triunfador. A un lado de todo gran
hombre (no detrás), ¿recuerda esa
frase?, existe una gran mujer. La ley
puede comprobarse en la pareja mejor
que en ningún otro caso. ¿Alguna vez ha
hecho un viaje en compañía de otro
matrimonio? Se habrá dado cuenta cómo
entre cónyuges se parecen mucho los
hábitos de sueño, comida, discusión,
aseo, vestido o pasatiempos, y cómo, de
una pareja a otra, estos hábitos difieren.
Ciertamente cuando nos casamos había
grandes diferencias de carácter con
nuestra pareja, pero con la convivencia
diaria y cercana las personas se van
adaptando a la personalidad del
individuo más definido y convincente.
—Un momento —interrumpí—,
vamos a suponer que escucho una
conferencia, leo un libro o tengo una
experiencia espiritual que me hace
cambiar. Por ejemplo: en este mismo
momento, al escucharlo a usted, me
estoy uniendo a su forma de pensar…
Pero posteriormente llego a mi casa,
donde hay apatía, negativismo y mal
humor… Entonces comienza la guerra de
personalidades ¿no es así?
—Precisamente. Con el tiempo sus
familiares acabarán absorbiendo la
nueva forma de ver la vida que usted
tiene y cambiarán a su estilo o usted
acabará olvidando lo que aprendió
volviendo a ser como ellos. Si no hay
adaptación de alguna de las partes,
habrá separación. Eso es inevitable.
Al verme absorto Valles se detuvo
unos segundos, quizá para permitir que
los conceptos terminaran de acomodarse
en mi bóveda mental.
—Muchas personas que viven en
compañía de seres mordaces y
destructivos —continuó— se la pasan
quejándose y cuestionándose cómo
hacer cambiar a esos individuos, sin
darse cuenta que son precisamente esos
sujetos amargados quienes las están
cambiando y amargando a ellas.
—Ese sí que es un condenado
rompecabezas común y corriente —
opiné.
—Y está de moda pensar que la
única solución a ese problema es el
divorcio. Por eso más de la mitad de las
parejas que se casan terminan
disolviendo su matrimonio. No es por
culpa de la crisis ni de la época
moderna; es cuestión de mentalidad. Si
cree que usted y su pareja son
incompatibles, permítame decirle que
está
adoptando
una
mentalidad
comodina e irresponsable. ¡Todas las
parejas, en ese orden de ideas, son
incompatibles!
Para
limar
las
diferencias llénese de energía positiva y
enfrente la guerra de personalidades.
Los hombres no estamos acostumbrados
a luchar por lo que es nuestro, a ser
pacientes, a mantenernos incorruptibles
y esperar que los demás vayan
cambiando con nuestro modelo de vida.
Adquiera valores y manténgase firme.
Aliméntese continuamente de sueños
enormes, busque a los grandes. Ellos
siempre lo nutrirán con ideas poderosas.
Miré a Vallés sin poder evitar una
chispa de admiración. Tal vez se percató
de mi nueva actitud porque, a manera de
testimonio, continuó:
—Cuando yo tenía 30 años le
comenté a un compañero de trabajo del
mismo rango que algún día sería
presidente de la empresa y él se rió, se
burló abiertamente de mí.
Yo me estaba acercando a un
mediocre. Si me hubiese quedado con su
opinión me hubiese desanimado; pero un
día le pedí una cita al presidente
corporativo para decirle que deseaba
conocerlo para que me diera algún
consejo porque algún día yo ocuparía su
puesto. Se asombró mucho, pero no se
rió; me tomó en cuenta, me tomó en
serio. Los grandes saben que SI se
pueden hacer las cosas, porque ellos las
han logrado. Y no se burlarán de usted.
¿Y si no tengo acceso a ningún
«grande»?
—Tiene acceso a sus libros. Y no lo
olvide: con un poco de humildad
también tiene acceso al Ser más grande
del Universo. Al Creador… Hable con
él. Es un verdadero amigo. Nadie podrá
llenarlo de más amor.
Asentí.
—El concepto es muy claro, pero
enfrentar una lucha de personalidades es
difícil.
La
mayoría
preferimos
simplemente protestar anónimamente y
probar en otro lado.
¡Claro! —Protestar anónimamente es
muy común. Las cartas sin firmar que
llegan a mi buzón de sugerencias ni
siquiera las leo. Pienso que si alguien no
respeta lo suficiente su opinión para
firmarla, su opinión no vale lo suficiente
como para que yo me moleste en leerla.
El anonimato mordaz es el estigma de
los ladrones, vividores y marrulleros.
Estos se dan valor en medio de las
masas, pero nunca le dicen a uno lo que
piensan cara a cara. Son lacras sociales,
parásitos, escorias. Que a usted nunca le
dé vergüenza poner las cartas sobre la
mesa, exigir, hablar con franqueza, sin
miedo, como lo hizo al manifestar su
molestia por la elección de la gerente.
Si cree que su franqueza echará a perder
la relación, se equivoca, la fortalecerá.
En caso de que la otra persona se
ofenda, siempre le quedará el recurso de
pedir una disculpa posterior, o escribir
una nota para aclararle que usted no
pretende
traicionar
ni
huir.
¡Inconfórmese!, pero actúe con la lealtad
de quien tiene puesta la camiseta de su
equipo y está dispuesto a dar lo mejor
por aquello que es suyo. Si el lugar en el
que está va mal, ayúdelo a crecer; eso
vale mucho más que si se muda a un
lugar que creció gracias al esfuerzo de
otros. Piense como un tripulante, no
como un pasajero. Señor Arias: arregle
su vida, sea valiente, adquiera el nivel
mental de los inconformes que se quedan
a trabajar. Haga con su familia, con su
trabajo, con su país, con su iglesia, con
todo lo que es suyo, lo que recomendó
Jesús en su parábola de la higuera
estéril. ¿La recuerda[7]?
Asentí…, pero no pude hablar, tenía
un nudo en la garganta.
—Dijo que no debían cortarla —
remarco el anciano— sin antes abonarla,
regarla y cuidarla con todo esmero. Dijo
que debían ser pacientes y esperar al
menos un año para ver si daba fruto.
Sólo al comprobar que no ofrecía
beneficio después de haber luchado por
ella debía cortarse. El concepto es darse
LA ULTIMA OPORTUNIDAD, pero no
como se da una simple advertencia o
amenaza egoísta, sino como una promesa
de
sacrificio
total
y
trabajo
incondicional para salvar la higuera.
Cuando Vallés terminó de hablar yo
estaba vibrando. En mi mente se repetía
una y otra vez la idea de que: «No debía
divorciarme sin antes darle a mi
matrimonio la última oportunidad, pero
no como se da una simple advertencia
o amenaza egoísta, sino como una
promesa de sacrificio total y trabajo
incondicional para salvarlo…».
—¿Me permite hablar por teléfono?
—Claro.
Temblando, marqué el número de
mis suegros. Me contestó Shaden en
persona.
7
EXCUSAS O RESULTADOS
—¿Quién
habla?
—preguntó
inmediatamente—. Soy yo, David…
¿Cómo has estado? Hubo un largo
silencio en la línea. Finalmente contestó
con voz temblorosa:
—Terriblemente preocupada.
Al escucharla titubear cruzó por mi
mente la idea de que alguien estuviese
junto a ella. —¿Y tus padres? —le
pregunté. —Ya se durmieron. —¿Así
que estamos solos? Su voz fue casi un
susurro. —Sí…
¡Era mi esposa!, la mujer de la que
me enamoré hace algunos años. La
misma muchacha melancólica, sensible,
tierna… —Daniel está bien —le dije.
—Yo quería llevarlo al neurólogo.
Después de la crisis que tuvo es muy
necesario…
—Ya lo llevé yo —interrumpí. —
¿De veras?
—Claro —recordé el recado
telefónico y me puse de pie como
movido por un resorte—. Le hicieron
varios exámenes. Estamos esperando los
resultados. Despreocúpate, está bien
atendido.
—David, ¿por qué te llevaste al
niño? ¡Todo esto es una locura!
—Entiende que yo no puedo vivir
lejos de mi hijo. No tienes derecho a
deshacer mi persona.
—Y tú no tienes derecho a gritarme
y golpearme por cualquier cosa…
—Fue sólo una vez y tú me
provocaste.
Shaden se quedó callada. Su tono
sonaba afligido y cansado. Ella no tenía
ganas de seguir peleando; yo tampoco.
Sin embargo, no podíamos cruzar la sutil
línea de la reconciliación. Es interesante
que muchas veces, al discutir,
vislumbrarnos esa frontera y nos
detenemos, pues pasándola estamos en
el lugar del otro. Y ahí todo se ve
diferente. No existe otra manera de
hacer las paces más que esa:
poniéndonos en los zapatos del enemigo,
comprendiendo sus razones, viendo con
sus ojos, sintiendo con su corazón…
—Te entiendo —mascullé a punto de
perder la neutralidad de mi voz—.
Quiero entenderte, Shaden. Tienes razón,
pero tú también entiéndeme… Estoy muy
arrepentido.
Tardó unos segundos en contestar.
¿Te parece que nos veamos mañana
para hablar tranquilamente? —preguntó.
Asentí con la cabeza olvidando que ella
no podía verme.
¿A las diez? —Finalmente sugerí—.
Te invito a desayunar en la cafetería del
club de golf. Ve sola, por favor. Sé que
la policía, tus abogados y tus padres me
están buscando.
Cuando colgué el aparato, Vallés
tenía la vista clavada en mí.
—Mi matrimonio ha sido difícil —
le dije.
—Excusas, señor Arias.
¡Es verdad! —Me defendí—.
Simplemente
no
hemos
podido
congeniar.
El gesto del presidente corporativo
era severo.
No le pedí permiso para usar
nuevamente su teléfono. Tomar el
aparato y marcar el número del hospital
me permitió evadirme de su acoso
visual.
El doctor Marcos Rangel no podía
atenderme. Se hallaba en el quirófano,
según me informaron. Pregunté si había
dejado algún recado para mí y la
respuesta fue negativa. Prometí hablar
más tarde.
Salí a la calle aturdido, cabizbajo.
Mi mente era un laberinto de ideas
mezcladas.
—Llévame a un lugar privado…
Déjame darte la paz que necesitas…
¡Cómo necesitaba refugiarme en los
brazos frescos de la dulce amiga que me
había ofrecido esa paz… y al mismo
tiempo cómo me urgía rehacer el hogar
que estaba perdiendo!
Conduje el automóvil lentamente por
las calles de la ciudad. Llegué hasta el
frente de la casa de Karen y me detuve.
Las luces del interior estaban
encendidas. Tal vez se hallaba
esperándome con la maleta preparada,
como se lo indiqué.
Sin embargo, pisé el acelerador a
fondo y me alejé del lugar.
¡Dios mío! ¡Dios mío! —grité—.
Ayúdame o voy a enloquecer…
Me detuve en un semáforo y vi el
anuncio luminoso de un bar que solía
frecuentar tiempo atrás. Sin pensarlo dos
veces me dirigí a él. En ese sitio
hallaría luz tenue y música suave.
Pero no podía dar el siguiente paso
sin antes ordenar mis ideas.
Le dejé las llaves al acomodador y
bajé del automóvil. La voluptuosa mujer
del recibidor me reconoció.
¡Qué gusto verlo de nuevo! ¡Hacía
mucho que no venía por aquí!
Le sonreí sin contestar. Por fortuna
el lugar estaba casi desierto. Fui hasta la
pequeña mesa del rincón en donde
antaño dejaba pasar las horas después
del trabajo con la única intención de
llegar tarde a casa.
Pedí un whisky natural y me quedé
quieto, con la vista perdida.
Recordé lo que me dijo Vallés en
cuanto deposité la bocina del teléfono en
su sitio:
—Invadidos de pereza, no pagamos
el precio de mantener encendida la
llama del amor y ésta se apaga. Si
quiere recuperar su matrimonio debe
luchar. El amor se siembra con ilusión,
pero se riega con sacrificios y se
cosecha con dolor…
¿Me está usted diciendo que algo tan
sublime se hace a base de lágrimas? —
le pregunté.
—Estoy diciéndole que todo en la
vida tiene un precio: llámese una buena
relación conyugal, un ascenso, un título
profesional, dinero ahorrado, prestigio,
amistades, crecimiento espiritual, físico
o mental. Todo lo que usted quiera y
mande puede obtenerlo si paga el
precio.
Llegó el mesero con la bebida y la
depositó frente a mí. Aún no lograba
entender el alcance de las palabras de
Vallés.
Seguí recordando:
¿Entonces todo puede comprarse?
—me burlé—. ¿Y en qué consiste el
pago? ¿Cuál es la moneda mágica? ¿Por
qué si los seres humanos anhelamos lo
mejor sólo algunos son capaces de
cubrir el importe?
—De acuerdo: definamos primero la
moneda. Para adquirir cualquier cosa
hay un bien que todos poseemos y que
debemos dar a cambio: TIEMPO. Así de
fácil y así de difícil también. Por
ejemplo: un joven atleta sueña con
representar a su país en la próxima
olimpiada. Sólo tendrá que dedicarle
tiempo al proyecto, entrenando,
estudiando estrategias, alimentándose
bien, y si al primer intento fracasa será
indicativo de que no pagó el precio. Eso
es todo. Posiblemente el atleta invierta
más tiempo y vuelva a fracasar; en tal
caso quizá piense que el precio es muy
alto y desista. Entonces buscará
justificarse echándole la culpa al
sistema deportivo o a la mala suerte,
pero lo cierto es que él no irá a la
olimpiada y otros sí. ¿Quiénes lo harán?
Los que hayan pagado el precio que él
calificó como alto.
El reciente diálogo con mi
presidente corporativo se repetía
textualmente en mi cabeza. Era como ver
por segunda vez una película con
intenciones de entenderla mejor. Hice
girar el vaso en mis manos para calentar
un poco la fina bebida de granos de
cebada. Tomé el contenido a grandes
tragos y ordené otra medida igual.
—Nadie obtiene algo grande y
duradero por casualidad. Todo tiene un
precio.
¿Incluso el amor? —insistí no muy
convencido.
¡Incluso el amor!
¿Me está usted sugiriendo que mi
hogar no es feliz porque no pagué el
precio?
—Sí. Atiéndame muy bien: usted
dispone
de
veinticuatro
horas;
supongamos que duerme ocho, trabaja
ocho, come y descansa cuatro, durante
dos ve la televisión, se transporta en
cincuenta minutos, y los últimos diez
minutos los ocupa en reprender a sus
hijos, protestar por el desorden de la
casa e instar a su esposa a tener sexo,
rápidamente, con usted. ¿Cómo cree que
será su vida familiar y conyugal en tales
condiciones? —Me encogí de hombros,
no quise contestar—. ¿Es obvio,
verdad? Tal vez cuando el hogar se
desintegre precise echarle la culpa a la
liberación
femenina,
a
la
incompatibilidad de caracteres o a la
injusticia del Cielo por haberlo unido a
una persona equivocada. ¡Pamplinas y
más pamplinas!
Me encogí de hombros y hundí mi
cabeza sintiendo cómo el alud caía
sobre mí.
¿En qué pensabas, Señor, cuando
hiciste aparecer en mi vida a esa mujer
y propiciaste nuestra unión sabiendo
que no éramos compatibles?
Tuve una premonición negativa. El
corazón comenzó a latirme al grado de
producirme dolor. Puse la mano derecha
en mi pecho y me levanté sintiendo un
nerviosismo impresionante.
Caminé hacia la barra tropezándome
con las sillas.
—Un teléfono. Necesito hablar a mi
hijo. O mejor dicho, al médico de mi
hijo.
—No tenemos teléfono, señor. ¿Le
ocurre algo malo?
¿Ocurría? Volví a mi mesa sin
contestar. ¿Me abatía la preocupación
por mi hijo o la no aceptación de unos
conceptos
que
quemaban
mi
entendimiento? Tomé asiento y traté de
concentrarme en las ideas de Vallés
sabiendo que eran oro molido, pero sin
lograr liberarme de una angustia terrible
por la salud de Daan.
Adoro a mi hijo —recordé que le
dije al presidente tratando de
defenderme—. No quiero que le ocurra
nada malo. Por él estoy dispuesto a
pagar cualquier precio.
—Señor Arias, no cometa una
tontería. ¿Quiere darle a su hijo el mejor
regalo? ¡Ame a su esposa! Cuando
sienta deseos de solucionar los
problemas del niño piense primero que
debe resolver los suyos. Eso es lo que
más le ayudará al pequeño. Entiéndalo.
Arreglar los conflictos del niño no
aliviará los de usted y, tarde o temprano,
él volverá a encontrarse mal porque
usted de nuevo lo descuidará. Ponga en
orden sus prioridades.
La base de la sociedad no es la
familia sino la pareja. El matrimonio
es el fundamento de la humanidad. Si
los cónyuges siguen divorciándose, las
familias seguirán desintegrándose y la
sociedad pudriéndose.
El mesero llegó con el whisky que le
ordené. Esta vez no me preocupé por
girar el vaso. Bebí su contenido de un
tirón sintiendo el fuego calcinándome
las entrañas y antes de que el hombre se
fuese le pedí una medida más.
¿Le ocurre algo malo? —preguntó
Vallés en mis recuerdos.
—No. Sólo que creo que ha habido
muchas situaciones en mi vida que me
han impedido lograr lo que deseo. Yo he
dedicado el tiempo, pero las cosas
simplemente no se han podido dar.
¡Caray! —Profirió con evidente
enfado levantando la voz—. Le voy a
suplicar que grabe en su memoria esta
frase: «en la vida sólo existen dos
cosas: pretextos y resultados. Y los
pretextos no valen», ¿usted dice que a
pesar de haber dedicado tiempo los
logros se le han escapado? No se haga
tonto, David. Esas son justificaciones
mediocres. Por ejemplo, los empleados
que dicen trabajar cuatro horas pero que
realmente lo hacen sólo dos, y las otras
dos fingen, irán logrando cada vez
mejores artimañas para estafar a su
empresa, aunque tengan que dar
constantes excusas por sus fallas. A su
vez, el hombre invaluable prefiere
invertir los minutos que le sobran
ayudando a los demás y sacando
adelante trabajo que quizá no le
corresponda, y así asciende en la
organización, gana bien; en una palabra:
obtiene resultados. Por el contrario, el
hombre «bestia», que puede sustituirse
en cualquier momento por otro animal
de carga, prefiere gastar los mismos
minutos que le sobran tomando café,
platicando y vigilando de soslayo el
reloj para salir corriendo a la primer
campanada; no asciende ni gana bien,
pero se excusa echando pestes de sus
jefes y de su empresa. Esto ocurre a
todos los niveles, señor Arias: si un
marido regresa a casa en la noche y se
aplasta en el sillón dedicando cuarenta
minutos diarios a jugar con el control
remoto del televisor en lugar de
ocuparlos en platicar con su esposa y
ayudarla a recoger la cocina, cuando
alguien le pregunte para qué sirve tal o
cual botón del control remoto él tendrá
resultados, pero cuando se le pregunte
cómo van las relaciones con su pareja,
tendrá excusas.
Me reí por el excelente ejemplo. Tal
vez mi risa fue también un poco nerviosa
y un poco defensiva para detener la
lluvia de fuego que caía sobre mí. Don
Antonio Vallés detectó que el tema me
afectaba y no se detuvo.
—Un padre que se queja de que su
hijo de dos años no quiere irse con él
asegura que el mocoso es huraño; una
madre llora porque su hijo adolescente
no le tiene confianza y argumenta que el
imberbe es ingrato; un esposo se
divorcia y declara que su mujer es
frígida… Melindres, justificaciones
estúpidas y cretinas, el amor
simplemente no es para holgazanes.
Quien no esté dispuesto a pagar el
precio brindándole al amor el tiempo
que éste requiere, no lo tendrá jamás; se
la pasará llorando y tal vez acabe
suicidándose; incluso renunciar a vivir
puede
ser
más
cómodo
que
arremangarse la camisa y ponerse a
trabajar para conseguir lo que se quiere.
¿Que no es fácil lograr un hogar feliz?
¡Nadie dijo que lo fuese! Pero tenga la
seguridad de que algunos de los no
privilegiados, no suertudos, sino
trabajadores,
muy
trabajadores,
dispuestos a pagar el alto precio de las
cosas que valen, lo lograrán. Todos
tenemos grandes pensamientos, pero al
final lo que cuenta son los hechos.
Paderewsky dijo que el genio se hace
con 10 por ciento de inspiración y 90
por ciento de transpiración, y lo bello de
esta ley vital es que no puede aplicarse
mañana o el mes entrante, o cuando
termine esta etapa, o cuando pasen los
problemas de dinero. A nadie le está
permitido disponer de la moneda futura;
sólo poseemos la que estamos gastando
hoy, el único momento del que podemos
echar mano es éste. Y ¡ay de aquel que
lo esté dejando pasar, porque ya no
volverá!
Me sentía cruelmente aludido, como
si alguien me cacheteara para
despertarme.
¿Sabe? —le comenté a Vallés antes
de salir de su casa—. Yo no le temo al
trabajo. Si «tiempo y trabajo» son las
palabras clave que permiten lograr todo
en la vida, no hay excusas para
fracasar…
Tomé el tercer vaso entre mis manos
y lo bebí despacio. No fue sino hasta
que me puse de pie que sentí el mareo
producido por el alcohol.
Pagué la cuenta dejando buena
propia y conduje el automóvil al hotel
con mucho cuidado sabiendo que mis
reflejos
se
habían
mermado
terriblemente.
Al llegar a la puerta de la habitación
me invadió una angustiosa ansiedad.
Percibí esa vibración extraña que
acompaña siempre la cercanía de las
catástrofes.
¿Daan? —llamé mientras buscaba la
llave nerviosamente—. ¿Estás bien?
No hubo respuesta.
Hallé la llave y al tratar de
introducirla en la cerradura, se me cayó.
Me agaché para recogerla y golpeé la
puerta.
¿Daan? ¿Hijo? —Invoqué con más
fuerza.
Me puse de pie y al abrir me extrañó
mucho ver la luz encendida tal y como la
dejé. ¡Dios mío! La escena era peor de
lo que pude intuir. Mi pequeño se
hallaba en el suelo. El tarro de crema
sólida estaba hecho añicos a su lado.
Corrí a levantarlo. No mostraba
señales de haberse golpeado la cabeza;
sólo tenía la quijada rígida y los ojos
entreabiertos.
Lo puse en la cama. Lo sacudí
perdiendo
el
control
ante
la
descabellada posibilidad de que se
hubiese ahogado en un ataque
convulsivo. No respondía. Me incliné
para escuchar su corazón y no detecté
latido alguno… Traté de reanimarlo
pero me pareció demasiado tieso y
azulado.
¡Hijo! —grité aterrado.
Me levanté y salí corriendo rumbo a
la recepción. El hotel era muy grande.
Desesperado, regresé a la habitación y
marqué el número de atención a los
huéspedes.
—Por favor —me desgañité en
cuanto contestó amablemente una
señorita—, llame una ambulancia… Mi
hijo ha sufrido un accidente. Parece que
está… —Y un llanto de impotencia me
ahogó impidiéndome terminar la frase.
¡Cálmese, señor, el niño está vivo!
—Me dijo uno de los paramédicos
mientras otros dos preparaban a Daan
para transportarlo al hospital—.
Tranquilícese o se va a hacer daño.
—Pero parece muerto… —Mi
cuerpo temblaba y mi voz sonaba
descontrolada—. ¿Qué le pasó?
¡Modérese
para
que
pueda
ayudarnos en vez de estorbar!
—Oiga infeliz: le estoy preguntando
qué le pasó a mi hijo —y al decirlo
tomé al sujeto por la camisa y lo aventé
contra la pared.
8
TESTIGOS EN LA RIÑA
Los médicos tardaron cerca de dos
horas en darme el diagnóstico. Enhiesto
en un rincón de la sala de espera, me
sentía flotar sin dar crédito a lo que
ocurría.
Al fin el neurólogo se me acercó.
¿Gusta sentarse?
Obedecí como un autómata.
¿Qué tiene mi hijo, doctor?
—Tal parece que sufrió una crisis
convulsiva muy singular. Los enfermos
de epilepsia no suelen padecer este tipo
de ataques a menos que haya otras
causas patológicas especiales.
¿Qué causas? ¿Qué fue lo que
sucedió?
—Tal vez un estatus epiléptico que
lo condujo a un coma poco profundo.
Me llevé ambas manos a la cabeza y
tiré de mis cabellos con fuerza.
¿Un estatus? ¿Qué es eso?
—Se le dice así a los ataques
múltiples que forman un ciclo y duran
mucho tiempo. Su hijo presenta una
encefalitis metabólica causada por una
alteración
del
funcionamiento
bioquímico de la corteza cerebral[8].
Detectamos el problema ayer en la
tarde. Inmediatamente llamé a su hotel
pero no lo encontré. Le dejé un recado.
Habría sido bueno haber internado al
niño de inmediato…
—¿Quiere decir que esto pudo
haberse evitado? —pregunté sintiendo
que el piso se abría bajo mis pies.
—Tal vez no la crisis repetitiva,
pero sí la hipoxia cerebral[9].
Solucione sus problemas. Eso es lo
que más ayudará al pequeño.
Entiéndalo: si no lo hace, tarde o
temprano él volverá a encontrarse mal
porque usted de nuevo lo descuidará.
Las lágrimas de la culpa, que son las
más infames y dolorosas, comenzaron a
quemarme las mejillas.
¿Y qué va a suceder?
—Esperamos que vuelva en sí en las
próximas doce horas, pero igualmente el
coma podría transponerse a fases más
profundas. Estamos atendiéndolo con el
mejor equipo técnico y humano. Por lo
pronto, usted permanezca en calma.
¿En calma? ¿La ciencia se encoge de
hombros y me recomienda que conserve
la calma? ¿No le parece absurdo?
—Sí, señor Arias: es absurdo.
Se puso de pie para retirarse.
—Usted podrá visitar a su hijo en
cuanto sea trasladado a una habitación
de terapia media. Eso ocurrirá dentro de
tres o cuatro horas. Conviene que esté
con él para que le hable. Si hay
cualquier cambio, avise al jefe de piso.
Él me localizará de inmediato. —Doctor
—levanté el rostro contrahecho—,
¿puede hacer algo más por mí?
—Claro. ¿Qué se le ofrece?
—Llame a mi esposa y explíquele lo
que pasó…
—Son las cinco y media de la
mañana… ¿Quiere que le hable ahora?
—Sí.
Shaden llegó al hospital escoltada
por sus padres y seguida de un joven a
quien creí haber visto antes en algún
lado.
La actitud amable que percibí en el
teléfono se había tornado mortificada y
acre.
¿Qué fue lo que ocurrió? —preguntó
alarmada.
¿No te lo explicó el médico?
—Sí, pero no entendí nada.
—Pues ya somos dos —sonreí un
poco.
Movió la cabeza con desesperación.
—Hueles a vino. ¿No habrá sido por
tu descuido lo que le pasó a Daan…?
Se alejó para pedir informes
directamente en el módulo de
enfermería. Su madre y el jovenzuelo
fueron tras ella. Entonces lo vi mejor.
¡Era un tipo delgado, de lentes y barba!
¡Idéntico al de la fotografía! ¿Pero cómo
se atrevía a ir ahí?
Mi suegro se quedó de pie indeciso
de acompañarlas. Finalmente prefirió
quedarse conmigo.
—Se ha metido usted en serios
problemas. Mucho me temo que va a
tener la oportunidad de conocer la
cárcel.
¿De veras? —Le contesté sin saber
que el destino convertiría esa amenaza
en profecía—. Pues aproveche para
aprehenderme. Estoy urgido de verme
entre barrotes.
—Todo vendrá a su tiempo.
—Tal vez a mí me encierren, pero
usted se pudrirá en el infierno. Ha
inyectado
ponzoña
a
Shaden
ocasionando que nuestro problema no se
pueda arreglar.
