Presunto culpable

Presunto culpable

Publicado en Criminología

Presunto culpable

Las jaulas de la justicia

El 12 de diciembre de 2005, sin orden de aprehensión y mientras caminaba por la calle, el comerciante José Antonio Zúñiga, de 26 años, fue detenido bajo el cargo de homicidio. Los abogados Layda Negrete y Roberto Hernández filmaron su proceso. El resultado es Presunto culpable, un documental que muestra la anatomía en carne viva de las atrocidades que imperan en el sistema judicial mexicano. A continuación, la historia de una cinta que se ha convertido en un fenómeno cinematográfico de extraordinarias repercusiones

Uno

Despierto, diez de la mañana, voy a desayunar con una amiga a un mercado que está cerca de mi casa. Cruzo la calle y de pronto escucho que se derrapa un carro tras de mí. Me toman por la espalda, son dos personas. Me dicen: “Súbete, cabrón”. Mientras me van jalando, me atrevo a preguntarles: “¿Por qué?”. Sólo escucho: “Que te subas”.

Dentro del automóvil me ponen la cabeza entre las piernas. Del lado derecho hay un chavo, tenis rotos, sucios, pantalón de mezclilla roto. Pienso que me están secuestrando, pero cuando me ponen las esposas me doy cuenta de que son policías. El coche arranca. Trato de contar las vueltas, de fijarme hacia dónde me llevan, pero no se puede, no es como en las películas.

El coche se detiene en un lugar, me bajan, me ponen la playera en la cabeza y me meten por unos pasillos. Alcanzo a ver paredes y losetas. Pienso: “Estoy en un edificio”. Uno de los policías me pone con la nariz pegada a la pared. “No voltees güey, o te vamos a dar una madriza”. Las esposas me lastiman, me quedo ahí tanto tiempo que estoy a punto de dormirme de cansancio. De pronto, una persona se sienta tras de mí. “¿Qué pasa?”, le pregunto. Me dice: “Yo no sé. A mí nada más me dijeron que te trajera”. Le digo: “Perdóneme, pero se está equivocando. Yo no sé por qué me trajeron, pero estoy seguro de que están equivocados”.

Llega otra persona, me voltea. “A ver, ahora sí, ¿dónde está la pistola?, ¿dónde están los otros?”. Recibo unos manotazos, golpes en el pecho con el reverso de la mano. Estoy temblando. Con el hilo de voz que puedo juntar, le digo: “¿Cuál pistola, cuáles otros? No entiendo de qué me está hablando?”.

“No te hagas güey, cabrón, ¿dónde están los otros?”.

El hombre hace varias veces la misma pregunta. La boca huele a perros. Me grita frente a la cara. “¿No quieres decir nada? Ahora vas a ver. Tráiganselo a mi oficina”. Me arrastran hasta una oficina. El hombre —ahora sé que es el comandante—, me mira. “Entonces, ¿cómo le vamos a hacer? ¿Dónde están los otros?”. Le repito que no sé nada, que me explique de qué está hablando. Echa mano de otra técnica: “No te hagas, estás grabado en las cámaras, te tenemos grabado en las cámaras”. Esta segunda técnica consiste en meterme y sacarme de la oficina, ponerme de cara a la pared, llevarme de un lado a otro. Al final, el comandante me dice: “Bueno, ya vamos a tranquilizarnos. Dime dónde están los otros y te doy chance a ti”.

Repito de nuevo que no sé nada. El comandante se irrita: “Órale, cabrón, ¿no quieres aflojar?, va. ¿Muy chingón?, ¿a poco sí muy chingón?”. Intento tranquilizarme. Lo primero es estar tranquilo. Cualquier cosa que pase, yo debo estar tranquilo. Le pregunto: “¿Pero cuándo fue? ¿A qué hora fue? O sea, dígame”.

El comandante sale de la oficina, regresa con un fólder que dice: “Retratos hablados”. Lo revisa, busca una cara, aparece la cara de un hombre moreno, con nariz ancha, de esas narices muy anchas, y con la boca gruesa y larga. “Mira cabrón, ya aquí te tengo, en el retrato hablado, ¿verdad que es igualito?”, le pregunta a los otros. Los agentes se empiezan a carcajear. Yo digo: “Oiga, espéreme, pero ese retrato no se parece a mí en absoluto”. “Yo no sé, yo ya te agarré y ya te chingaste”, responde el comandante. Es muy extraño, porque vuelve a salir de la oficina, deja la puerta entreabierta, va con el tipo que hace los retratos hablados y parece que le dice: “Rápido, hazte otro”. Porque quince minutos después vuelve a entrar y me enseña un nuevo retrato: “Mira, ahora sí ya te tengo”. Yo le digo: “De todos modos no se parece a mí”. Él pierde por completo la paciencia: “¡Ya llévense a este güey!”.