La cara de mi suegro enrojeció.
Quiso escupir muchas razones en mi
contra, pero el enojo lo obligó a
morderse la lengua. Finalmente fue a
reunirse con su esposa e hija.
A los pocos minutos Shaden se me
acercó echando humo por los ojos.
¿Qué le has dicho a mi papá, eh? Si
tienes tanto coraje, ¿por qué no me
hablas a mí?
¿Fue a acusarme el señorito? ¡Pobre!
—Malvado, ¿por qué te has
propuesto destruir mi vida? ¿Qué fue lo
que te hice para merecer esto?
—Fuiste tú la de la idea del
divorcio.
¿Y qué querías? ¿Que estuviera
soportando de por vida tu hermetismo y
tu violencia? Además, eres muy bueno
para exigir, ¿pero qué tal para ayudar?
La vida junto a ti es un suplicio.
—Por si no te diste cuenta —
contesté tratando de asirme a la última
hebra de cordura—, mi hermetismo se
debe a la carga de problemas. Trabajo
excesivamente para darles a ti y a
Daniel lo mejor. No puedes decir que
dejé de cumplir con mi parte.
¡Tu parte sólo gira alrededor del
dinero! Pero ¿qué hay de la forma de
tratarnos?
¿Y cómo quieres que trate a una
mujer que siempre está quejándose y
poniendo a todos de mal humor?
—¿Para decir eso querías desayunar
conmigo?
Bajé la cabeza e inhalé hondo…
¿Por qué no pudieron darse las cosas
como lo tenía planeado?
El jovencillo estaba lejos hablando
con una enfermera.
—No… Quería preguntarte sobre tus
planes… ¿Piensas casarte con ese tipo?
Shaden me miró alzando las cejas y
acto seguido echó una sonora carcajada.
—Eres tan idiota —logró decir entre
risas—. Después de un matrimonio
como el nuestro será muy difícil que me
vuelva a dejar enganchar…
Me sentí ofendido.
—Ya veo —grité—. Andas con
hombres pero no te interesa nada serio.
Tienes vocación de prostituta —la tomé
del brazo y la empujé—. Pues ve a
ejercerla. Estás desperdiciando las
mejores horas.
—Suéltame. ¡Eres un cobarde! La
última vez que te dije lo mismo me
golpeaste. Atrévete ahora que están aquí
mis padres.
Los señores, que habían estado
observando, al escuchar el último
desafío se acercaron a nosotros.
—Ya basta —dijo mi suegro—. Nos
encontramos en un hospital.
—Papá, hazme un favor… —le
pidió su hija—. En el coche traigo un
portafolios. Bájalo, necesito que
firmemos de una vez por todas los
convenios del divorcio. No soporto más
la idea de estar casada con este
monstruo.
—Yo voy —se ofreció la señora,
aconsejándole al marido—: Tú quédate
acompañando a Shaden.
El joven de lentes se unió a mi
suegra para ir con ella.
Lo que ocurrió seguidamente me
hizo
comprobar
otra
vez
lo
contradictorio de la femineidad. Shaden,
en lugar de mantenerse en pie de guerra
y llevar hasta sus últimas consecuencias
el pleito que había iniciado, se
desplomó en el sillón de la salita para
visitas y comenzó a llorar de una forma
desgarradora.
—¿Por qué? —Decía entre gemidos
con la cabeza baja—, ¿por qué?, ¿por
qué…?
Me quedé pasmado ante la
incongruente actitud. ¿Sus lamentos eran
muestra de un alma desesperada que se
dolía hasta las raíces por algo que
estaba sucediendo y quería detener? ¿O
simplemente quería llamar la atención?
Al menos esto último lo estaba logrando
muy bien, tanto que al verla así me sentí
aplastado: ante una reacción tan
dolorida, mi enojo se tornó en
confusión. De hecho no fue sino hasta
que presencié su llanto cuando calibré,
además de mi enfado, la fuerza de mi
afecto por ella. Sin embargo, para
excluirme, dije:
¡Qué manera de dramatizar!
Mi suegro se sentó a su lado y la
abrazó. Ella escondió el rostro en el
pecho de su protector emitiendo unos
gemidos lacerantes que le partían el
alma a cuanto médico, enfermera y
visitante se hallara cerca.
¿La señora se encuentra bien? —
preguntó una doctora que pasaba por el
corredor. —Por supuesto —me apresuré
a contestarle—, su deporte favorito es
llamar la atención.
El padre de Shaden me fulminó con
la mirada.
—Haga el favor de alejarse —
ordenó.
—Estoy esperando a su esposa con
el portafolios…
¡Haga el favor de alejarse! —exigió
con un grito que terminó en falsete, al
punto que se ponía de pie para encararse
conmigo.
Respiré hondo. No pude, aunque
ganas no me faltaron, contestarle al
viejo; pero lo que hubiera podido
decirle estaba limitado por la natural
distancia existente entre suegro y yerno.
Me di cuenta de eso en cuanto quise
atacarlo. Tal vez él podría agredirme
físicamente, pero yo no lograría
devolverle la misma agresión. Shaden
levantó la cara y entre sollozos, con tono
deplorable, me preguntó:
¿Por qué, David? ¿Por qué no
puedes ser capaz de respetar ni a mis
padres? ¿No ves que ya nos has
destruido a mí y a nuestro hijo? ¡No te
entiendo! Eras un hombre bueno… y
ahora…
—siguió
gimiendo
descontrolada, como si se hallase ante la
tumba de su ser más amado.
En ese instante apareció mi suegra
acompañada del sujeto espigado. El
entrometido llevaba el portafolios en la
mano. Detrás de ellos caminaban dos
policías.
La señora se aterró al ver a su
esposo frente a mí enfurecido y a su hija
llorando.
¿Qué pasó? —Chilló—, ¿otra vez le
pegó?
El hombre la hizo a un lado sin
contestar.
—Aléjese —volvió a repetirme el
padre.
¿Quiere que dejemos a la indefensa
mujercita con su amante…? —Le dije
con sarcasmo, y volviéndome hacia
Shaden, agregué—: Ya llegó por quien
llorabas…
El apuesto joven se quitó los lentes
nerviosamente y se los volvió a poner.
—Aprehéndanlo —exigió mi suegra
a los dos policías—. Es él.
Los custodios de la ley se acercaron
a mí.
—Lo siento —dijo uno de ellos—
pero tendrá que acompañarnos.
¿Por qué?
—Hay una orden de arresto contra
usted por rapto a un menor.
¡Qué sorpresa! ¿Y dónde está ese
menor? Además, ustedes no están
facultados
legalmente
para
aprehenderme…
—Sí lo están —intervino el cuatro
ojos amante de Shaden—. Cualquier
agente del orden público tiene
obligación de detenerlo y turnarlo a la
autoridad competente.
Miré al tipo con desprecio. Ante mi
suegro debía medirme, pero ante él no.
—De acuerdo —convine—, sólo
permítanme hacer algo urgente antes de
acompañarlos.
Me aproximé al jovenzuelo y con
violencia le arranqué el portafolios. Los
policías se pusieron alertas. Me senté en
el sillón junto a mi esposa. El cierre
izquierdo del cartapacio se abrió en
cuanto accioné el botón, pero el derecho
no. Tenía llave. Introduje la mano por el
lado izquierdo y abrí el portafolios de
un fuerte tirón rompiendo las bisagras.
En el interior había un altero de papeles.
Los revisé rápidamente para después
arrojarlos al aire al comprobar que no
me servían. Los presentes, inmóviles
como estatuas, no se atrevieron a
detener la lluvia de documentos. Al fin
hallé la inconfundible carpeta del bufete
jurídico y arrugué algunos impresos
más, hasta que tuve en mis manos el
convenio privado hecho para agilizar
los trámites del divorcio. Tomé un
plumón y firmé las tres hojas con una
caligrafía enorme sobre el texto.
Shaden había dejado de llorar y me
observaba asustada. Le lancé los pliegos
a la cara y me puse de pie.
¡Deténganlo ya! —ordenó el barbón.
Los policías se acercaron, pero yo
salté para zafarme y di un golpe recto a
la nariz del joven entrometido. Le rompí
los lentes. Los cristales se le encajaron
en su delicado rostro.
—Este loco me fracturó el tabique
—chilló.
Tras lo cual levanté las manos
indicándoles a los guardias que
cooperaría.
Antes de encerrarme me permitieron
hacer la llamada telefónica usual. Hablé
con mi jefa, Jeanette, y le pedí que me
enviara al licenciado de la empresa.
Una infame depresión comenzó a
invadirme.
A esas horas el dolor de cabeza
producido por el whisky ingerido me
estaba matando. Tenía dos años de no
tomar una gota de alcohol. ¿Por qué
volví a hacerlo? ¿Por qué no fui capaz
de mantenerme firme en mi promesa de
abstención? Es cierto que nunca había
atravesado por conflictos personales tan
enormes, pero también es cierto que en
otra época de mi vida el vino había
agravado todos mis problemas…
¡Maldita la hora en que se me
ocurrió entrar a ese bar!
Yo estaba moralmente despedazado.
Me sentía un gusano inmundo. Mientras
calentaba la bebida en mi vaso mi hijo
sufría un estatus… Desperdicié un
tiempo precioso. Si hubiese estado con
él, al ver que las convulsiones no
cesaban lo habría llevado al hospital y
no se hubiera asfixiado.
Me condujeron hasta un separo
individual. Me dejé hacer como un
muñeco.
El guardia abrió la pesada reja de
hierro y me empujó al interior. La celda
era pequeña y apestosa. No me importó.
Merecía eso y más… De haber sido
arrojado a un fango de mierda me
hubiese hundido en él sin oponer
resistencia.
Comencé a llorar.
«¡Cálmate!», me dije, «¡el que hayas
entrado a un bar no le produjo el
problema a Daniel! ¡Lo mismo habría
sucedido si hubieras estado en un parque
deshojando margaritas!».
Mi verdadero error fue no insistir lo
suficiente para localizar al doctor
Rangel…
En realidad lo único malo de haber
ingerido alcohol era que ello sería un
terrible agravante para cualquier delito
que me achacaran…
Pasaron varias horas, no puedo
precisar cuántas, antes de que Jeanette
llegara acompañada del abogado de la
empresa.
Al acercarse, mi jefa percibió un
tufo a moho y micciones antiguas. Para
protegerse del hedor se tapó la nariz con
la mano.
Me miró a través de los barrotes con
una expresión compasiva.
—Te ves muy mal —dijo.
Me encogí de hombros.
El abogado tomó la palabra yendo
directamente al grano.
—Se le acusa de varios delitos,
entre otros agresión física, sevicia,
disturbio
en
lugares
públicos,
difamación,
rapto
de
menores,
embriaguez, negligencia en el trato de un
enfermo… etcétera. —Hizo una breve
pausa mientras revisaba sus apuntes—.
Su situación legal es grave… Estamos
tramitando la libertad bajo fianza, pero
llevará tiempo. Tal vez mañana por la
tarde logremos alguna solución… Si así
fuese, habrá que pagar una buena suma.
Espero que tenga ahorros.
—¿Se te ofrece algo? —preguntó
Jeanette.
—Lápiz y papel.
—Haremos las gestiones para que se
lo proporcionen —se adelantó el
abogado…
—Oye… —Le dije suplicante a mi
jefa—. También me gustaría leer… ¿De
casualidad no traes contigo tu carpeta de
la nueva filosofía?
Me observó fijamente separando las
manos de la nariz.
—No… —murmuró—, pero te la
enviaré…
Las siguientes veinticuatro horas
fueron lo más parecido al infierno… No
tanto por el sufrimiento físico sino por
el tormento mental de la culpa y el
gigantesco dolor del alma.
El guardia de los separos
provisionales me hizo llegar un viejo
cuaderno con pocas hojas limpias, un
bolígrafo y una copia de la carpeta de
Jeanette.
Cuando el abogado me visitó por la
tarde y me dijo la cantidad que debía
pagarse por mi fianza, me fui de
espaldas. Yo no tenía tanto dinero. Le
pregunté si la empresa podría apoyarme.
Por primera vez lo vi titubear.
Finalmente se animó y me dijo:
—La empresa lo está apoyando con
el respaldo legal, pero creo que es lo
último que hará por usted. Esta mañana
el Consejo Directivo dio órdenes para
liquidarlo de la nómina.
Sentí sobre mí un chubasco de agua
helada. Era de esperarse… Sin
embargo, reaccioné de inmediato:
—Tal vez con el dinero de mi
liquidación pueda pagarse la fianza.
—Tal vez… Mañana le informaré.
La segunda noche que pasé en la
cárcel fue menos dolorosa.
Observé detalladamente las paredes
del pestilente aposento. Había miles de
inscripciones y dibujos soeces.
Después de todo, haber caído hasta
el fondo de la humanidad, hasta donde
ya no es posible bajar más, tenía una
ventaja: la única dirección posible para
continuar era hacia arriba.
De madrugada comencé a hojear la
libreta de Jeanette. Encontré un capítulo
titulado «PELEAS CONSTRUCTIVAS».
Leí la introducción:
Una vida de armonía inmarcesible
no es natural. Lo normal de los seres
humanos que comparten intereses
mutuos es que discutan de vez en
cuando. Es mentira que en la sociedad
sana siempre debe haber fraternidad y
paz. La realidad es otra: ¡en la
sociedad sana debe haber reglas para
pelear! En el matrimonio sucede lo
mismo. Para tener una verdadera
integración conyugal no se puede ser
idealista. Las relaciones perfectas, sin
controversias ni disputas, sólo existen
en los cuentos de hadas. ¡En toda
familia lúcida los miembros deben
saber que no están exentos de
problemas y deberán, por lo tanto,
prepararse con ciertas reglas a seguir
para cuando los desacuerdos surjan!
¿De qué me servía ser un hombre de
buenos sentimientos si cuando discutía
echaba todo a perder? Debía aprender a
pelear. En la cárcel no podía hacer nada
por mi hijo pero sí por mí. La frase de
Vallés se repetía en mi cabeza como
disco rayado:
Solucione sus problemas. Eso es lo
que más ayudará al pequeño.
Entiéndalo: si no lo hace, tarde o
temprano él volverá a encontrarse mal
porque usted de nuevo lo descuidará.
Ocupé todo el tercer día de encierro
para entender el concepto de «cómo
pelear».
Hoy, muchos años después, me
atrevo a decir que pocas cosas me
ayudaron tanto…
9
CÓMO PELEAR CON TUS
SERES QUERIDOS
Siempre que discutía con Shaden
ocurrían cosas muy desagradables.
Busqué el rincón menos asqueroso y me
puse en cuclillas tratando de descifrar el
por qué.
Afuera se escuchaban ruidos sordos,
pasos lejanos, risas majaderas. Me
pregunté cuánto tiempo más estaría ahí;
iba a cumplir 72 horas de encierro, pero
no me afligí. Por lo pronto tenía mucho
que leer y reflexionar. La libreta decía:
Cuando hay testigos de la disputa
el ego crece, el orgullo se hincha, lo
que se persigue no es la solución de un
problema determinado sino demostrar
ante los espectadores quién es más
fuerte y dominante. La regla número
uno para pelear es: SI EL PROBLEMA
ES ENTRE TÚ Y YO LO ARREGLAMOS
TÚ Y YO, Y QUEDA PROHIBIDO
HACER PARTÍCIPES A OTROS O
DISCUTIR EN PRESENCIA DE
OTROS.
Detuve la lectura. ¡Ese concepto era
interesante! ¡Por eso cuando llamé a
Shaden por teléfono estuvimos a punto
de reconciliarnos, y en cambio en el
hospital nos lastimamos a muerte!
—¿Y tus padres? —pregunté.
—Ya se durmieron.
— ¿Así que estamos solos?
Su voz fue casi un susurro. —Sí…
¡Era mi esposa!, la mujer de la que
me enamoré hace algunos años. La
misma
muchacha
melancólica,
sensible, tierna…
Al comprenderlo me sentí como un
torpe que ha buscado la llave de cierta
encrucijada teniéndola frente a su propia
nariz.
Continué la lectura:
Estando a solas es mucho más fácil
pedirse
perdón
mutuamente,
sincerarse, verse a la cara y hablarse
con el corazón. Dos personas que
tuvieron la afinidad para unirse,
pueden allanar cualquier diferencia si
están en intimidad.
Muy cierto: ¡el no haberlo estado
complicó tanto la reciente riña!
—Se ha metido usted en serios
problemas —dijo mi suegro—. Mucho
me temo que va a tener la oportunidad
de conocer la cárcel.
—Tal vez a mí me encierren, pero
usted se pudrirá en el infierno.
El conflicto ya no era sólo entre mi
esposa y yo.
¿Qué le has dicho a mi papá, eh?
Y
comenzamos
a
atacarnos
mutuamente con la única intención de
ganar, más que de llegar a ningún
acuerdo. ¡Y todo porque había gente
observándonos…!
—Ya basta. Estamos en un hospital.
—Usted no se meta.
—Papá, hazme un favor: en el
coche traigo un porta folios. Bájalo.
Necesito que firmemos de una vez por
todas los convenios del divorcio.
El altercado fue estúpido y llegó a
extremos inusitados quizá por tanta gente
implicada…
Mi entusiasmo disminuyó un poco al
recordar que en la casa, cuando cometí
la brutalidad de golpear a Shaden, Daan
estaba dormido y nadie nos veía.
¡Un momento! Me puse de pie de un
salto tratando de pescar la volátil idea
como quien intenta atrapar un zancudo.
Los padres de ella también se hallaban
ahí, ¡MENTALMENTE!
—Mira, David. He hablado mucho
con otras personas y todos están de
acuerdo en que no puedo permitir que
me sigas tratando así.
¿Todos están de acuerdo? ¡Vaya! Y
seguramente tu madre es la primera en
estarlo. ¿Cuándo aprenderá esa señora a
no meterse en lo que no le importa?
Definitivamente la regla era
contundente: «SI EL PROBLEMA ES
ENTRE TÚ Y YO LO ARREGLAMOS
TÚ Y YO, Y QUEDA PROHIBIDO
HACER PARTÍCIPES A OTROS O
DISCUTIR EN PRESENCIA DE
OTROS».
Volví a la libreta de Jeanette:
Al saber que hay un fisgón
escuchando detrás de la puerta o,
inclusive, que alguien (tal vez bien
intencionado) nos preguntará al día
siguiente cómo terminó la riña, no
podremos quitarnos la máscara del
orgullo. Un testigo físico o mental nos
motivará, sin darnos cuenta, a tratar
de mantener cierta imagen y eso
bloqueará la sencillez y la humildad
indispensables para llegar a un
acuerdo con quien realmente importa…
Algunos psicólogos aseguran que los
tres principales factores que causan la
desintegración conyugal son el
alcohol, la infidelidad y la intervención
de los familiares políticos.
Hice una pausa. ¿La intervención de
los familiares…? ¿Con todo su amor y
buenas intenciones? ¡Increíble! Seguí
leyendo:
Segunda regla para pelear: «EL
CARIÑO Y LA LEALTAD SON
CONCEPTOS NO NEGOCIABLES,
POR
LO
TANTO
QUEDA
TERMINANTEMENTE PROHIBIDO
PROFERIR
AMENAZAS
TERMINALES». En toda relación
humana que se pretenda duradera debe
haber ALGO intocable, ALGO que no
puede por ningún motivo entrar a la
mesa de discusión: El cariño. La pareja
podrá negociar cualquier cosa, pelear
encarnizadamente por resolver las
diferencias, pero siempre protegiendo
bajo una campana de acero blindado el
concepto de su amor; éste no se
perjudicará con los resultados.
Amenazas como «si no cambias me
largo» o «te advierto que si no accedes
nos divorciaremos» o «lo que dijiste
acaba de matar mi cariño por ti
ocasionan que la discusión baladí se
torne peligrosamente terminal».
«¡Vaya!», me dije, «por lo visto mi
esposa y yo infringimos todas las
reglas».
¡Te advierto que si salgo por la
puerta ahora, no me volverás a ver!
—Debo decirte que si las cosas no
cambian, vas a perderlo todo…
¿Estás amenazándome…?
—Sólo quiero hacerte saber que ya
no estoy dispuesta a vivir con alguien
que me ignora. Así que he comenzado a
ver abogados…
Me froté la cara contrariado.
Muchas frases del zipizape habían
estado cargadas de desafío. Aguanté la
respiración unos segundos…
Shaden me amenazó con iniciar los
trámites para el divorcio y cumplió. Yo
la amenacé con largarme y llevarme a
mi hijo y cumplí… ¿Y todo por qué? La
pelea pudo haberse centrado sólo en que
yo me comunicara mejor con ella y en
que ella tuviera más cuidado con la
administración de los medicamentos a
Daan. ¡Eso hubiera sido suficiente!
Volví a la libreta y leí la tercera
regla:
«QUEDA PROHIBIDO TENER
ACTITUDES EXTREMAS. SI LA
PERSONA PIERDE EL CONTROL,
DEBERÁ ALEJARSE, PERO NUNCA
REALIZAR ESCENAS QUE LA
HAGAN POCO CONFIABLE PARA
SIEMPRE».
Cuando a Einstein le preguntaron si
existía algún arma para combatir la
mortífera bomba atómica, él contestó
que sí, que había una muy poderosa e
infalible: la paz.
Todos los seres humanos poseemos
un arsenal de alto calibre que por
ningún motivo debe usarse con
nuestros seres queridos. Esas armas
son: gritar, golpear, insidiar, romper
cosas, maldecir, injuriar a los
familiares del otro, azotar puertas,
empujar, arrojar objetos, irse de la
casa,
emborracharse,
cometer
adulterio, etcétera.
Estos recursos hieren y hacen
perder la visión de lo que se discute.
Las partes se concentran en devolver
sus lanzas con el único fin de lastimar
al contrincante.
Las actitudes extremas son como un
veneno que daña la relación para
siempre, pues aunque después de la lid
las personas se reconcilien, el familiar
o amigo agredido con ese armamento
pesado ya no podrá volver a tener la
misma confianza en el otro ni podrá
verlo, aunque quiera, con los mismos
ojos de antes. Siempre existirá en él el
temor de un desacuerdo futuro y la
sospecha de que su compañero
reaccione de la misma forma.
Sonreí tristemente. Esa lectura me
demostraba lo estúpido, irreflexivo y
fantoche que yo había sido siempre. En
realidad nunca tuve razones asequibles
para haber golpeado a Shaden ni para
romper el ventanal o las figurillas. Lo
hice únicamente por el gusto de hacerle
daño… en respuesta a ciertas frases que
ella usó antes para hacerme daño a mí.
—Eres un puerco. Como marido
dejas mucho que desear.
—Cállate infeliz.
— ¡Nunca has madurado! Te crees
muy listo, pero la verdad es que eres un
cobarde que se escuda en el trabajo
para…
Volví a la libreta:
Cuarta
regla:
«SE
DEBE
DISCUTIR UNA SOLA COSA A LA
VEZ». Al enfadarse se pondrá sobre la
mesa de combate solamente el asunto
que haya causado la emoción negativa.
Cuando no se sabe pelear es muy
común comenzar reclamando un tema
«A» y terminar disputando uno «Z»
totalmente diferente, después de haber
pasado por veintisiete incisos, todos
ellos sin relación, unos hirientes, otros
incoherentes, otros extremadamente
añejos, pero todos esgrimidos para
lesionar al contrincante con mil
pamemas y hacerlo sentir culpable de
cuanto malo pasa entre ellos. Una
discusión así no tiene ni pies ni
cabeza; el asunto inicial se complica y
se deforma al grado que la pareja se
siente furiosa y el pleito no tiene
solución.
Me fascinó la forma de describirlo:
«Reclamar un asunto A y terminar
disputando uno Z después de pasar por
todo el alfabeto».
Eso exactamente nos ocurría siempre
a Shaden y a mí…
¿Qué le has dicho a mi papá?
¿Fue a acusarme el señorito?
—Malvado, ¿por qué te has
propuesto destruir mi vida?
—Fuiste tú la de la idea del
divorcio.
¿Querías que estuviera soportando
de por vida tu hermetismo y tu
violencia? Además, eres muy bueno
para exigir, ¿pero qué tal para ayudar?
—Por si no te diste cuenta, mi
hermetismo se debe a la carga de
problemas.
¡Te centras en el dinero!, pero ¿qué
hay de la forma de tratarnos?
¿Y cómo quieres que trate a una
mujer que siempre está quejándose y
poniendo a todos de mal humor?
¿Para decir eso querías desayunar
conmigo mañana?
—No. Quería preguntarte sobre tu
amante… ¿Piensas casarte con él?
—Eres un idiota.
—Y tú una prostituta.
«¿Cuál hubiera sido la solución a un
altercado de tal jaez?», me pregunté.
¿Que yo le pidiera disculpas a su padre?
¿Qué le prometiera no volver a ser
violento? ¿Que ella rescindiera los
trámites del divorcio? ¿Qué le ofreciera
ayudarla más en la casa y ser menos
hermético? ¿Qué me comprometiera a
darle un mejor trato? ¿Que ella
conviniera en cambiar su costumbre de
estar siempre malhumorada? ¿Qué me
confesara de una vez si tenía un amante
o no? ¿Que se disculpara por decirme
metalizado e idiota? ¿Que yo me
desdijera de haberla llamado prostituta?
¿Cómo íbamos a matar ese monstruo de
mil cabezas que creamos en tres
minutos? Quizá atinando cortarle su testa
principal, pero ¿cuál era? ¡Imposible! El
engendro moriría sólo después de
hacerlo explotar por completo…
«¡Qué regla más importante!»,
murmuré para mí. Seguí leyendo:
Al departir no deben traerse a
colación asuntos que ya pasaron, que
ya se discutieron y que no tiene ningún
caso revivir. Hacer eso es como meter
el dedo en heridas viejas. Para no caer
en este error común, se plantea la
quinta y Última regla: «PROHIBIDO
QUEDARSE
CON
CUENTAS
PENDIENTES; SI ALGO NO ES LO
SUFICIENTEMENTE GRAVE PARA
DISCUTIRSE EN EL MOMENTO,
DEBERÁ
TOLERARSE
PARA
SIEMPRE…».
Hay mucha sabiduría en la actitud
de algunos padres que no hacen pleitos
terribles porque su hijo se peine o se
vista un poco raro; o en la de esposas
no fumadoras que permiten fumar a sus
esposos; o en la del varón que deja
trabajar a su consorte aunque
prefiriese que se dedicara de lleno al
hogar; o en la de las esposas que
permiten a sus maridos invitar
eventualmente amigos a cenar. Es
sabiduría porque disciernen que
obligar a cambiar a sus seres queridos
en esas actitudes, necesarias de alguna
forma para ellos, ameritaría un
altísimo grado de coerción. Por
supuesto, no se trata de ser manso o
subyugado. Si el asunto es grave se
debe hablar claro, pero si no lo es,
basta con decirle al compañero lo que
nos molesta y dejar bien establecido
que por el amor que le tenemos
estamos dispuestos a tolerarlo. Esa es
la mejor estrategia para que un
familiar cambie, la que se basa en la
premisa de que aunque no cambie lo
seguiremos amando. Al percibir eso él,
a su vez, tarde o temprano también
deseará darnos gusto.
Cerré la carpeta y me puse de pie.
Era así de simple. Las actitudes de
nuestros seres queridos deben colocarse
en una balanza, poniendo de un lado las
cosas buenas y del otro las malas. Si las
buenas ganan en peso por un alto
margen, podremos perfectamente tolerar
las malas.
Afuera las voces y los ruidos se
habían apagado. Reinaba un silencio
total sólo interrumpido por las infames
goteras. Podían respirarse los aromas de
frustración y soledad. Repentinamente
escuché pasos lejanos que se acercaban,
un guardia uniformado llegó a mi celda.
Inmediatamente introdujo su llave en la
cerradura y abrió la puerta.
—¿David Arias? —preguntó con
voz militarizada. —Sí.
—Acompáñeme por favor.
10
¿EXISTE LA PAREJA
IDEAL?
Después de atravesar el pasillo
llegamos a una salita alfombrada con un
escritorio viejo. El abogado de la
empresa me esperaba ahí.
—Le tengo una buena noticia —dijo
en cuanto me paré frente suyo—.
Algunos de los ilícitos que cometió se
perseguirán de oficio, pero otros, los
más graves, no.
—¿Qué quiere decir?
—Me comuniqué con su esposa hace
unas horas. Accedió a comer conmigo.
Me sinceré con ella. Le planteé la
gravedad de su situación legal. Pensé
que no había nada que perder, y ya ve,
su señora se mostró accesible. A todas
luces pude percibir lo mucho que ha
sufrido. Tal vez no lo crea, pero aceptó
levantar los cargos en su contra…
Me quedé impávido, con los ojos
muy abiertos. Dios mío… ¡Qué
tremenda bofetada con guante blanco!
—Como era de esperarse, el monto
de la fianza bajó automáticamente. El
doctor Antonio Vallés me dio
instrucciones de pagarla y me pidió que
le dijera que mañana a primera hora
debe usted presentarse en su oficina…
El abogado se puso de pie. Yo di las
gracias y bajé la cabeza para no dejar
ver mis lágrimas.
—Aún tendrá que esperar un rato en
esta sala mientras termino de arreglar
los papeles.
Cuando el licenciado salió y me
quedé solo, puse el viejo cuaderno
sobre la mesa y escribí. Lo hice con
tanta fuerza que en algunas partes casi
traspasé la hoja con la punta del
bolígrafo:
A partir de hoy estoy decidido a
hacerme una firme promesa. Ignoro lo
que será de mí en el futuro, pero
definitivamente no voy a darme el lujo
de seguir destruyéndome.
Estoy hastiado de mí mismo, harto
de tomarme las ofensas tan en serio.
Todas las personas tienen sus puntos de
vista y sus razones válidas para hacer
lo que hacen. No debo molestarme si
piensan diferente de mí.
De ahora en adelante me prometo
que si alguien me agrede no me
defenderé. He aprendido que EL QUE
GANA UNA PELEA ES EL QUE SE
NIEGA A PELEAR. Si me insultan, no
voy a dejar que el insulto penetre mi
corazón. Sólo yo tengo la llave para
abrirlo. Voy a impedir que en él entre
basura. Si todo lo que me dicen otros lo
considero cierto y lo hago mío, volveré
a caer en la trampa de perder el
control.
Me prometo que la próxima vez que
sienta ira lo primero que haré será
buscar la soledad. Ahí arreglaré mis
desavenencias y me presentaré ante el
mundo cuando me sienta en paz con él.
Esto no es un juego. Es una
promesa que, por el bien de mi vida y
de mis seres queridos, no voy a
permitirme romper.
Levanté la pluma del papel y
observé el texto. No se requería haber
estudiado grafología para identificar en
los rasgos firmes, grandes e inclinados,
un estado de ánimo vehemente.
Sin querer recordé a Daniel.
¡De qué manera me remordía el no
haberle dado paz en su corta vida!
Desde muy pequeño me había escuchado
gritar,
exigir,
maldecir.
Reviví
mentalmente la forma en que me observó
cuando le describí su nacimiento. ¡Hasta
entonces me di cuenta de lo sensible que
era! ¿Cómo se encontraría ahora? No
pude evitar angustiarme al rememorar la
escena en que lo hallé tirado en el piso
junto al tarro de crema hecho añicos…
Volví a tomar la pluma para escribirle.
Un texto de Livingston Lamed
llamado «Papá olvida[10]» se instaló en
mi pensamiento en cuanto comencé a
escribir. Al redactar evoqué un día en
que lo regañé injustamente y no tuve el
valor de disculparme… Continué sin
que me importara mezclar mis ideas con
las de Lamed y transcribí una nueva
versión del poema en la misma hoja en
la que había plasmado mi juramento.
Daniel:
Hace un par de años me diste una
lección
que
apenas
hoy
he
comprendido. Tuve que estar en la
cárcel para captar la magnitud del
mensaje que me enviaste.
Era una mañana como cualquier
otra. Yo, como siempre, me hallaba de
mal humor. Te regañé porque te estabas
tardando demasiado en desayunar; te
grité porque no parabas de jugar con
los cubiertos y te reprendí porque
masticabas con la boca abierta.
Comenzaste a refunfuñar y entonces
derramaste la leche sobre tu ropa.
Furioso, te levanté de los cabellos y te
empujé violentamente para que fueses
a cambiarte de inmediato. Camino a la
escuela no hablaste. Sentado en el
asiento del coche llevabas la mirada
perdida. Te despediste de mí
tímidamente y yo sólo te advertí que no
hicieras travesuras.
Por la tarde, cuando regresé a casa
después de un día de mucho trabajo, te
encontré jugando en el jardín. Llevabas
puesto un pantalón nuevo y estabas
sucio y mojado. Frente a tus amiguitos
te dije que debías cuidar la ropa y los
zapatos, que parecía no interesarte el
sacrificio de tus padres para vestirte;
te hice entrar a la casa para que
cambiaras de ropas y mientras
marchabas delante de mí te indiqué que
caminaras
erguido.
Más
tarde
continuaste haciendo ruido y corriendo
por toda la casa. A la hora de cenar
arrojé la servilleta sobre la mesa y me
puse de pie furioso porque tú no
parabas de jugar. Dije que no
soportaba más ese escándalo y subí a
mi estudio.
Al poco rato mi ira comenzó a
apagarse. Me di cuenta de que había
exagerado mi postura y tuve el deseo
de bajar a buscarte para darte una
caricia, pero no pude: ¿cómo podía un
padre, después de hacer su teatro de
indignación, mostrarse sumiso y
arrepentido?
Luego
escuché
unos
leves
golpecitos en la puerta.
—Adelante —dije, adivinando que
eras tú.
Abriste muy despacio y te detuviste
indeciso en el umbral de la habitación.
Me volví con seriedad hacia ti.
— ¿Ya te vas a dormir? ¿Vienes a
despedirte?
No
contestaste.
Caminaste
lentamente, con tus pequeños pasitos y,
sin que me lo esperara, aceleraste tu
andar para echarte en mis brazos
cariñosamente. Te abracé y con un
nudo en la garganta percibí la ligereza
de tu delgado cuerpecito. Tus manitas
rodearon fuertemente mi cuello y
me diste un beso suave y dulce en la
mejilla. Sentí que mi alma se
quebrantaba.
—Hasta mañana, papito —me
dijiste.
Me quedé helado en mi silla.
¿Qué es lo que estaba haciendo?
¿Por qué me desesperaba tan
fácilmente? Me había acostumbrado a
tratarte como a una persona adulta, a
exigirte como si fueses igual a mí, y
ciertamente no eras igual. Tú tenías
una calidad humana de la que yo
carecía; eras legítimo, puro, bueno y,
sobre todo, sabías demostrar tu amor…
¿Por qué me costaba a mí tanto
trabajo? ¿Por qué tenía el hábito de
estar siempre enojado? ¿Qué es lo que
me estaba ocurriendo? Yo también fui
niño. ¿Cuándo fue que comencé a
contaminarme? Después de un rato
entré a tu habitación y encendí la luz
con sigilo. Dormías profundamente. Tu
hermoso rostro estaba ruborizado, tu
boca entreabierta, tu frente húmeda, tu
aspecto indefenso como el de un bebé…
Me incliné para rozar con mis labios
tus mejillas, respiré tu aroma limpio y
dulce. No pude contener la congoja y
cerré los ojos. Una de mis lágrimas
cayó en tu piel. No te inmutaste. Me
puse de rodillas y te pedí perdón en
silencio. Es tan difícil aprender a
dominarse, a comprender la pureza de
nuestros hijos. Somos los adultos
quienes los hacemos temerosos,
rencorosos, violentos… Te cubrí
cuidadosamente con las cobijas y salí
de la habitación.
Ahora llevo tres días encerrado,
reflexionando en tantos errores
cometidos.
Si Dios me da otra oportunidad y te
permite vivir, algún día, cuando leas
esta carta, sabrás que tu padre no era
perfecto. Pero, sobre todo, ojalá te des
cuenta que, pese a todos sus errores, te
amaba más que a su vida misma.
Cuando llegaron por mí y salí a la
recepción del Ministerio Público me
encontré al abogado acompañado de
Jeanette Sandri.
Mi jefa me saludó sonriente y lo le
extendí la mano avergonzado.
—¿Qué les parece si vamos a cenar?
—nos preguntó. —¿En estas fachas? —
pregunté encogiéndome de hombros sin
acabar de recuperar la seguridad. El
abogado se disculpó:
—Yo tengo que retirarme, pero
vayan ustedes. David lleva tres días de
dieta —y soltó una risita que me hizo
enrojecer.
Seguí a Jeanette sin hablar hasta el
estacionamiento. Mi jefa subió a su auto
deportivo y liberó el seguro de mi
portezuela con el botón eléctrico.
Observé
el
teléfono
celular
colocado en su compartimiento y al cabo
de un rato, venciendo mi cortedad, le
pedí permiso para hacer una llamada.
—Claro —respondió entregándome
el aparato ella misma. Marqué el
número del hospital. Tan pronto me
atendieron pregunté por la salud de
Daniel Arias.
¿Quién habla? —contestó la señorita
que atendió. —Su papá.
¿Podría darme su nombre completo?
Lo hice extrañado de tanto
interrogatorio y sólo entonces ella me
confirmó lo que tanto temía: el niño
seguía en estado de coma, no había
reportado ninguna mejoría. Las pocas
fuerzas que me quedaban se esfumaron.
—Sólo se autoriza la permanencia
de un familiar con el enfermo —agregó
sin que yo se lo pidiera— y su esposa
dejó el recado de que, si usted hablaba,
le dijéramos que no se molestara en
venir pues ella pasará aquí la noche.
—Muchas gracias.
Colgué.
¿Ocurre algo malo? —preguntó
Jeanette.
—Sí… —Pero no di más
explicaciones y ella tampoco insistió.
Casi al momento sonó el pequeño
aparatito. Mi jefa lo tomó con la mano
derecha mientras conducía el volante
con la izquierda.
¿Bueno? ¿Karen?
El corazón comenzó a latirme
rápidamente.
—Ya —continuó Jeanette—. Vamos
a cenar al «Del Huerto». Si quieres
puedes llevarme el expediente allí. Si
no, ténmelo listo mañana a primera hora.
Cuando la gerente terminó de hablar
con su secretaria, explicó:
—Vallés me pidió que le rindiera un
informe detallado de tu historial técnico
y personal. Quiere hablar contigo, pero
antes debo hacerle llegar tu expediente
para que lo estudie.
—Me va a despedir, ¿verdad?
—Lo ignoro. Pero no hará nada que
sea injusto.
¿Lo conoces bien?
—Sí. Es mi padrino. Viví en su casa
varios años. Aprendí a ver la vida como
él la ve. Lo admiro mucho…
—Vaya… —contesté—. Si yo
hubiese sabido eso hace unos días
habría armado un lío pregonando
favoritismo en la elección del gerente…
Pero ya no. Sinceramente creo que eras
la mejor candidata. Tenerte a ti al frente
es como tener a Vallés mismo.
Me miró con agradecimiento.
¿Y Karen preparó los papeles de mi
historial?
—Sí. Tal vez los lleve al
restaurante…
El mesero se acercó con su libreta.
Jeanette ordenó primero. Le agradecí
mentalmente que no pidiera sólo una
ensaladita, como suelen hacerlo las
damas esbeltas. Optó por un plato fuerte
y eso me permitió a mí ordenar otro más
fuerte aún, sin desentonar.
El joven recogió las cartas y se
retiró.
Por unos minutos permanecimos en
silencio. Ella no se animaba a entablar
conversación pues desconocía si, dada
mi evidente pesadumbre, yo prefería
estar callado. Y realmente lo hubiera
preferido. Sin embargo, me sentía
halagado y, por qué no decirlo,
sanamente
embelesado
con
mi
compañera
por
su
inesperada
camaradería, así que haciendo un
esfuerzo le pregunté:
¿Y tu esposo? ¿No le molesta que
cenes sola con un compañero de
trabajo?
—No. Me tiene mucha confianza. Él
es pintor. Casi nunca sale. Hemos
organizado nuestra vida de forma muy
especial.
Le agradecí la confidencia y
automáticamente compartí:
—No sé por qué el amor conyugal
resulta tan complejo.
¿Te parece?
—Sí… Lograr un buen matrimonio
son palabras mayores.
—Tal vez tengas razón. Pero en tu
caso las cosas van mal desde hace
tiempo, ¿no es así?
—Hemos tenido etapas muy bellas
—confesé—. La dificultad para gestar
un hijo, los dos abortos y el embarazo
de
alto
riesgo
nos
unieron
tremendamente. Pero fueron cosas
externas. Lo nuestro, supongo, se armó
mal desde el principio. Ambos pudimos
haber escogido compañeros más afines.
Creo que eso también tiene mucho que
ver para que el matrimonio sobreviva.
Jeanette me observó sin poder
reprimir un claro mohín de desacuerdo.
Traté de explicarme mejor y defenderme
ante su evidente disconformidad.
¿Qué haces cuando repentinamente te
ves unido a alguien que no cumple con
todas tus expectativas? —le pregunté—.
¿Alguien que no es tu princesa o tu
príncipe soñado? ¿Qué haces cuando, en
una palabra, te has equivocado al elegir
y te sientes solo aunque estés
acompañado?
Negó con la cabeza y se inclinó
hacia adelante para hablarme sin
parpadear.
—Eso deben pensarlo los jóvenes
que tienen oportunidad de escoger; pero
ya casado, si crees eso David, estás
frito. ¡No, amigo! Te voy a decir algo
que seguramente te va a incomodar, pero
trata de oírlo y entenderlo: todos, al
elegir pareja en primera instancia, nos
equivocamos, algunos más que otros,
por supuesto. Nadie se casa con su alma
gemela porque, para que eso pudiese
ocurrir, tendríamos que materializar esa
imagen ideal de nosotros mismos que
llevamos dentro y convertirla en
humana. A veces nos enamoramos
perdidamente de alguien y creemos que
es nuestra pareja ideal. Pero realmente
sólo estamos poniendo en él, o en ella,
los atributos del sueño que hemos
creado. Cuando conoces bien a esa
persona te das cuenta que no era… y
ella también se da cuenta que tú no
eras… Ahora, quiero que tengas mucho
cuidado con esto. Seguir basando tus
juicios en el romanticismo pueril e
idealista cuando ya estás casado es una
terrible falta de madurez. Ver a tu pareja
con molestia y darte de golpes porque te
casaste con ella y no con otra, es firmar
tu sentencia de muerte. No se / / trata de
QUIEN está conviviendo con quién, sino
de COMO lo están haciendo.
El
mesero
nos
interrumpió
colocando frente a nosotros las viandas.
Me olvidé un poco de filosofías para
comer de inmediato. Jeanette, aunque
con menos diligencia, me imitó.
Cuando mi voracidad comenzó a
disminuir transformándose en un apetito
regular, cuestioné:
¿Quieres decir que la «media
naranja» o «el otro yo» no existe? ¿Qué
podemos aprender a querer, a la fuerza,
a un ser humano incompatible, con
simple cálculo racional? ¡No estoy de
acuerdo!
—Lo siento —se encogió de
hombros—. Tienes derecho en aferrarte
a tus psicosis adolescentes, pero esa
«cosa esplendorosa» que llaman amor,
ese sentimiento de poetas que te hace
necesitar imperativa y locamente a un
«alma gemela» para vivir, esa sed de
una belleza de porcelana que tu espíritu
sensiblero
y
pasional
persigue
anhelante, efectivamente no existe…
Compréndelo: ¡es mentira! —Se detuvo
para dar más contundencia a su
afirmación. Por mi parte la escuchaba
incrédulo, con los ojos muy abiertos—.
Erich Fromm escribió: «El amor no es
una víctima de mis emociones sin
control sino un siervo de mi voluntad
controlada». El amor real no es una
teoría que pueda expresarse en baladas
románticas, David. No se aprende con
suspiros o poesías, porque el amor no es
un simple sentimiento. El amor es una
decisión. No sirve de nada proclamarlo
con llantos enfermizos ni con
vehementes «te amo…». El amor
verdadero es acción… La Biblia dice:
«Que nuestro amor no sean sólo
palabras; amémonos de verdad y
demostrémoslo con hechos[11]».
¡Cómo se parecían esos conceptos a
los expresados por el señor Vallés
cuando me explicó que en la vida sólo
hay excusas o resultados! No cabía
duda: ella era una buena ahijada. Y se
veía claro que, de acuerdo al adagio, la
alumna comenzaba a superar al
maestro…
—Si amas a tu pareja, a tus padres o
a tus hijos —continuó mi jefa—, ¿por
qué tienes una comunicación tan
precaria con ellos? ¿Por qué les
reprochas sus errores? ¿Por qué no eres
capaz de perdonarlos? ¿Por qué hablas
mal de ellos? ¿Por qué eres tan
resentido y delicado…? Muchos
románticos
empedernidos
podrán
defenderse diciendo: «mis familiares
tienen la culpa pues no corresponden a
lo que yo algún día soñé que ellos
deberían ser…». Qué estupidez e
irresponsabilidad tan grande, ¿no te
parece? Si así piensas, David, el que
tiene la culpa eres tú… Es falso que
entre dos personas se pierda el
sentimiento del amor; lo que se pierde
realmente son las actitudes, los hechos,
los
detalles.
Años
atrás
nos
enamoramos por los detalles tangibles,
no por los suspiros. Si quieres que
Cupido vuelva a flechar tu corazón, te
vas a quedar fosilizado. Cupido es un
monstruo mitológico. Los enajenantes
efectos de un enamoramiento sólo se
sienten
frente
a
una
persona
desconocida, pero espera conocerla y
ellos se esfumarán. Ser adolescente y
creer en el príncipe o la princesa de tus
sueños resulta hermoso, pero ser una
persona casada y seguir creyéndolo es
negligente, majadero y necio. En un
matrimonio no basta con ser trovador y
cantar elegías; hay que hacer crecer al
verdadero amor de la única forma que
éste puede crecer: con el servicio,
ayudando a tu pareja en sus tareas,
cuidándola cariñosa y afanosamente
durante sus enfermedades, estando a su
lado en los momentos de crisis,
apoyándola en las buenas y en las malas,
abrazándola en silencio cuando hay
problemas…
Observé a Jeanette con admiración y
respeto. Era innegable que ella era la
autora de «la nueva filosofía» que
adoptó la empresa.
Di un sorbo a mi bebida. Luego,
asiendo el vaso con ambas manos, me
quedé con la mirada perdida.
¡Vaya semanita de regaños y
enmiendas!
Regresé la vista a mi plato y traté de
seguir comiendo, pero repentinamente
me di cuenta que había perdido el
apetito. Jugueteé con unos chícharos y
no volví a levantar la cara hasta que el
mesero me preguntó si podía retirar el
servicio. Le dije que sí. Mi jefa había
terminado su guisado y me miraba con
ternura.
—Eres un gran hombre, David, y tu
esposa lo sabe. No te des por vencido.
La presión era mucha y la soledad
aplastante. Me contuve asintiendo y
murmurando un «gracias» apenas
audible.
¡Hola!
—interrumpió
nuestra
intimidad la suave e intelectual voz de
Karen. Automáticamente me puse de pie
para saludarla. Jeanette se quedó en su
lugar.
—Toma asiento —le acerqué una
silla temblando—. ¿Quieres beber algo?
—No, muchas gracias. Si ya se iban,
por mí no se detengan. Sólo vine a dejar
este expediente.
—Gracias —le dijo su jefa.
¿Y cómo salieron las cosas?
—La situación está bajo control.
Un signo de interrogación se dibujó
en el rostro de Karen.
—Mi esposa levantó los cargos…
—aclaré.
—Ah… ¿Y cómo sigue tu hijo?
—Mal.
—Mhhh… —Cambió de tema—:
¿Vas a pasar la noche en el hospital?
—No. Iré mañana muy temprano.
Voy a descansar al Hotel Imperial. Aún
tengo mis cosas allí. De todos modos me
van a cobrar el día.
—Muy bien —interrumpió Jeanette
poniéndose de pie—, ¿nos vamos?
Mientras Karen se fue por su lado
deseándome toda clase de parabienes,
Jeanette me llevó al hotel. En el trayecto
la vi seria, tal vez preocupada por las
últimas preguntas de Karen. Las mujeres
tienen un sexto sentido y quizá detectó
en los ojos de su secretaria, o en los
míos, algún chispazo de atracción.
—Te voy a dar un último consejo,
David.
Nunca
más
actúes
impulsivamente. Ya ves lo que sucedió
con el sacerdote en el hospital.
Di un salto en mi asiento.
—¿Cuál sacerdote?
—Al que le rompiste la nariz…
Si previo a ese momento no enrojecí
al reconocer alguna de mis tantas
arbitrariedades, lo hice entonces. El
calor de la sangre me quemó las
mejillas. Yo vi a ese joven delgado en
una fotografía con mi esposa… ¿Quién
iba a suponer que era…? De inmediato
recordé:
Usted sabe que en esta casa somos
muy creyentes. Por varios días nos
estará visitando un sacerdote para
hablar con Daan hasta que vaya
asimilando el divorcio de sus padres
sin traumatismos…
Ése era el hombre que, a su manera,
había estado tratando de ayudar a Daan.
Quise hablar, pedir disculpas, regresar
el tiempo, cambiarle mi tabique nasal
por el suyo. Otra vez me sentí un
guiñapo.
—Ánimo, David. Todo va a salir
bien.
Asentí sin decir más. Su muy obvia
actitud me desconcertaba y me
avergonzaba. Sólo le faltó decirme: «No
vayas a acostarte con Karen».
11
INFIDELIDAD
Estaba dándome una ducha cuando sonó
el teléfono. Mi corazón comenzó a latir
con nerviosismo. Casi podía adivinar
quién era. Salí de la regadera y
escurriendo me dirigí al aparato. No me
equivoqué.
—Hola…
—me
saludó
la
inconfundible voz de Karen—. No quise
que Jeanette sospechara nada, por eso
fingí irme. Pero en realidad quería
hablar contigo. Te vi muy mal…
—Gracias Karen… ¿Dónde estás?
—En la recepción del hotel —pausa
—. ¿Ya ibas a dormirte?
—No… Me estaba dando un baño.
—Si quieres te dejo descansar.
Puedes llamarme cuando lo desees. De
verdad no pretendo otra cosa que
apoyarte…
—Sí… Quiero decir, no. No te
vayas, por favor. Te necesito mucho…
¿Por qué no subes?
Se quedó muda. Pensé que me había
excedido en mis pretensiones y corregí:
—Mejor dicho: en unos minutos te
alcanzo ahí.
Terminé de secarme con cierto
nerviosismo, pero cuando iba a ponerme
la ropa me detuve.
«¿Qué estoy haciendo?», me dije.
«Éstos han sido los días de más
provecho que he tenido jamás. No puedo
echarlos a perder sólo porque me siento
ávido de calor humano».
Me acosté y traté de relajarme
cerrando los ojos. Como a los diez
minutos volvió a sonar el teléfono. No
contesté.
Aún conservaba la vaga esperanza
de poder rehacer mi familia y aunque el
cuerpo apetecía fundirse en una aventura
desesperada, la mente dictaba que
provocarla era tanto como arrojar al
vacío toda posibilidad de arreglo con mi
esposa…
El aparato dejó de timbrar. ¿Y si
Karen decidía irse? Me puse de pie
rebelándome
contra
la
idea…
Necesitaba hablar con ella, explicarle
que no podía cumplir la promesa que le
hice pues, aunque me fascinaba la idea
de entregarme desenfrenadamente a la
sensualidad, aún amaba a mi esposa…
Karen era una gran mujer. Estaba seguro
que lo entendería. La congoja me
asfixiaba como si un gigante hubiese
puesto su mano en mi pecho para
aplastarme. No quería hacerle el amor,
pero sí apoyarme en ella, platicarle,
llorar…
Me encontraba en la cama desnudo,
cavilando, cuando unos nudillos
llamaron indecisos.
Me levanté. Fui a la puerta.
Miré a través del visor y vi el perfil
de Karen ligeramente deformado por la
convexidad del cristal.
Regresé al ropero y me eché encima
la túnica de seda que me obsequió mi
suegra la Navidad anterior; la amarré
torpemente con las cintas y me puse las
pantuflas.
Karen volvió a tocar.
Tomé el picaporte y, vacilante, lo
apreté entre mis dedos.
—David, ¿estás bien?
Su voz sonó inocente como la de una
niña.
Finalmente abrí y apareció frente a
mí de cuerpo entero.
—Lo pensé mejor —me dijo— y
decidí que tenías razón. Es preferible
platicar a solas, en calma, sin testigos…
Karen era un verdadero peligro, no
porque llevara el pelo recogido dejando
al descubierto su hermoso cuello, no
porque trajera puesto un vestido ceñido
y provocativo, no porque me hubiera
sugerido darme «la paz que me faltaba»,
sino porque era una mujer dulce,
enamorada de mí, con cualidades que mi
esposa no tenía…
—Pasa, por favor.
Avanzó deteniendo su bolsa al frente
con las dos manos. Cerré la puerta muy
lentamente.
Aunque estábamos solos en la
habitación, yo cubierto únicamente por
una bata delgada, la verdadera lucha no
sería tanto contra el cuerpo sino contra
el cariño que sentía por ella.
—David —se volvió hacia mí y se
echó en mis brazos—: te quiero tanto…
La recibí con afecto, aunque casi de
inmediato me separé para acercarle una
silla.
—Podemos ordenar algo de tomar si
deseas.
—No…
Caminó por el cuarto muy despacio,
dejó caer sobre la cama su bolsa de
mano, llegó a la mesita circular y me
miró incitante, con una pierna en el
suelo y la otra doblada sobre el mueble.
—Acércate, David. No te reprimas.
Tú me necesitas tanto como yo a ti…
Tragué saliva y me quedé tieso
observándola. Su invitación era
inexorable. Evalué la situación y mis
instintos se erizaron sin necesidad de
más estímulos. Se trataba de una
atracción verdaderamente poderosa que
me gritaba: «Deja de pensar y disfruta lo
que sientes».
La suerte estaba echada y ambos
sabíamos lo que tarde o temprano
sucedería.
Al día siguiente le pregunté al señor
Vallés:
¿Anteriormente el adulterio era
menos común?
—Sí. Practicarlo significaba caer en
los detritus del mundo. Se consideraba
un pecado sucio y vil. Ahora a las
relaciones extramatrimoniales se las
llama «aventuras amorosas», término
atrayente y mágico que huele a
emociones que no te puedes perder.
Antonio Vallés y yo estábamos
hablando en tono amable. Me sentía
como flotando en un sueño amargo. Mi
espíritu se había rendido a la desdicha y
el dolor había comenzado a matarme con
su veneno lento.
¿Entonces la infidelidad hoy en día
es una práctica usual? —insistí como el
colegial que trata de justificar su
suspensión en el «mal de muchos».
—Sí. Es la segunda causa directa de
divorcios, después del alcoholismo.
Aunque debemos tratar de ir más allá.
Esos son simplemente escapes. El
meollo radica en la disposición de la
pareja para pagar el precio de un buen
matrimonio.
En su casa me había hablado
ampliamente de ese precio. No insistí en
ello. Ese día las preguntas que me
quemaban eran otras.
—Ayer tuve una experiencia bastante
peculiar… —Y se la compartí sin
especificar con quién—. Al principio,
créame, no pensé que estuviese haciendo
nada malo. En ciertos casos de
desavenencia conyugal la infidelidad
está justificada, ¿no le parece?