Me meten a los separos. Hay un chavito de dieciocho años, superflaquito, que está llorando porque van a llevárselo para la grande. Lo acusan de robarse un tanque de gas, de brincarse una barda con un tanque de gas de los grandes. Hay otras dos o tres personas, la verdad no recuerdo. Me dicen: “¿Y tú por qué vienes?”. Les digo: “Ni siquiera me han dicho”. Uno de ellos pregunta: “¿No eres tú el del homicidio?”. Doy un respingo: “¿Cuál homicidio? Aguanta, espérame, no, no”. Me cuentan que hace poco metieron a los separos un chavito: acababan de matar a su primo por un asunto de drogas, lo habían matado a tiros, y a él lo tenían en calidad de acusado. Lo estuvieron presionando: “Tú nos vas a decir, tú nos vas a decir”. Entonces, él les dijo: “Sí, yo sé quién fue, vamos a buscarlos, yo les digo dónde están”. Un rato después, los judiciales regresaron conmigo. Siento que me cae el veinte, que los cabellos se me ponen de punta. “¿Y ahora qué voy a hacer?”. Los detenidos se ponen a darme cátedra, pintan un futuro negro: de aquí te vas a la grande y lo primero es que ahí te van a dar una madriza, a todos los homicidas les ponen una madriza.

No sé qué hora es, ni cuánto tiempo ha pasado. Supongo que hay un cambio de turno, porque ahora entran otros dos policías. Éstos son como Tango y Cash: uno mamado, guapo, con cadena, y el otro parece un animalote. “¿A ver, quién es el del homicidio?”.

Les digo: “Yo”. Y siento que cometí un error.

“Vente para acá, güey. ¿Conoces a los de la banda de las calaveras?”. “No, en mi vida los he oído sonar”. “Muy bien, ¿conoces a los de la forty-one?”. Pregunto: “¿Los 41?”. Segundo error: Tango y Cash sonríen satisfechos de sí mismos. “O sea que sí los conoces. Eres uno de ellos”. Les digo que los conozco, todos en Iztapalapa sabemos de ellos. Pero para ser de esa banda a fuerzas tienes que ser cholo, y yo no soy cholo, no me visto como cholo. ¿De verdad no lo captan? El mamado pregunta: “¿Conoces a Luis?”. Les digo que conozco a un Luis, pero que no creo que tenga nada ver con un homicidio. “Se mete a las nueve de la noche, es un chavo bien”. Ellos dan el caso por resuelto: “Si conoce a Luis y trabaja en un tianguis, entonces es este”. Yo conozco a un Luis, vendo videojuegos en un tianguis, pero estoy seguro de no ser el tipo del que hablan. ¿Qué onda pasa aquí? Les digo: “Oigan, ¿puedo hacer una llamada?”. “Danos el número y nosotros te marcamos”. Pienso que es lo más cerca que estoy de avisar a mi casa. Les doy el número. Todo se acaba aquí por el momento. Nos echamos al piso. Trato de dormir, porque entre el susto y el miedo…

Regresan los policías. “Tú lo mataste. Te vamos a hacer la prueba de la pólvora, y si tienes pólvora en las manos ya te chingaste porque te vas a ir hasta allá”. Me tranquilizo. “Oiga, señor, segurísimo que esa prueba va a salir negativa porque en mi vida he disparado un arma”. Hacen la prueba. Vuelvo a los separos. ¿Será de noche o de día? Han dejado de guardia a uno de los judiciales que me detuvo. Trato de dormirme, pero el judicial dice: “A ver chavos, sálganse porque me aburro de estar aquí solito”. Nos lleva a un escritorio y nos empieza a interrogar. Le digo: “Yo nada tuve que ver”. “Entonces, ¿por qué te habrán señalado?”. “No tengo la menor idea. Le juro que no lo sé”. El judicial me dice: “La verdad, el testigo juraba y perjuraba que todos los de la banda eran cholos. Nomás de verte se me hace que no eres cholo. Pero esa no es mi chamba, mi chamba es ‘tráelo’, y lo traigo”. Es la primera buena onda que siento desde que llegué a este lugar. Le digo: “Ni siquiera me han dicho bien de qué me acusan. Aquí parece que todo es un secreto”. Entonces el judicial me empieza a decir: “Mira, el otro chavito estuvo aquí, y de hecho él era el acusado porque primero dijo que no sabía nada, y luego resultó que era parte de esa banda. El comandante estuvo duro y dale, danos sus nombres, danos sus direcciones. Hasta que el chavo dijo: ‘Está bien. Yo sé quiénes son y dónde viven’. El jefe le tomó la palabra: ‘Órale cabrón, te voy a sacar de aquí, pero donde no me los entregues, entonces tú te vas a chingar cincuenta años’ ”. Nos subimos a la patrulla y fuimos a buscarlos hasta donde el chavito dijo que vivían, pero no encontramos a nadie. ‘Me hiciste perder el tiempo, güey’, le dijo el comandante. ‘Te saqué y no me diste a nadie. Ahora tú vas a pagar esos cincuenta años’. Veníamos ya de regreso, cuando el chavo volteó y dijo: ‘Es ese’. Por eso te trajimos”.

El judicial me pregunta si conozco a los de la forty-one. Digo que no. Ellos son de Santa Martha y entre Santa Martha y mi colonia hay una distancia tremenda. Pero es una banda sonada. Hay muchas paredes con sus símbolos. Son bien peligrosos los de la forty-one, están re locos. No tienen amigos esos güeyes. O sea, sus amigos son su banda y están apartados del resto de la gente.

 

Bautizo al judicial como “El judas bueno”. Meses más tarde, en mi juicio, declaró ante al juez: “Me acuerdo que te entrevisté y parecías decente. No creí que hubieras sido tú, pero ni modo. Alguien te acusó”. De hecho, cuando la audiencia terminó, me dijo: “De verdad te deseo mucha suerte, ojalá te puedas ir”.