La mirada del señor Valles era como
un bálsamo de paz y sabiduría.
—Señor Arias: la infidelidad
NUNCA está justificada.
¿Ni en aquellos casos en los que se
ha intentado inútilmente, por todos los
medios, corregir la relación y una de las
partes ha sido profundamente lastimada
por su pareja?
—Ni en esos casos.
—Oiga —me exalté un poco—
¡usted no puede generalizar así! Tal vez
se hayan perdido muchos valores, pero
también se han logrado aplastar
prejuicios y tabúes. Ahora hay pocos
seres humanos dispuestos a convertirse
en cónyuges mártires porque así lo
indican las reglas de urbanidad. Hasta la
misma
Iglesia,
en determinadas
circunstancias, da dispensas que anulan
el matrimonio. ¡Cuando el cónyuge
original ha fallado de manera absoluta,
uno tiene derecho a buscar la felicidad y
plenitud en el amor de otra persona…!
—Estoy de acuerdo, pero fíjese muy
bien que ya no estamos hablando de
infidelidad sino de evaluar el problema
para ponerle remedio; estamos hablando
de decidir abiertamente sin engaños ni
hipocresías, quizá separarse, poner
tierra de por medio e iniciar una nueva
etapa. La infidelidad no es una
determinación franca: es una mentira, un
engaño, una doble vida en la que se
pretende satisfacer las necesidades de
afecto fingiendo amor a dos personas al
mismo tiempo, devaluando el nivel
moral, destruyendo a la familia con la
ponzoña de la deshonestidad… De
hecho la infidelidad como concepto real
no existe. Lo que existe son otras dos
posturas muy distintas a las que
debemos llamar por su nombre y dejar
de barnizar con tópicos noveleros.
¿Cuáles son esas dos posturas?
—La PROMISCUIDAD y la
COBARDÍA. Esas son en realidad las
únicas causas y esencias reales del
adulterio. No hay más.
¿Promiscuidad y cobardía? ¿Cuál de
las dos tendencias me impulsó a seguir
el juego la noche anterior?
Mi vista se perdió en los recuerdos.
—No quiero tener sexo contigo
ahora, Karen… —me atreví a decir de
forma súbita. Ella no se inmutó. Caminó
hacia mí.
—Shakespeare dijo que nada es
bueno ni malo pues todo está en la
mente. Domina tu mente, David. Deja de
preocuparte por el pasado y por el
futuro. Tú y yo estamos juntos. No
desperdiciemos algo que hemos deseado
por tanto tiempo.
Con gran lentitud acercó su rostro al
mío y me dio un beso.
—Tienes razón —le dije.
—Sólo relájate: Olvídate de tus
tensiones y respira tranquilo. Vale la
pena. Vamos a disfrutar este momento…
Me senté sobre la cama tratando de
no pensar. Karen, de pie, me abrazó por
el cuello atrayéndome hacia ella,
apretándome entre sus piernas. Puso sus
manos sobre mis hombros y volvió a
besarme. Luego las deslizó por el
quimono de seda, introdujo sus dedos
entre la tela y mi pecho y comenzó a
acariciarme jadeando ligeramente. Por
instinto la abracé y recorrí a mi vez su
cuerpo con mis manos. La suave tela de
su vestido se ceñía a sus curvas como si
no existiera.
Mis movimientos eran torpes y
nerviosos.
Karen, al verme tan lento y
titubeante, se desabotonó el vestido; por
el exterior seguí delineando su figura
con las puntas de mis dedos, pero ella
atrapó mi mano derecha y me hizo
explorar el terreno por el interior.
—¿Cuál es la diferencia entre un
promiscuo y un cobarde? ¿No tiene el
adúltero, en última instancia, ambos
defectos?
—Tal vez —me contestó el señor
Vallés—, pero para definir mejor las
ideas diremos que un promiscuo es un
tipo inmoral, a quien no le importa tener
innúmeras aventuras ni transmitirle a su
pareja enfermedades venéreas; alguien
que por su inmadurez califica a las
mujeres como objetos de placer. La
promiscuidad es muy común en los
hombres ignorantes y viscerales. Pueden
ser ricos o pobres, eso no importa; los
distingue la degeneración de sus
comentarios, sus chistes y tendencias.
Gastan el dinero de su casa, ya sea poco
o mucho, en vicios y sexo. Dicho sea de
paso, esos sujetos son más útiles para
sus familias dos metros bajo tierra que
vivos.
Me sentí bien por poder descartarme
a mí mismo de tal definición. Me
gustaban las mujeres, mas no era
promiscuo.
—En cambio el cobarde es alguien
que tiene un problema pero no lo quiere
enfrentar —continuó Vallés—. La
infidelidad es para él como un escape,
igual que para otra persona puede serlo
el alcohol o los tranquilizantes. El
cobarde se sumerge en su aventura sin
darse cuenta que está firmando cheques
en blanco; mitiga de momento los
síntomas de su fastidio conyugal
buscando en otros brazos sentirse
atractivo o estimado y, así, contribuye a
disfrazar el verdadero problema,
dejando que empeore. En lugar de
encararse con toda sinceridad a su
pareja, asumiendo los riesgos y
aceptando de forma adulta el resultado
de
dicha
confrontación,
opta
cobardemente por el adulterio de la
misma forma que el avestruz esconde su
cabeza para sentirse a salvo[12].
¿Yo era promiscuo o cobarde? No
había muchas opciones.
—Hace tiempo —continuó Valles—
escuché por casualidad a cierto
consejero matrimonial hablando con un
hombre casado que tenía relaciones
sexuales con su secretaria. El sujeto
confesaba sentirse terriblemente mal y
no saber cómo salirse de esa situación.
Le asombró mucho que el orientador le
ofreciera tres alternativas simples,
claras y concisas: UNA: dejar a su
esposa, a lo que respondió que no quería
hacer eso; DOS: dejar a su amante, a lo
que contestó que le era imposible; y
TRES: dejar a ambas y comenzar una
nueva vida, a lo que dijo decepcionado:
«No, usted no entiende».
»El consejero se levantó de su silla
y gritó como si quisiera que las palabras
pudieran penetrar a través de la
hermética coraza del hombre: "¡Es usted
el que no entiende! ¡Solamente tiene tres
opciones! ¡Ni una más! Podemos
pasarnos todo el día reflexionando en
cómo su cochino pasado lo arrojó hasta
donde está, pero usted sólo tiene tres
opciones. Tarde o temprano deberá
enfrentar la situación y si se demora
mucho en decidir o si decide mal, su
familia pagará el precio de su cobardía
y usted se quedará solo, abrazado a una
ilusión"[13].
Karen se adelantó para que el peso
de su cuerpo me obligara a recostarme
sobre la cama. No opuse resistencia.
A punto de perder el control, la
suerte, quizá como último recurso antes
del cataclismo, me permitió ver un trozo
del pote de crema azul debajo de la
cómoda.
¡Cuarenta y ocho horas antes había
hallado a mi hijo inconsciente en esa
misma habitación!
—No —la empujé poniéndome de
pie—, no puedo.
—¿Pero por qué?
—Algo no está funcionando. Mi
cuerpo te desea como un loco pero mi
mente sabe que no está bien.
—Pero ¿por qué? No estamos
haciendo nada malo. Tú ya eres un
hombre divorciado. No quería fijarme
en los papeles Armados o en los
procesos legales.
—Ya firmé, pero aún me considero
un hombre casado.
—No seas ridículo… Ven, tengo
mucho frío.
La contemplé con el vestido
desabotonado.
Era
la
tentación
encarnada y lo peor de todo es que
sentía una gran ternura por ella, algo
muy cercano al amor, pero todavía no
amor. Recientemente aprendí que el
amor es una planta que crece según se
riega y se abona. Lo que sentía por ella,
en todo caso, era la SEMILLA del amor,
y si tenía relaciones sexuales sería tanto
como darle a esa semilla una fortísima
dosis de fertilizante. Después de una
entrega apasionada Karen ya no sería
para mí la misma mujer ni yo para ella
el mismo hombre. Nos volveríamos
amantes y, de allí en adelante, estaría
íntimamente unido a ella, me gustara o
no…
Me abrazó y comenzó a acariciarme
desenfrenadamente. La disponibilidad
de esa mujer era, para mi débil
naturaleza
masculina,
simplemente
imposible de rechazar; la calidez de su
cuerpo se había metido en mi sangre y
me quemaba. Respiré hondo tratando de
controlarme, mas al instante me di
cuenta que no iba a lograr eso ni con
yoga ni con meditación trascendental.
Así que cambié el plan. Dejé que sus
caricias continuaran, la ayudé a
estimularme y me concentré con
intenciones de alcanzar el clímax.
Cuando éste llegó, ella se separó
asombrada; supuestamente eso no tenía
que ocurrir, pero yo lo propicié
deliberadamente para truncar la
aventura. En ese momento descubrí con
sorpresa que la fórmula de sofocar el
fuego extrayendo el oxígeno podía
salvar a cualquier hombre de la
calcinación
sexual.
Lejos
de
experimentar
vergüenza
por
mi
eyaculación egoísta, me sentí triunfante:
había recuperado el control.
Me disculpé. Fui al baño a
higienizarme.
Es verdad que «el uso deliberado de
la facultad sexual fuera de las relaciones
conyugales normales contradice su
finalidad» y que «la masturbación es un
acto
intrínseca
y
gravemente
desordenado[14]», pero también es cierto
que los varones podemos cometer de
errores a errores y que el recurso de
provocarse un orgasmo usado por los
adolescentes para desfogar sus pasiones
contenidas en la etapa crítica[15] puede
servirles como arma infalible para
regresarlos a la ecuanimidad antes de
involucrarse en un episodio carnal
comprometedor.
Cuando regresé al cuarto, totalmente
libre de excitación, encontré a Karen
despojada de su ropa. Ya no me provocó
mayor impresión verla. Era simplemente
una mujer desnuda. Se acercó para
abrazarme, pero mis hormonas se habían
echado a dormir. Casi de inmediato
comprendí que había tenido mucha
suerte. Probé la ruleta rusa y, por azar,
la bala no me mató. Jugué a ser un poco
infiel y gané, pero nada garantizaba que
las cosas terminaran así si volvía a
intentarlo…
—¿Qué te ocurre, mi amor? —
preguntó consternada.
—Me siento enfermo. Física y
mentalmente.
—Es natural que estés deprimido.
Para eso he venido yo. Refúgiate en mí,
no sigas sufriendo…
Sentí una gran ternura por ella: sin
atracción química sólo quedaba la
amistad.
Karen me jaló hacia la cama. Me
resistí. El gesto seductor se tornó en
forcejeo.
—Por favor… —me quejé tratando
de liberarme.
—No te opongas, bribón —amenazó
con dulzura—. Estoy comenzando a
sentirme despreciada.
Se estrechó nuevamente. La recibí en
mis brazos, la tomé por las mejillas y le
di un beso suave.
—Karen, entiéndeme:
no es
desprecio… Mi honestidad es lo único a
lo que podré asirme para vivir si mi hijo
fallece y mi esposa se va.
—Pero si ya terminaste con ella —
insistió.
—Casi…
—¿De veras crees que tu matrimonio
tiene alguna solución?
Guardé silencio. En un principio la
idea de que Shaden se hubiese acostado
con otro hombre me enfermó; pero
después, al saber que el tipo a quien le
rompí la nariz era el pastor de la familia
y no su amante, me sentí un estúpido que
lo menos que podía hacer era defender
su integridad.
¿Por qué los varones nos creemos
con derecho a ser infieles? ¿Por qué nos
gusta hacerla pero no que nos la hagan?
—Sí, tiene alguna solución… —
contesté—. De no creerlo, en este
momento estaría contigo dentro de las
sábanas.
Karen se separó. Para ella la escena
fue contradictoria y tétrica.
—No te entiendo —me dijo
irguiendo el busto desnudo—. Estoy
empezando a creer que eres un sádico
pervertido. Tú provocaste todo esto.
Podía ser. La solución mágica que
utilicé no fue sino sacar un clavo con
otro clavo y es que, estando hembra y
macho solos, el embrollo tenía que
desembrollarse de alguna forma.
—Creo en los mensajes callados —
continuó— y tú me enviaste muchos
indicándome que deseabas mayor
intimidad… Ahora que la tienes te
acobardas… ¿Eres impotente o te gusta
burlarte de las mujeres?
Estuve a punto de disculparme, de
agacharme, de explotar ante tanta
presión, de abrazarla continuando el
juego hasta el final, ya no respondiendo
al deseo erótico sino a la vergüenza de
alguien que, aunque inerme y perdido, se
negaba a dejar de ser un caballero.
Karen había comenzado a vestirse y
a maldecir.
Me acerqué a ella e intenté tocarla,
pero me rechazó.
—Eres un tonto —masculló—. ¿Por
qué no lo detuviste antes?
—Es que en realidad te deseaba
mucho… Eres una amiga a quien adoro,
pero no estuve seguro de lo que tenía
que hacer hasta que te vi conmigo.
—Tonto —repitió—. Tu misma
esposa fue la que me platicó que
firmaste los papeles. Ella no te quiere…
entiéndelo… Te vas a quedar solo…
Pero cuando eso suceda, evita llamarme.
Repentinamente mi zozobra se trocó
en ira.
—¿Mi esposa te platicó? ¿Dónde la
viste?
Terminó de vestirse.
—Te burlaste de ella y ahora de mí.
Tendrás que pagarlo.
—Espera —le dije, no quise
ofenderte.
Pero salió muy digna sin molestarse
en cerrar la puerta.
12
DESPIDIÉNDOSE DEL
AYER
La vi alejarse por el pasillo del hotel
zigzagueando, acomodando su bolsa en
un hombro y luego en el otro…
Me quedé temblando. ¡Qué situación
tan confusa!
¿No hubiera sido mejor hacer lo que
Karen quería y quedar en paz en lugar de
haberla agraviado así?
«No», me contesté de inmediato,
«definitivamente el clavo que usé sólo
hará menos daño y entrará menos
profundo que el que juntos dejamos de
usar».
Karen carecía de armas para
dañarme. Su único recurso podía ser la
difamación, pero si nos hubiésemos
convertido en amantes, la orquesta
sonaría muy distinto: ella me tendría
literalmente en sus manos; podría
chantajearme, acusarme con la verdad
(¿cómo se defiende uno de la verdad?),
e incluso exigirme más cada vez sin que
yo pudiera chistar…
En fin. ¿Hasta cuándo iba a dejar de
meterme en líos?
Cerré la puerta y la aseguré
interiormente con la cadena.
Encendí el televisor y durante casi
una hora traté de distraerme cambiando
los canales uno tras otro. Fue inútil.
Lo apagué desganado.
Iban a dar las once y media de la
noche. Seguramente Shaden estaría
todavía despierta. Marqué el número del
hospital, pedí que me comunicaran al
piso de terapia media y, cuando me
atendieron, solicité hablar con la madre
del pequeño Daniel Arias. Esta vez no
me preguntaron quién llamaba, pero en
cambio, después de decir «un
momento», me tuvieron suspendido del
aparato por casi diez minutos.
—¿Bueno? —contestó finalmente mi
esposa con voz baja.
—Hola, Shaden.
Me reconoció de inmediato y se
quedó muda. Tuve miedo de que
colgara, así que me apresuré a decirle:
—Quiero darte las gracias por haber
levantado los cargos.
Continuó en silencio.
¿Estás ahí?
—Sí.
¿Cómo sigue Daan?
—Igual…
—Shaden. Yo sé que no es
coherente, pero hoy aprendí muchas
cosas. ¿Podríamos hablar mañana?
—No —esta vez su voz sonó
terriblemente segura—. Ya no tenemos
nada de qué hablar. Simplemente déjame
en paz.
—Pero…
¡Grábatelo en tu cabeza de una vez
por todas —me interrumpió—: Nuestro
divorcio es i-rre-ver-si-ble!
Me quedé frío y sin aliento.
El tono intermitente de la línea
telefónica siguió casi de inmediato a la
última afirmación de Shaden.
Durante horas di vueltas en la cama
sin lograr dormirme. Mi cuerpo estaba
exhausto hasta el dolor, pero mi mente
seguía
trabajando,
conjeturando,
hilvanando ideas. Encendí la luz y miré
el reloj. Iban a dar las tres de la mañana.
Me puse de pie un poco mareado.
«Distrayendo la sesera puede ser que
pesque el sueño», me dije buscando a mi
alrededor algo que leer.
¿Cómo se engaña al pensamiento
cuando nos hallamos en el filo de una
navaja enorme que hace las veces de
frontera en nuestro destino? No podía
permanecer sobre la aguda hoja porque
en pocos minutos mi resistencia llegaría
al límite y sería cortado en dos, como un
limón; tampoco podía saltar hacia atrás
porque el pasado me rechazaba
abiertamente; y definitivamente no
quería saltar hacia adelante porque el
futuro me daba terror.
Una cosa resultaba clara: mi
divorcio era i-rre-ver-si-ble. Hallé mi
copia de la carpeta de Jeanette y sin
pensarlo dos veces me enfrasqué en ella
esperanzado en que su lectura me
ayudara no tanto a dormir cuanto a saltar
de la mortal navaja.
En la celda me había familiarizado
con la nueva filosofía. Estaba dividida
en dos partes: la primera titulada:
«Ayudando a mi empresa a crecer» y la
segunda «Ayudándome a mí mismo». En
el segundo sector de la carpeta los
escritos eran menos técnicos. De ahí
estudié el tema de cómo pelear. Incluso
contenía una buena cantidad de fábulas,
poemas y frases célebres.
Al hojear el material atrajo mi
atención el capítulo titulado «NADIE
PUEDE AMARTE CON MASCARA» y
comencé a leerlo sin imaginar el
impactante efecto que tendría en mí.
Cierta leyenda oriental cuenta que
un dragón se hallaba solo, nadie lo
quería, pues aunque era temido,
admirado y respetado, todos guardaban
su distancia con él. Un día, oprimido
por la depresión, decidió convertirse
en palomo para acercarse a la gente.
Estaba jugando en la plaza con unos
niños cuando de pronto sintió el dolor
de una pedrada golpeando su frágil
cuerpo. Tres rapaces lo persiguieron
arrojándole objetos y pateándolo
cuando le daban alcance. A punto de
morir fue rescatado por una pareja que
pasaba por ahí; ellos, tras dispersar a
los pequeños pillos, lo tomaron en sus
manos, lo llevaron a su casa, lo
curaron, lo mimaron, y le dieron las
mejores muestras de amistad y cariño.
El ave sanó, pero el dragón escondido
en ella supo que tenía que volver a su
tierra solitaria en ese momento o
nunca más podría hacerlo. Estuvo
pensando y dilucidó: los dragones
viven muy solos, no conocen el amor y
eso los conduce con frecuencia a hacer
tonterías; las palomas, en cambio, son
vulnerables, se las hiere fácilmente,
pero también son aptas para recibir
afecto y caricias… De modo que
decidió quedarse para siempre en su
nueva condición.
Interrumpí la lectura sin acabar de
entender. ¿Estaba comparando a los
hombres herméticos y cerrados con
basiliscos?
Seguí leyendo. Debajo del cuento
había un texto del extraordinario
filósofo y teólogo Carlos G. Vallés,
S. J.:
Ser vulnerable es abrirse al amor.
Nadie puede amar a un monstruo
gigante cubierto de escamas y de
aspecto infernal. En cambio sí es
posible querer a una paloma y, más
aún, si está herida por la mano del
hombre.
Ser vulnerable es ser humano.
Quien quiere protegerse con
armaduras impenetrables se aísla.
Puede ganar respeto, pero no amor.
Quien presume de ser indiferente,
de que todo le da lo mismo, de que no
le afectan alabanzas o rechazos, de que
sabe vivir por su cuenta y está por
encima de los demás, se quedará así,
por encima, seco, estéril y lejos del
contacto humano.
Saber que puedo ser herido me une
a mi hermano, me hace más amigable.
Al ser frágil declaro que necesito de
otros. Ser vulnerable es dejarse querer.
Tal vez por eso Dios quiso
voluntariamente venir a la Tierra a
sufrir y a llorar con los
hombres, a amar y dejarse amar
por los hombres[16]…
Cerré la carpeta.
Todos mis problemas me alejaron de
Dios. Comprendí que sólo ayudado por
Él iba a poder saltar de la navaja…
Quise hablarle, pero no pude. ¡Yo era, ni
más ni menos, un dragón solitario y
espantable!
¡Vaya que había sabiduría en el
pasaje!
Había aparentado constantemente lo
que no sentía y me había mostrado fuerte
cuando deseaba llorar.
Era demasiado. No sabría dar un
paso más así. Mordí el cojín y dejé que
el llanto lastimero y desgarrador fluyera,
drenando consigo toda la amargura
contenida en el alma durante meses,
durante años quizá. Nadie me veía. Eso
me permitió desahogarme de forma
ingente. Mi llanto se volvió tan profuso
a ratos que varias veces perdí la
respiración.
La congoja comenzó a matizarse de
angustia. Me atormentaba la idea de
perder a mi hijo justo en el momento en
que había aprendido a amarlo.
Me puse de pie y decidí vestirme
para ir al hospital, aunque tuviera que
permanecer en el sillón de la recepción
esperando que amaneciera. Sentí que mi
alma se partía en dos. Necesitaba saltar
de la navaja pero ya… Hecho un mar de
lágrimas me arrodillé y encorvé el
tronco poniendo la frente sobre el piso.
—Dios
mío…
—Invoqué
entrecortadamente—:
Ayúdame
a
reconstruir mi vida… No te lleves a mi
hijo… Dame la fuerza de saber que al
menos tú sí me amas… Creo en ti, sé
que existes y me escuchas, he aprendido
la lección.
Mi voz siguió fluyendo, mi mente
orando. No puedo recordar cuánto dije
en esa plegaria; sólo sé que mi oración
se prolongo durante mucho tiempo. La
tregua de Dios comenzó a percibirse en
mi guerra interior. Los pensamientos se
clarificaron y un deseo inerme de
mutilar la parte de mí que seguía unida
al pasado me hizo levantarme y caminar
hacia la cómoda trastabillando.
Aunque
mi
divorcio
fuese
irreversible, la vida tenía que seguir.
Tomé una pluma y comencé a escribirle
a mi esposa la última carta de
despedida:
Shaden:
Hace tres días consumé el acto más
terrible y doloroso de mi vida. Me
siento un ser miserable, deshecho,
acabado. Nunca me imaginé que firmar
ese papel me causaría tal frustración…
Estoy en la habitación de un hotel.
Siempre creí que el divorcio me daría
libertad y felicidad. ¡Qué equivocado
estaba…!
Tú y yo solíamos hacer huracanes
en vasos de agua, discutíamos de
manera enconada por detalles de poca
importancia…
¿Por
qué
nos
separamos? No lo sé. No existen
razones
verdaderamente
fuertes,
excepto que al pelear nos faltamos al
respeto, que enojados dijimos cosas
imperdonables, que durante la riña
hicimos todo por herirnos, que
llegamos a extremos terribles, a gritos,
agresiones, insultos.
No fue el motivo de las peleas lo
que nos separó, sino las peleas mismas.
Y las peleas surgían continuamente, de
la nada.
Somos diferentes y eso causaba
incomodidades al otro: tú reservada, yo
sociable; tú impuntual, yo malhablado;
tú abstemia exagerada, yo bebedor
social; tú despilfarradora, yo tacaño;
tú, madre sobreprotectora, yo padre
liberal;
la
lista
podría
ser
interminable. Al divorciarme me
deshice de todo aquello que califiqué
como defectos tuyos; sin embargo, en
la soledad de esta habitación oscura,
han venido a mi mente muchas virtudes
tuyas que también perdí al perderte.
Sin querer he recordado la forma en
que nos enamoramos, la belleza de
nuestra identificación espontánea, la
grandeza de nuestras promesas
eternas, la primera vez que nuestros
cuerpos
se
fundieron
con
desesperación y ternura, tu sufrimiento
y mi angustia cuando nació nuestro
hijo, tu modestia, tu sencillez…
Al poner en la balanza las cosas
buenas y las malas me doy cuenta de
por qué me siento un desdichado.
Por enfrascarnos en peleas tontas
dejamos que esos años compartidos se
perdieran. Caramba… tengo bajo mi
cargo un empleado que llega tarde, que
ha robado, que ha hablado mal de mí y
aún, con todo, lo tolero porque me saca
adelante mucho trabajo, porque es muy
eficiente en la cuestión técnica; lo
conservo porque aunque tiene defectos,
sus virtudes son difíciles de hallar y
pesan mucho más… Tú también
soportabas que la sirvienta fuese
respondona, un poco abusiva y sucia y
lo hacías porque sabías que si te
ponías tan estricta con ella perderías
todos sus enormes beneficios… Ambos
usamos la balanza mental para aceptar
a un empleado o a una sirvienta. ¿Por
qué no fuimos capaces de usarla entre
nosotros?
Realmente nos amábamos. Éramos
importantes el uno para el otro. ¿Cómo
permitimos que cosas tan sencillas nos
separaran?
Ahora que estoy lejos de ti me doy
cuenta que una parte de mí se quedó
contigo… Escribo esta carta con el
lamento de un miserable hundido; la
escribo llorando profusamente como un
niño que se ha perdido… Las lágrimas
no me permiten continuar.
Dios mío… El día que rapté a
Daniel me dijo: «mamá estaba muy
extraña» y me imploró que ya no me
peleara con ella; me preguntó cuándo
regresaríamos todos a la casa… y yo
no pude decirle la verdad, me quedé
con el terrible nudo en la garganta y
apenas balbuceé que volveríamos muy
pronto… Adoro a mi hijo y no me gusta
verlo sufrir… Él no tiene la culpa de la
ineptitud de sus padres…
Sé que lo nuestro no tiene arreglo, y
como despedida quiero decirle a la
mujer de la cual me enamoré hace
muchos años que a pesar de no poder
reparar lo que rompimos, una zona de
mi corazón sigue implorando tu
presencia, algunas células de mi ser
que se niegan a morir siguen clamando
por ti y una parte de mi alma se quedó
contigo para siempre…
13
SEXO CON TIEMPO
El repiqueteo del teléfono me despertó,
aunque no violentamente. En mis sueños
imaginaba la campana lejana de una
escuela que llamaba incesantemente a
clases. Los timbrazos se aproximaron
poco a poco hasta que mi cerebro
recibió la señal de que era el teléfono,
de que me había quedado dormido
recargado sobre la cómoda después de
escribir la carta, de que mi hijo estaba
en el hospital y de que quizá se trataba
de una llamada de emergencia. Todo en
un segundo.
Descolgué la bocina.
—David, ¿te encuentras bien?
—Sí —contesté aún semidormido—.
¿Quién habla?
—Jeanette Sandri.
—¿Pasa algo malo?
—No. Quizá lo contrario. Llamé al
hospital hace unos minutos y me
informaron que el niño, aunque sigue
inconsciente, ha comenzado a dar
muestras de sensibilidad. ¡Parece que
puede oír!
Mis ojos se abrieron como platos y
mi
corazón
comenzó
a
latir
apresuradamente.
Miré el reloj. Iban a dar las diez de
la mañana.
—Oye, ¿te puedo pedir un favor?
—Dime…
—Avísale al señor Vallés que iré a
verlo más tarde.
—Ya lo hice. ¡Ah!, tu hijo está en la
habitación nueve del séptimo piso.
—Gracias. —Y colgué sin decir
nada más.
Inmediatamente me vestí y salí.
Entré al hospital corriendo y pasé
como ráfaga por el recibidor sin
solicitar información ni pedir permiso.
Choqué de frente con una enfermera.
Tirarla al piso, ayudarla a levantarse,
pedirle disculpas y seguir corriendo
fueron sólo un acto.
Ni siquiera me molesté en oprimir el
botón para llamar al elevador: fui
directamente hacia las escaleras y subí
los siete pisos sin reparar en la fatiga.