Ahora sólo pienso: “Imagínate, ellos mismos saben lo que están haciendo”. Si esa era la mejor persona que iba encontrar, pues entonces estaba jodido. De hecho, cuando me trasladaron del ministerio público al reclusorio, volvieron a decirme los judiciales: “Échale ganas, chavo, nada más prueba que tú no fuiste”.

Ahora voy de regreso al separo, no tengo ganas más que de dormir. Pero vuelven a despertarme: “Vamos a tomarte la foto”. Entro al cuarto ese con los pelos parados. Me dan un letrero para que lo sostenga. Dice: “homicidio calificado”. Les digo: “Oiga, no, no. No me voy a tomar ninguna foto. ¡Si ahí dice que es por homicidio!”. Otro hombre malencarado gruñe: “Mira, mi chamba es tomar fotos. Y esta es la rutina, te la tienes que tomar”.

Cada vez me van espantando más; cada vez esto se enreda más. Me regresan a los separos. Me vuelvo a dormir y al otro rato me vuelvo a despertar. Pregunto por mi familia. Me dicen que no hay nadie afuera. Cada que yo pregunto, “oye, ¿y mi familia?”, me contestan que nadie ha preguntado por mí. De pronto me traen un jugo, unas donas. “¿Me los mandó mi familia?”. “No, no”. Pienso: “No creo que estas donas tú me las hayas regalado, pero en fin”.

Me duermo, me despierto, me duermo, me despierto. Entra un judicial que no había visto antes, creo que han cambiado de turno, y me vuelve a preguntar sobre el homicidio. Respondo: “Ya le expliqué mil veces al otro señor”. Me dice: “A mí me vale madres el otro señor. Ese güey no es nadie. Aquí el que manda soy yo”. Me duermo, me despierto. Entra otro judicial muy alto, creo que le dicen El Niño. “¿Tienes para la fianza?”. “Primero díganme por qué me trajeron, enséñenme una hoja donde expliquen eso. Y si es una fianza déjenme hablar con mi familia”. Viene un diálogo extraño: “Por eso, ¿tienes o no para la fianza?”. “No sé. ¿De cuánto es la fianza?”. “Por eso, dime, ¿cuánto tienes?”. “Es que no me han dicho por qué me tienen aquí”. “Por eso, por eso, ¿tienes o no tienes para la fianza?”. “Aquí dentro no tengo nada. ¿Cómo voy a traer si me quitaron todo? Ni modo que lo traiga aquí en las bolsas”. “¿Entonces, tienes o no?”. “Pues no, por el momento no”. “Que conste que yo te quise ayudar. Vete al servicio médico porque ya te vas al reclusorio”.

En el servicio médico: quítate la ropa, me la quito. Traes un golpe en la costilla. No, perdón, señor, no traigo nada. Ahí lo traes, del lado izquierdo. ¿Por qué me quiere poner que traigo, si no traigo? Te digo que lo traes, y ya.

 

Me avisan que van a llevarme a rendir mi declaración. Veo de paso a mi familia. Me hacen señas de ¿qué pasó? Hago señas de quién sabe. Le digo a un judicial: “Ni siquiera me han dicho de qué me acusan”. Responde, simplemente: “Ahorita te vas a enterar”. Me sientan frente a un escritorio, sacan una hoja y me la leen. “Aquí dice que tal fecha tú mataste a una persona así y así”. Vuelta a empezar: oiga, cómo cree, ahí dice que fue el domingo, yo estuve trabajando en el tianguis todo el domingo. “Pues esto es lo que dice aquí. Ahora tú explica dónde estabas”.

Me traen a una abogada. La abogada me dice en voz baja: “Te vamos a ubicar en otro lado”. Le digo: “No, yo estaba en otro lado, no me tiene usted que ubicar en ningún lado. Yo no conozco a esos tipos, yo no sé quién me está acusando”. La abogada pone cara de decepcionada: “Bueno, entonces declara dónde estabas”. Declaro: tal día a tal hora estaba yo en el tianguis de tal calle. De pronto le digo: “Oiga, señora, ¿y todo lo que me hicieron estos policías?”. La decepción se le transforma en susto: “¡No! Ni vayas a decir nada, por favor no lo digas porque se puede poner peor”. Parece como un chisme, pero entonces el policía buena onda, el que se portaba más tranquilo que los otros, le dice al mecanógrafo: “Oye mano, ¿qué vamos a hacer? Este chavo no es y ya lo van a mandar hasta allá”. El escribiente le dice: “Es que sabes que no se puede hacer nada, si aquél ya decidió mandarlo, ni te metas”. Impulsivamente, hago un gesto de burla. Ya capté: todos se dan cuenta, pero nadie hace nada.

Me dan quince minutos para hablar con “alguien” de mi familia. Para entonces, mi familia está haciendo casi un mitin frente al ministerio público: además de familiares, hay amigos y vecinos. Pido hablar con un amigo que tiene universidad. “Tengo que hablar con el que más sepa”, pienso. Mi amigo me dice: “No te preocupes, yo voy a ver qué hacemos”. Me regresan a los separos y de pronto, en la madrugada, llegan por mí: “Ya te vas al reclusorio”. Tengo todavía una esperanza: “¿Y la prueba de pólvora?”. Me dicen: “Llegó negativa, pero de todos modos vas para allá”. Estado de shock es la palabra que mejor describe lo que estoy viviendo. Afuera todo está oscuro, hace frío, es el mes de diciembre. El judicial se despide: “Nada más demuestra que tú no fuiste, chavo”. Y yo: “¿Qué mejor demostración que la prueba de pólvora?”. Y él: “Échale ganas, demuestra que tú no fuiste”.

“Encuérese”, me dicen en la aduana del reclusorio.

Son las cinco de la mañana, todo mundo está dormido. Yo me estoy congelando: me quitaron el suéter. Le cortan una pierna a mi pantalón. Es lo que hacen para identificar a los que van llegando. A la hora de registrarme, escucho: “Este viene por homicidio”. “Échalo a la celda de los homicidas”. Me late el corazón. Lo bueno es que todos están dormidos. No sé cuántos hay. No encuentro espacio donde acomodarme. Me agarro de unas escaleras y así, de pie, cuando menos me doy cuenta, me quedo dormido.

Cuando abro los ojos, recuerdo: “Lo primero es que ahí te van a dar una madriza, a todos los homicidas les ponen una madriza”. Pero la verdad, todos están más preocupados en ir por el rancho para desayunar que en cualquier otra cosa. Se empiezan a parar, empiezan a salir. Me dice un chavo: “Agarra tu cacharro, vamos por el rancho”. Como no reacciono, insiste: “Agárrate un traste, güey”. Cuando vamos bajando las escaleras, dice: “Te voy a dar un solo consejo, no te despegues de las personas con las que llegaste porque se pone feo, no te despegues para nada”. Yo me quiero morir del miedo. Todavía no capto qué estoy haciendo aquí. Hace un frío tremendo. Nos ponen a dar vueltas alrededor de un patio. De pronto, gritan: “¡El rancho!”. El rancho es una olla de café, y todos formados, casi agarrándose a madrazos por ese vaso de café aguado. Pienso: “No me van a madrear por un café. Gracias por su café”. Sigo dando vueltas hasta que nos meten a una especie de salón, una especie de comedor que hay en el lugar. Ahí todos nos empiezan a robar: los zapatos, los tenis, la ropa. “¡Encuérate!”. “¡Presta!”. “¡A ver cuánto traes!”. Gracias a Dios, a mí no me toca eso. Yo estoy como en el limbo. A lo mejor me hablan y ni siquiera puedo oír. No sé qué cara me ven. En una de esas hasta me ha servido de algo estar con los homicidas. A los otros los golpean, los encueran. Yo sólo digo: “¿Cómo, Dios mío, cómo fue que llegué aquí?”. Me dan una escoba, y me pongo a barrer.

A los nuevos nos mandan a tomarnos la foto y las huellas. Nos cortan el pelo. Si tienes lana para pagar te hacen un corte bonito, si no, te dejan unos mechones como si estuvieras enfermo. Todo esto provoca que cada vez te veas peor en los expedientes. La foto y las huellas son humillantes a más no poder. De esas cosas no voy a tratar porque cada que las cuento empiezo a chillar. Me llevan de regreso a aquel salón, pero ahora está la gente de trabajo social. Te toman los datos, te preguntan quién te va a ir a visitar. “Muy bien, tenga su papel”. Con ese papel subes a donde están las celdas. Un tipo gigantesco abre el candado de la puerta. “¿Vas a la uno o a la dos?”.

“No sé”. “Vente, es por aquí”. Camino tras él hasta una celda. Me dice: “Ven, pásate, mira, aquí está un lugarcito, siéntate, estás en tu casa”. Se me enciende el botón de alarma. “Dios mío, este trato está muy lindo”. Y el otro: “Siéntate, siéntate, aquí está tu lugar”. En la celda hay como cinco tipos. Uno, bastante grande, se me para enfrente. “¿Por qué vienes?”. “Homicidio”. “¿A quién mataste?”. “A nadie”. “Pero de quién te acusan?”. “De un chavillo que se llamaba Juan Carlos Reyes”. Los hombres se miran. Uno de ellos dice: “Te lo dije. Es el que mató a tu sobrino”. El otro mueve la cabeza y ordena: “Ciérrate la puerta, Tijuano”. Cierran la puerta, todos se ponen de pie, y se comienzan a quitar las camisas. Yo creo que ahí fue la primera vez que el corazón se me detuvo. Pienso: “Ya me mataron aquí, alguien me recomendó para que me mataran”. Yo también me levanto. No sé cómo me ven la cara, creo que me la ven muy mal porque uno de ellos dice: “No es cierto, no es cierto, espérate, tranquilo. Es una broma que les hacemos a todos, ja, ja, ja!”. Se me doblan las rodillas. No sé qué hacer. Me quedo ahí, sentado. El grandote me dice: “No te preocupes, somos gente tranquila, aquí vas a estar muy bien, nos cuidamos entre todos”.