Jadeando, me detuve en el umbral
del cuarto de Daan. Dentro estaban mi
esposa, mis suegros y el neurólogo
Marcos Rangel.
¿Puedo pasar?
—Adelante —dijo el doctor.
El resto de los presentes me ignoró.
Shaden le hablaba al niño al oído;
mi suegro le sobaba los pies y la señora
le acariciaba la frente. Observé la
escena sin decir nada.
Al cabo de unos minutos me
aproximé a Shaden:
—Déjame intentarlo.
Se puso de pie y me cedió su lugar
sin hacer ningún comentario.
—Daniel… Soy yo, tu papá, ¿me
escuchas?
El médico percibió una ligera
respuesta en el EEG permanente y me
animó a seguir hablándole.
Sé que me escuchas —continué— y
no quiero que te angusties. Estamos a tu
lado, no vamos a dejarte. Te queremos
mucho, hijo… Relájate y siéntete
tranquilo. Seguidamente todos los
presentes comenzamos a proferir frases
cortas y deshilvanadas. Unos le urgían a
despertar, otros le prometían viajes y
juguetes. Su madre y yo le asegurábamos
cariño… Hasta que el doctor Rangel
detuvo la bulla haciéndonos señas con
ambas manos: Daniel pareció reaccionar
levantando la ceja izquierda como si
tuviera un tic.
¡Está tratando de decirnos algo! —
Profirió Shaden al borde de la histeria
—. Doctor, por favor ayúdelo. ¡Está
escuchando, está pensando!
—Tranquilícese, señora. Baje la
voz.
Si eso era cierto, no debíamos
transmitirle nuestra angustia. Y en
verdad que nos invadió, a mí al menos,
una sensación de impotencia y pánico.
Estar encerrado en un cuerpo que se
niega a obedecer, razoné profanamente,
debe producir claustrofobia.
—Háblele usted, señor. Platique con
él lo más que pueda —indicó el doctor
Rangel discerniendo que fue mi voz la
que lo había hecho reaccionar.
Le di la espalda a los presentes y me
enfrenté a Daniel. Parecía dormido.
Inspiraba y espiraba ayudado por un
artilugio mecánico. De su cuero
cabelludo, rodeado por una suerte de
malla, salían los cables de los
electrodos que, conectados a un aparato
detrás de su cabeza, medían sus
impulsos cerebrales en microvoltios.
Traté de desaparecer de mi mente el
tétrico escenario e imaginé que allí sólo
estábamos él y yo.
—Daan —le dije—. Estoy muy
contento por lo que platicamos en el
campo de golf, ¿te acuerdas? Haberte
relatado la forma en que naciste me hizo
sentir más cerca de ti y también me
ayudó a darme cuenta que ya no eres un
niño y que mereces que compartamos
todo contigo…
En el recinto automáticamente se
hizo el silencio. Parecía que los
presentes
se
hubieran
quedado
congelados.
—Cuando la otra noche llegué a la
habitación del hotel y te vi en el suelo
—continué— me asusté mucho. Tal vez
no recuerdes lo que te pasó. Quiero
explicarte que fue sólo un ataque muy
fuerte. En este momento estás volviendo
de él. Sé que te está costando mucho
trabajo, pero lo vas a lograr, tenlo por
seguro. Dios está contigo. ¿Recuerdas lo
que hablamos en el campo de golf? Tú
eres una bendición. Naciste, aunque los
médicos decían que eso iba a ser
imposible. Y ante los malos augurios
después de tu llegada, saliste adelante y
creciste. Eres un chico muy fuerte.
La voz se me quebró un poco. En
otra ocasión hubiese respirado hondo y
apretado las mandíbulas para mantener
la ecuanimidad, pero ya no me esforcé
por eso.
Me acerqué más a Daan y me
estreché con él.
—No se te olvide lo que te conté.
Estabas muy grave, en una incubadora,
conectado a sondas y dependiendo de
colchones térmicos. Tu vida se hallaba
en un hilo. Los doctores recomendaron
que me resignara a perderte, pero no
quise hacerles caso; le dije a Dios que
no importaba si mi hijo estaba enfermo,
le pedí llorando que, a cualquier precio,
te permitiera vivir…
Mis lágrimas comenzaron a fluir, no
las detuve. A su vez, la nostalgia
comenzó a invadir toda la habitación.
De cualquier manera, la presencia de los
demás ya no me inhibía. Yo me sentía
solo con Daan.
—Y cuando se lo pedí, hijito lindo,
sentí su imponente presencia…
Hice una pausa para limpiarme un
poco el rostro empapado, pero era
inútil: mi llanto se había vuelto copioso.
Cuando
pude,
continué
entrecortadamente:
—Sentí su infinito poder, su infinita
bondad. En mi delirio imaginé que Él
me veía y entonces no me importó que
nadie en el mundo celebrara conmigo tu
nacimiento.
Me separé unos instantes. El
pequeño cuerpo seguía inmóvil, serio,
respirando rítmicamente a través del
fuelle de oxígeno.
—Ese día hice una oración —
proseguí al reponerme un poco—, ¿la
recuerdas? Te la dije en el campo de
golf. Fue algo mágico. Mi vida cambió
cuando la hice… ¿Qué te parece si la
hacemos juntos hoy?
Le tomé una mano y se la apreté con
fuerza.
—Tú no puedes hablar, pero sí
puedes repetir estas palabras en tu
mente. Hazlo, mi vida.
Me detuve. Mi suegro se acercó y
puso su mano sobre la pierna derecha de
Daan. Mi suegra también se aproximó y
tocó al niño en la otra pierna. Sólo
Shaden se quedó inmóvil, detrás de mí,
llorando.
—Dios mío… —proferí—, eres
poderoso, sabio, bueno.
Señor… gracias por lo que está
pasando. No lo entiendo pero tú sí.
Desde la profundidad de esta bóveda te
invoco para que me rescates. Soy el más
pequeño de tus hijos, no te olvides de
mí. Dame fuerza y valor, sana mi cuerpo.
Yo sé que tú eres feliz con la alegría de
tus hijos, sé que no te gusta el dolor.
Sáname, Padre. Me entrego a ti sin
condiciones. Toma mi vida, Señor… Y
toma la vida de mis padres, te las
entrego con todo mi amor. Son todo lo
que tengo…
No pude seguir. El llanto me venció.
Bajé la cabeza y abracé a mi hijo.
—Voy a pedirles —dijo por fin el
especialista decano— que abandonen la
habitación unos minutos. Realizaremos
algunas pruebas para determinar la
respuesta neuronal del enfermito antes
de dar un diagnóstico y definir los pasos
a seguir.
Todos obedecimos sin protestar.
Salí presuroso. Deseaba acudir a la
cita con el presidente de mi empresa y
regresar lo antes posible al hospital.
Llegué a las oficinas corporativas
cerca de las dos de la tarde. Las pocas
veces que las visité anteriormente
fantaseé con la idea de tener algún día
mí puesto ahí, pues en ellas se tomaban
las más altas decisiones de las tres
plantas productivas de la compañía. En
esta ocasión mi estado de ánimo distaba
mucho de ser entusiasta. Me sentía como
el acusado que llega a la corte.
No tuve que hacer antesala. El señor
Valles me recibió casi de inmediato. Si
su casa me sorprendió por la comodidad
sin ostentación de lujos, su oficina me
asombró por lo amplia e imponente.
El presidente corporativo me tendió
la mano con firmeza. Su mirada era seria
pero tranquila. En sus terrenos, el
aspecto del hombre se tornaba
admirable. Vestía un traje claro,
impecable, y lucía su rostro límpido,
como si apenas hubiese salido de la
ducha.
Tomé asiento en el sillón para
visitantes, frente al conservador
escritorio de caoba.
—Bien —me dijo—, parece que las
cosas en su vida se han complicado, ¿no
es así? Hice un movimiento de
impotencia con la cabeza.
—Usted es un gerente. Tiene a su
cargo muchos empleados. De alguna
forma es observado por todos ellos.
Bajé la mirada. Era evidente hacia
dónde se dirigía.
—Lo conducente —prosiguió—
sería retirar el mal ejemplo sin más
averiguaciones. De hecho, le confieso
que fue la primera indicación que di,
pero cambié de opinión. Quiero que
usted mismo me explique lo ocurrido
antes de hacer nada más.
—¿Desea que le informe sobre la
situación legal?
—No. Quiero oír al hombre, al
esposo, al padre de familia. ¿Cuáles son
las dudas y convicciones humanas que
hay detrás de nuestro gerente?
Suspiré. Yo sabía que en su carpeta
negra debía tener mi expediente
detallado. Tal vez el hombre sólo
deseaba comprobar si mi actitud era al
menos lo suficientemente honesta para
decir la verdad… ¿Pero cuál era la
verdad que él conocía? Había recibido
un informe de Jeanette recopilado por…
¿Karen?… Dios mío… ¿Habría tenido
Karen oportunidad de agregar algo al
legajo durante la mañana?
Bien. Mi verdad era compleja y
vergonzosa, pero era mi verdad. No
tenía mejor arma para defenderme que
mostrarme sin máscaras. El anciano
propietario de la empresa decidiría con
base en ello y, por supuesto, yo
respetaría su decisión.
Le relaté lo ocurrido en el bar, cómo
encontré a mi hijo tirado en el cuarto de
hotel, la pelea en el hospital, cuánto
aprendí en la cárcel, la plática con
Jeanette en el restaurante y la tentación
sexual tan enorme que enfrenté después.
Al llegar a este punto me cuidé de
ocultarle que la referida era Karen,
aunque no descarté la posibilidad de que
ya lo supiese.
El hombre me observó con gesto
sencillo y duro a la vez. Me pidió más
detalles del último episodio. Entonces la
emoción me hizo perder ecuanimidad.
Le conté abiertamente cómo herí a una
buena amiga sin querer, cómo disminuyó
mi respeto y admiración por ella cuando
la vi disponible, ofreciéndoseme sin
recato, y cómo el sentimiento de culpa
me ayudó a mantener mi honestidad, a
pesar de tener un divorcio en puerta.
—Es admirable lo que usted hizo —
comentó.
—Sin embargo —dije tratando de
darle un giro a la entrevista—, en
algunas ocasiones la infidelidad en el
matrimonio se justifica, ¿no cree?
Entonces comenzó a hablarme
ampliamente al respecto. Mientras él me
exponía sus conceptos sobre el
adulterio, yo recordaba los detalles de
mi aventura…
¿Y la falta de sexo satisfactorio en el
matrimonio —pregunté después— no
ocasiona también infidelidad?
—Claro —su talante mostró
reflexión—. ¿Cómo era su vida sexual
con su esposa?
—Regular. Ella y yo nos habíamos
alejado mucho… ¿Considera que eso
contribuyó a nuestra discordia?
—Quizá. Una pareja que se alimenta
no sufre desnutrición; en cambio los
desnutridos decaen fácilmente.
¿Está usted diciendo que el sexo es
un alimento para los casados y que si no
se toma la pareja enferma?
—Eso exactamente…
—Pero con los años el alimento
sexual se va haciendo insípido.
—No necesariamente. Como ocurre
con casi todos los alimentos, son buenos
según su preparación. La comida es
superior si se guisa con esmero, se sirve
con atención y se saborea en la
sobremesa. —Hizo una pausa para
darme tiempo a traducir todas las
analogías y concluyó firmemente—: El
deseo sexual en el matrimonio se va
apagando en la medida en que se
apaga el gusto por preparar el
encuentro.
No contesté a esa afirmación. ¿Me
estaba diciendo que lo importante no era
el acto sexual sino lo que ocurría antes y
después de él?
¿En qué momentos se siente usted
más atraído sexualmente por su esposa?
—preguntó el anciano.
—Cuando llego a la casa y la
encuentro de buen humor —contesté de
inmediato—; cuando está arreglada y
vestida de la forma que me gusta;
cuando la veo segura de sí misma,
entusiasmada por algún trabajo que
realizó; cuando tiene atenciones para
conmigo; ah, y también cuando la
descubro reflexionando, ensimismada en
sus pensamientos.
¿Ve la importancia de lo que ocurre
antes? Y ella, ¿en qué casos supone que
se debe sentir más atraída por usted? No
debe creerse que por ser mujer está
exenta de deseos sexuales.
Me
encogí
de
hombros.
Hipócritamente no quise contestar,
aunque conocía bien la respuesta.
—Yo se lo diré —continuó—: una
mujer anhela compartir el lecho con su
pareja el día que la trató con respeto y
cariño, la escuchó con paciencia, tal vez
la invitó a salir, la ayudó a hacer sus
compras, colaboró en arreglar la
alacena, o quizá simplemente cuando le
compró alguna nimiedad especial o, no
sé, cuando tuvo algún gesto agradable
para la gente que ella ama, como ser sus
padres o hermanos.
—Todo eso —me defendí—, ¿no es
ese romanticismo pueril del que
hablábamos?
—El romanticismo está hecho de
suspiros. El amor de hechos. La relación
sexual como alimento sólo nutre si se
cuece, rehoga y adereza. El placer
sexual en la pareja se consigue no con
técnicas eróticas complicadas, sino
dedicándole tiempo.
—Sin embargo —rebatí—, no todo
es cuestión de preparación. De la misma
forma, al momento del contacto sexual,
algunas cosas fallan. ¿Cómo se supera
ese obstáculo?
—También con tiempo, querido
amigo. ¿Cuándo fue la última vez que
invirtió cincuenta o sesenta minutos
disfrutando a su esposa? ¿Cuándo fue la
última vez que dejó que ella lo
disfrutara a usted sin ninguna prisa? No
estoy hablando de orgasmos. El clímax
podrá venir o no, ¡es lo menos
importante!
Algunas
estadísticas
sexológicas declaran que las relaciones
sexuales en la pareja casada duran, en
promedio, once minutos. ¿Qué tipo de
alimento podemos ingerir en once
minutos? ¡Comida chatarra, ingredientes
sintéticos…! ¡Eso es todo!
Me quedé pensativo. El promedio de
duración entre Shaden y yo era menor a
eso. Yo la instaba a concentrarse para
que tuviera el orgasmo rápido y me
enojaba con ella si se demoraba
demasiado.
—El acoplamiento sexual tiene un
precio y debe ser pagado —continuó
Vallés usando su comparación favorita
—. Si sólo se persigue el placer, habrá
sexo pero no amor… Aprender a
conocer a nuestra pareja y hacer lo que a
ella le gusta significa trabajo. Algunas
técnicas modernas de sexualidad
comprobada[17] recomiendan cambiar de
mentalidad respecto a la mecánica del
acto. Si se está acostumbrado a
realizarlo rápidamente, se sugiere jugar
al juego de ir y no ir, continuar y
detenerse, estimular sin consumar, crear
cosquilleos desesperantes y aplicarse
abierta y decididamente a provocar un
deseo creciente, hasta que la naturaleza
de ambas partes amenace con explotar.
El señor Vallés se detuvo unos
segundos. Era una forma interesante. Me
imaginé a Shaden desnuda, quieta,
expectante, mientras yo, sin mirar el
reloj, permitía que mi vista, olfato,
tacto, gusto y oído reconocieran cada
milímetro de su ser, memorizaran cada
sensación de su piel, disfrutaran cada
centímetro de su cuerpo…
—Todo varón joven debería
instruirse bien a este respecto antes de
casarse, pues es común hacer de la
desfloración de la esposa el acto más
lamentable. La luna de miel no tiene por
qué ser sinónimo de dolor, como si se
tratara de una cruel novatada. La mujer
virgen a la que el esposo le da su
tiempo, la prepara, la hace desearlo,
aunque el acto no se consume sino
varias noches después, definitivamente
se enamora del marido y se lo agradece
de por vida.
—Pero no es lo común —interrumpí.
—El sexo es el mecanismo número
uno que requiere de TIEMPO para
funcionar
sincronizadamente.
No
debemos dejarnos llevar por la sordidez
y el egoísmo. Siempre será más cómodo
para un varón alcanzar el placer
rápidamente, sin preámbulo, usando el
cuerpo de su esposa como un objeto
estimulante y sin darle a ella el tiempo
que merece. Tarde o temprano estas
conductas infames perjudican la relación
conyugal mucho más que las llamadas
disfunciones sexuales.
¿Pero entonces disfunciones tales
como la eyaculación retardada o precoz,
el vaginismo, la frigidez y otras no
juegan un papel tan importante en los
divorcios, como se piensa?
—Señor, David: existen terapias y
terapeutas, un problema de ese tipo, si
se atiende, se soluciona. No hay más.
Igual que una enfermedad infecciosa se
soluciona si se atiende. Sólo se requiere
que LOS DOS, JUNTOS, inviertan
tiempo y esfuerzo, uno solo no puede
arreglar un conflicto de dos…
Valles había dado sencillamente en
el blanco: COOPERACIÓN MUTUA,
DELICADEZA Y TIEMPO habían
faltado claramente entre Shaden y yo…
—Ponga usted su parte y las cosas
comenzarán a componerse.
—Pero Shaden no puso su parte —
protesté—, prefirió huir que quedarse a
trabajar. «Inconformes que se quedan»,
¿recuerda? Ella no se quedó.
—Querido amigo Arias: yo no
puedo apoyarlo a usted en ese concepto.
En la sociedad latinoamericana es raro
que un matrimonio se deshaga sin que
antes la mujer haya hecho todo por
salvarlo. Cuando la esposa deserta casi
siempre es porque no queda otra
solución. Reconózcalo. Los hombres
metidos en su trabajo, envueltos en un
estilo autoritario y malhumorado suelen
ser los causantes de la avalancha que
después se les viene encima. ¿Cuándo
entiende un alcohólico que le está
haciendo daño a su familia? Muy fácil:
¡cuando se queda sin familia! ¿Cuándo
un mal hombre valora a su pareja?
¡Cuando la pierde! Mire, amigo: lo que
su esposa hizo estuvo muy bien… usted
ha tenido que pagar la colegiatura de un
curso de superación personal y conyugal
con dolor… Duro o no, somos mejores
individuos después de haber tomado el
curso… La vida nos hace estudiar
carreras y después nos manda la
factura…
¿Además del «sexo con tiempo»
existe
algún
otro
ALIMENTO
importante en el matrimonio? —
pregunté.
—Sí. Mark Twain dijo: cuando me
hacen un cumplido tengo energía para
vivir cuatro meses. Por cada comentario
negativo que un padre profiere a un hijo
debe darle cuatro positivos para
mantener el equilibrio. En la pareja
sucede lo mismo[18]. Felicitar al
cónyuge,
halagarlo,
animarlo
y
escucharlo son alimentos nutritivos e
indispensables
para
la
salud
matrimonial.
Sonreí con agradecimiento. Era
cierto que en la madrugada de ese día
salté el filo de la navaja y me planté
decidido en el futuro. Pero ahora que
Vallés me obligaba a voltear la cabeza,
podía percibir que la mortal hoja
cortante se había caído al suelo y no
necesariamente se interponía entre mi
pasado y yo.
—Usted tiene que estabilizar su vida
otra vez —me dijo poniéndose de pie—.
No será fácil, pero enfrente el reto con
decisión, con la cara en alto, tomado de
la mano de Dios… Y por favor,
preséntese a trabajar en cuanto lo haya
logrado…
¿Eso significa que no estoy
despedido?
—Su puesto está esperándolo…
Le estreché fuertemente su mano.
—No sé lo que vaya a pasar en mi
vida personal, pero una cosa sí sé: yo le
devolveré a usted con creces todo el
bien que me ha hecho.
Llegué al hospital con una idea fija
en la mente. Antes de subir pasé por la
base de enfermería y me detuve
indeciso.
¿Puedo servirle en algo? —preguntó
la encargada en turno.
—No… Gracias —comencé a
retirarme, pero a los pocos pasos me
detuve y me regresé titubeante.
—Pensándolo bien, sí… ¿Usted
podría informarme si mi esposa o mi
hijo recibieron alguna visita ayer por la
noche?
—No se permite la entrada de
ninguna persona ajena después de la
diez —me informó la muchacha
amablemente.
¿Pero si alguien llegase y se
anunciara en la recepción, ustedes
llamarían al familiar del enfermo para
que baje?
—Sólo si se trata de algo urgente.
¿Y ayer nadie llegó a buscar a mi
esposa con carácter de urgente?
—Yo no estuve de guardia a esa
hora, pero permítame un momento… Si
hubo algún recado para su esposa debe
estar anotado aquí…
La señorita extrajo una pesada
libreta verde que depositó sobre el
mostrador y comenzó a hojearla. A los
pocos segundos dijo:
—Aquí hay algo. Tiene usted razón.
Su señora recibió una visita como a las
once de la noche y una llamada
telefónica a las once treinta.
—Yo llamé a las once treinta, pero
¿dice ahí quién la visitó antes?
—Aquí sólo escribieron la palabra
«Karen».
14
LOS SUEGROS
—¿Todo está bien? —preguntó la joven
al verme palidecer.
—Sí. Muchas gracias.
Caminé hacia el elevador para subir
al séptimo piso.
¡Pero qué estúpido había sido!
¡Aproximadamente a las diez y media la
secretaria de la gerencia general salió
de mi hotel y por lo visto acudió
directamente
al
hospital
para
desagraviarse!. Tal vez esa era la razón
por la que Shaden tardó tanto en
contestarme a las once treinta, cuando la
llamé: ¡estaba con Karen! Seguramente
por ello la noté callada y taciturna antes
de decirme que no la molestara más
pues nuestro divorcio era irreversible.
Llegué a la habitación y encontré a
mi esposa sentada junto a la cama del
niño.
—Hola —la saludé.
Se volvió para mirarme y me sonrió
con tristeza.
—Hola.
—¿No ha habido mejoría?
Negó con la cabeza. Sus párpados se
llenaron de lágrimas. Apretó los labios
con desesperación.
—Todo saldrá bien —caminé hacia
ella y quise poner una mano sobre su
hombro, pero me detuve.
Me senté a su lado. Era curioso: el
semblante de Shaden delineaba un hálito
de belleza sumamente raro cuando
atravesaba por las peores crisis. Lo
percibí en la antesala de cada uno de sus
abortos necesarios; lo capté en el
quirófano unos segundos después del
nacimiento de nuestro hijo prematuro; lo
advertía en esos momentos de angustia y
terror. Su boca pequeña se sesgaba
ligeramente contorneando una sonrisa
invertida, sus ojos negros se teñían de
un tono casi endrino y su expresión
desamparada la bañaba de una luz sui
generis. Era una mujer buena. Sus
facciones duras, sin dejar de ser sutiles,
la hacían parecer una dama respetable.
A nadie se le hubiera ocurrido
calificarla como mujer sensual; su forma
de vestir conservadora no correspondía
a los atuendos de las féminas
pasionales, pero Shaden era sensual, y
eso no lo sabía nadie más que yo.
—¿Por qué no vas a casa de tus
padres y esta noche descansas? Cuidaré
bien a Daan, te lo aseguro.
Movió la cabeza negativamente sin
articular vocablo. Suspiré. Era inútil.
Entre ella y yo se había abierto una
brecha infranqueable.
Salí de la habitación dejándola a
solas con el pequeño que dormía.
Me dirigí lentamente a la salita de
descanso y poco antes de llegar me
detuve.
Mis suegros estaban ahí. El señor,
de pie, en actitud reflexiva; la señora
sentada en el silloncito, sin hablar.
Una mujer anhela compartir el
lecho con su pareja el día que la trató
con respeto y cariño, la escuchó, o
simplemente cuando tuvo algún gesto
amable para la gente que ella ama,
como son sus padres o hermanos.
Al verlos solos, la voz de mi
conciencia me increpó con encono:
«¿Quieres a Shaden?», a lo que de
inmediato contesté que sí. «Pues
entonces entiende esto: ella jamás te
perdonará si te sabe enemistado con sus
padres; será injusto e incongruente, pero
las relaciones conyugales nunca
podrán sanarse del todo cuando uno de
los miembros de la pareja agravie o
menosprecie a los familiares del otro.
Si pretendes pedir amnistía a tu esposa
deberás bajar la cabeza, guardarte en la
bolsa el maldito orgullo y pedírsela
primero a sus padres».
Comencé a acercarme a ellos, pero
otra vez me detuve.
Congeniar con los suegros es, sin
duda,
uno
de
los
trabajos
indispensables para la rehabilitación
marital, pero también es uno de los más
difíciles.
Reinicié mi andar. Entré a la sala sin
decir nada y me senté en el sillón viejo y
roído del rincón. Tomé una revista y
comencé
a
hojearla.
¿«Trabajo
indispensable para la rehabilitación
conyugal» había dicho?
¿Sabe? Yo no le temo al trabajo. Si
«tiempo y trabajo» son las palabras
clave que permiten lograr todo en la
vida, no hay excusas para fracasar…
Mis suegros estaban ahí…
Pasé con nerviosismo las hojas de la
revista sin leer.
«Tal vez no es éste el momento
adecuado para abordarlos», racionalicé.
«Dentro de unos minutos alguien llegará
a la sala y me quedaré a medias en el
intento».
Miré el reloj. La manecilla del
segundero se convirtió en un dedo
acusador que me señalaba. «Puedes
ocupar los próximos diez minutos en
distraerte hojeando una revista o puedes
enfrentar el reto de hablar con ellos y
pedirles una disculpa por lo que hiciste.
Si eliges la revista tendrás resultados
cuando alguien te pregunte de qué trata y
tendrás excusas cuando te pregunten
respecto a la relación con tus suegros».
En la vida sólo hay excusas y
resultados y las excusas no valen.
El reloj seguía avanzando. Estaba
dejando caer al vacío la mejor moneda.
Me puse de pie y me aproximé.
¿Me permiten hablar unos minutos
con ustedes?
La señora levantó la cabeza
abriendo mucho los ojos. El señor
frunció el ceño a la expectativa. Hubo
un silencio tenso.
—Sé que tienen muchas razones para
estar molestos conmigo. No pretendo
que se olviden de ellas. Si yo tuviera
una hija como Shaden, casada con un
patán como yo, también estaría molesto.
Los
señores
me
miraban
inexpresivos sin contestar nada.
—Aunque Shaden y yo nos
separemos, y parece que así será, habrá
algo que nos unirá por siempre a través
de las distancias. Y ustedes, al estar, a
su vez, unidos a ella, no podrán
desvincularse totalmente de mí.
¿A qué se refiere? —preguntó la
señora.
—El mundo podrá destruirse, pero
yo siempre seré el padre de ese niño y
ustedes serán sus abuelos… Al menos
podríamos ser amigos.
El señor iba a decir algo pero su
esposa lo hizo callar.
—No le tenemos confianza, David,
usted es una persona muy impulsiva.
Será mejor que aprenda a mantenerse
alejado. Eso es todo.
—Yo tampoco me tengo mucha —
sonreí con tristeza—, créanme… Pero
estoy intentando cambiar.
Mis suegros se turbaron un poco, no
hallaron argumentos contra eso. Al
verlos entre la espada y la pared,
rematé:
—Si no les nace darme la mano, no
lo hagan por mí. Háganlo para brindar
cierta paz a su hija.
Lo que yo creí que iba a darme el
punto decisivo, echó todo a perder.
—Nuestra hija no desea que nos
reconciliemos con usted —dijo el
hombre.
—Eso es muy cierto —confirmó la
señora—. Para ella sería tanto como
aliarnos con su enemigo.
—No lo tomen así. A ella le
gustaría…
—Por lo que se puede ver, usted está
un poco chiflado.
Shaden escuchó discutir a sus padres
y salió del cuarto con grandes pasos
para aproximarse a nosotros. Cinco
metros antes de llegar preguntó qué
pasaba.
—Nada —me anticipé.
Sus padres la tranquilizaron con un
gesto.
—Ya nos vamos, hija. Mañana
vendremos a primera hora.
Alternadamente la tomaron por los
hombros y la besaron en la cara.
—Que pases buenas noches.
—Ustedes también.