Y tú comienzas a vivir esta onda tan preciosa. Averiguas cómo son las cosas, cuánto cuesta esto, cuánto cuesta lo otro. Miras y escuchas historias tremendas. La primera vez que voy al juzgado, mis compañeros me advierten: “Quítate todo, no lleves nada de valor. ¿Sabes que ahí en los túneles te pueden hasta matar por robarte los zapatos?”. La cárcel es un terror. Todo se va uniendo: camino a los juzgados y traigo el pelo cortado de una manera que hasta a mí mismo me doy miedo, con una cara de que no he podido comer, de que no he podido dormir, de que me muero de miedo. Me pongo unos zapatos rotos, que son de otro, me pongo la peor ropa, porque es una regla que al pasar por el túnel alguien va a tratar de hacerte algo. Les dices: “Señoría, aquí traigo mi boleta”. Te contestan: “Sí, espérese ahí”. Te citan a las diez de la mañana y sales a las siete de la noche. Y eso sólo para poner una firma. Nadie te dice qué va a pasar, qué está pasando. En la rejilla de prácticas hay otros tres o cuatro presos. No te enteras si esto es una audiencia o qué otra cosa es. Se acerca un abogado de oficio: “Tú no vas a decir nada, tú no vas a ampliar tu declaración. Nomás me firmas esta hoja y luego nos vemos”. Le digo: “Pero necesitamos hablar. Quiero que usted me escuche para que me pueda ayudar”. “Sí, pero ahorita nada más firma la hoja. Tú no vas a ampliar nada. Ya lo que dijiste, ya”. Insisto: “Pero yo tengo un abogado particular, no sé por qué no ha llegado”. El abogado contesta: “Por eso, por eso, cuando llegue que firme y yo me voy, o sea, no hay ningún problema. Fírmale y ya”.

Firmo una hoja, no sé qué contiene. De ese modo termina mi primera audiencia. Luego me entero de que en esta audiencia he rendido mi declaración preparatoria. Me entero también de que debo realizarme un examen psicológico.

—Buenas tardes.
—Siéntate. ¿Te drogas?
—No, gracias a Dios, no. De hecho, cuando estaba en la delegación pedí que me hicieran un examen para que se dieran cuenta de que yo no tenía nada que ver con una banda que vende droga.
—Pero te drogas o no.
—No.
—Ah. ¿Con nada?
—Con nada. Sólo fumo Marlboro.
—Ah. ¿Y ni la has probado?
—No.
—¿No?
—De veras no.
—¿Qué drogas has visto?
—¿Aquí en el reclusorio? Cocaína y mariguana.
—O sea que sí las conoces.
—Sí las conozco pero no las consumo.
—Muy bien. ¿Cómo te llevas con tus papás.
—No tengo papá. Tengo padrastro. Me llevo con ellos superbien.
—¿Y por eso los decepcionaste?
—¿Cómo?
—¿Por eso decepcionaste a tus padres? Como te llevas muy bien con ellos mataste a este chavo y estás en la cárcel. Los decepcionaste, ¿no?
—Yo no maté a nadie.
—¿Cómo te llevas con tu novia?
—Bien.
—¿Qué es bien?
—Bien. Llevamos diez años. Me pienso casar con ella.
—¿Discuten?
—Tenemos discusiones como cualquier persona. A veces no concordamos.
—¿Cómo lo mataste?
—Yo no lo maté.
—Ah, tú no lo mataste. Entonces, ¿por qué te acusan? ¿Por qué le das vueltas a las cosas? Contéstame cómo lo mataste.
—Le digo que no lo maté.
—Contéstame sí o no.
—No voy a inventar algo porque usted me lo pide. Yo no lo maté. No he matado a nadie.

El estudio criminológico que sale de la entrevista señala que soy violento, manipulador, golpeador, y probable consumidor de drogas. Los compañeros de celda me dicen que a los homicidas suelen ponerlos con la psicóloga más ruda. Yo me siento peor que Hitler. Me paso las horas sin hablar, sentado afuera de la celda. Todos me dicen: “Pero si tú pareces perico, ¿qué te pasa ahora?”.

Me pasa que todo ocurre por encima de mí. Aquí nadie entiende, nadie escucha. A lo largo del juicio sólo una vez he podido hablar con el juez. Estoy en una audiencia, no me abren la ventana de la reja de prácticas y no alcanzo a escuchar una sola palabra de lo que dicen los que me están juzgando. A mi lado, un tipo que trae doscientos años y cuatro procesos por homicidio, platica con una secretaria. “¡Ay, doscientos años!”, dice ella. “Sí, puros homicidios, es que agarrábamos a los jefes y a mí me tocaba matarlos”, contesta él. “Oiga, ¿y además le abrieron otros cuatro procesos allá adentro?”. “Sí. Ya sabe que aquí pasan muchos accidentes. Total, lo único que va a pasar es que me van a poner más ceros”. Como no me deja oír nada, le pido al tipo ese que por favor baje la voz. Es como si le diera una patada. “¡Cómo te atreves a hablarme así en mi cárcel!”, grita. Le digo que no quería molestar, “pero es que no alcanzo a escuchar nada”. El tipo trae una pluma en la mano, la agarra como un puñal, comienza a voltear para todos lados y empieza a decir: “Te vas a morir. Ahora sí te vas a morir”. Yo estoy con una oreja pegada en la rejilla y con los ojos puestos en la pluma que este loco trae en la mano. En eso me dicen “ya te puedes ir”, me pasan la papeleta, la firmo y salgo corriendo.