Antes de dar la vuelta y retirarse a la
habitación del niño, Shaden me brindó
una mirada francamente amenazadora.
Pasé la noche en el sillón viejo y
roído del rincón, hojeando a ratos una
revista, sin acostarme del todo ni
cubrirme con cobijas.
Medio adormilado escuché voces,
pasos y ruidos excesivos. Abrí un poco
los párpados y miré el reloj: iban a dar
las cuatro de la mañana. En el pasillo
había enfermeras que corrían saliendo y
entrando del cuarto de Daan. Me puse de
pie de un salto.
—¿Qué pasa?
—El niño.
Entré a la habitación.
Shaden se había subido a la cama
con Daniel y le hablaba. El recinto era
un total desorden. Dos galenos que se
hallaban de guardia habían acudido y
combinaban sus opiniones con mandatos
y providencias. Me abrí paso. Casi me
fui de espaldas sintiendo un escalofrío
fulminante. ¡Daniel estaba acostado con
los ojos abiertos!
El doctor Rangel llegó en ese
momento. Le informaron que el niño
había vuelto en sí pero que su reacción
era muy rara…
—No reconoce a nadie —dijo uno
de ellos sin que nadie le preguntara.
Llegué frente a mi hijo. Shaden le
comentaba cuánto lo amaba, le decía
quién era ella… pero Daniel no daba
señas de enterarse, sólo la miraba con
las cejas fruncidas y un cierto rictus de
temor. Junto a la cama me paré frente a
él y le pregunté si me reconocía; su
respuesta fue igualmente ambigua. Su
sistema auditivo funcionaba, pero sus
neuronas no parecían lograr relacionar
ideas.
Llevé mi mano derecha hasta su cara
y quise acariciarlo, pero se separó
desconfiado. Al instante encaré a los
médicos.
¿Qué le está pasando? ¿Puede
hablar? ¿Piensa?
Ninguno de los especialistas me
contestó.
Volví a la cama y tomé al pequeño
por los hombros con ambas manos.
—Somos tus padres. ¿No te
acuerdas de nosotros?
¡Por favor, hijo, haz un esfuerzo! —
gimió Shaden.
Daniel, siempre silente, abría mucho
los ojos y se acurrucaba con un esguince
de pavor, cual cervatillo acorralado por
humanos.
—Vamos a tranquilizarnos —indicó
el doctor Rangel—. El niño requiere que
sus padres le hablen y lo estimulen pero
con mucha ecuanimidad, para no
asustarlo. Comenzamos a hacer lo que se
nos pedía de diversas maneras y por
bastante tiempo; sin embargo, la mente
de Daan no lograba reconocernos ni su
boca articular palabra alguna.
Fueron varias horas agobiantes.
Shaden y yo nos deshicimos frente a él
en cuentos y dramatizaciones. Daniel
observaba a ratos y a ratos prefería
cerrar los ojos para evadirse de escenas
que a todas luces debían parecerle
grotescas. Cerca de las ocho de la
mañana
volvió
a
quedarse
profundamente dormido.
Estuvimos observándolo impotentes,
sin decir palabra.
Yo no lograba comprender el
complejo mecanismo de la naturaleza
humana. Ese cuerpo era de Daan, ese
cerebro le pertenecía, pero Daan mismo
estaba extraviado dentro de un universo
inexplorado, al que ni los científicos ni
sus seres más cercanos teníamos acceso.
Caminé hacia afuera de la
habitación.
Por fortuna en la salita de espera
había un pequeño sanitario donde pude
lavarme la cara y arreglarme el cabello;
debo admitir que me deprimí más, si
esto fuese posible, al contemplar en el
espejo mi faz ojerosa y enjuta. «¡Cómo
se deforma el aspecto humano con las
penas!», me dije.
Ya sea porque habían sufrido una
fuerte tensión en las últimas horas, ya
sea porque sembré en su corazón la
semilla de una posible tregua, mis
suegros no cumplieron su promesa de
presentarse temprano al día siguiente.
En cambio recibimos la visita de alguien
a quien no esperábamos: el señor
Antonio Vallés.
Cuando salí del baño, en la salita se
hallaban: Shaden, el doctor Rangel y el
presidente corporativo de mi empresa.
El anciano llegó justo en el momento
más crítico, de modo que le tocó
escuchar la explicación que nos dio el
médico.
—El sistema nervioso central del
niño funciona bien. Todos sus sentidos
responden a los estímulos y parece
hallarse sano, si no fuera porque la
encefalitis desconectó algunas vías
conductoras de la memoria a corto y
largo plazo, provocándole amnesia
profunda.
La noticia de su posible lesión
sempiterna nos cayó como balde de agua
helada, aunque, a todas luces, era
preferible al estado vegetativo.
—Es como un bebé —nos informó el
médico—. No recuerda nada. Ni
siquiera las conexiones de símbolos
orales. El problema parece tan severo
que puede llegar a ser permanente. Si es
así, habrá que volver a enseñarle todo…
La rehabilitación de estos casos no
resulta sencilla.
Nos comunicó que sería trasladado a
una habitación ordinaria en el tercer
piso y que estaría en observación
veinticuatro horas más. Después de ese
tiempo, sano o no, se le daría de alta.
Por mi parte no logré opinar nada
cuando el médico explicaba sus
conclusiones. La carrera que la vida me
había hecho cursar era muy buena, pero
la factura estaba llegando excesivamente
cara…
Marcos Rangel se retiró. Mientras
las enfermeras hacían los preparativos
para el cambio de piso, Shaden, el señor
Vallés y yo nos quedamos en la sala
sentados, pensativos, cabizbajos…
¿Ya conoces al dueño de la
compañía en que trabajo? —le pregunté
a Shaden.
—Se presentó hace unos minutos. Es
un honor que nos acompañe, señor.
—Gracias —dijo Valles—. Pero
quiero
hacer
algo
más
que
acompañarlos. Ayer, señora, platiqué
con su esposo un largo rato. Él tuvo la
confianza de compartirme todo lo que
les ha sucedido en los últimos días.
Me puse alerta pues detecté en él
una mirada agresiva.
—Tal vez —continuó— la confusión
o la angustia no les permita arreglar
otros
problemas
que
parecen
secundarios, pero vine a decirles que
ayudar a un hijo es mucho más fácil si
los padres están unidos. Existe una
magia divina en el amor conyugal que
allana los problemas y produce
milagros… Shaden levantó la vista
asombrada.
Recordé con detalle las palabras del
hombre poco antes de que sobreviniera
el caos. No las comprendí tan bien sino
hasta entonces:
—Señor Arias, no cometa una
tontería. ¿Quiere darle a su hijo el
mejor regalo? Entonces ¡ame a su
esposa! Cuando sienta deseos de
solucionar los problemas del niño
piense primero que debe solucionar los
suyos propios. Eso es lo que más
ayudará al pequeño. Entiéndalo.
Arreglar los conflictos del niño no
aliviará los de usted y tarde o
temprano él volverá a encontrarse mal
porque usted de nuevo lo descuidará.
Ponga en orden sus prioridades. La
base de la sociedad no es la familia
sino la pareja. El matrimonio es el
fundamento de la humanidad. Si los
cónyuges siguen divorciándose, las
familias seguirán desintegrándose y la
sociedad pudriéndose…
¿Cómo van las cosas entre ustedes?
—preguntó sin especificar a quién se
dirigía.
Al ver, después de un rato, que
ninguno decía nada, insistió: —¿Por qué
no pueden hablar como personas
maduras y arreglar sus diferencias?
Me quedé helado por la falta de
delicadeza del sujeto. ¡Vaya manera de
poner el dedo en la llaga!
15
EL PERDÓN
—Ya no tenemos nada que arreglar —
contestó mi esposa.
—Eso es mentira. Si dos personas
que vivieron juntas no pueden darse la
mano para, al menos, desearse buena
suerte con sinceridad, significa que aún
tienen cosas pendientes que arreglar.
Shaden enmudeció. Cuando yo
estaba a punto de decir que no valía la
pena continuar con eso, ella levantó la
voz visiblemente airada:
¿Y cómo quiere que arreglemos las
cosas? David me ha herido mucho. Las
heridas del alma no cicatrizan de
inmediato.
¿Y usted no lo ha herido a él?
—Tal vez. Pero no de la misma
forma.
Aparentemente el pozo estaba seco y
las posibilidades de hallar un nuevo
venero eran casi nulas.
—Bien —declaró el anciano con
energía—. Ambos formaron una familia
hermosa que ahora está deshecha…
Independientemente de la enfermedad
del niño, ustedes la deshicieron. Los dos
se han herido, están llenos de un natural
resentimiento. Los dos sienten que sus
vidas van a cambiar radicalmente y por
supuesto le tienen miedo al futuro. Ante
tan graves emociones compartidas, ¿no
creen que valdría la pena hablar un poco
al respecto?
—Pierde su tiempo, señor. David y
yo jamás podremos volver a unirnos.
—Nadie dijo eso. No vine a hacer el
papel de conciliador romántico. Ustedes
son adultos y saben lo que hacen. A
partir de aquí cada uno puede seguir su
rumbo, pero lo importante es sufrir lo
menos posible, enfrentar con serenidad
el futuro y dejar de perjudicarse uno al
otro.
Tomé asiento con lentitud, realmente
interesado en el tema que se estaba
tocando. Shaden no podía ocultar su
pena. Miraba a Vallés con los ojos
brillantes por las lágrimas, como si el
hombre fuese un salvador que pudiese
sacarla del infierno.
—Los seres humanos nos dañamos
unos a otros —continuó Valles con
decisión—. A diario hay muchas
personas acusadas y sentenciadas
injustamente, cientos de muchachas
seducidas,
miles
de
mujeres
abandonadas, millones de hombres
asaltados o golpeados; a nuestro
alrededor pulula la sevicia, el abuso
sexual, el chantaje, el fraude, la
violencia familiar, el incesto y, lo más
frecuente, la falta de consideración por
parte de nuestros seres queridos.
Cuando hemos sido afectados por algo
así sobreviene en nosotros un odio
natural, un deseo de tomar revancha y
una terrible soledad. Nadie está exento
de ser lastimado por otro ser humano; es
más, me atrevería a decir que a todos
nos seguirá ocurriendo y debemos
desarrollar un mecanismo de defensa
para no permitir que, por atropello de
alguien, nuestra vida pierda sentido.
—¿Mecanismo de defensa? —
cuestioné—. ¿A qué se refiere?
—Sólo alcanzan la plenitud de la
vida quienes asimilan y practican el
perdón. La única manera de extraer de
nuestro cuerpo el veneno que nos
inyectan otros es perdonando. Así como
lo oyen. De nada sirven parapetos. La
gente los va a herir a menos que se
vuelvan
ermitaños
encapuchados.
Perdonar es abrir la puerta que los
sacará del recinto de la amargura.
Corrijan el concepto en su cabeza, por
favor. Al perdonar a la persona que me
dañó, no le estoy haciendo un favor a
ella, me lo estoy haciendo a mí mismo:
cuando perdono sinceramente a mi
agresor la paz me inunda, aunque mi
agresor no se entere; de la misma forma,
cuando lo odio, me invade la
pesadumbre, aunque igualmente mi
ofensor esté totalmente ajeno a lo que
siento por él.
En ese instante recordé algo leído
muchos años atrás referente a que cierto
oficial del ejército americano que había
estado en la Segunda Guerra Mundial se
enteró de que uno de sus más queridos
compañeros se hallaba enfermo y solo.
El exitoso militar buscó la casa de su
amigo. Entró a ella y reconoció a su
viejo compañero en un sujeto pobre y
acabado. Al poco rato de platicar, el
hombre fuerte le preguntó al débil si ya
había perdonado a los nazis, a lo que
éste le respondió con una vehemencia
inusitada: «No. De ninguna forma.
Todavía los odio con toda el alma».
«Entonces», le dijo su amigo,
entristecido, «te tengo una mala noticia:
si aún no los perdonas significa que
ellos todavía te tienen prisionero».
—Es terapéutico aprender a
perdonar —continuó Vallés hablando
con volumen alto y rapidez efusiva—.
Deténganse en esto: a perdonar se
aprende; no es algo instintivo ni basta
con decir «ya lo olvidé». A mí, en lo
personal, me ha costado trabajo
ejercitarlo. Les confieso que durante
mucho tiempo estuve buscando la
fórmula, leí cientos de libros y consulté
a decenas de consejeros y guías
espirituales. Ninguno de ellos me ayudó.
Sabía que el perdón era la respuesta,
pero no hallaba la manera práctica de
llegar a él. Finalmente deduje una
técnica de tres pasos. A mí me funcionó
y desde entonces siempre la comparto
con mis amigos. Por favor, pongan
mucha atención. ¡Es importante! Para
perdonar a alguien se requiere: número
uno, ENFRENTAR ABIERTAMENTE
EL DOLOR por lo que nos hicieron,
número dos, EVALUAR LO QUE NOS
CUESTA AQUELLO QUE PERDIMOS,
y
número
tres,
REGALAR
MENTALMENTE
LO
QUE
PERDIMOS. Para dar el primer paso
dejemos de racionalizar diciendo «no
ocurrió nada, a fin de cuentas no me
afecta en lo absoluto la conducta del
otro, algún día me las pagará, pero
definitivamente yo estoy bien». Esa
actitud es absurda. ENFRENTAR
ABIERTAMENTE EL DOLOR es
reconocer que estamos terriblemente
heridos, que el proceder de aquél sí nos
afectó, nos hizo daño, nos duele
definitivamente… El segundo paso,
EVALUAR
EXACTAMENTE
LA
PÉRDIDA, significa calibrar lo que nos
quitó, hacer un recuento real de lo que
perdimos y reconocer el valor que eso
tenía para nosotros.
Hizo una pausa con la intención de
permitirnos ir punto por punto en
nuestros
razonamientos.
Shaden,
definitivamente atrapada por el tema,
tenía la vista extraviada. ¿Qué fue lo que
yo le quité a ella? ¿Seguridad,
autorrespeto, alegría de vivir, la
oportunidad de culminar su carrera, la
tranquilidad de sus padres? ¿Qué fue lo
que ella me quitó? ¿Mi familia? ¿Mi
paz? ¿Mi hijo? ¿Cuánto nos dolía a cada
uno la pérdida?
—El tercer paso —continuó Vallés
— es el más difícil. Es el salto de la
muerte, el punto culminante y definitivo.
Sin el tercer paso los otros dos no
sirven más que para reconocemos
abiertamente como mártires. Con él, en
cambio, la fórmula hace estallar el mal y
nuestra vida se llena otra vez de energía
positiva. Hemos reconocido el dolor y
evaluado lo que perdimos. Ahora
debemos REGALARLE A NUESTRO
AGRESOR AQUELLO QUE NOS
QUITÓ,
pensar
que
decidimos
obsequiárselo. No se lo merece,
definitivamente, pero como de cualquier
modo ya no lo tenemos, vamos a
volvernos mentalmente su amigo, tratar
de ponernos en sus zapatos, comprender
sus razones, justificar sus impulsos y
decirle con nuestro pensamiento: “Eso
que me quitaste (ya sé perfectamente qué
es y cuánto me duele haberlo perdido),
quiero pensar que te lo regalo…”. Este
último paso es el verdadero perdón, es
el giro definitivo, el último dígito de la
combinación. Sin él no hay nada; con él,
todo.
—Poniendo los pies en la tierra, ¿no
sería más realista —pregunté—, una vez
evaluado lo que perdimos, exigirle al
agresor que nos lo devuelva, para
DESPUÉS perdonarlo?
—¡De ninguna forma! La mayoría de
la gente cree que el perdón debe ser así,
pero es una reacción absurda. Si usted,
por ejemplo, rompe un jarrón en mi
casa, yo se lo cobro y cuando me lo
paga le digo “lo perdono”, en realidad
no estoy perdonando sino haciéndome
tonto y burlándome de usted. Al cobrarle
el importe de un error estamos a mano;
en cambio, si verdaderamente perdono,
el ofensor ya no tiene que pagar.
—Ya entiendo. Sería ilógico decirle
a un hombre que estuvo diez años en la
cárcel, después de cumplir su condena:
“Está usted perdonado”.
Shaden me miró directamente por
primera vez.
—Sin embargo —profirió ella—, no
se le puede decir a un asesino “te
perdono, sal a la calle y sigue haciendo
fechorías”. Las sanciones se imponen
por algo.
Vallés captó a dónde mi esposa
quería llegar y refutó:
—No sea tan literal, señora. Usted
no es una dictaminadora de delitos. Es
una mujer que sufre por la conducta de
su esposo, ha valorado el costo, ha
enfrentado el dolor y ahora se halla ante
la disyuntiva de tener que regalarle ese
costo.
—Pero no se lo merece —insistió.
El señor Vallés casi levantó la voz
exasperado:
—El perdón es un obsequio
inmerecido. Igual que el verdadero
amor. El amor real jamás podrá ser un
premio, el amor es un regalo. Los seres
humanos superiores son capaces de
decirle a sus hijos y a su pareja: Te amo,
no como premio a tu conducta sino «a
pesar de tu conducta…». Nadie que
condicione su cariño a alguien lo ama
verdaderamente.
Hubo un silencio tenso. En realidad
eran ideas penetrantes e irrefutables;
formaban parte de una forma distinta de
ver la vida, de una mentalidad más
elevada. Entonces comprendí por qué el
señor Valles era el dueño de la
empresa… Para llegar alto por la
escalera que no se derrumba no basta
con ser un manipulador metalizado; se
precisa tener calidad humana. Miré a mi
esposa, se veía un poco acabada pero
definitivamente hermosa. Quise pedirle
perdón, pero no se trataba de pedírselo,
se trataba de que ella me lo diera
voluntariamente y tal vez sin que yo me
enterara.
—Voy a contarles un testimonio muy
cercano que casi no sabe nadie fuera de
mi familia —compartió el hombre
bajando el volumen de su voz—.
Solamente tengo un hermano. Es mayor
que yo. Su matrimonio se deshizo hace
algunos años, ¿saben por qué? Porque le
fue infiel a su esposa. Mi hermano pasó
por una crisis de emociones, pero
finalmente se dio cuenta de su garrafal
error y acudió a su mujer herida. Ella se
había enterado del adulterio unas
semanas antes y cuando él llegó
arrepentido a solicitarle su perdón, ella
ya había tomado una decisión. Le dijo a
mi hermano que una infidelidad es algo
que simple y llanamente no se puede
perdonar, que por el bien de sus tres
hijos iban a seguir viviendo juntos, pero
que definitivamente las cosas ya no iban
a poder volver a ser iguales. A partir de
entonces ella le negó todo contacto
íntimo, le hizo la vida imposible.
Recuerdo con tristeza que en ciertas
reuniones se burlaba de él, lo humillaba
ante los demás y mi hermano sólo
atinaba a bajar la cabeza. Cuando
muchos años después sus tres hijos se
casaron y ellos se quedaron solos, una
noche en que mi cuñada se sintió sola y
llena de nostalgia le dijo a mi hermano:
«¿Te acuerdas de aquella infidelidad?
¡He decidido perdonarte!». Mi hermano
soltó una carcajada y le contestó: «No
gracias, ya no puedes perdonarme; he
sufrido vejaciones, malos tratos, burlas
y desprecio por el error que cometí; yo
lo acepté porque sabía que era mi
merecido, pero ahora no puedes
perdonarme ¡simplemente porque ya
pagué mi culpa!».
Queridos amigos: el perdón es un
obsequio que se da cuando la persona
acaba de cometer el error y que
definitivamente es imposible dar
después de que lo reparó. Ustedes dos
tienen mucho que perdonarse. Háganlo
ahora, antes de que comiencen a
cobrarse las cuentas pendientes, porque
después ya no podrán hacerlo.
—Un momento —dijo mi esposa
para evadirse de una orden tan directa
—. Yo coincido con su cuñada en que
una
infidelidad
es
simplemente
imperdonable. ¿Cómo se pasa por alto
algo así?
Me quedé con la vista fija en
Shaden. Era obvio que Karen no la
visitó en la víspera para hablar de
modas.
—Una infidelidad es traición en
grado superlativo, pero digan lo que
digan ustedes y los psicólogos,
definitivamente sí se puede perdonar.
Por supuesto la ciencia pondrá sus
obstáculos, pero el ser humano puede
desenvolverse
en
niveles
muy
superiores a los de la ciencia. Usted y su
familia creen en Dios. Si realmente está
tomada de la mano de Dios, Él la
ayudará a perdonar lo imperdonable…
—¿Pero cómo?
—Señora, ¿recuerda lo que dijo
Jesús cuando resucitó y se le apareció a
Pedro? El seguidor en quien Él
edificaría su Iglesia lo acababa de
negar, lo acababa de traicionar; además
de no tener el valor de defenderlo, le
dio la espalda y aseguró no conocerlo.
Jesús estaba en su justo derecho de
recriminar al discípulo, avergonzarlo
por su debilidad y pedirle cuentas por su
cobardía. Cualquiera de nosotros
hubiera hecho eso. ¿Qué le diría usted a
un amigo que lo traicionó? ¿Qué sería lo
natural? ¿Recuerda lo que le dijo Jesús
a Pedro en esas circunstancias?
Mi esposa movió la cabeza
negativamente.
—Le preguntó simplemente: “¿Me
amas?”. Qué cuestionamiento más
extraño, ¿no les parece? Pedro contestó:
“Sí, Señor, tú sabes que te amo”;
entonces Jesús le dijo: “Habíamos
quedado en algo antes de tu traición,
tal vez ahora las cosas deberían
cambiar, pero SI AÚN ME AMAS, no
cambiarán. Apacienta mis corderos”.
Pedro se quedó pasmado por tal
afirmación. Jesús, al verlo asustado,
volvió a preguntar: “¿Me amas? ¿Estás
seguro?”. Hizo la pregunta tres veces, el
mismo número de veces que Pedro lo
negó. Diríase que para cada afrenta Él
no tenía reclamación alguna. Sólo la
pregunta “¿Me amas?”[19].
Nos miró en silencio. Impactada por
el ejemplo, Shaden había bajado la cara.
—Todos podemos cometer errores.
Algunos muy graves, es cierto, pero no
por eso vamos a divorciarnos de todo
aquel que cometa un error… El mensaje
de Jesús es claro: no debes burlarte ni
encarnizarte contra el que ha fallado;
decide cuál será tu conducta sólo
después de preguntarle si aún te ama…
Shaden lloraba en silencio. Yo tenía
el ánimo resquebrajado, pero me hallaba
ecuánime: tal vez había llorado
demasiado en las últimas horas.
Antonio Valles concluyó dándonos
una recomendación llena de emotividad
y fuerza:
—Antes de seguir sufriendo o
decidir decirse adiós para siempre,
señora, acérquese a su esposo y
pregúntele: «¿David, aún me amas?». Y
si la respuesta es Si, dígale: «¡Entonces
seguimos adelante!. Si me amas,
cuentas conmigo, estoy a tu lado, no te
voy a dejar, somos amigos, te
perdono…». David, haga usted lo mismo
con ella. De verdad vale la pena
intentarlo…
Me dejé vencer y a mi vez bajé la
cara para ocultar las lágrimas. Había
asimilado el concepto con mucho dolor.
En ese momento el jefe de piso salió
del cuarto de Daan y se acercó para
informarnos que todo estaba listo, que
los camilleros iban a proceder a llevar
al niño a su nueva habitación.
Nos pusimos de pie.
Daniel no despertó cuando lo
movieron.
Todos juntos bajamos por el
elevador.
16
LA JERARQUÍA DEL
HOGAR
En cuanto acabaron de hacer el traslado
del pequeño y lo dejamos apaciblemente
dormido en su cama, le pregunté al
señor Valles:
—¿Cómo va Jeanette en su nuevo
puesto?
—Sufriendo un poco. Le hace falta
el apoyo de usted.
Entonces sentí como si una ráfaga
me indicara el agujero al que podía
acercarme para respirar aire fresco.
—Necesito pensar en todo lo que
acaba de decirnos —comenté inhalando
profundamente—. Voy a salir del
hospital unas horas para ir a la empresa.
Ayudaré a Jeanette en los pendientes
más importantes y volveré dentro de un
rato.
Vallés se encogió de hombros y me
dijo:
—No tiene que hacerlo.
—Lo sé, pero necesito una tregua.
—De acuerdo. Yo me quedaré unos
minutos más con su esposa. Tal vez
usted y yo nos veamos después.
Caminé al elevador como un robot.
Lo llamé, entré a él, oprimí el botón,
todo con movimientos burdos, atávicos,
inadvertidos. Cuando llegué a la planta
baja las puertas del ascensor se
abrieron, pero no me bajé de él. Pulsé
nuevamente el botón del tercer piso y
regresé.
Fui al cuarto de Daan sin saber
exactamente por qué. Me acerqué a la
habitación por el corredor, pero un
metro antes de llegar me detuve. La
puerta estaba abierta, de modo que la
conversación sostenida entre Antonio
Vallés y mi esposa se escuchaba
perfectamente. Por si alguien me
observase, fingí mirar algo en la pared,
como quien se detiene a contemplar una
pintura inexistente dentro de una galería
también ficticia. —Sus conceptos son
muy bellos —dijo ella—, pero chocan y
contradicen cuanto he aprendido durante
toda mi vida.
—Puede ser —respondió él—, mas
nunca es tarde para desplazar estilos
ineficientes y dañinos de pensar. El reto
requiere
aprovechar
todas
las
oportunidades que se le presenten. Ésta
es una oportunidad excelente para luchar
por el amor y aprender a perdonar.
¡Inténtelo!
¡Es mucho más complejo de lo que
usted cree! ¡No se trata sólo del amor,
sino de todo un sistema de vida! Me
molestaría regresar a él. Lo cierto es
que me desagrada el papel de la mujer.
¿A qué se refiere?
—Me asusta vislumbrar el futuro
como una divorciada, pero volver al
pasado de un ama de casa me enferma.
Caer en lo mismo, como si todo esto no
hubiera servido de nada, es una idea
contra la que, discúlpeme usted, me
rebelo abiertamente. A mí me toca hacer
un trabajo arduo que no termina nunca.
Ahora quisiera ser más libre y
realizarme. La mujer es tan capaz como
el hombre. Usted mismo ha preferido
como gerente general de su empresa a
una mujer. Quisiera recuperar a mi
familia pero no bajo el mismo esquema.
Las labores en la casa son agobiantes:
apenas se termina de arreglar y ya hay
que volver a empezar. Eso le quita el
entusiasmo a cualquiera.
Me quedé helado al escuchar unas
razones que desconocía. Jamás pensé
que mi esposa estuviese luchando no
sólo contra mi mal temperamento sino
también contra su poco gratificante
modus vivendi.
—Jeanette es un caso especial —
contestó Vallés en voz baja, como
dándose tiempo para discernir su
respuesta—. Ella puede desempeñar el
papel de ejecutiva por tiempo completo,
y a veces más, porque su marido está
imposibilitado para tener hijos; además
es pintor y su trabajo requiere de total
silencio y soledad. Eso la obliga a ella a
organizarse de forma especial. Y vaya
que lo hace bien… Con todo, es celosa
de su casa y no ha evadido su
responsabilidad natural de ser el eje de
su pequeño hogar.
—De acuerdo. Yo no quisiera
tampoco esclavizarme a una empresa,
sólo superarme y ser más feliz.
¡Pues hágalo!, pero sin olvidar sus
prioridades —el anciano subió el
volumen de su voz con determinación—.
La familia debe ser número uno y eso no
se puede discutir. Si su vida no tiene
sentido es por culpa de usted, no de las
labores domésticas. ¡Es correcto que
busque progreso personal no sólo por su
bien, sino por el bien de su mismo
matrimonio! La realización individual
es indispensable para que exista
convergencia de pareja. Una de las
principales causas de ruptura conyugal
es esa: el varón sigue creciendo y la
mujer se estanca hasta que llega el
momento en que no tienen nada en
común, nada que compartir, nada que
preguntarse. La esposa puede ser capaz
de
lograr
mayor
plenitud
si,
primeramente, tiene una actitud positiva
y emprendedora. Sentirse agobiada es
sinónimo de inutilidad. Ser inútil no es
hacer pocas cosas, sino hacer muchas
con apatía y desgano.
»Fructificar está al alcance de
cualquier ama de casa, buscando trabajo
de jornada reducida, yendo a estudiar
una carrera o especialidad en horario
cómodo, practicando algún deporte,
tomando clases especiales de aquello
que le gusta y nunca tuvo tiempo de
aprender, leyendo o dedicándose a
cultivar alguna actividad artística o
técnica de forma independiente.
—En ese orden de ideas podría
decirse que la misión de la mujer en esta
Tierra es secundaria, ¿no le parece?
—¿Secundaria? ¡Sólo si es muy
tonta! Y puede ser; hay de todo en la
viña del Señor. Con frecuencia se ve a
mujeres histéricas encerradas en su casa
con hijos histéricos que luchan por
escapar de su madre. El reto de la mujer
implica sobre todo formar nuevos seres
humanos. Fíjese bien en esto: la
herencia del hombre hacia sus hijos es
primordialmente material; todo lo
material se acaba, es efímero. La
herencia de la mujer, en cambio, es
espiritual, de conocimientos, de
educación. Los hijos se quedarán con
esta herencia toda la vida e incluso me
atrevería a decir que se la llevarán
consigo cuando se mueran. ¿Le parece
una misión secundaria?
Shaden tardó en contestar. Su voz
sonó ligeramente afligida.
—De acuerdo, me ha convencido…
Pero educando a los niños y de paso
realizándose un poquito, ¿quién cuidaría
de la casa?
—Si se organiza puede arreglarla de
manera eficaz y prontamente, o buscar
una ayudante. Casi cualquier marido
deseará brindarle a su esposa esa
asistencia con tal de no verla a diario de
mal humor. Ahora, supongamos que su
marido es de los que no quieren
cooperar; usted entonces deberá lograr
que la actividad creativa que eligió le
permita también obtener algunos
ingresos para pagar, al menos, el sueldo
de su ayudante doméstica; si no le queda
más ganancia que esa, véalo así: usted
simplemente cambió el trabajo que no le
gustaba por otro que le agrada más. La
mujer casada no debe sentirse esclava.
Puede incluso ayudar mucho en la
economía del hogar, pero por ningún
motivo debe olvidar que el esposo sigue
siendo el director general de la casa. La
sociedad entera depende de que las
mujeres entiendan esto: si se alteran
confundidas y salen a las calles huyendo
del hogar, las familias mermarán y una
sociedad en la que no exista unión
familiar es un caldo de cultivo para las
peores alimañas humanas que se haya
podido imaginar.
¿Cómo está eso de que mi esposo es
el director general de la casa? —objetó
Shaden inmediatamente—. ¡No estoy de
acuerdo, señor Vallés! Yo creo que
tenemos el mismo grado. Nadie es jefe
de nadie. El hogar debe ser una
sociedad armónica de cooperación
mutua.
—Claro, pero cada uno tiene su
misión. El hombre no es más que la
mujer, pero recuerde una regla básica de
la administración: Quien tiene mayor
responsabilidad,
tiene
mayor
autoridad. En las familias en las que el
hombre es un irresponsable, la mujer
tendrá más autoridad, pero si él está
realizando con valor y entrega su papel,
es obligado darle su lugar. En una
familia normal el hombre es responsable
de todo cuanto pase en el seno de su
hogar. Si existen dentro de una casa
delitos graves o alteraciones que afecten
a la sociedad, el padre puede ir a la
cárcel, aunque no haya sido él el
ejecutor directo de los ilícitos. Esto es
porque se reconoce al varón como jefe
de la familia con autoridad y
responsabilidad suprema. ¡Por favor,
señora, no haga pleitos por el poder ni
dé órdenes cruzadas y contradictorias a
los hijos! Para que un hogar funcione
como es debido, empecemos por aceptar
el orden natural del diseñador.
¿El diseñador?
—Sí. Dios diseñó la familia
conforme a una estructura. Le dijo a sus
hijos que aceptaran responsablemente el
precepto: La cabeza de todo varón es
Dios y la cabeza de la mujer, el
varón[20]. Las casadas estén sujetas a
sus maridos porque el marido es
cabeza del hogar[21].
—¡Pero eso ya no se da! —Protestó
mi esposa con cierta ironía—. ¡La
mayoría de los hombres son alérgicos a
todo aquello que huela a Dios y no
obedecen Sus preceptos!
—Quizá por culpa de las mujeres
mismas. La Biblia dice muy claro: “Las
esposas acepten la autoridad de sus
esposos para que los que no crean en el
mensaje de amor se convenzan, no
tanto por las palabrea (gritos y
ultimátums) sino por la conducta pura
y respetuosa de sus esposas. Mujeres,
que el adorno de ustedes no consista en
cosas externas como peinados, salones
de belleza, joyas de oro, vestidos
lujosos, sino en lo íntimo de su
corazón, en la belleza incorruptible de
su espíritu suave y tranquilo”[22].
Ya no escuché a Shaden responder
airada. En el cuarto se hizo el silencio.
Estuve tentado a entrar o desaparecer
antes de que alguno de los dos,
aprovechando la pausa, saliera y me
descubriera fisgoneando. Pero a los
pocos segundos escuché al señor Vallés
continuar en un tono duro pero dulce a la
vez.
—Shaden. Ya basta de altivez, basta
de vanidad, basta de jactancia. Usted no
es la autoridad máxima de su casa,
pero SÍ es la base en el bastidor en el
cual se lijan los lienzos para que sus
seres queridos puedan pintar obras
maestras. No se degrade con el
libertinaje sexual. Su naturaleza vital la
hace un ser diferente a su esposo, un ser
esencialmente superior al que se le ha
asignado una tarea superior, no de
mando ni de ataque, ni de líder guerrero,
sino de amor. Los hombres no estamos
capacitados para sentir como las
mujeres, eso es cierto; no tenemos la
fortaleza física ni mental para dar a luz,
criar y educar a un hijo[23]. Se sabe que
algunos animales hembras son capaces
de dejarse comer por sus crías para que
éstas no mueran de hambre, algo que un
macho no haría ni de broma. En este
mismo momento, si los médicos le
dijeran que alguien debe dar su vida a
cambio
de
que
Daniel
sane
completamente, tal vez su esposo lo
dudaría, pero usted no. La mujer está
hecha de otro material, con otras
cualidades que la hacen ser el centro
vital de la humanidad, aunque casi
nunca se le dé el crédito que merece.
Mas no se moleste ni se ponga en pie de
guerra por ello. ¿Ha caminado por un
bosque en medio de enormes árboles?
Seguramente cuando lo hizo no se le
ocurrió exclamar: «¡Qué hermosas y
fuertes son las raíces de estos árboles!»,
¿o sí? De la misma forma cuando visita
el centro de alguna metrópolis y observa
los rascacielos, ni a usted ni a sus
acompañantes se les antoja decir: «¡Qué
fabulosos cimientos se han construido
aquí!». Todos elogian el árbol, la flor, el
edificio, no lo que lo sostiene y le da
fuerza[24]. ¿Es injusto? Tal vez, pero es
así. La esposa constituye, ni más ni
menos, los cimientos de su marido e
hijos, usted es la energía que mantiene
en pie a su hogar, es la savia que nutre a
cada uno de sus miembros; si renuncia,
el obelisco se viene abajo. Ellos la
necesitan enormemente, aunque no se lo
digan. La mujer es el tesoro más grande
de la tierra, vale mucho, pero no
quejándose de su mala suerte, no
llorando por la ingratitud de los
hombres, no encerrada gimoteando y
profiriendo maldiciones. Su naturaleza
es poderosa, en realidad es el sexo
fuerte, es el factor de cambio positivo,
es la reserva de amor, la fuente motriz.
Si la mujer se derrumba se acaba la
moral, la paz, los valores. Es cierto que
con su enorme capacidad ustedes
podrían desempeñar cualquier trabajo,
igual o incluso mejor que los varones;
algunas que no tienen el apoyo de un
marido lo hacen y muy bien, pero
muchas que sí lo tienen pretenden
subvertir los papeles sin razones ni
necesidad. En realidad los hombres
podemos hacer muchas cosas, ir de un
lado a otro, trabajar, sudar, emprender
negocios, pero siempre y cuando, en lo
más hondo de nuestro ser, sepamos que
alguien nos está esperando en casa…
Shaden: levántese, reorganice su vida.
Poner a su esposo en el filo de una
navaja para hacerlo reflexionar y
valorarla fue una idea muy inteligente, la
felicito por ello. Pero ya logró su
cometido. No siga con esto porque la
estrategia puede volverse contra usted.
Dios está tomando de la mano a las
mujeres que saben darse a respetar, pero
que no abandonan el campo de batalla,
que se valoran a sí mismas pero
perdonan aunque no haya razones para
perdonar, que se saben poderosas, pero
con todo y eso se mantienen fieles a sus
parejas. Dios tiene un lugar privilegiado
para las mujeres que no desisten, que
han sabido cumplir la misión de ser el
sustento de esa casa. Animo, señora
Arias, inconfórmese, luche por un futuro
mejor. Hasta ahora lo ha hecho bien,
pero no se confunda ni se desplome. Su
misión va mucho más allá de lo que se
ha podido imaginar jamás…
En el cuarto nadie habló. Ya no me
sentí nervioso por la posibilidad de que
me
sorprendieran
espiando.
Ensimismado,
evaluaba
la
gran
responsabilidad que tenemos los
esposos de animar y ayudar a la mujer
en su importantísima y poco gratificante
misión.
Pensé en el señor Valles. ¿Por qué
estaba haciendo todo eso para
ayudarnos? ¿Cuál era la razón real? Sus
empeños ya no me parecían producto de
una obra altruista. ¿Qué intereses lo
estaban moviendo?
Cuando más absorto me hallaba en
mis cavilaciones aparecieron al fondo
del pasillo los padres de Shaden
caminando hacia mí. ¡Los padres de
Shaden! ¡Dios mío! No supe qué hacer.
Contemplé extasiado la pintura ficticia,
pero ésta se desvaneció. Quise entrar a
la habitación, pero hubiera sido
delatarme abiertamente. Intenté caminar
hacia ellos, pero se hubiese visto falso.
Ante tan embarazosa situación me limité
a sonreír como un idiota. La pareja se
aproximó observándome con suspicacia.
Detrás de mis suegros venía el joven
delgado a quien le fracturé el tabique
nasal… Mi rostro debió azorarse más al
descubrirlo, no tanto por haberlo
agredido físicamente, ni por haberme
sospechado cornudo gracias a él, sino
por verlo, por primera vez, vestido con
su sotana negra…
—Queremos presentarle —comentó
mi suegra en cuanto llegaron frente a mí
—, al padre Lucano, el sacerdote de
nuestra parroquia… Aunque —sonrió—,
creo que ya se conocen.
—Padre… —Le dije haciendo un
gesto de arrepentimiento— yo no sabía
que usted era… Creí que…
—No se preocupe.
Hubo un silencio largo.
Me dirigí a mis suegros.
—Lo que les comenté ayer —logré
articular al fin— no fue fingido.
—Lo sabemos —dijo el señor—. Mi
esposa y yo lo discutimos y llegamos a
la conclusión de que no tenemos derecho
a participar en este problema…
Los miré fijamente. ¿Qué intentaban
decirme?
—Yo siempre quise tener un hijo —
continuó—. Cuando Shaden nació
recuerdo que me sentía un poco triste
porque había sido niña. El médico me
reprendió con una frase que no se me ha
olvidado desde entonces: AL EDUCAR
A UN HIJO SE FORMA UN HOMBRE,
PERO AL EDUCAR A UNA HIJA SE
FORMA UNA FAMILIA. Más que nunca
se aplica eso ahora. Amamos
profundamente a Shaden. Nos ha costado
mucho trabajo entender que debemos
hacernos a un lado y dejarla vivir su
propia vida, aunque sufra. No tenemos
nada contra usted.
Las
lágrimas
comenzaron
a
martillarme los párpados.
—Perdónenme, por favor.
Mi suegro fue el primero en
tenderme la mano. La tomé, pero al
instante, sin saber quién de los dos había
iniciado el gesto, nos abrazamos. Fue un
abrazo firme, sincero, un acercamiento
entre dos caballeros que hacen la paz.
Me separé de él y miré a la señora. Con
más recelo me ofreció el saludo, pero
esta vez, consciente de ser yo el
propiciador del ademán, la atraje hacia
mí y la abracé. No me rechazó ni me
palmeó, como su esposo; simplemente
se dejó hacer languideciendo de su
postura firme y soltándose a llorar.
—Por favor —me dijo—, no haga
sufrir a mi hija. Usted es un buen
hombre.
Nos separamos y la tomé por los
hombros para decirle que sí.
El padre Lucano presenciaba la
escena callado. Le tendí la mano. Me
dio la suya sin dudarlo.
—Ánimo —comentó—, todo se va a
arreglar, ya lo verá. Por mi parte no se
preocupe. Si pasó algo malo, ya no lo
recuerdo.
—Gracias…
Rodeé con un brazo la espalda de la
señora y entramos a la habitación. Un
hálito mágico, pesaroso, incierto, inundó
el recinto.
Shaden se quedó boquiabierta
mirándonos como si se tratara de una
aparición. ¡Su madre estaba llorando y
yo la abrazaba!
El señor Vallés se puso de pie. Las
visitas lo saludaron, se acercaron a
Shaden para darle un beso y el sacerdote
caminó hasta la cama del pequeño.
Mi esposa explicó a los presentes
cómo el niño volvió en sí y las tristes
circunstancias en que lo hizo. Hubo
muchas preguntas y exclamaciones de
asombro.
Después de un rato Vallés se percató
de que éramos demasiadas personas en
el lugar. Se despidió con ademanes
corteses y salió del cuarto. Lo seguí.
—Qué rápido regresó.
—No me he ido —confesé.
—Lo supuse.
—Señor Valles… ¿Por qué nos ha
brindado tanto apoyo? Una cosa es la
ética de ayudar a un empleado en sus
conflictos y otra convertirse en
mediador…
—Detesto ver que las familias se
deshagan simplemente por manejar mal
los conceptos…
—Discúlpeme que lo contradiga,
pero esa me parece una razón ilógica.
Hay millones de casos así. Las
estadísticas dicen que más del cincuenta
por ciento de los matrimonios fracasan,
usted es un importante empresario, no un
consejero matrimonial… ¿Por qué ha
hecho todo esto por nosotros?
Me miró evasivamente, como un
hombre acorralado en flagrante delito.
Se encogió de hombros y suspiró.
—Algo muy especial ocurrió en mi
matrimonio hace años… Eso me hizo
formar parte de una cadena de
compromiso. Algún día tal vez me
entienda. Hice una promesa. Fue algo
muy fuerte. Una promesa sagrada. Por
eso estoy aquí.
Me encogí de hombros.
En la sala de visitas estaba parada
una mujer observándoos. Sentí que el
suelo se abría bajo mis pies. ¿Venía a
hablar conmigo, con Vallés o con mi
esposa? ¿Venía en son de empleada, de
amante o de rival?
—Karen… —dijo el anciano al
verla—. ¿Qué hace usted aquí?
17
¿EN QUÉ PENSABAS,
SEÑOR?
La esbelta mujer se acercó a nosotros
con lentitud. Traía puesto un jumper
color verde y zapatos deportivos.
—Como puede ver —le dijo al
presidente apenas estuvo cerca—, no
vengo vestida con el uniforme de la
empresa.
Valles asintió sin decir nada. De
acuerdo, ¿y?
Karen me miró de reojo.
—Necesitaba arreglar un asunto…
No puedo presentarme a trabajar
mientras tenga eso pendiente.
Mis suegros, acompañados del
padre Lucano, se reunieron con nosotros
en el pasillo. La secretaria gerencial
parecía cohibida entre tanta gente.
—¿Se trata de problemas con la
empresa? —preguntó el anciano.
Karen negó con la cabeza. Comencé
a transpirar. Si pretendía hablar
conmigo, yo no quería hacerlo; si iba a
hablar con el señor Valles, yo estorbaba.
Shaden estaba sola.
Aunque ansiaba saber hasta dónde
quería llegar la mujer que casi pudo
convertirse en mi amante, me disculpé
con todos y di la media vuelta para
entrar a ver a Daniel. En la habitación
podía percibirse un agudo olor
antiséptico. Mi hijo seguía durmiendo
apaciblemente. Le habían retirado la
botella de suero. Mi esposa se hallaba
encorvada, tapándose el rostro con
ambas manos. Al escuchar el leve
rechinido de las bisagras de la puerta se
limpió la cara y se incorporó para ver
quién había entrado. Sus ojos
enrojecidos delataban un llanto muy
reciente.
Tras de mí cerré la puerta rogándole
a Dios que nadie nos interrumpiera, al
menos no Karen…
Me senté frente a mi mujer sin decir
palabra. Volvió a inclinar la cabeza
sabiendo que se avecinaba otra
tormenta. No cooperó, pero tampoco
eludió la situación.
—Necesito que hablemos, Shaden…
La incertidumbre y la soledad están
acabando conmigo…
No sé por qué, al pronunciar estas
palabras cerca de nuestro hijo enfermo,
recordé nítidamente la escena en la que
el cataclismo estaba a punto de ocurrir:
yo me hallaba acostado con los ojos
cerrados; Daniel acababa de sufrir el
primer ataque convulsivo; mi esposa
trataba de acercarse y yo la rechazaba.
¡Qué curiosa forma tiene la vida de
devolvernos los golpes! El mal que
hiciste a alguien tarde o temprano se
volverá contra ti; el escarnio del que
fuiste protagonista, antes de que mueras
te escarnecerá el alma…
¿Qué nos está pasando, David? Me
siento muy sola.
Quise contestar: «yo también» pero
mi boca permaneció cerrada.
Trató de sentarse en la cama junto
a mí y, como no hallara espacio, se
levantó confundida y triste.
Abrí los ojos. En la habitación se
respiraba un ambiente nostálgico y
agobiante, como si el aire hubiese
multiplicado su densidad y tratara de
aplastarnos…
¿Qué es lo que te pasa? ¿Estás
enojado conmigo? ¿Te hice algo?
¡Dímelo! ¡Ya me cansé de tu silencio!
Mi corazón latía presuroso.
—No sé cómo empezar —intenté.
Extraje del bolsillo de mi camisa un
papel doblado en cuatro partes y se lo
tendí diciéndole—: Esto lo escribí por
la noche. ¿Sabes?, en ese viejo sillón es
imposible dormir…
Shaden tomó la hoja con desinterés.
Hasta entonces levantó los ojos para
verme. Qué hermosa parecía no obstante
también denotar absoluta falta de ánimo.
En su rostro se adivinaba aflicción y
pesadumbre.
Parecía
derrotada,
resignada. Eso me causó una gran
aprensión. Tal vez después de escuchar
las bases del perdón y la esencia vital
de la mujer, se estaba mostrando ante mí
con la guardia abajo, sin ánimos ni
argumentos para defenderse. ¡Pero yo no
la quería así! No permitiría que volviera
a mi lado si había dejado de amarme.
—Cariño —le dije con cautela—,
tengo que confesarte una cosa. Escuché
parte de la conversación que tuviste con
el señor Vallés hace unos minutos —
levantó las cejas en señal de alerta— y
aunque creo que cuanto te dijo es
verdad, también me he convencido que
los hombres no somos dueños de
nuestras mujeres; el acta de matrimonio
no es una factura; la esposa no es un
objeto; nadie tiene el derecho de tratar a
su cónyuge con ínfulas de propiedad.
¡Qué forma tan dura de aprender la
lección, mi vida! ¡Cuántos errores
cometí contigo! —La voz se me quebró
—. ¡Cuántas humillaciones te hice!
¡Cuántas escenas de machismo y
autoridad desmedida tuve con alguien
que no cometió más pecado que amarme
y entregarse a mí sin condiciones!
Mis palabras debieron ser como una
mano que toca la herida abierta, porque
bajó la cara y comenzó a llorar.
La miré con nostalgia. Yo era una
persona de buen corazón. Las
estupideces cometidas se debieron a la
inmadura idea de querer educarla como
a una alumna neófita. Ella se casó
conmigo no para ser instruida sino para
ser mi socia, mi compañera… Y yo,
desilusionado por la aparente falta de
afinidad entre nosotros, en vez de darle
su lugar me dediqué a hacerle la vida
imposible…
Shaden respiró y se limpió el rostro
para encararse conmigo Permaneció
quieta, inmutable como una estatua que
no se sabe si esta punto de
desmoronarse o de ponerse en pie…
Comprendí que no tenía la menor
intención de leer la hoja escrita que le
di, así que la recuperé con un
movimiento suave y la desdoblé.
—Voy a leértela. En realidad, no es
una carta para ti —aclaré—. Es una
plegaria, una visión, un presentimiento
que tuve… Comencé a escribirla la
noche que te fuiste de la casa y pensé
mucho en ella el día en que estuve en la
cárcel por haber golpeado al padre
Lucano…
Sus ojos me traspasaron como rayos
gamma.
—Lo siento. Yo supuse que era tu
amante… Después me enteré que era un
sacerdote… No hizo el menor gesto ante
lo que debió parecerle una suposición
absurda.
—¿Sabes, Shaden? —Continué con
voz muy baja—. Desde hace muchos
años yo he pensado que en realidad NO
formábamos la pareja adecuada y que
quizá tú hubieses hallado la felicidad
casándote con otro hombre y yo la
plenitud unido a otra mujer más afín.
Pero estaba equivocado… Quiero que
escuches mi plegaria original y el sueño
que tuve anoche…
Inicié mi lectura entrecortadamente,
haciendo frecuentes pausas.
¿En qué pensabas, Dios mío,
cuando hiciste aparecer en mi vida a
Shaden y propiciaste nuestra unión
sabiendo que no éramos compatibles?
¿En qué pensabas, Padre, cuando
hincado con ella frente a tu aliar nos
bendijiste conociendo las enormes
dificultades que nos esperaban?
¿En qué pensabas cuando ocultaste
nuestros defectos permitiendo que nos
diéramos cuenta de ellos siendo
demasiado tarde?
No creo en el azar. Hay demasiada
perfección en la naturaleza, en el reino
vegetal y animal, en el mundo
microscópico, en el universo entero
para suponer que todo es obra de la
casualidad; no creo en ella, no creo en
destinos nefastos ni en la mala suerte.
Creo en ti, Señor. Creo que de alguna
forma tú piensas las cosas antes de que
ocurran y nosotros formamos parte de
tus sueños.
Dime, por favor, ¿cuál era tu sueño
cuando permitiste en nuestro hogar
esas crisis económicas que nos
llevaron a discutir sobre dinero y
mando?
¿En qué pensabas. Señor, cuando
nos diste este hijo tan especial, a quien
Shaden y yo amamos separadamente
con toda el alma, pero a quien nos
cuesta tanto trabajo amar unidos?
¿Cuál era tu sueño, Padre, al dejar
que mi esposa y yo nos alejáramos y
nos perdiéramos la confianza?
No soy un hombre malo; soy
simplemente un ser humano que ha
perdido el control de su vida. Con tal
de no estar en mi casa solía alargar las
horas de trabajo o irme con amigos; y
cuando llegaba a ella gritaba,
regañaba, me enfurecía o simplemente
me encerraba con doble llave… Pero
hacer eso me produjo un gran vacío,
una gran infelicidad, porque si no tenía
una familia para la cual trabajar, mi
trabajo perdía totalmente su sentido.
Señor, dame una luz. ¿En qué
pensabas cuando permitiste que este
caos se apoderara de mi hogar? ¿En
qué pensabas, Señor…? ¿Cuál era tu
sueño?
Estuve dando tumbos varios días
preguntándome todo esto hasta que,
hace un rato, caí rendido con la cara
llena de lágrimas secretas.
Apenas recosté la cabeza en el
sillón del hospital, sentí que mi alma
penetraba por un abismo enorme y me
estremecí al escuchar una profunda y
penetrante voz:
¿No te das cuenta que mi sueño ha
sido siempre tu dicha? ¿Que un hogar
lleno de alegría es lo que pensaba para
ti? La mujer que te di por compañera
es con la que mejor aprenderías las
lecciones importantes de la vida. Con
ella, y sólo con ella, ibas a poder
engendrar el hijo que tienes. Yo había
trazado grandes planes para él.
Despierta. Por favor. Una familia
fuerte se construye con sacrificio y
trabajo, pero no has querido pagar el
precio, no has estado dispuesto a
esforzarte más. Todo lo has deseado
muy fácil y con tu egoísmo lo estás
echando a perder. Pretendes la
felicidad en bandeja de plata, pero sólo
se es feliz cuando se contempla el fruto
del esfuerzo propio. Tú eres mi sueño.
He pensado en ti siempre que te ofrezco
una disyuntiva en el camino; quiero lo
mejor para ti para tu esposa, para tu
hijo. Pero no voy a quitarte la libertad
de decidir, no eres un robot. ¡Eres libre!
¡Reacciona ahora! ¡Estás a tiempo!
¡Aún puedes convertir a tu familia en
aquello que yo pensé; aún puedes
hacer realidad mi sueño!
El volumen de mi voz fue tan alto al
terminar de leer la parábola que Daniel
se inquietó, comenzó a moverse y a
quejarse… Shaden y yo, ansiosos, nos
pusimos de pie, pero a los pocos
segundos el pequeño se acomodó y
volvió a quedarse dormido.
—Me enteré de que vino a verte una
mujer llamada Karen —aventuré—. Lo
que te dijo fue mentira.
¿Lo fue, David?
—Bueno… Es cierto que entre ella y
yo hubo algo, pero no llegó a mayores.
¿A qué le llamas «mayores»?
—No tuvimos relaciones sexuales…
¿Ah sí? Pues ella me describió la
cicatriz de la operación de tu hernia
inguinal. ¿Se la enseñaste como muestra
de compañerismo?
La sangre se me subió a la cabeza.
Era de suponerse. La muy bribona le
había dicho a mi esposa que…
¿Qué fue lo que te dijo? —increpé
furioso.
—Sólo la verdad, David…
—Pero espera… —Me puse de pie
y comencé a caminar por la habitación
respirando agitadamente—. Eso no es
cierto… Nunca Fuimos amantes.
—Esa mujer vino a desahogarse
conmigo, estuvo llorando, David. Me
explicó que tú la buscaste porque te
sentías vacío; me aseguró que entre ella
y tú hubo siempre un atracción muy
fuerte… Me dijo que se amaban, que se
habían besado, acariciado y que…
Shaden se interrumpió pues las
lágrimas estuvieron a punto de brotar de
sus ojos. Las reprimió. No quería llorar
frente a mí hablando de ese tema para
que no pensara que era por mí…
Me invadió una desesperación
indómita. Un hombre casado, hallándose
frente a una extraña que le ofrece su
calidez, sus caricias, su consuelo, su
cuerpo desconocido para él, fácilmente
pierde la visión de las cosas y se deja
llevar por la seductora tentación (al fin y
al cabo es sólo una aventura pasajera y
nadie tiene por qué enterarse); pero no
se da cuenta que además de la visión
pierde su valor intrínseco, quedando
maniatado a merced de alguien que
puede destruirlo de un zarpazo si le
viene en gana.
«Imbécil, cretino, estúpido…», me
repetía mentalmente mientras caminaba.
«Eso y más te mereces».
—Perdóname,
Shaden
—dije
entrecortadamente—. Es cierto que
siempre admiré a Karen, es cierto que la
quise…, pero como amiga, como una
gran amiga. Algunas veces le platiqué de
lo mal que iba mi vida sentimental…
Hubo abrazos y caricias, pero nunca
hicimos el amor…
Shaden tardó en contestar. Mi
confesión, lejos de ayudar a despejar
sus dudas, la hizo sentir aún más
desilusionada.