Sucede que a la siguiente semana lo vuelvo a encontrar en la rejilla de prácticas. Digo: “No vuelvo a vivir esta tortura”. Me sigo de largo hasta el otro juzgado y le digo a alguien: “Oye, ¿le puedes hablar al juez?”. Es que los jueces tienen dos rejillas de prácticas y así pueden atender dos audiencias simultáneas. Le agradezco a ese juez con todo el corazón, porque viene a ver qué se me ofrece. Le digo: “Perdóneme, Señoría, ha de estar usted muy ocupado, pero es que allá hay un tipo que ya van varias veces que dice que me va a matar”. “¡Ah!”, dice el juez con fastidio. “Es otra vez él. No te preocupes, ahora hablo con él”. Manda llamar al preso y le grita: “Oye, ya quedamos que te ibas a tranquilizar y siempre haces lo mismo”. Entonces los custodios se lo llevan. No estoy cien por ciento seguro, pero creo que aquella fue la única vez que crucé palabra con el juez. Las audiencias las llevaba siempre un secretario, otras veces un mecanógrafo. Ellos siempre me decían: “Ah, sí, entonces los policías están mintiendo y tú estás diciendo la verdad, ¿no?”. De hecho, fue el secretario el que me dictó sentencia. Era día de visita, estaba con mi novia, me mandaron llamar. Me hicieron esperar, no sé, dos o tres horas. De pronto, el secretario se acerca, saca la papeleta. A mí me vuelven a temblar las piernas. “¡Oye, te fue re bien!”, dice, “¡Nomás te dieron veinte años!”.

 

Dos

Los abogados Roberto Hernández y Layda Negrete se conocieron en el Reclusorio Oriente, mientras recababan datos estadísticos. En la sala de audiencias de los juzgados había cocinetas con hornos de microondas; por ahí pasaban vendedores de chicles, de diarios y de cosméticos. En el 71% de los procesos, el juez no estaba presente; en el 50%, era el secretario de acuerdos quien llevaba el control de las audiencias; en el 21%, el control de éstas se hallaba en manos de secretarias mecanógrafas. Según la División de Estudios Jurídicos del CIDE, el 80% de las veces los procesados no tenían oportunidad de hablar con el juez que los estaba juzgando.

Layda Negrete acababa de realizar para el CIDE una encuesta entre la población reclusa del Distrito Federal; el documento perfilaba las ruinas del sistema penal mexicano. Destacaban datos como estos: el 50% de los procesados no había escuchado o entendía poco lo que sucedía más allá de la rejilla de prácticas. En un 52% de los casos no hubo nadie que explicara a los reos qué estaba sucediendo durante la audiencia. El 41% de los detenidos había sido golpeado o torturado por policías judiciales. El 24%, por agentes preventivos. Al 79% de los procesados la policía no le informó nunca la causa de su detención. Al 80% el ministerio público no le comunicó su derecho a no declarar. Al 72% no se le informó su derecho a hablar por teléfono. El 70% no contó con un abogado al momento de declarar ante el ministerio público y el 27% no gozó de este derecho al declarar ante un juez.

En el tiempo en que ambos abogados se conocieron, “y se enrollaron sentimentalmente muy rápido”, Roberto Hernández practicaba una muestra indagatoria en cuatrocientos expedientes penales para un estudio del National Center for State Courts. La muestra indicaba, entre otras cosas, que en el 92% de los juicios lo único que había vinculado al acusado con el hecho delictivo era la existencia de un testigo ocular, según Hernández, “la evidencia más falible que puede haber”.

—Lo que vimos en el reclusorio —recuerda el abogado— es que en México tienes un juicio sin juez, y también un juicio sin pruebas. Te juzgan, además, metido en una jaula, sin que nadie te tome en cuenta. Aquellos datos resultaban muy alarmantes: una vez que el sistema identifica a una persona, el 92% de las veces, sin más evidencia que la declaración de un testigo, esa persona es consignada a un juzgado. Las probabilidades de salir de allí son inexistentes: el 95% de las sentencias son condenatorias en la ciudad de México.

En aquellos tribunales del tercer mundo los abultados expedientes que un ejército de escribanos cosía con aguja e hilo no reflejaban la realidad de los juicios. Quedaban afuera los alegatos del defensor, que el juez no consideraba oportuno incluir; quedaban afuera los tropiezos, los titubeos, los gritos, las contradicciones, las irregularidades. “Lo que el juez no dicta al escribiente queda fuera de la realidad jurídica —explica Layda Negrete—. Hay una brecha entre la ley y su aplicación, una brecha entre la ley y la realidad, que los expedientes sólo registran parcialmente”.

 

Aquel espectáculo de un sistema penal rezagado y en ruinas no era para hacer un power point. “Esto es para hacer una película”, dijo Roberto Hernández.

La película fue un documental de diecinueve minutos, patrocinado por el CIDE. Se llamó El túnel, recibió una mención especial en el Festival Internacional de Cine “Expresión en Corto” y hoy se considera una de las primeras filmaciones que retratan los procesos de la justicia penal mexicana. Desfilaban cifras, testimonios, la opinión de expertos. El corto debía su título, precisamente, al túnel que conecta al juzgado con el reclusorio: ese túnel que desemboca en una jaula (la rejilla de prácticas) y en el que los reos pueden morir por sólo defender sus zapatos.

La improbable colaboración de la cámara cinematográfica en un juicio penal (Hernández había vendido su auto para poder comprarla) atrajo de inmediato la atención de los medios. El documental fue transmitido en la televisión. Carmen Aristegui le dedicó un programa. El túnel sirvió, sobre todo, para que un muchacho al que acusaban injustamente de robar un auto obtuviera la libertad.

—La cámara, y una apelación bien llevada, probaron que se trataba de otro juicio creado —afirma Hernández.

En junio de 2006 los abogados recibieron una llamada telefónica. Una joven se había enterado de que el documental había logrado la liberación de un acusado y quería exponer ante Negrete y Hernández los detalles de un proceso cargado de irregularidades. La joven se llama Giovanna y era amiga de Juan Antonio Zúñiga, un vendedor de video-juegos que, a partir de la declaración de un testigo ocular, había sido acusado del asesinato a tiros de un vendedor de drogas. Zúñiga acababa de ser condenado a veinte años de prisión. Aunque un abogado de oficio apeló la sentencia, el magistrado de la Quinta Sala, Salvador Ávalos, había decidido confirmarla.

El 24 de junio de 2006 Negrete y Hernández se reunieron con los familiares del procesado.

—No era un caso gris que se prestara a confusión. Era un caso clarísimo de inocencia que revelaba que el sistema penal se había equivocado. Había doce, quince testigos que vieron a José Antonio en otro lugar en el momento del crimen. Había una prueba de pólvora negativa. Había un retrato hablado que no concordaba con él. Había fabricación de pruebas, porque para incriminarlo dijeron que traía golpes, y luego, para que no los acusaran de tortura, le hicieron declarar que no traía golpes —recuerda Hernández.

Aunque estaban a punto de salir a Berkeley a terminar un doctorado, los abogados decidieron tomar el caso. Relata Layda Negrete:

—Empezamos a cocinar la idea de hacer que lo juzgaran de nuevo. Podíamos pedir un amparo, pero esto le daba a Zúñiga pocas posibilidades de salir. Corríamos el riesgo de que esta vez la sentencia no fuera de veinte, sino de cincuenta años. Así que nos sentamos con él y le dijimos: vamos a hacer algo muy arriesgado, vamos a meter una cámara al reclusorio, al juicio, a los juzgados. Nos vamos a apoyar en la cámara para llevar el juicio, pero necesitamos que te la juegues con nosotros porque de otro modo nadie va a aprender nada sobre este sistema.

De acuerdo con los abogados, pocas personas en prisión se atreven a dar la cara frente a una cámara: “El hecho de ser grabado tras las rejas te estigmatiza”. José Antonio Zúñiga les dijo: “Yo sí voy a aparecer”.

La imposibilidad de acarrear de un lado a otro un expediente formado por millares de hojas hizo que Hernández se decidiera a escanearlo. Esa decisión resultó crucial en la filmación de una cinta que actualmente ha obtenido quince premios internacionales.

—Empecé a revisar el expediente en la computadora: podía hacer acercamientos a los pasajes mal impresos o poco claros, y cuando vi la cédula profesional del defensor de oficio dije: “Aquí hay algo raro”. Le empecé a dar zoom y zoom. Apareció, con tinta borrosa, el sello de una notaría de Salina Cruz, Oaxaca. Nadie va a ir a Salina Cruz, Oaxaca, a sacar una copia certificada de su cédula profesional, a menos que haya algo sucio en esto. Pensé: “Esta cédula es falsa”.

Dos semanas más tarde el Registro de Profesiones de la SEP comprobó que se trataba de una cédula falsificada. Era posible derrumbar el juicio, lograr que José Antonio Zúñiga fuera juzgado de nuevo. Roberto Hernández visitó al actual procurador de justicia capitalino, Miguel Ángel Mancera —el funcionario era entonces subprocurador de Procedimientos Penales—, y le mostró la cédula que comprobaba que Zúñiga había sido defendido por un “coyote”, otra perla del sistema al que estamos condenados.

—De abogado a abogado —dice Hernández—, Mancera me confío el mecanismo penal que podía hacer posible que la Sala de Apelación volviera a revisar la sentencia: un incidente no especificado que estaba regulado en el Código de Procedimientos Penales. Al mismo tiempo, le llevé al magistrado Salvador Ávalos un DVD que contenía diez minutos en los que varios testigos afirmaban haber visto a Zúñiga en otro lado el día del homicidio. Ávalos había revisado el caso dos veces. Tuvo la grandeza de admitir que había una duda razonable y ordenó que el juez Héctor Palomares juzgara al acusado de nuevo.

El siguiente escollo fue obtener la autorización para filmar en el reclusorio. Grabar una entrevista de quince minutos con José Antonio Zúñiga tomó a los abogados un año entero.

Layda Negrete:

—Estábamos de las ocho de la mañana a las seis de la tarde frente a la oficina del director del reclusorio, que es además un hombre muy progresista, imagínate que se llama Engels López. De repente nos dijo: “Oigan, yo voy a hacer mi obra de teatro, por qué no vienen a grabar”. Bueno, fuimos a grabar su obra de teatro. Y así estábamos pastoreándolo, pastoreándolo, hasta que nos dejó empezar a grabar y un día nos permitió hacer lo que parecía imposible: entrar desde el reclusorio a los túneles del juzgado.

Roberto Hernández:

—Cuando expuse ante los tribunales que quería grabar el juicio, todos se escandalizaron: “¿Pero cómo, por qué?”. Yo les dije que era una oportunidad para que en México se entendiera cómo se juzga a la gente y también una oportunidad del tribunal para mostrar las tremendas condiciones en que hace su trabajo. “Es una oportunidad para que todo el mundo aprenda algo”. Fueron a reunirse en privado durante dos semanas, hasta que un día me dijeron: “El presidente del tribunal está de acuerdo, puede proceder a la filmación”.