—Ayer me llamó nuevamente para
decirme que te dejara libre de una vez,
que ustedes se amaban —comentó
Shaden en voz baja—. Le colgué el
teléfono cuando me informó que
posiblemente estaba embarazada de ti.
—¿Eso te dijo la muy…? —Me
levanté como movido por un resorte—:
¡Es mentira, Shaden!
Salí de la habitación y corrí por el
pasillo rumbo a la sala de visitas. Si
Karen pretendía chantajearme no me
detendría en hacerla desmentirse.
Seguramente en ese momento estaría
platicándole sus penas al señor Vallés.
Iría por ella, la traería por la fuerza si
fuese preciso y me encararía con ella
frente a mi esposa…
18
LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD
Llegué a la sala de visitas, pero no hallé
sino al aseador que vaciaba los cestos
de basura en su carrito. Le pregunté por
las personas que estaban allí y me
informó que se habían ido… Con
grandes zancadas acudí hasta el
mostrador de enfermería.
—Eran cinco adultos: los padres de
mi esposa, el gerente de mi empresa, un
sacerdote con anteojos y una mujer
vestida de verde, ¿no sabe usted dónde
se metieron?
Todos se habían retirado cinco
minutos antes. No lo pude creer. El
asunto pendiente que había traído a la
secretaria gerencial hasta ahí debía ser
resuelto por mí (al menos eso creía yo),
de manera que si las visitas habían
desaparecido, con toda seguridad Karen
no tardaría en reaparecer por algún
rincón para negociar el conflicto con la
persona indicada.
Estuve paseándome por los pasillos
buscándola, pero fue inútil, no estaba…
«Si
vuelve»,
me
consolé,
«seguramente irá directo a la habitación
de Daan y ahí la estaremos esperando».
Apreté los dientes y regresé con
pasos cortos mirando a mí alrededor…
Shaden, recargada en el vano de la
puerta me observaba.
¿La viste? —le pregunté.
—Sí. No sé a qué vino, pero ya se
fue.
Mi esposa entró nuevamente al
cuarto con actitud pensativa.
—Por favor —le dije tomándola del
brazo para obligarla a mirarme—.
Olvidémonos de la gente que está
afuera. Concéntrate por favor en el
hecho de que estamos tú y yo solos…
¿Qué quieres decir?
¡Estamos solos! ¡Reconóceme! Soy
tu esposo… Soy la persona de la que te
enamoraste hace años. Juntos iniciamos
una aventura en la que prometimos no
separarnos jamás. Hemos cometido
errores. Los problemas nos han
aplastado hasta casi asfixiarnos, pero
seguimos juntos… Bien o mal aquí
estamos. Con nuestro hijo…
¡Vamos a tomarnos fuerte de la mano
los tres! Y si el cataclismo nos aplasta,
que sea a los tres o a ninguno…
Shaden bajó la cara con angustia y
dolor evidentes. No podía moverse. Tal
vez deseaba decirme que sí, pero
también deseaba no estar ahí. Volver el
tiempo atrás y comenzar de nuevo: con
la alegría y el entusiasmo que teníamos
de recién casados, con las ilusiones
frescas y el corazón confiado en que
todo iba a ser felicidad.
¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué no
puedes perdonarme? —le pregunté—.
¿Tienes dudas respecto a si embaracé o
no a esa mujer?
Movió la cabeza negativamente y
caminó hacia su bolsa para tomar los
pañuelos desechables.
—Cuando me visitó y la vi tan mal,
sentí un gran coraje contra ti por
atreverte a seguir haciendo daño a otras
personas. Pero cuando me dijo que
posiblemente estaba embarazada, me di
cuenta que, si fuese cierto, la mujer no
se hubiese atrevido a traerme al hospital
ese dolor, a menos que quisiera
tenderme una trampa o que se tratara de
una tipa terriblemente mala. Le dije que
se fuera, que me dejara en paz y que
arreglara sus problemas como pudiera,
que yo no podía ni quería ayudarla…
—Gracias por no haberle creído.
—David, yo sé que eres honrado,
que eres un contador excesivamente
ético, que nunca me has sido infiel. Si
me dan a elegir entre tu palabra y la de
una desconocida, te creeré a ti porque te
conozco en ese aspecto. Pero ¡caramba!,
tú mismo me acabas de confesar que te
enamoraste de ella, la acariciaste, la
besaste… Eso me parte en dos… ¿Y
sabes por qué? Porque no es la
fidelidad del cuerpo lo más importante
en la pareja, sino la del alma.
Además…, tu agresividad, tus golpes, la
presencia del whisky la noche en que
nuestro hijo tuvo el estatus epiléptico.
Todo eso me hace sentir insegura a tu
lado. Estamos solos tú y yo, con nuestro
hijo, es cierto, pero he llegado a creer
que estaríamos mejor sin ti…
Shaden tenía el control. Sus palabras
eran mortalmente filosas y yo me sentía
inerme como un animal acorralado.
—Debemos discutir una sola cosa a
la vez.
¿Cómo?
—En la cárcel aprendí que la forma
de pelear de una pareja determina el
éxito de la pelea. Vamos punto por
punto. Dejemos terminado el asunto de
Karen. ¿Te daría igual si me hubiese
acostado con ella y consumáramos el
acto sexual? ¿Crees realmente que el
daño sería el mismo…?
Atribulada, con la cabeza baja,
reconoció:
—De acuerdo. Me alegro que las
cosas no se hayan concretado. No por mí
sino por ti. Entre Karen y tú existía la
energía magnética. Si hubiesen tenido
relaciones íntimas te habría envuelto la
magia de una aventura amorosa,
hubieras perdido la cabeza y caído en un
abismo de sensaciones románticas
extraordinarias. Sumándole el sexo al
cariño que ya sentías, las cosas habrían
sido infinitamente peores y ni siquiera
estarías aquí; tu pasión extramarital
hubiera
crecido
y al
hallarte
obsesionado por ella, cosa que
aparentemente no te ocurre ahora,
definitivamente tú y yo no tendríamos
ninguna posibilidad de reconciliarnos.
¿Eso significa que sí la tenemos?
¡Son demasiadas cosas en contra!
Me desesperé y un nudo en la
garganta me quitó la respiración.
¿Qué otras cosas? ¿El alcohol?
Sabes que dejé de tomar hace años…
Miré a mi hijo postrado. Recordé la
premonición que tuve en el bar. La ola
de culpabilidad volvió a embestirme de
repente ante la idea de que, cuando él
necesitaba de mí, yo estaba bebiendo
para relajar mis nervios…
Me acerqué a la cama y la angustia
me hizo temblar al momento que
comenzaba a llorar.
Cerré los ojos con fuerza y dejé que
las lágrimas fluyeran. Si Shaden quería
acabarme, en realidad podía hacerlo…
Me volví hacia ella:
—Por favor, ¡ayúdame! Pensar que
el niño está así por causa mía, me está
hundiendo… Y yo no me quiero
hundir… ¡Por favor, ayúdame!
Shaden no se acercó. Sólo me miró
fijamente. Luego se sentó en la silla y
me dijo:
—Me has herido mucho, David.
Cuando vino a verme mi mismísima
rival en persona, en medio de este
problema, después de tus agresiones y
después de que yo levanté los cargos
para ayudarte, me sentí la mujer más
humillada. Mi primera reacción fue
odiarte, fue vengarme…, fue buscar la
forma de hacerte sentir lo mismo,
porque tu traición era injusta. Yo
siempre te he sido fiel, me entregué a ti
sin condiciones, te di mis mejores años,
tú lo sabes. Cuando me conociste era
esbelta y bonita, ahora mi cuerpo se ha
deformado, es cierto, pero fue por darte
el hijo que tienes y por hacer el intento
de tener otros que no pudieron ser y
porque desde que nos casamos ni un
solo día he descuidado el trabajo de tu
casa.
Me controlé y la observé hablar con
tanto dolor y seguridad. En sus palabras
había más que ideas: había emoción y
fuerza del alma misma.
—Tal vez ya no te guste como antes
—continuó con voz trémula comenzando
a llorar abiertamente—, aunque tú
también has cambiado. Cuando te conocí
no tenías el vientre que ahora tienes ni te
quejabas de la espalda al levantarte; los
problemas nos han hecho distintos a los
dos, pero no creí que por eso nos
alejaríamos. Siempre pensé que era
nuestro vínculo secreto. Cuando me di
cuenta de tu mala conducta me sentí
terriblemente sola. No sé si me
entiendas, pero mis emociones han
estado hechas un revoltijo. Quiero que
volvamos a hacer nuestra familia al
mismo tiempo que deseo no volver a
verte jamás. Con frecuencia me he
levantado en la noche llorando,
sobándome la mejilla después de soñar
con tu infame golpe…
No pude contestar nada. Shaden se
puso de pie y, apenas tomó aire,
limpiándose las lágrimas continuó:
—Dice el señor Vallés que para
perdonar hay que enfrentar al dolor,
valorar el costo y regalarlo. En este
caso, ¡qué difícil es dar esos pasos! Tú
me dices que te has arrepentido y que
las cosas van a cambiar. Y yo te digo
que las heridas que me hiciste sangran y
seguirán sangrando por mucho tiempo.
Te digo que sigo teniendo deseos de
vengarme, pero también te digo que soy
una mujer buena que no está dispuesta a
seguir envenenada por el rencor y sobre
todo…
El llanto la detuvo. Me aproximé a
ella. Se repuso un poco y terminó:
—Sobre todo te digo que aún te
amo… No puedo racionalizar diciendo
que no me afecta lo que has hecho… Tu
hermetismo, tus gritos, tus arranques, tu
infidelidad, ¡claro que me afectan! ¡Por
supuesto que me hacen daño! Me
lastiman… —Su voz se confundió con el
llanto, pero eso ya no la detuvo—, pues
en verdad te amo. Y amarte me duele
mucho esta vez. Sólo de pensar en el
enorme amor que siento por ti, lloro…,
no puedo detener estas lágrimas…
¿Sabes por qué? Porque no te lo
mereces, porque tu ofensa me cuesta una
parte del alma… Pero escúchame bien:
voy a completar el proceso —casi se
ahogo en su llanto, pero levantó la
cabeza e hizo un esfuerzo—, quiero
pensar que esa parte te la regalo a ti.
Una bola en el cuello me impedía
tragar saliva. Llorando, me acerqué
hasta quedar a escasos centímetros del
suyo. Ella, con la cabeza baja, también
lloraba copiosamente. Quise limpiar sus
mejillas, pero al instante levantó las
manos y me abrazó. Impresionado,
conmovido hasta las raíces por su
inesperada
actitud,
reaccioné
apretándola a mi vez. Fue un abrazo
fuerte, tan fuerte como no habíamos
experimentado otro desde hacía muchos
años…
—Te
perdono
—continuó
habiéndome al oído—. Estoy dispuesta a
dártelo como un regalo. Si tú aún me
amas, seguimos adelante, sin volver la
vista atrás, olvidando los errores. Más
que nunca soy tuya y tú más que nunca
formas parte de mí… Permanecimos
enlazados por varios minutos sin poder
decir nada más. Si a mí normalmente me
costaba especial trabajo externar mis
sentimientos, en ese trance me resultó
imposible. Tenía la esperanza de que mi
cuerpo hablara por sí solo, de que la
fuerza y desesperación de mi opresión
dijera todo lo que había en mi interior.
—Te adoro, mi amor —susurré.
Después de un rato nos separamos y
nos miramos a la cara.
—No sabes cómo he sufrido —me
dijo—. Abandonarte fue un recurso para
hacerte reaccionar. Los papeles del
divorcio que te envié se hicieron por
recomendación de otras personas, pero
mi alma estaba aplastada porque en
realidad no quería deshacer nuestro
hogar.
Me
pareció
intrascendente
preguntarle de quién había sido la ayuda
y recomendación legal. No tenía caso.
Lo importante era otra cosa:
—Funcionó —le dije limpiándole el
rostro—, eso es lo único que importa.
No te imaginas lo que puede aprenderse
cuando sientes perderlo todo.
Me quedé cavilando en el asunto.
Existe gente neurótica, psicópata,
alcohólica o inadaptada, que no sirve
para tener vínculos amorosos. ¿Cómo
detectarla antes de que destruya a su
pareja? Así: poniéndola a temblar. Si
las personas no entienden con palabras,
por la buena, que lo primero en su vida
debe ser su cónyuge, si no captan el
mensaje de que el matrimonio se pierde
por flojera, por negativismo y falta de
tiempo, la estrategia correcta es poner
un alto terminante. Tolerar las
atrocidades de una persona malvada,
lejos de ayudarla, la perjudica al dejarle
creer que todos tienen que aguantarla.
Me atreví a tomar entre mis manos el
rostro de Shaden y acercar mis labios a
los suyos para besarla muy suavemente.
Luego con mis labios limpié las
lágrimas de sus mejillas y otra vez la
abracé muy fuerte. Con tan intensa
cercanía mi cuerpo se excitó, pero era
muy diferente a la excitación que sentí
cuando estuve con Karen. Esta iba más
allá de mis instintos: llegaba a mi
corazón y sacudía mi alma misma…
¿Sabes qué fue lo que me hizo
rebelarme contra la idea del divorcio
todo
este
tiempo?
—Le
dije
separándome un poco—. Varias veces,
estando lejos, recordé la promesa que
nos hicimos y firmamos en aquel
encuentro conyugal, y que tú dejaste
sobre la mesita del teléfono para que yo
la viera la noche que te golpeé.
Se apartó tomando mis manos con
las suyas.
—Yo no puse nada sobre la mesita
del teléfono esa noche.
¡Pero claro! Cuando hablabas por la
extensión de la sala vi el papel
amarillento que hacía varios años no
sacabas. Había sido abierto y colocado
de forma evidente para que yo lo
descubriera.
Me miró muy fijo y negó con la
cabeza.
Inmediatamente nos volvimos hacia
nuestro hijo.
—Fue él…
Comprender su inocente acción me
hizo volver a las lágrimas.
¿De modo que nos oyó discutir y aún
después de su crisis convulsiva se puso
de pie, buscó aquel documento y lo puso
a la vista de sus padres?
—Cinco años atrás —le recordé a
Shaden—, de rodillas frente al altar,
hicimos una renovación de nuestros
votos matrimoniales: leímos y firmamos
juntos ese papel pergamino… Esta
tarde, frente a nuestro hijo… quiero
invitarte a que hagamos la promesa de
nuevo.
Mi esposa me miró llorando. Esta
vez su llanto fluyó abiertamente. Inhaló
muy hondo y siguió llorando de forma
transparente.
Nos arrodillamos frente a la cama
del niño.
—¿Te sabes la promesa de
memoria?
Asintió tratando de controlarse.
—Sí… El libro de Ruth, capítulo 1,
versículos 16 y 17.
Comenzamos a recitarla tomados de
la
mano,
diciéndola
casi
simultáneamente, sintiendo la fuerza y
contundencia de cada frase:
—No me pidas que te deje.
»No quiero separarme de ti…
»Iré donde tú vayas.
»Y viviré donde tú vivas.
»Tu pueblo será mi pueblo.
»Y mi Dios será tu Dios.
»Donde tú mueras, quiero morir yo.
»Y allí deseo que me entierren.
»Que el Señor me castigue con toda
dureza.
»Si me separo de ti.
»A menos que sea por la muerte…
Terminamos la promesa y nos
volvimos a abrazar con mucha fuerza.
Sentíamos algo sobrenatural en la
habitación, un viento recio, un fuego que
no quema, una presencia etérea. Dios
estaba allí. En silencio le entregamos
nuestro amor… Con la mente le dijimos
«somos tuyos, te necesitamos, danos
fuerza y valor para enfrentar el
compromiso que hemos hecho hoy…».
Giré la cabeza y me quedé helado.
Mi hijo Daniel tenía los ojos abiertos y
nos observaba…
Eso no podía ser cierto. Sentí una
daga fría de marfil penetrando en mi
cerebro.
Me puse de pie. Shaden hizo lo
mismo bisbisando: ¡Dios mío! ¡Dios
mío!
—Hijo… —grité sacudiéndolo—…
¿Me reconoces?
El pasmo de alegría se convirtió en
desesperación.
—Por favor —insistí al verlo
callado—. ¡Di algo!
Pero no reaccionó. Sentí un
escalofrío lento y tremendo.
¿Acaso escuchó la promesa que su
madre y yo acabábamos de hacer? ¿Es
que sintió las intensísimas vibraciones
del lugar? ¿Cuál fue el poderoso
estímulo que lo hizo despertar?
—Daniel, somos nosotros. Papá y
mamá. Vamos a volver juntos a la casa.
Los tres. ¿Recuerdas que me pediste que
regresáramos? Por favor… Regresa tú
ahora… Te necesitamos.
Y al ver que el niño se hacía para
atrás sin entender palabra, Shaden y yo
lo abrazamos llorando con el alma hecha
pedazos.
Tal vez el chiquillo percibió la
fuerza de nuestro amor, tal vez hubo en
su
cerebro
un
chispazo
de
reconocimiento, porque nos abrazó y
quiso emitir un sonido, pero su voz sonó
como un silbido ronco.
—¡Habla! —grité—. ¡Haz el intento,
por favor!
Se quedó quieto y mudo otra vez.
En su rostro ya no había temor, sólo
una sonrisa leve, casi imperceptible.
—Somos tus papás —reiteré en un
susurro.
Las palabras se atropellaron en mi
boca.
—Mírame, hijo, soy yo, el que te
sentaba en sus piernas para contarte
cuentos, el que cuando fuiste creciendo
se alejó poco a poco de ti… Te quiero
mucho. De veras. Estoy orgulloso de ser
tu papá…
Daniel me miraba a la cara.
Demasiado tarde me di cuenta que el
verdadero valor de la vida no tiene
precio, no puede comprarse con nada.
Años de entrega a la labor económica no
sirven para cambiarlos por un minuto de
la vida de nuestros seres queridos.
Extemporáneamente comprendí que la
máscara social nos aleja del amor. ¿De
qué me servía quitármela entonces y
decir «aquí estoy, veme, soy yo, el
verdadero yo, un ser que sufre, se
emociona y vibra», cuando ya no podía
saber si mi niño era capaz de
observarme realmente?
Shaden no resistió más y volvió a
abrazar a nuestro hijo con amor ingente,
con desesperación enloquecida.
—No
importa…
—susurró—.
Nosotros te ayudaremos. Cuenta con
ello.
EPÍLOGO
A los pocos días nos enteramos de que
Karen había ido al hospital no con
intenciones de hablar conmigo ni con mi
esposa sino con el señor Valles. Sólo
deseaba solicitarle su traslado urgente a
las oficinas del sur. Ignoro los
argumentos que utilizó, pero lo cierto es
que el anciano le concedió el cambio de
inmediato.
A la mañana siguiente dieron de alta
a Daan. Tener en nuestros brazos un
bebé de nueve años de edad significó
empezar una nueva etapa. La nostalgia
del ayer, de lo que pudo ser y no fue, nos
invadía a mi esposa y a mí, pero la
esperanza de lo que podía llegar a ser
nos levantaba el ánimo.
Han pasado once meses desde el día
en que Shaden y yo nos perdonamos.
Han sido los meses más grandiosos de
nuestro matrimonio: plenos de trabajo y
desvelos pero también de lucha y
entrega mutua.
Hemos vivido sin alejarnos ni un
solo día de Dios. Él nos ha dado un
motivo trascendental de existir y nos ha
ayudado a entender que todo cuanto
sucede tiene una razón de ser. Él se hizo
presente para demostrarnos su gran
amor. En la crisis aprendimos a valorar
lo que tenemos.
Por las noches, cuando llego del
trabajo, después de jugar un rato con mi
hijo, que está evolucionando muy
lentamente pero de forma clara, suelo
sentarme a escribir las memorias que
hoy estoy terminando.
Supe que debía escribirlas desde el
día en que dejamos el hospital.
No fue fácil. Muchas veces el dolor
me invadió y tuve que interrumpir la
redacción debido al llanto.
Revivir tan detalladamente los
sucesos acontecidos me produjo una
tristeza enorme. Sin embargo he
continuado hasta el final convencido de
que sólo estoy cumpliendo con un deber
ineludible.
El presidente de la empresa había
hecho el juramento de ayudar a otros
matrimonios después que el suyo se
salvó de la peor crisis. Al favorecernos
con su apoyo, tácitamente nos legó, a mi
esposa y a mí, la consigna de hacer una
promesa igual. Ahora formamos parte de
esa cadena de compromiso…
El señor Vallés y su esposa son un
eslabón, Shaden y yo somos otro. Pero
hay muchas parejas más que deben
asirse de la cadena para no perecer…
Estamos seguros de que CASI
TODOS
LOS
MATRIMONIOS
PUEDEN SALVARSE. Sólo requieren
escuchar o leer con humildad las
verdades de la integración conyugal
expresadas en estas páginas y estar
realmente dispuestos a cumplir el voto
que se hicieron de ser fíeles en la
alegría y en el dolor, en la salud y en la
enfermedad, amándose y respetándose
todos los días de su vida.
Las cosas no suceden por azar.
Detrás de aspectos tan profundos
siempre existen razones de Dios.
«La última oportunidad» está en tus
manos por algo.
¿Va mal tu matrimonio? ¿Crees que
te uniste a la persona equivocada?
¡No te aflijas! Tú puedes rehacer tu
vida conyugal sin importar con quién
estés casado o casada. Acéptalo,
asimílalo: no depende de una magia
romántica, depende de una mentalidad
adulta.
Lee este testimonio e invita a tu
cónyuge a hacerlo, pero no lo obligues.
Dale su tiempo. Cuando perciba tu
entusiasmo querrá conocer el libro que
te ayudó a cambiar…
Subraya estas páginas, estúdialas,
resúmelas, hazlas tuyas, vuelve atrás en
la lectura y obséquialas a otras familias.
Es necesario que formemos un frente
sólido, pues la lucha contra el mal
organizado es cada vez más cruenta.
La cadena que salve a los
matrimonios de la desintegración no
debe terminarse. Debe ser cada vez
mayor.
Brinda una copia de estas hojas no
sólo a las parejas que veas en crisis,
sino
también
a
aquellas
que
supuestamente no tienen problemas, pues
nadie sabe lo que hay en realidad detrás
de su aparente calma.
Abraza a tu cónyuge y juntos
enfrenten el compromiso que la vida les
está pidiendo HOY.
Unidos podemos trazar la línea de
amor para que puedan asirse a ella los
hijos de Dios… Formen, como esposos,
otro eslabón y tengan confianza. La
cadena nunca se romperá ni se soltará,
porque pueden estar seguros de una
cosa: hasta arriba, quien sostiene la
primera argolla, es Dios mismo.
David y Shaden Arias.
CARLOS
Cuauhtémoc
Sánchez.
(México, D. F., 15 de abril de 1964).
Escritor mexicano. Licenciado en
Ingeniería y Catedrático de Dirección de
Empresas y Ciencias Exactas, con sus
libros sobre la familia, el perdón, la fe y
la formación del carácter ha sido uno de
los guías culturales de moda para
Latinoamérica y reconocido como uno
de los filósofos más autorizados de la
superación y el liderazgo. Para sus
detractores, sin embargo, es sólo otro
escritor de libros de autoayuda, un
moralista conservador cuyo éxito se
fundamenta
en
las
carencias
educacionales de la sociedad moderna.
Sus libros han alcanzado las listas de
los best-sellers dentro de la literatura
latinoamericana, habiendo sido algunos
de ellos traducidos al inglés, al francés
y al portugués.
A raíz de su popularidad, Carlos
Cuauhtémoc Sánchez ha sido también
colaborador en diversos foros de radio
y televisión como especialista en el área
de formación humana. Obtuvo el Premio
Nacional de las Mentes Creativas
otorgado por la Dirección General del
derecho de Autor y el Premio Nacional
de la Juventud en literatura otorgado por
el Presidente de México. Ha impartido
también conferencias en los numerosos
auditorios del mundo hispano.
Entre las obras de Carlos Cuauhtémoc
Sánchez destacan: Un grito desesperado
(1992), Juventud en éxtasis (1993), La
última oportunidad (1994), Volar sobre
el pantano (1995), La fuerza de
Sheccid (1996), Juventud en éxtasis 2
(1997), Dirigentes del mundo futuro
(1998), Contraveneno (1999), Sangre
de Campeón (2001), Sangre de
Campeón Sin cadenas (2002) y Sangre
de Campeón Invencible (2003). En la
obra titulada El misterio de Gaia
(2004), constituye con su mezcla de
géneros una audaz y cuestionada
innovación narrativa.
Notas
[1]
Lo que el enfermo y su familia deben
saber acerca de la epilepsia. Diego
Roselli Cock. Ediciones Científicas La
Prensa Médica Mexicana S. A. <<
[2]
Enciclopedia de la salud familiar.
Academia Nacional de Medicina. Editor
Médico Dr. Tony Smith. <<
[3]
¿Por qué los hombres ocultan sus
sentimientos? Steven Nalfeh y Gregory
White. Editorial Javier Verga. <<
[4]
Rimas. leyendas y narraciones.
Gustavo Adolfo Bécquer. Editorial
Porrúa S. A. «Sepan cuántos» No. 17.
<<
[5]
Es un examen rápido que se realiza al
primer y quinto minuto después del
nacimiento del bebé. El puntaje en el
minuto 1 determina qué tan bien toleró el
bebé el proceso de nacimiento, mientras
que el puntaje al minuto 5 evalúa qué tan
bien se está adaptando el recién nacido
al nuevo ambiente.
El índice se basa en un puntaje total de 1
a 10, en donde 10 corresponde al niño
más saludable. <<
[6]
Hacia un éxito ilimitado. Og
Mandino. Editorial Diana. <<
[7]
Sagrada Biblia (Lucas 13 6-9). <<
[8]
Diccionario de la Salud Infantil.
Ratel. Richard y Saglier. Editorial
Grijalbo. <<
[9]
Enciclopedia de la Salud Familiar.
Academia Nacional de Medicina.
Editorial. <<
[10]
Cartas a mi hijo. Enrique Rambal.
Livingston Lamed. «Papá olvida». <<
[11]
Sagrada Biblia (I de Juan 3.18). <<
[12]
El matrimonio a prueba de
infidelidad. J. Allan Peterson. Editorial
Unilit. <<
[13]
Es viernes, pero el domingo viene.
Anthony Campollo. Editorial Vida. <<
[14]
Catecismo de la Iglesia Católica.
P/2352. <<
[15]
Para entender, en esta referencia, el
concepto
de
la
masturbación
abiertamente, es necesario revisar todo
el artículo 2352 sin ignorar el último
párrafo: «Para emitir un juicio acerca de
la responsabilidad moral de los sujetos
(que se masturban), ha de tenerse en
cuenta su inmadurez afectiva, la fuerza
de los hábitos contraídos, el estado de
angustia y otros factores psíquicos o
sociales que reducen e incluso anulan la
culpabilidad moral.». <<
[16]
Salió el sembrador. Carlos G.
Valles. Editorial Sal Terrae. (Cita
textual). <<
[17]
Cómo satisfacer a una mujer cada
vez y hacer que ruegue por más. Naura
Hayden. Editorial Diana. <<
[18]
El matrimonio a prueba de
infidelidad. Allan Peterson. Editorial
Unilit. <<
[19]
Sagrada Biblia. Juan 21, 15-17. <<
[20]
Sagrada Biblia. Efesios 5.23. <<
[21]
<<
Sagrada Biblia. 1 de Corintios 11.3
[22]
Sagrada Biblia. 1 de Pedro 3.14 <<
[23]
Juventud en Éxtasis. Carlos
Cuauhtémoc
Sánchez.
Ediciones
Selectas Diamante. <<
[24]
Predicaciones Shema. Salvador
Gómez. <<