Layda Negrete:

—El día de la primera audiencia entramos con las cámaras por el túnel y fue como si hubiera ocurrido una explosión. El juez se fue a esconder al baño, las mecanógrafas agarraron sus cosas y desaparecieron, el juzgado se quedó vacío en unos minutos: parecía que la sala entera se hubiera escurrido por una alcantarilla. El juez mandó llamar a Roberto: “¿Por qué trajo cámaras?”. “Tengo autorización. Estoy haciendo un seguimiento”. “¿Y por qué llegan de sorpresa? Yo no tengo nada que ocultar”. “Si no hay nada que ocultar, déjenos filmar la audiencia”.

Roberto Hernández:

—El juez dijo: “No tengo nada que ocultar”. Entonces pusimos cinco cámaras y seguimos el juicio en tiempo real. La mayoría de los documentales son reconstructivos: intentan recrear un suceso del pasado. Lo que aquí logramos fue registrar cómo se comportan el juez, el testigo, los policías, la mecanógrafa, el acusado. En horas y horas de grabación quedó el registro de cómo se desenvuelven los involucrados en un juicio y bajo qué posturas tortuosas se encaran versiones distintas de “la verdad”.

Con el auxilio de un nuevo abogado defensor, Rafael Heredia, y a través de largas sesiones telefónicas desde Berkeley, Negrete y Hernández armaron la culminación del juicio, el careo entre Zúñiga y el testigo que lo acusaba:

Zúñiga: ¿Tú también estuviste en los separos?
Testigo ocular: Sí.
Zúñiga: ¿Te hicieron la prueba de pólvora?
Testigo ocular: Sí.
Zúñiga: ¿Y cómo saliste de esa prueba?
Testigo ocular: Limpio, si no, no estaría yo aquí afuera.
Zúñiga: ¿Pues qué crees, mano? A mí también me hicieron la misma prueba y también salí limpio. ¿Por qué yo estoy en el tambo con una prueba que me exonera igual que a ti?

José Antonio Zúñiga fue liberado ochocientos cuatro días después de su detención, el 25 de abril de 2008. A partir del año siguiente, el documental desató un fenómeno internacional de público y crítica: obtuvo premios en festivales de Londres, Nueva York, San Francisco, Belfast, Copenhague, Varsovia, Budapest, Dubai, Los Ángeles, Guadalajara y Morelia. Los responsables del asesinato de Juan Carlos Reyes no han sido detenidos. Las autoridades involucradas en el caso continúan en sus cargos. La vida de José Antonio Zúñiga está desfigurada: teme salir a la calle, pues siente que el asunto no ha terminado. A pesar de que señaló la ruta hacia un nuevo juicio, el procurador Miguel Ángel Mancera afirma que para la Procuraduría de Justicia del DF Zúñiga sigue siendo “presunto culpable”: según el funcionario, su inocencia no fue absolutamente probada. El magistrado Salvador Ávalos afirma que el reo fue absuelto por duda razonada, más no declarado inocente: “Los tratados internacionales que ha signado México, la Constitución Política y la propia ley procesal, me señalan que no puedo condenar a alguien cuando existe una duda, yo no dije en la resolución que esta persona fuera inocente, lo que dije es que de las actuaciones se habían desprendido dos corrientes probatorias, una para condenar y otra para absolver. Declaramos que existía una duda razonada y ante eso se absuelve”.

Son los usos y costumbres del sistema penal mexicano. Un sistema en ruinas. El documental las exhibe.

Más allá de eso, nadie sabe nada.

Héctor de Mauleón. Escritor y periodista. Autor de Marca de sangre y El derrumbe de los ídolos, entre otros.

http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2099188

 

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El túnel, “precuela” de Presunto Culpable

En la narración sobre cómo se hizo “Presunto Culpable” escrita por Héctor De Mauleón que publicamos este mes, Layde Negrete y Roberto Hernández describen cómo decidieron hacer un documental. El primero que hicieron no fue “Presunto Culpable” sino “El Túnel”, el cual se puede ver completo en Youtube.

En aquellos tribunales del tercer mundo los abultados expedientes que un ejército de escribanos cosía con aguja e hilo no reflejaban la realidad de los juicios. Quedaban afuera los alegatos del defensor, que el juez no consideraba oportuno incluir; quedaban afuera los tropiezos, los titubeos, los gritos, las contradicciones, las irregularidades. “Lo que el juez no dicta al escribiente queda fuera de la realidad jurídica —explica Layda Negrete—. Hay una brecha entre la ley y su aplicación, una brecha entre la ley y la realidad, que los expedientes sólo registran parcialmente”.

Aquel espectáculo de un sistema penal rezagado y en ruinas no era para hacer un power point. “Esto es para hacer una película”, dijo Roberto Hernández.

La película fue un documental de diecinueve minutos, patrocinado por el CIDE. Se llamó El túnel, recibió una mención especial en el Festival Internacional de Cine “Expresión en Corto” y hoy se considera una de las primeras filmaciones que retratan los procesos de la justicia penal mexicana. Desfilaban cifras, testimonios, la opinión de expertos. El corto debía su título, precisamente, al túnel que conecta al juzgado con el reclusorio: ese túnel que desemboca en una jaula (la rejilla de prácticas) y en el que los reos pueden morir por sólo defender sus zapatos.

Fuente: http://redaccion.nexos.com.mx/?p=2702

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